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La Obra Poética
de
MIGUEL HERNÁNDEZ
José Antonio Serrano Segura
1. Poemas de adolescencia
2. Perito en lunas
3. Primeros poemas sueltos
4. El silbo vulnerado
5. El rayo que no cesa
6. Otros poemas sueltos
7. Viento del pueblo
8. El hombre acecha
9. Cancionero y romancero de
ausencias
Es la de Miguel Hernández una de las figuras más
atractivas de la llamada Generación del ’36. Su breve
trayectoria vital; su verdad de hombre, de la que fue
dejando muestras en todas sus actuaciones; su poesía,
apasionada en ocasiones hasta la desesperación, serena
en otras hasta el desaliento; humana y verdadera
siempre, han hecho del poeta un símbolo para las
jóvenes generaciones de las últimas décadas. Porque, de
alguna manera, Miguel Hernández encarna la figura del
poeta de la libertad.
Apasionado y reflexivo, espontáneo y retórico, mimético y
original, se entrega a su obra de poeta como reflejo
verdadero de su propia existencia, que intuyó desde
siempre amenazada:
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida. [...]
dirá en uno de sus últimos poemas. Pero también por las
heridas de su pueblo, de las causadas en su alma de
hombre del pueblo por la traición y el crimen. Su
concepción solidaria de la vida queda plenamente
reflejada en su obra, y quizás tan claramente en sus
sonetos de El rayo que no cesa como en su posterior
poesía, donde los temas y su tratamiento conllevan más
interpretaciones para considerarlo así. Es, pues, una
figura “romántica”, en el sentido de que lucha
desesperadamente a favor del amor, de la justicia y de la
Comentario a la Elegía a Ramón Sijé
libertad; es decir, en defensa del hombre.
De él escribió Vicente Aleixandre:
«Era puntual, con puntualidad que podríamos llamar
del corazón. Quien lo necesitase a la hora del
sufrimiento o de la tristeza, allí le encontraría, en el
minuto justo. Silencioso entonces, daba bondad con
compañía, y su palabra verdadera, a veces una sola,
haría el clima fraterno, el aura entendedora, sobre la
que la cabeza dolorosa podría reposar, respirar. Él,
rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los
que tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente.
Su planta en la tierra no era la del árbol que da
sombra y refresca. Porque su calidad humana podía
más que todo su parentesco, tan hermoso con la
Naturaleza.
Estudios y Recursos Literarios
Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los
hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca,
no, ni en el último momento, esa luz que por encima
de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos
abiertos.»[1]
El mundo poético de Miguel Hernández —como el de todo poeta verdadero— es un mundo
transfigurado. Así, toda su obra no es más que la transformación poética de ásperas, fuertes y
extremadas realidades. Todas sus vivencias, desde las de pastor adolescente hasta las de preso
condenado a la última pena, se convierten en poesía por el milagro de una intuición lírica,
purísima y precoz en sus primeras composiciones, y madurada después por el dolor y la
muerte. Lo que viene a continuación no es sino el resumen de los datos estilísticos presentes en
su obra poética y que pueden servirnos de gran ayuda para nuestro comentario.
1. Poemas de adolescencia
Los poemas primeros de Miguel Hernández, no publicados en vida y que han quedado autógrafos en un
cuadernillo que el poeta conservó siempre, son en su mayoría de arte menor. Los versos aparecen
combinados libremente o siguen las formas tradicionales de la poesía popular: romancillos, endechas,
romances, redondillas, cuartetas… Sólo en muy pocos poemas ensaya el arte mayor.
Los temas de estos poemas los encuentra en el paisaje de Orihuela, en la serranía que recorre con sus
cabras. Su vida de pastor se introduce en ellos y les presta su vocabulario agreste: “zagal”, “zurrón”, “hato”,
“cordero”, “chivo”, “lagarto”, “risco”… Mas advertimos también un cierto desenfado, una enérgica
valentía para tratar el lenguaje de forma personal, que le lleva a la creación léxica: por ejemplo, a crear
formas verbales derivadas de un adjetivo (“astro que tremulece”) o de un sustantivo (“temblorea una
esquila”); adjetivación de un nombre propio (“la noche baltasara”). Esta habilidad que muestra desde tan
temprano le conducirá sin esfuerzo alguno al gongorismo, que ya apunta en algunos de estos versos
primeros: los dátiles son “proyectiles de oriámbar” y la campana es “galeota amarrada a una galera”. En
muchos de ellos es, además, fácil advertir la influencia de poetas del Siglo de Oro, del Romancero, de
Rubén Darío y de Juan Ramón Jiménez. En todos ellos descubre un gusto por todas las formas de la
Naturaleza, un bucolismo y una exaltación vital que serán constantes en su obra. Aparecen también algunas
alusiones mitológicas procedentes de sus tempranas lecturas de los clásicos y de Rubén Darío.
2. Perito en lunas (1933)
Cuando Miguel Hernández va a Madrid en 1931, la llamada Generación del ’27 está en pleno apogeo. El
pastor-poeta se siente atraído, deslumbrado y, a la vez, solicitado por una de las actitudes más
significativas de aquel grupo de poetas ya consagrados: la vuelta a Góngora, nacida al calor de la
conmemoración del cuarto centenario de su muerte[2]. A la vuelta a su tierra, enriquecido por este
descubrimiento y acuciado, además, por el deseo casi desafiante de probar fortuna en ese mundo de
perfección estética, Miguel Hernández se lanza a la conquista de aquella maestría de la forma, a la búsqueda
de la belleza como fin último de la poesía. Pero su gongorismo no es puramente imitativo, sino que se asienta
en lo real e inmediato, en la cercanía de la tierra y no en un mundo puramente fabuloso como el del
cordobés.
Regresa a Orihuela, como decíamos, y compone Perito en lunas, libro que durante tres décadas fue
menospreciado por la crítica, que lo acusaba de deshumanizado conceptismo y de huera retórica, vacío de
toda emoción y sentimiento. Sin embargo, es un asombroso comienzo poético y un prodigio de
autosuperación juvenil. Hernández procura eliminar la rudeza original que cree tener y lo consigue
plenamente. Es el hombre de la tierra que aspira a las formas de expresión más cultas. Cuando escribe
este libro, está superando una tragedia: la del poeta sin cultura —por lo menos la reconocida oficialmente
por los títulos académicos— que aspira a las cimas más elevadas del pensamiento y del arte. Pocos críticos
han advertido en este libro lo que hay en él de drama humano. Si hubieran visitado la casa en que vivió,
habrían quizá comprendido esta su primera reacción contra el estiércol que le rodeaba. En una prosa de
aquellos años, escribe:
«¡Todos! los días elevo hasta mi dignidad las boñigas de las cuadras del ganado, a las cuales paso la
brocha de palma y caña de la limpieza.
¡Todos! los días se elevan hasta mi dignidad las ubres a que desciendo para producir espumas, pompas
transeúntes de la leche; el agua baja y baja del pozo; la situación crítica de la función de mi vida, más fea
por malponiente y por oliente; los obstáculos de estiércol con que tropiezo y que erizan el camino que va
de mi casa a mi huerto; las cosas que toco; los seres a quienes concedo mi palabra de imágenes; las
tentaciones en que caigo [...].
¡Todos los días! me estoy santificando, martirizado y mudo.»
Desde este momento, toda la vida de Miguel Hernández será un constante esfuerzo por elevar hasta su
propia dignidad interior y hacia ese plano de hermosura superior que encuentra en las formas del
lenguaje poético todas las cosas feas y tristes de su existencia (véase, por ejemplo, cómo en uno de sus
últimos poemas[3], escrito en la miseria absoluta de la cárcel, dedica un bellísimo soneto a la escoba con la
que barre el patio de la prisión).
a)
Temática
El tema central de Perito en lunas se relaciona con la luna, aunque muchas veces enlaza tangencialmente
con otras realidades. No es una luna literaria, sino real, vista y sentida en el monte, en las huertas o en las
calles. Algunas octavas permiten identificar, bajo un peculiar tratamiento metafórico, otras variantes
temáticas: fuegos artificiales (VI), el alba y el gallo (XIII), el espantapájaros (XIX), sombras danzarinas
(XXIV), las cabras (XXVI), la lluvia (XXVIII), pozos (XLI) y la chumbera (XLII). Ni cíclopes ni ninfas:
mitología de la tierra, cercano paisaje, historia directa del hombre.
b)
Métrica
El libro está constituido por 42 octavas reales en endecasílabos en los que predomina la acentuación en 6ª y
10ª sílabas. La rima presenta tres variedades distributivas: ABABABCC, ABBAABCC y ABABBABB.
c)
Técnica metafórica
El “perito en lunas” se muestra también experto manejador de la metáfora y de las imágenes en todas sus
posibles variantes expresivas. Sabe establecer magníficas relaciones entre la realidad —contemplada o
imaginada— y la palabra, que dan motivo a una realidad poética por encima de la realidad objetiva: nos
descubren una personalísima visión del mundo.
Los tipos de metáforas e imágenes más frecuentes son:
vegetalización: la luna es “blanco narciso”; la columna, “oasis de beldad”...
animaciones: “Anda, columna [...] Pon a la luna un tirabuzón [...]”...
animalización: “[luna] que a tu misma grupa vienes”; “[la columna] pace”...
personificación: “hacen los vientos gestos blancos”; “[la columna] con gargantillas
de oro en la garganta”...
sinestesia: este recurso, tan abundante en sugerencias, es utilizado con relativa
frecuencia, pues las sensaciones transpuestas sólo se refieren a la vista y al gusto: “qué luna es
de mejor sabor y cepa”; “agrios huertos”; “colores agradables a los dientes”...
Veamos, por ejemplo, cómo en la octava V se nos ofrece un caso muy complejo de
plurisignificación metafórica:
Anda, columna, ten un desenlace
de surtidor. Principia por espuela.
Pon a la luna un tirabuzón. Hace
el camello más alto de canela.
Resuelta en claustro viento esbelto
pace,
oasis de beldad a toda vela
con gargantillas de oro en la garganta:
fundada en ti se iza la serpiente, y
canta.
La palmera, convertida en columna, ha de
ponerse en movimiento, terminando con sus
ramas en la forma de un surtidor de agua. La
forma de las ramas pasa a ser la de una
espuela. A continuación, se transforma en un
tirabuzón de la luna, sugerido por la forma de
columna salomónica del tronco. Le pide que
haga [usa la forma arcaica del imperativo
“hace” en lugar de la actual “haz”], es decir,
que se convierta en el camello (la parte alta del
tronco de la palmera, de donde salen las hojas,
se denomina “joroba”) de canela (por el color
del tronco) más alto. Resuelta [convertida] ya
en animal, “pace” el “viento esbelto” en el
claustro en que se encuentra. Es “oasis de
beldad” (belleza verde en medio del paisaje
desértico). Su cuello está rodeado de
“gargantillas de oro” (los dátiles). Al haber
sido antes definida como columna salomónica,
ésta se convierte en serpiente que se eleva y
que canta (por los pájaros que en ella habitan).
d)
Cromatismo
Dentro de la variada policromía del libro, se acusa el predominio de ciertos colores y tonalidades. Los más
frecuentes son: el blanco (en veintiocho octavas) y específicamente el color lunar (en ocho); el oro y el
dorado (en diez); el rojo (en siete); el azul (en seis); y el negro (en cinco). Este rápido recuento nos permite
confirmar que la policromía corresponde exactamente con su temática: predomina la blancura porque el
tema central gira en torno a la luna; sigue el dorado porque las penas parecen lejanas y predomina la
juventud (asociada con el sol); el rojo y el negro (relacionados con la pasión y la muerte) aparecen con
menos intensidad que en libros posteriores, porque el poeta aún no se ha enfrentado con la tragedia.
e)
Hipérbaton y ordenación lógica
El voluntario neogongorismo del libro obliga al poeta a doblegar su lenguaje a la disciplina del hipérbaton.
