la penitencia - Discípulas de Jesús

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LA PENITENCIA
“¡Oh penitencia! -exclama San Juan Crisóstomo- ¿cómo cantaré tus
maravillas? Rompes todas las cadenas, reprimes toda tibieza, dulcificas toda
adversidad, curas toda llaga, disipas toda tiniebla y reparas todo lo que se
halla desesperado”.
“Con este mismo sentir, ofrezcamos nuestras vidas y nuestros cuerpos como
una víctima viva, santa, agradable a Dios Padre (Rm 12,1) y uniéndonos a la
Pasión y Muerte de Jesús, demos un valor redentor a todas nuestras
penitencias”. (CONSTITUCIONES)
LA PENITENCIA
La penitencia es, después de la oración, el medio más eficaz para purificar
nuestra alma de sus culpas pasadas y para preservarla de las venideras. Pero
también es la forma de interceder por otros por el perdón de sus pecados,
por su conversión, por su salvación.
ES UN ACTO DE JUSTICIA
La penitencia es realmente, para el pecador, un acto de justicia; porque ha
ofendido a Dios y violado los derechos divinos, por ello tiene obligación de
reparar el mal que hizo. Ésto lo lleva a cabo por medio de la penitencia. La
penitencia se define como la “virtud sobrenatural que se refiere a la justicia,
que inclina al pecador a detestar el pecado porque es una ofensa cometida
contra Dios y a formar el propósito firme de evitarle en lo futuro y de
repararle.”
COMPRENDE CUATRO ACTOS PRINCIPALES
1) SER CONSCIENTES DE NUESTRO PECADO. Darnos cuenta con la razón y la
fe, que el pecado es un mal, el mayor de todos los males y a decir verdad, el
único mal, porque es una ofensa contra Dios y nos priva de los bienes más
estimables; por ello hemos de aborrecerle con toda nuestra alma.
2) ARREPENTIRNOS DE ELLO. Al darnos cuenta de que el pecado existe en
nosotros, de que nosotros fuimos quienes pecamos y aunque habiendo sido
perdonados, quedan en nuestra alma algunas manchas de ese pecado,
concebimos vivo dolor que nos produce en el alma, sincera contrición y
honda vergüenza o arrepentimiento.
3) PROPONERNOS COMBATIRLO, ENMENDARLO, EVITARLO. Para evitar en lo
futuro este mal, tomamos la firme resolución o el propósito decidido de
apartarlo de nosotros, huyendo cuidadosamente de todas las ocasiones que
nos pudieran arrastrar a pecar y dando fuerzas a nuestra voluntad para que
resista a las malas inclinaciones.
4) REPARAR NUESTRO PECADO. Por último, como es una injusticia el pecado,
decidirnos a repararle, o pagar por él con afectos de dolor y con obras de
penitencia.
¿POR QUÉ HACER PENITENCIA?
Tres razones principales nos obligan a hacer penitencia por nuestros pecados:
un deber de justicia que tenemos para con Dios; un deber que se sigue de
nuestra incorporación a Jesucristo, un deber de interés personal y de caridad
POR RAZÓN DE JUSTICIA
Verdaderamente el pecado es una injusticia, porque le roba a Dios una parte
de la gloria a que tiene derecho; exige, pues, en justicia, una reparación, que
consistirá en devolver a Dios, como podamos, la honra y la gloria que le
privamos con nuestro pecado.
Luego debemos purgar por nuestros pecados durante toda nuestra vida. Esta
obligación es más necesaria cuanto más nos haya colmado el Señor de
beneficios y más graves y numerosas sean nuestras faltas. Ya que es mayor el
dolor de una afrenta que produce el hijo, que el que produce un siervo.
