articulo 4 - Revista Relaciones - Estudios de Historia y Sociedad

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CANOS, FRANCESES
NOVIA DE REPUBLI
Y EMPERADORES: LA CIUDAD DE MÉXICO
DURANTE LA INTERVENCIÓN FRANCESA*
RELACIONES
84,
OTOÑO
2000,
VOL.
XXI
Erika Pani
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES DR. JOSÉ MARÍA LUIS MORA
ara la Historia Patria, 1867 representa una fecha mágica. Con el triunfo sobre las huestes invasoras, la República mexicana, como escribió Justo Sierra, “había conquistado el derecho indiscutible e indiscutido de
llamarse una nación”.1 Al ascender a la sacra trinidad
legitimadora del Estado mexicano durante el último cuarto del siglo XIX
–Independencia, Reforma, Intervención–, el período entre 1862 y 1867
adquirió proporciones míticas. Escribir sobre la Intervención francesa
ha significado, las más veces, hacer la historia del universal levantamiento de la nación –con la excepción de dos o tres deleznables traidores– que expulsó a los franceses que profanaban con su planta el suelo
patrio. Esta visión ha marcado no sólo las distintas versiones de la “historia nacional”, sino también la historiografía de enfoque más localista.
Salvo excepciones notables,2 las historias regionales de la Intervención y
del Imperio se han centrado –y muchas veces se han limitado– a describir los patriotas que fueron los valientes locales en su rechazo a los
nefastos franceses.
No obstante, muchos de los historiadores que se han ocupado del
Imperio, de José María Vigil a José C. Valadés, pasando por, entre otros,
Justo Sierra y Manuel Rivera Cambas, han tenido que lidiar con hechos
que chocan con esta imagen de bronce, vaciada de una sola pieza, en la
que el país entero se rebela en contra de la invasión francesa, o, por lo
menos, le hace el feo a los soldados de Napoleón III. Así, estos autores
tuvieron que explicar, no sin cierta dificultad, las tumultuosas recepciones con las que se recibía a los ejércitos franceses y a la pareja imperial; las numerosas actas de adhesión al Imperio; y la participación de
muchos liberales moderados en el gobierno de Maximiliano. Las explicaciones ofrecidas, predecibles, no siempre son satisfactorias: según
estos autores, sólo la seudoaristocracia mexicana, extranjerizante y ridícula, habría participado en el jolgorio de las recepciones. Cuando admiten que el “pueblo” estaba presente, se apresuran a asegurar que su
presencia no significaba que apoyara a la intervención o al imperio: la
P
* Agradezco los comentarios y sugerencias que me han hecho los lectores y demás
autores de este volumen.
1
Sierra, 1970, p. 428.
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
plebe estaba ahí, aclamando a los invasores y al príncipe usurpador,
porque el clero le tenía sorbido el seso, o porque, naturalmente, estos extranjeros, uniformados y emperifollados, picaron su curiosidad. Se ha
dicho también que las tropas francesas arrancaron las actas de adhesión
de las poblaciones a sangre y a fuego. Por su parte, Justo Sierra afirmó
que los timoratos liberales moderados, a los que llamó “franceses mentales”,3 habían estado demasiado apantallados con las glorias del imperio de Napoleón III para tener fe en el eventual triunfo de la república,
como si la tuvieron los buenos patriotas.
De esta forma, el patrioterismo de la historiografía tradicional sobre
la “Segunda guerra de Independencia” ha echado un velo sobre toda
una serie de realidades que por tener más que ver con la vida cotidiana
de las localidades, con los conflictos y las prácticas de poder de sus élites, con el teje y maneje de la supervivencia diaria de cada población,
escapan a la lógica de la monumental lucha por la soberanía nacional.
Por esto, en este trabajo quisiéramos acercarnos a las vivencias de la ciudad de México durante la guerra en contra de la Intervención y del Imperio. Durante los años entre 1862 y 1867 oímos a la capital hablar con
voces muy distintas. Hasta finales de mayo de 1863, la ciudad se dijo
dispuesta a defenderse del ejército francés hasta el último hombre.
Pocos días después, como escribió el General Achille Bazaine de su
puño y letra, recibió al ejército francés “con aclamaciones”.4 En junio de
1867, la prensa capitalina afirmaba confiada que la guarnición imperial
no podría ser vencida por las indisciplinadas fuerzas de Porfirio Díaz.5
El 21 del mismo mes, la ciudad se volcaba, loca de júbilo, para recibir a
los republicanos.6
¿Cómo explicar estos vaivenes? Al centrar nuestro estudio en la ciudad de México, descubrimos una serie de respuestas a la Intervención,
quizá menos heroicas que las que describe la Historia Patria, pero mucho más complejas, más ricas y más interesantes. Como veremos a continuación, entre 1862 y 1867, en la capital de la nación se jugaron cosas
cuya importancia fue percibida como más inmediata y palpable que la
nebulosa “salvación de la Patria”. Distintos grupos se turnaron en el poder, se apropiaron de la voz de la ciudad, y ésta asumió posiciones distintas. Sugerimos que son tres los factores que ayudan a explicar las
peculiares reacciones de la ciudad de México ante la invasión de los
ejércitos de Napoleón III.
En primer lugar, y como telón de fondo a la respuesta de la ciudad
a la guerra, está el carácter relativamente limitado y contenido de la
guerra en el México independiente. El desarrollo –tan difícil de aprehender– todavía tenue y parcial del nacionalismo dentro de la masa de
la población, así como la concepción del honor militar y la solidaridad
de clase que compartían oficiales mexicanos y franceses contribuyeron
a la naturaleza relativamente poco sangrienta y “civilizada” de las contiendas militares posteriores a la guerra de Independencia.7
Por otra parte, cabe indicar que, tras el estallido de la guerra de Reforma en enero de 1858, el país había sido presa de una agitación constante, a la que ahora se superponía una invasión extranjera. Para 1862,
el lidiar con los trastornos de una guerra civil subsumida pero siempre
latente se había vuelto ya costumbre para los capitalinos.8 Además, el
alto valor simbólico de la capital de cierta manera protegía a “la ciudad
que da nombre a la nación”,9 los distintos contendientes siempre intentaron evitar su destrucción hasta donde fuera posible. El gobierno imperial fue incluso más lejos: buscó tranformarla en una capital imperial,
cuya belleza y modernidad promovieran la adhesión de los capitalinos
al proyecto maximilianista.
Para las acciones del ejército francés en Oaxaca, véase Dabbs, 1963; para Nayarit,
véase Meyer, 1984; para la Sierra de Puebla, véase Mallon, 1995; para Tlaxcala, Buve, 1998
y Nelen, 1998.
3
Sierra, 1957, pp. 339-340.
4
“Historia de la primera división, desde su embarque hasta el nombramiento de su
general como comandante en jefe, el 1 de octubre de 1863”, en García, 1907, tomo XIV,
pp.268-269.
5
Véase el mes de junio 1867 del diario El Pájaro Verde.
6
Zamacois, 1882, tomo XVIII, parte II, pp. 1644-1645.
2
1 3 6
Fowler, 1996, pp. 16-21.
Agradezco los comentarios que me hizo, sobre este punto, el doctor Sergio Tamayo.
9
La expresión es del doctor Andrés Lira.
7
8
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plebe estaba ahí, aclamando a los invasores y al príncipe usurpador,
porque el clero le tenía sorbido el seso, o porque, naturalmente, estos extranjeros, uniformados y emperifollados, picaron su curiosidad. Se ha
dicho también que las tropas francesas arrancaron las actas de adhesión
de las poblaciones a sangre y a fuego. Por su parte, Justo Sierra afirmó
que los timoratos liberales moderados, a los que llamó “franceses mentales”,3 habían estado demasiado apantallados con las glorias del imperio de Napoleón III para tener fe en el eventual triunfo de la república,
como si la tuvieron los buenos patriotas.
De esta forma, el patrioterismo de la historiografía tradicional sobre
la “Segunda guerra de Independencia” ha echado un velo sobre toda
una serie de realidades que por tener más que ver con la vida cotidiana
de las localidades, con los conflictos y las prácticas de poder de sus élites, con el teje y maneje de la supervivencia diaria de cada población,
escapan a la lógica de la monumental lucha por la soberanía nacional.
Por esto, en este trabajo quisiéramos acercarnos a las vivencias de la ciudad de México durante la guerra en contra de la Intervención y del Imperio. Durante los años entre 1862 y 1867 oímos a la capital hablar con
voces muy distintas. Hasta finales de mayo de 1863, la ciudad se dijo
dispuesta a defenderse del ejército francés hasta el último hombre.
Pocos días después, como escribió el General Achille Bazaine de su
puño y letra, recibió al ejército francés “con aclamaciones”.4 En junio de
1867, la prensa capitalina afirmaba confiada que la guarnición imperial
no podría ser vencida por las indisciplinadas fuerzas de Porfirio Díaz.5
El 21 del mismo mes, la ciudad se volcaba, loca de júbilo, para recibir a
los republicanos.6
¿Cómo explicar estos vaivenes? Al centrar nuestro estudio en la ciudad de México, descubrimos una serie de respuestas a la Intervención,
quizá menos heroicas que las que describe la Historia Patria, pero mucho más complejas, más ricas y más interesantes. Como veremos a continuación, entre 1862 y 1867, en la capital de la nación se jugaron cosas
cuya importancia fue percibida como más inmediata y palpable que la
nebulosa “salvación de la Patria”. Distintos grupos se turnaron en el poder, se apropiaron de la voz de la ciudad, y ésta asumió posiciones distintas. Sugerimos que son tres los factores que ayudan a explicar las
peculiares reacciones de la ciudad de México ante la invasión de los
ejércitos de Napoleón III.
En primer lugar, y como telón de fondo a la respuesta de la ciudad
a la guerra, está el carácter relativamente limitado y contenido de la
guerra en el México independiente. El desarrollo –tan difícil de aprehender– todavía tenue y parcial del nacionalismo dentro de la masa de
la población, así como la concepción del honor militar y la solidaridad
de clase que compartían oficiales mexicanos y franceses contribuyeron
a la naturaleza relativamente poco sangrienta y “civilizada” de las contiendas militares posteriores a la guerra de Independencia.7
Por otra parte, cabe indicar que, tras el estallido de la guerra de Reforma en enero de 1858, el país había sido presa de una agitación constante, a la que ahora se superponía una invasión extranjera. Para 1862,
el lidiar con los trastornos de una guerra civil subsumida pero siempre
latente se había vuelto ya costumbre para los capitalinos.8 Además, el
alto valor simbólico de la capital de cierta manera protegía a “la ciudad
que da nombre a la nación”,9 los distintos contendientes siempre intentaron evitar su destrucción hasta donde fuera posible. El gobierno imperial fue incluso más lejos: buscó tranformarla en una capital imperial,
cuya belleza y modernidad promovieran la adhesión de los capitalinos
al proyecto maximilianista.
Para las acciones del ejército francés en Oaxaca, véase Dabbs, 1963; para Nayarit,
véase Meyer, 1984; para la Sierra de Puebla, véase Mallon, 1995; para Tlaxcala, Buve, 1998
y Nelen, 1998.
3
Sierra, 1957, pp. 339-340.
4
“Historia de la primera división, desde su embarque hasta el nombramiento de su
general como comandante en jefe, el 1 de octubre de 1863”, en García, 1907, tomo XIV,
pp.268-269.
5
Véase el mes de junio 1867 del diario El Pájaro Verde.
6
Zamacois, 1882, tomo XVIII, parte II, pp. 1644-1645.
2
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Fowler, 1996, pp. 16-21.
Agradezco los comentarios que me hizo, sobre este punto, el doctor Sergio Tamayo.
9
La expresión es del doctor Andrés Lira.
7
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Por otra parte, también pesó la idiosincrasia particular del gobierno
capitalino. El ayuntamiento de la ciudad representaba una autoridad
menor frente a los poderes nacionales, dedicado antes a prosaícas y rutinarias actividades administrativas que a grandes cuestiones políticas.
No obstante, en un momento de particular inestabilidad a nivel nacional, sus vínculos con la población fueron quizá más íntimos. Como se
verá, la corporación consideró que debía responder primero a los capitalinos que a una nación algo indefinida. Este sentido de responsabilidad ante la ciudadanía capitalina permeó el discurso del ayuntamiento
incluso cuando su autoridad no dimanaba de la elección popular, como
fue el caso de los ayuntamientos del segundo semestre de 1863, y los de
1864 y 1865. Al parecer, independientemente de quién ocupara los cargos edilicios, y de cómo hubieran llegado a ellos, el gobierno municipal
estuvo muy consciente de sus responsabilidades como garante, por encima de todo lo demás, de la policía urbana y del buen orden.
No estamos afirmando aquí que durante la Intervención y el Imperio el ayuntamiento “representara” a la ciudad en un sentido moderno.
No daba voz a los múltiples y diversos actores, tanto individuales como
colectivos, que constituían la compleja realidad capitalina. Alcaldes y
regidores no recibían un mandato del electorado. Representaban grupos
de poder, dotados de lazos clientelares y estrategias de negociación. Su
ascenso al gobierno municipal reflejó sobre todo los vaivienes de la pugna entre los distintos grupos que se disputaban el dominio del Estado
nacional. No obstante, como miembros del cuerpo municipal consideraron estar de alguna manera por encima del contexto político nacional.
Como se verá, este cuerpo colegiado, aunque dispuesto a hacer declaraciones patrióticas y a recaudar impuestos extraordinarios, no sintió que
la defensa a muerte de la independencia y soberanía de la nación fuera
la tarea prioritaria. La conservación de la ciudad y de su modus vivendi
si lo era. Por último, veremos como, para distintos sectores de una élite
política escindida, la guerra con Francia no representaba necesariamente una pavorosa amenaza a la supervivencia de México como nación independiente. Muchos fueron los que vieron en ella una oportunidad
para modificar a su favor las estructuras de poder.
1 3 8
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
UNA GUERRA “AGUADA”10
¿Cómo vivió la población de la ciudad de México los aciagos días de la
guerra de Intervención? La capital, a diferencia, por ejemplo, de la ciudad de Puebla, no sufrió el ataque directo de los invasores. Incluso, las
operaciones militares que se llevaron a cabo en sus alrededores apenas
figuran en las historias militares de la Intervención.11 La suerte de la Angelópolis, tanto frente a los franceses como, pocos años después, frente
a los republicanos, iba a determinar la de la capital. El 17 de mayo de
1863, a un año casi exacto de la única derrota que infligiera el ejército
mexicano a las armas francesas, caía, tras largo sitio, la “inmortal Zaragoza”. Los “primeros soldados del mundo” emprendieron la marcha
hacia la capital. Las autoridades capitalinas llevaban ya más de un año
–desde enero de 1862, durante los primeros días de la intervención tripartita– esforzándose por asegurar la resistencia y el apoyo de la
población en contra de la invasión. Todo parecía indicar que la ciudad
de México sufriría un largo y sangriento sitio. La República, como decía
el general Anastasio Parrodi, tenía que “aprestarse para sostener en
todo evento su dignidad ultrajada, y los habitantes del Distrito Federal
no [ocuparían] el último lugar en esa gloriosa competencia de patriotismo y pundonor”.12
No obstante, las patrióticas proclamas oficiales no tuvieron el efecto
deseado. A los chilangos les importó poco ocupar un lugar más que
modesto en la “gloriosa competencia” a la que aludía Parrodi. A diferencia de lo que exigía el exaltado general, ni empuñaron las armas
todos los que podían llevarlas, y menos cooperaron los demás con los
servicios que sus circunstancias le permitían prestar.13 Al contrario, la insistencia con que se repetían las disposiciones exigiendo la cooperación
La expresión es del diario imperialista La Unión, refiriéndose al sitio de la ciudad
de México. Véase “Variedades”, en El Pájaro Verde, mayo 13, 1867.
11
Niox, 1874; Santibáñez, 1892; León Toral, 1962.
12
Anastasio Parrodi a los habitantes del distrito, enero 16, 1862, en la base de datos
“Bandos de la ciudad de México”, Instituto Mora (en adelante, BD-Bandos), vol. 103-folio
10. Agradezco a la doctora Nicole Giron el haberme dado acceso a este material.
13
Anastasio Parrodi a los habitantes del distrito, enero 16, 1862, en BD-Bandos, vol.
103-folio 10.
10
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Por otra parte, también pesó la idiosincrasia particular del gobierno
capitalino. El ayuntamiento de la ciudad representaba una autoridad
menor frente a los poderes nacionales, dedicado antes a prosaícas y rutinarias actividades administrativas que a grandes cuestiones políticas.
No obstante, en un momento de particular inestabilidad a nivel nacional, sus vínculos con la población fueron quizá más íntimos. Como se
verá, la corporación consideró que debía responder primero a los capitalinos que a una nación algo indefinida. Este sentido de responsabilidad ante la ciudadanía capitalina permeó el discurso del ayuntamiento
incluso cuando su autoridad no dimanaba de la elección popular, como
fue el caso de los ayuntamientos del segundo semestre de 1863, y los de
1864 y 1865. Al parecer, independientemente de quién ocupara los cargos edilicios, y de cómo hubieran llegado a ellos, el gobierno municipal
estuvo muy consciente de sus responsabilidades como garante, por encima de todo lo demás, de la policía urbana y del buen orden.
No estamos afirmando aquí que durante la Intervención y el Imperio el ayuntamiento “representara” a la ciudad en un sentido moderno.
No daba voz a los múltiples y diversos actores, tanto individuales como
colectivos, que constituían la compleja realidad capitalina. Alcaldes y
regidores no recibían un mandato del electorado. Representaban grupos
de poder, dotados de lazos clientelares y estrategias de negociación. Su
ascenso al gobierno municipal reflejó sobre todo los vaivienes de la pugna entre los distintos grupos que se disputaban el dominio del Estado
nacional. No obstante, como miembros del cuerpo municipal consideraron estar de alguna manera por encima del contexto político nacional.
Como se verá, este cuerpo colegiado, aunque dispuesto a hacer declaraciones patrióticas y a recaudar impuestos extraordinarios, no sintió que
la defensa a muerte de la independencia y soberanía de la nación fuera
la tarea prioritaria. La conservación de la ciudad y de su modus vivendi
si lo era. Por último, veremos como, para distintos sectores de una élite
política escindida, la guerra con Francia no representaba necesariamente una pavorosa amenaza a la supervivencia de México como nación independiente. Muchos fueron los que vieron en ella una oportunidad
para modificar a su favor las estructuras de poder.
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
UNA GUERRA “AGUADA”10
¿Cómo vivió la población de la ciudad de México los aciagos días de la
guerra de Intervención? La capital, a diferencia, por ejemplo, de la ciudad de Puebla, no sufrió el ataque directo de los invasores. Incluso, las
operaciones militares que se llevaron a cabo en sus alrededores apenas
figuran en las historias militares de la Intervención.11 La suerte de la Angelópolis, tanto frente a los franceses como, pocos años después, frente
a los republicanos, iba a determinar la de la capital. El 17 de mayo de
1863, a un año casi exacto de la única derrota que infligiera el ejército
mexicano a las armas francesas, caía, tras largo sitio, la “inmortal Zaragoza”. Los “primeros soldados del mundo” emprendieron la marcha
hacia la capital. Las autoridades capitalinas llevaban ya más de un año
–desde enero de 1862, durante los primeros días de la intervención tripartita– esforzándose por asegurar la resistencia y el apoyo de la
población en contra de la invasión. Todo parecía indicar que la ciudad
de México sufriría un largo y sangriento sitio. La República, como decía
el general Anastasio Parrodi, tenía que “aprestarse para sostener en
todo evento su dignidad ultrajada, y los habitantes del Distrito Federal
no [ocuparían] el último lugar en esa gloriosa competencia de patriotismo y pundonor”.12
No obstante, las patrióticas proclamas oficiales no tuvieron el efecto
deseado. A los chilangos les importó poco ocupar un lugar más que
modesto en la “gloriosa competencia” a la que aludía Parrodi. A diferencia de lo que exigía el exaltado general, ni empuñaron las armas
todos los que podían llevarlas, y menos cooperaron los demás con los
servicios que sus circunstancias le permitían prestar.13 Al contrario, la insistencia con que se repetían las disposiciones exigiendo la cooperación
La expresión es del diario imperialista La Unión, refiriéndose al sitio de la ciudad
de México. Véase “Variedades”, en El Pájaro Verde, mayo 13, 1867.