A veces la alteración del orden gramatical es elegante y clara, a pesar de cierta dificultad aparente:
Por el arco, contra los picadores,
8 9 10
5
6
7
del cuerno, flecha, a dispararme parto.
11 12
1
3
4
2
En otros casos, el hipérbaton y la elipsis se extreman en un alarde de maestría y virtuosismo técnico; pero,
naturalmente, tales violentas transposiciones y las perífrasis oscurecen la idea y hasta la metáfora en que se
expresa. Sin embargo, hay a veces una reacción en contra de esa artificiosidad y se rescatan las formas
naturales y la expresión directa: “¡Pero bajad los ojos con respeto, / cuando la descubráis quieta y redonda!”
(XXX); “¡Oh, tú, perito en lunas; que yo sepa / qué luna es de mejor sabor y cepa” (XXXV).
f)
Léxico agreste / léxico culto
Del mismo modo que la sintaxis, el léxico también acusa esta lucha entre lo culto y lo sencillo
(especialmente el léxico agreste, campesino): “pita”, “palma”, “granado”, “ordeño”, “pezuña”, “yunta”... se
enfrentan a cultismos como “opimos”[4], “ancoro”, “pirea”, “prometea”, “eclipsoides”, “crinita”...
g)
Reiteraciones léxicas
Uno de los rasgos característicos del libro, a pesar de su ascendencia culta, es el frecuente empleo de los
distintos tipos de reiteraciones léxicas (anáfora, epanadiplosis, anadiplosis...) tan habituales en la poesía
popular. Esta característica será en adelante una de las constantes en su obra. Por ejemplo: “bajaré contra el
peso de mi peso”; “alrededor de sus alrededores”; “¡A la gloria, a la gloria toreadores! / [...] / ¡A la gloria, si yo
antes no os ancoro [...]”.
3. Primeros poemas sueltos
Entre Perito en lunas y El silbo vulnerado, media un grupo de poemas de variada inspiración en los que se
perciben numerosas resonancias junto a personalísimos atisbos de originalidad. Dos poemas de tema
taurino —“Corrida real” y “Citación fatal”[5]— y el titulado “Vuelo vulnerado” muestran todavía huellas
de neogongorismo. Rotundas metáforas (“gabriel de las imprentas” —cartel—; “novia de sangre” —plaza—;
“barítono pastor de gasolina” —avión—...) se enfrentan con versos de honda sinceridad desnuda (“morir es
una suerte / como vivir: ¡ de qué, de qué manera! / supiste ejecutarla [...]”). Y es precisamente en el poema
elegíaco “Citación fatal” en donde el toro –metáfora e imagen simbólica que culminará en El rayo que no
cesa– se hace símbolo de la muerte: “Salió la muerte astada, / palco de banderillas [...]. Y, a la inversa, la
muerte se convierte en toro amenazador.
No sólo Góngora, sino también otros recuerdos están presentes en estos poemas. El de San Juan de la
Cruz es patente en “Vuelo vulnerado” y en “¡Apártate! Señor, que va de vuelo [...]”[6]. Más cercanos son los
ecos de Federico García Lorca en “Ya en el tambor de arena el drama bate [...]”[7] y el de Cal y canto de Rafael
Alberti.
Hay ecos clásicos en algunos poemas, pero en todos ellos nunca falta el verso o la imagen de neto corte
hernandiano, el vigor o la ternura, el aroma rústico, que imprimen al poema un sello de originalidad y
voz entrañable. Canta cosas sencillas y próximas: su canario muerto, un árbol, su carne joven, los
pájaros... Pero otros poemas, de tonalidad más honda, los inspira la primera novia y anticipan formas y
temas de El silbo vulnerado. En cambio, su “Profecía sobre el campesino” anuncia Viento del pueblo, a pesar
de que su acento no invita a la rebelión, sino al cuidado amoroso de la tierra: “En nombre de la espiga, te
conjuro: / ¡siembra el pan con esmero!”.
Tampoco falta en este grupo de poemas de transición la nota religiosa: tres sonetos “A María Santísima”.
Pero tal religiosidad no es de inspiración popular, sino de ingenuo candor e inocente gongorismo. “Mar y
Dios” encierra un conceptismo más transcendental. Los mejores poemas de este grupo son “La morada
amarilla” y los “Silbos”. El primero es una magnífica visión de Castilla, vertida en versos de rotundos
perfil y expresión. Los “Silbos” son un logrado intento de poesía pastoril y labriega, en que el poeta
desprecia la vida mecánica de las grandes urbes y alaba —como en la edad áurea— la aldea y la pura
existencia campesina. Se burla de los “rascacielos” y prefiere cultivar el romero y la pobreza, cantar el
“Silbo del dale”.
En su personal beatus ille, el “Silbo de la afirmación de la aldea”, dice:
Alto soy de mirar a las palmeras,
rudo de convivir con las montañas...
Yo me vi bajo y blando en las aceras
de una ciudad espléndida de arañas.
Difíciles barrancos de escaleras,
calladas cataratas de ascensores,
¡qué impresión de vacío!,
ocupaban el puesto de mis flores,
los aires de mis aires y mi río.
4. El silbo vulnerado (1934)
La denominación silbo vuelve a emplearla para su siguiente libro y para los veinticinco sonetos que lo
componen. Cada uno de ellos es una canción herida e hiriente, un corazón cruzado por saetas y zarpazos,
por suave melancolía o bañado por la ejemplar serenidad del sufrimiento. Su llanto es hondo, “tierra
adentro como el pozo”. Es el canto del poeta en su soledad de enamorado: “Silbo mi soledad, pájaro triste”. Y
cada silbo transparenta la biografía del hombre, debajo de los ”aires amorosos” de San Juan de la Cruz, de
las resonancias de Lope de Vega y de Góngora, incluso de la fuerza imprecatoria de Quevedo, que será
una de las características de El rayo que no cesa, su siguiente libro. No hay, pues, rasgo alguno de sumisión
servil. La experiencia amorosa se transfigura en poesía personalísima.
a)
Temática
El enamorado finge ante su amada “un gesto de bonanza”, pero el suyo verdadero es un gesto desgraciado.
Su vida es un camino de penas, por el que camina “sin mostrar fragilidad ni un tanto”. Un limón que le tira
su amada se le vuelve “una picuda y deslumbrante pena”. Hállase árido y baldío sin el riego de su amada. Su
huerto, florido de azahar, le hace pensar en la ventura de las nupcias. Quemado por la pena, la siente
como un perro que le sigue, al tiempo que corona sus días. Ya está todo dispuesto para su muerte: la
madera del féretro, la tierra umbría... Oye la osada acometida de su sangre. Las penas le combaten y nadie
le salvará de ese naufragio si no es la amada. Pero se retirará con su pena a donde aquélla no lo vea ni
oiga.
b)
Métrica
Consta, como dijimos, de 25 sonetos. En ellos, 312 versos están acentuados en 6ª y 10ª sílabas y 38 en 4ª, 8ª
y 10ª. Cuando altera el ritmo en cualquiera de los sonetos, es para reforzar la intensidad y el dramatismo
del verso: el acento rítmico recae precisamente en la palabra sobre la cual el poeta concentra su pasión o
su dolor. Por ejemplo:
Fuera menos penado si no fuera
1ª
6ª
10ª
nardo tu tez para mi vista, nardo,
1ª
4ª
8ª
10ª
cardo tu piel para mi tacto, cardo,
1ª
4ª
8ª
10ª
[8]
tu voz para mi oído, tuera.
tuera
1ª
4ª
8ª
10ª
El esquema de la distribución de las rimas es siempre el mismo (ABBA ABBA CDE CDE), pero éstas son
variadísimas. En los pocos casos en que se repiten es para dar énfasis a los sentimientos esenciales e
intensificar la tonalidad dramática.
c)
Técnica metafórica
Apuntan en este libro todos los juegos metafóricos que llegan a su máximo desarrollo en El rayo que no
cesa. Abundan las comparaciones, pero las metáforas, en cambio, se dan en moderado número. El poeta
humaniza lo agreste y pastoril, integrándolo en la amada (personificación); vivifica lo inanimado
(animación); identifica lo astral con lo vegetal (vegetalización); humaniza la pena, raíz del libro (“La pena,
amor, mi tía y tu sobrina”), o se vuelve objeto inanimado (cosificación), “arado urgente junto al pecho”.
d)
Cromatismo
La calidad pasional, amorosa y emotiva del libro empalidece toda otra coloración. De hecho, el color
apenas existe en estos sonetos marcados por la pena. Cuando aparece, es precisamente en función
intensificadora de ese dolor que los nutre o para realzar la belleza de la amada. He aquí cómo se presenta:
Sugerido por medio de un sustantivo: “con esa leche audaz en apogeo”.
Sugerido por medio de un verbo: “mientras la azada mía el aire dora”.
Por medio de un adjetivo, adquiriendo simbólicamente connotaciones de
dolor y dramatismo, más que denotaciones coloristas: “más negros que tiznados mis
amores”.
La luz y la sombra representan, a veces, la dicha y el dolor, creando un intenso
claroscuro (antítesis).
e)
Sinestesias
No son abundantes, por la misma razón indicada en cuanto al leve cromatismo del libro. Sólo hemos
encontrado dos ejemplos: “aliento de campo con espigas” (poema 2); “Sabe todo mi campo a desposado, /
que está el azahar haciendo de las suyas” (p. 11).
f)
Reiteraciones
Uno de los rasgos más frecuentes del libro es el constante uso de la anáfora, al servicio siempre de la
intensidad emocional. Pocos sonetos carecen de ella. En ocasiones, los paralelismos incrementan dicha
intensificación.
5. El rayo que no cesa (1936)
Diez de los sonetos de El silbo vulnerado —los más excelentes, sin duda— son seleccionados por el poeta,
íntegros o con variantes, para formar parte de El rayo que no cesa, tercera y definitiva versión[9] de todo un
caudal trágico y amoroso. Este hecho evidencia la disciplina depuradora a que el poeta ha sometido su
facilidad expresiva. Si comparamos los sonetos de ambas versiones, notamos que las modificaciones
advertidas en El rayo que no cesa mejoran siempre o casi siempre el texto. Así, evita obvias repeticiones,
versos duros, y elimina sonetos enteros.
