Ventanas al Mundo [1] Se me ha pedido que opine acerca de “El

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Ventanas al Mundo 1
Se me ha pedido que opine acerca de “El papel del editor” y esto, en primera instancia me
desconcertó. ¿Acaso no está definido este papel en el calificador de cargos? Luego he rumiado más
detenidamente esta idea y he llegado a la conclusión de que se me pide que opine acerca no de lo
que hace por definición un editor sino de cómo debe hacerlo
Pero antes son necesarias algunas reflexiones generales:
a) aún en nuestros tiempos en que es frecuente el uso de radios, grabadoras, televisores, cines
y videos, el libro sigue estando más al alcance de las masas obreras y campesinas por su
menor costo y fácil transportación, sobre todo en los países del denominado “Tercer
Mundo”, donde la miseria y el hambre devienen en el pan nuestro de cada día.
b) en Cuba, gracias al socialismo, la situación es otra muy diferente, todos lo sabemos, por
tanto no vamos a analizar todas las diferencias, pero sí a recalcar una fundamental: nuestro
masivo sistema de educación, que convierte en potenciales lectores, en consumidores
ávidos de libros, folletos y revistas, a nuestras masas obreras y campesinas.
Constantemente se insiste en el papel formador de nuestros maestros, en su decisiva
influencia en la formación de las jóvenes generaciones.
c) en pocas ocasiones he visto que se reflexiona acerca del ancho espectro sobre el que
determina un solo editor. Veamos. Si un maestro de secundaria tiene en un curso
aproximadamente 600 alumnos y esta cifra la multiplicamos por los 25 años de ejercicio
activo de la profesión encontramos que dicho profesor llega e influye en 15 000 alumnos a
lo largo de su vida. Ahora bien, la tirada mínima de un libro de literatura juvenil es de 15
000 ejemplares en un año. ¿A cuántos niños y jóvenes llega cada editor a lo largo de sus 25
años laborales, suponiendo solamente que edite 6 libros cada año? 25 X 6 X 15 000 = 2 250
000 lectores si sólo suponemos que dicho ejemplar lo lea una sola persona. Lo cual no es
cierto, al menos entre nuestros jóvenes que tienden a “pasar” sus libros a sus amigos y
familiares.
O sea, un editor llega a una quinta parte de nuestra población, la forma o la deforma, la ayuda a
adquirir el hábito de lectura, le ensancha el horizonte ideológico y le sirve de ventana al mundo.
De ahí la decisiva importancia en cómo sean y funcionen dichas ventanas.
1
Esteban Llorach Ramos. Publicado en: revista En julio como en enero, No. 10, junio 1992, pp. 20-24.
Los siguientes comentarios acerca de “El papel del editor” se ciñen por derecho a la premisa
“Nada es más importante que un niño”, que es el eje rector de la construcción del socialismo en
nuestro país. Si perdemos de vista este aspecto podemos no entender los comentarios que obedecen
a la experiencia práctica de cómo debemos enfrentar un hecho tan polifacético y difícil como el
libro, ya que en el campo teórico no existe un prontuario —como el gramatical— al respecto.
La regla de oro para un editor —que es por definición un ideólogo, un promotor cultural, un
maestro, un coordinador de voluntades; un investigador y como suma y reflejo de estas
características un artesano de la cultura—; la primera regla —insisto— es no acomodarse. Sí, pues
de los múltiples caminos que conducen al libro, había muchos “fáciles y rápidos de hacer” pero
que pueden convertir dicho libro “en uno más”. Nunca hay que hacer un libro más. Pues como
señala Alexéi Eliánov: ¿No sabes que en cualquier árbol no hay ni una sola hoja parecida a
otra?... Así mismo no hay un libro que se parezca a otro pues cada libro lleva el sello de su autor
en primera instancia y, luego, de su editor.
