LA GLOBALIZACIÓN La palabra globalización ha pasado a protagonizar muchos debates, de tal suerte que hoy impregna un sinfín de discusiones que se interesan por la economía, las relaciones sociales, la política o la cultura. En este texto examinaremos estos cuatro ámbitos, al tiempo que procuraremos sopesar, brevemente, el perfil de los movimientos que han optado por contestar la modalidad neoliberal de la globalización. La dimensión económica de la globalización A decir verdad, no hay ningún motivo para aceptar que la palabra globalización retrata mejor el grueso de las relaciones económicas contemporáneas que otras --así, capitalismo o, incluso, imperialismo-- que acaso dan cuenta de forma más directa de la realidad que nos ocupa. Lo anterior no quiere decir, en modo alguno, que el capitalismo de principios del siglo XXI muestre los mismos rasgos que sus antecesores. Las novedades, bien que relativas, que ha pasado a exhibir justificarían, según una lectura legítima de los hechos, el acuñamiento del término globalización siempre y cuando lo hagamos acompañar, eso sí, de adjetivos como los de capitalista o neoliberal. ¿Y cuáles son las novedades que se han registrado en la condición del capitalismo contemporáneo? Mencionaremos cinco. La primera de ellas no es otra que la primacía de la especulación; piénsese que en el planeta de hoy se mueven sesenta veces más recursos en operaciones de cariz estrictamente especulativo que los que corresponden a aquéllas que implican una compraventa efectiva de bienes y de servicios. La segunda la aporta un formidable desarrollo de las fusiones; los capitales inmersos en estas últimas se han multiplicado por siete en los dos últimos decenios, perfilando un escenario en el que la riqueza, por lógica, se halla mucho más concentrada que en el pasado. La tercera la proporciona un proceso de deslocalización que ha permitido el traslado a otros países de empresas enteras, las más de las veces en busca de salarios bajos, ventajas fiscales y regímenes autoritarios que permitan garantizar la obtención del beneficio más descarnado. La cuarta llega de la mano de una apuesta general encaminada a rebajar el peso de los controles políticos y, con ellos, de los poderes políticos tradicionales. La última novedad la configura un crecimiento espectacular de las redes del crimen organizado: cuando se mitiga el peso de las regulaciones, en todos los ámbitos, ello beneficia, y con claridad, a los capitales que se mueven en la penumbra. Lo que acabamos de describir puede resumirse en una sola idea: el gran designio que acompaña a la globalización neoliberal estriba en crear a escala planetaria una especie de gigantesco paraíso fiscal en virtud del cual los capitales podrían moverse sin traba alguna, desentendiéndose, en paralelo, de cualquier tipo de consideración de carácter humano, social y medioambiental. Un proyecto que cobró cuerpo hace unos años, y que con certeza reaparecerá, el del Acuerdo Multilateral de Inversiones, ilustraba en plenitud el contenido de esta apuesta: su propósito primero consistía en garantizar que los Estados debían perder cualquier potestad en lo que respecta a la posibilidad de aceptar o rechazar, en su territorio, inversiones foráneas. En ese marco conviene que agreguemos que, pese a las apariencias, las empresas trasnacionales, que son al cabo el gran beneficiario del proyecto que nos interesa, en modo alguno están dispuestas a dejar que los hechos económicos discurran sin intervención alguna: lo que quieren es preservar para sí, y en exclusiva, la posibilidad de intervenir. Las relaciones sociales La secuela fundamental de la apuesta que nos ocupa es, por lo que sabemos, la ratificación de las condiciones de desigualdad y exclusión que caracterizan de siempre al capitalismo. La globalización neoliberal en modo alguno ha permitido reducir los niveles de pobreza en un planeta en el que hay más de 3.000 millones de personas condenadas a vivir con menos de dos euros cada día y 1.200 millones a hacerlo con menos de un euro. Aunque no sólo se trata de eso: al calor de la globalización en curso no han dejado de acrecentarse las diferencias entre las capas mejor situadas y las peor emplazadas de la población mundial. Si el cálculo lo realizamos sobre