Como dijimos, no se despoja de la fuerza imprecatoria quevediana y, más bien, la intensifica. De ella se
inviste cuando se lanza a blandir su rayo, a desbordar su sangre a martillazos. El acento es bronco,
violento, hondísimo. Vemos ya al poeta personal de cuerpo entero: desesperado de amor, desgarrado,
rendido… y también desafiante, bramando como un toro apocalíptico o como un río furioso y exasperado.
La obra es un tremendo estallido de pasión, pero que sabe ordenarse en poemas formalmente perfectos.
Inspiración y maestría técnica convierten este libro en una obra logradísima que consagraría a su autor y
le haría merecedor de elogios de poetas y críticos.
a)
Temática
Desde el título y dedicatoria[10] hasta el último verso, se nos revela un hondo y poderoso sentimiento de
amor que riega la más profunda raíz del libro, unido a una consciencia no menos honda del dolor.
También la soledad y la pena[11] vibran a la par de un modo irreprimible, pero se subordinan a aquel
sentimiento. Una intensa tonalidad dramática, llena de patetismo, ensombrece la deslumbrante belleza de
algunos sonetos y la dulce melancolía de otros. Desolada tristeza, presagios de muerte y aun la misma
muerte cruzan por muchos endecasílabos en los que, por otra parte, alienta un sentido dionisíaco de la
vida y una concepción sensual del amor. Y no es éste un amor resignado, pues a menudo se encrespa de
ira colérica, atormentado por un insaciable ímpetu que casi sobrepasa los límites de lo humano. Es
desafiante, rebelde, alucinado, destructor. Mas hay ocasiones en que el sufrir del poeta enamorado se
reviste de una suave mansedumbre o de una gravedad meditativa, empapada de presentimientos y
agonías, nacida al calor de una pasión trágica, profundamente humana. La violenta tensión creadora que
sostiene todo el libro brota del abrasado corazón del hombre y del poeta. La intuición lírica se desata y, a
la vez, se doma en sonetos de impecable factura, en los cuales estalla una magia verbal que deslumbra y
raras veces decae.
Enlazado con los temas del amor, el dolor y la muerte, se acentúa aquel su primigenio sentido de la tierra,
pues Hernández sabe ahora que sólo en ella encontrará descanso la vida humana. Sólo en ella descansará
el poeta de “los cardos y las penas” que lleva “por corona”, y la muerte será más bien un retorno, ya que él ha
nacido de su barro:
Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
Que mancha con su lengua cuanto lame. […]
La tierra le espera eternamente y tal certeza le conforta:
Y cierta y sin tal vez, la tierra umbría
desde la eternidad está dispuesta
a recibir mi adiós definitivo.
Miguel Hernández ha entrevisto el amor como una fuerza al mismo tiempo destructora y vital: tierra,
amor, dolor y muerte son términos equivalentes en el libro.
b)
Estructura y métrica
El rayo que no cesa consta de: 1 poema de 9 cuartetas octosilábicas que riman abab; 27 sonetos con esta
ordenación de rimas: ABBA ABBA CDE CDE; un poema de 58 endecasílabos y 3 heptasílabos (por tanto, una
especie de canción o silva); y una elegía en tercetos.
En cuanto al ritmo acentual, 430 versos del libro se acentúan en 6ª y 10ª sílabas, y 55 en 4ª y 8ª. En cuanto a
estos cambios de acentuación, ya dijimos que sirven para marcar el tono dramático.
La rima sigue siendo riquísima en variedad y, cuando se repite es para insistir en aspectos esenciales de la
temática, en perfecta adecuación externa e interna.
c)
Técnica metafórica
Abunda en el libro el símil o comparación (concretamente, aparece en 15 poemas). Entre las peculiares
metáforas que nos llaman la atención por su originalidad y fuerte acento personal, mencionaremos:
El hombre origina en sí fuerzas de la Naturaleza: “Este rayo ni cesa ni se agota:
/ de mí mismo tomó su procedencia / y ejercita en mí mismo sus furores” (poema 2).
Lo humano se identifica con lo cósmico y participa de su esencia: “Descansar de esta
labor de huracán” (p. 1); “tu clemencia solar” (p. 12).
Vegetalización de lo humano: “Sal de mi corazón del que me has hecho / un
girasol sumiso y amarillo” (p. 3); “quiero que vengas, flor [la amada] desde tu
ausencia” (p. 12).
Cosificación de lo humano: “Mi sien, florido balcón” (p. 1).
Humanización de lo inanimado: “¿No cesará esta terca estalactita / de cultivar sus
duras cabelleras?” (p. 2).
Humanización de lo vegetal: el limón (p. 4) se convierte en un “seno duro y largo”.
Dinamización y vivificación de lo inerte: “un pañuelo sediento va de vuelo”
(p. 5); “la blancura más bailable” (p. 7); “rayo de metal crispado […] / picotea mi
costado” (p. 1).
d)
Cromatismo
Aunque prevalece el mismo sentido colorista patente en El silbo vulnerado, es decir, con una coloración o
tonalidad moral más que física (p. ej.: “mi sien […] negra está” —a causa del dolor—), ésta última adquiere
en El rayo que no cesa una presencia más clara y nítida, refiriéndose siempre a la hermosura de la amada:
“jazmín calzable” (p. 8) es el blanco pie de la amada, cuyo cuello es “almenadamente blanco y bello, / una
almena de nata giratoria” (p. 21).
e)
Sinestesias
En El rayo que no cesa aparecen algunos casos, referidos a los distintos sentidos físicos: “golpe amarillo” (p.
4); “al derramar tu voz su mansedumbre de miel” (p. 25); “y perseguir el curso de tu aroma” (p. 20); “una
humedad de femenino oro / que olió…” (p. 14). Pero las Sinestesias más originales son las que transponen
sensaciones físicas y morales: “pañuelo sediento” (p. 5); “jugoso fuego” (p. 7); “ala dulce y homicida” (p. 1);
“fraguas coléricas” (p. 2)…
f)
Otros rasgos estilísticos
La temática amorosa del libro exige a éste el frecuente uso de la antítesis, tan
peculiar en este tipo de poesía desde los tiempos de Petrarca hasta nuestros días:
“pena es mi paz y pena es mi batalla” (p. 6); “los dulces granos de la arena amarga” (p.
3), “sobre tu sangre duramente tierna” (p. 15).
La hipérbole también se hace presente en versos como el que sigue:
“cubriendo está los trebolares tiernos / con el dolor de mil enamorados” (p. 14).
La imaginación poética de Hernández confiere a los objetos, mediante
originalísimas imágenes, materias inusuales: “flores de telarañas” (p. 1); “la armadura
/ de arrope” (p. 15); “los sollozos agitan su arboleda / de lana cerebral bajo tu paso” (p.
15).
Como en el libro anterior, encontramos numerosas anáforas que cumplen la
función de intensificar la emoción, la pena, el arrebato amoroso y el sentimiento ante
la muerte. En casi todos los poemas podemos encontrarlas. En medida algo menor, y
con la misma función, encontramos también los paralelismos.
N.B.: Al comentario de la “Elegía” a Ramón Sijé, su más conocido poema junto con las
“Nanas de la cebolla”, dedicamos un estudio en apéndice.
6. Otros poemas sueltos (1935-1936)
Entre los poemas sueltos que escribe Miguel Hernández por estos años, se destacan: “Oda entre arena y
piedra a Vicente Aleixandre”, “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”, “Me sobra el corazón”, “Mi
sangre es un camino”, la “Égloga” a Garcilaso y “Sino sangriento”.
Excepto los dos últimos, los demás señalan una liberación de la forma clásica. El poeta se entrega a la
expresión libre al calor de la influencia de las nuevas tendencias de la “poesía impura” por medio de los
poetas de la revista Caballo Verde para la Poesía. Ni conceptismo barroco ni rígidos cánones métricos.
Imágenes surrealistas, verso libre, aire de renovación. Pablo Neruda y Vicente Aleixandre le alejan de los
clásicos y le acercan otro mundo: el de Residencia en la tierra del primero y el de La destrucción o el amor del
segundo. Lo único que no cambia es su “dolorido sentir”, su pasión de hombre. Astros, cosas, manotazos,
sangre, abrupta pena, nardos, piedras... se entremezclan en esta nueva poesía que le sale a borbotones, en
largos poemas en verso libre pero en los que aún flotan, y a veces prevalecen, perfectos endecasílabos,
aunque sin rima.
En casi todos estos poemas vuelve a sentirse la vieja pena de su destino: la conciencia del propio dolor se
enraíza cada día más hondamente; no es sólo el desengaño del amor, es certeza de su estrella triste: “Yo
nací en mala luna. / Tengo la pena de una sola pena / que vale más que toda la alegría.” y se siente “el
más corazonado de los hombres, / y por el más, también el más amargo” (“Me sobra el corazón”).
“Vecino de la muerte” es una visión de ese reino del cual se siente vecino. Pero no quiere yacer entre
coronas y epitafios, ni en el polvo; su cuerpo pide tierra, barbecho y surco para ser sólo estiércol del que
nacerán las uvas.
La “Égloga” está dedicada a Garcilaso (“un claro caballero de rocío”) y situada en el Tajo, donde el poeta
toledano localizara su “Égloga III”. Es suave y tierna al principio —las estrofas endecasílabas (ABAB)
fluyen con ritmo dulce y lento—, pero luego una hiriente melancolía gana al poeta, que acaba con un tono
amargo: “Como un loco acendrado te persigo...”.
“El ahogado del Tajo” es una elegía a Bécquer, bellamente romántica, en que el poeta sevillano es agua
que no dejará de fluir, defendido por aquel río y las campanas y espadas de la ciudad en la que el poeta
situara alguna de sus narraciones, convertido en eterna música.
En la “Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre”, imagina a éste hijo del mar, ciudadano de la
espuma, exiliado del Océano; su pecho es “ciudad de las estrellas”; el mar vendrá a buscarle cualquier
día... En la “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”, hay un derroche de exaltación vital, un derramarse
en sangre y vino: abejorros, racimos, chicharras, cohetes, sueño... La figura humana del poeta chileno se
destaca viva y rotunda con su “gesto de hondero[12] / que ha librado la piedra y la ha dejado / cuajada
en un lucero persuasivo”; y entre estos versos, vemos un autorretrato lírico de Miguel Hernández:
Yo he tenido siempre los orígenes,
un antes de la leche en mi cabeza
y un presente de ubres en mis manos;
yo que llevo cubierta de montes la memoria
y de tierra vinícola la cara,
esta cara de surco articulado [...]
Mas es en “Sino sangriento” donde hallamos una significación de vaticinio, un presagio de desventurado
destino, pues el poeta prevé su “estrella ensangrentada”, descubre que sus orígenes están en la sangre, se
sabe incluso perseguido por la sangre “ávida y fiera”. En ella nada desesperadamente “como contra un
fatal torrente de puñales” hasta sentirse “un cadáver de espuma, viento y nada”.
