Excursus sobre el teatro. La escena y las comillas

Anuncio
Excursus sobre el teatro. La escena y las comillas
Paolo Virno
El arte ejecutorio más próximo a la experiencia común del hablante es, sin
duda, el teatro. En el esfuerzo del actor ambulante conviven yuxtapuestas, y a
veces indiscernibles, el particular virtuosismo requerido por la recitación sobre el
escenario y el virtuosismo universal que inerva, de principio a fin, la praxis
lingüística del Homo sapiens. El actor reproduce, en un ámbito bien delimitado y
sirviéndose de técnias especializadas, eso que todo locutor, es decir, todo hombre
de acción, hace siempre: volverse visible al próximo.
Quien recita, actúa hablando. Pero quien actúa hablando, ¿recita? Esta es
una pregunta menos frívola de lo que pudiera parecer a primera vista. Antes que
limitarse a considerar la prestación del actor a la luz de los usos lingüísticos
ordinarios, convendría proceder en sentido inverso, hipotetizando que la puesta en
escena de un drama contribuiría a esclarecer algunos enmarañados problemas de la
filosofía del lenguaje. Merece atención, en suma, la teatralidad ínsta en cualquier
discurso, por descuidado o torpe que sea. Además de un arte empíricamente
determinado, el teatro constituye, tal vez, una forma a priori que estructura y
califica toda la actividad verbal. Un hecho muy concreto y circunscrito, como es
preciamente la recitación profesional, exhibe de inmediato ciertas condiciones de
posibilidad de la experienica lingüística en general: de ella, es quizá, el diagram
vívido. Entre las numerosas nociones específicamente teatrales que pueden aspirar
al papel de concepto-guía para una reflexión acerca del lenguaje en cuanto praxis,
deseo extrapolar aquí sólo dos: a) la existencia de una escena, es decir, de un área
delmitada que asegura plena visibilidad al acontecimeinto representado; b) las
comillas entre las que está contenido todo lo que se dice en el curso del espetáculo.
En la escena las comillas son una prerrogativa insustituible de la acción humana, no
un simple trámite para repetir ante un público que ha pagado.
a) Cualesquiera que sean sus gestos (un beso o una traicionera puñalada) y sus
discursos (monólogos desconsolados o briosas seducciones), el actor usufructúa un
espacio en el que unos u otros siempre resultan evidentes. Este espacio es la
escena. En ella no hay lugar para la discreción de las representaciones mentales.
Todo lo que allí sucede es manifiesto, realizado a la luz pública. El palco y los
bastidores son el presupuesto trascendental de todo drama o comedia, la condición
que posibilita su desarrollo. La escena confiere a las acciones el rango de
fenómeno, puesto que las hace aparecer. Ofrece, por lo tanto, una solución,
humilde pero eficaz, al problema crucial de la fenomenología de Husserl: distinguir
al particular entre visible de la visiblilidad como tal, el contenido de un fenómeno
del phainesthai revelador que lo muestra. El espacio en que se desarrolla la
representación no coincide con la suma de hechos y discursos que aloja, sino que
es el requisito que garantiza su manifestación. El compás pronunciado por el actor
atrae las miradas, pero es la escena la que instituye la aparición de todo lo que
cada tanto aparece.
En la praxis lingüística común, la que hace las veces de palco teatral es la
enunciación. A condición de entender el término en la acepción específica sugerida
por Benveniste: “nuestro objetivo es el acto mismo de producir un enunciado y no
el texto del enunciado” (Benveniste 1970: 97). La escena de la que se sirven todos
aquellos que actúan verbalmente consiste en el simple tomar la palabra. La
visibilidad del locutor depende de la “conversión del lenguaje en discurso” (ibid.:
98), no de los contenidos y la modalidad de este último. Para entreabrir el espacio
de aparición, dentro del cual todo evento gana el status de fenómeno, existe el
tránsito del puro poder-decir (“antes de la enunciación no existe la posibilidad de la
lengua” [ibid.: 99]) a la emisión de una voz significante. La acción de enunciar, o
sea el pasaje de la potencia al acto, es afirmada, dentro del mismo enunciado en
acto, por algunos vocablos estratégicos: los deícticos “yo”, “esto”, “aquí”, “ahora”.
Según Benveniste (1956: 302-04), tales palabritas se refieren únicamente a la
“situación de discurso” que, precisamente ellas, han creado. “Yo” es este que está
hablando, diga lo que diga; si se quiere, es el actor distinto del personaje. “Aquí” y
“ahora” indican el lugar y el momento de la enunciación, el espacio y el tiempo de
la puesta en escena. “Esto” señala a todo aquello que rodea al locutor bajo las luces
del escenario. La enunciación “introduce al que habla en la propia palabra”
(Benveniste 1970: 99); es decir, lo introduce en la parte que se dispone a recitar.
En Vita activa, Hannah Arendt pone de relieve dos rasgos característicos de
la praxis humana: comenzar cualquier cosa de nuevo, sin requerir de una cadena
causal; revelarse a sí a los otros hombres. El incipit contingente e inesperado,
similar a un “segundo nacimiento”, constituye la acción en sentido estricto; la
autoexhibición reveladora radica, en cambio, en el discurso con que el agente rinde
cuentas de lo que hace (Arendt 1958: 127-32). Pero bien vistos, ambos aspectos
individualizados por Arendt están ya presentes en la experiencia lingüística. Con tal
que se distinga, con Benveniste, la acción de enucniar del texto del enunciado (o,
como hemos propuesto hace poco, la “escena” del “drama”). Quien toma la palabra
da inicio, cada vez, a un evento único e irrepetible. Utilizando el léxico conceptual
de Arednt, se podría decir: el acto de romper el silencio es el inicio de la revelación.
