retrato de un pueblo - marie loup sougez

Anuncio
Retrato de un pueblo
Marie-Loup Sougez
Sevillanos.Fundación Focus Abengoa, Sevilla, 2001
SEVILLANOS es un libro de Atín Aya. Esto significa que no es sólo un libro
«ilustrado» con fotografías de Atín Aya, sino que el fotógrafo es el «autor» de esta
obra. Este volumen, que contiene una selección rigurosa de imágenes realizadas a
lo largo de veinte años, viene a añadirse a una nómina de títulos peculiares que
pertenecen al desarrollo histórico de la fotografía.
[…]
EL RETRATO DE UN PUEBLO, DOCUMENTO SOCIAL DE MÚLTIPLES LECTURAS
Lo que diferencia una ciudad de otra, aparte del marco geográfico donde se asienta,
son, por supuesto, sus monumentos y el trazado de sus calles y plazas, pero
también en buena parte son sus habitantes. El entorno urbano expresa y modela el
carácter de sus moradores tanto como éstos conforman la propia ciudad.
Las imágenes que componen este libro otorgan pleno protagonismo a los
habitantes de Sevilla, con todo lo que esto entraña, tanto en sus vidas cotidianas
como en los rasgos típicos que expresan inequívocamente lo esencial de esta
emblemática ciudad. Conviene insistir en que los protagonistas son los habitantes,
y señalar que ni siguiera trata de plasmar lugares recónditos y poco conocidos,
ajenos a los monumentos más representativos. Siempre son fotografías con
presencia humana. En una sola ocasión se recoge un insólito paisaje suburbial
donde la huella vecinal queda patente en las fachadas erizadas de antenas de
televisión que se confunden con los balconcillos y las ralas verjas de las ventanas
rematadas por guardapolvos, en un entorno aún rural donde el burro del lechero
todavía encuentra pasto, y todo ello con un telón de fondo compuesto por hileras
de olivos.
Atín Aya se ha limitado a retratar a los vecinos de la Sevilla popular, desde los que
habitan el céntrico casco antiguo hasta los de los arrabales periféricos, en varios
casos hoy desaparecidos o muy transformados.
Hay otros ejemplos más definidos de fotógrafos que se centran, como en el caso de
Atín, en una ciudad determinada y se ciñen a retratar las señas de identidad de una
población (entiéndase la palabra en su doble significado de lugar y de conjunto de
sus habitantes). La visión de la población sevillana que presenta aquí Atín Aya
consiste en una selección rigurosa de obras realizadas a lo largo de unos veinte
años. Por eso aparecen en ellas algunos aspectos de una vida urbana hoy ya
perdida. El fotógrafo captó estas imágenes con el mismo espíritu que le sigue
animando en el ejercicio de su profesión.
La aproximación de Atín Aya a su gente está hecha de compresión y respeto. Dice
mucho a su favor el hecho de que, tras haber estudiado Psicología en la
Universidad de Granada, y al no encontrarse en condiciones para inmiscuirse en
los meandros de la psique ajena, por su responsabilidad, optara por la fotografía. Si
distinguimos en el carácter de los andaluces entre los dicharacheros y los parcos,
Aya pertenece a los últimos, lo que le confiere una mirada atenta, contenida,
aunque no exenta a veces de humor ante la visión que le ofrecen sus
conciudadanos. Su fotografía pertenece a la mejor línea documental que aúna el
aspecto antropológico con el sociológico y el psicológico. Entre los fotógrafos que
más le llaman la atención, y que le impulsaron a elegir su profesión, se encuentra
Henri Cartier-Bresson (1908) que en su juventud, cuando empezaba su trayectoria
profesional, tras haber abandonado el dibujo, y antes de la Guerra Civil, estuvo en
España. De ese viaje se conservan fotografías sacadas en Sevilla de vistas
arrabaleras con niños jugando en la calle y escenas en el entorno de la Alameda de
Hércules. Este maestro de la instantánea fue quien impuso la tan utilizada
expresión del «instante decisivo» 13. Según Cartier-Bresson «una fotografía es […]
el reconocimiento simultáneo, en una fracción de segundo, por una parte, del
significado de un hecho y, por otra, de una organización rigurosa de las formas
percibidas visualmente que expresan ese hecho».
