79 LATERCERA Sábado 30 de enero de 2016 TITO MUNDT Sociedad Cultura T ito Mundt escribió durante una época (los años 50, 60 y 70 del siglo pasado) en que el periodismo reporteril, profesión recia y masculina, estaba ligado a la bohemia, eufemismo que bastaba y sobraba para denotar uso reiterado de alcohol y drogas, propensión a la noche y debilidad por la prostitución. Fue una buena época, sin dudas. Pero irremediablemente extinta. Hoy en día gran parte de los periodistas chilenos, o el estrato más visible entre ellos, son modelos de virtud o, derechamente, moralistas de capa y espada, seres ridículos y anodinos, por cierto, pero que al parecer cuentan con el respeto del televidente, del auditor y del lector de diarios. Mundt produjo bastante material en contra de los tontos graves, los solemnes, los engolados, tal vez asumiendo de antemano que la suya era una cruzada perdida y que algún día éstos tomarían el control del oficio que a él lo hizo persona: antes que nada, y a mucha honra, Mundt se definía como periodista de tomo y lomo. Las 118 crónicas que contiene esta oportuna recopilación fue- EL ULTIMO GRAN REPORTERO Lolita, 300 págs. $ 15.000 CRITICA DE LIBROS Periodismo sin moralina Juan Manuel Vial Crítico literario ron publicadas en La Tercera de La Hora y permiten apreciar el estilo y la personalidad de este grafómano que llegó a escribir hasta 12 columnas diarias y que fumaba como carretonero. Sin embargo, para que el personaje se luciera con mayores brillos, habría sido necesario reducir en un tercio el número de piezas. Varios textos son repetitivos, mientras Enemigo de la estupidez canallesca que pasa por virtud, de la hipocresía social, de la siutiquería y de los beatos de cualquier especie, Tito Mundt tuvo también la gracia de desentrañar ciertos rasgos imperecederos del carácter nacional. que otros, habiendo avanzado el tiempo y, junto a él, la corrupción de nuestras almas, resultan hoy en día ingenuos. Tampoco ayuda que en el primer escrito del libro, una rememoración de la Revolución de 1891, salte a la vista un error grosero. Al final del octavo párrafo dice así: “Es la Legación Argentina y allí está refugiada desde hace veinte días”. La “re- fugiada” es nada menos que el presidente Balmaceda, por quien, dicho sea de paso, Mundt demostró veneración. El lector familiarizado con las insuperables crónicas de Joaquín Edwards Bello, descubrirá rápidamente que los escritos de Mundt le deben mucho, si es que no todo, al genio del escritor suicida (Edwards era 27 años mayor). En uno de los mejores textos de esta antología, el discípulo lo define como “maestro de maestros, es mejor profesor él solo (o sea, sus crónicas) que todas las escuelas de periodismo que existen o que puedan existir”. Notables también son las observaciones dedicadas a la histeria colectiva que en su momento despertó Gabriela Mistral entre los ignaros, a la famosa taza de té en la Casa Blanca que le costó más que algo a Nicanor Parra, a la estampa y a la escritura de Manuel Rojas, a ciertas calles de Santiago, a Teófilo Cid, y, cómo no, a uno de los personajes más llamativos que inmortalizó Edwards Bello: el famoso Marqués de Cuevas. Enemigo de la estupidez canallesca que pasa por virtud, de la hipocresía social, de la siutiquería y de los beatos de cualquier especie, ladrón confeso, viajero dedicado, liberal de cuño antiguo, enamorado de la Historia y gozador hasta las últimas consecuencias, Tito Mundt tuvo también la gracia de desentrañar ciertos rasgos imperecederos del carácter nacional: “No tiene por qué ser católico. O ateo. O budista. O masón. O comunista. O cualquier cosa. Lo importante es que sea beato. El beato sonríe todo el tiempo y no muestra jamás lo que piensa. Es el jefe del hogar que trata con la punta del pie a la pobre esposa y que pasa en la oficina por ser un marido modelo. Es el que le lustra los botines al jefe, y lo pela sibilinamente por la espalda”. Ya alguien dijo que esta recopilación de crónicas deja en evidencia otra cualidad de Tito Mundt: el augur, el clarividente, el agorero. Juzgue usted, “amigo lector”, para ocupar la fórmula con que a veces el autor se dirigía a su público, si es así o no: “Cuando usted compra fruta o va al cine, sabe que alguien, que usted ignora, le está sacando algo de la billetera sin que se dé cuenta. Que una mano invisible le extrae elegantemente una manzana o una pera. O una escena fundamental de la película para la cual ha hecho una larga y aburrida cola”.