El Rey-Dios y las enfermedades

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Dietschy, M. La Medicina en el Perú de antaño: El rey-dios y las enfermedades Actas Ciba 2005; 1 (1)
ISSN en trámite
La Medicina en el Perú de antaño:
El rey-dios y las enfermedades
Afiliación: Miguel Dietschy
Universitat de València - Avda. Blasco Ibáñez,
13. 46010 València
[email protected]
Recibido: 25/09/2005
Aceptado: 12/11/2005
En el tiempo en que los primeros españoles en el golfo de Guayaquil
llamaban ya a las puertas del reino del anciano inca Huayna Capac, éste
se hallaba gravemente enfermo en la montaña, en su residencia predilecta
Tumipamapa (Ecuador). Poma de Ayala cuenta que por entonces el pueblo
era asolado por una epidemia y que elmismo inca murió de "peste de
viruelas". Mientras que el hijo leg{itimo Huascar, que más tarde perdió la
vida en la guerra civil con Atahualpa, padecía de debilidad cardíaca y otras
dolencias orgánicas, algunos de sus hermanos fueron víctimas igualmente
de la "enfermedad de las viruelas". Ahora bien, no se sabe a punto fijo de
qué epidemia se trataba, pero posible es que llegue a aclararse este
punto. En el año 1559, el licenciado Polo de Ondegardo, en Cuzco,
enontró perfectamente conservadas las momias de lo sincas Huiracocha,
Tupac Yupanqui y Huayna Capac, así como las de dos coyas (esposas
principales). Estas momias fueron enterradas por orden del virrey en el
patio del hospital indio de San Andrés en Lima. Hasta la fecha no se ha
hecho nada por exhumarlas y someterlas a un examen.
La enfermedad de un soberano inca era sentida por cada uno de sus
súbditos como una desgracia propia. Considérese que para estos pueblos
las enfermedades son ya de por sí algo sobrenatural, lo mismo que la
muerte, siendo atribuídas al hechizo de un enemigo, al poder de un
muerto descuidado o a una potencia demoniaca o divina ofendida, aun
cuando al mismo tiempo se tengan nociones claras de las relaciones
naturales de las cosas, como era el caso entre los peruanos incas. Ante
todo, la enfermedad y la desgracia eran por ello íntimamente relacionadas
con la noción del pecado (hucha) y el padre jesuita Cobo nos cuenta que
de la gravedad del "castigo divino", deducían la magnitud del pecado
cometido. Al enfermar el inca soberano (Capac Inca) había que aceptar
que las faltas y delitos cometidos por sus súbditos eran inconmensurables,
ya que el inca mismo no podía cometer pecados ni infringir Tabu alguno;
como "hijo del sol" (Intip churin) era la reencarnación misma de la
divinidad, a la cual solamente podía uno aproximarse con los pies
descalzos y una simbólica carga. Si el Capac Inca estaba enfermo,
también el sol, expendedor de vida, se debilitaba y toda la comunidad
corría gran peligro, pues el rey-dios personificaba en sí mismo de una
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manera mística todo el pueblo y por ello su suerte era la de sus súbditos.
Esta forma de monarquía sagrada se encuentra también en todos los
pueblos cultos primitivos. En Africa, por ejemplo, la opinión de que al
iniciarse la debilidad senil del rey también tenía que debilitarse el pueblo,
condujo al regicidio ritual que tenía lugar siempre después de que el
soberano había reinado cierto tiempo. En el Nuevo Mundo no se llegaba a
tal extremo, mas el hecho de enfermar el rey era tan temido que se
rezaba en todo momento implorando la fuerza propia y la del sol. Si a
pesar de ello surgía una enfermedad, el único remedio era el sacrificio
humano. Por lo demás, los antiguos peruanos únicamente realizaban
sacrificios humanos con ocasión de grandes solemnidades como, por
ejemplo, en la fiesta de la coronación, pero también en épocas de grandes
epidemias y miserias de la guerra con objeto de aportar nueva fuerza a la
divinidad. Mientras que el Capac Inca, a pesar de la enfermedad,
permanecía en el poder, ocurría a veces que la coya, reina y encarnadora
de la luna, era sustituída por otra mujer, pues por su enfermedad aquélla
constituía un peligro para la comunidad. Poma de Ayala describe la suerte
trágica de la epiléptica esposa de Capac Yupanqui, la cual, desde su
matrimonio, empezó a romper en alaridos tres veces al día, mordiendo a
los que la rodeaban y arañándose el rostro. Por último, cuando ya no era
coya, tuvo un hijo que dio a luz durante uno de sus ataques y al cual mató
a mordiscos. La "etiología del pecado" trajo consigo una forma de
terapéutica que causó gran impresión, como obra del demonio, a los
misioneros españoles. En caso de enfermedad, cada cual podía obtener la
curación confesando sus pecados a un sacerdote de una clase especial. La
confesión, sin embargo, no solamente servía para librarse de la desdicha
personal, sino que al mismo tiempo era un deber social para todo aquel
que creía haber infringido un mandamiento, pues todo pecado cometido
ponía en peligro a la comunidad y a su representación o sea al rey-dios.