En el aspecto formal, muchas de las fotografías de Sevillanos se pueden reclamar
herederas de ese axioma. Como botón de muestra podemos señalar la preciosa
instantánea tomada en la antigua estación de la Plaza de Armas en la que se ponen
en relación tres planos: un niño plantado con las piernas abiertas, la insólita
intromisión de la pata de palo y los pies de otro personaje que se aleja, todo ello
puntuado por las siluetas movidas de otros pasos. Pero hay otras muchas
fotografías marcadas por la feliz captación del instante, como, por ejemplo, la de
los cuatro costalero que aparentemente marchan en sentido contrario al del
maniquí de un escaparate de una tienda de modas.
La trayectoria profesional de Aya refleja el interés que presta a la más honda
expresión del pueblo andaluz. Mira y entiende lo que ve. Esta visión introspectiva
le ha permitido cosechar un hermoso conjunto de imágenes sobre las marismas del
Guadalquivir14. En esa serie, realizada muchas veces en circunstancias
meteorológicas adversas, adquiere tanta importancia el paisaje como los
marismeños. Aunque en ella dominen en número los retratos de gente, hay vistas
del entorno geográfico e incluso retratos de algunos animales que comparten la
vida de esos habitantes, conformando un todo impresionante que expresa la
implacable dureza de la vida cotidiana en un «Sur» que rezuma frío y viento. Este
imponente fresco sobre la realidad de las marismas lo elaboró a lo largo de unos
cinco años y se vio bruscamente interrumpido por el hundimiento de su coche en
una torrentera con gran parte del material. Él mismo se salvó de milagro, pero sólo
dio por terminado su trabajo —que a causa de una prolongada seguía únicamente
refleja la marisma seca aun cuando él se proponía prolongarlo con el aspecto
húmedo de la zona— cuando las primeras lluvias torrenciales de 1996 pusieron fin
al proyecto.
Este trabajo sobre la marisma refleja la lucha cotidiana de los pobladores de una
región apartada que viven en soledad frente a una naturaleza adusta. Con todas las
salvedades que suponen diferencias históricas y geográficas, se impone una
comparación con la campaña fotográfica organizada en los Estados Unidos en la
época de la Gran Depresión, conocida como la Farm Security Administration,
realizada para aportar documentos sobre el nivel de vida de los granjeros del Sur.
Dentro de esa campaña, que contó con nombres de prestigiosos fotógrafos,
conviene destacar el seguimiento que llevó a cabo Walker Evans (1903-1975) en
1936, conviviendo con tres familias de aparceros del algodón en Alabama. Allí
coincidió con el periodista James Agee (1909-1955), encargado de informar a los
lectores de el Fortune sobre la vida campesina en esa región. El artículo que Agee
escribió fue rechazado por esa revista, lo que le llevó a reescribirlo y a publicarlo
finalmente en forma de libro bajo el título Let Us Now Praise Famous Men (1941)
con las fotografías de Walker Evans 15. Si me extiendo tanto sobre este caso es
porque en ese libro las imágenes no son meras ilustraciones del texto sino que
encabezan la obra, sin comentario alguno, siendo en sí mismas testimonio visual y
parte integrante del volumen.
La actitud de Atín Aya con los marismeños o con los sevillanos me parece
comparable a la de estos dos norteamericanos con los campesinos de Alabama con
los que convivieron. En ambos casos, actúan respetuosamente y no se inmiscuyen
en la intimidad de la gente sin su consentimiento. En la fotografía-reportaje, esta
manera de actuar —que se opone diametralmente a la «toma caliente», que roba la
imagen ajena— puede quizás restar espontaneidad pero no profundidad. Las
tomas frontales que Aya realiza de la gente de la marisma en su entorno, de las
mujeres en sus casas, como las de Walker Evans en las cabañas de madera de los
algodoneros, constituyen documentos valiosísimos en su simplicidad y desnudez.
Tanto en ambientes campesinos como en las tiendas o en los talleres de Sevilla, las
fotografías de Aya no se limitan a retratar a sus dueños sino que reflejan
atinadamente los pormenores de sus oficios y de su vida diaria. Es el caso del
zapatero que trabaja en su casa, a la luz de una bombilla huérfana de pantalla y
bajo protección de la imagen de San Pancracio (al que le faltan la rama de perejil y
la moneda que aseguran trabajo); la pared agrietada se adorna también con varias
láminas entre las que no falta una imagen torera. Otro zapatero realiza su tarea en
un diminuto puesto callejero entre racimos de zapatos colgados. La exigüidad de su
puesto es comparable con la del quiosco de periódicos donde la cabeza de una
vendedora asoma por encima de los diarios. En esa imagen podemos reparar en los
titulares de los periódicos y, en el fondo del quiosco, salpicado de objetos
diminutos, golosinas y chucherías que entran también en el negocio y, junto a un
búcaro de flores secas, estampas mucho más remotas, imágenes protectoras entre
las que, quizás, también se encuentre una de San Pancracio.