11
Niox, 1874; Santibáñez, 1892; León Toral, 1962.
12
Anastasio Parrodi a los habitantes del distrito, enero 16, 1862, en la base de datos
“Bandos de la ciudad de México”, Instituto Mora (en adelante, BD-Bandos), vol. 103-folio
10. Agradezco a la doctora Nicole Giron el haberme dado acceso a este material.
13
Anastasio Parrodi a los habitantes del distrito, enero 16, 1862, en BD-Bandos, vol.
103-folio 10.
10
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
de la población en la lucha patriótica –notablemente las que concernían
al subsidio de guerra–, y la actitud algo errática del gobierno, ahora
complaciente, ahora amenazante, sugieren que la población de la capital no se sintió lo suficientemente inspirada o amenazada para solidarizarse con el esfuerzo de guerra que dirigía el presidente Juárez.
De este modo, en abril de 1862 se decretaba la primera cuota para
subsidiar la guerra, misma que el 14 de junio se reducía a la mitad, exceptuándose además del pago a las “personas menesterosas”.14 De manera similar, en diciembre del mismo año, seis días después de decretarse un segundo subsidio, Ignacio Comonfort, general en jefe del
Ejército del Centro, consciente quizá de que se estaba exigiendo a la población un sacrificio que no estaba dispuesta a hacer, ofrecía hacer “más
fácil y menos gravosa” la exhibición de la cuota: los contribuyentes podrían cubrirla por mitades, y enterar la tercera parte “en armas de munición, en vestuario para el ejército, en tabaco labrado, en hierro, en
cobre, en plomo, en pólvora en cápsula o en azufre y salitre, en satisfacción del Cuartel-Maestre del ejército”.15 El día 15 del mismo mes, en un
esfuerzo por “allanar los inconvenientes” de la recaudación, y procurando hacer que el subsidio fuera “más proporcional y equitativo”, el
general decretaba que una junta revisara las cuotas impuestas. Esta junta estaría conformada por representantes tanto del Estado como de los
contribuyentes: dos empleados, un regidor, un propietario y un comerciante.16
Sin embargo, ni el involucrar a los afectados en la revisión de las
cuotas, ni las facilidades de pago que se les ofrecieron hicieron que el cobro del subsidio fuera lo suficientemente eficiente. Por esto, en marzo
de 1863, el gobernador del Distrito anunciaba que, habiéndose cumplido la prórroga concedida, y agotados “cuantos medios [eran] compati-
bles para obtener el cumplimiento de la ley, guardando a los causantes
las prudentes consideraciones”, no tenía más remedio que condenar a
todos los causantes varones menores de sesenta años que no cumplieran con sus pagos a los tres días de publicado el decreto a servir en el
ejército por seis meses.17 Y si fue lenta y difícil la recolección de fondos
para sufragar los gastos del Ejército del Centro –único cuerpo que, a
partir de mayo de 1862, defendía a la capital de los invasores–, el reclutamiento de hombres dispuestos a sacrificarse en el altar de la patria lo
fue aún más. Ante la apatía de la población, el poder público se vio
obligado a enganchar al que pudiera: en febrero de 1863, por decreto del
gobernador, quedaron obligados a prestar el servicio de las armas todos
los varones que no tuvieran “menos de dieciocho ni más de sesenta”.
Aquellos que no pudieran entrar al servicio activo tendrían que sufragar los gastos de estas “fuerzas populares”.18
En estas circunstancias, no debe sorprender que, ante la inminente
llegada de los franceses, el gobierno de Benito Juárez, desesperado,
recurriera a la leva descarada. El lunes 25 de mayo, comisiones militares
y de policía recogieron a nueve mil hombres –según testimonio del
Monitor republicano– de las calles de la ciudad. Nunca, comentaría sardonicamente un periódico conservador,
14
José María González Mendoza a los habitantes del distrito, junio 14, 1862, en BDBandos, vol. 56-folio 10. Toda persona que pagara cuatro pesos o menos de renta quedaba exceptuada del pago del subsidio.
15
Ignacio Comonfort a los habitantes del distrito, diciembre 6, 1862, en BD-Bandos,
vol. 56-folio 207.
16
Ignacio Comonfort a los habitantes del distrito, diciembre 15, 1862, en BD-Bandos,
vol. 56-folio 214.
1 4 0
la igualdad republicana se [había ostentado] tan esplendorosamente,
[codeándose y encogiéndose] bajo la amenazante vara del cabo, artesanos,
obreros, criados domésticos, indígenas vendedores de pollos y carbón, colegiales imberbes, propietarios, cargadores, aguadores, panaderos, sacerdotes, regidores, generales, jefes de policía y hasta diputados.19
Sin el apoyo pecunario y militar de los estados, falto de recursos
para armar a esta fuerza recién levantada y poco confiable, el presidente Juárez optó por no “llevar hasta lo último el pensamiento de defen17
Ponciano Arriaga a los habitantes del distrito, marzo 6, 1863, en BD-Bandos, vol. 57folio 39.
18
Ponciano Arriaga a los habitantes del distrito, febrero 7, 1863, en BD-Bandos, vol.
57-folio 60.
19
“Ultimos sucesos en México,” en La Sociedad, junio 27, 1863.
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de la población en la lucha patriótica –notablemente las que concernían
al subsidio de guerra–, y la actitud algo errática del gobierno, ahora
complaciente, ahora amenazante, sugieren que la población de la capital no se sintió lo suficientemente inspirada o amenazada para solidarizarse con el esfuerzo de guerra que dirigía el presidente Juárez.
De este modo, en abril de 1862 se decretaba la primera cuota para
subsidiar la guerra, misma que el 14 de junio se reducía a la mitad, exceptuándose además del pago a las “personas menesterosas”.14 De manera similar, en diciembre del mismo año, seis días después de decretarse un segundo subsidio, Ignacio Comonfort, general en jefe del
Ejército del Centro, consciente quizá de que se estaba exigiendo a la población un sacrificio que no estaba dispuesta a hacer, ofrecía hacer “más
fácil y menos gravosa” la exhibición de la cuota: los contribuyentes podrían cubrirla por mitades, y enterar la tercera parte “en armas de munición, en vestuario para el ejército, en tabaco labrado, en hierro, en
cobre, en plomo, en pólvora en cápsula o en azufre y salitre, en satisfacción del Cuartel-Maestre del ejército”.15 El día 15 del mismo mes, en un
esfuerzo por “allanar los inconvenientes” de la recaudación, y procurando hacer que el subsidio fuera “más proporcional y equitativo”, el
general decretaba que una junta revisara las cuotas impuestas. Esta junta estaría conformada por representantes tanto del Estado como de los
contribuyentes: dos empleados, un regidor, un propietario y un comerciante.16
Sin embargo, ni el involucrar a los afectados en la revisión de las
cuotas, ni las facilidades de pago que se les ofrecieron hicieron que el cobro del subsidio fuera lo suficientemente eficiente. Por esto, en marzo
de 1863, el gobernador del Distrito anunciaba que, habiéndose cumplido la prórroga concedida, y agotados “cuantos medios [eran] compati-
bles para obtener el cumplimiento de la ley, guardando a los causantes
las prudentes consideraciones”, no tenía más remedio que condenar a
todos los causantes varones menores de sesenta años que no cumplieran con sus pagos a los tres días de publicado el decreto a servir en el
ejército por seis meses.17 Y si fue lenta y difícil la recolección de fondos
para sufragar los gastos del Ejército del Centro –único cuerpo que, a
partir de mayo de 1862, defendía a la capital de los invasores–, el reclutamiento de hombres dispuestos a sacrificarse en el altar de la patria lo
fue aún más. Ante la apatía de la población, el poder público se vio
obligado a enganchar al que pudiera: en febrero de 1863, por decreto del
gobernador, quedaron obligados a prestar el servicio de las armas todos
los varones que no tuvieran “menos de dieciocho ni más de sesenta”.
Aquellos que no pudieran entrar al servicio activo tendrían que sufragar los gastos de estas “fuerzas populares”.18
En estas circunstancias, no debe sorprender que, ante la inminente
llegada de los franceses, el gobierno de Benito Juárez, desesperado,
recurriera a la leva descarada. El lunes 25 de mayo, comisiones militares
y de policía recogieron a nueve mil hombres –según testimonio del
Monitor republicano– de las calles de la ciudad. Nunca, comentaría sardonicamente un periódico conservador,
14
José María González Mendoza a los habitantes del distrito, junio 14, 1862, en BDBandos, vol. 56-folio 10. Toda persona que pagara cuatro pesos o menos de renta quedaba exceptuada del pago del subsidio.
15
Ignacio Comonfort a los habitantes del distrito, diciembre 6, 1862, en BD-Bandos,
vol. 56-folio 207.
16
Ignacio Comonfort a los habitantes del distrito, diciembre 15, 1862, en BD-Bandos,
vol. 56-folio 214.
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la igualdad republicana se [había ostentado] tan esplendorosamente,
[codeándose y encogiéndose] bajo la amenazante vara del cabo, artesanos,
obreros, criados domésticos, indígenas vendedores de pollos y carbón, colegiales imberbes, propietarios, cargadores, aguadores, panaderos, sacerdotes, regidores, generales, jefes de policía y hasta diputados.19
Sin el apoyo pecunario y militar de los estados, falto de recursos
para armar a esta fuerza recién levantada y poco confiable, el presidente Juárez optó por no “llevar hasta lo último el pensamiento de defen17
Ponciano Arriaga a los habitantes del distrito, marzo 6, 1863, en BD-Bandos, vol. 57folio 39.
18
Ponciano Arriaga a los habitantes del distrito, febrero 7, 1863, en BD-Bandos, vol.
57-folio 60.
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“Ultimos sucesos en México,” en La Sociedad, junio 27, 1863.
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E R I K A PA N I
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
der la capital”.20 Cargó con los archivos y evacuó la ciudad el 31 de
mayo de 1863. Según Niceto de Zamacois, historiador partidario del Imperio, al día siguiente, no quedaba en la capital un solo soldado republicano.21
¿Por qué esta aparente impasibilidad, esta indiferencia de la ciudad
de México ante “la más injusta invasión que [registraban] los anales del
mundo”?22 La pachorra de los habitantes de la capital sorprende aún
más si se considera la severidad de la ley para castigar los delitos en
contra de la independencia y seguridad de la nación, publicada el 2 de
febrero de 1863: tan solo el esparcir “noticias falsas, alarmantes o que
[debilitaran] el entusiasmo público” debía castigarse con ocho años de
presidio.23 ¿Por qué entonces permanecían impávidos los capitalinos?
¿No temían “el oprobio de la conquista”?24 ¿Qué estaba pasando? Por
un lado, como ya se ha mencionado y como se verá más tarde, para ciertos sectores de la clase política, la defensa de la Patria no significaba sostener al gobierno de Juárez, ni a la Constitución de 1857 y menos a las
leyes de Reforma. En 1863, la identificación de la causa nacional con la
republicana no se hacía de manera automática. Por el otro, parecería
que la “guerra sangrienta”, la “terrible crisis” en la que se ahogaba el
México independiente fue percibida, al ras del suelo, como menos peligrosa de lo que la pintaban los funcionarios republicanos.
Como ya se ha mencionado, la capital prácticamente no sufrió en
carne propia los horrores de la guerra. Tras la salida del gobierno de
Juárez fue ocupada pacíficamente, unos días después, por las tropas
francesas. La transición del poder republicano al intervencionista se dio
dentro de un “orden [...] inalterable”.25 La ciudad cambió de gobierno, e
incluso prácticamente de carácter, sin que su población se inmutara mucho. Así, durante los días que precedieron a la entrada del ejército interventor, México revivió el ambiente empapado de religiosidad que reinaba en la ciudad antes del triunfo del partido de la Reforma: las iglesias
hicieron “antiguo uso de sus campanas” y los sacerdotes se pasearon
por las calles en traje talar. Pero ni esto, ni aún los esfuerzos de los mayordomos de los antiguos conventos para desalojar a los nuevos habitantes de estos edificios causaron mayor barullo.26 La urbe que según el
ayuntamiento de 1863 había sido “el corazón que [había] dado la vida,
la animación y los recursos” a la lucha en contra de Francia,27 esperaba
a los invasores sumida “en un profundo silencio”,28 para después, según
testimonios franceses, recibir a los soldados de Magenta y Solferino con
arcos de triunfo, flores y “un entusiasmo cercano al delirio”.29
Los franceses ocuparon la capital durante más de tres años. La respuesta de la población a la presencia de soldados extranjeros fue compleja. Por un lado, los capitalinos resintieron el tener que alojarlos en
sus casas –a razón de un cuarto por cada señor teniente y subteniente,
dos para los capitanes y tres para los jefes superiores–.30 El problema de
los alojamientos se convertiría en la pesadilla recurrente del ayuntamiento de la capital imperial. Aquellos ciudadanos que recibieron a
20
Todavía el 28 de mayo, El Siglo XIX afirmaba que tanto Juárez como el general
Garza permanecían firmes en su decisión de defender la capital. “Noticias nacionales”,
en El Siglo XIX, mayo 28, 1863
21
Zamacois, 1882, tomo XVI, p. 499.
22
La expresión es del ayuntamiento, “El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos,” enero 24, 1863, en Archivo Histórico de la Ciudad de México (en adelante AHCM),
vol.2269, exp.13.
23
En BD-Bandos, vol. 55-folio 10.
24
La expresión es de Ponciano Arriaga, gobernador del Distrito, enero 27, 1863, en
BD-Bandos, vol. 241-folio 21.
1 4 2
Según el destacado liberal moderado Mariano Riva Palacio, testigo ocular de los
hechos. Diario, mayo 31-junio 8, 1863, en Nettie Lee Benson Austin, Latin American
Library, Universidad de Texas (en adelante, Benson, UT-Austin), Mariano Riva Palacio
Papers, #7561.
26
Diario, mayo 31-junio 8, 1863, en Benson, UT-Austin, Mariano Riva Palacio Papers,
#7561.
27
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 24, 1863, en AHCM, vol.
2269, exp. 13.
28
Diario, mayo 31-junio 8, 1863, en Benson, UT-Austin, Mariano Riva Palacio Papers,
#7561.
29
Carta de Élie Forey al Ministro de Guerra, junio 10, 1863. El comandante añade,
“con el corazón todo emocionado” que “los soldados de Francia habían sido literalmente
aplastados por las coronas y los ramos de flores”. Citado en Niox, 1874, p. 288. Véase
también Lecaillon, 1994, pp. 69-72.
30
Decreto de junio 15, 1863, en Rhi Sausi, 1996.
25
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der la capital”.20 Cargó con los archivos y evacuó la ciudad el 31 de
mayo de 1863. Según Niceto de Zamacois, historiador partidario del Imperio, al día siguiente, no quedaba en la capital un solo soldado republicano.21
¿Por qué esta aparente impasibilidad, esta indiferencia de la ciudad
de México ante “la más injusta invasión que [registraban] los anales del
mundo”?22 La pachorra de los habitantes de la capital sorprende aún
más si se considera la severidad de la ley para castigar los delitos en
contra de la independencia y seguridad de la nación, publicada el 2 de
febrero de 1863: tan solo el esparcir “noticias falsas, alarmantes o que
[debilitaran] el entusiasmo público” debía castigarse con ocho años de
presidio.23 ¿Por qué entonces permanecían impávidos los capitalinos?
¿No temían “el oprobio de la conquista”?24 ¿Qué estaba pasando? Por
un lado, como ya se ha mencionado y como se verá más tarde, para ciertos sectores de la clase política, la defensa de la Patria no significaba sostener al gobierno de Juárez, ni a la Constitución de 1857 y menos a las
leyes de Reforma. En 1863, la identificación de la causa nacional con la
republicana no se hacía de manera automática. Por el otro, parecería
que la “guerra sangrienta”, la “terrible crisis” en la que se ahogaba el
México independiente fue percibida, al ras del suelo, como menos peligrosa de lo que la pintaban los funcionarios republicanos.
Como ya se ha mencionado, la capital prácticamente no sufrió en
carne propia los horrores de la guerra. Tras la salida del gobierno de
Juárez fue ocupada pacíficamente, unos días después, por las tropas
francesas. La transición del poder republicano al intervencionista se dio
dentro de un “orden [...] inalterable”.25 La ciudad cambió de gobierno, e
incluso prácticamente de carácter, sin que su población se inmutara mucho. Así, durante los días que precedieron a la entrada del ejército interventor, México revivió el ambiente empapado de religiosidad que reinaba en la ciudad antes del triunfo del partido de la Reforma: las iglesias
hicieron “antiguo uso de sus campanas” y los sacerdotes se pasearon
por las calles en traje talar. Pero ni esto, ni aún los esfuerzos de los mayordomos de los antiguos conventos para desalojar a los nuevos habitantes de estos edificios causaron mayor barullo.26 La urbe que según el
ayuntamiento de 1863 había sido “el corazón que [había] dado la vida,
la animación y los recursos” a la lucha en contra de Francia,27 esperaba
a los invasores sumida “en un profundo silencio”,28 para después, según
testimonios franceses, recibir a los soldados de Magenta y Solferino con
arcos de triunfo, flores y “un entusiasmo cercano al delirio”.29
Los franceses ocuparon la capital durante más de tres años. La respuesta de la población a la presencia de soldados extranjeros fue compleja. Por un lado, los capitalinos resintieron el tener que alojarlos en
sus casas –a razón de un cuarto por cada señor teniente y subteniente,
dos para los capitanes y tres para los jefes superiores–.30 El problema de
los alojamientos se convertiría en la pesadilla recurrente del ayuntamiento de la capital imperial. Aquellos ciudadanos que recibieron a
20
Todavía el 28 de mayo, El Siglo XIX afirmaba que tanto Juárez como el general
Garza permanecían firmes en su decisión de defender la capital. “Noticias nacionales”,
en El Siglo XIX, mayo 28, 1863
21
Zamacois, 1882, tomo XVI, p. 499.
22
La expresión es del ayuntamiento, “El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos,” enero 24, 1863, en Archivo Histórico de la Ciudad de México (en adelante AHCM),
vol.2269, exp.13.
23
En BD-Bandos, vol. 55-folio 10.
24
La expresión es de Ponciano Arriaga, gobernador del Distrito, enero 27, 1863, en
BD-Bandos, vol. 241-folio 21.
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Según el destacado liberal moderado Mariano Riva Palacio, testigo ocular de los
hechos. Diario, mayo 31-junio 8, 1863, en Nettie Lee Benson Austin, Latin American
Library, Universidad de Texas (en adelante, Benson, UT-Austin), Mariano Riva Palacio
Papers, #7561.
26
Diario, mayo 31-junio 8, 1863, en Benson, UT-Austin, Mariano Riva Palacio Papers,
#7561.
27
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 24, 1863, en AHCM, vol.
2269, exp. 13.
28
Diario, mayo 31-junio 8, 1863, en Benson, UT-Austin, Mariano Riva Palacio Papers,
#7561.
29
Carta de Élie Forey al Ministro de Guerra, junio 10, 1863. El comandante añade,
“con el corazón todo emocionado” que “los soldados de Francia habían sido literalmente
aplastados por las coronas y los ramos de flores”. Citado en Niox, 1874, p. 288. Véase
también Lecaillon, 1994, pp. 69-72.
30
Decreto de junio 15, 1863, en Rhi Sausi, 1996.
