El simulacro después del siniestro

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El simulacro después del siniestro
JUAN CARLOS UBILLUZ*
El terremoto del 15 de agosto ha provocado un inusitado despliegue de
solidaridad. Tanto las empresas como la sociedad civil han colaborado con el
Estado para ayudar a los damnificados del sur. La movilización ha sido de tal
magnitud que más de una personalidad pública ha aventurado la opinión de que el
acontecimiento del terremoto ha servido para renovar las relaciones sociales del
país. Advierto desde ya que no comparto esta perspectiva, pero antes de ofrecer
la mía, me parece necesario explicar qué entiendo yo por acontecimiento. Para
ello, recurro a Alain Badiou, que es el filósofo contemporáneo que más ha
reflexionado sobre este término y su relación con la verdad.1
Para Badiou, el acontecimiento es la aparición de un suplemento que no puede
ser explicado por los saberes que organizan y legitiman una situación
determinada. Ya sea política, artística o científica, toda situación —toda estructura
de dominación— depende de estos saberes para domeñar un vacío que habita en
su seno. Este vacío no debe identificarse con la nada, con la ausencia de materia,
sino, por el contrario, con un elemento terriblemente material que carece de
simbolización. Mancha que perturba la armonía del cuadro, silencio que amenaza
el discurso coherente, el vacío es heterogéneo al ordenamiento de los elementos
en la situación. De allí que los grupos de poder que se benefician de él se
esfuercen por cubrirlo, por desestimarlo, por negar su existencia.
Ahora bien, si —como lo hemos dicho— el acontecimiento es la aparición de un
suplemento, de algo que no existía previamente para el saber legitimador, no es
porque haya descendido algo grandioso desde el cielo estrellado sino porque se le
ha dado un nombre a la heterogeneidad inmanente a la situación. Dicho de otro
modo, el acontecimiento es la inscripción de una marca en/desde el vacío. La obra
de Marx es, por ejemplo, un acontecimiento que nombra un vacío en las
representaciones burguesas de las relaciones de producción. El nombre que Marx
da a este vacío es el proletariado, el cual hace converger en objetivos comunes a
la pluralidad de trabajadores.
Mencionemos brevemente dos rasgos del acontecimiento. Primero, el
acontecimiento convoca a los sujetos que se adhieren a él a reorganizar la
situación: si los trabajadores se reconocen como proletarios, lo hacen para
modificar las relaciones de producción de la sociedad burguesa. Segundo, el
acontecimiento da lugar a un procedimiento de verdad, a un examen de los
elementos de una situación que se realiza ya no desde el saber que la legitimaba
sino desde la perspectiva del acontecimiento. Así como Jacques Lacan, Badiou
considera que la verdad agujerea el saber aceptado. Para dar un ejemplo alejado
de la política, el psicoanálisis es un procedimiento de verdad que insta al
analizante a comprender los males que lo aquejan desde la perspectiva de sus
yerros, deslices o equívocos. Cuando un paciente dice sin querer «ato a mi mujer»
en vez de «amo a mi mujer», su desliz es el acontecimiento verbal desde el cual el
analizante, con la ayuda del analista, reexaminará su situación de vida.
El acontecimiento trae consigo lo nuevo, pero la mera novedad no es
acontecimiento; a menudo la novedad obstruye lo nuevo y se cambian las cosas
para que nada cambie. A este falso acontecer, Badiou le da el nombre de
simulacro. El simulacro tiene todas las propiedades formales del acontecimiento,
pero se distingue de él en tanto que cubre el vacío de la situación. Así, la
revolución nacional socialista alemana replicó de la revolución soviética el
rompimiento con el viejo orden, las marchas masivas, el elogio del trabajador,
etcétera. Mas aquella no trajo consigo la reorganización de las relaciones de
producción ni tampoco la verdad-agujero en el saber. Por el contrario, el nazismo
ocurrió precisamente para contener el empuje de los distintos grupos sociales y
para tapar el vacío (que estos procuraban nombrar) con el viejo fantasma de la
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raza aria.
