Rascacielos ¿para qué?

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Rascacielos
¿para qué?
INGENIERÍA
FERNANDO
SÁENZ RIDRUEJO
L
os sucesos del 11 de
septiembre
no
han
marcado, como algunos
reporteros
sensacionalistas
afirmaron en su momento, el final
de una era histórica y el comienzo
de otra, pero han supuesto mucho
más que la caída de dos torres, la
pérdida de nuestros ahorros o el
desplome de la seguridad de una
sociedad alegre y confiada. Se
han derrumbado algunos de
nuestros principios éticos y han
quedado en evidencia algunas de
nuestras miserias morales. Hemos
vuelto a manejar ese concepto
hipócrita
de
los
“daños
colaterales” y, a base de repetirlo,
hemos dado carta de naturaleza a
algo tan repulsivo como los
“asesinatos selectivos”, que choca
frontalmente contra todos los
valores cristianos.
Entre las muchas cosas de
segundo orden
que ahora
empezamos a replantearnos está
la cuestión con que encabezamos
esta reseña y que no pocos
técnicos se preguntan: ¿qué
sentido tienen los rascacielos, qué
futuro les espera en el siglo XXI?
Diremos, antes de nada, que
preferimos
la
denominación
rascacielos, castiza ya a pesar de
ser un anglicismo bruto, a la tonta
perífrasis (edificios de gran
altura) con que se les conoce en la
literatura técnica especializada.
Hay que recordar que los
rascacielos proceden de los
primeros años del siglo pasado y
son una solución, tipicamente
neoyorkina, a la imposibilidad de
desarrollar en horizontal el centro
comercial de una ciudad insular.
Surgen en el momento en que se
desarrolla la tecnología de la
construcción en acero, que
permite erigir las estructuras, y en
que se perfeccionan otras técnicas
necesarias como las de los
ascensores y montacargas. Cabe
preguntarse, sin embargo, si el
nacimiento de los rascacielos y su
propagación mimética por otras
ciudades de Estados Unidos y del
resto del mundo, en que no existía
escasez
de
suelo
urbano,
respondió a una motivación
exclusivamente
económica.
Desde Egipto hasta nuestros días
las grandes construcciones se han
hecho buscando, antes que el
beneficio, el prestigio.
Los teóricos marxistas creían, y
no
pocos
economistas
neoliberales siguen creyendo, que
lo que mueve el mundo es el afán
de
lucro.
Mucho
antes,
Aristóteles, fijándose en los
estadios más elementales de la
condición
humana,
había
señalado los instintos de nutrición
y de reproducción como las
principales razones de nuestra
actividad. El Arcipreste lo
recordó
magistralmente:
“el
mundo por dos cosas travaja, la
primera por aver mantenencia; la
otra cosa era por aver juntamiento
con
fembra
placentera”.
Gelderode,
un
rencoroso
dramaturgo flamenco, que llenó
los escenarios de diatribas contra
Felipe II y el duque de Alba, creía
que el motor del mundo era la
crueldad.
Frente
a
tantas
opiniones que quieren vincular
nuestras acciones con los pecados
capitales —avaricia, gula, lujuria
o ira—, Ortega, apuntando más
arriba, puso el acento en las
razones líricas y Marías ha
mostrado que el principal
catalizador de nuestros afanes es
la ilusión. Pero la ilusión puede
tener
muchas
componentes,
incluidas la curiosidad, que ha
impulsado las exploraciones
geográficas y los descubrimientos
científicos, y la vanidad, ese
pecadillo venial al que no se suele
conceder toda la atención que
merece.
Es difícil pensar que esos
empresarios que para absorber
empresas de la competencia se
embarcan en opas hostiles,
arriesgándose
en
peligrosas
aventuras financieras, tengan una
finalidad
estrictamente
económica. De hecho, muchas de
esas compras, hechas con las
vísceras más que con la cabeza,
suponen rémoras que acaban
dando al traste con la empresa
compradora. Esa obsesión por ser
líderes del sector se justifica
hablando de reducción de costes,
de economías de escala, de
sinergias y de otras cosas que
suelen expresarse en inglés, pero
que sólo ocultan la vanidad del
empresario por aparecer el
primero en los periódicos de color
salmón o por sentarse a la vera
del gobernante de turno.
