Hans Zimmer -Mountains El viejo sacerdote se

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Hans Zimmer -Mountains
El viejo sacerdote se tropezaba una y otra vez con su túnica roja y sus quebradizas alas negras.
Se precipitaba por los oscuros y espaciosos pasillos de su templo, cansado y desesperado. Solía
detenerse cada pocos pasos para recuperar el aliento, y echar la vista hacia atrás con la esperanza de
perder de vista a su perseguidor. Pero, desgraciadamente, el anciano sacerdote siempre se
encontraba con la figura encapuchada, que lo seguía muy lentamente y que también procuraba parar
cada poco.
-¡Jamás te entregaré el libro! -había jurado unas horas antes y tras una larga pelea en la cual,
ambos habían resultado malheridos. En un momento determinado, el ser encapuchado, con las
manos arrugadas y llenas de ampollas, le había arrancado el libro.
Su perseguidor no iba a matarlo, al menos aún y el anciano lo sabía: le necesitaba.
Cuando horas antes aquel individuo había irrumpido en el sagrado y prohibido templo, los
presentes: guardias y sacerdotes habían adivinado sus intenciones. Habían intentado detenerlo, por
medio de hechizos, armas de fuego y combates a cuerpo, pero no lograban minar su avance hacia
Pyrios, el viejo sacerdote y guardián del lugar.
Pyrios lo veía recorrer todas las salas y vencer a todos los guardias y magos que se le
presentaban. El sacerdote se había adelantado a él y había buscado entre los tomos prohibidos aquel
que el ser encapuchado buscaba. Los libros estaban ordenados en salas ocultas, llenas de
maldiciones, pero sabían que aquellas cosas no iban a detener al irrupto. Luego, había salido de las
salas y lo había encontrado de frente, y sin nadie que lo pudiese defender, Pyrios se había
enfrentado a él.
Ahora, malherido, Pyrios se arrastraba como podía, intentando llegar antes que el ser maldito
hasta una de las tres estancias más importantes del templo. De vez en cuando, el sacerdote lanzaba
ataques ofensivos hacia su perseguidor, pero éste, débil, aún podía evitarlos.
-¡Maldito seas! ¡Maldito! -gritaba el anciano-, tu entrada está prohibida aquí. Esta ciudad es
sagrada. ¡Sagrada te digo!
No obtenía más respuestas que las de una garganta quemada y herida que respiraba con gran
dificultad. Aquel ser era constante e imparable, pero también viejo. Pyrios tenía que buscar la forma
de evitar su avance, al menos hasta que alguien consiguiese buscar ayuda. Y sólo se le ocurrió una
manera. Era muy arriesgado porque llevaría a aquel individuo a dónde realmente quería llegar, pero
tenía muchas posibilidades de derrotarle en ese lugar así que sin dudarlo mucho, el viejo sacerdote
se encaminó escaleras arriba, y dio tantos pasos lentos como pudo hasta que la luz de una luna con
forma de cráneo le iluminó el rostro; entonces comprendió que había llegado al punto exacto.
El puente.
Un largo puente vertiginoso de piedra gris separaba una maciza torre con las puertas de oro, del
resto del templo. Pyrios se detuvo en el centro del camino y se colocó de pie esperando a su agresor.
Su túnica y su larga barba se movían de un lado a otro, obligándole a forzar el equilibrio.
Su enemigo encapuchado se agarró la capa al notar como el viento lo zarandeaba y poco a poco
fue cruzando la alta pasarela. Pyrios detectó el libro en su cinto y se concentró para derribarlo con
un hechizo de viento, pero para su sorpresa, no surtió efecto y sólo golpeó al ser que tosió sangre,
una sangre tan negra que se confundió con su propia capa.
Pyrios, desconcertado y asustado dio sus últimas zancadas hasta llegar a las grandiosas puertas
de oro y abrió los brazos para impedir que aquel individuo las traspasara. Su rostro era resuelto y
determinante pero dentro de él palidecía y rezaba.
-Si Divano te viera, haría caer en ti la peor de sus maldiciones. Recapacita, hijo, por todos
nosotros... por las criaturas más amadas de Divano. Sé justo y no lleves a estas tierras a una nueva
era.
La figura encapuchada pareció observarlo desde la misma altura, durante un largo instante en el
que pareció murmurar algo que Pyrios no entendió del todo bien, pero luego, el sacerdote hizo una
mueca de sorpresa, reconociéndole. Fue a hablar, pero su enemigo le asestó un golpe y le obligó a
abrir la puerta.
-Ay, no nos condenes a todos... -pidió Pyrios mientras las puertas de oro se abrían.
El anciano sacerdote cayó de bruces cuando la estancia quedó abierta y luego el ser
encapuchado cerró tras él, quedando ambos dentro.
La sala era circular, y contenía tres mapas gigantescos que se extendían uno por el suelo, otro
por la pared y el último por el techo. Figuraban nombres en idiomas varios, y muchísimas
representaciones visuales de tesoros, armas héroes y demonios. En el centro del lugar había un
estanque lleno de agua transparente y en el mármol del fondo, había otros dibujos y letras, que se
distribuían de forma circular en el centro.
Pyrios observó a la figura encapuchada ir de un lado a otro, observando los mapas y llevando
consigo el libro.
-No eres consciente de lo que haces... -le dijo Pyrios-, este es el lugar donde duermen las bestias
y sus cárceles. Los caalirienses hemos guardado este templo desde que Divano lo ordenó... tú has
entrado a sus dominios sin ser hijo de Divano y ahora pretendes despertar a las criaturas malignas
que él y los héroes durmieron.
El intruso lo ignoró y Pyrios suspiró nervioso.
-¡Maldito! ¡Maldito seas! ¡Ahora vendrán las gloriosas criaturas, que somos nosotros y
acabaran contigo! -gritó-. ¡Ay! Señor, dime al menos qué monstruo te quieres llevar consigo.
¿Colossus? ¿Amóhn? ¡Dímelo! ¡Dímelo por Divano! ¡Qué él sepa a lo que verdaderamente se
enfrenta!
Los gritos de los hijos de Divano sonaron por toda la Torre y empezaron a empujar el gran
portón de oro con intención de tirarlo abajo.
Entonces la figura encapuchada se descubrió y Pyrios contempló con desconcierto a alguien
que conocía muy bien. La persona se acercó con pasos finos y sumió a Pyrios en un profundo sueño
llevado la muerte, mientras guerreros caalirienses golpeaban la puerta de oro. Entonces el oro cedió
gracias a los hechizos y las armas de los guerreros y entraron; en ese mismo momento algunos se
acercaron al sacerdote y otros tantos fueron a perseguir al enemigo hasta una sala superior de la
torre.
-¡Señor! -gimió una de las guerreras.
Todos los guerreros que estaban volando tras el extraño enemigo tomaron tierra en el puente y
la torre para no ser tragados por la tormenta que se estaba formando en el cielo. Todos ellos
observaron con congoja los estruendos y las luces azules que formaban grandes bestias etéreas, La
Llamada se había realizado y el intruso había huido con su control.
Dos de los soldados dejaron sus armas y se arrodillaron junto a Pyrios, apartando sus alas y lo
miraron inquietos. Pyrios acarició el rostro de uno de ellos y tragó saliva y sangre. La guerrera
empezó a llorar y se enrolló en sus dos gigantescas alas pardas para sentarse y acunar a Pyrios.
Entonces un gran y palpitante trueno se escuchó y el cielo se iluminó con luz azulina y brillante.
-Se ha llevado el libro, y con ello conseguirá deshacerse de todos nosotros -fue lo último que
susurró Pyrios.
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