Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de

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Bienaventurados los pacificadores,
porque ellos serán llamados hijos de Dios
Mateo 5:9
Una vez más somos llamados a lo imposible. En los versículos precedentes, Jesús describe a los
bienaventurados como aquellos que perciben su propia bancarrota espiritual, tienen hambre de
justicia, cuyo espíritu está quebrantado, son misericordiosos, mansos y de limpio corazón. Jesús
dice entonces que los bienaventurados serán también conocidos por ser pacificadores.
Parece ser mucho pedir. Ya luchamos bastante con la obediencia básica, ¿no? Ahora resulta que
Jesús nos llama a tener características que parecen casi imposibles. Pero ¿no deberíamos estar
atraídos por lo imposible? Por una vida cristiana que es inexplicable… Donde sobrenatural es la
palabra que más propiamente describe aquello que Cristo está haciendo en nuestras vidas.
“Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” Mateo 5:9.
Al oír estas palabras, los que escuchaban a Jesús debieron de sorprenderse o incluso ofenderse. En
su opinión, no era exactamente paz lo que ellos necesitaban en aquel momento. Ellos no buscaban
seguir a un Mesías pacificador. Lo que esperaban era un libertador poderoso, un líder militar como
Josué o el rey David, alguien que pudiera unir a la gente para luchar y así liberarles del dominio del
imperio romano. Sin embargo, Jesús había venido para ser algo distinto, un Príncipe de Paz.
Jesús vino para algo más grande que simplemente hacer que la gente dejara de pelearse. Vino
para que ellos pudieran reconciliarse con Dios. Vino para que nuestros pecados y egoísmo fuesen
perdonados y pudiera ser restaurada la relación que existía en el principio entre Dios y el hombre.
Shalom, la paz que lo abarca todo, debería ser el rasgo dominante de la vida de los cristianos.
Una vez tenemos esta paz con Dios, estamos preparados para ser un canal de su paz para otras
personas. Somos entonces capaces de llevar a otros a Jesús cuando ven la paz en nuestras vidas. 2
Corintios 5:17-20 dice:
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“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí
todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por
Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando
consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo,
como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con
Dios.”
Estos versículos revelan que nuestra reconciliación con Dios está basada en la decisión divina de
“no tomar en cuenta a los hombres sus pecados”. La paz con Dios es un don de Dios. Entonces, así
también debería ser nuestra paz para con nuestros semejantes. Paz no es ignorar lo que ha salido
mal, los errores o equivocaciones. En cambio, es entender completamente lo que ha sucedido,
pero escogiendo acercarse a la persona o personas tal como Cristo lo hizo con nosotros.
Debemos ser pacificadores espirituales entre el hombre y Dios, pero también mediadores
relacionales entre las personas. Al acercarnos a Cristo, morimos a nuestro yo y nuestras
prioridades. Solo después de rendirle nuestra voluntad y deseos es cuando estamos en un terreno
neutro donde nos encontramos listos para ayudar a las personas a reconciliarse con Dios y a lograr
la reconciliación entre ellas mismas. Sin un corazón nuevo, podemos actuar como pacificadores
pero ser dirigidos todavía por nuestras propias prioridades. Podemos hablar de paz, pero el amor
por uno mismo seguirá empañando el resultado de nuestros esfuerzos de pacificación.
Llegados a este punto, podríamos reescribir Mateo 5:9 de esta manera: “Descansan tranquilos en
los brazos de Dios aquellos que reconcilian a los hombres con Dios, y a los unos con los otros.
Porque ellos serán llamados hijos de Dios.” Es útil examinar la expresión “hijos de Dios” desde
distintas perspectivas. Lo primero que concluimos al hacerlo es que hemos sido adoptados por
Dios. Que todos somos pecadores, egoístas y huérfanos. Fuimos separados de nuestro Padre
celestial a causa de nuestro pecado y rebelión. Sin embargo, a través del sacrificio de Jesucristo, se
proveyó el camino para volver a estar unidos con Dios. Para que dejáramos de ser huérfanos
espirituales y, en cambio, ser conocidos como hijos de Dios.
Para averiguar cómo nos convertimos en hijos de Dios, podemos leer:
Juan 1:12, que dice: “A todos los que le recibieron (a Jesús), a los que creen en su nombre, les
dio potestad de ser hechos hijos de Dios.”
Gálatas 3:26 dice: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.”
