ABOLIR LA PAUVRETE N`EST PAS UNE UTOPIE,AU CONTRAIRE

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ABOLIR LA POBREZA NO ES UNA UTOPÍA, SINO TODO LO CONTRARIO …
Pierre SANÉ1
Seamos conscientes de que la persistencia – e incluso la agravación –
de la pobreza constituye la característica más sorprendente de nuestra
civilización, que se ha mundializado en pos de una afán de prosperidad sin
precedentes. Esta característica no sólo es un fenómeno masivo que afecta
a una persona de cada dos, sino que además es una realidad que se va
extendiendo, porque la inmensa mayoría de los dos mil a tres mil millones de
seres humanos que se van a sumar a población mundial antes del final del
siglo se verán expuestos a la miseria. Asimismo, esta realidad pesa sobre el
medio ambiente y los equilibrios del mundo de tal manera que muchos se
alarman.
Por eso, a la hora de establecer los Objetivos de Desarrollo para el
Milenio, las Naciones Unidas se han fijado como primer objetivo reducir a la
mitad en los próximos 15 años el número de personas que viven en la
extrema pobreza. Este planteamiento, aunque es sumamente loable de por
sí, no pone un término a la cuestión de la miseria. En efecto, ese objetivo no
se alcanzará fácilmente, y en el supuesto de que se alcance el problema
inicial seguirá intacto: ¿podemos seguir tolerando que perdure la pobreza?
Es menester plantearse la cuestión en términos muy diferentes. Mientras
se siga abordando la pobreza como un déficit cuantitativo natural – o incluso
cualitativo – que es preciso subsanar, no se logrará galvanizar la voluntad
política necesaria para reducirla. El pauperismo sólo se acabará el día en
que se reconozca que la pobreza constituye una violación de los derechos
humanos y en que, por consiguiente, se declare su abolición. Veamos el por
qué y el cómo.
Si se define en términos relativos, la pobreza es inagotable e incurable,
porque nos vemos obligados, a la vez, a aceptarla indefinidamente y a
agotar en balde recursos para reducirla sin cesar. Este planteamiento
relativista sólo puede establecer un umbral arbitrario de pobreza, fijado
como un horizonte artificial y ficticio, que es indefendible. En efecto, cabe
preguntarse qué significado tiene un umbral de un dólar o dos por día y,
sobre todo, a santo de qué tendríamos que aceptar un límite semejante. Lo
que caracteriza básicamente a la pobreza no es un nivel de ingresos ni unas
condiciones de vida, sino la negación de la totalidad o de una parte de los
derechos humanos de los que ella misma es causa y efecto a un tiempo.
De las cinco categorías de derechos fundamentales – civiles, políticos,
culturales, económicos y sociales – que en la Declaración Universal de
Derechos Humanos se proclaman inherentes a la persona humana, la
pobreza viola los últimos siempre, los penúltimos por regla general, los
1
Pierre SANÉ es Subdirector General de la UNESCO
terceros con frecuencia y los primeros y segundos a veces. Y a la inversa, la
violación sistemática de cualquiera de esos derechos trae consigo
rápidamente la pobreza. En 1993, la Conferencia Mundial de Derechos
Humanos celebrada en Viena ya admitió la existencia de un nexo orgánico
entre la pobreza y la violación de los derechos humanos.
Ahora bien, esos derechos son imprescriptibles e indisociables. Su
violación representa un atentado radical contra la dignidad humana en su
conjunto y no un mero inconveniente soportado por remotos semejantes
nuestros. Por consiguiente, es preciso poner un término a esa violación, y este
imperativo se traduce por algo muy sencillo: hay que abolir la pobreza.
Aunque esta formulación pueda prestarse a la mordacidad de quienes
la consideren ingenua, sería una equivocación de forma y de fondo ironizar
sobre ella. Error de forma, porque la cuestión no se presta en absoluto a
sarcasmos, ya que las angustias, la miseria, el desamparo y la muerte que
forman el cortejo del pauperismo deberían más bien avergonzarnos. Y error
de fondo sobre todo, porque la abolición de la pobreza es verdaderamente
el único punto de apoyo posible de la palanca imprescindible para vencer
el pauperismo. Esa palanca la constituyen las inversiones, las reformas y las
actividades necesarias para suprimir las carencias de todo tipo que integran
la pobreza. Afortunadamente, la humanidad cuenta hoy con los medios
necesarios para triunfar sobre la miseria, pero a falta de un punto de apoyo
sólido esa palanca no desarrolla la potencia necesaria.