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
franceses en sus casas acudían constantemente a las autoridades municipales para que se les indeminazara de los perjuicios que habían sufrido sus propiedades durante la ocupación.31 En octubre de 1863, sólo
cuatro meses después de la tan vitoreada entrada del ejército interventor, el ayuntamiento, abrumado, reclamaba “una ley, para sujetarse a
ella, sin más consideración que su resultado”, para poder dar solución
a “más de ciento y tantas reclamaciones”.32
Consecuentemente, para hacer menos amargo el trago de los alojamientos, se pagaba pensión completa a las familias que daban techo a
los franceses. Para este objeto, la oficina del ocho al millar administraba
veinte mil pesos al mes. Pero esto no solucionaba el problema. En diciembre de 1866, los regidores y el alcalde municipal, Ignacio Trigueros
deploraban el papel que desempeñaba en este asunto la corporación.
Consideraban que esta tarea les era “muy perjudicial,” pues era “humanamente [...] imposible proporcionar tan enorme cantidad cuando hasta
las casas de caridad [estaban] desatendidas” y porque “bajo el punto de
vista político sería inconveniente y poco procedente obligar hoy a los
vecinos a dar alojamiento” al ejército francés, cuando éste gozaba “de
tan pocas simpatías”.33
Es obvio entonces que a los capitalinos les disgustaba tener a los
franceses metidos en la casa, y tener, además, que costearles la estancia.
Así, según el soldado austriaco Ernst Pitner, los franceses eran odiados
en la ciudad “como el mismo demonio”.34 Incluso, en noviembre de
1866, el mariscal Bazaine ordenó se cerrara un teatro ambulante que se
había instalado en la Plaza de Armas, pues el público gritaba “¡muera!”
cuando se presentaba la imagen de Napoleón III.35 Sin embargo, las relaciones –o por lo menos las públicas– entre el ejército intervencionista y
la población de la capital mejorarían progresivamente. Para congraciar-
se con la ciudadanía, los franceses ordenaron que las bandas de música
militar tocaran en la Alameda, en el Zócalo y en otros paseos públicos
tres veces por la semana. A estos conciertos asistían, según el príncipe
Carl Kevenhuller, “todas las mujeres elegantes” de la ciudad,36 reuniéndose ahí, a decir del chismoso de José Luis Blasio, joven secretario privado del emperador, con los oficiales franceses, hombres “como todas
las gentes de su raza, alegres, decidores, galantes y muy atentos con las
damas y señoritas”. Así, entre músicas militares y galanteos, parecía reinar en la ciudad ocupada por los franceses “la más completa alegría”.37
Parecería inclusive que para la élite capitalina, independientemente
de sus inclinaciones políticas, la fraternización con los oficiales –hijos de
la culta Francia, y güeros para rematar– era prácticamente obligatoria.
Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco y ardiente republicano, había abandonado el país a la llegada de las fuerzas intervencionistas para, entre otras cosas, evitarse “los compromisos y embarazos
que se ocasionarían a un padre de familia, admitiendo o rehusando las
relaciones con la oficialidad francesa”.38 Muy sonado fue el caso de dos
señoritas bien que prácticamente se desgreñaron en plena Alameda por
el amor de uno de los invasores, haciendo el agosto de La Orquesta, que
describió carcajeada como “dos señoras/ se transformaron en buitres/
siendo palomas”, rodando por el suelo flores y postizos y quedando
“vueltas arriba/ llevadas al acaso/ las crinolinas”.39 La aguda pluma de
Guillermo Prieto haría trizas lo que veía como el absurdo malinchismo
de aquellos padres que se dedicaron a alcahuetear para que sus hijas se
casaran con un oficial francés
Véase AHCM, vol. 2271, exps. 128, 129, 130, 132, 134.
De Carlos Robles al prefecto municipal, octubre 30, 1863, en AHCM, vol. 2271, exp.
Hamman, 1989, p. 166.
Blasio, 1956, p. 113.
38
Carta de José Ignacio Palomo y Montúfar a Manuel Romero de Terreros, México,
mayo 27, 1865, en Romero de Terreros, 1926, p. 71.
39
Cartas de Mariano Riva Palacio y José Ignacio Palomo a Manuel Romero de Terreros, México, julio 23, julio 26 y agosto 10, 1865, en Romero de Terreros, 1926, p. 79-81. “El
diablo en la Alameda”, en La Orquesta, julio 22, 1865.
31
32
128.
Del Alcalde Municipal al prefecto, diciembre 9, 1866, en AHCM, vol. 2271, exp. 142.
Lo referente a la poca popularidad de los franceses aparece tachado en el documento.
34
Pitner, 1993, p. 45.
35
Santibáñez, 1892, vol. I, p. 450.
33
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36
37
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franceses en sus casas acudían constantemente a las autoridades municipales para que se les indeminazara de los perjuicios que habían sufrido sus propiedades durante la ocupación.31 En octubre de 1863, sólo
cuatro meses después de la tan vitoreada entrada del ejército interventor, el ayuntamiento, abrumado, reclamaba “una ley, para sujetarse a
ella, sin más consideración que su resultado”, para poder dar solución
a “más de ciento y tantas reclamaciones”.32
Consecuentemente, para hacer menos amargo el trago de los alojamientos, se pagaba pensión completa a las familias que daban techo a
los franceses. Para este objeto, la oficina del ocho al millar administraba
veinte mil pesos al mes. Pero esto no solucionaba el problema. En diciembre de 1866, los regidores y el alcalde municipal, Ignacio Trigueros
deploraban el papel que desempeñaba en este asunto la corporación.
Consideraban que esta tarea les era “muy perjudicial,” pues era “humanamente [...] imposible proporcionar tan enorme cantidad cuando hasta
las casas de caridad [estaban] desatendidas” y porque “bajo el punto de
vista político sería inconveniente y poco procedente obligar hoy a los
vecinos a dar alojamiento” al ejército francés, cuando éste gozaba “de
tan pocas simpatías”.33
Es obvio entonces que a los capitalinos les disgustaba tener a los
franceses metidos en la casa, y tener, además, que costearles la estancia.
Así, según el soldado austriaco Ernst Pitner, los franceses eran odiados
en la ciudad “como el mismo demonio”.34 Incluso, en noviembre de
1866, el mariscal Bazaine ordenó se cerrara un teatro ambulante que se
había instalado en la Plaza de Armas, pues el público gritaba “¡muera!”
cuando se presentaba la imagen de Napoleón III.35 Sin embargo, las relaciones –o por lo menos las públicas– entre el ejército intervencionista y
la población de la capital mejorarían progresivamente. Para congraciar-
se con la ciudadanía, los franceses ordenaron que las bandas de música
militar tocaran en la Alameda, en el Zócalo y en otros paseos públicos
tres veces por la semana. A estos conciertos asistían, según el príncipe
Carl Kevenhuller, “todas las mujeres elegantes” de la ciudad,36 reuniéndose ahí, a decir del chismoso de José Luis Blasio, joven secretario privado del emperador, con los oficiales franceses, hombres “como todas
las gentes de su raza, alegres, decidores, galantes y muy atentos con las
damas y señoritas”. Así, entre músicas militares y galanteos, parecía reinar en la ciudad ocupada por los franceses “la más completa alegría”.37
Parecería inclusive que para la élite capitalina, independientemente
de sus inclinaciones políticas, la fraternización con los oficiales –hijos de
la culta Francia, y güeros para rematar– era prácticamente obligatoria.
Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco y ardiente republicano, había abandonado el país a la llegada de las fuerzas intervencionistas para, entre otras cosas, evitarse “los compromisos y embarazos
que se ocasionarían a un padre de familia, admitiendo o rehusando las
relaciones con la oficialidad francesa”.38 Muy sonado fue el caso de dos
señoritas bien que prácticamente se desgreñaron en plena Alameda por
el amor de uno de los invasores, haciendo el agosto de La Orquesta, que
describió carcajeada como “dos señoras/ se transformaron en buitres/
siendo palomas”, rodando por el suelo flores y postizos y quedando
“vueltas arriba/ llevadas al acaso/ las crinolinas”.39 La aguda pluma de
Guillermo Prieto haría trizas lo que veía como el absurdo malinchismo
de aquellos padres que se dedicaron a alcahuetear para que sus hijas se
casaran con un oficial francés
Véase AHCM, vol. 2271, exps. 128, 129, 130, 132, 134.
De Carlos Robles al prefecto municipal, octubre 30, 1863, en AHCM, vol. 2271, exp.
Hamman, 1989, p. 166.
Blasio, 1956, p. 113.
38
Carta de José Ignacio Palomo y Montúfar a Manuel Romero de Terreros, México,
mayo 27, 1865, en Romero de Terreros, 1926, p. 71.
39
Cartas de Mariano Riva Palacio y José Ignacio Palomo a Manuel Romero de Terreros, México, julio 23, julio 26 y agosto 10, 1865, en Romero de Terreros, 1926, p. 79-81. “El
diablo en la Alameda”, en La Orquesta, julio 22, 1865.
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Del Alcalde Municipal al prefecto, diciembre 9, 1866, en AHCM, vol. 2271, exp. 142.
Lo referente a la poca popularidad de los franceses aparece tachado en el documento.
34
Pitner, 1993, p. 45.
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Santibáñez, 1892, vol. I, p. 450.
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Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! ¡qué gusto que vino el francés!
Ya el francés manda en la casa
Y le quitan los sombreros;
¡Cosas de los extranjeros!
Dicen cuando se propasa,
Come el güerito sin tasa,
Y cuando piensan que yerra,
Exclaman: ¡Si por su tierra
Son las cosas al revés!
[...] Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! te pido por yerno un francés.40
En este aspecto, cabe destacar la manera en que las divertidas estocadas de la prensa satírica en contra de los aliados e imitadores de la
“culta Francia” alimentaron y dieron forma a un imaginario nacionalista todavía embriónico.41 La Orquesta, por ejemplo, se dedicó a pegarle en
donde más dolía a los machos mexicanos que cedían ante las tentaciones del savoir faire parisino. Esta publicación se burlaría en repetidas
ocasiones de “ciertos maniquís” que consideraban que “en México todo
es malo” y que “por desgracia nacieron/ No en otra parte que aquí”.42
Estos elegantes hacían el ridículo “[parlando] il idioma/ de Lamartin”,
y usando “cascarilla/ para su rostro emblanquecer”.43 Al “lechugino”
vestido de frac –”bicho-manso/ que del mono tiene mucho/ es nieto del
aguilucho/ y primo hermano del ganso”–44 La Orquesta contraponía al
mexicano auténtico, barbado, sin complejos, vestido con traje popular
–”sombrerote” y “calzoneras/ de plateados broches”–, que comía “peneques/ y ricos frijoles/ y un pulque curado/ que al verlo se antoje”, y viEn Mateos, 1972, pp. 159-160. No obstante, los comentarios de Palomo y Riva Palacio deben matizar la visión de Prieto.
41
Véase Díaz y de Ovando, 1998. Agradezco, sobre este punto, los comentarios que
me hizo el doctor Pablo Piccato.
42
“Chicotazos en general”, en La Orquesta, septiembre 20, 1865.
43
“Actualidades. Uno de tantos”; “Autos de fe”, en La Orquesta, septiembre 9, junio
23, 1865.
44
“¡Abajo el frac!”, en La Orquesta, julio 29, 1865.
40
1 4 6
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
vía “a sus anchas”, sin “ficciones”.45 Para el periódico de Constantino
Escalante, los afrancesados no sólo eran grotescos; los hombres de la
corte
parecen damas [...]
caminan por la Alameda
muy tiesos y derechitos
con los cabellos rizados
y los bigotes torcidos
Usan grandes levitones
y si el cuerpo tienen chico
parece que llevan enaguas
Anda que esto es primoroso
encantador, divertido.46
Así, pobre de aquel que por darse un barniz de civilización desdeñaba
“lo mexicano” y caía en las garras de La Orquesta. No sólo era un mal
patriota; perdía incluso su virilidad; convirtiéndose, según la lapidaria
expresión de “Fidel”, en un “mari-macho [...] Flor de París”.47
De esta forma, hasta los últimos días del Imperio, la ciudad de México siguió viviendo dentro de este ambiente de inalterada cotidianidad
y tensiones subsumidas; de hostilidades latentes y ataques sordos entre
grupos políticos, disfrazados de ironía caricaturesca. La ciudad permaneció además de cierta manera aislada del acontecer nacional. A pesar
de haber presenciado el abandono de las tropas francesas, el recrudecimiento de la guerra y la salida de Maximiliano para ponerse al frente
del ejército imperial, la “opinión pública” que expresaban lo diarios capitalinos –todos imperialistas para 1866– se decía despreocupada. Durante el último empuje del ejército republicano triunfante, la capital sufrió un sitio de sesenta días.48 Carecía de trigo, de carne y de carbón. A
“El aspirantismo”, en La Orquesta, junio 28, 1865.
“Cosas de La Orquesta (Carta de una lugareña)”, en La Orquesta, mayo 6, 1865.
47
“Actualidades. Uno de tantos”, en La Orquesta, septiembre 9, 1865.
48
No obstante, en su Historia militar. La intervención francesa en México, Jesús de León
Toral afirma que Díaz nunca estableció “sitio formal”. León Toral, 1962, p. 288.
45
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Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! ¡qué gusto que vino el francés!
Ya el francés manda en la casa
Y le quitan los sombreros;
¡Cosas de los extranjeros!
Dicen cuando se propasa,
Come el güerito sin tasa,
Y cuando piensan que yerra,
Exclaman: ¡Si por su tierra
Son las cosas al revés!
[...] Ya vino el güerito, me alegro infinito,
¡Ay hija! te pido por yerno un francés.40
En este aspecto, cabe destacar la manera en que las divertidas estocadas de la prensa satírica en contra de los aliados e imitadores de la
“culta Francia” alimentaron y dieron forma a un imaginario nacionalista todavía embriónico.41 La Orquesta, por ejemplo, se dedicó a pegarle en
donde más dolía a los machos mexicanos que cedían ante las tentaciones del savoir faire parisino. Esta publicación se burlaría en repetidas
ocasiones de “ciertos maniquís” que consideraban que “en México todo
es malo” y que “por desgracia nacieron/ No en otra parte que aquí”.42
Estos elegantes hacían el ridículo “[parlando] il idioma/ de Lamartin”,
y usando “cascarilla/ para su rostro emblanquecer”.43 Al “lechugino”
vestido de frac –”bicho-manso/ que del mono tiene mucho/ es nieto del
aguilucho/ y primo hermano del ganso”–44 La Orquesta contraponía al
mexicano auténtico, barbado, sin complejos, vestido con traje popular
–”sombrerote” y “calzoneras/ de plateados broches”–, que comía “peneques/ y ricos frijoles/ y un pulque curado/ que al verlo se antoje”, y viEn Mateos, 1972, pp. 159-160. No obstante, los comentarios de Palomo y Riva Palacio deben matizar la visión de Prieto.
41
Véase Díaz y de Ovando, 1998. Agradezco, sobre este punto, los comentarios que
me hizo el doctor Pablo Piccato.
42
“Chicotazos en general”, en La Orquesta, septiembre 20, 1865.
43
“Actualidades. Uno de tantos”; “Autos de fe”, en La Orquesta, septiembre 9, junio
23, 1865.
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“¡Abajo el frac!”, en La Orquesta, julio 29, 1865.
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vía “a sus anchas”, sin “ficciones”.45 Para el periódico de Constantino
Escalante, los afrancesados no sólo eran grotescos; los hombres de la
corte
parecen damas [...]
caminan por la Alameda
muy tiesos y derechitos
con los cabellos rizados
y los bigotes torcidos
Usan grandes levitones
y si el cuerpo tienen chico
parece que llevan enaguas
Anda que esto es primoroso
encantador, divertido.46
Así, pobre de aquel que por darse un barniz de civilización desdeñaba
“lo mexicano” y caía en las garras de La Orquesta. No sólo era un mal
patriota; perdía incluso su virilidad; convirtiéndose, según la lapidaria
expresión de “Fidel”, en un “mari-macho [...] Flor de París”.47
De esta forma, hasta los últimos días del Imperio, la ciudad de México siguió viviendo dentro de este ambiente de inalterada cotidianidad
y tensiones subsumidas; de hostilidades latentes y ataques sordos entre
grupos políticos, disfrazados de ironía caricaturesca. La ciudad permaneció además de cierta manera aislada del acontecer nacional. A pesar
de haber presenciado el abandono de las tropas francesas, el recrudecimiento de la guerra y la salida de Maximiliano para ponerse al frente
del ejército imperial, la “opinión pública” que expresaban lo diarios capitalinos –todos imperialistas para 1866– se decía despreocupada. Durante el último empuje del ejército republicano triunfante, la capital sufrió un sitio de sesenta días.48 Carecía de trigo, de carne y de carbón. A
“El aspirantismo”, en La Orquesta, junio 28, 1865.
“Cosas de La Orquesta (Carta de una lugareña)”, en La Orquesta, mayo 6, 1865.
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“Actualidades. Uno de tantos”, en La Orquesta, septiembre 9, 1865.
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No obstante, en su Historia militar. La intervención francesa en México, Jesús de León
Toral afirma que Díaz nunca estableció “sitio formal”. León Toral, 1962, p. 288.
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partir de abril de 1867, tras la caída de Puebla en manos de Porfirio
Díaz, se oían a diario disparos y cañonazos, y soldados republicanos
merodeaban por el rumbo de las garitas y lanzaban granadas. Las comunicaciones con el interior eran practicamente inexistentes, al grado
que los citadinos no se enteraron de la catastrófica derrota del ejército
imperial en Querétaro y de la captura y juicio del emperador y sus generales.
Así, la ciudad seguía su vida: las señoras elegantes seguían acudiendo al “Puerto de Veracruz”, donde las mercancías eran vendidas “a precios fijos, sistema que [inspiraba] más la confianza del comprador”, y
compraban en Christoffle cubiertos de la misma marca que los de la emperatriz. El Gran Circo Ciriani presentaba sus funciones y la alberca de
Chapultepec aseguraba a sus clientes que, por lo que tocaba a la seguridad del camino, no se había tenido “novedad alguna” de las personas
que frecuentaban los baños, tanto a caballo como en carruaje.49 Las granadas y proyectiles lanzados por el enemigo, gracias a su “mala puntería” no lograban sino “desencajar algunas piedras”.50
Las medidas del gobierno municipal para asegurar el abasto de efectos de primera necesidad,51 aunque no totalmente eficientes, lo fueron lo
suficiente para que el periodista Anselmo de la Portilla, de paseo dominical en una Alameda atiborrada de gente, donde se escuchaban aires
de Bellini, Rossini, Donizetti y Verdi, escribiera que lo único que echaba
de menos de los días anteriores al sitio eran “los expendedores de bizcochos que no asediaban como antes”... aunque si se vendían gordas de
maíz, aunque a un precio “bastante caro”.52 Según el diario conservador
El Pájaro Verde, “las calles, los templos y los paseos se [veían] llenos de
gente que [parecía] que [iba] de fiesta y que [venía] de fiesta, y que así
se preocupaba de la guerra en que se [hallaba] la ciudad como de la guerra de China”.53 A tono con este ambiente de inconsciencia compartida,
la prensa imperialista inventaría gloriosos triunfos para su ejército –a
punto de sucumbir en Querétaro–. Todavía el 20 de junio, estos diarios
anunciaban entusiastas el regreso inminente del emperador para liberar
a la asediada capital.54 Maximiliano había muerto fusilado el día anterior.