Es por la fe en Jesucristo que uno se hace hijo de Dios. Mateo 5: 9 dice claramente "hijos de Dios",
pero esto incluye tanto a hombres como a mujeres. Una de las razones por las que Jesús usó la
palabra "hijos", se debe al sistema legal vigente en sus días. Según la ley romana, un hijo adoptivo
recibía el nombre, la ciudadanía y la herencia de su nuevo padre. Desde la adopción, el padre
pasaba a tener plena autoridad y potestad sobre el hijo adoptado. Al mismo tiempo, el padre
adquiría plena responsabilidad por el bienestar del hijo. También era imposible renegar de un hijo
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adoptivo o desvincularse de él. Era un pacto "para siempre" entre el padre y el hijo. Era una
bendición para un niño huérfano convertirse en un hijo adoptivo.
Todo esto era cierto para el hijo, pero no para las hijas adoptivas de la época de Jesús. Sí, todos los
que creen en Jesús serán salvos y se convertirán en hijos de Dios, pero para comunicar mejor los
beneficios de esta gran salvación, Jesús usó la frase "hijos de Dios". Los que conocen y comparten
la paz de Dios, recibirán todos los beneficios de ser "hijos" de Dios.
Por otra parte, ser "hijos de Dios" significa llevar la imagen de nuestro Padre celestial. Tal y como
nos ocurre respecto a nuestros padres biológicos, se puede decir lo mismo también en un sentido
espiritual. Nos parecemos a nuestros padres terrenales debido a ciertos rasgos similares. Además
reproducimos algunos de sus gestos mientras hablamos, pensamos y actuamos. De la misma
manera, cuanto más tiempo llevamos con Cristo, más nos asemejamos a él y, por lo tanto,
llevamos la imagen de nuestro Padre celestial. Él es un Dios de paz. Cristo es el Príncipe de paz.
Asimismo, hemos de ser canales o conductos de paz. Primero, de nuestra paz con Dios. Segundo,
de nuestra paz con los demás. En tercer lugar, ayudando a la gente a vivir en paz los unos con los
otros.
Fue la muerte al yo y la conversión a Cristo lo que inicialmente nos trajo a cada uno de nosotros a
la familia de Dios. Ahora que somos hijos de Dios, es esta misma muerte al yo, practicada a diario,
lo que nos mantiene cerca de Dios. Ser adoptado por Dios es un pacto eterno, pero nuestra
muerte diaria al yo es necesaria si vamos a caminar al lado de Dios. Esta muerte al egocentrismo, a
la autosuficiencia, a la rectitud propia, al orgullo, a nuestras prioridades y a nuestros derechos
prepara de nuevo nuestros corazones para rendirse a Cristo y amar a nuestro prójimo. Solo
entonces estamos preparados para ser pacificadores.
Puesto que el Espíritu de Cristo vive en nosotros (Gl. 4:4-7), tenemos todos los recursos que
necesitamos para llegar a ser pacificadores en el mundo en que vivimos. Pero eso exige una
"conexión" diaria con Cristo para poder ser renovados, reorientados, re-inspirados, convencidos
de pecado, alentados y fortalecidos para caminar en el Espíritu.
Una vez somos hijos de Dios, nuestras necesidades están cubiertas. Ya no establecemos relaciones
con los demás desde una perspectiva "interesada", dominada por nuestras “carencias”. Las
personas ya no serán meros instrumentos para ayudarnos a conseguir lo que queremos. Nuestras
necesidades ahora son suplidas por nuestro Padre celestial. Siendo así, ahora podemos acercarnos
a los demás con la intención plena de servirles y de llevar a sus vidas lo mejor de Dios. Solamente
como hijos protegidos de Dios, podemos perseguir el verdadero proceso de pacificación, de
manera altruista.
Paz no significa evitar una pelea. Es mucho más que eso. Es tener un corazón quebrantado por el
estado de animosidad de la otra persona, un corazón capaz de ver el panorama completo desde la
perspectiva divina: hombres caídos que luchan por intereses egoístas como es su costumbre. El
deseo más profundo de un pacificador es el de la reconciliación con Dios y, en segundo lugar, la
reconciliación entre las personas.
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Un pacificador no huye de los conflictos, pero tiene como objetivo lograr la paz entre los hombres
a nivel del corazón. Cristo era el Príncipe de Paz, pero esto le puso a veces en desacuerdo con
aquellos que no querían tener paz con Dios y/o con el hombre. A veces, la paz que honra a Dios
demandará que confrontes a un hermano cristiano y lo llames al arrepentimiento. Tu otra opción
es tomar el camino más fácil y evitar el conflicto. Sin embargo, este camino fácil jamás resultará en
verdadera paz para él ni para la situación.
Más que una persona bien educada, de etiqueta o de buenos modales; un pacificador es alguien
que está en paz con Dios y ahora está en disposición de ministrar a otros. Desde el momento en
que nuestras necesidades son satisfechas en Cristo, somos libres para centrarnos en las
necesidades de los demás mientras Dios nos usa para reconciliar a los hombres y las mujeres con
él.
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