Estudio de San Manuel Bueno, mártir

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San Manuel Bueno, mártir
de Miguel de Unamuno
Esta novela corta es considerada por no pocos críticos como la más característica y perfecta dentro de la narrativa del autor. En su prólogo dijo Unamuno: «Tengo la conciencia de
haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana». Por su fecha (1930),
recoge las reflexiones de un Unamuno ya muy mayor ante problemas que no habían dejado de
atenazarle durante toda su vida.
Precisamente es en 1930 cuando Unamuno regresa de su destierro1, y su primera intención es entrar en política. De aquel año son estas palabras suyas: «Volví para reanudar aquí,
en el seno de la patria, mis campañas civiles o, si se quiere, políticas. Y mientras me he zahondado en ellas, he sentido que me subían mis antiguas, o mejor dicho, eternas congojas
religiosas, y en el ardor de mis pregones políticos me susurraba la voz aquella que dice: Y
después de esto, ¿para qué todo?, ¿para qué? Y para aquietar esa voz o a quien me la da, seguía perorando a los creyentes en el progreso y en la civilidad y en la justicia, y para convencerme a mí mismo de sus excelencias».
Poco después de escribir estas palabras, escribirá San Manuel Bueno, mártir, en donde
hallarán profundo eco tales preocupaciones. La idea de un sacerdote que pierde la fe era vieja
en Unamuno (había conocido un caso tiempo atrás) y se inspira más de cerca en una novela
del italiano A. Fogazzaro, Il Santo (1905). Poco antes de escribir su novela, Unamuno había
hecho un viaje al lago de Sanabria y su comarca, de donde recibió –según confiesa– otro impulso para su creación.
ARGUMENTO DE LA NOVELA
Ángela Carballino escribe la historia de don Manuel Bueno, párroco de su pueblecito,
Valverde de Lucerna. Múltiples hechos lo muestran como «un santo vivo, de carne y hueso»,
un dechado de amor a los hombres, especialmente a los más desgraciados, y entregado a
«consolar a los amargados y atediados, y ayudar a todos a bien morir». Sin embargo, algunos
indicios hacen adivinar a Ángela que algo lo tortura interiormente: su actividad desbordante
parece encubrir «una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y
los oídos de los demás».
Un día, vuelve al pueblecito el hermano de Ángela, Lázaro. De ideas progresistas y anticlericales, comienza por sentir hacia don Manuel una animadversión que no tardará en volverse en la admiración más ferviente al comprobar su vivir abnegado. Pues bien, es precisamente a Lázaro a quien el sacerdote confiará su terrible secreto: no tiene fe, no puede creer en
Dios, ni en la resurrección de la carne, pese a su vivísimo anhelo de creer en la eternidad. Y si
finge creer ante sus fieles es por mantener en ellos la paz que da la creencia en la otra vida,
esa esperanza consoladora de que él carece. Lázaro –que confía el secreto a Ángela–, convencido por la actitud de don Manuel, abandona sus anhelos progresistas y, fingiendo convertirse,
colabora en la misión del párroco. Y así pasará el tiempo hasta que muere don Manuel, sin
Sus constantes ataques al rey y al dictador Primo de Rivera hacen que éste lo destierre a Fuerteventura en febrero de 1924. El 9 de julio es indultado, pero él se destierra voluntariamente a Francia; primero a París y, al poco tiempo, a Hendaya, en el País Vasco francés, hasta el año 1930, año en el que cae el
régimen de Primo de Rivera. A su vuelta a Salamanca, entró en la ciudad con un recibimiento apoteósico.
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recobrar la fe, pero considerado un santo por todos, y sin que nadie –fuera de Lázaro y de
Ángela– haya penetrado en su íntima tortura.
Más tarde morirá Lázaro. Y Ángela se interrogará acerca de la salvación de aquellos seres queridos.
TEMAS. ALCANCE Y SENTIDO
Hagamos sólo unas reflexiones orientadoras, que se ampliarán y precisarán en la lectura
de la obra.