De esta manera, la ciudad de México vivió la guerra de Intervención
francesa más como espectadora que como participante activa. Las dos
sucesivas ocupaciones –primero por las tropas intervencionistas en junio de 1863, después por las republicanas de Porfirio Díaz en junio de
1867– se hicieron de manera pacífica. Dentro de la lógica del militar profesional decimonónico, la estrategía se definía con objetivos específicos
en mente, tomando en cuenta siempre la relación costo-beneficio de la
acción militar. La toma violenta de una ciudad, los sitios extenuantes,
los combates calle por calle y casa por casa rara vez costeaban. Además
el contexto geográfico y la extensión del valle de México no favorecían
a los sitiadores, haciendo que los sitios de la ciudad fueran relativamente poco efectivos.55
Por todo esto, los actores que se disputaron la ciudad de México en
la década de 1860 prefirieron ceder ante el enemigo y salir del escenario
antes que arriesgar la integridad de la capital. De ahí quizá la falta de
urgencia, la sorprendente indiferencia con que los citadinos vivieron la
invasión. Por otra parte, una vez ocupada la ciudad, los triunfadores
desplegarían una serie de estrategias –el restablecimiento del orden y
del abasto regular, el reparto de bienes de primera necesidad como el
pan y el carbón, posteriormente la amnistía de antiguos opositores–
para asegurar la pacificación de la ciudad y la solidaridad de sus habitantes con el nuevo estado de cosas.56 No obstante, el gobierno imperial
pondría en marcha tácticas más complejas y sofisticadas: intentaría
transformar a la ciudad de México en uno de los argumentos más convincentes en su batalla –militar sin duda, pero sobre todo política y sicológica– por las mentes y los corazones de los mexicanos.
Véase El Pájaro Verde, abril 1867.
“Crónica. La capital y el enemigo;” “Crónica. El templo de Santa Ana,” en El Pájaro
Verde, abril 24, 1867; abril 30, 1867.
51
Véase AHCM, vol. 2270, exps. 118,119, 120, 121, y Trigueros, 1868.
52
Citado en Zamacois, 1882, vol. XVIII, parte II, pp. 1608-1609.
53
“Crónica. Situación de la capital”, en El Pájaro Verde, mayo 7, 1867.
49
50
1 4 8
“Crónica. La capital y el enemigo”; en El Pájaro Verde, junio 20, 1867
Agradezco los comentarios que me hizo, sobre este punto, el doctor Ariel Rodríguez Kuri.
56
Véase, por ejemplo, el “Manifiesto del Sr. Gral. Forey a la nación mexicana”,
México, junio 12, 1863, en Colección completa..., 1863, pp. 17-20.
54
55
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E R I K A PA N I
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
partir de abril de 1867, tras la caída de Puebla en manos de Porfirio
Díaz, se oían a diario disparos y cañonazos, y soldados republicanos
merodeaban por el rumbo de las garitas y lanzaban granadas. Las comunicaciones con el interior eran practicamente inexistentes, al grado
que los citadinos no se enteraron de la catastrófica derrota del ejército
imperial en Querétaro y de la captura y juicio del emperador y sus generales.
Así, la ciudad seguía su vida: las señoras elegantes seguían acudiendo al “Puerto de Veracruz”, donde las mercancías eran vendidas “a precios fijos, sistema que [inspiraba] más la confianza del comprador”, y
compraban en Christoffle cubiertos de la misma marca que los de la emperatriz. El Gran Circo Ciriani presentaba sus funciones y la alberca de
Chapultepec aseguraba a sus clientes que, por lo que tocaba a la seguridad del camino, no se había tenido “novedad alguna” de las personas
que frecuentaban los baños, tanto a caballo como en carruaje.49 Las granadas y proyectiles lanzados por el enemigo, gracias a su “mala puntería” no lograban sino “desencajar algunas piedras”.50
Las medidas del gobierno municipal para asegurar el abasto de efectos de primera necesidad,51 aunque no totalmente eficientes, lo fueron lo
suficiente para que el periodista Anselmo de la Portilla, de paseo dominical en una Alameda atiborrada de gente, donde se escuchaban aires
de Bellini, Rossini, Donizetti y Verdi, escribiera que lo único que echaba
de menos de los días anteriores al sitio eran “los expendedores de bizcochos que no asediaban como antes”... aunque si se vendían gordas de
maíz, aunque a un precio “bastante caro”.52 Según el diario conservador
El Pájaro Verde, “las calles, los templos y los paseos se [veían] llenos de
gente que [parecía] que [iba] de fiesta y que [venía] de fiesta, y que así
se preocupaba de la guerra en que se [hallaba] la ciudad como de la guerra de China”.53 A tono con este ambiente de inconsciencia compartida,
la prensa imperialista inventaría gloriosos triunfos para su ejército –a
punto de sucumbir en Querétaro–. Todavía el 20 de junio, estos diarios
anunciaban entusiastas el regreso inminente del emperador para liberar
a la asediada capital.54 Maximiliano había muerto fusilado el día anterior.
De esta manera, la ciudad de México vivió la guerra de Intervención
francesa más como espectadora que como participante activa. Las dos
sucesivas ocupaciones –primero por las tropas intervencionistas en junio de 1863, después por las republicanas de Porfirio Díaz en junio de
1867– se hicieron de manera pacífica. Dentro de la lógica del militar profesional decimonónico, la estrategía se definía con objetivos específicos
en mente, tomando en cuenta siempre la relación costo-beneficio de la
acción militar. La toma violenta de una ciudad, los sitios extenuantes,
los combates calle por calle y casa por casa rara vez costeaban. Además
el contexto geográfico y la extensión del valle de México no favorecían
a los sitiadores, haciendo que los sitios de la ciudad fueran relativamente poco efectivos.55
Por todo esto, los actores que se disputaron la ciudad de México en
la década de 1860 prefirieron ceder ante el enemigo y salir del escenario
antes que arriesgar la integridad de la capital. De ahí quizá la falta de
urgencia, la sorprendente indiferencia con que los citadinos vivieron la
invasión. Por otra parte, una vez ocupada la ciudad, los triunfadores
desplegarían una serie de estrategias –el restablecimiento del orden y
del abasto regular, el reparto de bienes de primera necesidad como el
pan y el carbón, posteriormente la amnistía de antiguos opositores–
para asegurar la pacificación de la ciudad y la solidaridad de sus habitantes con el nuevo estado de cosas.56 No obstante, el gobierno imperial
pondría en marcha tácticas más complejas y sofisticadas: intentaría
transformar a la ciudad de México en uno de los argumentos más convincentes en su batalla –militar sin duda, pero sobre todo política y sicológica– por las mentes y los corazones de los mexicanos.
Véase El Pájaro Verde, abril 1867.
“Crónica. La capital y el enemigo;” “Crónica. El templo de Santa Ana,” en El Pájaro
Verde, abril 24, 1867; abril 30, 1867.
51
Véase AHCM, vol. 2270, exps. 118,119, 120, 121, y Trigueros, 1868.
52
Citado en Zamacois, 1882, vol. XVIII, parte II, pp. 1608-1609.
53
“Crónica. Situación de la capital”, en El Pájaro Verde, mayo 7, 1867.
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“Crónica. La capital y el enemigo”; en El Pájaro Verde, junio 20, 1867
Agradezco los comentarios que me hizo, sobre este punto, el doctor Ariel Rodríguez Kuri.
56
Véase, por ejemplo, el “Manifiesto del Sr. Gral. Forey a la nación mexicana”,
México, junio 12, 1863, en Colección completa..., 1863, pp. 17-20.
54
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E R I K A PA N I
EL URBANISMO COMO PROPAGANDA: LA CIUDAD IMPERIAL
Como ha demostrado el precioso trabajo de Esther Acevedo, el emperador y sus allegados intentaron utilizar la producción artística para “comunicar la grandeza de la monarquía”, y crear lazos de afecto y lealtad
entre la población mexicana y el régimen imperial.57 Así como los franceses habían tratado seducir a los capitalinos por medio de músicas
marciales, el gobierno imperial, a través de la modernización urbanística, de la producción arquitectónica y plástica, y del arte efímero de unas
fiestas en las que “nunca [...] se había celebrado [...] con pompa tan razonada”,58 procuraría por un lado inventar un pasado glorioso y nacionalista para el Imperio mexicano, y por el otro identificar al régimen con
la civilización, la modernidad y el progreso.59 La ciudad de México ocuparía un lugar central dentro de este proyecto. Maximiliano, muy adepto a proyectar edificios, monumentos y jardines, pretendía que su transformación en ciudad imperial llenara a los mexicanos de admiración, de
entusiasmo patriótico y de confianza en su gobernante.
De esta forma, como escribe Esther Acevedo, el emperador propuso
transformar a la capital en “una ciudad moderna articulada por ejes que
abrieran paso al progreso”. Se trataba de conformar una retícula “coherente”, de uniformar estilos, de construir monumentos, de despejar
espacios.60 En el Zócalo, por ejemplo, se erigiría el monumento a la Independencia, se construirían jardines –derrumbando las casas del arzobispado– y dos grandes fuentes “estilo San Pedro en Roma”. Se ampliaría
la calle de Plateros, y se abriría otra –la actual avenida 20 de noviembre,
entonces proyectada como “Paseo de la Emperatriz”– para facilitar el
acceso a la plaza y el flujo de los coches. Para aislar a la Catedral, dán-
Acevedo, 1995, p. 35.
Circular de José Fernando Ramírez, ministro de relaciones exteriores, al cuerpo diplomático, septiembre de 1865, en Weckmann, 1989, p. 125.
59
Acevedo, 1995. Véase sobre todo “La construcción de la historia imperial: los
héroes mexicanos”, pp. 115-132, y, para una descripción detallada del proyecto urbano,
“Así vivían”, pp. 133-152. Para las fiestas, véase Pani, 1995. Agradezco los comentarios
que me hizo, sobre este punto, la doctora Alejandra Moreno Toscano.
60
Acevedo, 1995, p. 150.
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
dole mayor dignidad, se demolerían el Sagrario, el Seminario y la Biblioteca,61 considerados quizá por el joven príncipe como pegotes barrocos, legados de una época que él mismo describió como una “noche
artificial de tres siglos”.62 Por fortuna, el régimen imperial no tuvo ni el
tiempo ni los recursos para llevar a cabo tanta demolición.
Quizá lo único que quedaría de los elaboradísimos proyectos urbanísticos del Imperio fue el Paseo de la Reforma, entonces conocido como
Paseo del Emperador, cuya construcción se inició en 1864, para unir el
centro de la ciudad con Chapultepec, pues su alcázar era la residencia
predilecta de Maximiliano y Carlota. Dicho paseo sería el eje que dirigiría y ordenaría la futura expansión de la ciudad, convirtiéndose en su
avenida principal.63 El Paseo del Emperador imitaba los grandes bulevares haussmanianos de París, ciudad-modelo por excelencia en esta
época. Como los faubourgs parisinos, se pretendía que la amplia calzada
reflejara orden, eficiencia, opulencia, y dignidad; “modernidad”, en fin,
tal y como la definía una élite “ilustrada”.64 Para asegurar esto, un reglamento prohibía el paso por el Paseo de “carros”, así como el tránsito de
“reuniones de música, entierros y procesiones”.65 Amparo Gómez Tepexicuapan arguye que con esto se pretendía que la calzada fuera del
uso exclusivo de los emperadores. No obstante, nosotros sugerimos que
se trataba, no de prohibir a los citadinos el tránsito por la novísima avenida, sino más bien de impedir que los paseos por ésta, que debían ser
modelo de orden y urbanidad, degenerasen en reuniones ruidosas y
carnavalescas.
De esta forma, el Imperio, como todo régimen que se quiere “moderno”, busco apropiarse y ordenar los espacios públicos urbanos. Para
esto, los ayuntamientos imperiales tenían como atribución el “atender
obras de conservación, aseo, ornato y salubridad públicas”. Debían asegurar la “conservación de monumentos y edificios públicos, paseos, ár-
57
58
1 5 0
Acevedo, 1995, pp. 138-139.
Discurso inaugural de Maximiliano en la Academia Imperial de Ciencia y Literatura, en El Diario del Imperio, 7 de julio de 1865.
63
Jiménez, 1994; Gómez Tepexicuapan, 1994.
64
Véase Romero, 1984, p. 224-249.
65
Reglamento, octubre 13, 1866, citado en Gómez Tepexicuapan, 1994, pp. 36-37.
61
62
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E R I K A PA N I
EL URBANISMO COMO PROPAGANDA: LA CIUDAD IMPERIAL
Como ha demostrado el precioso trabajo de Esther Acevedo, el emperador y sus allegados intentaron utilizar la producción artística para “comunicar la grandeza de la monarquía”, y crear lazos de afecto y lealtad
entre la población mexicana y el régimen imperial.57 Así como los franceses habían tratado seducir a los capitalinos por medio de músicas
marciales, el gobierno imperial, a través de la modernización urbanística, de la producción arquitectónica y plástica, y del arte efímero de unas
fiestas en las que “nunca [...] se había celebrado [...] con pompa tan razonada”,58 procuraría por un lado inventar un pasado glorioso y nacionalista para el Imperio mexicano, y por el otro identificar al régimen con
la civilización, la modernidad y el progreso.59 La ciudad de México ocuparía un lugar central dentro de este proyecto. Maximiliano, muy adepto a proyectar edificios, monumentos y jardines, pretendía que su transformación en ciudad imperial llenara a los mexicanos de admiración, de
entusiasmo patriótico y de confianza en su gobernante.
De esta forma, como escribe Esther Acevedo, el emperador propuso
transformar a la capital en “una ciudad moderna articulada por ejes que
abrieran paso al progreso”. Se trataba de conformar una retícula “coherente”, de uniformar estilos, de construir monumentos, de despejar
espacios.60 En el Zócalo, por ejemplo, se erigiría el monumento a la Independencia, se construirían jardines –derrumbando las casas del arzobispado– y dos grandes fuentes “estilo San Pedro en Roma”. Se ampliaría
la calle de Plateros, y se abriría otra –la actual avenida 20 de noviembre,
entonces proyectada como “Paseo de la Emperatriz”– para facilitar el
acceso a la plaza y el flujo de los coches. Para aislar a la Catedral, dán-
Acevedo, 1995, p. 35.
Circular de José Fernando Ramírez, ministro de relaciones exteriores, al cuerpo diplomático, septiembre de 1865, en Weckmann, 1989, p. 125.
59
Acevedo, 1995. Véase sobre todo “La construcción de la historia imperial: los
héroes mexicanos”, pp. 115-132, y, para una descripción detallada del proyecto urbano,
“Así vivían”, pp. 133-152. Para las fiestas, véase Pani, 1995. Agradezco los comentarios
que me hizo, sobre este punto, la doctora Alejandra Moreno Toscano.
60
Acevedo, 1995, p. 150.
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
dole mayor dignidad, se demolerían el Sagrario, el Seminario y la Biblioteca,61 considerados quizá por el joven príncipe como pegotes barrocos, legados de una época que él mismo describió como una “noche
artificial de tres siglos”.62 Por fortuna, el régimen imperial no tuvo ni el
tiempo ni los recursos para llevar a cabo tanta demolición.
Quizá lo único que quedaría de los elaboradísimos proyectos urbanísticos del Imperio fue el Paseo de la Reforma, entonces conocido como
Paseo del Emperador, cuya construcción se inició en 1864, para unir el
centro de la ciudad con Chapultepec, pues su alcázar era la residencia
predilecta de Maximiliano y Carlota. Dicho paseo sería el eje que dirigiría y ordenaría la futura expansión de la ciudad, convirtiéndose en su
avenida principal.63 El Paseo del Emperador imitaba los grandes bulevares haussmanianos de París, ciudad-modelo por excelencia en esta
época. Como los faubourgs parisinos, se pretendía que la amplia calzada
reflejara orden, eficiencia, opulencia, y dignidad; “modernidad”, en fin,
tal y como la definía una élite “ilustrada”.64 Para asegurar esto, un reglamento prohibía el paso por el Paseo de “carros”, así como el tránsito de
“reuniones de música, entierros y procesiones”.65 Amparo Gómez Tepexicuapan arguye que con esto se pretendía que la calzada fuera del
uso exclusivo de los emperadores. No obstante, nosotros sugerimos que
se trataba, no de prohibir a los citadinos el tránsito por la novísima avenida, sino más bien de impedir que los paseos por ésta, que debían ser
modelo de orden y urbanidad, degenerasen en reuniones ruidosas y
carnavalescas.
De esta forma, el Imperio, como todo régimen que se quiere “moderno”, busco apropiarse y ordenar los espacios públicos urbanos. Para
esto, los ayuntamientos imperiales tenían como atribución el “atender
obras de conservación, aseo, ornato y salubridad públicas”. Debían asegurar la “conservación de monumentos y edificios públicos, paseos, ár-
57
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Acevedo, 1995, pp. 138-139.
Discurso inaugural de Maximiliano en la Academia Imperial de Ciencia y Literatura, en El Diario del Imperio, 7 de julio de 1865.
63
Jiménez, 1994; Gómez Tepexicuapan, 1994.
64
Véase Romero, 1984, p. 224-249.
65
Reglamento, octubre 13, 1866, citado en Gómez Tepexicuapan, 1994, pp. 36-37.
61
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E R I K A PA N I
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
boles, alumbrado, empedrados, [y el] alineamiento de calles y plazas”.
Tampoco podían dar licencia de obra “sino después de examinar el diseño de los frontspicios, con el objeto de evitar la deformidad de las fachadas”; y tenían que velar por la “corrección” de los rótulos de los establecimientos comerciales y de los epitafios en los cementerios.66
Los ayuntamientos imperiales debían erigirse en policías del buen
gusto, la ortografía de la señalización y la “corrección” del paisaje urbano pues, como ya se ha apuntado, se pretendía que el vigor y prestigio
del régimen se reflejaran en sus ciudades, y sobre todo en la capital imperial. No obstante, aquí llama la atención que los proyectos de los gobiernos imperial y municipal para esta urbe, aunque seguían la misma
linea “ilustrada” de apropiación y forzosa armonización y adecuación
estética, no eran necesariamente complementarios. Mientras que el primero intentaba –de los Paseos del Emperador y la Emperatriz a los monumentos históricos– asociar al Imperio y al Emperador con las glorias
del pasado y las promesas del futuro, el segundo se esforzaba por crear
un imaginario patriótico propiamente capitalino, y en algunos casos incluso contradictorio de la propuesta imperial.
Así, para la recepción de la pareja imperial, se pretendió expresar,
“en un lenguaje mudo” –a través de cuarenta estatuas que bordearían el
paso desde la garita del Calvario–, la historia de México como nación
consolidada desde el Descubrimiento, fuertemente ligada a España y a
Occidente, protagonista notable en el mundo de las ciencias y de las
artes. El soberbio desenlace de esta gloriosa aunque agitada historia
eran la Intervención y el Imperio, representados por arcos de triunfo dedicados a Maximiliano y Carlota. Entre los personajes históricos representados estaban Colón y Grijalva, los Reyes Católicos, Cortés, Carlos V,
Moctezuma y Cuauhtémoc (Guatimotzin), Zumarraga y Las Casas,
Humboldt, Alamán y Clavijero, Tres Guerras, Revillagijedo y O’Donojú,
Hidalgo, Morelos, Iturbide y Bravo, Xicotencatl, “dos víctimas de la demagogia”, y Forey, Dubois de Saligny y los emperadores franceses.67
Por su parte, Manuel Soriano, regidor encargado de los paseos, también consideraba imprescindible asociar a los espacios públicos la memoria de los heroes de “nuestra historia nacional”. Al cambiar los nombres de las puertas de la Alameda –conocidas por los rumbos hacía los
cuales se abrían: Mariscala, San Francisco, San Juan, San Hipólito, Hospicio y Corpus Christi–, don Manuel, además de secularizar la nomenclatura, quizo “perpetuar la memoria de algunos personajes ilustres que
han legado a la posteridad bienes de gran cuantía”. En realidad, se
trataba en su mayoría de personas relacionadas con la ciudad o, más directamente, con el ayuntamiento: el filántropo Fagoaga, Sigüenza
–”individuo de la municipalidad que [...] salvó su precioso archivo”–, el
arquitecto y escultor Tolsá, y Guereña –que introdujo en México la vacuna en contra de la viruela, misma que era administrada por el gobierno municipal. Los nombres que dio a las fuentes del popular paseo son
realmente sorprendentes; entre los ocho estanques están el de Zaragoza,
el del 5 de Mayo, el de Negrete –¿general conservador pero enemigo
acérrimo de la Intervención?– y el último “de Dias”.68
Mediante el ordenamiento de la ciudad, las autoridades no sólo ambicionaban transformar a los espacios públicos en recordatorios perennes de Historia Patria, o asegurar que en ellos reinara “el ornato y la
limpieza”.69 Se trataba paralelamente de controlar a la población –y en
especial a las “clases peligrosas”–, de promover ciertos comportamientos y sociabilidades, de desterrar aquellos que provocaban “escándalo”
y repugnaban “a la vista y a la decencia”. Así, el regidor Soriano explicaba el por qué había enviado cerrar la zanja que estaba frente a la oficina
del periódico francés Le Trait d’Union:
Capítulo IV. Sección primera. Ayuntamientos, en Colección de leyes..., 1865, vol. II,
pp. 30-39.
