Alvaro Martínez Novillo Una aproximación a la obra de Eduardo Chillida a través de sus primeras críticas (1954-1959) Eduardo Chillida ha recibido en Estrasburgo el pasado 28 de noviembre un merecido Premio Europa de Artes Plásticas. Como es sabido, éste no es para el artista su primer galardón, ya que su trabajo se halla jalonado de recompensas tan importantes como el Gran Premio de Escultura de la Bienal de Venecia de 1958, el Premio Kan-dinsky en 1960, el Premio Andrew W. Mellon de Pittsburgh en 1978 o la Medalla de Oro de Bellas Artes en España otorgada por el Rey Juan Carlos en 1980. Sin embargo, y a pesar de este impresionante palmares, posiblemente inédito en ningún otro escultor de nuestra época, ca*be preguntarse si sigue vigente lo que tan acertadamente decía sobre él J. A. F. Ordóñez en 1976: «Es aceptado sin discusión en España, como todo artista cuyo reconocimiento viene del extranjero, pero en verdad —pienso yo— es muy poco y muy mal comprendido» 1. Quizá resulte duro mantener 1 José Antonio Fernández Ordóñez, Las esculturas de hormigón de Chillida, en «Revista de Occidente», 3 (Madrid, enero 1976), página 36. En la sección de arte de este número dedicado exclusivamente a Chillida hay también importantes testimonios de Gastón Ba-chelard, Luis Michelena, A. Fernández Alba, Patricio Bulnes, Santiago Amón, Gabriel Ce-laya y Jorge Guillen. Cuenta y Razón, núms. 15-16 Enero-Abril 1984 esto después del verdadero éxito, multitudinario de público, que tuvo su gran exposición en el Palacio de Cristal de Madrid del madrileño Parque del Retiro en el verano de 1980; pero si nos remitimos a los problemas que ha tenido en nuestro país a la hora de realizar y colocar grandes monumentos urbanos en Madrid, Vitoria, Sevilla o Toledo, la afirmación dejará de parecer, por desgracia, exagerada. Quizá nos falta, en general, una aproximación al artista desde sus orígenes. Chillida ha saltado espectacularmente a la fama internacional después de un prolongado silencio dentro de España. Piénsese, por ejemplo, que el artista no expuso individualmente en Madrid desde 1954, en la Galería Clan, hasta la famosa, y verdaderamente inolvidable, muestra de lolas-Velasco de 1972. Casi veinte años de ausencia, durante los cuales Chillida había conseguido hacerse un nombre verdaderamente internacional. Aquí, en el mundo del arte que vivimos, donde nadie por rubor pregunta y donde todo el mundo se siente obligado a aparentar que todo sabe, no es de extrañar que la obra de Chillida necesite todavía de una explicación. La polémica en Madrid con motivo de su obra en el Museo de Escultura de la Castellana, desmedida, pasional y, digámoslo claramente, de baja y vergonzosa demagogia, contribuyó a presentar su personalidad como extraña y caprichosa, arbitraria y provocativa, como si se tratase de un primitivo dadaísta que pretendiera colgar una escultura monumental, su Lugar de encuentros, bautizada popular y descriptivamente como Sirena varada, como algo para «epatar al burgués», algo que además atentaba contra la seguridad pública y ciudadana. Luego la escultura, después de la penosa polémica, gracias a un alcalde decidido, fue suspendida y, ¡cielos!, nada ocurrió, nada se desplomó, y pareció entonces totalmente normal y legítimo que el escultor quisiera dar a su obra la posición en el espacio que él había pretendido desde el principio. Dura polémica se planteó también en Vitoria con la Plaza de los Fueros, ciclópeo grafismo urbano que hoy constituye un conjunto escultórico quizá inigualado en el mundo. Y, en fin, para qué ahondar en las heridas del escultor, que confiesa sentirse personalmente como un personaje incómodo y al que, bien a su pesar, parece siempre seguir el conflicto. Pero quién es realmente Chillida, cuyos orígenes se pierden incluso en la fábula futbolística o en sus proezas at-léticas de colegial mayor. Chillida, como dice certeramente también Fernández Ordóñez, «es sencillo y poco hablador, valiente y abierto de espíritu, natural y apacible. Estima mucho sus esculturas, pero habla poco de ellas. A solas con sus profundos misterios, solitario -—que no aislado—, rumiando sin cesar sus viejos secretos, afectuoso, buen amigo, tan solidario de todo lo humano, vasco sensible siempre —como sus esculturas— de todo lo que gravita alrededor suyo». Nosotros debemos dar fe que esta machadiana descripción capta perfectamente la personalidad del escultor; así, cuando se levantan las albo- rotadas polémicas —diremos como don Antonio, «el coro de los grillos que cantan a la luna»—, esta sencillez y este silencio se reputan como un desdén que no lo es en absoluto. Vayamos, pues, a los orígenes de su obra por medio de unos textos contemporáneos a sus primeros momentos