Y tal “sino sangriento” desemboca en la Guerra Civil española.
7. Viento del pueblo (1937)
Los poemas aparecieron antes de formar libro en diferentes revistas [13] y fueron naciendo al calor de los
acontecimientos bélicos entre los años 1936 y 1937. Por esto, suele ponerse de relieve su valor de
testimonio social y, en un dominio más amplio, su carácter ejemplar, al ser obra poética que se inserta con
facilidad en una de las corrientes más definidas de la literatura de nuestro siglo: aquella en la que se
asigna a la obra literaria la función primordial de ser voz de una conciencia colectiva.
El presente trágico, el pueblo oprimido y el poeta como viento de salvación son los tres elementos en que
se apoya Miguel Hernández para hacer de su poesía en este libro un instrumento de lucha, un arma de
combate. Su verdadero sentido y la idea que impulsa a escribirlo podemos encontrarlos en la dedicatoria
a Vicente Aleixandre, cuyo final dice:
“Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir
sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este mundo de pasión, de vida, de
muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los
poetas con las orejas y el alma tendida al pie de cada siglo.”
Tales razones se justifican sobradamente por sí solas. El libro se escribió en trágicas circunstancias de
todos conocidas, pero no es menos cierto que no pueden bastar para explicar la altura artística de la obra,
sus excelentes valores poéticos. Nos encontramos ante un libro en el que se mezclan arengas, gritos,
cólera, ternura, compasión y llanto. Todo lo que en aquellos momentos bullía en su alma y en el alma del
pueblo se hace fruto en sus versos. En ellos, Hernández llora a los muertos anónimos, a Federico García
Lorca; canta al niño yuntero, a la juventud, a los campesinos, a los jornaleros de la aceituna; canta el sudor
de todos los trabajos. Son poemas de guerra y han sido escritos en las trincheras y en el campo.
Recitándolos de viva voz, el poeta ha hecho vibrar a la gente labradora, ha exaltado el ánimo de los
combatientes, ha consolado a los heridos. Se hace “ruiseñor de las desdichas” y canta con voz dolorida la
desolación de la guerra:
El llanto que por valles y balcones se vierte,
en las piedras diluvia y en las piedras trabaja,
y no hay espacio para tanta muerte,
y no hay madera para tanta caja.
Caravanas de cuerpos abatidos.
Todo vendajes, penas y pañuelos:
todo camillas donde a los heridos
se les quiebran las fuerzas y los vuelos.
Sangre, sangre por árboles y suelos,
sangre por aguas, sangre por paredes,
y un temor de que España se desplome
del peso de la sangre que moja entre sus redes
hasta el pan que se come. [...][14]
a)
Estructura del libro
El libro está concebido como una unidad total, sin parcelaciones temáticas que rompan la tensión interna.
El viento del pueblo lo contiene todo y todo lo arrastra sin detenerse a clasificar o jerarquizar. De aquí que la
obra muestre una estructura compacta y fluida al mismo tiempo. Ni entrecortada, ni dubitativa o
balbuciente, sino continua y persistente como el viento de la guerra. Los 25 poemas que componen el libro
se ordenan, más bien, dentro de la intensidad emotiva. Así, la elegía a Federico García abre el libro, dolor
de un poeta por otro poeta muerto; el poema que lo cierra es una exaltación a la esperanza (ante la
defensa de Madrid); y el resto de los poemas se eslabonan con alternancias de tono elegíaco, exaltador e
imprecatorio. La obra se abre y se cierra, en síntesis, entre un dolor máximo y una máxima esperanza,
polos del alma del hombre y del poeta.
b)
Temática
El contenido del libro podemos estructurarlo en cuatro categorías, aunque el autor no establece ningún
orden ni clasificación: 1) Elegías, 2) Odas, 3) Cantos épicos y 4) Poemas imprecatorios. Los poemas más
hermosos pertenecen, como es natural, a los tres primeros grupos; en cambio, los del cuarto, de
inspiración más airada, rozan la arenga política y son el clamor condenatorio de un pueblo.
Elegías
La más destacada es la “Elegía Primera”, en la que Miguel Hernández llora a Federico García
Lorca “despacio, y despaciosa y negramente”. Ha elegido su nombre de entre los muertos
anónimos, pero sabe que, al morir el poeta, “la creación se siente herida y moribunda en las
entrañas”. El poema tiene resonancias manriqueñas[15] y en ocasiones recuerda su propia
“Elegía” a Ramón Sijé en su obstinada rebelión ante la muerte[16].
“Al soldado internacional caído en España” es un soneto en alejandrinos en el que el poeta,
simbólicamente, transfigura al soldado de las Brigadas Internacionales en tierra de olivos a través
de cuyas raíces se irán abrazando todos los hombres[17].
Odas
La conciencia trágica de Miguel Hernández ante la guerra hace que ninguno de los poemas del
libro deje de estar traspasado por un sentimiento doloroso y elegíaco. Ni aun estos poemas
exaltadores que cantan, loan y magnifican.
“El niño yuntero” es el poema más tierno y sencillo del libro. Escrito en cuartetas octosilábicas, nos
hace sentir toda su honda emoción al evocar al niño que —igual que él fue cabrero— no sólo
guarda las vacas y bueyes, sino que trabaja junto a ellos con el arado. Y con este niño “menor que
un grano de avena” transciende a todos los niños trabajadores, trabajados y hambrientos. Pero es
una ternura grave y triste que, al condolerse, aspira a conmover a los hombres para que salven a
esta criatura:
¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.
“Aceituneros”, también en cuartetas, es una oda de tema social en que el poeta exalta los olivos en
frente de los aceituneros de Jaén, sobre los que pesan “siglos de aceituna”.
En “Juramento de la alegría”, ésta avanza como “avasalladora llamarada”, galopando “en un
caballo / igual que una bandera desbocada”, “derrumbando montañas” y haciendo “felices a los
cipreses”. El poeta convoca a los carcomidos por la tristeza para que caigan “en la alegría como
grandes taludes”. Y, pues ha descubierto que “la tristeza corrompe, enturbia, daña”, afirma: “Salí
del llanto [...]/ Me alegré seriamente lo mismo que el olivo”[18].
La “Canción del esposo soldado” la compuso el poeta cuando esperaba a su primer hijo: en ella, el
hombre Miguel Hernández —soldado del pueblo— se identifica con todos los soldados-esposos
como él, y en trance, también como él, de ser padres. Su circunstancia personal se transcendentaliza
en lo colectivo y hace que la poesía nazca de la vida misma como una floración natural irreprimible:
el poeta exalta el acto de la unión amorosa, no como una culminación del placer, sino como un rito
de la naturaleza, religioso e inevitable: la guerra nada puede contra la “siembra”[19] del hijo, contra
este amor puro y hondo de los esposos. El hijo se convertirá, naturalmente, en el símbolo de la
esperanza: “Para el hijo será la paz que estoy forjando”.
Cantos épicos
Los poemas de Viento del pueblo denotan todos un carácter común: el estar impregnados de
dramatismo bélico, de amor y odio, de cólera y ternura en desgarradora contienda. Por todos ellos
se deslizan denostaciones junto a palabras de intensa ternura, hondos llantos al lado de profundas
alegrías. El pueblo muere, sí, pero le cabe la esperanza de un futuro en paz y libertad. De los
poemas que componen este grupo, destaca “Viento del pueblo” (poema que da título al libro),
romance épico en que el poeta justifica su misión y canto:
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Todo el poema está construido sobre dos tipos de símbolos: unos que encarnan la cobardía y
sumisión (bueyes) y otros que se convierten en imagen primigenia de los más altos valores del
coraje y la arrogancia que “exige” la guerra (toros, leones, águilas, huracán, rayo...). La larga
enumeración de las virtudes de todos los pueblos que configuran España es propia de la literatura
popular y resulta un tanto tópica, pero tiene como fin aunarlos a todos en una misma virtud: el
valor.
c)
Métrica
La revisión de metros y estrofas en Viento del pueblo nos permite concluir que Hernández usó dos tipos de
formas: uno, tradicional; el otro, moderno. He aquí el esquema:
Formas tradicionales: cinco romances; dos poemas en cuartetas octosilábicas (abab); y un poema en décimas
(abbaaccddc).
Formas modernas: un soneto en alejandrinos (ABAB ABAB CDE CDE); tres poemas escritos en estrofas de
cuatro versos, tres alejandrinos y un heptasílabo (ABAb); un poema construido con estrofas de cuatro versos,
tres endecasílabos y un tetrasílabo a manera de pie quebrado (ABAb); y doce composiciones polimétricas, en
alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos agrupados en estrofas de variada extensión.
d)
Técnica metafórica
A pesar de que Viento del pueblo es un libro muy diferente a los anteriores en cuanto a contenido, aún
persisten en él algunas características metafóricas halladas en El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, pero
también aparecen nuevas formas metafóricas: el poeta va a descubrir un nuevo mundo de visiones en
contacto con las terribles experiencias de la guerra. Las peculiaridades metafóricas que más se destacan
son las siguientes:
Dinamización: La conmoción de la guerra pone en movimiento lo estático:
“Las bocas avanzan como escudos”; “hierven las flores, el sol gira” (“1º de mayo…”).
Vivificación: Lo inerte no sólo entra en acción, sino que deviene en ser vivo y
actúa como tal. Así, “los arados braman” (1º de mayo…”); “los fusiles /leones quieren
volverse” (“Sentado sobre los muertos”).
Personificación: La guerra libera fuerzas escondidas, transforma a los seres. Si
el hombre se siente en igualdad con árboles y animales, solidario de la piedra y del
volcán, se identifica con el cosmos, éste, a su vez, sufre un proceso de humanización,
conmovido por la tragedia del hombre. La destrucción cae sobre todo lo que existe:
las cosas inertes sufren el martirio de la guerra. Por esto, el poeta puede evocar, en
su “Visión de Sevilla”, esta trágica escena y humanizar lo que evoca:
Amordazado el ruiseñor, desierto
el arrayán, el día deshonrado,
tembloroso el cancel, el patio muerto.
Y el surtidor, en medio, degollado.
Pero también participa el cosmos de la alegría del hombre, satisfecho de sus
libertades frente a la guerra: “Y se sienten felices los cipreses” (“Juramento de la
alegría”). Las cosas se emocionan como los hombres: “fusil furioso”, “botas
iracundas”, “cañones temblorosos”, etc.
Deshumanización: Pero en la guerra también se despiertan en el hombre los
bajos instintos y el que no es héroe regresa a un estado animal o, en el caso del
cobarde, apenas si merece ser cosa inerte; así, deviene en “clueca”, “liebre”,
“podenco”, “hiena”… En cambio, el pueblo en armas, al luchar por su libertad,
merece el nombre de animales nobles, símbolos de heroísmo y bravura: “leones”,
“águilas”, “toros”… En cuanto al poeta, es pájaro “penetrado de pluma”, “hijo de la
paloma”, “nieto del ruiseñor”, “el gavilán más alto”.