En cambio, si se proclamara la abolición de la pobreza como debe ser,
habida cuenta de que viola sistemática y continuamente los derechos
humanos, su persistencia no se consideraría ya una secuela deplorable del
estado de cosas, sino una denegación de justicia. La carga de la prueba se
invertiría: se admitiría que los pobres sufren un perjuicio y, por consiguiente, se
harían acreedores a un derecho de reparación, de la que serían
mancomunadamente responsables tanto los gobiernos como la comunidad
internacional, y en definitiva todos y cada uno de los ciudadanos del mundo.
Esto bastaría para que todos ellos se preocupasen por hacer desaparecer sin
tardanza la causa de esa deuda contraída con los pobres, y también para
que movilizasen fuerzas infinitamente superiores a las que pueden aunar en
favor del prójimo la compasión y la caridad, o incluso el interés por la
seguridad.
Proclamar la abolición de la pobreza entrañaría el reconocimiento de
los derechos a los pobres, pero evidentemente no haría desaparecer la
miseria como por arte de ensalmo. Eso sí, crearía las condiciones para que la
causa abolicionista se erigiese en prioridad de prioridades por ser del interés
común de todos y no por tratarse de una preocupación subsidiaria de
algunas mentes ilustradas o meramente caritativas. La aplicación del
principio de justicia y la coerción del derecho puesta a su servicio son fuerzas
sumamente potentes. Así es como se acabó con la esclavitud, con el
colonialismo y con el apartheid. A este respecto hay que decir que la
pobreza está deshumanizando a la mitad de los habitantes de nuestro
planeta en medio de la más total indiferencia, mientras que la esclavitud y el
apartheid fueron rechazados y combatidos.
A fin de cuentas, la alternativa es bien sencilla. No se trata de escoger
entre un enfoque «pragmático» basado en la ayuda que los ricos conceden
a los pobres, por un lado, y el planteamiento que aquí se propone, por otro
lado. Se trata de escoger entre este último planteamiento y la otra única
forma de hacer acreedores de derechos a los pobres, es decir, que ellos
mismos se rebelen y se los tomen por su mano. Ahora bien, es de sobra
sabido que esta última solución ha desembocado a menudo en una
agravación de la miseria. Sin embargo, con el correr del tiempo se irá
convirtiendo en la más probable si no se hace nada, o si se hace demasiado
poco como ocurre en el caso del enfoque «pragmático», por meritorio que
sea. Esta doble disyuntiva se reduce por consiguiente a una sola opción, que
además es la única conforme al imperativo categórico del respeto de los
derechos humanos: abolir la pobreza y sacar de este principio todas las
consecuencias bajo la coerción libremente aceptada que de él se
desprende.
Ningún programa, por importante que sea, logrará erradicar la
pobreza. La proclamación de su abolición, al crear derechos y deberes,
movilizará las fuerzas auténticamente capaces de rectificar la situación de
un mundo que es presa del pauperismo. Por el mero hecho de establecer
una prioridad efectiva y apremiante, la abolición de la pobreza cambiará el
orden de las primacías y contribuirá a forjar un mundo diferente. Esto no sólo
es lo que exige la tarea de dotar a la mundialización de un rostro humano,
sino que además representa la mayor oportunidad a nuestro alcance para
lograr un desarrollo sostenible.
El objetivo de la UNESCO, según reza su Constitución, es «alcanzar
gradualmente, mediante la cooperación de las naciones del mundo en las
esferas de la educación , de la ciencia y de la cultura, los objetivos de paz
internacional y de bienestar general de la humanidad, para el logro de los
cuales se han establecido las Naciones Unidas, como proclama su Carta».
Ahora bien, es evidente que el estado actual del mundo escarnece esta
aspiración de la Organización a lograr una prosperidad común y se está
convirtiendo en la principal amenaza que se cierne sobre la tan anhelada
paz.
En virtud de la misión que tiene asignada, a la UNESCO le incumbe
introducir con intrepidez y vigor en la médula misma del debate
internacional la idea clave y pujantemente motriz de que «la pobreza es una
violación de los derechos humanos». Este es el objeto de su contribución a la
tarea de erradicar la pobreza, el vital Objetivo de Desarrollo para el Milenio
del cual depende fundamentalmente el logro de todas las demás metas.
Para superar los peligros que se ciernen amenazadoramente sobre su futuro,
el mundo debe disponer de la potente palanca que pedía Arquímedes.
Solamente le falta encontrar el punto de apoyo, que la proclamación de la
abolición de la pobreza le proporcionará a buen seguro.
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