La inmortalidad y la fe. La novela gira en torno a las grandes obsesiones unamunianas: la inmortalidad y la fe. Pero se plantean ahora con un enfoque nuevo en él: la alternativa
entre una verdad trágica y una felicidad ilusoria. Y Unamuno parece optar ahora por la segunda (todo lo contrario de lo que harían existencialistas como Sartre o Camus). Así, cuando
Lázaro dice: «La verdad ante todo», don Manuel contesta: «Con mi verdad no vivirían.» Él
quiere hacer a los hombres felices. «Que se sueñen inmortales.» Y sólo las religiones –dice–
«consuelan de haber tenido que nacer para morir». Incluso disuade a Lázaro de trabajar por
una mejora social del pueblo, arguyéndole: «¿Y no crees que del bienestar general surgirá más
fuerte el tedio de la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución
social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. [Se trata, por supuesto, de palabras de
Marx.] Opio... Opio... Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe.»
Según esto, el autor estaría totalmente alejado no sólo de los ideales sociales de su juventud, sino también de aquel Unamuno que quería «despertar las conciencias», que había
dicho que «la paz es mentira» , que «la verdad es antes que la paz».
La abnegación y el amor al prójimo. San Manuel es también, en último término, la
novela de la abnegación y del amor al prójimo. Paradoja muy unamuniana: es precisamente
un hombre sin fe ni esperanza quien se convierte en ejemplo de caridad.
La salvación. Queda, en fin, el problema de la salvación (y volvemos al punto de partida: la inmortalidad). El enfoque de la cuestión es complejo, por la ambigüedad que introduce
el desdoblamiento entre autor (Unamuno) y narrador (Ángela). Según Ángela, don Manuel y
Lázaro «se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa; pero, sin creer creerlo,
creyéndolo...». Tan paradójicas afirmaciones del personaje-narrador, ¿eran compartidas por el
Unamuno-autor? El interrogante queda, en principio, abierto. Cierto es que Unamuno, en el
epílogo, «toma la palabra» y, en sus reflexiones finales, podría verse una voluntariosa apuesta
por la esperanza. Pero esto, como tantas otras cosas, son cuestiones que un buen lector se
planteará tras la lectura de la novela.
ESTRUCTURA
Aparentemente, San Manuel Bueno, mártir no presenta las llamativas novedades de alguna de las «nivolas» anteriores; pero, tras esta primera impresión, se oculta cierta complejidad. Consideremos los siguientes puntos:
• Acabamos de hablar del desdoblamiento entre autor y narrador(a). Mediante el conocido
recurso del «manuscrito encontrado» (de estirpe cervantina), Unamuno interpone una narradora entre él y el lector. Quiere esto decir que todo nos llega desde el punto de vista de Ángela;
de ahí que –según hemos apuntado– una serie de cosas queden a la discusión o la reflexión de
los lectores.
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• En cuanto a su estructura externa, la novela está dividida en 25 fragmentos que llamaremos
secuencias (van sin numerar en las ediciones normales). Las 24 primeras secuencias son el
relato de Ángela; la última es una especie de epílogo del autor.
• Si atendemos a la estructura interna (desarrollo de la historia), cabe distinguir tres partes:
I. Secuencias 1-8. Son las noticias preliminares sobre don Manuel, que Ángela nos
transmite de oídas o partiendo de ciertas notas de su hermano.
II. Secuencias 9-20. Es el cuerpo central del relato, a partir del regreso al pueblo de
Ángela, primero, y de Lázaro, después. Con ello, la narración recibe un nuevo impulso
que nos lleva hasta el descubrimiento del secreto del «santo». Termina esta parte con la
muerte del sacerdote.
III. Secuencias 21-25. Final del relato de Ángela y «epílogo» del autor.
• Una cuestión particular dentro de la estructura interna es el tiempo. Al hilo de la lectura, se
irán observando todas aquellas anotaciones con las que se nos da la idea del paso de los años
(en particular, las que se refieren a la edad de Ángela). Por lo demás, y entre otras cosas, es
curioso señalar la existencia de algunas elipsis narrativas o «saltos en el tiempo» (véanse las
frases iniciales de las secuencias 10 y 18).