HEMOS DE HACERLA UNIDOS A CRISTO
Nuestra penitencia tendrá mayor eficacia, porque participa de la virtud
misma del Salvador: no somos nosotros solos para pagar por nuestros
pecados, sino que Jesús los expía en nosotros y con nosotros. «Toda
penitencia exterior que no proceda del Espíritu de Jesucristo, no es real y
verdadera penitencia. Podemos aplicarnos las más fuertes penitencias; mas si
no proceden de Nuestro Señor penitente en nosotros, nunca serán
penitencias cristianas. Sólo por él podemos hacer penitencia; la comenzó
aquí abajo en la tierra en sí mismo y la continúa en nosotros... poniendo en
nuestra alma afectos interiores de anonadamiento, de vergüenza, de dolor,
de contrición, de celo contra nosotros mismos, y de ánimo para cumplir en
nosotros, la pena y la cuantía de la satisfacción que Dios Padre quiere recibir
de Jesucristo en nuestra carne». Esta unión con Jesús penitente no nos
dispensa, pues, de los afectos y obras de penitencia, pero los hace subir de
valor.
ES UN DEBER DE CARIDAD
La penitencia es un deber de caridad para con nosotros mismos, así como
también para con el prójimo.
A) Para con nosotros mismos: el pecado deja en el alma funestas
consecuencias contra las cuales importa mucho reaccionar.
a) Aún después de perdonada la culpa o pecado, nos queda por lo general el
padecer una pena más o menos larga según el número y la gravedad de
nuestros pecados, así como también según el grado de fervor de nuestra
contrición en el momento de convertirnos a Dios. Esa pena hemos de
padecerla en este mundo o en el otro. Mas es mucho mejor pagarla en esta
vida; porque así pagamos más pronto y mejor nuestra deuda y queda mejor
dispuesta nuestra alma para la unión con Dios; además que es mucho más
fácil pagarla en la tierra, porque la vida presente es el tiempo de la
misericordia; y por eso es más fecunda la expiación, puesto que los actos
satisfactorios son al mismo tiempo meritorios. Es bueno para nosotros, para
nuestra alma hacer pronta y decidida penitencia.
b) Pero además el pecado deja en nuestra alma una cierta facilidad para
cometer nuevas faltas, precisamente porque hizo que creciera en nosotros el
amor desordenado del placer. No hay cosa mejor para corregir ese desorden
que el ejercicio de la penitencia: haciéndonos sufrir con ánimo esforzado las
penas que la Providencia nos envía, y estimulando nuestra ansia de
privaciones y de austeridades, ésto causará que vaya debilitándose poco a
poco el amor al placer, y que cobremos odio al pecado que exige tanta
expiación; haciendo que nos ejercitemos en actos de virtud contrarios a
nuestros malos hábitos, nos ayuda a enmendarnos y nos da mayor seguridad
para el futuro.
B) Es también un acto de caridad para con el prójimo.
a) En virtud de nuestra incorporación a Cristo, somos hermanos y nuestras
obras satisfactorias aprovechan también a los demás. Podemos hacer
penitencia no solamente por nosotros, sino también por nuestros hermanos
¿no será éste el medio mejor para alcanzar su conversión o su perseverancia,
si estuvieran convertidos?
Digamos, para terminar, que el espíritu de penitencia no es una obligación
impuesta solamente a algunos o a los que se sientan llamados. Si hemos
entendido bien qué cosa es el pecado, y cómo es una ofensa infinita que se
hace a Dios, tenemos obligación a hacer penitencia por toda nuestra vida,
puesto que la vida entera es muy breve para reparar ofensa tan infinita. Es,
pues, necesario no dejar nunca de hacer penitencia. Ésta podría ser la causa
de que muchas almas adelanten tan poco en la virtud, por carecer de un
auténtico dolor que mueva a la conversión, excitado por el recuerdo del
pecado» ya que es indispensable la purificación para llegar a la unión con
Dios. Solamente los corazones puros o purificados pueden llegar a la vivencia
plena de la unión con Dios.
II. LA PRÁCTICA DE LA PENITENCIA
Para practicar la penitencia de un modo más perfecto, es necesario unirnos
con Jesús penitente, y pedirle que viva en nosotros en cuanto hostia, luego
asociarnos a sus afectos y obras de penitencia.
