Tomar las riendas de la vida

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Tomar las
riendas de la
vida
>> Las personas que intentan hacer algo y fracasan están definitivamente mejor
que
los
que
tratan
de
no
hacer
nada
y
lo
consiguen.
>>
Anónimo
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Artífices de la propia vida
Proyecto de vida
Estilos de vida
Una vida sin disfraces
Artífices de la propia vida
Mientras lees este libro, trata por un momento de tomar distancia sobre ti mismo.
¿Puedes mirarte a ti mismo como si fueras otra persona? ¿Puedes definir, por
ejemplo, el estado de ánimo en que te encuentras, tu carácter, tus principales
defectos o cualidades?
Piensa ahora en cómo ha trabajado tu mente ante esas preguntas. Su capacidad de
hacer lo que acaba de hacer es específicamente humana. Los animales no la
poseen. Esa autoconciencia nos permite evaluar y aprender de nuestros propios
procesos de pensamiento. Gracias a ella, también podemos crear, reforzar o
rechazar nuestros hábitos personales, cambiar nuestro modo de reaccionar ante las
cosas, modelar nuestro carácter.
Usar con acierto de este privilegio humano nos permite examinar las claves de
nuestra vida.
Conocerse a uno mismo permite convertirse en el artífice de la propia vida, ser fiel
a lo mejor de uno mismo, vivir la propia vida más como protagonista y menos
como un mero espectador.
Por eso la psicología y la filosofía han tratado con profusión sobre el conocimiento
propio, subrayando siempre la dificultad que encierra profundizar en él. Si ya a
veces es difícil incluso reconocer la propia voz en una grabación, o la propia figura
en una fotografía o un vídeo en el que se nos ve de espaldas, resulta aún más difícil
reconocerse a uno mismo en las diversas facetas de la propia personalidad.
El autoconocimiento supone siempre una labor ardua y progresiva. Nunca
acabaremos de conocernos del todo, porque el hombre, cuando dirige su mirada
hacia sí mismo, tiene que guiarse en gran parte por intuiciones. Se pregunta con
frecuencia por su propia identidad, se hace cuestión de sí mismo, se vuelve a su
interior en busca de respuestas.
Se trata de reflexionar con hondura. También podemos –o debemos– preguntar, y
pedir consejo, pero al final nuestra vida debe ser fruto de nuestras decisiones
personales, todo lo contrastadas que se quiera, pero la última palabra la debemos
dar nosotros. Y esa última palabra debe ser pensada con la seriedad que se
merece.
Proyecto de vida
La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. La
vida no puede limitarse a una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y
sin sentido. El hombre necesita saber para qué vive. Ha de procurar conocerse cada
vez mejor a sí mismo y así encontrar sentido a su vida, proponerse proyectos y
metas a las que se siente llamado y que llenarán de contenido su existencia.
Toda persona tiene su propia misión o vocación específica en la vida. Y en esa
misión no puede ser reemplazada por nadie,
ni su vida puede repetirse.
Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso esforzarse
por ir eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que
vayamos detectando, esos obstáculos que nos descaminan del itinerario que nos
hemos trazado. Porque si nos falta coherencia, o si con demasiada frecuencia nos
proponemos una cosa y luego hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas
que conducen nuestra vida.
-—A todos nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos, pero luego viene la
realidad de la vida, con su rebaja...
Es verdad que nadie logra todo lo que se propone, y que a veces la vida parece tan
agitada que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué lo
queremos, o cómo podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin
achacar a la complejidad de la vida –como si fuéramos sus víctimas impotentes– lo
que muchas veces no es más que una turbia complicidad con la debilidad que hay
en nosotros.
Somos cada uno de nosotros los más interesados en averiguar cuál es el grado de
complicidad con todo lo inauténtico que hay en nuestra vida. Si apreciamos en
nosotros mismos una cierta inconstancia vital, como si anduviéramos por la vida un
poco desnortados, sin terminar de tomar las riendas de nuestra existencia, parece
claro que esa actitud está comprometiendo seriamente nuestro acierto en el vivir.
Es verdad que las cosas no siempre son sencillas, y que en ocasiones resulta
realmente difícil mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades serias,
y el desánimo se hace presente con toda su paralizante fuerza. Pero hay que
mantener la confianza en uno mismo, no decir «no puedo», porque no suele ser
verdad, porque casi siempre se puede. Además, la dispersión, el excesivo
activismo, la frivolidad, la renuncia a aquello que vimos con claridad que debíamos
hacer, todo eso, tarde o temprano, puede terminar arruinando nuestra vida.
