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Palabras con motivo de la Medalla de Oro de la Universidad de Navarra
El 17 de junio fue un día caluroso en Pamplona. Inesperadamente –nunca
antes había sucedido algo así, en un domingo- me encontré con el Rector.
Nada más verme me dijo: ¿Tienes un momento? Por supuesto, le respondí,
mientras simultáneamente cavilaba: ¿Qué querrá el Rector a estas horas? Eran
las 20.05 h. Fue directo al grano: El Gran Canciller de la Universidad te ha
concedido la Medalla de oro. A ti y a José Mª Bastero.
En ese mismo instante pensé en la mujer de Lot, porque me quedé de piedra
(sin darme tiempo a mirar atrás). Recuerdo que le dije al Rector: ¿Esto de la
medalla no tiene remedio? Su gesto fue tan elocuente que me rendí.Y como la
sal se disuelve más fácilmente que la piedra, ¡aquí me tienen Uds.!
Excmo. y Mgco. Rector, excmos. señores, queridos profesores empleados y
alumnos:
Este verano, y también en un encuentro casual, he tenido la oportunidad de
estar brevemente con el Gran Canciller y agradecerle la confianza que tanto D.
Álvaro como él han puesto en mi persona con esta distinción que se me otorga,
y ahora lo hago públicamente. Debo reconocer que, con el paso de los días,
me he reconciliado con la medalla. Claro está, es de oro y con la crisis uno
puede tener un apuro y el oro es un valor refugio… Ya sé lo que están Uds.
pensando, pero no es eso porque en ningún momento he pensado en ser reo
de semejante venalidad. Más bien en que, como consecuencia de esta
medalla, tuviese yo que actuar ante esta profusión de trajes académicos, togas
y mucetas, ante personas que analizan cada palabra y, si te descuidas,
escudriñan hasta tus pensamientos.
Es cierto que estamos sumidos en una crisis que ha dado a la economía una
notoriedad poco deseable. A su cuenta, todos hemos hecho un máster en
economía financiera y nos hemos enterado de lo que son los “mercados”, “la
prima de riesgo”, el “rescate” y tantos conceptos técnicos que ignorábamos. Se
habla ya de la economía como una ciencia imperialista en la medida en que
sus análisis abarcan muchas de las facetas de nuestras vidas.
Afortunadamente todavía, de entre los economistas, salvo alguna excepción,
solo los académicos son inofensivos. Esta situación general nos va afectar a
nuestras vidas personales y al enfoque de algunos de los proyectos de la
Universidad, porque nos obligará a ser más creativos, a fomentar nuevas
iniciativas de búsqueda de recursos -el mundo entero es una sucesión continua
de oportunidades- y aunque no se nos ahorrarán algunas dificultades, no
renunciaremos, como decía el rector en la carta que nos envió después de su
toma de posesión.
En los años que llevo dedicado al CIMA, con mucha frecuencia me he hecho la
siguiente pregunta: Las personas que pasan delante de ese edificio -y leen
“Centro de Investigación Médica Aplicada”, lo mismo cabe decir de la Clínica-
Avda. Pío XII, 55
E-31008 Pamplona
T +34 948 194 700
F +34 948 194 718
[email protected]
www.cima.es
¿qué piensan que hacemos los que trabajamos allí? ¿Qué esperan de
nosotros? Se lo voy a decir: Piensan que trabajamos para curar el cáncer que
tiene su mujer, el Alzheimer de su madre o la enfermedad genética incurable
de su hijo. Y lo puedo ilustrar con varios ejemplos:
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Hace relativamente poco tiempo vino al CIMA una señora que preguntó
por el director. La recibí sin saber quién era y me encontré con una
apacible anciana de 92 años –lo de anciana es un decir porque unos días
después me envió un mail, hacía un curso de ordenador en Civican,
añadió que por la noche hacía pesas y tomaba chocolate caliente-. Me
dijo: Soy viuda, mi marido falleció hace un año de Parkinson y quiero
hacer un legado para que Uds. investiguen en esta enfermedad.
Podría contarles la de la persona que dejó 8 euros en una sucursal
bancaria -se ve que era todo lo que podía- para que nos lo enviasen al
CIMA para investigar o la antigua alumna de la Facultad de Biológicas,
recién licenciada que, en el primer trabajo que tuvo, nos enviaba el 20%
de su salario para investigación.
Y esta pregunta nos hemos de hacer todos en la Universidad, también los
que se dedican a las humanidades, porque como nos enseñó su
Fundador: ”La Universidad no vive de espaldas a ninguna necesidad de
los hombres”.
El Fundador de esta Universidad, S. Josemaría, cuando recibía algunas
condecoraciones debido a la acción social o benéfica de las oc del Opus Dei,
solía repetir un dicho italiano: “La sangue di soldado, fa grande il capitano” (La
sangre del soldado hace grande al capitán). ¿Quién se merece una medalla?
De verdad, ¿quién se la merece?
Hace muy poco tiempo, en un pasillo de una planta de la Clínica me encontré
con una de mis amigas de la limpieza -entiéndase bien este término- y le
pregunté por sus vacaciones y cómo se encontraba. Me respondió: D.
Francisco, me prejubilo: He trabajado 38 años en la Clínica y ahora -lo decía
llena de felicidad- tendré más tiempo para cuidar a mi hijo minusválido. Y me
acuerdo de Paquita, la responsable del archivo de historias clínicas, que
cuando se jubiló me comentó: Me jubilo después de 42 años en la Clínica y
tengo que decirle que no he faltado al trabajo ni un solo día. Asombrado le dije:
Pero Paquita, ¿quiere Ud. decirme que nunca ha tenido una gripe, ni ha estado
en la cama enferma, ni una gastroenteritis?, ¿nada? Luciendo su sonrisa
habitual me dijo: Nunca he estado enferma. Recuerdo que se me ocurrió la
posibilidad de clonarla. Y todavía no he renunciado a ello porque me la
encuentro de vez en cuando, ya saben Uds. en El Corte Inglés.
Pues bien, señoras y señores, estas son las personas que se merecen una
medalla y no yo, que he estado enfermo muchas veces y ni siquiera puedo
compararme en la fidelidad que estas personas han tenido. Pero se da la
circunstancia de que personas como Pilar o Paquita hay muchas en esta
Universidad, entre profesores, médicos, enfermeras, empleados, personal de la
limpieza. Y cuando digo “muchas” quiero decir “muchas”, no es un eufemismo.
Avda. Pío XII, 55
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T +34 948 194 700
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A todos ellos les ofrezco esta medalla y, si algún día quieren lucirla, se lo
prestaré con mucho gusto.
Recuerdo, y termino con esto, cuando leí por primera vez un poema de Jorge
Luis Borges, el gran escritor argentino, titulado “El remordimiento”:
“He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer.
No he sido feliz…
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida.
Para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona, siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado”.
Lo lamento mucho por Borges porque yo no puedo suscribir su contenido. He
sido y soy feliz gracias a esta Universidad y a la maravillosa gente que trabaja
en ella.
Muchas gracias
Francisco Errasti
Director del Centro de Investigación Médica Aplicada (CIMA)
Universidad de Navarra
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E-31008 Pamplona
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