Esos afectos se hallan claramente expresados en los salmos, especialmente
en el Miserere (Salmo 51).
a) Se haya la memoria habitual y dolorosa de los propios pecados: «contra ti,
contra ti sólo pequé». No se trata de vivir en autocondenación, sino en el
recuerdo humilde de nuestras fallas. No conviene rumiar nuestros pecados,
es decir: traerlos de manera constante dentro de nosotros; porque podría
poner turbación en la imaginación y dar ocasión a nuevas tentaciones. Más
bien es recordarlos en conjunto, y, sobre todo, fomentando afectos de
contrición y de humildad con su memoria.
Hemos ofendido a Dios en su misma presencia: «cometí la maldad ante tus
ojos», a Dios que es la santidad por esencia y que odia la iniquidad, a Dios
que es todo amor, al cual hemos injuriado profanando sus dones. No nos
queda otro recurso sino acogernos a su misericordia para pedirle perdón y así
debemos hacerlo de continuo: “misericordia Dios mío por tu bondad”. Cierto
que tenemos la confianza de haber sido perdonados; pero, necesitamos
buscar una pureza más perfecta, pedimos humildemente a Dios nos purifique
más y más con la sangre de su Hijo: «rocíame con el hisopo, quedaré limpio».
Hasta ser renovado nuestro espíritu y nuestro corazón y que se nos devuelva
la alegría de la buena conciencia.
b) Ese recuerdo doloroso va acompañado de continuo arrepentimiento ante
Dios y ante Jesucristo, el cual tomó sobre sí la vergüenza de todos nuestros
pecados.
c) De todo esto nace un temor saludable del pecado, un horror profundo de
todas las ocasiones a las que nos pudieran llevar. Porque, a pesar de toda
nuestra buena voluntad, quedamos expuestos a la tentación y a las recaídas.
Nos queda una suma desconfianza de nosotros mismos y desde el fondo del
corazón repetimos la oración de S. Felipe Neri: ¡Señor, desconfía de Felipe, y
no le sueltes, porque, si no, te traicionará! Es lo que nos hace pedir: «no nos
dejes caer en la tentación.
Esta desconfianza nos hace andar prevenidos para las ocasiones que nos
pudieran llevar al pecado, y para procurar los medios de asegurar nuestra
perseverancia y vigilantes para evitar aún las más pequeñas imprudencias.
También evita cuidadosamente el desaliento: porque cuanto más sentimos
nuestra debilidad, tanto más firme ponemos nuestra confianza en Dios,
convencidos de que venceremos con el poder de su gracia, sobre todo si con
eso juntamos las obras de penitencia.
III. Las obras de penitencia
Aceptaremos siempre de buena gana los actos de penitencia y por lo tanto
nos serán más fáciles, si pensamos en que nos ayudará a escapar del
tormento del infierno y del purgatorio, y, que de no ser por la divina
misericordia de Dios, estaría padeciendo, por ello pocas serán, pues, todas
las humillaciones y tribulaciones para mí.
¿Cómo hacerla?
Aceptar primeramente con resignación, de corazón después y con alegría,
todas las cruces que Dios nos permita en nuestra vida y ofrecerlas también
por los demás.
Así, pues, cuando hayamos de sufrir penas físicas o morales, como, por
ejemplo, las destemplanzas del tiempo, las angustias de la enfermedad, los
reveses de fortuna, fracasos o humillaciones, etc. en vez de quejarnos
amargamente (como a ello nos inclina nuestra naturaleza), recibamos todas
esas pruebas con paz y resignación, persuadidos de que las tenemos
merecidas por nuestros pecados y que la paciencia en las adversidades, es el
medio mejor de purgarlos.
