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La gaceta
9 de julio de 2012
7
El
imaginario
Yoknapatawpha
3
JUAN FERNANDO COVARRUBIAS
S
i a Macondo se llegó, gracias a
un tiempo de errancia y de descubrimiento, aún cuando sus
primeros pobladores olvidaron
cómo nombrar los objetos conocidos y
se vieron obligados a colgarles papeles
que les recordaran sus señas y funcionamiento; y si al fantasmagórico Comala de Pedro Páramo, Juan Preciado
lo conoció gracias a un pedimento:
“Vine a Comala porque me dijeron
que acá vivía mi padre. Mi madre me
lo dijo. Y yo le prometí que vendría a
verlo…”, y a las voces de los muertos;
el condado de Yoknapatawpha, con su
corazón: Jefferson, la profunda tierra
sureña que William Faulkner (New
Albany, 1897-Oxford, 1962, se celebran
50 años de su muerte) trazó para dotar
de coordenadas a su universo literario,
es en suma la atmósfera preñada de
amor y odio del mismo autor.
La noción de lugar, de espacio –reseña Helena Beristáin–, que aglutina
aniversario
Fue el creador de un universo literario,
caro a muchos de los más importantes
escritores latinoamericanos. En el 50
aniversario de la muerte de William
Faulkner, recordar el mítico condado
de Yoknapatawpha es recorrer
nuevamente una geografía trágica en el
más clásico sentido
William Faulkner.
Foto: Archivo
la sucesión de las acciones que, a la
postre, constituirán los hechos relatados en una narración, es el vertedero
de la historia, el marco que la aprisiona y, al mismo tiempo, la deja respirar,
es decir, la deja ser. Los acontecimientos son dotados de una instancia: la
espacialidad.
La pretensión de Faulkner al
crear ese condado imaginario iba
más allá de lo puramente estético.
La ciudad Delicias, de Jesús Gardea,
convertida en Placeres en su literatura –un escenario polvoriento y tocado sempiternamente por el sol–, se
gesta más a través de una querencia
emotiva y de ensoñación que por
un afán de apego y distanciamiento a un mismo tiempo, como sí se
da con Yoknapatawpha: “…su amor
y su odio a su región natal estaban
tan inextricablemente unidos que su
pasión se convirtió en lucha de la voluntad contra sí misma… angustia,
complacencia y alegría entrelazadas
con que un hombre puede aborrecer
la tierra sobre la que se yergue…”,
escribe Alfred Kazin en “La retórica
y la agonía” (Tierra nativa. Interpretación de medio siglo de literatura
norteamericana, 1995).
Si en Comala sólo hay rastros de
murmullos y extravío, o fragmentos
de seres que se inclinan más por la
precariedad y el silencio, en Yoknapatawpha sucede todo lo contrario: se
trata del idílico sur de Estados Unidos,
un “campo homérico de batalla –reseña Kazin–, […] la periferia misma de
la existencia, esa barrera de la imaginación más allá de la cual no podía decirse que hubiese vida.” Y donde perviven, a contracorriente incluso, esas
rancias familias, en contraposición
con una población emergente –los negros, sobre todo– que restalla sus anhelos y convicciones en esa aristocracia que poco a poco, como un edificio
viejo, se viene abajo. Allí hay un alto
concepto de la vida atormentada y sus
consecuencias.
En las últimas páginas de ¡Absalón, Absalón! (1936) aparece un minucioso mapa de “Jefferson, condado de
Yoknapatawpha-Mississipi”, en el que
se asienta que William Faulkner es
su único dueño y propietario, y quien
“cree todo lo referente a ese mundo de
manera concreta, asombrosa: el mapa
del condado no es una broma –escribe Elizabeth Hardwick en ‘Faulkner
y el Sur en nuestros días’ (1997)–.
Estamos ante un hombre que puede
dar un paseo por la mañana y señalar
el punto…”, por ejemplo, en que los
buitres comenzaron a rondar el ataúd
de Addie Bundren mientras trataban
de llegar a Jefferson para poder darle
sepultura en Mientras agonizo (1930);
o el entramado laberíntico que se va
armando en Santuario (1931): la búsqueda de Temple Drake, secuestrada
por Popeye, que adquiere tintes de
tragedia griega bajo el velo de un afán
detectivesco.
En las coordenadas del citado
mapa es posible encontrar a las familias que aparecen en la narrativa de
Faulkner: los Sartoris (Sartoris, 1929),
los Compson (El sonido y la furia,
1929), los Coldfield (¡Absalón, Absalón!), los Sutpen (Sartoris y ¡Absalón,
Absalón!), los Bundren (Mientras
agonizo), los Snopes (El villorio, 1940;
La ciudad, 1957 y La mansión, 1959)
y personajes de Santuario y Luz de
agosto (1932). En el mundo faulkneriano, un “mundo cerrado, condenado y en el que los personajes reaparecen una y otra vez” (Juan García
Ponce, Vuelta, 1997), éstos responden
a esa identidad dada a través de Yoknapatawpha, porque se trata de un intento de reconquista del espacio imaginario, como Quasimodo en Nuestra
señora de París (Víctor Hugo, 1831),
quien dice que sucesivamente la catedral había sido para él “el huevo, el
nido, la casa, la patria y el universo.”
Así Yoknapatawpha: una órbita cerrada que, de modo contradictorio, tiende a la inmensidad. \
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