que bien nos pueden explicar cómo la obra de Chillida lleva ya largos años de gestación y no es en modo alguno fruto ni de ninguna improvisación ni de oscuras maniobras comerciales del arte internacional, como muchas veces voces maliciosas parecen dar a entender. Chillida, estudiante de arquitectura, inicia su obra escultórica con una serie de torsos absolutamente desprovistos de ornatos superfinos, de sencillez arcaica, herederos del arte enigmático de las Cicladas, que tanta influencia ha tenido en escultores tan significativos de nuestro siglo, como el gran Brancusi o Henry Moore. Después Chillida comienza su personal investigación en dificultosos momentos que sentidamente nos relata J. D. Fullaondo: «El abandono de la línea de sus torsos va acompañado en Chillida de una angustiosa crisis personal. El me relataba las depresivas sensaciones que preludiaron su partida hacia nuevos panoramas espirituales, sus paseos por París, contemplando ensimismado, torturado por la duda, los desnudos maniquíes de las tiendas de modas dramáticamente acosado por una extraña sensación de ceguera... Chillida, en plena tormenta interior, abandona París, y durante muchos meses se sume en el más intenso y deliberado aislamiento. Abandonó el limbo de los torsos y vertiginosamente cae en medio del laberinto. Dentro de una adjetivación hiperbólica, forzosamente literaria, pero expresiva de la actitud que va a presidir los años siguientes, diríamos que el viaje que Chillida emprende en busca de energías le lleva, le hace caer en medio del "infierno". Es el cambio de tercio, la deliberada inmersión del centro personal de gravedad, cuyo resultado nos dará el momento más triunfante y popular, el momento de accesión a la fama internacional, la Edad del Hierro» 2 . Con las primeras pero ya definitivas muestras de esta etapa, Chillida presenta en Madrid, en la primavera de 1954, su obra, y de este acontecimiento nos queda el testimonio, verdaderamente visionario en el momento, de José de Castro Arines, quien en su crítica a la exposición, a la que concedió una gran importancia, decía: «Un artesano de Guipúzcoa que vio en cierta ocasión la obra de Chillida dijo: "Esto es igual a la música, sólo que con piedras y hierros..." Cnillida estudió hace algún tiempo arquitectura. Quiere decirse que ello le lleva a imaginar que el orden, los números, la proporción divina, la música de las esferas son cosas relacionadas con el saber artístico, con el inventar maravilloso de las artes. Esto no es, naturalmente, todo para explicar la obra de Chillida, pero indica, señala, una de sus varias posibilidades de conocimiento. Las esculturas exhibidas en la Galería Clan son algo más que orden, número y medida. Lo que la matemática dio a las invenciones de este escultor fue la pureza de su ordenación, su fijación en el mundo puro y esforzado del espíritu, de la inteligencia. Es por eso, por el abandono que ellas hacen de todo acomodo sensual, de toda fácil intimidad con el mundo de lo imitativo •—las cosas que se ven-—, por lo que habrá que dársele consideración de obras abstractas... En Chillida, la teoría y la práctica hacen, para su fortuna, igualación. La frialdad del pensamiento especulativo se transforma en sus hierros, en sus piedras, en algo humano, ardiente. Sobre la lógica del pensamiento matemático priva, a la hora de la verdad, el temblor de la mano, la febril inquietud que nace del saber que, en el instante último, es algo inesperado y desconocido quien concede a la obra en realización su último temblor, el acento humano, la sangre que vivifica. Descubrir este momento es la mayor ventura que cabe gozar a cualquier artista...» 3. La primera gran ocasión que tuvo Chillida para exponer su obra en el extranjero se la brindó el arquitecto Ramón Vázquez Molezún en su pabellón para la Trienal de Milán de 1954, en el que colaboraron también como diseñadores los artistas Manuel Suárez Molezún y Amadeo Gabino. Allí, en un espacio increíblemente diáfano, en el cual estaba previsto exponer también esculturas en hierro de Julio González, cosa que desgraciadamente y por motivos políticos no se pudo llegar a realizar, la obra de Eduardo Chillida alcanzó verdadera dimensión espacial. La revista Domus recogía el acontecimiento diciendo de la obra del artista vasco: «In un ambiente a pareti e pavimento di paglia, grande e vuoto... le sculture di Chillida, ferri sottili, appuntiti e arcuati, intrec-ciati come chiodi e spine, creano una atmosfera da elegante inquisizione»4. Allí recibe su obra una primera recompensa internacional que preludia su premio posterior en la Bienal de Venecia, y debemos señalar que, en nuestra opinión, fue esta primera exposición, por su inteligente y sensible montaje, por la valentía de exponer los hierros del joven Chillida, sin limitación de espacio y sin otro acompañamiento, aparte del episódico de unas joyas de Dalí, lo que hicieron de esta ocasión un verdadero 2 Juan Daniel Fullaondo, Chillida 1947-1968 (publicación facsimilar de artículos aparecidos en la revista «Nueva Forma»), Madrid, Alfaguara, 1968, cap. 4, pág. 2. 