67
Proyecto, febrero 17, 1864, en AHCM, Actas de cabildo, vol. 187A.
66
1 5 2
Era costumbre antigua que a un lado del paseo [...] se reunieran varias mujeres con el objeto de lavar su ropa con el agua de la zanja, sucediendo con
frecuencia que muchas se desnudaban completamente, acción poco hones-
68
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314, exp.
15. Para economizar, no se cambiaría el nombre de la puerta de la Mariscala, pues ya
tenía “su placa puesta”.
69
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314,
exp. 15.
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
boles, alumbrado, empedrados, [y el] alineamiento de calles y plazas”.
Tampoco podían dar licencia de obra “sino después de examinar el diseño de los frontspicios, con el objeto de evitar la deformidad de las fachadas”; y tenían que velar por la “corrección” de los rótulos de los establecimientos comerciales y de los epitafios en los cementerios.66
Los ayuntamientos imperiales debían erigirse en policías del buen
gusto, la ortografía de la señalización y la “corrección” del paisaje urbano pues, como ya se ha apuntado, se pretendía que el vigor y prestigio
del régimen se reflejaran en sus ciudades, y sobre todo en la capital imperial. No obstante, aquí llama la atención que los proyectos de los gobiernos imperial y municipal para esta urbe, aunque seguían la misma
linea “ilustrada” de apropiación y forzosa armonización y adecuación
estética, no eran necesariamente complementarios. Mientras que el primero intentaba –de los Paseos del Emperador y la Emperatriz a los monumentos históricos– asociar al Imperio y al Emperador con las glorias
del pasado y las promesas del futuro, el segundo se esforzaba por crear
un imaginario patriótico propiamente capitalino, y en algunos casos incluso contradictorio de la propuesta imperial.
Así, para la recepción de la pareja imperial, se pretendió expresar,
“en un lenguaje mudo” –a través de cuarenta estatuas que bordearían el
paso desde la garita del Calvario–, la historia de México como nación
consolidada desde el Descubrimiento, fuertemente ligada a España y a
Occidente, protagonista notable en el mundo de las ciencias y de las
artes. El soberbio desenlace de esta gloriosa aunque agitada historia
eran la Intervención y el Imperio, representados por arcos de triunfo dedicados a Maximiliano y Carlota. Entre los personajes históricos representados estaban Colón y Grijalva, los Reyes Católicos, Cortés, Carlos V,
Moctezuma y Cuauhtémoc (Guatimotzin), Zumarraga y Las Casas,
Humboldt, Alamán y Clavijero, Tres Guerras, Revillagijedo y O’Donojú,
Hidalgo, Morelos, Iturbide y Bravo, Xicotencatl, “dos víctimas de la demagogia”, y Forey, Dubois de Saligny y los emperadores franceses.67
Por su parte, Manuel Soriano, regidor encargado de los paseos, también consideraba imprescindible asociar a los espacios públicos la memoria de los heroes de “nuestra historia nacional”. Al cambiar los nombres de las puertas de la Alameda –conocidas por los rumbos hacía los
cuales se abrían: Mariscala, San Francisco, San Juan, San Hipólito, Hospicio y Corpus Christi–, don Manuel, además de secularizar la nomenclatura, quizo “perpetuar la memoria de algunos personajes ilustres que
han legado a la posteridad bienes de gran cuantía”. En realidad, se
trataba en su mayoría de personas relacionadas con la ciudad o, más directamente, con el ayuntamiento: el filántropo Fagoaga, Sigüenza
–”individuo de la municipalidad que [...] salvó su precioso archivo”–, el
arquitecto y escultor Tolsá, y Guereña –que introdujo en México la vacuna en contra de la viruela, misma que era administrada por el gobierno municipal. Los nombres que dio a las fuentes del popular paseo son
realmente sorprendentes; entre los ocho estanques están el de Zaragoza,
el del 5 de Mayo, el de Negrete –¿general conservador pero enemigo
acérrimo de la Intervención?– y el último “de Dias”.68
Mediante el ordenamiento de la ciudad, las autoridades no sólo ambicionaban transformar a los espacios públicos en recordatorios perennes de Historia Patria, o asegurar que en ellos reinara “el ornato y la
limpieza”.69 Se trataba paralelamente de controlar a la población –y en
especial a las “clases peligrosas”–, de promover ciertos comportamientos y sociabilidades, de desterrar aquellos que provocaban “escándalo”
y repugnaban “a la vista y a la decencia”. Así, el regidor Soriano explicaba el por qué había enviado cerrar la zanja que estaba frente a la oficina
del periódico francés Le Trait d’Union:
Capítulo IV. Sección primera. Ayuntamientos, en Colección de leyes..., 1865, vol. II,
pp. 30-39.
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Proyecto, febrero 17, 1864, en AHCM, Actas de cabildo, vol. 187A.
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Era costumbre antigua que a un lado del paseo [...] se reunieran varias mujeres con el objeto de lavar su ropa con el agua de la zanja, sucediendo con
frecuencia que muchas se desnudaban completamente, acción poco hones-
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Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314, exp.
15. Para economizar, no se cambiaría el nombre de la puerta de la Mariscala, pues ya
tenía “su placa puesta”.
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Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314,
exp. 15.
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ta y decorosa en un paseo tan concurrido; las mandé quitar y les prohibí enteramente que en lo sucesivo se reunieran ahí con tal objeto.70
Por razones similares, Ignacio Trigueros, alcalde de la capital, justificaba el haber invertido fondos del raquítico tesoro municipal para
transformar al Zócalo en un jardín, con “sesenta y cuatro sofás de fierro, cuatro fuentes y [...] plantas aromáticas y de numerosas especies”.71
Los paseos públicos, insistía el alcalde, no eran “un objeto de mero lujo
y ostentación en una populosa capital”.72 Bien al contrario, se trataba de
obras que promovían la “civilización y cultura” de aquellos sectores de
la población que todavía podían salvarse:
Compuesta la población en su mayor parte de la clase media, que no puede
disfrutar de una habitación amplia y ventilada, necesita que se le proporcione un lugar céntrico donde pueda espaciarse, respirar el aire libre y estrechar sus relaciones sociales con otras familias.73
La creación de areas verdes se convertía entonces en un arma poderosa en la lucha en contra de la insalubridad, el arcaismo, la barbarie y
la degeneración social. Los jacalones de mala muerte donde se jugaba a
la baraja; las zanjas donde lavaban mujeres desvergonzadas; los “tiraderos de perros envenenados”; los “molestos y poco decorosos” puestos
ambulantes de vendimia; los lugares yermos que proporcionaban “un
asilo frecuente a la más vergonsoza prostitución”74 eran remplazados
por verdes prados que servían “de medio higiénico a las poblaciones
descomponiendo el ácido carbónico del aire”. Estos jardines, además de
llenar este “objeto físico” representaban también “un medio higiénico
moral para los habitantes”:
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314,
exp. 15.
71
Trigueros, 1866, p. 50. Para una biografía de este interesante personaje, véase Bermúdez, 1995.
72
Trigueros, 1866, p. 47.
73
Trigueros, 1868, p. 19.
74
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314,
exp. 15. Trigueros, 1868, p. 20.
70
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
pues embelleciendo estos sitios los atrae y éstos encuentran en ellos una
distracción en los negocios que fatigan su imaginación [...] es un positivo
descanso o tregua para el espíritu pues éste como el cuerpo se enferma del
trabajo y con estos higiénicos intervalos recupera sus fuerzas y se prepara
a nuevas fatigas. Además, en estos sitios se reunen las familias, se estrechan
los lazos de sociedad y los niños corriendo y jugando se desarrollan y robustecen.75
Habría que preguntarse si estos ingenieros sociales que con tanto esmero intentaban curar las llagas del pueblo de la capital, encontraron
suficientes familias nucleares, laboriosas y cuando pobres, decentes, en
fin: “burguesas”, para poblar los enjardinados y perfumados escenarios
que crearon para ellas.
PARA GOBERNAR UNA CIUDAD
Sin embargo, aún considerando la naturaleza particular de la guerra decimonónica, y las esfuerzos de los gobiernos imperial y municipal por
transformar a la ciudad de México en una ciudad ideal, sorprende al
observador de fines del siglo XX la indiferencia de la población capitalina ante el peligro de ver desaparecer a su nación. Como se ha apuntado, es difícil rastrear las actitudes “nacionalistas” del mexicano común
y corriente en la década de 1860. Florencia Mallon, en un texto muy propositivo pero que no termina de convencer, habla del “nacionalismo” de
los pueblos de la sierra de Puebla, que lucharon con constancia y fiereza
en contra de los invasores.76 ¿Por qué los zacapoaxtlas y los xochiapulquenses sí se lanzaron a la lucha nacionalista, y los capitalinos no? Los
pueblos de la sierra, arguye Mallon, defendían, en contra de franceses y
conservadores, un “proyecto de nación” liberal y popular que venían
forjando desde la revolución de Ayutla. Nosotros proponemos que,
como los zacapoaxtlas, distintos sectores de la población de la ciudad de
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en
exp. 15.
76
Mallon, 1995.
75
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ta y decorosa en un paseo tan concurrido; las mandé quitar y les prohibí enteramente que en lo sucesivo se reunieran ahí con tal objeto.70
Por razones similares, Ignacio Trigueros, alcalde de la capital, justificaba el haber invertido fondos del raquítico tesoro municipal para
transformar al Zócalo en un jardín, con “sesenta y cuatro sofás de fierro, cuatro fuentes y [...] plantas aromáticas y de numerosas especies”.71
Los paseos públicos, insistía el alcalde, no eran “un objeto de mero lujo
y ostentación en una populosa capital”.72 Bien al contrario, se trataba de
obras que promovían la “civilización y cultura” de aquellos sectores de
la población que todavía podían salvarse:
Compuesta la población en su mayor parte de la clase media, que no puede
disfrutar de una habitación amplia y ventilada, necesita que se le proporcione un lugar céntrico donde pueda espaciarse, respirar el aire libre y estrechar sus relaciones sociales con otras familias.73
La creación de areas verdes se convertía entonces en un arma poderosa en la lucha en contra de la insalubridad, el arcaismo, la barbarie y
la degeneración social. Los jacalones de mala muerte donde se jugaba a
la baraja; las zanjas donde lavaban mujeres desvergonzadas; los “tiraderos de perros envenenados”; los “molestos y poco decorosos” puestos
ambulantes de vendimia; los lugares yermos que proporcionaban “un
asilo frecuente a la más vergonsoza prostitución”74 eran remplazados
por verdes prados que servían “de medio higiénico a las poblaciones
descomponiendo el ácido carbónico del aire”. Estos jardines, además de
llenar este “objeto físico” representaban también “un medio higiénico
moral para los habitantes”:
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314,
exp. 15.
71
Trigueros, 1866, p. 50. Para una biografía de este interesante personaje, véase Bermúdez, 1995.
72
Trigueros, 1866, p. 47.
73
Trigueros, 1868, p. 19.
74
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en AHCM, vol. 2314,
exp. 15. Trigueros, 1868, p. 20.
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pues embelleciendo estos sitios los atrae y éstos encuentran en ellos una
distracción en los negocios que fatigan su imaginación [...] es un positivo
descanso o tregua para el espíritu pues éste como el cuerpo se enferma del
trabajo y con estos higiénicos intervalos recupera sus fuerzas y se prepara
a nuevas fatigas. Además, en estos sitios se reunen las familias, se estrechan
los lazos de sociedad y los niños corriendo y jugando se desarrollan y robustecen.75
Habría que preguntarse si estos ingenieros sociales que con tanto esmero intentaban curar las llagas del pueblo de la capital, encontraron
suficientes familias nucleares, laboriosas y cuando pobres, decentes, en
fin: “burguesas”, para poblar los enjardinados y perfumados escenarios
que crearon para ellas.
PARA GOBERNAR UNA CIUDAD
Sin embargo, aún considerando la naturaleza particular de la guerra decimonónica, y las esfuerzos de los gobiernos imperial y municipal por
transformar a la ciudad de México en una ciudad ideal, sorprende al
observador de fines del siglo XX la indiferencia de la población capitalina ante el peligro de ver desaparecer a su nación. Como se ha apuntado, es difícil rastrear las actitudes “nacionalistas” del mexicano común
y corriente en la década de 1860. Florencia Mallon, en un texto muy propositivo pero que no termina de convencer, habla del “nacionalismo” de
los pueblos de la sierra de Puebla, que lucharon con constancia y fiereza
en contra de los invasores.76 ¿Por qué los zacapoaxtlas y los xochiapulquenses sí se lanzaron a la lucha nacionalista, y los capitalinos no? Los
pueblos de la sierra, arguye Mallon, defendían, en contra de franceses y
conservadores, un “proyecto de nación” liberal y popular que venían
forjando desde la revolución de Ayutla. Nosotros proponemos que,
como los zacapoaxtlas, distintos sectores de la población de la ciudad de
Paseos. Memoria presentada a S.S. el Sr. Alcalde Municipal, en
exp. 15.
76
Mallon, 1995.
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
México se abocarían a defender una serie de proyectos e intereses propios, en algunos casos articulados por el ayuntamiento. Estos intereses
eran percibidos como independientes del destino del Estado nacional
–en 1863 republicano, en 1867 imperial–, así como muchas veces desligados de las causas liberal o conservadora. Al barajar las prioridades de
la ciudad, no pareció imprescindible a sus habitantes sostener al Estado
nacional, por demás tan débil que ni siquiera podía aplicar los temibles
castigos que decretaba.
De este modo, la invasión tripartita, como se ha visto, provocó toda
una serie de proclamas patrióticas por parte de las autoridades en contra de “la injusta guerra”, que terminaron siendo más estrepitosas que
eficientes. El ayuntamiento de la capital también participó de este entusiasmo, exortando a los mexicanos a pelear “como buenos, sin tregua y
sin descanso,” y a “defender palmo a palmo [sus] campos, [sus] caminos, [sus] ciudades, [sus] hogares”.77 Este cuerpo, por su “patriotismo,
talento y actividad”, debía involucrarse activamente en la defensa de la
independencia. Recibió del gobierno federal los encargos de formar
unas comisiones para recibir los donativos voluntarios y animar “hasta
donde se [pudiera] el espíritu público”.78 Asimismo, el gobierno municipal, a partir de noviembre de 1862, destinaría a los hospitales de sangre
del Ejército de Oriente todos los productos de las funciones de plaza de
la festividad de Todos los Santos, de las del Teatro Nacional y de las corridas de toros. Incluso, organizó en beneficio de estos hospitales un
“paseo” en el zócalo con salones de títeres, poliorama, juegos hidráulicos, caballitos y juegos de ruletas.79
No obstante, y desmintiendo sus airosas proclamas, el ayuntamiento de la capital no se entregaría en cuerpo y alma al esfuerzo bélico. Si
bien la corporación afirmaba que no había que perdonar sacrificio algu-
no para preservar la independencia nacional, su preocupación principal, y a la que dedicaría más tiempo, dinero y esfuerzo, no fue el combatir a los franceses, sino asegurar el buen gobierno de la ciudad. Por esto
las actas de las sesiones de cabildo, hasta la del 26 de mayo de 1863, “última de la República”, tratan casi exclusivamente de los asuntos propios
del gobierno municipal:80 abasto de agua y víveres; limpieza y reparación de calles; estado de paseos, cárceles y panteones; permisos para fábricas y diversiones públicas; fiel contraste; relojes públicos; pensionados y vendedores ambulantes.81
Así, para los regidores de 1863 la tarea prioritaria no fue defender la
soberanía del país, sino salvaguardar el buen orden urbano, y proteger
la integridad de las personas y bienes de los capitalinos. Para ilustrar
esta posición, es interesante contraponer los discursos que elaboraron
en torno a la guerra por un lado el ayuntamiento y por el otro el gobernador del Distrito. Según Ponciano Arriaga, representante a principio
de 1863 del gobierno federal, la resistencia a la invasión era cuestión “de
vida o muerte”. Consecuentemente, el gobierno del distrito debía poder
contar “con la fortuna, con las armas y la vida de todos los hombres
leales, de todos los patriotas merecedores del nombre de mexicanos”. El
pueblo mexicano, añadía Arriaga, tenía que levantar “su poder y su
energía a la altura de los pueblos que [merecían] ser libres”, para no
“pasar por la vergüenza de ver su honor, su dignidad, sus más preciosos bienes hollados por la planta del extranjero altivo y presuntuoso”.82
De esta forma, don Ponciano se mostraba dispuesto a sacrificar vida
y hacienda –la propia y la ajena– en aras de la honra nacional. Los
miembros del ayuntamiento no pudieron ser tan tajantes... ni tan líricos.
Para los regidores, la Intervención francesa era tanto más peligrosa que
prometía restaurar bienes concretos: la paz y el orden. No les fue fácil
construir los argumentos que convencieran a la población de que había
que resistir hasta la muerte a los soldados que ofrecían tan apetecibles
bienes. Por eso las proclamas municipales parecen tanto más tibias, y
Véase “El Ayuntamiento de México al pueblo de su municipalidad”, abril 22, 1862;
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 24, 1863, en AHCM, vol. 2269,
exp. 3; 13.
78
De Anastasio Parrodi al Presidente del Ayuntamiento, enero 16, 1862, en AHCM,
exp. 2.
79
“Recursos para los hospitales de sangre...,” en AHCM, vol. 2269, exp. 10. Llama la
atención que los fondos se destinaran al objetivo políticamente neutro de socorrer a los
heridos, y no directamente al ejército.
77
1 5 6
Véase Nacif, 1994; Rodríguez Kuri, 1994; 1996, pp. 33-43.
Actas de cabildo, 1863, en AHCM, vol. 185A.
82
Ponciano Arriaga, gobernador del Distrito, enero 27, 1863, en BD-Bandos, vol. 241folio 21.
80
81
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México se abocarían a defender una serie de proyectos e intereses propios, en algunos casos articulados por el ayuntamiento. Estos intereses
eran percibidos como independientes del destino del Estado nacional
–en 1863 republicano, en 1867 imperial–, así como muchas veces desligados de las causas liberal o conservadora. Al barajar las prioridades de
la ciudad, no pareció imprescindible a sus habitantes sostener al Estado
nacional, por demás tan débil que ni siquiera podía aplicar los temibles
castigos que decretaba.