El mero pronunciamiento, de por sí privado de contenidos, procura sin embargo la
máxima visiblidad a todo lo que el locutor dirá o hará: a sus relatos llenos de
matices como también a sus gestos mudos.
b) Cuando el actor confiesa un secreto embarazoso, o insulta al amante
infiel, o describe un huracán, sus palabras asemejan citas. No utiliza realmente
aquellas palabras, sino que se limita a mencionarlas. Declamados sobre el
escenario, los párrafos de un diálogo están siempre entre comillas. Agreguemos: lo
estarían aún cuando no se tratara de una obra literaria, sino que constituyeran el
fruto de la más desenfrenada improvisación. Es la escena como tal la que priva a
las frases pronunciadas de su habitual funcionalidad. Las comillas expresan la
relación entre espacio de aparición (palco y bastidores) y lo que allí aparece (el
drama),
condición
trascendental
de
la
represetnación
y
de
los
eventos
representados, enunciación y texto del enunciado, acción de tomar la palabra y
particular mensaje comunicativo. Y es evidente que esta relación traspasa el
augusto ámbito de la recitación teatral, concerniendo ante todo a la praxis verbal
en su conjunto.
No es casual si Gottlob Frege recurre muchas veces al teatro para esclarecer
el estatuto de los enunciados que, estando dotados de un sentido (Sinn)
intersubjetivo, carecen aún de una denotación (Bedeutung) comprobable. Un solo
ejemplo: “Sería deseable disponer de una expresión especial para indicar los signos
que deberían tener un solo sentido. Si, por ejemplo, conviniéramos en llamarlos
“figuras”, entonces la palabra del actor sobre el escenario sería una figura, pues el
mismo actor sería una figura” (Frege 1892: 384; cfr. también Id. 1918: 50 y ss.).
Allí donde falta la “búsqueda de la verdad”, es decir, un interés preeminente por la
correspondencia biunívoca entre palabra y cosa, nuestras locuciones son “figuras”
teatrales, Sinn sin Bedeutung, textos encerrados entre comillas. No muy distino es
el juicio de Husserl acerca dce las “expresiones sin señal”, o sea sobre los
enunciados desprovistos de valor informativo: cuando se profieren, “no hacen otra
cosa más que representarse como personas que hablan y se conmunican” (Husserl
1900-01: 303). Pero representarse a sí mismos como personas que hablan, ¿no
significa entonces colocarse en escena, recitando las propias frases como si fuesen
los párrafos de un guión? ¿No implica, entonces, esta autoexhbición teatral, el
pasaje del uso efectivo de un cierto enunciado a la mera mención de él?
A fin de comprender si el empleo de las comillas es una excepción, como
parecen creer Frege y Husserl, o una característica basal del discurso humano,
conviene razonar inversamente, preguntándose entonces en cuáles casos es posible
eliminar sin inconvenientes el ambarazoso signo gráfico. Nuestros enunciados dejan
de ser “figuras” teatrales en dos condiciones, solidarias entre ambas. La primera
reside en otorgar un relieve exclusivo a la función cognitiva del lenguaje, ocultando
provisoriamente su auténtica naturaleza de praxis. La segunda consiste en separar
lo que se dice (contenido semántico) del hecho de que alguien ha tomado la
palabra (enunciación), o sea en postular la autonomía del “drama” respecto de
cualquier “escena”. Ahora sí, efectivamente, de las comillas no quedan rastros. Pero
estas dos condiciones son excepcionales y artificiales. El lenguaje verbal es, ante
todo, acción, praxis, y sólo parcialmente deriva en cognición, episteme. Por otro
lado, el texto de un enunciado envía siempre al acto de producirlo, del mismo modo
que la representación presupone siempre un palco y bastidores. Anómala, o cuanto
menos transitoria y reversible, es la ausencia de comillas.
La actividad lingüística no es definida por los fines extrínsecos que cada
tanto la persiguen: ni tampoco, que quede claro, por el objetivo de acrecentar el
conocimeinto científico. Omitir las comillas no es diferente de privilegiar por un
momento uno u otro fin ocasional de nuestros discursos. Mantenerlas, reconociendo
entonces
su
carácter originario, significa, al
funcionamiento
efectivo
del
arbitrariedad natural de las
lenguaje.
Las
contrario, mantenerse fiel
comillas
señalan, en
al
efecto, la
relgas lingüísticas, y también la consiguiente
inseparabilidad de medios y fines, ejecución y resultado, uso y mención. La
teatralidad de la praxis verbal humana no es extravagante sino constitutiva e
inextirpable. Considerados de por sí, como algo referido al “vivir bien en sentido
total”, los enunciados que proferimos son siempre “figuras” (en la acepción de
Frege), Sinn todavía desvinculado de una Bedeutung. Y los agentes-locutores,
digan lo que digan, no dejan nunca de “representarse a sí mismos como personas
que hablan y se comunican”.
Referencias bibliográficas
ARENDT, Hanna (1988), La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 2003.
BENVENISTE, Émile (1970), “El aparato formal de enunciación”, en Problemas de
lingüística general, II, México, Siglo XXI, 1986.
FREGE, Gottlob (1892), Sobre el sentido y la denotación, Buenos Aires, CEFIL,
1962.
FREGE,
Gottlob
(1918),
“El
pensamiento.
Una
investigación
lógica”,
en
Investigaciones lógicas, Madrid, LM Valdés, 1984.
HUSSERL, Edmund (1900-1901), Investigaciones lógicas, Madrid, Alianza, 1985.
[Del libro Cuando el verbo se hace carne. Lenguaje y naturaleza humana, Buenos
Aires, Cactus/Tinta Limón, 2004, pp. 42-45]
Descargar