ASPECTOS TÉCNICOS
Por encima de todo, hay que subrayar el arte del relato: la maestría, la firmeza de pulso
con que Unamuno conduce la narración. Durante la primera parte, vamos asistiendo a una
caracterización progresiva del personaje central, mediante un hábil engarce de anécdotas.
Pronto, sin embargo, comienza el autor a intrigarnos, a hacernos entrever algo oculto en el
sacerdote. Tras el nuevo impulso narrativo con que pasamos a la segunda parte, la intriga (la
«suspensión») va en aumento; de una manera gradual –verdaderamente admirable– vamos
acercándonos al secreto, cuyo descubrimiento es el momento culminante del relato. Con la
misma seguridad, y a través de diálogos que ahondan en el problema, caminará la novela
hacia su final.
• De pasada hemos aludido a la caracterización del protagonista, de cómo progresivamente va
adquiriendo su talla humana, su fuerza inolvidable. Menos relieve tendrán los personajes de
Ángela y Lázaro, aunque se pueden señalar rasgos interesantes. Y también deberemos reflexionar sobre el papel de algún otro personaje, como Blasillo.
Lo que no debe pasarse por alto, en cuanto a los personajes, es el intencionado valor
simbólico de sus nombres: el de don Manuel coincide con uno de los nombres de Cristo:
Emmanuel, que significa «Dios con nosotros». Ángela significa «mensajera» (y tiene relación
con la palabra «evangelista»). En cuanto a Lázaro, él mismo se relaciona explícitamente con
el «resucitado» del Evangelio». Análogo simbolismo se transparenta en los nombres de lugares (Valverde de Lucerna, Renada); no insistiremos en ello.
• Más importante es la carga simbólica que adquieren ciertos elementos del paisaje: la montaña, el lago. Especialmente rico y complejo es el de este último, que refleja el cielo a la vez
que esconde una aldea muerta, que invita bien a elevarse hacia lo alto, bien a hundirse fatalmente en él. Como se ve, la obrita está llena de sugerencias.
• De entre las técnicas empleadas, hay que destacar el diálogo. Ya hemos señalado la importancia que en las novelas de Unamuno, y de otros autores del 98 como Baroja, tienen los diálogos como vehículo de las ideas; más: como exteriorización de los conflictos ideológicos y
de los dramas íntimos. Buen ejemplo de ello es esta novela. Pero añadamos que Unamuno da
también al diálogo una función narrativa, como en las conversaciones en que Lázaro refiere a
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Ángela las tribulaciones de don Manuel. Y, en relación con ello, señalemos un aspecto original: la aparición del diálogo dentro del diálogo (la importante secuencia 14).
• En cuanto al estilo, la lectura nos permitirá comprobar ciertos rasgos de la lengua literaria de
Unamuno en toda su madurez: la intensidad emocional, la densidad de ideas, el gusto por las
paradojas, etc., sin pasar por alto el lirismo de ciertos momentos.
SIGNIFICACIÓN DE San Manuel Bueno, mártir
Unas últimas reflexiones. La primera, sobre el lugar de la obra en la trayectoria ideológica de su autor. Antes nos preguntábamos si la tesis que se expone en la obra (la mentira
consoladora antes que la verdad angustiosa) era la definitiva de Unamuno. Pues bien, sus escritos posteriores nos mostrarían que no dejó de fluctuar entre tal postura y la contraria, la de
inquietar: «Hay que despertar al durmiente que sueña el sueño que es la vida.» Por lo demás,
el hecho mismo de escribir esta novela ¿no indica que Unamuno no renunciaba a «sacudir las
conciencias»? La existencia misma de la obra ¿no contradice la tesis que en ella se expone? Si
así es, estaríamos ante una de tantas contradicciones unamunianas.
Parecidas fluctuaciones encontraríamos en sus posturas ante las cuestiones sociales y
políticas. Recuérdense, por ejemplo, sus actitudes en 1936.
Insistiendo en fin, en la valoración de San Manuel desde un punto de vista estrictamente
literario, recordaremos que el Doctor Marañón la consideró una de las novelas más características de Unamuno y le auguró que sería una de sus obras más leídas y gustadas. Si atendemos
a las opiniones de la crítica posterior –y a vuestra lectura de la obra en este curso–, la profecía
de Marañón parece haberse cumplido.