Por ejemplo, muchas personas consumen su existencia luchando por ganar más
dinero, o por gozar de una mayor fama o reconocimiento, o por disfrutar de más
poder, y al cabo de unos años descubren que su ansiedad por alcanzar esas metas
les ha privado de cosas que importaban realmente mucho más, y que ahora,
lamentablemente, han quedado ya fuera de sus posibilidades.
Es la trampa del exceso de actividad, del dejarse absorber por el ajetreo y el
torbellino de la vida. Es –como apunta Stephen Covey– el afán de trabajar cada vez
más, para trepar más rápido por la escalera del éxito, para descubrir al final que...
la escalera estaba apoyada en una pared equivocada.
Si la escalera no está apoyada en la pared correcta, cada peldaño que subimos es
un paso más hacia un lugar equivocado.
Si uno quiere construir un chalé, revisa antes con detalle los planos, para asegurar
que se adecúa a lo que desea para su familia. Si lo que quiere es lanzar un
proyecto empresarial, primero estudia con detalle los mercados, la financiación, los
equipos humanos, etc. Si uno quiere educar bien a sus hijos, debe tener claro qué
valores busca comunicar cuando trata con ellos día a día. Si queremos dar una
charla o una conferencia, primero pensamos qué queremos transmitir a las
personas que nos van a escuchar, luego vemos cómo decirlo, y finalmente hacemos
un guión suficientemente detallado, o la escribimos por entero. Si vamos a
emprender un viaje profesional, estudiamos el recorrido, vemos cómo resolver el
alojamiento, y programamos las entrevistas o reuniones que queremos mantener.
Si no hacemos eso mismo con el proyecto de nuestra vida, y no nos paramos a
pensar qué buscamos en cada una de sus facetas, entonces iremos por la vida
como de oídas, improvisando, y acabaremos asumiendo irreflexivamente los
modelos que el azar, la moda o las circunstancias nos presenten. Entonces nos
sucederá algo parecido a lo que pasa a quien construye un chalé copiando los
planos de otro muy bonito, pero sin haber pensado bien lo que él necesitaba; o a
quien crea una empresa aplicando criterios que quizá eran muy válidos, pero para
otro tipo de negocios; o al que divaga vaporosamente pronunciando una
conferencia, y a los cinco minutos del final advierte que se ha ido por las ramas y
no ha logrado transmitir lo que quería decir; o al que sale de viaje sin haber
concertado las entrevistas y reuniones, ni hecho las reservas necesarias, y se
encuentra con que al final no ha podido cumplir los objetivos que lo motivaron.
Estilos de vida
Antes decíamos que, vistos retrospectivamente, muchos pequeños objetivos que en
un momento de nuestra vida nos parecieron importantes y seductores, ahora,
pasado el tiempo, los vemos como algo insustancial y de poco valor.
La prueba del tiempo nos ha mostrado con nitidez ese contraste. A lo mejor vemos
ahora lo equivocado de aquella obsesión por ganar aquel dinero más... ¿para qué
sirvió al final? O aquel otro afán por lograr neciamente ese poco de fama o de
notoriedad... ¿en qué ha quedado? O aquella otra tonta pasión por experimentar tal
o cual placer, que supuso aquellos atropellos... ¿qué nos aportó?, ¿en qué quedó al
final?
Cuando somos engañados y dejamos de lado otros valores seguros para claudicar
ante el espejismo del placer, o ante la inercia de la comodidad y el egoísmo, al final
siempre acabamos por advertir –si somos sinceros con nosotros mismos– que
aquello no nos condujo a nada.
Son estilos de vida que, en sus comienzos, suelen presentarse ante nosotros con
gran esplendor, y son enormemente atractivos y seductores. Pero sus
consecuencias, los efectos que producen en el interior de las personas, pocas veces
se dan luego a conocer con la crudeza que realmente tienen (a las víctimas de un
engaño les suele costar admitirlo).
Las personas que centran su vida en el placer o el egoísmo acaban por aburrirse de
cada uno de los sucesivos niveles que van alcanzando, pues constantemente
piensan en uno mayor y más excitante, en una cima más alta. Y esto es algo que
sucede no sólo con los placeres propiamente dichos, sino también con la tendencia
a rehuir el esfuerzo.
Cuando el hombre busca siempre el camino de mayor comodidad
exigencia, entonces su vida se va erosionando gradualmente.
y menor
Sus capacidades se van adormeciendo, su talento no se desarrolla, su espíritu se
aletarga y su corazón se siente cada vez más insatisfecho, desencantado por lo
fugaces que finalmente resultan sus efímeros logros.
-—De todas formas, la mayoría de la gente procura vivir conforme a unos
principios, aunque estén algo difusos. Son pocos los que se plantean formalmente
vivir centrados en el placer.