Lograr esta impronta, este sello editorial, requiere de ser un hábil deportista para salvar los mil
obstáculos —previstos e imprevistos— que surgirán apenas el editor haya decidido qué camino
tomar. Los Scilas y Caribdis míticos pueden tener incontables denominadores: carencia de papel
apropiado, gama de colores o tonalidades, familia de letras, etc. Hechos todos estos puramente
objetivos pero salvables, pese a que estamos en un país bloqueado, si se trabaja creativamente tanto
desde el punto de vista plástico como de organicidad en el libro. Este último aspecto es
fundamental pues requiere de una visión de conjunto a la que ayuda sobre todo los años de
experiencia y no perder de vista ni un solo instante que nuestras publicaciones infantiles y
juveniles tienen por encima de su carácter de entretenimiento un carácter pedagógico-didáctico
insoslayable: somos la ventana a un mundo desconocido; los Vasco de Gama, los Américo
Vespucio, los Cristóbal Colón que podemos conducir a un mundo fascinante (y atrapar
definitivamente a un adepto más para la religión de la lectura) o a una isla estéril. Traduzco: ¿de
qué vale hablar de las costumbres migratorias de los ánades, o de las características del águila real,
o de la cultura egipcia si no acompañamos esta información de su complemento visual? Hay que
ofrecer con un mínimo de recursos —tal vez a línea— el complemento del texto pues no estamos
en presencia de un lector adulto que irá a los escasos diccionarios que pueblan nuestra isla para
documentarse, sino de un lector que puede formarse una idea errónea de la realidad que le
ofrecemos ¡y llegar con su catauro de disparates a la universidad!, por increíble que pueda
parecernos.
No pidamos peras al olmo pero ayudemos subjetivamente a lograr que nuestro olmo sea
objetivamente el más completo en información y didactismo que ojos humanos hayan visto y ruego
no confundir el didactismo con la falta de otros elementos —magia, poesía, originalidad,
etcétera— sino como la forma de aprehender mejor la información.
Pero, ¿cómo sortear los peligros de la edición? Un editor tiene que saber —como si dependiera de
ello su vida ante la Esfinge—qué se publica en la rama en que se especializa, dónde, cuándo,
cómo, por qué, para quién se editan esos libros. Y para ello tiene que estar informado no sólo por
catálogos y revistas especializadas e intercambio con editores de otros países, sino por su
asistencia y activa participación en eventos de las materias relacionadas con las temáticas que
edita. Estar en contacto con los organismos y organizaciones de las que puede extraer ideas o
información complementaria para futuras ediciones es vital. Y esta es la segunda regla: un editor
tiene que estar ideológicamente preparado, ser culto (capaz de crear la armoniosidad del universo
a partir del caos primigenio de un libro mal traducido, si quiere que la sociedad le confiera
prestigio por cumplir adecuadamente con su trabajo). Y si este editor está ideológicamente bien
formado tiene que exigir de quienes corresponda dichos catálogos, revistas, materiales de consulta,
de trabajo, invitaciones a eventos, en fin, que se le propicien las más elementales condiciones de
trabajo.
El tercer aspecto a señalar tiene mucho que ver con el espíritu de los yerberos tradicionales: si no
se dispone de manzanilla, o de romerillo, siempre se puede utilizar alguna otra hierba para preparar
una tisana saludable. Léase: no hay recurso no aprovechable: el dato que no está en una
enciclopedia, tal vez está en un folleto o en la memoria de un buen investigador, de otro editor, o
de una habilidosa bibliotecaria. No podemos pensar en un libro en el que no se mezclen —como en
los cuentos infantiles— estos buenos gnomos y hadas siempre listos para sacarnos del apuro si
sabemos utilizar el reclamo mágico: hacerles comprender que el prólogo, las notas, la selección, el
libro que buscamos depende más de ellos que de nosotros mismos.
Cuarta apreciación: de poco nos puede valer toda la ayuda de la magia externa si no contamos con
el amor de los artesanos de nuestra propia fragua —de ahí la importancia infinita de la selección
de los técnicos y cuadros de dirección que laboran en una editorial.
¿De qué sirve un buen prólogo si está lleno de erratas, o unas hermosas ilustraciones si no se
atienen al espíritu del libro —o están mal ubicadas—, o una rígida cubierta que asusta o desfigura
la esencia del texto pues lleva a primer plano un elemento secundario o cuaternario de la trama de
la novela o del libro científico-técnico?
No es concebible un buen libro (y pienso, por ejemplo, en los más reciente premios de La Rosa
Blanca, La Editorial Abril, el Arte del Libro y la IBBY) en el que todos los factores: gestión,
traducción (si la lleva), mecanografía, corrección, redacción, ilustración, diseño, marcaje
tipográfico, emplane y divulgación —amén de los correspondientes jefes de las distintas áreas—
no estén plenamente convencidos de la utilidad, de la necesidad de hacer este libro y no otro. De
ahí el plan temático en el que todos los editores tienen que opinar pues las redacciones en una
editorial no son mundos aislados.