La crítica se pregunta si la tesis que se expone en la obra (la mentira consoladora antes
que la verdad angustiosa) era la postura definitiva de ese Unamuno ya anciano a pocos años
de su muerte. Escritos posteriores del autor nos mostrarían que no dejó de fluctuar entre tal
postura y la contraria, es actitud tan unamuniana de inquietar.
El lector actual, tanto si es creyente como si no lo es, tiene motivos sobrados de reflexión sobre la condición del hombre en ese personaje que duda, agónico, encarnado en el
cura don Manuel, un hombre dado a los demás que sufre esa contradicción interna del que, tal
vez creyendo en el hombre, en realidad cree en Dios quizás sin saberlo.
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(BREVE) GUÍA DE LECTURA
Desde el inicio de la narración queda patente la presencia de un yo narrativo (narrador
interno en 1ª persona) que, conforme se avanza en la lectura de la novela se nos revela como
un narrador testigo que refiere unos hechos sucedidos que presenció en su momento y en los
que de alguna manera participó.
Para ayudar a una mejor comprensión de la novela, planteamos a continuación algunas
cuestiones a considerar durante su lectura o después de la misma, y después ofrecemos el comentario a dichas cuestiones2.
1.
Paralelismos que se dan entre don Manuel y Jesucristo. Repara en la frase del sermón de
Viernes Santo que pronuncia el párroco? ¿Qué papel juega aquí Blasillo el bobo? Fíjate
bien en estos elementos, pues tienen un carácter anticipatorio de lo que vendrá después.
2.
A partir de un determinado momento, la narradora entra en contacto con el cura. Fíjate
qué sentimientos se producen en ella y, en especial, en qué consiste su “afecto maternal”
por él.
3.
Considera qué nuevas facetas de don Manuel descubre la narradora a partir de sus confesiones con él. Fíjate en cómo, de nuevo, vuelve a recurrir a las palabras de Jesucristo antes de su pasión y muerte para definir al párroco.
4.
La llegada de Lázaro supone la aparición de un elemento antagónico a don Manuel. Lázaro representa en la novela las nuevas ideas del Materialismo y el Regeneracionismo frente
a la espiritualidad conservadora del párroco. Considera los principales aspectos de su
ideología en lo que se refiere a su concepto de la vida rural y el clero en el contexto de
una sociedad española en decadencia.
5.
Los argumentos que utiliza don Manuel para "convertir" a Lázaro a la religiosidad a
propósito de la muerte de la madre de Ángela y Lázaro.
6.
Lázaro hace partícipe a su hermana Ángela del gran secreto de don Manuel, que ha sido,
paradójicamente, la causa de su conversión. En este sentido, Lázaro toma una determinada resolución al respecto.
7.
A lo largo del relato se va produciendo el derrumbamiento interior del personaje, lo que
se evidencia en determinados aspectos.
8.
Las circunstancias en las que muere el párroco. Interpretación de la muerte de Blasillo.
9.
Cómo afrontan la muerte de don Manuel el pueblo, Lázaro y Ángela.
10.
Cuál es, según Ángela, el propósito de su relato.
11. El autor aparece en la última parte de la novela interpretando su relato como un manuscrito hallado. Considera cuáles son sus conclusiones finales sobre los protagonistas de la
historia y el sentido de la misma.
2
Las páginas se refieren a la edición de la novela de M. Valdés en Cátedra, Madrid 2006.
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1. El nombre Manuel, que significa “Dios con nosotros” establece ya el paralelismo con Cristo. Antes, además, se han aportado una serie de detalles: su vida de sacrificio a los demás,
el amor que inspira en su pueblo y en los niños... Pero, a partir de la página 91 los paralelismos con Cristo se harán más evidentes. Como Cristo, realiza curaciones en las aguas del
lago, convertidas en piscina probática o milagrosa. También como él, siente predilección
por las criaturas más débiles y desgraciadas, como Blasillo el bobo, idiota de nacimiento.