Cuando un cabecilla o un pariente caía enfermo, se buscaba la causa en sí
mismo y se acudía al sacerdote confesor, haciéndose esto con tanta más
razón cuando enfermaba el Capac Inca o reinaban el hambre y la sequía.
En tales casos eran especialmente las mujeres las que declaraban haber
cometido una falta. Algunas veces, un adivinador lograba también
arrancar la confesión expiadora, denunciando públicamente como pecador
a una persona sospechosa (huchayok). En este caso, la confesión era
mantenida severamente en secreto, pues a un sacerdote que no guardaba
el secreto de confesión se le daba muerte. La confesión tenía lugar de la
siguiente manera: El confesor o ichuri (parece ser que en cada pueblo
había uno) se sentaba a la orilla del río, llamaba al pecador y escuchaba
sus palabras. La materia de la confesión se refería a los atentados contra
vida y hacienda, a no haber respetado las potencias superiores, a los
delitos de palabra u obra contra el Capac Inca, al adulterio y a la
corrupción. De la carga de los pecados se libraba el penitente ofreciendo
sacrificios, así como también por golpes con una bola (piedra atada a una
cuerda). Por último, tanto el golpeado como el sacerdote escupían sobre
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un haz de hierba, el cual se arrojaba a las aguas y el pecador tenía
después que bañarse en el río.
Cuando moría el Capac Inca, así como también en tiempos de
pestilencia y sequía, todo el pueblo tomaba parte en los ritos de
penitencia con objeto de ahuyentar las calamidades. Se hacían
procesiones a los lugares sagrados (huaca), se ayunaba, se prohibía el
baile y la música, quedaba proscrito todo comercio sexual y cada cual
llevaba vestidos de luto (Poma). Todos los años en el equinoccio
primaveral, en el mes Coya Raymi (fiesta de la reina, septiembre) tenía
lugar la célebre y brillante fiesta "Situa", cuyo contenido dramático
superaba a todo lo que los incas acostumbraban a emprender para la
profilaxis de las enfermedades. Las reliquias e ídolos (huaca) de todo el
reino eran llevados a la capital (Cuzco), participando en la fiesta. Todos
los extranjeros y lisiados eran entretanto expulsados de la ciudad con
objeto de que no acarrearan la desgracia por su pecaminosidad; también
se expulsaba a los perros para que no estorbaran con sus ladridos.
Durante el cuarto creciente (el mes de septiembre era una época
sagrada para la luna, durante la cual, según Poma, se entregaban las
mujeres a los hombres) el Capac Inca se dirigía con su séquito, antes de
aparecer la hoz de la luna, al templo del sol Coricancha (brillo de oro) que
por dentro estaba forrado de planchas de oro. Por fuera y ante sus
robustos muros se congregaban grandes masas del pueblo y en medio de
este lugar se colocaban 400 guerreros armados, en 4 grupos, dando
frente a los 4 polos cardinales, rodeando un gran vaso de oro para
libaciones. La multitud esperaba silenciosamente la salida de la luna y
cuando al tiempo que ella salía el Capac Inca del templo, prorrumpían
todos en un agudo grito que debía ahuyentar a todas las enfermedades.
En este momento se ponían en movimiento los cuatro grupos de
guerreros, corrían profiriendo gritos, esgrimían sus armas y (según Poma)
sus hondas con proyectiles ardiendo, dirigiéndose en los cuatro sentidos a
través de las estrechas callejuelas de la ciudad y, en el momento de
pasar, los habitantes salían a la puerta de sus casas de piedra cubiertas
de paja y sacudían sus vestidos. En el campo otros guerreros continuaban
sus grito, seguían corriendo y eran a su vez relevados por otros hasta que
los últimos de ellos alcanzaban un gran río, en cuya corriente lavaban sus
cuerpos y sus armas. Al mismo tiempo se bañaba todo el pueblo y esta
purificación sagrada era reforzada todavía más embadurnando el rostro, el
umbral de las puertas, los nichos de alimentos, las momias y los pozos
con una papilla espesa de maíz (sancu).
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