De este modo, la invasión tripartita, como se ha visto, provocó toda
una serie de proclamas patrióticas por parte de las autoridades en contra de “la injusta guerra”, que terminaron siendo más estrepitosas que
eficientes. El ayuntamiento de la capital también participó de este entusiasmo, exortando a los mexicanos a pelear “como buenos, sin tregua y
sin descanso,” y a “defender palmo a palmo [sus] campos, [sus] caminos, [sus] ciudades, [sus] hogares”.77 Este cuerpo, por su “patriotismo,
talento y actividad”, debía involucrarse activamente en la defensa de la
independencia. Recibió del gobierno federal los encargos de formar
unas comisiones para recibir los donativos voluntarios y animar “hasta
donde se [pudiera] el espíritu público”.78 Asimismo, el gobierno municipal, a partir de noviembre de 1862, destinaría a los hospitales de sangre
del Ejército de Oriente todos los productos de las funciones de plaza de
la festividad de Todos los Santos, de las del Teatro Nacional y de las corridas de toros. Incluso, organizó en beneficio de estos hospitales un
“paseo” en el zócalo con salones de títeres, poliorama, juegos hidráulicos, caballitos y juegos de ruletas.79
No obstante, y desmintiendo sus airosas proclamas, el ayuntamiento de la capital no se entregaría en cuerpo y alma al esfuerzo bélico. Si
bien la corporación afirmaba que no había que perdonar sacrificio algu-
no para preservar la independencia nacional, su preocupación principal, y a la que dedicaría más tiempo, dinero y esfuerzo, no fue el combatir a los franceses, sino asegurar el buen gobierno de la ciudad. Por esto
las actas de las sesiones de cabildo, hasta la del 26 de mayo de 1863, “última de la República”, tratan casi exclusivamente de los asuntos propios
del gobierno municipal:80 abasto de agua y víveres; limpieza y reparación de calles; estado de paseos, cárceles y panteones; permisos para fábricas y diversiones públicas; fiel contraste; relojes públicos; pensionados y vendedores ambulantes.81
Así, para los regidores de 1863 la tarea prioritaria no fue defender la
soberanía del país, sino salvaguardar el buen orden urbano, y proteger
la integridad de las personas y bienes de los capitalinos. Para ilustrar
esta posición, es interesante contraponer los discursos que elaboraron
en torno a la guerra por un lado el ayuntamiento y por el otro el gobernador del Distrito. Según Ponciano Arriaga, representante a principio
de 1863 del gobierno federal, la resistencia a la invasión era cuestión “de
vida o muerte”. Consecuentemente, el gobierno del distrito debía poder
contar “con la fortuna, con las armas y la vida de todos los hombres
leales, de todos los patriotas merecedores del nombre de mexicanos”. El
pueblo mexicano, añadía Arriaga, tenía que levantar “su poder y su
energía a la altura de los pueblos que [merecían] ser libres”, para no
“pasar por la vergüenza de ver su honor, su dignidad, sus más preciosos bienes hollados por la planta del extranjero altivo y presuntuoso”.82
De esta forma, don Ponciano se mostraba dispuesto a sacrificar vida
y hacienda –la propia y la ajena– en aras de la honra nacional. Los
miembros del ayuntamiento no pudieron ser tan tajantes... ni tan líricos.
Para los regidores, la Intervención francesa era tanto más peligrosa que
prometía restaurar bienes concretos: la paz y el orden. No les fue fácil
construir los argumentos que convencieran a la población de que había
que resistir hasta la muerte a los soldados que ofrecían tan apetecibles
bienes. Por eso las proclamas municipales parecen tanto más tibias, y
Véase “El Ayuntamiento de México al pueblo de su municipalidad”, abril 22, 1862;
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 24, 1863, en AHCM, vol. 2269,
exp. 3; 13.
78
De Anastasio Parrodi al Presidente del Ayuntamiento, enero 16, 1862, en AHCM,
exp. 2.
79
“Recursos para los hospitales de sangre...,” en AHCM, vol. 2269, exp. 10. Llama la
atención que los fondos se destinaran al objetivo políticamente neutro de socorrer a los
heridos, y no directamente al ejército.
77
1 5 6
Véase Nacif, 1994; Rodríguez Kuri, 1994; 1996, pp. 33-43.
Actas de cabildo, 1863, en AHCM, vol. 185A.
82
Ponciano Arriaga, gobernador del Distrito, enero 27, 1863, en BD-Bandos, vol. 241folio 21.
80
81
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
aluden antes a asuntos concretos –familia, propiedad– que a principios
románticos y abstractos como el honor de la patria y la gloria nacional.
Los miembros del ayuntamiento terminaron por alegar que la paz restaurada por los franceses no sería más que “la paz ominosa de la esclavitud”.83 Haciendo bien las cuentas, ésta, que en un principio podía parecer atractiva, no convenía, pues
gro de un ataque a la ciudad era “ya muy remoto”, los trabajadores del
gobierno municipal, antes que ocuparse de las fortificaciones, tenían
que concluir las obras urbanas que habían quedado pendientes. Si éstas
no se continuaban
[...] una ocupación [marcaría] el principio de una insurrección [...] horrible
en el que el hombre y su familia, la propiedad y todos sus frutos no [serían]
objeto de contemplación alguna. Al grito de la Patria la insurrección [crecería] y la paz que es el deseo natural de los hombres honrados no [podría]
venir sino después de sacudimientos que [dejarían] al país por muchos
años en la prostración.84
De este modo, mientras que Ponciano Arriaga decía haber aceptado
el cargo de gobernador de distrito “sin otra mira que la de cooperar a la
defensa de mi país, sin más deseo que el de ofrecer mi sangre y mi existencia en la lucha gloriosa que sostiene”,85 los regidores, “personas retraídas de toda injerencia en la política”, antepondrían constantemente
“el bienestar de los habitantes de la capital [...] la paz pública [y el] orden social” al deber de “ayudar eficazmente al Supremo Gobierno”.86
Así, en mayo de 1863, Gaspar Sánchez Ochoa, comandante general de
ingenieros, se quejaba de que sólo cuarenta operarios acudían a reparar
las fortificaciones de la ciudad, cuando se había ordenado al ayuntamiento poner a disposición del ejército a las tres cuartas partes de sus
cuadrillas.87 La corporación justificó su desacato: además de que el peli“El Ayuntamiento de México al pueblo de su municipalidad”, abril 22, 1862, en
vol. 2269, exp. 3.
84
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 24, 1863, en AHCM, vol.
2269, exp. 13.
85
Ponciano Arriaga, gobernador del Distrito, enero 27, 1863, en BD-Bandos, vol. 241fol. 21.
86
Propuesta del regidor Manuel Rojo, enero 16, 1863, en AHCM, Actas de cabildo, vol.
185A.
87
Cartas de Anastasio Parrodi, general en jefe del Ejército del Distrito, y de Gaspar
Sánchez Ochoa al Ayuntamiento, mayo 5, 1862, en AHCM, vol. 2269, exp. 4.
83
AHCM,
1 5 8
desde luego [...] no sólo se [perdería] el dinero que se [había] empleado
hasta hoy en ellas, sino que sería preciso abandonarlas hasta que [pasara]
la estación de las aguas, y entretanto quedarían verdaderamente intransitables las calles principales.88
Asimismo, en abril de 1867, el ayuntamiento se resistió a sumarse de
lleno a la defensa de la capital imperial, pues esto significaba descuidar
sus deberes. Cuando se exigió a los empleados del ayuntamiento inscribirse “voluntariamente” en el batallón Hidalgo, no se presentó “uno
solo” de ellos.89 El alcalde municipal afirmaría que habían hecho lo correcto. Aunque estos hombres tenían “los mejores deseos de cumplir”
con las órdenes del ejército imperial, no podían abandonar sus quehaceres sin “un perjuicio muy notable en el servicio público”. Por el bienestar de la población no era posible “que los empleados [del gobierno
municipal dedicaran] un minuto a otro servicio que al que [estaban]
destinados”.90
Como puede verse, los miembros del cabildo consideraban que,
como representantes de la autoridad, antes que morir por la Patria y sus
instituciones –republicanas o imperiales–, a ellos les tocaba ver por la
ciudad, cuidar sus pesos y centavos, procurar que los espacios públicos
estuvieran en buen estado y que los servicios urbanos operaran de manera medianamente aceptable, con el fin de garantizar cierto nivel de
bienestar y seguridad a sus habitantes. En este aspecto, a lo largo de la
guerra de Intervención, fueron claves las negociaciones que emprendió
la corporación tanto con el gobierno nacional, como con las autoridades
88
Carta al Ayuntamiento al ministro de Relaciones Exteriores y Gobernación, mayo
14, 1862 (borrador), en AHCM, vol. 2269, exp. 4.
89
Carta del general de brigada, jefe del batallón Hidalgo al alcalde municipal, abril
26, 1867, en AHCM, vol. 2270, exp. 68.
90
Carta del alcalde municipal al prefecto político del valle de México, abril 24, 1867.
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aluden antes a asuntos concretos –familia, propiedad– que a principios
románticos y abstractos como el honor de la patria y la gloria nacional.
Los miembros del ayuntamiento terminaron por alegar que la paz restaurada por los franceses no sería más que “la paz ominosa de la esclavitud”.83 Haciendo bien las cuentas, ésta, que en un principio podía parecer atractiva, no convenía, pues
gro de un ataque a la ciudad era “ya muy remoto”, los trabajadores del
gobierno municipal, antes que ocuparse de las fortificaciones, tenían
que concluir las obras urbanas que habían quedado pendientes. Si éstas
no se continuaban
[...] una ocupación [marcaría] el principio de una insurrección [...] horrible
en el que el hombre y su familia, la propiedad y todos sus frutos no [serían]
objeto de contemplación alguna. Al grito de la Patria la insurrección [crecería] y la paz que es el deseo natural de los hombres honrados no [podría]
venir sino después de sacudimientos que [dejarían] al país por muchos
años en la prostración.84
De este modo, mientras que Ponciano Arriaga decía haber aceptado
el cargo de gobernador de distrito “sin otra mira que la de cooperar a la
defensa de mi país, sin más deseo que el de ofrecer mi sangre y mi existencia en la lucha gloriosa que sostiene”,85 los regidores, “personas retraídas de toda injerencia en la política”, antepondrían constantemente
“el bienestar de los habitantes de la capital [...] la paz pública [y el] orden social” al deber de “ayudar eficazmente al Supremo Gobierno”.86
Así, en mayo de 1863, Gaspar Sánchez Ochoa, comandante general de
ingenieros, se quejaba de que sólo cuarenta operarios acudían a reparar
las fortificaciones de la ciudad, cuando se había ordenado al ayuntamiento poner a disposición del ejército a las tres cuartas partes de sus
cuadrillas.87 La corporación justificó su desacato: además de que el peli“El Ayuntamiento de México al pueblo de su municipalidad”, abril 22, 1862, en
vol. 2269, exp. 3.
84
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 24, 1863, en AHCM, vol.
2269, exp. 13.
85
Ponciano Arriaga, gobernador del Distrito, enero 27, 1863, en BD-Bandos, vol. 241fol. 21.
86
Propuesta del regidor Manuel Rojo, enero 16, 1863, en AHCM, Actas de cabildo, vol.
185A.
87
Cartas de Anastasio Parrodi, general en jefe del Ejército del Distrito, y de Gaspar
Sánchez Ochoa al Ayuntamiento, mayo 5, 1862, en AHCM, vol. 2269, exp. 4.
83
AHCM,
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desde luego [...] no sólo se [perdería] el dinero que se [había] empleado
hasta hoy en ellas, sino que sería preciso abandonarlas hasta que [pasara]
la estación de las aguas, y entretanto quedarían verdaderamente intransitables las calles principales.88
Asimismo, en abril de 1867, el ayuntamiento se resistió a sumarse de
lleno a la defensa de la capital imperial, pues esto significaba descuidar
sus deberes. Cuando se exigió a los empleados del ayuntamiento inscribirse “voluntariamente” en el batallón Hidalgo, no se presentó “uno
solo” de ellos.89 El alcalde municipal afirmaría que habían hecho lo correcto. Aunque estos hombres tenían “los mejores deseos de cumplir”
con las órdenes del ejército imperial, no podían abandonar sus quehaceres sin “un perjuicio muy notable en el servicio público”. Por el bienestar de la población no era posible “que los empleados [del gobierno
municipal dedicaran] un minuto a otro servicio que al que [estaban]
destinados”.90
Como puede verse, los miembros del cabildo consideraban que,
como representantes de la autoridad, antes que morir por la Patria y sus
instituciones –republicanas o imperiales–, a ellos les tocaba ver por la
ciudad, cuidar sus pesos y centavos, procurar que los espacios públicos
estuvieran en buen estado y que los servicios urbanos operaran de manera medianamente aceptable, con el fin de garantizar cierto nivel de
bienestar y seguridad a sus habitantes. En este aspecto, a lo largo de la
guerra de Intervención, fueron claves las negociaciones que emprendió
la corporación tanto con el gobierno nacional, como con las autoridades
88
Carta al Ayuntamiento al ministro de Relaciones Exteriores y Gobernación, mayo
14, 1862 (borrador), en AHCM, vol. 2269, exp. 4.
89
Carta del general de brigada, jefe del batallón Hidalgo al alcalde municipal, abril
26, 1867, en AHCM, vol. 2270, exp. 68.
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Carta del alcalde municipal al prefecto político del valle de México, abril 24, 1867.
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militares, los comerciantes, los propietarios, y hasta las prioras de los
conventos.
De esta manera, el ayuntamiento cabildeó, suplicó y regañó a los
distintos actores urbanos para lograr que se introdujeran libres de derechos los efectos de primera necesidad, para que la población pudiera
disponer del agua de los pozos artesianos, incluyendo aquellos que
estaban dentro de casas privadas o de conventos, para que se estableciera una tarifa de precios controlados para granos, carne y carbón, y para
que el ejército no cogiera en leva a los cargadores, arrieros y tlachiqueros que traían su mercancia a la ciudad.91 En mayo de 1867, el dedicado
alcalde Ignacio Trigueros exigiría incluso a los soldados que, aunque
necesitaran “recurrir a cuantos medios de defensa [fueran] posibles
para oponer al enemigo”, hicieran favor de no cortar los árboles de las
calzadas “cuyo plantío [era] tan útil a la población y [había] costado mil
afanes a la Municipalidad”.92
Las medidas promovidas por el cuerpo edilicio sugieren lo arraigada que estaba la auto-percepción del ayuntamiento como garante de la
policía urbana, en el sentido antiguo de la palabra. Incluso en situaciones de emergencia, la corporación intentaría asegurar a sus gobernados no sólo el mínimo para sobrevivir, sino cierta holgura, cierta comodidad. Se trataba de garantizar a los capitalinos, en la medida de lo posible, cierto grado de normalidad... además de favorecer, sin duda, los intereses comerciales de algunos. Así, en 1862 y 1863 –en una situación
menos extremosa que la que sufriría la ciudad durante el sitio de 1867–93
se introdujeron a la ciudad sin pagar alcabala, además de cosas obvias
como el carbón, el trigo y el maíz, aceite de nabo y de ajonjolí, azúcar,
cebo, verduras, haba, huevo, leche, lenteja, loza ordinaria, piloncillo,
papa, paja, cal, arvejón, arroz, carneros castrados y primales, cebada,
cerdos, chile, garbanzo y garbanza, harina, leña, manteca, sal, terneras,
toros y vacas.94 De manera similar, en 1867, el siempre activo Ignacio
Trigueros, preocupado por la “comodidad” de los muchos capitalinos
que asistían a misa en esos “días de alarma” y por ser Semana Mayor,
enviaría, como si no tuviera otra cosa que hacer, una carta a la Sagrada
Mitra para que se aseguraran de tener las puertas de los templos lo
“suficientemente abiertas”.95
De igual forma, con la salida del gobierno constitucional a San Luis
Potosí y ante la inminente llegada de las tropas francesas, el ayuntamiento se encargaría de prevenir en la ciudad “todo desorden que la
falta de medios represivos haría inevitable, comprometiendo sus grandes intereses públicos y privados”.96 Para esto, levantaría desde fines
marzo una “fuerza urbana que exclusivamente [atendiera] la seguridad
de los intereses comerciales y de la población”.97 La llegada de los invasores obligó al ayuntamiento constitucional a “devolver a la ciudad el
voto de confianza” con que lo había honrado. No obstante, antes de hacerlo, la corporación quizó asegurarse de que la ocupación de la capital
se haría “evitando cualquier desastre”. Por esto, solicitó al cuerpo consular que se entendiera con el enemigo para
Decreto presidencial, mayo 7, 15, 20, 1862; solicitud al general en jefe, mayo 13,
1862; Carta del alcalde municipal al lugarteniente del Imperio, abril 23, 1867; Aviso interesante, abril 7, 9 1867; Cartas del alcalde municipal al administrador del rastro, marzomayo 1867; Cartas de Juan N. Monterde y Antonio Trueba al alcalde municipal, abril 28,
mayo 4, 1867, Carta del alcalde municipal al general en jefe del segundo cuerpo del ejército, mayo 6, 1867, en AHCM, vol. 2269, exp. 5; vol. 2270, exp. 68; 116, 117, 118, 119, 120.
92
Carta del alcalde municipal al general en jefe del segundo cuerpo del ejército,
mayo 6, 1867, en AHCM, vol. 2270, exp. 117.
93
Ignacio Trigueros declararía que los capitalinos sufrían de una “escacez que jamás
se había visto en ninguna de nuestras revoluciones.” Carta de Ignacio Trigueros a Tomás
O’Horan, abril 28, 1867 en AHCM, vol. 2270, exp. 118. Las medidas del gobierno municipal, en este caso, si se limitaron a garantizar el abasto de agua, granos, carne y carbón.
Véase AHCM, vol. 2270, exp. 116, 117, 118, 119, 120.
91
1 6 0
recabar del General en Jefe del Ejército francés esa amplitud de garantías de
orden y seguridad que una Ciudad ilustrada y populosa [tenía] el derecho
de reclamar del representante de un pueblo magnánimo e ilustrado como
el francés.98
Decreto presidencial, mayo 7, 13, 15, 20, en AHCM, vol. 2269, exp. 5.
Carta del secretario del ayuntamiento al secretario de la Sagrada Mitra de México,
abril 16, 1867 (el documento dice 1866. Se trata seguramente de un error), en AHCM, vol.
2270, exp. 69.
96
Carta del ayuntamiento a los cónsules, mayo 31, 1863, en AHCM, vol. 2270, exp. 37.
97
Carta del regidor Alfonso Labat, marzo 30, 1863, en AHCM, vol. 2269, exp. 21.
98
Cartas a los cónsules, mayo 30, 31, 1863, en AHCM, vol. 2270, exp. 33, 37.
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E R I K A PA N I
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
militares, los comerciantes, los propietarios, y hasta las prioras de los
conventos.