Y, sobre todo, su voz milagrosa es capaz de conmover a su pueblo en los momentos clave.
Aparece el detalle de la misa de Viernes Santo: cuando en el sermón “clamaba aquello de
‘¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?’, pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si
oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a
cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositado sus congojas” (págs. 9394).
Su propia madre, sugestionada por la fuerza de la voz de su hijo, le responde en uno de sus
sermones con un grito, hecho que hizo llorar a las gentes del pueblo: “Creeríase que el grito maternal había brotado de la boca entreabierta de aquella Dolorosa —el corazón traspasado por siete espadas— que había en una de las capillas del templo”.
El bobo cumple un papel coral: sirve para recordarle al pueblo las palabras santas del
párroco. Como imita su tono de voz, a las gentes se les saltan las lágrimas al oírlo.
2. Cuando regresa a su pueblo, al que define como “monasterio”, Ángela viene impregnada
de un fuerte sentimiento religioso y deseosa de ser dirigida espiritualmente por el párroco,
al que identifica con “su abad” (pág. 131). Acude por primera vez a confesarse con el santo, presa de una tremenda turbación íntima, ante la que el párroco actúa ofreciéndole consuelo: “Todo eso es literatura” (pág. 132). Sin embargo, la joven adolescente empieza a intuir la tristeza del párroco, y sus temores iniciales se transforman “en una lástima profunda”.
Vuelve a confesarse con él “para consolarle” (pág. 132), con una necesidad maternal
de protegerle: “[...] empezaba a ser mujer, sentía en mis entrañas el jugo de la maternidad”
(pág. 132). Esta actitud maternal (muy propia de los personajes femeninos de Unamuno,
por otra parte) está relacionada directamente con el desasosiego de la propia madre de don
Manuel cuando escuchó de boca de su hijo la frase: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me
has abandonado?”, pronunciada durante la misa de Viernes Santo (y, por analogía, identificada también con el sufrimiento de la Virgen Dolorosa). Implica sufrimiento e impotencia,
a la vez que instinto de protección y ayuda, ante el sufrimiento intuido del santo, que es,
paradójicamente, el sustento de su fe: “Empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual; quería aliviarle del peso de su cruz de nacimiento” (pág.
134). La manera de ayudar al párroco y a sí misma es participar, como él, de la vida de los
otros para olvidar la angustia personal. Así, Ángela se vuelca en la vida piadosa: visita enfermos, ayuda a las niñas en la escuela, y comparte tareas eclesiásticas como diaconisa.
3. La narradora empieza a intuir parte del secreto de don Manuel al interrogarle acerca del
infierno: entonces descubre que “don Manuel, tan afamado curandero de endemoniados, no
creía en el Demonio” (pág. 133). Más tarde, al oír a Blasillo imitar la voz de don Manuel
con su “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, se siente profundamente
acongojada.
Respecto a las ideas de don Manuel sobre el cielo, las dudas vuelven a invadir a la
protagonista. Don Manuel no le habla del cielo al que se va después de la muerte, sino que
le recomienda: “Cree en el cielo, en el cielo que vemos. Míralo” (pág. 133). Y entonces
descubre “no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago” (pág. 134).
La sospecha de que tampoco cree en el cielo va tomando forma.
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4. Lázaro reivindica la modernidad de la ciudad frente al embrutecimiento de los pueblos de
España: “Civilización es lo contrario de ruralización; ¡aldeanerías no!” (pág. 135). De
hecho, su propósito es trasladarse a vivir a la ciudad, lejos del atrasado entorno pueblerino:
“En la aldea —decía— se entontece, se embrutece y se empobrece uno” (pág. 135). Como
era de esperar, tanto Ángela como su madre se oponen rotundamente al cambio, que supondría prescindir del magisterio de don Manuel. Respecto al cura, manifiesta abiertamente su irritación contra él, esbozando ideas anticlericales: “Le pareció un ejemplo de la oscura teocracia en que él suponía hundida a España” (pág. 136). Por lo demás, su opinión es
que el atraso de España se debe a una curiosa asociación entre el poder del clero, la influencia de las mujeres, y el embrutecimiento de los habitantes de las zonas rurales, considerados por él como unos “patanes” (pág. 137): “En esta España de calzonazos —decía—
los curas manejan a las mujeres y las mujeres a los hombres… ¡y luego el campo!, ¡el
campo!, este campo feudal...”