Vegetalización: En línea con lo anterior, el poeta es también “nieto de la oliva”
y posee “sangre de granado”. El simbolismo cambia según los casos: el pueblo es
árbol (“Sentado sobre los muertos”); el niño yuntero “Cada nuevo día es / más raíz,
menos criatura”, y el poeta, al contemplarlo, siente que él tiene “alma de encina” (“El
niño yuntero”). También el dolor y el llanto se vegetalizan en la guerra: “valles de
lamentos”, “bosques de ojos” (“Elegía Primera”).
Sinestesias: La conmoción de la guerra crea, en la sensibilidad poética,
asociaciones sensoriales que establecen insospechados matices: “truenos de panales”
(“Elegía Primera”), “yunques torrenciales de lágrimas” (“Vientos del pueblo”),
“sangrante sonido” (“Recoged esta voz”), “sonoros caudales de la aurora” (“Las
manos”), etc.
Cromatismo: Como es fácil suponer, en este libro de violencia, de luto y de
lágrimas, predominan las tintas sombrías y sangrientas. La claridad —la luz— sólo
recae sobre los muertos gloriosos, los héroes o sobre la heroica España.
Metáforas tradicionales: Abunda en el libro este tipo de metáforas, pues el
poeta quiere llegar al alma del pueblo rápida y certeramente. Muchas veces habla su
mismo lenguaje, directo, duro y realista. En otras, vuelve a cargar de sentido esas
imágenes populares lexicalizadas por el uso, sólo con un leve retoque original:
“Nunca se pondrá el sol sobre tu frente” (“Elegía Segunda”); “varios tragos es la
vida / y un solo trago es la muerte” (“Sentado sobre los muertos”).
e)
Otros rasgos estilísticos
Hernández sigue utilizando en Viento del pueblo sus peculiarísimas formas estilísticas y léxicas, pero les
confiere nuevas significaciones, poniéndolas al servicio de la arenga, la epopeya y la elegía:
Advervios: Utilizados para dar énfasis a la imprecación, subrayan lo heroico,
intensifican el dolor y el duelo: “y empuño rabiosamente / la mano del corazón”
(“Sentado sobre los muertos”); “al callejón del llanto / lluviosamente entro” (Elegía
Primera”); “murciano de dinamita / frutalmente propagado” (“Vientos del
pueblo”)…
Anáfora: Como en el caso del adverbio, no es un mero recurso retórico, sino
un medio intensificador del llanto y la tragedia provocados por la guerra, o como
reiteración oratoria para llegar al fondo de las conciencias y clavarse en el oído de las
masas. Los ejemplos que pueden hallarse son innumerables. Por ejemplo:
Entro despacio, se me cae la frente
despacio, el corazón se me desgarra
despacio, y despaciosa y negramente
vuelvo a llorar al pie de una guitarra.
(Elegía Primera)
8.
El hombre acecha (1939)
Algunos de los poemas inicialmente incluidos en el libro y que más tarde suprimiría el poeta están
escritos en 1937 con motivo del viaje que realizó a la URSS en el verano de ese año. Otros fueron escritos
durante la guerra, destinados a una edición primera que no llegó a ver la luz, ya que la toma de la ciudad
de Valencia por las tropas de Franco motivó el abandono de cuanto había en el taller, aunque se
conservan las pruebas de imprenta, recogidas por algunos amigos del poeta. Por último, algunos fueron
escritos en las prisiones del poeta, circunstancia ésta última que es más patente en su siguiente libro.
a)
Temática
Los españoles se defienden a dentelladas. Heridos, muertos, jóvenes sacrificados… Después, rejas,
hierros, paredones de fusilamiento, hambre… Dice el hombre:
He regresado al tigre.
Aparta o te destrozo […]
Hoy el amor es muerte,
y el hombre acecha al hombre.
La tragedia humana no es en el libro algo personal, sino que se vuelve inexorable destino de todos los
hombres: tragedia del mundo. Un tono sereno y grave traspasa estos versos desnudos de todo verbalismo
superfluo. Aunque hay poemas que entroncan con Viento del pueblo por su tono entusiasta y encendido,
prevalecen los que increpan o sólo se duelen de tanto sufrimiento y de tanta muerte. Crudeza y sollozo,
dolor y llanto verdaderos. Ni una concesión a la imagen por la imagen, ni una sola metáfora que no tenga
un brote en la entraña viva del hombre. La poesía ha dejado de ser un gozoso canto para convertirse en
vida pura, efusión de la carne y el alma doloridas, grito de la criatura desamparada y en acecho,
proyección del hombre, herida suya. La poesía de Miguel Hernández se halla ahora en otro camino: el de
la verdad desnuda. Ni un ápice de artificio, pues el viento de la muerte ha depurado al hombre y al poeta.
Se abre el libro con la “Canción Primera”, la cual patentiza ese proceso de regresión en el hombre.
Ninguna identidad entre él y el campo, entre él y los olivos. Resurge el animal con garras, el animal que
ha olvidado su canción, sus raíces y su llanto; que no quiere ver a su propio hijo a quien pueden
destrozar… Sigue “El vuelo de los hombres”, escrito aún con el impulso de Viento del pueblo: con voz
exultante, el poeta siente orgullo de que el hombre haya conquistado los altos espacios, siente la alegría
azul de los vuelos, el enardecimiento de haber llegado a la altura. “Carta” es un romance transido de
amor en el que el poeta descubre el secreto de esas “palomas” temblorosas que van de sangre a sangre, de
pecho a pecho. Un aire de copla popular cruza el poema en ráfagas y pone en él su contrapunto trágico:
la presencia de la guerra.
“Las cárceles” se personifican en el poema a ellas dedicado: se arrastran por el mundo, “buscando a un
hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, / lo absorben, se lo tragan”. Allí está un hombre “que ha
soñado con las aguas del mar, / y destroza sus alas como el rayo amarrado / y estremece las rejas…” Pero
su alma es libre, a pesar de las cadenas:
Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a este hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
no le atarás el alma.
“El tren de los heridos” es una impresionante visión de la guerra: es un tren de sufrimientos, de palidez
mortal, de amargura, que avanza y avanza, en silencio, pues “habla el lenguaje ahogado de los muertos”.
Se alarga dejando un rastro doloroso, sin acabar nunca de cruzar la noche... En “El herido” el poeta
contempla los campos cubiertos de víctimas heridas y en donde “la sangre siempre llueve boca arriba,
hacia el cielo”. Y, en el mar resonante, está a un herido que quisiera tener más vidas para derramar más
sangre por la libertad; pierde pedazos del cuerpo, a cada herida, pero siempre retoña “como el árbol
talado”. “Canción última” cierra la selección. En ella, la desgracia y el luto, la ruina y el abandono, se
tiñen de esperanza, tras la ventana del odio. Aunque todo falte al hombre (al poeta), puede gritar
suplicante: “Dejadme la esperanza “.
b)
Métrica
El libro se compone de 19 poemas. El más corto de ellos tiene 14 versos; el más largo, 144. En total, suman
993 versos. Entre los de arte mayor, predomina el verso alejandrino. Seis poemas están escritos con
estrofas de pie quebrado, y dos utilizan la inserción de un verso menor entre las estrofas. En cuanto a la
rima, abundan los poemas acosonantados: diez de los diecinueve. Hay cinco de verso blanco y cuatro
asonantados.
c)
Técnica metafórica
En este libro el uso del lenguaje metafórico se ha reducido y depurado, pues tiende a ser la expresión cada
vez más ceñida a un contenido humano-poético. Las experiencias vividas en la guerra y en los primeros
meses en la cárcel han barrido cuanto había podido ser retórica o virtuosismo en su mundo poético. Se
continúa un proceso gradual de interiorización y desnudez expresiva. El dramatismo se acendra a la par que
madura el hombre. El dolor y la muerte imprimen un indeleble sello en el alma del poeta y en cada uno
de sus poemas, nacidos en la pura y desolada entraña del ser. Por una parte, pues, Hernández conserva
los rasgos de su técnica metafórica, pero la pone al servicio de una poesía entrañable, humana, que no
brota de la inteligencia, sino del corazón; por otra, busca una sencillez y una sustantividad expresiva,
deliberada e intuitiva a la vez, y así la adjetivación casi no existe y el sustantivo adquiere, junto con el
verbo, la máxima expresividad.
Comparaciones: Son poco frecuentes. Precisamente, el poema en que se dan en
mayor número se inspira en un tema que ya había aparecido casi en los albores de
su producción poética —el aeroplano—, pero ahora se relaciona con la aventura
épica de la guerra.
Dinamización: El hombre, como consecuencia de la guerra, regresa a la fiera:
el universo entero se aterra y se pone en movimiento para retroceder: “se ha retirado
el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre” (“Canción primera”).
Cuando los heroicos aviadores se lanzan al espacio, también “el cielo retrocede” (“El
vuelo de los hombres”). Sin embargo, “porque un pueblo ha gritado ¡libertad! Vuela
el cielo” (“Las cárceles”); en cambio, éstas se mueven, avanzan, buscan al hombre: le
cazan.
Vivificación: Las cartas que se cruzan en la guerra laten, vuelan, son palomas,
un ser vivo y sensible. La sangre también se vivifica: anda, choca, azota, devora (“Es
sangre, no granizo”). La casa del poeta, abandonada y vacía a causa de la guerra,
algún día “regresará del llanto a donde fue llevada” (“Canción última”).
Personificación: El cielo se humaniza, siente júbilo y se rejuvenece cuando los
jóvenes aviadores lo cruzan en la guerra (“El vuelo de los hombres”). Las mismas
cartas que antes han sido palomas, ahora se estremecen y agonizan como el ser
humano que las escribe o las recibe. Y hasta el papel en que están escritas, y el
tintero y su tinta, participan de tal emoción (“Carta”). Los metales penan y sollozan
como los hombres, al presenciar las tragedias en “Las cárceles”. El tren que
transporta a los heridos inacabablemente sufre, suspira, se hace madre de los que
lleva (“El tren de los heridos”).
Sinestesias: Sólo encontramos tres: “la claridad del día […] resonará”; “truena
la luz” (“El vuelo de los hombres”); y “las heridas suenan” (“El herido”).
Cromatismo: Los dos únicos colores que encontramos en El hombre acecha son
el rojo y el negro. El rojo —la sangre— impregna todo el poema “Es sangre, no
granizo”, una estrofa de “Las cárceles”, domina en “El herido” y rivaliza con la
palidez de la muerte en “El tren de los heridos”. Sólo en un poema el rojo simboliza
la pasión amorosa y se trasfunde a la negra tinta con que el poeta escribe a su
esposa: “Los negros tinteros fríos / se ponen rojos y trémulos” (“Carta”). El negro
vive en la cárcel, en la memoria del prisionero (“Las cárceles”). Por último, el color
pierde su puro valor cromático y se reviste de una calidad moral y humana:
“Pintada, no vacía; / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y
desgracias” (“Canción última”).
d)
Otros recursos estilísticos
Miguel Hernández todavía usa alguna vez en este libro su habitual léxico agreste, pero teñido del sentido
trágico de la ausencias, pues ha entrado en las cárceles, en el paisaje de los heridos, en la casa vacía… Su
peculiarísima metáfora del “rayo” aparece sólo una vez. La guerra y la cárcel han agotado esa fuerza
virgen, pura, cegadora y rotunda de sus versos anteriores. Un hombre —símbolo de muchos otros— está
encarcelado “y destroza sus alas como el rayo amarrado” (“Las cárceles”). La anáfora pierde todo sentido
musical y virtuosista para simplemente enfatizar la verdad humana que expresa el poema.