Los ejemplos que hemos dado hasta ahora del acontecimiento (y de su
contrario) se remiten a un acto humano que rompe con una situación
humanamente determinada. Pero también es posible usar este término para
referirse a un desastre natural: imaginemos que el día de mañana se materializa
en la capa de ozono un gran agujero negro que pueda ser visto por todos los
habitantes del planeta. Por supuesto, los científicos contratados por las grandes
empresas emisoras de dióxido de carbono intentarían tapar la culpa de sus
patrones con alguna explicación tan coherente como inverosímil. Sin embargo,
difícilmente los ecologistas no se servirían con éxito de esta marca en los cielos
para impulsar un procedimiento de verdad que reexamine los presupuestos de la
sociedad industrial, así como para abogar en pro de su reorganización.
En el caso del terremoto en el Perú, es más difícil inscribir la marca del
acontecimiento. A diferencia del agujero en la capa de ozono, el sismo no puede
atribuirse a la producción capitalista ni a la desigualdad social ni al despotismo de
Estado. Que haya ocurrido no es culpa de nadie. Se ha dicho que el sismo reveló
la falta de preparación del Estado para responder a las catástrofes naturales; sin
embargo, de fijarse en la conciencia social, esto constituiría tan solo un miniacontecimiento cuyas implicancias se limitarían a la reorganización de Defensa
Civil. Más apropiado sería argüir —como, en efecto, se ha hecho— que el
terremoto ha sido un acontecimiento que ha convocado la solidaridad nacional: lo
nuevo que habría traído este acontecimiento sería la creación de una conciencia
de ayuda. Pero he aquí el meollo del asunto: esta conciencia solidaria se identifica
estrictamente con la asistencia humanitaria, y de esta manera le da un significado
demasiado conocido al significante «solidaridad».
Según Badiou, la ética de los derechos humanos que anima la asistencia
humanitaria presupone dos sujetos. Primero, el sujeto que es afectado por un mal,
un mal como una guerra, una epidemia o (digámoslo ya) un terremoto: este sujeto
es a la vez pasivo y patético, inerte y sufriente; y segundo, el sujeto activo del
juicio que puede identificar el mal y que se yergue sobre la determinación a
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detenerlo. Puestas las cosas así, lo que sigue cae por su propio peso. El sujeto
afectado por el mal es luego identificado con la víctima impotente, incapaz de
respuesta, con la bestia que sufre. Lo de bestia no es una caracterización gratuita:
en tanto que solo parece reclamar el apaciguamiento de su dolor o el derecho a la
sobrevivencia, su persona se rebaja al estatus de un organismo biológico. Sus
deseos se reducen a las necesidades del ente mortal, del animal que puede morir
y que solo aspira a seguir vivo. Y nada queda en él del Hombre en su dimensión
inmortal: del Hombre que puede afirmar un deseo o una verdad que exceda al
bienestar de su soporte animal. No es raro, entonces, que detrás de la fachada de
la caridad se esconda en el sujeto del juicio el desdén por aquel a quien da la
mano. Para completar esta escena, piénsese en las expediciones humanitarias al
África organizadas por Estados Unidos y los países europeos. ¿No es la víctima
del Tercer Mundo una suerte de bestia indefensa por la cual el televidente del
Primer Mundo experimenta un asco compasivo? ¿Y no se perfila siempre detrás
de esta figura calamitosa el buen agente humanitario, que es indefectiblemente el
buen hombre blanco?
Y volviendo al Perú, ¿no se asemeja la cobertura del terremoto a esta escena
de la televisión global? Nuestros medios de comunicación han dicho poco o nada
sobre los propios esfuerzos de los damnificados del sur por enfrentar la tragedia, y
se han concentrado, en cambio, en representar su degradación: tanto en las
fotografías de los diarios como en las pantallas televisivas, los damnificados gritan
y lloran de desesperación, extienden la mano con impotencia hacia el Estado
central, y, para sobrevivir, recurren al hurto y al pillaje. Si el terremoto ha dado
lugar a la solidaridad, ella, para los medios, no está entre los pobladores del sur, y
cómo podría estarlo, si a ellos les corresponde el papel de la víctima impotente
que merece nuestra caridad desdeñosa, de la víctima que ha perdido la decencia
y que debe ser protegida de sí misma (de su propia bestialidad) por «nosotros»,
por los hombres y mujeres civilizados que «podemos» dar donaciones.