5. Conforme va conociendo a don Manuel, Lázaro se va percatando de la verdadera naturaleza del cura, tan lejana a la que le dictan sus prejuicios anticlericales. Reconoce que no es
un cura como los demás, pero no por eso se decide a abrazar la religión. Además, sospecha
que guarda alguna clase de secreto: “Es demasiado inteligente para creer todo lo que tiene
que enseñar” (pág. 138). Los habitantes del pueblo, por su parte, entienden que el antagonismo que se ha creado con don Manuel solo puede acabar de una manera: con la conversión del ateo progresista por efecto de la santidad del sacerdote. La conversión se produce,
en fin, como consecuencia de la muerte de la madre de Ángela y Lázaro. La anciana, al
igual que los otros habitantes del pueblo, quiere también que esa conversión se produzca.
Sus mayores preocupaciones, en su lecho de muerte, son su propia salvación y la de su hijo
incrédulo. “Pero yo, padre, –dijo– voy a ver a Dios” (pág. 139) le dice al párroco. Este, sin
embargo, se esfuerza por no mentir respecto a lo que cree verdaderamente sobre la otra vida, aunque sin restarle la esperanza a la moribunda: “Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y a todos nosotros en Él, y al Él en nosotros” (pág. 139). Pero lo que verdaderamente conmueve a Lázaro es la preocupación del
sacerdote porque la mujer acepte su muerte con contento: “El contento con que tu madre se
muera será su eterna vida” (pág. 139). Por ello hace prometer a Lázaro delante de ella que
rezará por su alma, lo cual es equivalente a que reconozca su conversión. De esta forma, la
mujer muere, “puestos sus ojos en los de Don Manuel” con la confianza de que va a otra
vida en la que volverá a reunirse con sus dos hijos.
A raíz de este episodio, Lázaro empieza a frecuentar la compañía del sacerdote. Entiende que su labor de ayudar a bien morir a las gentes de su pueblo es extraordinaria, en
perfecta simbiosis con la tradición espiritual de los habitantes de Valverde de Lucerna,
simbolizada en el lago con su villa sumergida. “Y creo que en el fondo del alma de nuestro
Don Manuel hay también sumergida, ahogada, una villa y que alguna vez se oyen sus
campanadas” (pág. 140). La conversión se produce al fin. Lázaro comulga por primera vez
el mismo día en que don Manuel, en el momento de ofrecerle la comunión, sufre un vahído
que le hace tirar la forma al suelo. El propio Lázaro la recoge y se la lleva a la boca, inmediatamente antes de que se produzca el canto del gallo (que también cantó, de manera premonitoria, tras las negaciones de Pedro, como preámbulo de la pasión y muerte de Cristo).
Lázaro se ha convertido, simbólicamente, en un continuador de la labor santa de don Manuel; la comunión que él recoge del suelo es una especie de testigo que le ha pasado el sacerdote para el futuro.
6. Lázaro ha asumido su nueva labor: fingir que cree para mantener viva la espiritualidad del
resto de los habitantes de Valverde de Lucerna. Todo ello después de conocer el terrible
secreto de don Manuel; él tampoco cree: “No trataba al emprender ganarme para su santa
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causa —porque es una causa santa, santísima—, arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por
la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están encomendados” (pág.
142). Por otra parte, su actitud dista mucho de la hipocresía: “¿Fingir?, ¡fingir no!, ¡eso no
es fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo”.
Es decir, en su proceso de fingimiento personal el párroco ha confiado su propia salvación y fe (y, por añadidura, la de Lázaro). Don Manuel reconoce, trágicamente, ser consciente de una verdad que los otros hombres desconocen para afrontar la vida: “¿La verdad?
La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no
podría vivir con ella” (pág. 143). Él ha aceptado vivir con ella y ocultarla a los otros, por
eso, paradójicamente, necesita confiarle su verdad a Lázaro: “Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo
estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que
se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente,
que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían” (págs.