9.
Cancionero y romancero de ausencias y Poemas Últimos (1938-1941)
Desde 1934, Miguel Hernández había mantenido relaciones con una muchacha andaluza que residía en
Orihuela. Los poemas amorosos más encendidos —muchos de los cuales aparecen ya en las primeras
versiones de El rayo que no cesa— son para ella: Josefina Manresa; y con toda fidelidad siguió cantándola
como novia, como esposa y como madre en los libros siguientes. Casó con ella en marzo de 1937 y tuvo
dos hijos: Manuel Ramón, nacido en diciembre de 1937 y muerto en octubre de 1938, y Manuel Miguel,
nacido en enero de 1939. Si para el primero es el impresionante poema “Hijo de la luz y de la sombra”, así
como otros desgarradores poemas motivados por su muerte y recogidos en Cancionero y Romancero de
ausencias, para el segundo son las famosas “Nanas de la cebolla”, la más trágica canción de cuna de la
poesía española.
A mediados de agosto de 1936 está en Orihuela. El padre de su novia, guardia civil, fue asesinado. Como
consecuencia, la situación económica de Josefina se hace difícil, y Miguel quiere ayudar. Siempre escaso
de recursos, vuelve a pedir ayuda a José María de Cossío, de quien había sido secretario durante su
estancia en Madrid. Éste envía algún dinero, pero Miguel Hernández necesita trabajar y se dirige a
Madrid en septiembre de 1936. En la carta en que le anuncia su llegada, podemos leer:
“Dígame si he de marchar, si puedo marchar este viernes próximo. Supongo que sigue usted ahí. Mi
familia desea que me quede en Orihuela por ahora. No sé qué hacer. Espero carta suya. ¿Cómo van las
cosas? ¿Y la Enciclopedia[20]? ¿Es cierto, cierto, lo de Federico García Lorca?”
Hemos visto cómo con la guerra su poesía sufre un cambio. No una transformación profunda, pero sí un
aumento de la exaltación y la acción. Destinado a la 6ª División, pasa por Valencia y, más tarde, con el
final de la guerra, a Madrid, de nuevo con Cossío. Su situación es delicada. Intenta conseguir refugio
diplomático, lo que no logra. Vuelve a Orihuela y, al ir cerrándosele los frentes de la guerra, marcha para
Sevilla. Allí busca la ayuda de unos amigos y, al no conseguirla, pretende salir por la frontera portuguesa,
en ingenuo afán de no caer prisionero. Las autoridades del gobierno de Salazar devuelven a cuantos
intentan ese refugio. Apresado en Rosal de la Frontera, pasa a la cárcel de Sevilla y, de allí, a la de la calle
de Torrijos, en Madrid, de la cual sale en septiembre de 1939 sin haber sido procesado ni juzgado. Su
segunda ingenuidad fue volver inmediatamente a Orihuela con los suyos. Una delación lo devuelve a la
cárcel. Trasladado a Madrid en noviembre, conoce en la cárcel a Antonio Buero Vallejo. Juzgado y
condenado a muerte, en marzo de 1940, por su participación en la contienda al lado de la República, se le
conmuta la pena a la inmediata inferior de treinta años, y pasa a la prisión de Palencia en septiembre de
1940, al Penal de Ocaña en noviembre, y, por fin, en el verano de 1941, al reformatorio de adultos de
Alicante, donde cae enfermo de gravedad, hasta morir el 28 de marzo de 1942. Su cadáver quedó en un
nicho del cementerio de Alicante.
a)
Composición del libro: temas y métrica
Este libro —en palabras de Concha Zardoya[21]—“es un verdadero diario íntimo: las confesiones de un
alma en soledad. Son poemas breves, escritos en pocas palabras, sinceras, desnudas, enjutas. El dolor ha
secado la imagen y la metáfora. Ni un rastro de leve retórica. Su dolor solo: el dolor del hombre; el
sombrío horizonte de los presos, el ir a la muerte cada madrugada. Canciones y romances lloran
ausencias irremediables, el lecho, las ropas, una fotografía… La esposa y el hijo le arrancan le arrancan las
notas más entrañables. Ni un brillo en esta poesía requemada por el dolor, hecha ya desconsolada
ceniza”.
Efectivamente, nos encontramos ante un “diario íntimo” en forma poética, en el que Miguel Hernández
ha ido expresando sus meditaciones, sus sentimientos sobre el amor, la muerte o la ausencia. Algunos
poemas manifiestan una unidad clara entre sí o son claras variaciones sobre el mismo tema (por ejemplo,
22 y 99). Son poemas breves, concisos, sometidos a una reducción conceptual y lingüística, que acentúa su
carácter íntimo, casi secreto. De hecho, sólo aparece el dolor del hombre ante la ausencia de la mujer, del
hijo y de la libertad, y la presencia de la soledad y la muerte:
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte:
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
(25)
Efectivamente, los poemas tienen su origen en sentimientos personales concretos:
El dolor por la muerte del hijo y su ausencia. (15, 22, 51, 97…).
La esperanza dolorida ante el nuevo hijo (109…).
La comprensión de la tragedia propia y la de los suyos (74 —“Nanas de la cebolla”—).
La superación del oscuro presente por medio del amor y la esperanza en el futuro
representada por el nuevo hijo (93, 94…).
El hombre acecha todavía: poemas sobre la guerra (73…)
En cuanto a las formas métricas, los 119 poemas que conforman el Cancionero y romancero de ausencias son
de arte menor y los cinco que constituyen los “Poemas Últimos”[22] de arte mayor. En cuanto a los
primeros, nos encontramos con 78 canciones, 30 romances (quince en octosílabos y otros tantos en versos
menores), cuatro seguidillas, dos poemas en cuartetas, dos “rimas” a la manera de Bécquer, uno en
quintillas, y dos en estrofas de versos endecasílabos.
b)
Técnica metafórica
El tono íntimo exige la reducción de los recursos metafóricos. No es que desaparezcan, sino que se
concentran en expresiones breves e intensas. Abunda el estilo nominal. Las figuras relacionadas con la
metáfora que aparecen en el libro son las siguientes:
Comparaciones, siempre simples: “Llueve como si llorara/ raudales un ojo inmenso” (48).
Dinamizaciones y personificaciones: “El beso quiso / cavar…” (14).
Vegetalización de lo humano: “No salieron jamás / del vergel del abrazo, / y ante el rojo rosal
/ de los besos rodaron” (9); “Como la higuera joven / de los barrancos eras” (11).
Cosificación de lo humano: “Rueda que irás muy lejos. / Ala que irás muy alto. / Torre del
día, niño. / Alborear del pájaro.” (93).
Identificación hombre=agua: “En el fondo del hombre / agua removida. / En el agua más clara /
quiero ver la vida.” (5).
Metáforas sobre elementos cósmicos: “¿Qué quiere el viento de encono […] / Derribarnos,
arrastrarnos” (8); “El viernto ceniciento / clama en la habitación / donde clamaba ella /
ciñiéndose a mi voz.” (10); “Cada vez más presente. / Como si un rayo raudo / te trajera a mi
pecho.” (22).
Cromatismo: Predomina el negro, que se asocia con la muerte y con la amada (a causa de
su destino trágico), así como los tonos sombríos. El azul se relaciona con la luz mediterránea,
añorada desde la cárcel. El rojo sigue siendo el odio y la sangre. Por el contrario, en escasas
ocasiones, aparece el dorado como símbolo de la alegría y la bellleza.
c) El paralelismo
Miguel Hernández utiliza como forma de composición estructural el paralelismo, de larga tradición en la
poesía popular. Este paralelismo se ordena preferentemente de forma binaria y es evidente en casi todas
las canciones:
Voces como lanzas vibran,
voces como bayonetas.
Bocas como puños vienen,
puños como cascos llegan.
Pechos como muros roncos,
piernas como patas recias.
(73)
En muchas canciones, el paralelismo antitético subraya la oposición presencia / ausencia. A partir de esta
oposición, perteneciente al común de los hablantes, se generan otras contraposiciones en su particular
lenguaje poético. Así, en el siguiente poema:
Cada vez más presente.
Como si un rayo raudo
te trajera a mi pecho.
Como si un lento rayo
lento.
Cada vez más ausente.
Como si un tren lejano
recorriera mi cuerpo.
Como si un negro barco
negro.
(22)
la oposición presente / ausente, genera las oposiciones rayo raudo / tren lejano y lento rayo / negro barco.
d)
Otros rasgos estilísticos
Se conservan los rasgos característicos que hemos visto en la anterior poesía hernandiana:
• Léxico agreste: por ejemplo: “El beso aquel que quiso / cavar los muertos y sembrar los vivos.”
(14).
• Interrogaciones retóricas, que aumentan el patetismo.
• Anáforas, de uso tradicional en el cancionero popular.
COMENTARIO A LA ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ
Además de haber sido Ramón Sijé un valioso tutor en la formación literaria del joven Miguel Hernández,
fue uno de los íntimos amigos con quien el poeta compartió horas inolvidables. No es de extrañar, pues,
que la inesperada muerte de Sijé le produjera un hondo y sincero dolor. Fruto de tal sentimiento es la
«Elegía» que Miguel dedicó a su amigo muerto; elegía que es un tributo conmovedor a la amistad y, al
mismo tiempo, uno de los poemas más logrados de la lírica hernandiana. La emoción profunda y
desgarradora que embargó al poeta a la muerte del amigo, supo transformarla en un poema de
equilibrada belleza.
Sijé murió en la Nochebuena de 1935, y Miguel Hernández se enteró a través de Vicente Aleixandre
quien, a su vez, había leído la noticia en un periódico. La «Elegía» lleva fecha de 10 de enero de 1936 y se
publicó en la «Revista de Occidente» de diciembre de 1935, entrega que apareció, con toda probabilidad,
en la segunda mitad de enero de 1936. De modo que no cabe duda respecto a su carácter externo y
posterior a El rayo que no cesa. Y, sin embargo, guarda una estrecha relación con ese libro. En esto, como
en otras cosas, la «Elegía» denota fuertes contradicciones. Su base biográfica descansa en una promesa
recíproca establecida como un pacto entre Sijé y Hernández: según el testimonio del hermano del poeta,
Vicente: «Miguel y Sijé se habían jurado, inclusive, que si uno de ellos llegaba a morir, el otro debería
cavar la tumba del amigo desaparecido […] Cuando llegó, Sijé ya había sido enterrado. Miguel, furioso,
pretendió desenterrar a su amigo y cavarle la nueva sepultura. Nos costó muchísimo disuadirlo de
cumplir su proyecto».