La vida urbana ofrece mucha más variedad de pequeños oficios que la rural, por
eso las fotografías de este libro nos traen una rica cosecha de tiendas, talleres y
puestos callejeros o de mercado: desde el atildado barbero que se echa un pitillo
entre dos clientes —repleta su estantería de frascos, cepillos y toallitas así como de
calendarios murales que acampan en la pared con el perchero, la imagen de un
ciclista y un moderno termo eléctrico—, hasta el puesto de caracoles donde la
vendedora, envuelta en bufandas, se sienta en un cajón de verduras para
calentarse los pies en un improvisado brasero. Más modernos, son los puestos del
mercado: en uno, la pescadera coloca la mercancía en la balanza mientras su
vecino de banca lee atentamente un escrito, tal vez un albarán; en otro vemos el
movimiento de una pareja de churreros en el momento de sacar la fritura caliente
sobre un fondo blanco de azulejos, mientras en otro, en contraposición, nos
encontramos con la tranquilidad y la penumbra de un artesano que trabaja en su
taller de cordelería. Otros dueños de negocios tienen un a actitud casi retadora,
como la droguera que habla por teléfono, rodeada de brochas, botes de pintura,
jabón Lagarto y rollitos de estropajo —el letrero «Ventas al contado» queda
enmarcado en la estructura de la tienda, donde se adivinan columnas de madera
torneadas, molduras en vitrinas y cajones que denotan un antiguo comercio de
abolengo—; y también, muy seguro de sí mismo, un hojalatero, lima en mano y
purito en la boca, mira de frente a la cámara entre sus primorosos faroles de todos
los tamaños y formas.
Hace años ya que Atín Aya decidió limitar su radio de acción al ámbito andaluz.
Considera que Andalucía contiene tanta variedad, tantas vertientes distintas que
no se cansa de conocerla y disfrutarla en soledad. Ahora habla con entusiasmo de
la recolección del corcho en la serranía gaditana, hacia donde dirige su interés y el
objetivo de su cámara. Esa mirada atenta de un andaluz hacia su tierra y su gente
ha captado al pueblo sevillano en los aspectos más auténticos de su identidad. No
rehuye de lo que podría considerarse como tópico. En esta recopilación no faltan
nazarenos, entorno taurino ni mantillas, porque pertenecen a la realidad sevillana.
Pero el conocimiento profundo de la ciudad, de sus costumbres y festejos guía la
cámara en la elección de cada encuadre.
Los acontecimientos que jalonan el calendario festivo sevillano están
representados en unas cuantas tomas callejeras que recogen mucho más el rasgo
humano que el espectáculo de atractivo turístico. Así lo vemos en ese costalero —
todavía de los antiguos, que percibían un jornal— que se guarda la cajetilla de
tabaco y las cerillas en el calcetín para echarse un pitillo durante las paradas del
paso marcadas por el capataz; o en la bulla de la gente que va y que viene, captada
durante alguna procesión; en los niños endomingados —uno agachado en la
calzada, mirando no se sabe si a otro pequeño que tiende la mano a su madre o al
nazareno que campa tan chulamente entre el gentío con la cruz al hombro cual
escopeta de caza y el puño en la cadera—. La Semana Santa le surte de muchas
imágenes variopintas, unas insólitas, otras imponentes, otras entrañables; trátese
ya de la calle estrecha —al fondo asoma un contenedor de basura— donde una
monjita, resguardada en la barrera protectora de un portalón que luce las siglas de
la Federación Anarquista Internacional, mira pasar a dos nazarenos descalzos; o de
las madre que arregla el hábito de nazareno de su niño ante la pared de la sede de
una hermandad surcada por un cable eléctrico; o de los jovenzuelos repeinados
asomados a un balcón; del escorzo del cantaor de saetas; de la cara imbuida de
autoridad del capataz ante un paso procesional o del anciano de cara «solanesca»
que se ríe a mandíbula batiente ante un fondo de boato litúrgico. En contrapunto,
la geométrica toma de un nazareno que queda inscrito entre los palos de varias
cruces, o las muchachas que se arreglan mutuamente las mantillas.
Otros muchos de los festejos sevillanos están presentados en su expresión popular,
desde la gente: manos tendidas para recoger los caramelos repartidos en el
transcurso de la cabalgata de Reyes; o, sencillamente, la sorpresa de una boca de
riego que dispensa la bendición del agua en el abrasador verano.