la base de los niveles de ingresos correspondientes al 20% más rico y al 20% más pobre, esas diferencias eran de 30 a 1 en 1960, se colocaron en 60 a 1 en 1990 y hoy andan frisando, por lo que parece, el 80 a 1. Por detrás de esta ratificación de viejas corrientes de exclusión, la globalización neoliberal en modo alguno reclama el vigor de saludables flujos descentralizadores. Es, muy al contrario, un proceso controlado por los tres grandes núcleos de poder del capitalismo tradicional: Estados Unidos, la UE y Japón. No se olvide que de las 45.000 empresas transnacionales que existen, 38.000 se hallan radicadas en alguno de esos grandes núcleos, y parece lícito suponer que la mayoría de las restantes, aunque formalmente ubicadas en otros escenarios, están en los hechos controladas desde el Norte desarrollado. Otro de los grandes mitos que ha cobrado cuerpo al amparo de la globalización neoliberal --el que sugiere que ésta ha permitido acrecentar sensiblemente los flujos de inversión encaminados a los países más pobres-- merece contestación: las inversiones en cuestión han beneficiado, en el mejor de los casos, a una docena de países --protagonistas, dicho sea de paso, de periódicas y espectaculares crisis--, al tiempo que han dejado en la misma situación de postración a la abrumadora mayoría de los restantes, como lo ilustra, por ejemplo, lo ocurrido con el África subsahariana. A los ojos de muchos expertos, el destino final de la globalización en curso no es otro que la consolidación de lo que han dado en llamar la sociedad del 20/80: en ella una quinta parte de la población planetaria viviría en la opulencia en tanto las cuatro quintas partes restantes se verían condenadas a una lucha feroz para sobrevivir. La política: el Estado en la era de la globalización El Estado, y en general los poderes políticos tradicionales, ha experimentado dos procesos de signo contrario al calor de la globalización neoliberal: si en un terreno --el de su capacidad de decisión política y social-- sus atribuciones se han reducido sensiblemente, en otro --el de su poderío represivo-militar-- sus potestades parecen llamadas, en cambio, a acrecentarse. Ya hemos señalado que la globalización que conocemos acarrea una clara apuesta orientada a reducir el peso de los poderes políticos tradicionales. En todo el planeta --en los países ricos como en los pobres-- parecen ser gigantescas corporaciones económico- financieras las que marcan el derrotero de muchas decisiones políticas, en lo que supone, por lógica, una agresión en toda regla contra los principios de la democracia representativa. Al fin y al cabo, y en su condición última, estamos hablando de un escenario en el cual son personas que no han sido elegidas por la ciudadanía las que parecen llamadas a dictar todas, o casi todas, las decisiones de relieve. Lo retrató bien a las claras el filósofo estadounidense John Dewey, para quien la democracia pierde su sentido cuando la vida de un país se ve gobernada por genuinos tiranos privados, de tal manera que los trabajadores se encuentran subordinados al control empresarial y la política se convierte en una suerte de sombra que los negocios arrojan sobre la sociedad. El otro proceso, el que discurre en sentido contrario, nos habla de un fortalecimiento de las dimensiones represivo-militares de los Estados. Al amparo, en los últimos tiempos, de la excusa del terrorismo se han acrecentado sensiblemente unas atribuciones que a buen seguro obedecen al designio primero de garantizar que las reglas del juego propias de la globalización neoliberal ganan terreno. No se olvide, por ejemplo, que la doctrina de seguridad estratégica aprobada en EE.UU. en septiembre de 2002 preconizaba los ataques preventivos y los supeditaba a la satisfacción de dos grandes objetivos: ratificar la hegemonía propia y expandir el modelo de capitalismo norteamericano para que alcance el último rincón del planeta. El crecimiento espectacular experimentado en todo el globo por el gasto militar ilustra, de cualquier modo, una formidable contradicción incorporada a las prácticas neoliberales: el objetivo de un déficit público cero, que se procura aplicar a rajatabla cuando se trata de encarar los gastos sociales, se olvida sin mayores problemas cuando