La «Elegía» es un poema aparte dentro de El rayo que no cesa por varios conceptos: junto con el «Soneto
final» es el único que lleva título, y aunque ambos sean un tanto genéricos, en la primera edición el de la
«Elegía» ocupaba una hoja en blanco que lo aislaba del resto, subrayando su estatuto de pieza
independiente; con los poemas 1 («Un carnívoro cuchillo») y 15 («Me llamo barro») comparte su
discrepancia métrica respecto a la tónica del poemario, marcada por un soneto de corte marcadamente
quevedesco; finalmente, rompe el carácter amoroso del conjunto e incluso la dedicatoria del libro en que
se inscribe («a ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya»). No
obstante, cumple una función estructuradora dentro de El rayo que no cesa, ya que los tres poemas que
no son sonetos constituyen los ejes de simetría de las treinta composiciones que lo integran: «Un
carnívoro cuchillo» (nº 1) + catorce sonetos + «Me llamo barro» (nº 15) + catorce sonetos + «Elegía» (nº 29)
+ «Soneto final». Y, lo que es más importante, se le encomienda una labor de síntesis que por un lado hace
converger las líneas de fuerza sobre las que se ha movido el poeta hasta ese momento y, por otro, esboza
las que sustentarán su cosmovisión definitiva.
Miguel Hernández había venido componiendo elegías tomando como punto de partida muertes lejanas,
imaginarias o metafóricas desde su primera época («Al verla muerta»), pregongorina («Elegía media del
toro», «ELEGÍA— al guardameta» y «Elegía a Gabriel Miró» ), la zona de influencia de Perito en lunas
(«Funerario y cementerio», «Elegía al gallo», «Citación final») y dos plantos dramatizados en su teatro, el
de la pastora por el pastor en el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras y
el del pastor por Retama en Los hijos de la piedra. Ahora bien, se trataba de meros ensayos retóricos en
los que la muerte aparecía como temática puramente libresca, al igual que el amor. El fatalismo que se
deriva del tratamiento concedido al asunto amoroso en El rayo que no cesa y la muerte real de Sijé
cargaron de intensidad un molde elegíaco hasta entonces vacío de sustancia vital y establecieron una
inseparable relación emotiva entre los sonetos amorosos y el poema dedicado a su compañero del alma.
La «Elegía» conecta, por tanto, la pena hernandiana (fruto de un amor no consumado) con la muerte (de
una vida tampoco consumada) y provoca la tensión necesaria para que el mundo poético hernandiano se
vea forzado a crecer en una dirección capaz de integrar y resolver por los cauces del panteísmo la
inexorable presencia de Tánatos.
De esa consideración de los tres elementos centrales de su cosmovisión (vida, amor y muerte) surgen
ensayos todavía en agraz en los que el género fúnebre se mezcla con el pastiche-homenaje en su «Égloga a
Garcilaso», «El ahogado del Tajo», en honor de Bécquer, y el «Epitafio desmesurado a un poeta» dedicado
a Julio Herrera y Reissig. Madura con el telón de fondo de la guerra civil en la «Elegía primera» a García
Lorca y la «Elegía segunda» a Pablo de la Torriente, ambas incluidas en Viento del pueblo. Volvió a
dramatizarlo en El labrador de más aire, por boca de Encamación, en cuyos brazos descansa el cadáver de
Juan, asesinado por Alonso. Pero logra su plenitud, con diferencia, en el Cancionero y romancero de
ausencias, que constituye, en buena medida, una vasta (aunque fragmentaria) elegía desgranada en
intensos apuntes al filo de la muerte de su primer hijo.
Hasta las navidades de 1935-1936 Miguel Hernández había ensayado su meditatio mortis en frío,
afinando su pirotecnia metafórica en contacto con muertes ajenas a él o procesos de transformación a
mayor gloria de la naturaleza y sus simbolismos religiosos: el gusano de seda enterrado en su capullo, la
flor de azahar caída en beneficio del limón, el racimo de uva convertido en mosto y destinado a reposar
bajo tierra en la bodega, etcétera. La «Elegía» se convirtió, en ese contexto, en dovela clausuradora de un
arco desplegado sobre las tres «heridas» de que brota su poesía: «Con tres heridas yo: / la de la vida, / la
de la muerte, / la del amor».
Pero esa cosmovisión se estaba forjando sobre supuestos que le apartaban de Sijé, sobre todo el desatado
neorromanticismo de Neruda y Aleixandre. Tal conflicto se traslada a la «Elegía», repercutiendo en sus
contradicciones y agudizando los rastros de retoricismo que en ella se detectan. Estas limitaciones están
más acentuadas en la elegía a la panadera, dedicada a la novia de Sijé, Josefina Fenoll, que no pasa de ser
una caricatura. En la de su amigo esos defectos incluso potencian un desajuste del lenguaje por entre
cuyos resquicios aflora el sentimiento, fermento que falta, a todas luces, en la elegía a la panadera,
ejemplo perfecto del retoricismo de sus anteriores composiciones.
Las contradicciones apuntadas dotan a la «Elegía» dedicada a Sijé de una fuerte tensión que la recorre de
punta a punta, y cuyos polos esbozó Hernández en los dos textos en prosa evocadores de su amigo,
publicados en El Sol y La Verdad. En ellos insiste en «las violentas tempestades que se organizaron de
continuo entre su corazón y su cerebro» (de Sijé) y en «la tremenda pelea inacabable de sus pensamientos
y sus sentimientos». También confiesa: «Tengo escrita una carta en contestación a una suya reciente que le
enviaré hoy o mañana a nuestro pueblo. Tengo el presentimiento de que me escribirá otra, como
siempre». Y concluye, en paralelismo con los cinco últimos tercetos de la «Elegía»: «Venía a mi huerto
cada tarde de marzo, abril, mayo, junio..., andaba entre los romeros con prisa de pájaro, hablaba con
atropello y su voz iluminaba más que los limones del limonero, a cuya sombra y azahar platicábamos».
Pues bien, la «Elegía» viene a ser la aludida carta al amigo para recordarle la promesa de enterrarlo por su
propia mano tras haberlo desenterrado previamente. De ahí la aparente contradicción que le lleva en un
primer momento a dar por alimento su corazón a las desalentadas amapolas para, en una segunda
instancia, desamordazarlo y regresarlo y, en una tercera, convocarlo a través de la savia y flores del
almendro.
Por otro lado, el conflicto entre el corazón y el cerebro de Sijé al que Hernández atribuye su muerte
produce, como reflejo traspositivo del mismo, la lucha entre dos iconografías básicas: la blanca, espiritual
y «apolínea» del almendro (reforzada, entre otras circunstancias, por la aliteración alma-almendro), y la
roja, sangrienta y dionisíaca de la amapola, que procede de Neruda. Si la primera lleva hasta la calavera
como reducto del pensamiento, la segunda conduce hasta el corazón en su calidad de sede del
sentimiento. Y, lo que es más conflictivo para el poeta, ha de liquidar su cosmovisión de fuertes
connotaciones católicas habida en el trato con Sijé para dejar paso al volcánico impulso panteísta
adquirido en la frecuentación de Neruda. La «Elegía» no es, en consecuencia, un mero epitafio a la
existencia terrena del amigo, sino también a su presencia en el propio mundo poético: con él entierra
Miguel una parte de su yo.
Acerquémonos a la elegía en cuestión y veremos cómo Miguel Hernández transmuta una vivencia más o
menos personal —la muerte de un amigo muy querido— en una obra artística.
Como si hubiera un recordatorio de esa aludida carta pendiente el poema se abre y cierra con el destino y
la data. La comparación de la muerte de Sijé con el rayo (alusión a la que se vuelve con otro sentido en el
verso 26) lo liga al título genérico del libro, El rayo que no cesa. «Con quien tanto quería» justifica su
presencia en un poemario amoroso, sobre todo a la luz de la elegía a la panadera.
La lectura cuidadosa del poema nos deja entrever tres estados de ánimo íntimamente relacionados y que,
por comodidad expositiva, denominaremos como sigue:
a)
de aceptación, tercetos del 1 al 7;
b)
de rebelión, tercetos del 8 al 12, y
c)
de sublimación, tercetos del 13 al 16.
Cabe decir que estos tres estados anímicos reflejan la transformación que se opera en el poema.
El poema comienza con la lamentación de Miguel Hernández que —hortelano fiel— llora sobre la tumba
del amigo. El sentimiento de estos tres primeros tercetos es de una intensa desolación, controlada por el
grave fluir del verso. Un tono de resignada tristeza prevalece en esta primera parte del poema:
Yo quiero ser, llorando, el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Se nota desde el principio de la «Elegía» un dinamismo que corresponde a la realidad de que habla el
poeta. El amigo yace no inmóvil, sino. en un estado de transformación que, naturalmente, corresponde a
esa realidad bien conocida por el hombre. Ramón Sijé que en el primer terceto «estercola» la tierra, se
diluirá en ella hasta formar parte de las flores, los árboles, el huerto. Y el poeta asistirá a esta
transformación intensamente conmovido:
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Estos siete primeros versos constituyen una introducción todavía resignada en que se representa al amigo
bajo la forma más noble que cabe a un despojo humano: estercolar la tierra («¿No cumplirá mi sangre su
misión: ser estiércol?», se pregunta el poeta en «Vecino de la muerte»). La fusión con lo telúrico se
idealiza: «A las desalentadas amapolas / daré tu corazón por alimento». El amigo ya no «estercola» la
tierra, sino que su corazón se funde con el rojo desconsolado de las amapolas. Esta presencia del color rojo
como sinónimo de vida que se escapa y de violencia física, se ve reforzada por los versos en que el poeta
alude al dolor: «tanto dolor se agrupa en mi costado / que por doler me duele hasta el aliento». La
aliteración de estos versos es doblemente adecuada porque, a la par que adelgaza el dolor haciéndolo más
hiriente, es como un eco de ese proceso de fusión a que el poeta alude.
Algunos elementos acusan ya la huella de Neruda, particularmente «caracolas» y «amapolas»: «oigo tu
voz, tu propia caracola», dice al chileno en su homenaje «Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda». Ese
título e imaginería tan dionisíacos se concretan en la amapola como flor heráldica de la sangre, fluido vital
a través de cuyo caudal trágico circulan instintos y presagios de generación en generación: «De sangre en
sangre vengo / como el mar de ola en ola, / de color de amapola el alma tengo, / de amapola sin suerte
es mi destino, / y llego de amapola en amapola / a dar en la cornada de mi sino» («Sino sangriento»).
Pero en el verso 8 se inicia un nuevo tono, en una transición marcada con cierta brusquedad por el
encabalgamiento del segundo terceto sobre el tercero. La imagen del amigo diluyéndose en la tierra
persiste, si bien no tan crudamente como en el segundo verso del primer terceto:
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Asimismo, es especialmente apropiado el recurso de la aliteración como fondo y contraste de la estrofa
que sigue:
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
Los sonidos dentales, guturales y velares, a la par que la acertada adjetivación, acentúan el carácter
violento e injusto que ha tenido para Miguel Hernández la muerte de su amigo. El poeta expone su dolor
con una intensidad que refleja la aglomeración de sujetos para un solo verbo y el paso de la materia verbal
de lo volitivo o futurible («quiero ser», «daré») al presente («se agrupa», «me duele.), tiempo este último
que subraya la duración del dolor. Es de notar también que el único verbo que aparece en la estrofa citada
es un participio, cuyo significado no puede estar en mayor consonancia con la idea que expresa el poeta.