Las vistas de talleres artesanos o de pequeñas industrias ofrecen un surtido de
imágenes que me recuerdan a las que realizó Marta Povo (1951) sobre los
artesanos de Barcelona para el libro Oficis artesans de la ciutat 16, aunque éste tenía
una finalidad básicamente documental. Es en la comparación donde percibimos la
impronta de Atín Aya, quien, aunque nos deja extraer una lectura documental de
sus imágenes, las insufla de un aura especial que crea al tiempo decorado, acción,
documento, y que, sobre todo, nos introduce en el mundo propio de cada taller,
como, por ejemplo, la del decorador de azulejos —un oficio con un entorno
inconfundible—; o las sugerentes imágenes del taller de sombrerería que ilustran
las participación femenina en la vida fabril en estampas de talleres de obsoletos —
aunque no sean tan espectaculares como las que ofrecía la visita a la Fábrica de
Tabacos tal como relató Pierre Louÿs—17.
Al comparar la visión del sevillano con la de fotógrafos extranjeros, ocurre con las
fotografías de Atín Aya lo que pasa con los documentos de la Guerra Civil española.
Si confronto las fotografías de Robert Capa (Endre Ernö Friedmann, 1913-1954)
con las del valenciano Agustí Centelles (1909-1985), creo que la visión de
Centelles, pese al reconocimiento internacional de Capa, es más testimonio de lo
que fue una guerra sufrida en las propias carnes. De esta misma manera la visión
de este fotógrafo sevillano está interiorizada y animada por el conocimiento
profundo de su gente.
El testimonio de Atín Aya sobre sus convecinos sevillanos es más hondo que el de
otras obras aparentemente semejantes, tanto por lo que expresa como por la
manera de hacerlo: el bullicio callejero y los tipos que lo animan; la anciana
deambulando con su carrito por la calle Feria en medio del ajetreo del Jueves; el
variopinto gentío a la espera del paso de una procesión; la carbonería con su lista
de precios (cisco y carbón); la preciosa estampa de la vendedora de verduras
amamantando a su churumbel en el mercadillo de la Alameda; o tipos populares
tan dispares como el fotógrafo ambulante del Parque de María Luisa, el vendedor
de pipas y cacahuetes cargado con su mercancía, o el ciclista asomándose al
contenido de una papelera para ver si puede «pillar algo»… Tendríamos que
detenernos en cada fotografía.
La propia ciudad se impone en algunas ilustraciones, como en la vista invernal de
la desembocadura de la calle de Las Sierpes con la plaza de San Francisco; en el
antiguo mercado de Triana al que se bajaba desde el Altozano; en los puentes
donde asoma la presencia de la transformada isla de la Cartuja; y en la preciosa
visión otoñal de la plaza de San Lorenzo con las hojas caídas y el transeúnte
cobijado bajo su paraguas.
No falta en esta selección la fotografía de ambiente taurino representado por el
aficionado solitario que se aleja de espaldas por la columnata blanqueada de la
Maestranza o el sereno retrato del alguacilillo.
Junto a esta última imagen, que es en puridad un retrato, retengo la mirada atenta
y llena de simpatía del paciente del psiquiátrico que aparece echado boca abajo en
la hierba. Nada tiene que ver con las imágenes esperpénticas recogidas por
Raymond Depardon (1942) en el asilo italiano de San Clemente o con los
personajes inquietantes captados por la americana Diane Arbus (1923-1971). El
propósito de Atín Aya se diferencia del de otros fotógrafos que trabajan en
terrenos similares. Como referentes, además de Henri Cartier-Bresson, Aya cita los
nombres del italiano Ferdinando Scianna (1943) y de Robert Doisneau (19121994). El primero empezó recopilando aspectos de la vida rural italiana y de los
festejos populares, un poco en la mismas línea desarrollada en España por Cristina
García Rodero (1949) y, antes de pasarse a la fotografía de moda, viajó por España
e ilustró un libro de Leonardo Sciascia, Horas de España18, que Atín me ha señalado
pero que, a mi juicio, sólo tiene en común con su obra el interés por el aspecto
antropológico.
Resulta más fácil establecer un paralelo con la obra de Doisneau, el ilustrador por
excelencia del París de la postguerra. Tuve el privilegio de conocer al fotógrafo
francés y de oírle contar un sinfín de pequeños acontecimientos que iba
recogiendo por la calle y que luego traducía, con igual fortuna, tanto en palabras
como en imágenes. Pero me parece que ahí está la cuestión: Doisneau poseía el don
de recrear las circunstancias vividas. Y tanto es así que, en la mayoría de los casos,
sus fotografías más conocidas son puras escenificaciones, como es el caso del
Baiser de l’Hôtel de Ville (El beso en la plaza del Ayuntamiento). Nada resta al
humor y a la ternura con la que miraba a la gente, pero su obra parte casi siempre
de una experiencia que luego persigue o recrea. Otro aspecto es que los numerosos
libros ilustrados con fotografías de Doisneau fueron encargos editoriales y que
arrancó gracias a la iniciativa del escritor Blaise Cendrars que le propuso preparar
con él La Banlieue de Paris (La afueras de París, 1946).