143). Este párrafo es muy importante, porque, por fin, entendemos la verdadera esencia del
personaje, su sentimiento trágico de la vida. Como Jesucristo en el momento de morir, don
Manuel clama por un Dios que le ha abandonado. En este sentido, la religión es verdadera
en cuanto ofrece a los creyentes una esperanza: “[...] en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir” (pág. 143). Por eso no hay una religión más verdadera que otra,
todas son válidas en cuanto cumplen el cometido de consolar y aliviar ese sentimiento
trágico de la vida: “La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que
les doy no sea el mío”.
7. Durante la entrevista entre Ángela y don Manuel, la narradora puede al fin conocer personalmente el íntimo desasosiego del sacerdote, su dolor extraordinario, que ya no oculta: “Y
ahora — añadió—, reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos” (pág. 146). Se
han invertido los términos. Ángela será ahora, además de una madre protectora para don
Manuel, una especie de sacerdotisa que le proporciona perdón y consuelo, ofreciéndole la
absolución:
—Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me absuelves?
Me sentí como penetrada de un misterioso sacerdocio, y le dije:
—En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.
Y salimos de la iglesia, y al salir se me estremecían las entrañas maternales.
El progresivo deterioro del personaje se va agravando a medida que su amistad con
Lázaro se va haciendo más fuerte. Aparece, por primera vez, la idea de la tentación del suicidio, que don Manuel heredó de su padre. El lago, con sus aguas, se presenta como una
continua invitación al consuelo, contra la que el párroco debe luchar, al igual que hizo su
padre: “¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!” (pág. 147). Sin embargo
asume esa tentación como parte de su labor pastoral: “Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe este su vida como el lago sueña el
cielo” (pág. 148). Por contraposición, el sacerdote observa los valores eternos que representa la naturaleza. “Esa zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las aguas,
de la naturaleza y no de la historia. [...] ¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la
nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras cubre con su toca a la montaña?” (pág.
149). Todo este proceso de decadencia es muy rápido: “[...] observábamos mi hermano y
yo que las fuerzas de Don Manuel empezaban a decaer, que ya no lograba contener del todo la insondable tristeza que le consumía, que acaso una enfermedad traidora le iba minando el cuerpo y el alma”.
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8. “No quiso morirse ni solo ni ocioso. Se murió predicando al pueblo, en el templo” (pág.
156). Su muerte es, por tanto, coherente con lo que ha sido su vida. Antes de morir se traslada al templo, donde su pueblo reza el padrenuestro, el Avemaría, la salve y el credo, como había hecho tantas veces, al unísono, mientras el cura escucha en silencio, con los ojos
cerrados y cogido de la mano de Blasillo el bobo.
Al llegar al “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable” los fieles comprenden que acaba de morir. Elige, pues, para morir, la frase más característica de su personalidad, la frase ante la que guardaba silencio cuando rezaba con su pueblo en la iglesia.
La muerte de Blasillo, producida a la par que la del cura, se puede interpretar como el
símbolo del pueblo inocente, incapaz de seguir “soñando la vida” sin su guía y su padre
espiritual. Es la imagen plástica de la inocencia pura de esas gentes sencillas que “no podrían vivir con la verdad” y que se aferran al sueño de la vida que proporciona don Manuel
hasta sus últimas consecuencias.
9. La primera reacción del pueblo es la de acudir a la casa del que ya consideran un santo a
recoger sus objetos personales, para guardarlos como reliquias. Después, no pueden hacerse a la idea de su muerte: “[...] todos seguían oyendo su voz, y todos acudían a su sepultura, en torno a la cual surgió todo un culto”.