La quinta regla está casi extraída de la Biblia: ama al taller como a ti mismo. Porque en ese taller
laboran hombres y mujeres como tú, día a día, noche a noche, y tienen que sentir que su trabajo es
útil, imprescindible. Que pueden convertir en un engendro, como la Bestia del cuento al Príncipe,
al más bello de los libros. Una nota oportuna o una visita a tiempo pueden evitar diluvios
posteriores en que apenas podemos convertirnos en Noé para salvar parte de lo que queda.
La sexta regla en ontológica: si para Antonio Machado los poetas descendían directamente de los
dioses, nosotros, simples obreros de la cultura, descendemos sin lugar a dudas de Merlín el mago,
y todos esperan de nosotros sortilegios sin fin. Por ejemplo, el prólogo del autor —o nuestros—
debe, en pocas palabras, abordar con amenidad cuanto se haya dicho con respecto al autor, la obra,
la época, el género, et sic de ceteris: es el resumen de los resúmenes, tiene valor ensayístico pero
no es un ensayo, debe acicatear la curiosidad como un chiste picante o un cuento policíaco, hacer
malabares sin aburrir, sin adoptar —y recurro nuevamente a Machado— “el tono dogmático [que]
suele ocultar la debilidad de nuestras convicciones”. De este mago se esperan también selecciones
de poemas, de cuentos, de artículos, etcétera, ya bien sean hechas por el mago o por autores
buscados al efecto. Y esto es debido a la rapidez con que transcurre el tiempo en nuestro siglo.
Pocas personas se leen todo Balzac, o Dumas, Verlaine.
La séptima es muy breve: al mejor escribano se le va un borrón. ¡¡¡Revísalo todo!!! ¡De nuevo!
La octava regla: el libro comienza en un sueño y termina cuando ha sido leído y asimilado por el
lector. Sólo quien esté en contacto directo con la sociedad que nos rodea, con los ojos muy, muy
abiertos, puede captar la necesidad de este libro —ya sea científico-técnico, de arte, policial o de
versos— y no de aquel otro. Por eso hay que soñar el libro junto a los autores, acariciar sus páginas
con fruición dentro de cada uno de nosotros —¿será facsimilar, manuscrito, con capitulares?—,
imaginarlo en manos del lector a quien se lo estamos dirigiendo y en dependencia de este factor de
última instancia —a quién se lo destinamos— hacerlo.
Pero no es fácil colocarlo entre las manos del lector. No es frecuente, digamos que casi
desconocido, que los editores salgan con un grupo de libros para venderlos. De ahí que sea
elemental que primero los divulgadores y luego los libreros sepan de qué se trata el libro. Un
catálogo no es un índice de materias primas —cartoné, flexiback—, o un rimero de medidas 7 1/2 X
3 3/4, o de técnicas: plumilla, acuarela. Es, ante todo, una puerta abierta a la imaginación. Debe
atraer, persuadir, suplir la ausencia momentánea del libro físico. Por desgracia, pocas veces esto
ocurre, y por ello las inexplicables solicitudes de tiradas de los libreros para determinados libros.
Dicho en otras palabras: el catálogo debe apelar a la sensualidad del primer lector que es el librero
y eso sólo puede lograrlo quien lo conozca: el editor que redacte sus sinopsis y el ilustrador que lo
ilustre.
Novena regla: quien no tenga sangre gitana en sus venas, espíritu de buhonero, no debe editar
libros, porque ¿quién mejor que el editor para decir las virtudes y desaciertos de tal o más cual
edición? Ya sea en los famosos “lanzamientos” (que a veces resultan tan mal clavados como
jabalina en manos inexpertas), en la radio, en la televisión y ¿por qué no? En los noticieros. Hay
que tomar por asalto las librerías, las escuelas primarias, las secundarias, los preuniversitarios, las
unidades militares, las fábricas (pues no olvidemos que luchamos todavía porque nuestros obreros
alcancen el grado 12) y reclutar como el flautista de Hamelin a los lectores. Hacer encuestas entre
ellos acerca de cómo ven nuestros libros: desde el puntaje tipográfico a las temáticas.