De esta manera, el ayuntamiento cabildeó, suplicó y regañó a los
distintos actores urbanos para lograr que se introdujeran libres de derechos los efectos de primera necesidad, para que la población pudiera
disponer del agua de los pozos artesianos, incluyendo aquellos que
estaban dentro de casas privadas o de conventos, para que se estableciera una tarifa de precios controlados para granos, carne y carbón, y para
que el ejército no cogiera en leva a los cargadores, arrieros y tlachiqueros que traían su mercancia a la ciudad.91 En mayo de 1867, el dedicado
alcalde Ignacio Trigueros exigiría incluso a los soldados que, aunque
necesitaran “recurrir a cuantos medios de defensa [fueran] posibles
para oponer al enemigo”, hicieran favor de no cortar los árboles de las
calzadas “cuyo plantío [era] tan útil a la población y [había] costado mil
afanes a la Municipalidad”.92
Las medidas promovidas por el cuerpo edilicio sugieren lo arraigada que estaba la auto-percepción del ayuntamiento como garante de la
policía urbana, en el sentido antiguo de la palabra. Incluso en situaciones de emergencia, la corporación intentaría asegurar a sus gobernados no sólo el mínimo para sobrevivir, sino cierta holgura, cierta comodidad. Se trataba de garantizar a los capitalinos, en la medida de lo posible, cierto grado de normalidad... además de favorecer, sin duda, los intereses comerciales de algunos. Así, en 1862 y 1863 –en una situación
menos extremosa que la que sufriría la ciudad durante el sitio de 1867–93
se introdujeron a la ciudad sin pagar alcabala, además de cosas obvias
como el carbón, el trigo y el maíz, aceite de nabo y de ajonjolí, azúcar,
cebo, verduras, haba, huevo, leche, lenteja, loza ordinaria, piloncillo,
papa, paja, cal, arvejón, arroz, carneros castrados y primales, cebada,
cerdos, chile, garbanzo y garbanza, harina, leña, manteca, sal, terneras,
toros y vacas.94 De manera similar, en 1867, el siempre activo Ignacio
Trigueros, preocupado por la “comodidad” de los muchos capitalinos
que asistían a misa en esos “días de alarma” y por ser Semana Mayor,
enviaría, como si no tuviera otra cosa que hacer, una carta a la Sagrada
Mitra para que se aseguraran de tener las puertas de los templos lo
“suficientemente abiertas”.95
De igual forma, con la salida del gobierno constitucional a San Luis
Potosí y ante la inminente llegada de las tropas francesas, el ayuntamiento se encargaría de prevenir en la ciudad “todo desorden que la
falta de medios represivos haría inevitable, comprometiendo sus grandes intereses públicos y privados”.96 Para esto, levantaría desde fines
marzo una “fuerza urbana que exclusivamente [atendiera] la seguridad
de los intereses comerciales y de la población”.97 La llegada de los invasores obligó al ayuntamiento constitucional a “devolver a la ciudad el
voto de confianza” con que lo había honrado. No obstante, antes de hacerlo, la corporación quizó asegurarse de que la ocupación de la capital
se haría “evitando cualquier desastre”. Por esto, solicitó al cuerpo consular que se entendiera con el enemigo para
Decreto presidencial, mayo 7, 15, 20, 1862; solicitud al general en jefe, mayo 13,
1862; Carta del alcalde municipal al lugarteniente del Imperio, abril 23, 1867; Aviso interesante, abril 7, 9 1867; Cartas del alcalde municipal al administrador del rastro, marzomayo 1867; Cartas de Juan N. Monterde y Antonio Trueba al alcalde municipal, abril 28,
mayo 4, 1867, Carta del alcalde municipal al general en jefe del segundo cuerpo del ejército, mayo 6, 1867, en AHCM, vol. 2269, exp. 5; vol. 2270, exp. 68; 116, 117, 118, 119, 120.
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Carta del alcalde municipal al general en jefe del segundo cuerpo del ejército,
mayo 6, 1867, en AHCM, vol. 2270, exp. 117.
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Ignacio Trigueros declararía que los capitalinos sufrían de una “escacez que jamás
se había visto en ninguna de nuestras revoluciones.” Carta de Ignacio Trigueros a Tomás
O’Horan, abril 28, 1867 en AHCM, vol. 2270, exp. 118. Las medidas del gobierno municipal, en este caso, si se limitaron a garantizar el abasto de agua, granos, carne y carbón.
Véase AHCM, vol. 2270, exp. 116, 117, 118, 119, 120.
91
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recabar del General en Jefe del Ejército francés esa amplitud de garantías de
orden y seguridad que una Ciudad ilustrada y populosa [tenía] el derecho
de reclamar del representante de un pueblo magnánimo e ilustrado como
el francés.98
Decreto presidencial, mayo 7, 13, 15, 20, en AHCM, vol. 2269, exp. 5.
Carta del secretario del ayuntamiento al secretario de la Sagrada Mitra de México,
abril 16, 1867 (el documento dice 1866. Se trata seguramente de un error), en AHCM, vol.
2270, exp. 69.
96
Carta del ayuntamiento a los cónsules, mayo 31, 1863, en AHCM, vol. 2270, exp. 37.
97
Carta del regidor Alfonso Labat, marzo 30, 1863, en AHCM, vol. 2269, exp. 21.
98
Cartas a los cónsules, mayo 30, 31, 1863, en AHCM, vol. 2270, exp. 33, 37.
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E R I K A PA N I
Como puede verse, las actitudes y acciones del ayuntamiento de la
ciudad de México a lo largo de la guerra de Intervención muestran al
gobierno municipal como dotado de una lógica y de unos intereses propios. Si bien en estos años ya se quería utilizar al ayuntamiento como
uno de los engranajes menores de la maquinaria política y administrativa del Estado moderno, la corporación capitalina, aunque republicana
en 1863 e imperialista cuatro años después, actuaría las más veces siguiendo pautas y lineamientos independientes de los del Estado nacional. El mismo Ignacio Trigueros, designado alcalde por Maximiliano,
aseguraba tras la caída del Imperio que él y el ayuntamiento de 1867
habían actuado, no según indicaba Su Majestad Imperial, sino “guiados
por sólo el deseo de hacer el bien a la población”, dedicándose “al cumplimiento que [les] impuso el sufragio popular, o la confianza que se
[les] dispensara”.99 La tarea del ayuntamiento era, ante todo, proteger “a
la ciudad”, promover “sus” intereses –encarnados ya fuera por la “clase más pobre”, los “intereses comerciales” o la “propiedad”– y a ésta se
abocaría, casi con exclusividad.
De aquí también que la autoridad municipal –aunque carente del
bombo y platillo que rodeaba a las más encumbradas– descansara sobre
bases quizá más sólidas, y pudiera establecer vínculos más estrechos y
más eficientes con sus gobernados. Por esto, todavía para estos años, la
adhesión a un proyecto nacional por parte del ayuntamiento –como el
órgano que administraba la política cara a cara– era quizá más importante de lo que pudiera parecer para asegurar el éxito del primero.100 No
se equivocaba uno de los ministros de Benito Juárez, al insistir que sólo
involucrando a las corporaciones edilicias se podrían recolectar los fondos que tanto urgían para sostener la guerra en contra del francés:
Una suscripción nacional encabezada por los ayuntamientos [daría sin
duda] buenos resultados, porque los consejos municipales [serían] los
colectores más estimados en sus comarcas, porque sus miembros darían auTrigueros, 1868, p.47.
Al parecer, la apropiación de la “soberanía” por parte de las comunidades que resultó de la “revolución territorial” de 1812 que describe Antonio Annino seguía vigente,
en muchos aspectos en la ciudad de México en la década de 1860. Véase Annino, 1995.
99
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
torizados ejemplos de patriótica generosidad, porque de este modo las
prestaciones se acomodarían a todas las fortunas, admitiéndose las cuantiosas ofrendas de los ricos y el óbolo preciosísimo del pobre, y porque esta
manifestación de todos los pueblos y de todas sus autoridades locales, esta
cooperación espontánea y general [...] es el precio que [daríamos] a la independencia nacional.101
No obstante, como se ha visto, ni el gobierno de Benito Juárez, ni el Imperio de Maximiliano lograron atraer completamente hacia el centro las
lealtades locales.
LA GUERRA COMO OPORTUNIDAD
De este modo, tanto la naturaleza relativamente poco sangrienta de la
guerra en el siglo XIX como la actitud prudente y autónoma del ayuntamiento contribuyeron a dar forma al particular comportamiento de la
capital durante la guerra de Intervención. No se trató, sin embargo, de
una actitud pasiva. La ciudad se mobilizó para protejer sus intereses,
pero, al parecer, más se acomodaron a las distintas circunstancias que
intervinieron para darles forma. Por eso el retrato de esa ciudad “confundida” –republicana primero, imperialista después y republicana de
vuelta– que la capital pintó de si misma entre 1863 y 1867. No obstante,
la ciudad de México representaba dos cosas a la vez: por una parte, un
actor colectivo, casi monolítico, que actuaba para sí, siguiendo ciertos
principios constantes, independientemente de quién detuviera el poder
municipal; por el otro, representaba también un agregado de actores
distintos, movidos por ideas e intereses propios y a veces encontrados.
A este nivel más conflictivo, la guerra fue percibida de formas muy
distintas. Como se ha visto, para el ayuntamiento como institución, el
conflicto representaba un problema latoso, en tanto que absorbía recursos, complicaba el abasto de la ciudad y hacía peligrar su seguridad.
Para ciertos grupos de la élite política urbana, la Intervención amenaza-
100
1 6 2
101
AHCM,
Secretaría de Estado y del despacho de relaciones exteriores y gobernación, en
vol. 2269, exp. 21.
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Como puede verse, las actitudes y acciones del ayuntamiento de la
ciudad de México a lo largo de la guerra de Intervención muestran al
gobierno municipal como dotado de una lógica y de unos intereses propios. Si bien en estos años ya se quería utilizar al ayuntamiento como
uno de los engranajes menores de la maquinaria política y administrativa del Estado moderno, la corporación capitalina, aunque republicana
en 1863 e imperialista cuatro años después, actuaría las más veces siguiendo pautas y lineamientos independientes de los del Estado nacional. El mismo Ignacio Trigueros, designado alcalde por Maximiliano,
aseguraba tras la caída del Imperio que él y el ayuntamiento de 1867
habían actuado, no según indicaba Su Majestad Imperial, sino “guiados
por sólo el deseo de hacer el bien a la población”, dedicándose “al cumplimiento que [les] impuso el sufragio popular, o la confianza que se
[les] dispensara”.99 La tarea del ayuntamiento era, ante todo, proteger “a
la ciudad”, promover “sus” intereses –encarnados ya fuera por la “clase más pobre”, los “intereses comerciales” o la “propiedad”– y a ésta se
abocaría, casi con exclusividad.
De aquí también que la autoridad municipal –aunque carente del
bombo y platillo que rodeaba a las más encumbradas– descansara sobre
bases quizá más sólidas, y pudiera establecer vínculos más estrechos y
más eficientes con sus gobernados. Por esto, todavía para estos años, la
adhesión a un proyecto nacional por parte del ayuntamiento –como el
órgano que administraba la política cara a cara– era quizá más importante de lo que pudiera parecer para asegurar el éxito del primero.100 No
se equivocaba uno de los ministros de Benito Juárez, al insistir que sólo
involucrando a las corporaciones edilicias se podrían recolectar los fondos que tanto urgían para sostener la guerra en contra del francés:
Una suscripción nacional encabezada por los ayuntamientos [daría sin
duda] buenos resultados, porque los consejos municipales [serían] los
colectores más estimados en sus comarcas, porque sus miembros darían auTrigueros, 1868, p.47.
Al parecer, la apropiación de la “soberanía” por parte de las comunidades que resultó de la “revolución territorial” de 1812 que describe Antonio Annino seguía vigente,
en muchos aspectos en la ciudad de México en la década de 1860. Véase Annino, 1995.
99
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torizados ejemplos de patriótica generosidad, porque de este modo las
prestaciones se acomodarían a todas las fortunas, admitiéndose las cuantiosas ofrendas de los ricos y el óbolo preciosísimo del pobre, y porque esta
manifestación de todos los pueblos y de todas sus autoridades locales, esta
cooperación espontánea y general [...] es el precio que [daríamos] a la independencia nacional.101
No obstante, como se ha visto, ni el gobierno de Benito Juárez, ni el Imperio de Maximiliano lograron atraer completamente hacia el centro las
lealtades locales.
LA GUERRA COMO OPORTUNIDAD
De este modo, tanto la naturaleza relativamente poco sangrienta de la
guerra en el siglo XIX como la actitud prudente y autónoma del ayuntamiento contribuyeron a dar forma al particular comportamiento de la
capital durante la guerra de Intervención. No se trató, sin embargo, de
una actitud pasiva. La ciudad se mobilizó para protejer sus intereses,
pero, al parecer, más se acomodaron a las distintas circunstancias que
intervinieron para darles forma. Por eso el retrato de esa ciudad “confundida” –republicana primero, imperialista después y republicana de
vuelta– que la capital pintó de si misma entre 1863 y 1867. No obstante,
la ciudad de México representaba dos cosas a la vez: por una parte, un
actor colectivo, casi monolítico, que actuaba para sí, siguiendo ciertos
principios constantes, independientemente de quién detuviera el poder
municipal; por el otro, representaba también un agregado de actores
distintos, movidos por ideas e intereses propios y a veces encontrados.
A este nivel más conflictivo, la guerra fue percibida de formas muy
distintas. Como se ha visto, para el ayuntamiento como institución, el
conflicto representaba un problema latoso, en tanto que absorbía recursos, complicaba el abasto de la ciudad y hacía peligrar su seguridad.
Para ciertos grupos de la élite política urbana, la Intervención amenaza-
100
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AHCM,
Secretaría de Estado y del despacho de relaciones exteriores y gobernación, en
vol. 2269, exp. 21.
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
ba con destruir la nacionalidad mexicana. Otros, al contrario, vieron en
la llegada del ejército francés la salvación de la patria. La aparente apatía de la capital ante el avance del invasor tuvo también raíces en esta
fragmentación de la opinión política. Como ya se ha apuntado, en este
contexto de división interna, incluso dentro del marco de una guerra
internacional, la identificación entre la causa nacional y la republicana
no podía ser automática. Para muchos que se consideraban buenos mexicanos, el amor a la Patria no los obligaba a sostener a la República democrática, representativa y liberal.
De esta forma, instituciones tan prestigiosas como la Academia de
San Carlos y el Colegio de Abogados, en voz de Justino Fernández, antiguo diputado, se rehusaron a aunar a su protesta en contra de la intervención extranjera una declaración a favor de las instituciones y las
leyes de Reforma, a pesar de las excitativas de la Junta Patriótica.102 Pero
si en opinión de algunos el peligro que acechaba a la Nación no justificaba el apoyo incondicional a un proyecto de gobierno, otros consideraron que la amenaza extranjera exigía aplicación inmediata y autoritaria
de medidas radicales. Este es el caso de la Junta Patriótica, compuesta
por los más exaltados republicanos –Ignacio Ramírez, Francisco Zarco,
Florentino Mercado y Francisco de Paula Cendejas– que estuvo convencida de la existencia de “una gran conspiración en la capital para entregar al país a los franceses”.103 Para impedir el triunfo de dichas maquinaciones, estos hombres promovieron la exclaustración de monjas y la supresión de la enseñanza religiosa para consolidar los triunfos de la Reforma y debilitar a la “traidora reacción”. Con la verdad en la boca, se
erigieron en autoridad suprema para juzgar y castigar la falta de fervor
nacionalista de sus conciudadanos. Sólo la Junta, “excenta de influencias bastardas, [tenía] derecho a que se respetasen sus fallos, porque [había] sabido conservar su dignidad y la pureza de su patriotismo”.104
De esta forma, era derecho y deber exclusivo de la Junta el señalar a
los intervencionistas, perseguir a los traidores y salvar al país, pues “las
autoridades [dormían] tranquilas en la suma de un volcán pronto a ha-
cer una espantosa erupción” y el congreso se hallaba paralizado por “influencias ministeriales, por miedo, por empleomanía y a veces por
intereses que el decoro no [permitía] decir”. Lo mismo sucedía con la
prensa y con los clubes populares.105 Del ayuntamiento, decían, no debía
“esperarse nada bueno”.106 Así, eran muy pocos los hombres públicos de
la ciudad de México que superabam la prueba de patriotismo impuesta
por la Junta. Difícilmente puede considerarse que todos estos políticos
fueran culpables de alta traición. Simplemente abrigaban un proyecto
distinto.107
De este modo, muchos miembros de la clase política urbana no vieron en la supervivencia del régimen constitucional la única manera de
asegurar el porvenir de la nación. En 1862, el gobierno municipal quizo
publicar una protesta en contra del manifiesto del ejército francés que
decía haber venido a México para liberar al país de la tiranía. No obstante, en la junta de cabildo se sugirió, aunque de manera algo ambigüa,
que se corría el peligro de que se dijese entonces que el ayuntamiento
pertenecía a “la minoría opresiva” que avasallaba al país.108 No debe sorprender entonces que algunos miembros de los cabildos de 1862 y 1863,
como José Napoleón Saborio, Francisco Somera, Francisco de Garay y
Alfonso Labat sirvieran en las filas del Imperio.109
No obstante, para la mayoría de estos regidores, “partidarios [...] de
la democracia pero dentro de los límites de su institución”,110 colaborar
con el Imperio significó las más veces amoldarse a las circunstacias,
para perseguir consecuentemente ciertos fines políticos o administrati-
“La junta patriótica”, en El Siglo XIX, mayo 2, 1863.
“Junta patriótica de México”, en El Siglo XIX, abril 21, 1863.
104
“Remitido. La Junta patriótica”, en El Siglo XIX, abril 22, 1863.
102
103
1 6 4
“Remitido. La Junta patriótica”, en El Siglo XIX, abril 22, 1863.
“Junta patriótica de México”, en El Siglo XIX, abril 21, 1863.
107
Véase Pani, 1998.
108
Cabildo, abril 19, 1863, en AHCM, vol. 2269, exp. 3. Este documento es prácticamente ilegible.
109
Saborio, autor con Antonio Martínez de la Torre de la proclama anti-intervencionista del ayuntamiento de enero 24, 1863, fue consejero de Estado; Somera regidor,
prefecto político del Valle y ministro de Fomento; Garay miembro de la Dirección general de caminos y puentes; Labat regidor.
110
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 25, 1863, en AHCM, vol.
2269, exp. 13.
105
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
ba con destruir la nacionalidad mexicana. Otros, al contrario, vieron en
la llegada del ejército francés la salvación de la patria. La aparente apatía de la capital ante el avance del invasor tuvo también raíces en esta
fragmentación de la opinión política. Como ya se ha apuntado, en este
contexto de división interna, incluso dentro del marco de una guerra
internacional, la identificación entre la causa nacional y la republicana
no podía ser automática. Para muchos que se consideraban buenos mexicanos, el amor a la Patria no los obligaba a sostener a la República democrática, representativa y liberal.
De esta forma, instituciones tan prestigiosas como la Academia de
San Carlos y el Colegio de Abogados, en voz de Justino Fernández, antiguo diputado, se rehusaron a aunar a su protesta en contra de la intervención extranjera una declaración a favor de las instituciones y las
leyes de Reforma, a pesar de las excitativas de la Junta Patriótica.102 Pero
si en opinión de algunos el peligro que acechaba a la Nación no justificaba el apoyo incondicional a un proyecto de gobierno, otros consideraron que la amenaza extranjera exigía aplicación inmediata y autoritaria
de medidas radicales. Este es el caso de la Junta Patriótica, compuesta
por los más exaltados republicanos –Ignacio Ramírez, Francisco Zarco,
Florentino Mercado y Francisco de Paula Cendejas– que estuvo convencida de la existencia de “una gran conspiración en la capital para entregar al país a los franceses”.103 Para impedir el triunfo de dichas maquinaciones, estos hombres promovieron la exclaustración de monjas y la supresión de la enseñanza religiosa para consolidar los triunfos de la Reforma y debilitar a la “traidora reacción”. Con la verdad en la boca, se
erigieron en autoridad suprema para juzgar y castigar la falta de fervor
nacionalista de sus conciudadanos. Sólo la Junta, “excenta de influencias bastardas, [tenía] derecho a que se respetasen sus fallos, porque [había] sabido conservar su dignidad y la pureza de su patriotismo”.104
De esta forma, era derecho y deber exclusivo de la Junta el señalar a
los intervencionistas, perseguir a los traidores y salvar al país, pues “las
autoridades [dormían] tranquilas en la suma de un volcán pronto a ha-
cer una espantosa erupción” y el congreso se hallaba paralizado por “influencias ministeriales, por miedo, por empleomanía y a veces por
intereses que el decoro no [permitía] decir”. Lo mismo sucedía con la
prensa y con los clubes populares.105 Del ayuntamiento, decían, no debía
“esperarse nada bueno”.106 Así, eran muy pocos los hombres públicos de
la ciudad de México que superabam la prueba de patriotismo impuesta
por la Junta. Difícilmente puede considerarse que todos estos políticos
fueran culpables de alta traición. Simplemente abrigaban un proyecto
distinto.107
De este modo, muchos miembros de la clase política urbana no vieron en la supervivencia del régimen constitucional la única manera de
asegurar el porvenir de la nación. En 1862, el gobierno municipal quizo
publicar una protesta en contra del manifiesto del ejército francés que
decía haber venido a México para liberar al país de la tiranía. No obstante, en la junta de cabildo se sugirió, aunque de manera algo ambigüa,
que se corría el peligro de que se dijese entonces que el ayuntamiento
pertenecía a “la minoría opresiva” que avasallaba al país.108 No debe sorprender entonces que algunos miembros de los cabildos de 1862 y 1863,
como José Napoleón Saborio, Francisco Somera, Francisco de Garay y
Alfonso Labat sirvieran en las filas del Imperio.109
No obstante, para la mayoría de estos regidores, “partidarios [...] de
la democracia pero dentro de los límites de su institución”,110 colaborar
con el Imperio significó las más veces amoldarse a las circunstacias,
para perseguir consecuentemente ciertos fines políticos o administrati-
“La junta patriótica”, en El Siglo XIX, mayo 2, 1863.