Pero además: el que estas representaciones hayan sido aceptadas por
«nosotros», el que «nos hayamos» reconocido en ellas, es porque «nos» son
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familiares. ¿Cómo no «reconocernos» y reconocerlos en ellas si son las mismas
representaciones oligárquicas de siempre? Por un lado, están los pobres de «color
modesto», de quienes las señoras de buena sociedad opinan, tapándose la nariz,
que son como «animalitos», y por el otro, las clases media y alta de «color claro»,
que deben disciplinarlos y castigarlos (es decir, civilizarlos) por su propio bien. Si
bien estas imágenes eran más comunes en la década de 1950, no por ello dejan
de estructurar nuestra vida social. Recuérdese que, no hace mucho, en el talk
show de Laura Bozzo, los pobres eran consistentemente puestos en el lugar de lo
abyecto, de la basura, de lo que da asco. En la emisión «Haga todo por dinero»,
los pobres se rebajaban a lamer axilas o pezuñas con tal de obtener unos cuantos
dólares. En otras transmisiones, las jóvenes se prostituían para comprarse ropa de
marca y las madres dejaban que sus hijos vendiesen drogas para poner el pan en
la mesa. Ante semejantes «bajezas», la conductora se indignaba, y luego se
erguía de autoridad a fin de protegerlos de sí mismos, por ejemplo, gritándole a la
madre del joven «paquetero» que iba a hacer todo lo posible para que las
autoridades le quitaran al chico, pues ella (la mujer pobre) no era digna de ser
madre. ¿No es esta escena televisiva de los años dorados del fujimontecinismo
muy similar a las escenas postsiniestro que hoy se repiten en el segundo período
de García? ¿Y no son estas meras repeticiones de esa Otra Escena, de ese viejo
fantasma oligárquico que recorre nuestra vida republicana?
De las grietas que el sismo ha dejado en los cimientos materiales y simbólicos
del país no ha salido una verdad que horade nuestro saber sobre las relaciones
sociales. Ninguno de los remezones ha activado el procedimiento de verdad que
nos llevaría a re-examinar la situación social, ni mucho menos a cambiarla. Por el
contrario: así como la «amenaza roja» fue ocluida por el simulacro nazi, aquí el
vacío sobre el cual se urdieron las protestas sociales de los últimos meses ha sido
tapado por un guión fantasmático que «aclara» cómo son los que tienen y cómo
los que no tienen, y cuáles son los deberes de los primeros para con los segundos
(la dádiva paternalista), y cuáles los de los segundos para con los primeros (el
gemido y la gratitud).
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A pesar del sonido y de la furia del siniestro, no ha habido acontecimiento. Que
el señor Julio Favre (quien hasta ahora no se retracta de haber llamado a Evo
Morales «aimara ignorante») haya sido nombrado director del Fondo de
Reconstrucción del Sur, es el más claro indicio de que estamos viviendo un
simulacro, un simulacro que, así como los de Defensa Civil, se realiza con la
esperanza de que no llegue el remezón de verdad.
* Doctor en literatura comparada por la Universidad de Texas, Austin, Estados
Unidos. Profesor en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es autor de
Nuevos súbditos: cinismo y perversión en la sociedad contemporánea.
1 Todas las ideas aquí expuestas sobre el acontecimiento (y el simulacro) se
pueden encontrar en el breve libro de Alain Badiou, Ethics. An Essay on the
Understanding of Evil [La ética. Un ensayo sobre la comprensión del mal].
Londres: Verso, 2001. Para un más amplio desarrollo del tema por el mismo
autor, consúltese El ser y el acontecimiento. Buenos Aires: Manantial, 1999.
desco / Revista Quehacer Nro. 168 / Set. – Dic. 2007
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