El decálogo se completa de la manera siguiente: no hay filtro amoroso (medieval o actual) que no
lleve proporciones exactas —no aplicables a otro—. La perfección del mismo sólo se logra con
autoestudio, con investigación, oyendo a los demás, para volver sobre éste o aquel detalle, porque
como dice Katherine Mansfield: “El que fracasa en los pequeños detalles no puede tener éxito en
las grandes obras…”
Los pequeños detalles definen los libros, los detalles generales las colecciones. Un original —
como ya dijimos— no es igual a otro, por ello no se pueden hacer libros en serie, sino una serie de
libros, que no es lo mismo aunque pueda parecer igual. Es la forma la que se subordina al
contenido y no el contenido —por su carácter informativo, cultural, educacional— el que se
subordina a la forma. ¿Pintaban Portocarrero o Amelia Peláez todas sus pinturas del mismo
tamaño, con idénticos colores, aunque tuvieran una estructura básica común? Evidentemente no.
Basta visitar los museos.
El libro es desde sus inicios un vehículo portador de ideas y, desde lo tiempos de los papiros o los
pergaminos una obra de arte. No se puede soslayar este hecho y preconizar la prioridad de la letra
impresa sobre los otros elementos formales: orlas, viñetas, ilustraciones…
Pese a los problemas objetivos tenemos que, con audacia gráfica, tender a lograr que nuestro libros
infantiles y juveniles actuales sean superiores a los anteriores, dado que el desarrollo poligráfico
del país es cuantitativamente y cualitativamente superior, sin contar con la línea de las coediciones.
No puede haber desespero al aprovechar dichas capacidades febriles, pues el mundo del libro
infanto-juvenil no compite, no puede competir con editoriales como Letras Cubanas, Arte y
Literatura, Ciencias Sociales y Científico-Técnica con las cuales las editoriales para niños y
jóvenes tienen múltiples puntos de contacto pero diferente forma de expresión. De nada vale
reimprimir un libro sin un mínimo —y creo que solo hablar de mínimo es un disparate— de
condiciones que aseguren el apoyo visual imprescindible. Esto es retroceder en nuestros logros.
Gráficamente hablando: no vamos a hacer barrios de las yaguas porque no podamos hacer Empire
States; la Revolución en el aspecto constructivo ha dado las soluciones con los edificios de
microbrigadas. La esfera editorial y poligráfica estoy seguro que preservará el carácter de obra de
arte de nuestros libros. La flexibilidad en las colecciones —que aligeran el trabajo de diseño y
poligráfico— puede ayudar a hacer libros mejores siempre y cuando no atenten contra el contenido
que se quiere brindar.
No es lo mismo un juicio crítico valorativo en una nota de contracubierta, o en una solapa,
teniéndose que ceñir a 10 líneas, que cuando se deja abierta la opción para que el editor utilice a lo
mejor como nota de contracubierta un juicio de Raúl Roa y en la solapa un texto de Marinello. ¿En
qué afean 5 líneas más o 10? Pero cuánto perjudican a las ideas que expresa el crítico una
mutilación de las mismas para encuadrarse a un perfil.
En estos casos lo mejor es sacar dicho libro de una “colección formal” y que pertenezca a una
“colección temática”, creo que es una opción válida en cuanto a clásicos se refiere.
No hay reglas —o comentarios— sin excepciones: la excepción —en el papel que juega el editor
en la confección de un libro y que adopta ribetes decisivos, por ejemplo, al decidir qué tarifa pagar
acorde con las leyes vigentes al autor—, es que no hay reglas para hacer un buen libro sino
ingredientes hábilmente cocidos como en un ajiaco criollo, sirviendo el editor de puente
aglutinador a los diferentes participantes. La gran labor de un editor es hacer que los libros
excelentes por su contenido y forma permanezcan en nuestros corazones. El principal objetivo del
editor es promover la cultura revolucionaria.
La responsabilidad acerca de qué lee y cómo se hace lo que lee nuestro pueblo, de qué leerán las
futuras generaciones en nuestras bibliotecas radica en un colectivo que comienza en el autor, pasa
por los trabajadores poligráficos y terminan en el librero y la prensa especializada. No hay excusas
para lo que no hayamos hecho o lo que hagamos a partir de ahora. Debe ser lo mejor.
Decían los latinos: Verba volant, domus manent: las palabras se las lleva el viento, los hechos
permanecen, y para que los hechos permanezcan, tratemos, como dice la oricha Ochún, de hacerlos
Kele Kele, lento, suave, suavecito.
ESTEBAN LLORACH RAMOS
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