Respecto a Lázaro, asume con naturalidad la labor pastoral que le encomendó el santo,
olvidándose para siempre de las ideas de progreso y esperanza en un mundo mejor que
había traído del Nuevo Mundo: “Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado. Él me dio fe. [...] fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida. Él me
curó de mi progresismo” (pág. 160). A los que son como era él les hace un reproche: “no
creyendo más que en este mundo, esperan no sé qué sociedad futura, y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro”. Por último, señala que al pueblo sólo se le
puede convencer a través de las obras. Por eso, al nuevo cura que llega en sustitución del
santo, sólo se ofrece un consejo: “Poca teología, ¿eh?, poca teología: religión, religión, religión” (pág. 161). Ángela accede, también a continuar la labor pastoral de don Manuel,
sirviendo de apoyo y consuelo a su propio hermano: “Yo empecé entonces a temer por mi
pobre hermano” (pág. 161), dice consternada.
10.
Ángela accede, también a continuar la labor pastoral de don Manuel, sirviendo de
apoyo y consuelo a su propio hermano. Ángela, ahora que se ha abierto el proceso de
beatificación de don Manuel Bueno, confiesa su secreto a los supuestos lectores de sus
memorias. Pero, sin embargo, entiende que nada de lo escrito aquí puede llegar a conocimiento de las autoridades que dirigen el proceso: “Les temo a las autoridades de la tierra, a
las autoridades temporales, aunque sean las de la Iglesia” (pág. 166), dice, como única explicación. Sin embargo, el testimonio de Ángela es mucho más trascendente. Ella es portadora de un secreto, y se ha comprometido a no revelar ese secreto a las gentes de Valverde
de Lucerna, pues eso les mataría la fe. Por otra parte, acaba de descubrirnos que ella también tiene ciertas dudas acerca de sus creencias.
Al igual que don Manuel, que nunca intentó engañar a Lázaro y consiguió su conversión contándole su “verdad”, ¿no está Ángela Carballino intentando “convertir” a los lectores (que no se dejarían “engañar” como los feligreses de su pueblo), al confiarles el “secreto” de San Manuel que ha ocultado a las autoridades eclesiásticas y a su propio pueblo? Y,
yendo un poco más allá, ¿no está Ángela Carballino emulando al propio don Manuel para
conseguir que podamos seguir disfrutando “el sueño de la vida”? En este sentido, Ángela,
al igual que antes hizo su hermano Lázaro, posee una cierta santidad, la santidad que adquieren todos los que conocen la “verdad” de San Manuel y se esfuerzan en no mostrarla
más que a las personas que serán capaces de comprenderla y aceptarla en toda su magnitud. Es portadora de un secreto del que hace partícipes a otros para salvarse. Y ahora los
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lectores han recibido el testigo, el único testigo que quedaba, que pasó de San Manuel a
Lázaro, de este a Ángela y de ella a los que la lean. La narradora les ha ofrecido la posibilidad de ser continuadores de la labor del santo.
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El autor no revela el origen de este manuscrito hallado, ni otros detalles precisos de la
historia: “Te la doy tal y como a mí ha llegado, sin más que corregir pocas, muy pocas particularidades de redacción”.
Obviamente, hace uso de este recurso de verosimilitud, pero no lo desarrolla con todas
sus consecuencias. A los que, leído el texto, perciban que es muy similar a otras cosas que
ha escrito Unamuno, les dice que: “De la realidad de este San Manuel Bueno, mártir, tal
como me la ha revelado su discípula e hija espiritual Ángela Carballino, de esta realidad no
se me ocurre dudar. Creo en ella más que creía el mismo santo; creo en ella más que creo
en mi propia realidad” (pág. 167). Unamuno recurre a su teoría sobre el creador y la criatura y reivindica la vida propia de sus personajes más allá de la suya. Reivindica, también, la
verdad que esconde cualquier novela en cuanto a novela o, quizá diríamos mejor, “nivola”.
Por tanto, entiende que su texto tiene más verdad que cualquier historia real. Y dentro de la
ficción defiende la postura de don Manuel y Lázaro a propósito de las dudas expresadas
por Ángela sobre si hicieron o no bien en ocultarle la verdad al pueblo. Cree que, en efecto,
el pueblo no solo no les habría entendido, sin que tampoco les hubiera “creído”: “Habrían
creído a sus obras y no a sus palabras, porque las palabras no sirven para apoyar las obras,
sino que las obras se bastan y para un pueblo como el de Valverde de Lucerna no hay más
confesión que la conducta. Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mucho”.
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