Pero si esos principios son difusos, es fácil que esas personas acaben un poco a
merced de los estados de ánimo, acudiendo a arreglos transitorios para las crisis
que se presentan en sus vidas, buscando evadirse mediante gratificaciones fugaces
que les hagan olvidar un poco que aquello no va bien. Pero cada vez que sube la
tensión en sus vidas, todo aquello que no funciona sale a la superficie, y quizá
entonces se muestran hipercríticos, malhumorados, pesimistas, ensimismados, y la
levedad de sus valores y principios acaba por llevarles, casi inadvertidamente, a
una vida muy centrada en la comodidad y el egoísmo.
La realidad de la vida es muchas veces dura y dolorosa, y cualquier esfuerzo
nuestro por hacerla más habitable es siempre una aportación importante, para
nosotros y para los demás. Cada vez que nos sacudimos la inercia e impulsamos los
valores y principios que nos inspiran, contribuimos –vayamos a favor o en contra
de la corriente– a nuestra felicidad y a la de los demás. Lo que no podemos es
abandonarnos en el regazo cálido y adormecedor de las inercias de la vida y luego
quejarnos de su amargura.
Una vida sin disfraces
Todos solemos contemplar con admiración a las personas, familias o instituciones
que están basadas en principios sólidos y hacen bien las cosas. Nos admira su
fuerza, su prestigio, su madurez. Y nos preguntamos: ¿cómo lo logran?, ¿cómo
podría yo aprender a hacerlo así?
Lo malo es que muchas veces buscamos la clave en cuestiones que no pertenecen a
la sustancia del problema. A lo mejor queremos un consejo que sea una solución
rápida y milagrosa a nuestros problemas, como si fuera todo cuestión de una
sencilla cosmética de los valores.
Al calor de ese afán por los remedios rápidos, ha surgido en los últimos años una
extensa literatura dedicada a la efectividad personal, que a menudo parece ignorar
el proceso natural de esfuerzo y desarrollo que la hacen posible. Es el esquema del
«hágase rico en una semana», «aprenda inglés sin esfuerzo», «cómo ganar un
montón de amigos», «cómo causar buena impresión», etc. Lo habitual es que esos
libros proporcionen una serie de consejos más o menos eficaces para solucionar
problemas superficiales, pero suelen dejar de lado las cuestiones de fondo.
Sin embargo, desde los filósofos griegos hasta nuestros días, los autores que han
estudiado seriamente la búsqueda de las claves del vivir con acierto, se han
centrado básicamente en los esfuerzos que el hombre hace por asumir ciertos
principios y valores como la honestidad, la justicia, la generosidad, el esfuerzo, la
paciencia, la humildad, la sencillez, la fidelidad, el valor, la prudencia, la lealtad, la
veracidad, etc. Y no como una cuestión cosmética, sino profunda, que busca
cambiar por dentro a la persona, constituir hábitos y rasgos que conformen con
hondura el propio carácter.
Podría compararse a las labores del campo. Sería ridículo olvidarse de sembrar en
primavera, querer holgazanear luego durante todo el verano, y pretender al final
acudir afanosamente en otoño a recoger la cosecha.
Tampoco se puede pretender
cosechar una vida lograda
previamente los medios necesarios.
sin haber puesto
En las labores del campo, como en la vida del hombre, lo normal es –aunque
siempre se está expuesto a incertidumbres–, que al final se cosecha lo que se
siembra. Y si no se siembra, si el campo no se trabaja, lo normal es que no se
recojan más que malas hierbas.
En la mayoría de las relaciones humanas ocasionales, se puede salir del paso
mediante técnicas superficiales que dan resultado a corto plazo. En esas estrategias
se centran los autores que antes hemos mencionado. Y ciertamente se puede
producir una impresión favorable ante otras personas mediante el encanto y la
habilidad personales, o mediante cualquier técnica de persuasión, pero esos rasgos
secundarios no tienen ningún valor en relaciones personales prolongadas.
Puedes producir de modo ficticio una buena imagen en un encuentro o un trato más
o menos ocasional, pero difícilmente podrás mantener esa imagen en una
convivencia de años con tus hijos, tu cónyuge, tus compañeros o tus amigos (o
contigo
mismo).
Si no hay una integridad personal profunda y un carácter bien formado, tarde o
temprano los desafíos de la vida sacan a la superficie los verdaderos motivos.
Hay personas que presentan una imagen exterior de cierta categoría personal, e
incluso logran un considerable reconocimiento social de sus supuestos talentos,
pero en su vida privada carecen de una verdadera calidad humana. En esos casos,
lo normal será que, antes o después, esa mezquindad personal se acabe
trasluciendo en su vida social y en todas sus relaciones humanas prolongadas,
echando por tierra su efímero triunfo anterior.
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