“Junta patriótica de México”, en El Siglo XIX, abril 21, 1863.
104
“Remitido. La Junta patriótica”, en El Siglo XIX, abril 22, 1863.
102
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“Remitido. La Junta patriótica”, en El Siglo XIX, abril 22, 1863.
“Junta patriótica de México”, en El Siglo XIX, abril 21, 1863.
107
Véase Pani, 1998.
108
Cabildo, abril 19, 1863, en AHCM, vol. 2269, exp. 3. Este documento es prácticamente ilegible.
109
Saborio, autor con Antonio Martínez de la Torre de la proclama anti-intervencionista del ayuntamiento de enero 24, 1863, fue consejero de Estado; Somera regidor,
prefecto político del Valle y ministro de Fomento; Garay miembro de la Dirección general de caminos y puentes; Labat regidor.
110
“El Ayuntamiento de México a sus conciudadanos”, enero 25, 1863, en AHCM, vol.
2269, exp. 13.
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vos dentro de un sistema distinto.111 Francisco Somera aprovechó además sus conectes dentro del gobierno imperial para impulsar el negocio
familiar.112 Para los políticos conservadores y monarquistas, al contrario,
la Intervención representó la oportunidad de establecer el sistema de
gobierno que anhelaban. Ya que los franceses se habían deshecho del
“demagogo Juárez” y de su “reunión de léperos con levita”,113 los derrotados de la guerra de Tres Años podrían consolidar el régimen político
para que la sociedad mexicana volviera a vivir como Dios mandaba.
De esta forma, como ya se ha mencionado, no había acabado de salir
el gobierno republicano de la capital que ya se estaban restaurando los
usos y costumbres de la ciudad católica: campanas, sotanas, conventos.
Para los intervencionistas, el ejército “aliado” no sólo “en nada [atacaba] la independencia y soberanía de la nación”, sino que aspiraba a
devolverle la “libertad” para constituirse como más le conviniera, libertad que la “demagogia elevada al rango de gobierno” había coartado.
Gracias a la “generosidad” del emperador de los franceses y con el apoyo de todos los “hombres honrados” podría finalmente consolidarse
“un gobierno que sobre las condiciones de orden, moralidad, justicia,
solidez y estabilidad, [afianzaría] para lo futuro la libertad e independencia, y [ofrecería] toda clase de garantías a las personas e intereses”.114
Así, los periódicos imperialistas conservadores se regocijaron de
que “cien mil personas agrupadas en las torres y bóvedas de las iglesias,
de las azoteas, balcones y puertas [...], en las aceras, en los atrios y las
plazas” presenciaran la entrada y el desfile del ejército de Napoleón III,
“rebosando de júbilo”. Los “libertadores” –Forey, Almonte, Márquez,
Dubois de Saligny– fueron recibidos en la puerta de Catedral “con palio, cruz y ciriales”.115 Estos diarios publicaron durante varios días listas
apretadas de los cientos de capitalinos que firmaron el acta de adhesión
de la ciudad de México a la Intervención.116 La proclamación por parte
de la Junta de Notables de una “monarquía moderada” con un príncipe
católico fue saludada por muchos conservadores como la culminación
de su proyecto, como el cumplimento providencial de las promesas del
plan de Iguala.117 Parecía demasiado bueno para ser cierto. La Intervención francesa abría de par en par las puertas del poder al partido conservador, a sus ideas y a sus hombres. ¿Cómo no iban a ver en ella una
“guerra justa y santa”?
Sin embargo, y como es ya de todos conocido, el carácter liberal del
gobierno de Maximiliano vino a dar al traste con las ilusiones conservadoras. No obstante, puede sugerirse que si la Intervención francesa
representó la última oportunidad para los grupos conservadores, algunos estuvieron conscientes de que ésta estaba viciada de origen. El
ayuntamiento intervencionista de 1863 –donde figuraban conocidos
conservadores como Gregorio Barandiaran, Pedro Elguero, y Antonino
Morán– parece haberse dado cuenta desde un principio. Más sensible
quizá que la prensa o que los miembros de la Junta Superior de Gobierno a la opinión inarticulada de sus gobernados, la corporación municipal fue más recatada y más prudente tras la proclamación del Imperio
por la Asamblea de Notables. Consideraba que ésta había llevado “el
asunto a su perfección”, y que los mexicanos habían “conquistado un
gobierno que la ciencia moderna [encumbraba y sostenía] como perfecto”. No obstante, parecía estar conciente, sin nombrarlo explícitamente,
del alto precio –la presencia de soldados extranjeros, los costos económicos de la Intervención– que habría que pagar por tan excelso régimen. Había que convencer a quienes no estuvieran dispuestos a pagarlo que se trataba, no tanto de la situación perfecta, sino de la menos peor
de las opciones. Por eso, el ayuntamiento pedía a los mexicanos recordar siempre “aquellos tiempos en que la familia, la seguridad, la Inde-
Pani, 1998.
Somera, especulador en bienes raíces, se beneficiaría de manera importante con la
construcción del Paseo de la Reforma. Morales, 1978. Según Victor Jiménez, la utilidad a
treinta años de la compra de los terrenos que hizo Somera en 1852 sería del doce mil por
ciento. Jiménez, 1994, p. 19.
113
“El regidor Grafias”, en El Siglo XIX, abril 21, 1863. La expresión la recoje el Siglo
de los periódicos clandestinos. Se refiería específicamente a la Junta Patriótica.
114
“Sección oficial. Acta de la ciudad de México”, en La Sociedad, junio 10, 1863.
115
“El ejército aliado en México”, en La Sociedad, junio 11, 1863.
111
112
1 6 6
“Continuan las firmas de las personas que han firmado el acta en favor de la
Intervención”, en La Sociedad, junio 11, 22, 25, 26, 28, julio 6, 1863.
117
Véase “Noticias sueltas”, en La Sociedad, junio 10, 1863, que equipara la entrada del
ejército francés a la del Trigarante.
116
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E R I K A PA N I
NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
vos dentro de un sistema distinto.111 Francisco Somera aprovechó además sus conectes dentro del gobierno imperial para impulsar el negocio
familiar.112 Para los políticos conservadores y monarquistas, al contrario,
la Intervención representó la oportunidad de establecer el sistema de
gobierno que anhelaban. Ya que los franceses se habían deshecho del
“demagogo Juárez” y de su “reunión de léperos con levita”,113 los derrotados de la guerra de Tres Años podrían consolidar el régimen político
para que la sociedad mexicana volviera a vivir como Dios mandaba.
De esta forma, como ya se ha mencionado, no había acabado de salir
el gobierno republicano de la capital que ya se estaban restaurando los
usos y costumbres de la ciudad católica: campanas, sotanas, conventos.
Para los intervencionistas, el ejército “aliado” no sólo “en nada [atacaba] la independencia y soberanía de la nación”, sino que aspiraba a
devolverle la “libertad” para constituirse como más le conviniera, libertad que la “demagogia elevada al rango de gobierno” había coartado.
Gracias a la “generosidad” del emperador de los franceses y con el apoyo de todos los “hombres honrados” podría finalmente consolidarse
“un gobierno que sobre las condiciones de orden, moralidad, justicia,
solidez y estabilidad, [afianzaría] para lo futuro la libertad e independencia, y [ofrecería] toda clase de garantías a las personas e intereses”.114
Así, los periódicos imperialistas conservadores se regocijaron de
que “cien mil personas agrupadas en las torres y bóvedas de las iglesias,
de las azoteas, balcones y puertas [...], en las aceras, en los atrios y las
plazas” presenciaran la entrada y el desfile del ejército de Napoleón III,
“rebosando de júbilo”. Los “libertadores” –Forey, Almonte, Márquez,
Dubois de Saligny– fueron recibidos en la puerta de Catedral “con palio, cruz y ciriales”.115 Estos diarios publicaron durante varios días listas
apretadas de los cientos de capitalinos que firmaron el acta de adhesión
de la ciudad de México a la Intervención.116 La proclamación por parte
de la Junta de Notables de una “monarquía moderada” con un príncipe
católico fue saludada por muchos conservadores como la culminación
de su proyecto, como el cumplimento providencial de las promesas del
plan de Iguala.117 Parecía demasiado bueno para ser cierto. La Intervención francesa abría de par en par las puertas del poder al partido conservador, a sus ideas y a sus hombres. ¿Cómo no iban a ver en ella una
“guerra justa y santa”?
Sin embargo, y como es ya de todos conocido, el carácter liberal del
gobierno de Maximiliano vino a dar al traste con las ilusiones conservadoras. No obstante, puede sugerirse que si la Intervención francesa
representó la última oportunidad para los grupos conservadores, algunos estuvieron conscientes de que ésta estaba viciada de origen. El
ayuntamiento intervencionista de 1863 –donde figuraban conocidos
conservadores como Gregorio Barandiaran, Pedro Elguero, y Antonino
Morán– parece haberse dado cuenta desde un principio. Más sensible
quizá que la prensa o que los miembros de la Junta Superior de Gobierno a la opinión inarticulada de sus gobernados, la corporación municipal fue más recatada y más prudente tras la proclamación del Imperio
por la Asamblea de Notables. Consideraba que ésta había llevado “el
asunto a su perfección”, y que los mexicanos habían “conquistado un
gobierno que la ciencia moderna [encumbraba y sostenía] como perfecto”. No obstante, parecía estar conciente, sin nombrarlo explícitamente,
del alto precio –la presencia de soldados extranjeros, los costos económicos de la Intervención– que habría que pagar por tan excelso régimen. Había que convencer a quienes no estuvieran dispuestos a pagarlo que se trataba, no tanto de la situación perfecta, sino de la menos peor
de las opciones. Por eso, el ayuntamiento pedía a los mexicanos recordar siempre “aquellos tiempos en que la familia, la seguridad, la Inde-
Pani, 1998.
Somera, especulador en bienes raíces, se beneficiaría de manera importante con la
construcción del Paseo de la Reforma. Morales, 1978. Según Victor Jiménez, la utilidad a
treinta años de la compra de los terrenos que hizo Somera en 1852 sería del doce mil por
ciento. Jiménez, 1994, p. 19.
113
“El regidor Grafias”, en El Siglo XIX, abril 21, 1863. La expresión la recoje el Siglo
de los periódicos clandestinos. Se refiería específicamente a la Junta Patriótica.
114
“Sección oficial. Acta de la ciudad de México”, en La Sociedad, junio 10, 1863.
115
“El ejército aliado en México”, en La Sociedad, junio 11, 1863.
111
112
1 6 6
“Continuan las firmas de las personas que han firmado el acta en favor de la
Intervención”, en La Sociedad, junio 11, 22, 25, 26, 28, julio 6, 1863.
117
Véase “Noticias sueltas”, en La Sociedad, junio 10, 1863, que equipara la entrada del
ejército francés a la del Trigarante.
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NOVIA DE REPUBLICANOS, FRANCESES Y EMPERADORES
pendencia y la misma Religión Católica [...] parecían propias a naufragar”.118
Como se ha visto, la guerra de Intervención representó para los grupos políticos –conservadores y liberales– que no comulgaban con el liberalismo encarnado por la Constitución de 1857 y la Reforma, la oportunidad de acceder, aunque momentáneamente, al poder. Así, durante
una cortísima luna de miel –hasta la ratificación por parte de la Regencia de los pagarés de desamortización en noviembre de 1863– el sueño
conservador de un pueblo católico regido por un gobierno católico parecía haberse hecho realidad. Por otro lado, la guerra, como momento
de gran peligro, de “emergencia nacional”, permitió la consolidación de
autoridades excepcionales –normalmente militares–, que actuaron rebasando los canales tradicionales de autoridad. Especialmente ilustrativo
es el caso aquí descrito de la Junta Patriótica, que aprovechó los días de
guerra para promover una agenda política radical. Sin embargo, y como
se ha visto en el apartado anterior, ciertas instituciones tradicionales
como el ayuntamiento capitalino lograron defender con bastante eficacia su coto de poder. En la ciudad de México, durante la Intervención
francesa y con la anuencia activa de distintos actores urbanos, prevaleció sobre la “emergencia nacional” la normalidad de las prácticas cotidianas.
franceses, del Emperador y de Leonardo Márquez, en un estire y afloje
constante y con actores de distinta inclinación ideológica tomando sucesivamente la iniciativa.
Así, la historia de la ciudad y la guerra entre 1863 y 1867 no es una
historia de heroísmo, destrucción y sangre. Tampoco es la historia de la
lucha entre patriotas y traidores. Es la historia de unos actores urbanos
que no siempre identificaron la causa nacional con un proyecto político,
y que, en medio de una guerra internacional y civil, procuraron salvaguardar o promover sus intereses. No puede hablarse entonces de un
nacionalismo totalizante, que todo lo justifica y legitima, que nace de
pasiones y no de la razón, como el que se desarrolla entre 1914 y 1950,
años que E.J. Hobsbawm ha descrito como de “apogeo del nacionalismo”.119 Paradójicamente, la construcción de una identidad nacional
estrictamente definida y excluyente se produjo, como ha escrito Fernando Escalante, “en la guerra y por la guerra, como resultado de la doble
violencia del Estado que agredía y el Estado que defendía el territorio”,120 y con la ayuda, como se ha visto, de la prensa nacionalista.
De esta forma, después de 1867, la historia de los vencedores transformaría a la lucha intestina en una lucha puramente patriótica. A nivel
simbólico, la guerra de Intervención dotaría al México republicano de
toda una serie de mitos que contibuirían a la consolidación de un imaginario nacional y nacionalista: la batalla del 5 de mayo, la del 2 de abril,
el fusilamiento de Querétaro. La saga de la defensa patriótica terminaría
por eclipsar el teje y maneje, las demandas y concesiones que se articularon dentro de la capital, mismos que a grandes rasgos lograron su
acometida. Las vivencias locales de estos años, con toda su complejidad
y su riqueza, desaparecieron bajo una Historia Patria monocromática.
Bien vale la pena recuperarlas.
CONCLUSIONES
Durante la guerra de Intervención, la ciudad de México no se levantó
como un solo hombre para resistir al invasor y mandarlo de patitas de
regreso por donde había venido. Como se ha visto, la capital, con el
ayuntamiento al frente, procuró preservar no sólo su integridad, las
vidas y propiedades de sus ciudadanos, sino también conservar, hasta
donde fuera posible, su modus vivendi. Para conseguir esto, la ciudad
negoció, manipuló o se hizo la sorda ante las exigencias de Benito Juárez, de Anastasio Parrodi, Ponciano Arriaga e Ignacio Comonfort; de los
118
“Proclamas: Ayuntamiento de México”, en La Sociedad, julio 14, 1863.
1 6 8
119
Hobsbawm, 1990, pp. 131-183. Muy sugerentes en este aspecto son los análisis del
nacionalismo y de la lealtad al Estado como unos elementos más dentro de la compleja
construcción de la identidad de las comunidades rurales en el México decimonónico que
realizan Alan Knight y Fernando Escalante Gonzalbo. Knight, 1994; Escalante Gonzalbo,
1992, pp. 67-70.
120
Escalante Gonzalbo, 1998, p. 25.
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pendencia y la misma Religión Católica [...] parecían propias a naufragar”.118
Como se ha visto, la guerra de Intervención representó para los grupos políticos –conservadores y liberales– que no comulgaban con el liberalismo encarnado por la Constitución de 1857 y la Reforma, la oportunidad de acceder, aunque momentáneamente, al poder. Así, durante
una cortísima luna de miel –hasta la ratificación por parte de la Regencia de los pagarés de desamortización en noviembre de 1863– el sueño
conservador de un pueblo católico regido por un gobierno católico parecía haberse hecho realidad. Por otro lado, la guerra, como momento
de gran peligro, de “emergencia nacional”, permitió la consolidación de
autoridades excepcionales –normalmente militares–, que actuaron rebasando los canales tradicionales de autoridad. Especialmente ilustrativo
es el caso aquí descrito de la Junta Patriótica, que aprovechó los días de
guerra para promover una agenda política radical. Sin embargo, y como
se ha visto en el apartado anterior, ciertas instituciones tradicionales
como el ayuntamiento capitalino lograron defender con bastante eficacia su coto de poder. En la ciudad de México, durante la Intervención
francesa y con la anuencia activa de distintos actores urbanos, prevaleció sobre la “emergencia nacional” la normalidad de las prácticas cotidianas.
franceses, del Emperador y de Leonardo Márquez, en un estire y afloje
constante y con actores de distinta inclinación ideológica tomando sucesivamente la iniciativa.
Así, la historia de la ciudad y la guerra entre 1863 y 1867 no es una
historia de heroísmo, destrucción y sangre. Tampoco es la historia de la
lucha entre patriotas y traidores. Es la historia de unos actores urbanos
que no siempre identificaron la causa nacional con un proyecto político,
y que, en medio de una guerra internacional y civil, procuraron salvaguardar o promover sus intereses. No puede hablarse entonces de un
nacionalismo totalizante, que todo lo justifica y legitima, que nace de
pasiones y no de la razón, como el que se desarrolla entre 1914 y 1950,
años que E.J. Hobsbawm ha descrito como de “apogeo del nacionalismo”.119 Paradójicamente, la construcción de una identidad nacional
estrictamente definida y excluyente se produjo, como ha escrito Fernando Escalante, “en la guerra y por la guerra, como resultado de la doble
violencia del Estado que agredía y el Estado que defendía el territorio”,120 y con la ayuda, como se ha visto, de la prensa nacionalista.
De esta forma, después de 1867, la historia de los vencedores transformaría a la lucha intestina en una lucha puramente patriótica. A nivel
simbólico, la guerra de Intervención dotaría al México republicano de
toda una serie de mitos que contibuirían a la consolidación de un imaginario nacional y nacionalista: la batalla del 5 de mayo, la del 2 de abril,
el fusilamiento de Querétaro. La saga de la defensa patriótica terminaría
por eclipsar el teje y maneje, las demandas y concesiones que se articularon dentro de la capital, mismos que a grandes rasgos lograron su
acometida. Las vivencias locales de estos años, con toda su complejidad
y su riqueza, desaparecieron bajo una Historia Patria monocromática.
Bien vale la pena recuperarlas.
CONCLUSIONES
Durante la guerra de Intervención, la ciudad de México no se levantó
como un solo hombre para resistir al invasor y mandarlo de patitas de
regreso por donde había venido. Como se ha visto, la capital, con el
ayuntamiento al frente, procuró preservar no sólo su integridad, las
vidas y propiedades de sus ciudadanos, sino también conservar, hasta
donde fuera posible, su modus vivendi. Para conseguir esto, la ciudad
negoció, manipuló o se hizo la sorda ante las exigencias de Benito Juárez, de Anastasio Parrodi, Ponciano Arriaga e Ignacio Comonfort; de los
118
“Proclamas: Ayuntamiento de México”, en La Sociedad, julio 14, 1863.
1 6 8
119
Hobsbawm, 1990, pp. 131-183. Muy sugerentes en este aspecto son los análisis del
nacionalismo y de la lealtad al Estado como unos elementos más dentro de la compleja
construcción de la identidad de las comunidades rurales en el México decimonónico que
realizan Alan Knight y Fernando Escalante Gonzalbo. Knight, 1994; Escalante Gonzalbo,
1992, pp. 67-70.
120
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La Orquesta. Periódico omsniscio, de buen humor y con caricaturas.
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