lo que está en juego es, por el contrario, el gasto militar-represivo. Esta contradicción refleja con claridad el vigor de un orden de prioridades en virtud del cual la sanidad y la educación quedan relegadas a un visible segundo plano en provecho de maquinarias cuyo propósito es garantizar la obtención del beneficio más descarnado. Una apisonadora cultural Al amparo de la globalización neoliberal ha cobrado cuerpo, también, un inquietante proceso de uniformización cultural que tiene su primer reflejo en el hecho de que en casi todos los lugares se reciben hoy las mismas informaciones, se contemplan las mismas películas, se soportan los mismos anuncios publicitarios y se leen los mismos libros. El proceso correspondiente nada aporta de saludable: si, por un lado, obedece al claro designio de arrinconar las manifestaciones culturales de un sinfín de pueblos, por el otro responde a una lógica de perfil claramente mercantil y etnocéntrico. La lógica que acabamos de invocar se revela de muy diversas maneras. Si, por lo pronto, reclama la imposición de las formas culturales propias de los poderosos, en una de sus dimensiones se traduce en el espejismo de una cultura global que sería el producto de la hibridación de elementos muy dispares; detrás de ese espejismo poco más se aprecia que el impulso arrollador de la cultura que ha cobrado cuerpo en los estratos dirigentes de Estados Unidos o, como mucho, en los del mundo occidental. Para que nada falte, en la determinación de la cultura que nos ocupa desempeñan un papel decisivo la publicidad y las marcas o, lo que es lo mismo, la manipulación en muchas de sus formas más abyectas. A duras penas puede sorprender que en este escenario se haya registrado una inevitable y defensiva reacción de carácter nacionalista. Conviene agregar, eso sí, que a los ojos de determinados analistas la globalización neoliberal ha traído consigo, pese a todo, un efecto saludable: el desarrollo de tecnologías que pueden ser empleadas en provecho de causas justas. El ejemplo que comúnmente se aporta al respecto es, cómo no, el de Internet, una red aparentemente descentralizada, no jerárquica y abierta, con posibilidades notables de expansión. Sin descartar que al calor de Internet se revelen, en el futuro, hechos sugerentes, hoy por hoy es obligado subrayar que la red más bien parece ratificar viejas exclusiones y desigualdades. De hecho, el 93% de los usuarios de Internet pertenece al 20% privilegiado de la población planetaria, de tal suerte que, y por añadidura, un 65% de los habitantes del globo no es que no hayan utilizado nunca la red: es que no saben lo que es un teléfono. Los movimientos de resistencia La única dimensión inequívocamente positiva de la globalización neoliberal asume la forma de una paradoja: ha permitido que ganen terreno movimientos que, cada vez más atractivos, se muestran firmemente decididos a dar réplica a aquélla. Los movimientos de resistencia global exhiben, como poco, tres significativas virtudes: aportan un horizonte de contestación global del capitalismo que conocemos --y de sus querencias militaristas--, disfrutan de posibilidades certeras de relación con muchas de las redes antecesoras --así, con los sectores más lúcidos del movimiento obrero de siempre-- y disponen, en fin, de estructuras genuinamente transnacionales, en las que se dan cita gentes del Sur y del Norte. Los movimientos, además, han permitido reabrir muchos debates prematuramente cerrados en una izquierda, la que tiene peso en las instituciones, a menudo dramáticamente integrada en la lógica de los sistemas que padecemos. Es verdad, con todo, que desde dentro del propio pensamiento neoliberal han empezado a manifestarse voces que disienten de la apuesta que ha cobrado cuerpo al calor de la globalización en curso. Esas voces entienden que nos hallamos ante lo que bien puede ser un caballo desbocado que escape al control, y a los intereses, de quienes decidieron enjaezarlo. Conforme a estos análisis, y sin ir más lejos, la decisión de arrinconar los poderes políticos tradicionales puede tener un efecto negativo sobre el capitalismo y sus hábitos, en la medida en que hará desaparecer muchos elementos mitigadores de las tensiones y acaso conducirá a un caos generalizado.