Por otra parte, este terceto tiene un valor funcional dentro del poema porque, precisamente, son estos tres
versos los que dan el primer chispazo de rebelión del poeta.
Las estrofas siguientes sirven de preparación para el grito que sacudirá todo el poema y que no es otra
cosa sino el clímax de una emoción que Miguel ha tratado inútilmente de contener y que culmina en la
dantesca imagen que nos presenta al poeta caminando por «entre rastrojos de difuntos», metáfora ya
ensayada en el soneto 17 de El silbo vulnerado:
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos,
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
El vacío que el poeta siente ante la desaparición del amigo se torna en rebeldía, en una imprecación a la
muerte, tramo preceptivo en casi todas las elegías. En esos versos hay un refuerzo de lo temporal como
fugacidad adversa y prematura, al poner el verbo en pasado, apuntalándolo con la repetición del
«temprano» y «madrugó la madrugada»:
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
El uso de la anáfora y el empleo de los verbos en pretérito aumentan la tensión que explota, más adelante,
en unos versos estruendosos, desgarradores:
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Estos versos marcan el estado emocional de rebelión ante lo inexorable de la muerte. El tono doloroso
—aunque resignado—, de los primeros tercetos se ha tornado en rebeldía y desesperación. El lenguaje
aquí, como en el resto del poema, es fiel reflejo de los varios estados emotivos por los que pasa el poeta.
Contenido y expresión se funden. Se diría que la belleza formal del poema sirve para contener el
sentimiento que amenaza con desbordarse. La relativa rigidez de la forma métrica usada (tercetos
endecasílabos de rima encadenada), actúa como una rienda reguladora de la emotividad del poeta.
El primero de los versos que se acaba de citar más arriba, continúa esa marcha hacia la desesperación que
comienza en el séptimo terceto y culmina en el undécimo con el deseo ferviente de rescatar a Sijé de la
muerte. Predomina la construcción binaria: «no perdono a la tierra ni a la nada», «sedienta de catástrofes
y hambrienta», «a dentelladas secas y calientes»... para culminar en «y desamordazarte y regresarte», con
un golpe de efecto similar al de los «rastrojos de difuntos». La repetición de la copulativa y el pronombre,
convirtiendo en transitivo a «regresar», potencia ostensiblemente ese binarismo, más diluido en
«encontrarte y besarte» en su función preparatoria para la transgresión de la norma lingüística
(«regresarte»). La aliteración, la anáfora y el polisíndeton son procedimientos de los que se sirve para
subrayar el fuerte carácter emocional de estos versos.
Un consuelo relativamente breve se puede notar en el terceto 12 y siguientes:
Volverás a mi huerto ya mi higuera
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
La calma se restablece en el desolado espíritu del poeta, merced a la idealización de la realidad de un
refugio protector: su huerto y la tradición del idioma. A ambos se acoge bajo la robusta iconografía del
hortus conclusus. El Lope hortelano de «Huerto deshecho» o la «Elegía a Carlos Félix»; el fray Luis que
gravita con su «Vida retirada» sobre ese beatus ille hernandiano que es «El silbo de afirmación en la
aldea» (con «la soledad cerrada de mi huerto»); el machadiano «huerto claro donde madura el limonero»;
las susurrantes abejas de Garcilaso (así lo retrata Miguel Hernández en su «Égloga»: «Buscando abejas va
por los panales / el silencio que ha muerto de repente»); esos y otros aprendizajes caros al difunto amigo
son convocados para establecer una concordancia final.
El amigo que, al principio de la «Elegía», yace inmóvil, se ha fundido con la Naturaleza. Sijé mora en la
higuera, el huerto, las flores, las rejas. Miguel Hernández no es ya el hortelano que se lamenta ante la
tumba del amigo, sino que, ahora, creyéndolo libre de la muerte, lo llama para dialogar como antaño:
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Las aliteraciones («arrullo de las rejas», «a las aladas almas») procuran ese tono conciliador: el corazón,
rojo y terrestre, alimentará la savia de las raíces del almendro, aflorando en sus ramas en forma de blancas
y espirituales rosas. Símbolo del Estado de las inocencias en el auto sacramental, denominado por Miguel
«alma en pie» en otro momento, este árbol, calificado de «madruguero» y cantado en sonetos y décimas
como «Rosa de almendra» y «Flor de almendro», es («en su propia voz nevado», como lo recuerda
Quevedo) el símbolo de la temeridad y la juventud. Prematuramente mueren, después de todo, los
elegidos por los dioses.
No cabe duda de que el sentimiento que dio vida al poema debió de haber sido sincero, profundo y
conmovedor. Esto de por sí, podría haber destruido el poema, si Miguel Hernández se hubiera dejado
llevar de la emoción, pero, siendo como era un gran poeta, supo controlar su material sometiéndolo al
crisol purificador de la forma. En efecto, las aliteraciones, anáforas y la misma forma métrica usada,
(tercetos en decasílabos encadenados, según dijimos), actúan como riendas que impiden que se desboque
la emoción. Todo buen poeta sabe que con emoción sólo no se crea el poema, no se llega a esa esencia que
llamamos poesía. Fondo y forma, emotividad y expresión, se funden armoniosamente para que se
produzca ese fenómeno que llamamos poesía.
En resumen, Miguel Hernández se debate en una encrucijada trascendental para su trayectoria al
componer una elegía por la muerte de un amigo entrañable del que le separaban ya muchas cosas, entre
ellas nada menos que un concepto muy distinto de la muerte. De ahí surge una contraposición que nutre,
en última instancia, las iconografías divergentes de la amapola y el almendro. Aquélla se inscribe en un
contexto nerudiano, dionisíaco, material, instintivo, con un color rojo que reclama la sangre; éste, en su
evocación sijeniana, se inclina hacia lo apolíneo, lo espiritual, lo racional, la blancura inocente que resulta
de una cierta dejación de los impulsos abandonados a sí mismos. El corazón que alimentará a las
desalentadas amapolas es contrapuesto a la noble calavera regresada; la tierra materna arrullada por los
enamorados labradores se enfrenta al rastrojo fúnebre agredido a dentelladas.
La armonización de estos conflictos promoverá un complejo encuentro textual en el que conviven y
dialogan todas las partes en cuestión bajo el amparo de la tradición y el albergue prestado por el huerto
del poeta, campo y casa a la vez, naturaleza y artificio en una pieza. En él cataliza una sublimación
consolatoria que podrá extenderse a los campos de almendros, a la primavera toda y, posteriormente, al
resto de la poesía hernandiana, que alcanza aquí por vez primera una síntesis de elementos que antes
participaban más de la dispersión del acúmulo que de la integración orgánica.
Estudios
y
Recursos
Literarios
Miguel de
Unamuno
La Obra
Poética de
Antonio
Machado
La Obra
Poética
de Juan
Ramón
Jiménez
Arcipreste
de Hita:
Libro de
Buen
Amor
El
Comentario
de Textos
Literarios
[1] Vicente ALEIXANDRE: Los encuentros. Ed. Guadarrama. Madrid, 1958.
[2] Rafael Alberti había iniciado un gongorismo casi literal en algunos tercetos de Marinero en tierra (1925),
que culminaría en Cal y canto (1929). Gerardo Diego, por su parte, había creado la Fábula de Equis y Zeda
(1927), derivación original y nueva de la Fábula de Polifemo y Galatea. Y Dámaso Alonso había vertido a una
prosa perfecta las Soledades del poeta cordobés.
[3]
ASCENSIÓN DE LA ESCOBA
Coronada la escoba de laurel, mirto, rosa,
es el héroe entre aquellos que afrontan la basura.
Para librar del polvo sin vuelo cada cosa
bajó, porque era palma y azul, desde la altura.
Su ardor de espada joven y alegre no reposa.
Delgada de ansiedad, pureza, sol, bravura,
azucena que barre sobre la misma fosa,
es cada vez más alta, más cálida, más pura.
¡Nunca! La escoba nunca será crucificada,
porque la juventud propaga su esqueleto
que es una sola flauta, muda, pero sonora.
Es una sola lengua sublime y acordada.
Y ante su aliento raudo se ausenta el polvo quieto,
y asciende una palmera, columna hacia la aurora.
[4] “opimos”, no *ópimos. Rechaza la acentuación viciosa esdrújula y restituye a la palabra su
acento grave latino.
[5] No “Citación final”, como aparece en algunas ediciones.
[6] Recuérdense los versos del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz:
¡Apártalos, Amado,
que voy de vuelo!
Vuélvete, paloma,
que’l ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.
[7] En Federico García Lorca: “El jinete se acercaba / tocando el tambor del llano [...]” (“Romance de la luna,
luna”, Romancero gitano).
[8] Tuera: planta y fruto parecido a la naranja y de sabor áspero y amargo. La organización del poema en
torno a antítesis (nardo/cardo, tuera...) es característica frecuente tanto en Miguel Hernández como en la
poesía popular.
[9] La primera versión se titulaba Imagen de tu huella. En la segunda, no aparecen aún los sonetos a que
nos referimos.
[10] «A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya.»
[11] «[…] y tanta ruina / no es por otra desgracia ni otra cosa / que por quererte y sólo por quererte.»
[12] El hondero entusiasta es el título de un libro de Pablo Neruda, publicado en 1924.
[13] Hora de España, El mono azul y Mediodía.
[14] “Recoged esta voz”.
[15] “Verdura de las eras, /¿qué tiempo prevalece la alegría?”
[16] “No aventarán, no arrastrarán tus huesos, / volcán de arrope, trueno de panales, / poeta entretejido,
dulce, amargo [...]”
[17] “A través de tus huesos irán los olivares / desplegando en la tierra sus más férreas raíces, / abrazando a
los hombres universal, fielmente.”
[18] Este “Juramento de la alegría”, así como el anteriormente citado “Aceituneros”, le nació en contacto con
la tierra andaluza; y, como en la copla andaluza, advertimos en ambos poemas un tono de seriedad
profunda.
[19] “He poblado tu vientre de amor y sementera”, dice el primer verso.
[20] Miguel Hernández había colaborado con Cossío cuando éste se hallaba preparando su monumental
enciclopedia Los Toros.
[21] Concha ZARDOYA: El mundo poético de Miguel Hernández. “Ínsula”, nº 168, Madrid, 1968. Recogido en
Poesía española del siglo XX, tomo IV, Ed. Gredos, Madrid, 1974; de la misma autora.
[22] Seguimos los criterios de la edición de El hombre acecha y Cancionero y romancero de
ausencias de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, ed. Cátedra, col. “Letras Hispánicas”, Madrid,
1993.
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