3 José de Castro Arines, Un escultor: Chi llida, en «Informaciones» (Madrid, abril 1954). 4 La Spagna olla Iñennde, en «Domus», 300 (Milán, noviembre 1954). hito en nuestra escultura. Las fotos publicadas entonces en el reportaje de Do-mus nos dan cuenta cabal de la importancia dada a la obra de Chillida y de cómo sus esculturas llegaban a gravitar en aquel gran espacio. Un artículo posterior, de 1955, publicado por la revista -de Gio Ponti, de E. Sottsass decía: «Perché al di la della violenza e 'del sangue Chillida ha nelle maní speranza •e dolcezza; ci dice cose serene e treman-ti, ci scopre morbidezze e pace con un racconto senza parole e senza voze; nelle pause degli spazi fermi e vibranti, nel prolungarsi lento e silenzioso delle ten-sioni fino a perdersi nel vuoto, negli «quilibri sommessi. Serenitá, dolcezze '6 speranze que hanno quasi una paura arcaica a esprimersi, che per tradizione antichisima gli esprimono con moti im-percettibili, attraverso la luce degli oc-chi, non con il gesto delle mani e il rumore de la parola...» 5. En un bello artículo de 1959, Juan .A. Gaya Ñuño, glosando éxito de su exposición en París en aquel otoño, nos ofrecía un recuerdo al inicio de la labor de Chillida: «... se trataba de una búsqueda sin límites finales. Al principio, de prestado en una fragua de Hernani, donde el herrero remoloneaba ante las ideas de Chillida: «No, es imposible; «so no se puede hacer», declaraba el menestral, olvidado de que sus antepasados, sin dejar de ser menestrales, eran .-artistas. Y Chillida, artista de nacimiento y menestral de vocación, aprendía el oficio para demostrar que todo se puede hacer cuando hay voluntad de hacerlo. *Se convirtió en un superherrero, reencarnando de golpe varias docenas de fe-rrones vizcaínos y guipuzcoanos, cuyos espectros, complacidos, pululaban en torno a la herrería de Hernani... Machacar el hierro caliente, como lo hicie5 E. Sottsass, Eduardo Chillida, scultore, •en «Domus», 306 (Milán, mayo 1955). ran Pablo Gargallo y Julio González, no era tópico, sino empresa de muchos quilates plásticos y humanos... Claro está que los materiales duros y difíciles fuerzan al escultor a dejar imprentados su esfuerzo y su personalidad en cada menuda transición formal... En la articulación de miembros férreos, Chillida va acoplando equilibrios, pesos, anchuras, espesores, solideces y vamos hasta legislar una canonicidad muy variable de ritmos, pero también muy coincidente en armonías, más que suficiente para que de ella pueda ser extraída la natural estilística del artista... Todos se habrán complicado, todos se sentirán lisonjeados por la categoría plástica de los hierros de Chillida, tan pulidos cuando conviene, tan ásperos cuando es menester, tan negros y tan rojos, tan desnudos en su artesanía. «El fuego sobrevive en el hierro frío; cada martillazo es una forma», escribe Gastón Bachelard en la espléndida monografía publicada por Maeght con motivo de la exposición. Brava afirmación de total exactitud, que es de creer nadie discuta. La multiplicación de martillazos en el hierro caliente hácese repetida y signatura viva, algo como solidificación del esfuerzo del es-cultor-herrero... 6 J. E. Cirlot decía en 1959, rematando un interesante artículo sobre el escultor en Cuadernos de Son Armadans: «Esperamos con gran interés la evolución futura de Chillida y nos atreveríamos a avanzar que ésta será rica en valores inventivos, sin un profundo trastorno del orden que el escultor siente ahora como certidumbre»7. Han pasado los años y parte de la evolución de la escultura de Chillida se ha desvelado. Hemos visto 6 Juan Antonio Gaya Ñuño, Chillida, un escultor en hierro caliente, en «ínsula» (Ma drid, febrero 1957). 7 Juan Eduardo Cirlot, La escultura de Eduardo Chillida, en «Papeles de Son Arma dans», XLIII (octubre 1959). cómo el hierro no ha sido privativo, cómo ha utilizado magistralmente la madera, el alabastro, el hormigón, la ceramica —a pesar de la original repugnancia de Chillida al barro—; hemos visto cómo sus esculturas adquirían las más variadas escalas y tamaños y sobre todo hemos seguido viendo cómo su esfuerzo creador no mengua, ni se agota, no es repetitivo. Y, así, consideramos que este reciente Premio Europa es absolutamente merecido y no una recompensa más de guardarropía, A. M. N.* * Director del Museo Español de Arte Contemporáneo.