Al principio no será sino resignación; mas luego, al ver que con la paciencia se
mitigan y se tornan fecundos los dolores, llegaremos a sufrirlos con buen
ánimo y aún con gozo, teniendo a dicha el acortar de esa manera el
purgatorio nuestro, el asemejamos al Divino Crucificado y el dar gloria a Dios
a quien habíamos ofendido. Entonces dará sus frutos la paciencia y purificará
por entero a nuestra alma, porque se habrá convertido en una obra de amor.
b) Otra manera es en el fiel cumplimiento de todos los deberes de nuestro
estado, ofreciéndolo de manera especial a Dios con espíritu de reparación. El
sacrificio más grato al Señor es el de la obediencia: «mejor es la obediencia
que sacrificar» 1 Sam 15. Las obligaciones de nuestro estado son la expresión
manifiesta de la voluntad de Dios sobre nosotros. Cumplirlas, pues, con la
mayor perfección posible, será ofrecer a Dios el más perfecto sacrificio, un
verdadero holocausto perpetuo y todo ésto ofrecido por los demás.
c) Otra forma es sin duda las privaciones y mortificaciones voluntarias que
nos imponemos para reparar por nuestros pecados y por los de los demás. Si
estas privaciones o renuncias atacan la raíz del mal, corrigiendo y
disciplinando las inclinaciones por las que las hemos cometido, será mucho
mejor
Hay además otras obras de penitencia especialmente recomendadas por la
Sagrada Escritura, como son el ayuno y la limosna.
A)
Era el ayuno, desde la Antigua Ley, una de las grandes obras expiatorias; era
lo que se llamaba «afligirse en el alma» más, para alcanzar su fin, ha de ir
junto con afectos de compunción y de misericordia.
En la Nueva Ley, el ayuno es una práctica de dolor y de penitencia; por eso
los Apóstoles no ayunan mientras el Esposo está con ellos, sino que
ayunarán cuando no esté. Nuestro Señor, para pagar por nuestros pecados,
ayunó cuarenta días y cuarenta noches y dijo a sus Apóstoles que hay algunos
demonios que no se pueden arrojar sino es con la oración y el ayuno. A esas
enseñanzas, ha instituido la Iglesia el ayuno de la Cuaresma, de las vigilias y
de las témporas para que los fieles puedan expiar sus pecados. Muchos de los
cuales proceden directa o indirectamente de la afición a los placeres
sensibles, del exceso en el comer o en el beber y no hay manera mejor de
repararlos que privarse del alimento, lo cual ataca a la raíz del mal, porque
mortifica el amor a los placeres de la carne. Ésta es la razón de que los Santos
hayan practicado tan frecuentes ayunos, aún fuera de los tiempos señalados
por la Iglesia; los cristianos fervorosos los imitan, o por lo menos, procuran
guardar en parte el ayuno propiamente dicho, privándose de algún alimento
en cada una de las comidas, para ir matando así la sensualidad.
B) En cuanto a la limosna, es una obra de caridad y una privación: por estas
dos razones tiene gran eficacia para reparar nuestros pecados. Cuando nos
privamos de algún bien dándoselo a un pobre, Dios no quiere quedarse atrás
en su generosidad y gustoso nos perdona una parte de la pena que
merecemos por nuestros pecados. Cuanto mas dadivosos seamos, cada cual
según su haber y cuanto más perfecta fuere la intención con que hiciéremos
la limosna, tanto mayor deuda espiritual se nos perdona. Lo que decimos de
la limosna corporal, se aplica con mayor razón a la espiritual, que tiene por
fin hacer bien a las almas y por ende, la gloria de Dios. Ésa es una de las obras
que promete hacer el Salmista cuando dice al Señor que, en reparación de su
pecado, enseñará a los pecadores los caminos de la penitencia.
FORMAS COMO PODEMOS PRACTICAR LA PENITENCIA:
Amando y sirviendo a nuestros semejantes “gastándonos hasta que duela”.
Soportando con paciencia los defectos y detalles que nos molestan de los
demás.
Aceptando la cruz de cada día con alegría, sin quejarnos.
Haciendo con excelencia los trabajos que nos encomienden.
En el fiel cumplimiento de nuestros deberes diarios.
Negándonos voluntariamente a disfrutar de aquello que nos gusta más.
Con el ayuno.
¡DAD GLORIA AL SEÑOR!
¡AHORA Y POR SIEMPRE!
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