Abderrahman II, el emir cordobs que derrot a los vikingos

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Abderrahman II, el emir cordobés que derrotó a
los vikingos
Nació en el año 788. Durante su emirato, Córdoba alcanzó un gran esplendor
cultural y se convirtió en mecenas de la cultura. Contribuyó a la pacificación
general y reorganizó las áreas de gobierno, aunque durante su mandato se
produjo la revolución religiosa de los mozárabes.
Fue un magnífico gobernante andalusí que supo hacer olvidar los estragos cometidos
por su padre y antecesor, Al-Hakam I. Bajo su mandato, Córdoba floreció como gran
epicentro cultural de Europa, mientras al-Andalus mejoraba ostensiblemente su
organización política, económica y social.
Nacido en 788 d. C., asumió el mando del emirato cordobés en 822, tras la
sanguinaria actuación de su progenitor en la terrible matanza de Secunda —un arrabal
de Córdoba—, donde 3.000 cristianos fueron pasados a cuchillo o crucificados por
mostrar discrepancias con el poder islámico imperante.
Afortunadamente, el heredero se confirmó como un emir respetuoso con las gentes y
gran mecenas de la cultura. Abderrahman II procuraría tres decenios de felicidad para
al-Andalus. Durante su gobierno, Córdoba resplandeció en todo el occidente europeo.
La capital andalusí fue embellecida de tal manera que muchos coincidieron en afirmar
que se hallaban ante la mejor ciudad del mundo. Razón no les faltaba: bajo el amparo
del omeya cientos de intelectuales se albergaron en la hermosa urbe, filósofos, poetas,
arquitectos y científicos adornaban con su saber las calles cordobesas.
El emir supo entender el ánimo de sus súbditos y estableció normas que aseguraron
una saludable convivencia entre las diferentes etnias y religiones. Asimismo, hubo un
incremento del número de funcionarios y se jerarquizaron algunas áreas de gobierno.
Además, la acuñación regular de moneda procuró la estabilidad suficiente para el
impulso del comercio, con lo que se forjó un escenario de prosperidad, a pesar de los
cronificados conflictos frente a los reinos cristianos peninsulares.
Pero la entrada en el juego religioso de nuevas influencias ortodoxas trastocó el
panorama social andalusí. Ya en tiempos de Al-Hakam I había cobrado fuerza la
presencia de la escuela malikí que propugnaba, desde el carisma de su fundador y
discípulo directo de Mahoma, Malik Ibn Anas, un acercamiento puro al cumplimiento
de las sunnas o prefectos coránicos.
La adopción de esta corriente islámica por al-Andalus derivó a una suerte de fricciones
con la población mozárabe. La creciente islamización del Estado originó reacciones
poco vistas desde los tiempos romanos, y muchos practicantes católicos optaron por el
voluntario martirio ante el menoscabo que, según ellos, estaba sufriendo su religión.
Fueron momentos de gran tensión con cientos de cristianos dispuestos a blasfemar
contra Mahoma, lo que de facto les condenaba a una ejecución sumaria, pues según
las leyes coránicas, el que ofendiera al profeta de Alá recibiría la pena de muerte. No
obstante, este delicado problema encontró una razonable solución, gracias a un
cónclave cristiano celebrado en Sevilla. Allí se determinó que se es forzosamente
mártir cuando no queda más remedio y no cuando la víctima lo pretende.
En el terreno bélico, Abderrahman II guerreó contra los francos de la marca Hispánica
y los cada vez más fuertes astur-leoneses. Pero, sin duda, el hecho militar más
extraño fue el que se libró contra los escandinavos. En 844 la península Ibérica recibió
la visita de las temidas hordas vikingas. Primero asaltaron La Coruña, donde fueron
rechazadas por los soldados del rey asturiano Ramiro I. Posteriormente, golpearon
Lisboa, para finalizar viaje remontando el Guadalquivir hasta Sevilla, ciudad que fue
sometida a un severo castigo. Los normandos tripulaban una flota compuesta por más
de 80 drakkar —sus característicos navíos— que quedaron fondeados en una isla
cercana a la capital hispalense.
Abderrahman II, sabedor del desastre provocado por los mayus (nombre con el que
los musulmanes designaban a los vikingos), organizó a su ejército en Córdoba y partió
al encuentro con los paganos. Los localizó cerca de Tablada (Sevilla), derrotándolos
hasta su casi exterminio. Este éxito sirvió para que el precavido emir ordenara la
construcción de varias atalayas defensivas por toda la costa andaluza, en previsión de
nuevas incursiones de aquellos fanáticos guerreros.
En sus años finales, Abderrahman mantuvo vivo su interés por el mecenazgo de las
bellas artes y la cultura y fomentó la traducción al árabe de las grandes obras
literarias. El propio Abderrahman compuso unas crónicas dedicadas a la historia de alAndalus.
Su muerte, a los 64 años, fue llorada por todos. No estableció cuál de sus hijos debía
sucederle pero, tras muchos debates, la corte eligió a su primogénito Muhammad I. El
joven de 19 años —ferviente seguidor de la fe islámica— intentó sin éxito mantener la
ingente obra de su padre, ya que cometió el grave error de dar prioridad a las
cuestiones religiosas antes que a otros asuntos esenciales para el buen discurrir de la
convivencia en el emirato omeya.
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