En el caso de Atín Aya, Sevillanos es el resultado de un empeño independiente de
largo recorrido, y en la manera de captar la realidad de su entorno se puede
considerar mucho más deudor de la trayectoria del maestro Cartier-Bresson en su
búsqueda del «instante decisivo». Sus fotografías, además de fondo, tienen forma.
En muchos casos responden a una composición rigurosa captada en el momento
preciso (ya cité la imagen de los pasos en la estación de Plaza de Armas y la de las
cruces del nazareno y su juego de siluetas.
Quizás se trate de una fotografía que no está en consonancia con las últimas
tendencias importadas de los Estados Unidos. La fotografía norteamericana cuenta
con una pujante corriente de fotografía callejera que se ha ido imponiendo como
modelo en los últimos años. No soy muy dada a encasillar a los fotógrafos dentro
de tendencias o etiquetas, pero es indiscutible que, desde la publicación de Les
Américains de Robert Frank, ha cambiado la manera de atrapar el instante, que
puede ser cualquiera porque, según el mismo Frank, «todos valen». Tal vez esta
postura encaje con las ciudades americanas, con las construcciones lineales a lo
largo de carreteras pobladas de gasolineras y moteles, o con los rascacielos de
Manhattan, pero, en el caso de Sevilla, o de otras ciudades europeas, cargadas de
siglos tanto en su diseño como en sus pobladores, para estar en consonancia con su
esencia, se impone otro tipo de imagen, más estructurada y animada por una
mirada solícita hacia lo que capta. Otra cosa muy distinta puede ser un ojo ajeno
frente a las ciudades antiguas, justo el caso que se da precisamente en el libro
Sevilla vista por… ya citado.
Este libro, Sevillanos, es una suma de imágenes que nos adentra en la ciudad a
través de sus habitantes. Abarca las fiestas, el bullicio callejero, a veces las
infraviviendas (en muchos casos hoy desaparecidas), los apuestos señoritos de Las
Sierpes y los mendigos, las caras angustiadas de los temporeros en el tren que les
lleva a la vendimia francesa o la soledad del mozo de equipaje sentado en su
carretilla en la estación. No sé si Atín Aya actuó con fines reivindicativos o de
denuncia social o si, simplemente, ha reflejado el mundo que lo rodea con todo el
respeto que le merece. Algunos lo tacharán, tal vez, de nostálgico de una sociedad
de artesanos y de pequeños oficios llamados a extinguirse. De todas formas, sus
fotografías están ahí, hermosas, conmovedoras y dando fe de la pujanza del pueblo
sevillano.
NOTAS
13
El libro de Cartier-Bresson titulado en su original francés Images à la sauvette (1952) se publicó el mismo año
en los Estados Unidos bajo el título de The Decisive Moment, tomado del prefacio de la obra «L’Instant décisif».
14
Atín Aya, Marismas del Guadalquivir, con textos de Diego Carrasco, Lola Garrido y Joaquín Araujo, Madrid,
Mauricio d’Ors Editor, 2000.
15
La edición española, Elogiemos ahora a hombres famosos (Barcelona, Seix Barral, 1993) no es sino una
aproximación al original, por la falta de calidad de las reproducciones y de la traducción.
16
Marta Povo, Oficis artesans de la ciutat, Barcelona, Juventud, 1984.
17
Pierre Louÿs, La Femme et Pantin, París, 1898. Edición en español con traducción de Juan B. Bergua en Las
canciones de Bilitis, seguido de La mujer y el pelele, Madrid, Imprenta Sáez, 1963. La obra contiene, en unas
magníficas páginas, la descripción de la Fábrica de Tabacos. Años más tarde, Francis Carco no encontró más que
el pálido reflejo de «ese harén inmenso de 4.800 mujeres»; véase Francis Carco, Huit jours à Séville, París, 1929
(extracto de su obra Printemps d’Espagne. Ed. en español, Primavera de España, Madrid, Talleres Poligráficos,
1931).
18
Leonardo Sciascia, Horas de España con fotografías de Ferdinando Scianna, Barcelona, Tusquets, 1990.
Descargar