Los rascacielos han respondido a
esa misma mentalidad. Se ha
buscado prestigio antes que
racionalidad o economía. El coste
de
las
estructuras
crece
exponencialmente con la altura.
La necesidad de hacer pasar, a
través de una sección limitada, un
enorme número de conducciones
de todo tipo de servicios, tuberías,
cables y ascensores, reduce
progresivamente
el
espacio
aprovechable. La vulnerabilidad
de los rascacielos es grande y no
sólo frente a atentados terroristas
que,
como
ha
quedado
demostrado, son un riesgo real.
En caso de incendios, por encima
de la planta quince los edificios
son inaccesibles e inevacuables.
Un
simple
apagón
puede
convertirse en una tragedia, como
ya quedó comprobado, hace
algunos años, en el mismo Nueva
York.
Las presuntas ventajas de los
rascacielos responden también a
concepciones empresariales ya
obsoletas. Esas inmensas oficinas
de muchas plantas superpuestas,
ordenadas jerárquicamente de
arriba a abajo, tienen ya poco
sentido. Los ordenadores han
jubilado a muchos cientos de
oficinistas, que, en mesas
dispuestas en filas y columnas, en
medio de grandes espacios
diáfanos, se dedicaban a apuntar
asientos contables y a archivar
albaranes. Los teléfonos móviles
y los correos electrónicos
permiten a los trabajadores
permanecer en contacto y bajo el
control de sus jefes, sin necesidad
de un contacto físico que no
siempre redunda en una mayor
productividad. Los conflictos
laborales y los problemas fiscales
han hecho que se fraccionen
muchas
empresas,
que
previamente se habían agrupado
en inmensas sedes sociales.
Como no hay mal que por bien no
venga, es de esperar que esta
crisis sirva para enderezar muchas
trayectorias erróneas de nuestro
mundo occidental. Uno de esos
efectos
podría
ser
un
planteamiento más humano en las
relaciones laborales, incluyendo
el paulatino abandono de los
rascacielos y la búsqueda de
soluciones
urbanísticas
más
racionales.
La verdad sobre
el medio ambiente
En la ciencia y en la técnica no
existe verdades absolutas ni
verdades permanentes. Existen
conjuntos de hipótesis coherentes,
paradigmas, que explican durante
un cierto tiempo los hechos
conocidos hasta que nuevos
descubrimientos
obligan
a
corregir las hipótesis y a
establecer nuevos paradigmas.
Por eso choca que una revista
como The Economist, que suele
revestirse con apariencias de
objetividad, se despache durante
el mes de agosto con un artículo
titulado “The truth about the
environmente”, que en tres
páginas deja visto para sentencia
uno de los grandes debates de
nuestro tiempo: las crecientes
agresiones de la acción antrópica
sobre el medio ambiente y la
degradación de éste, tan acelerada
que pudiera poner en peligro la
supervivencia de muchas especies
vivas, incluida, a largo plazo, la
nuestra. El articulista no se
molesta en desmentir los hechos,
simplemente deja constancia de lo
costoso de las soluciones. El
convenio de Kyoto no evita
totalmente el calentamiento del
globo y, puesto que resulta tan
caro para los Estados Unidos, es
preferible dedicar los fondos a
otras
cuestiones
como
el
suministro de agua potable y la
evacuación de aguas residuales.
Puede escribirse largo y tendido
sobre la falacia de muchos
planteamientos pretendidamente
ecologistas, pueden criticarse los
métodos que a menudo utilizan y
INGENIERÍA
Los acuerdos internacionales —
suelen decir sus detractores— se
cumplen en muy escasa medida.
Aun así, aunque no sean más que
declaraciones de intenciones,
acaban comprometiendo a los que
los suscriben.
Las
actitudes
de
ciertas
administraciones y los artículos
como éste de The Economist
vienen a justificar esos métodos, a
menudo reprobables, de los
llamados “verdes”. Cuando las
grandes corporaciones y los más
poderosos gobiernos utilizan los
medios de comunicación con
semejante descaro, suprimen todo
debate civilizado y expulsan a sus
adversarios a las tinieblas
exteriores. Semejante ceguera
origina
una
espiral
de
incomprensión. Surgen y se
desarollan
los
movimientos
antiglobalización y los poderes
públicos, que no se han molestado
en entenderlos ni en prevenirlos,
se limitan a mejorar el material
antidisturbios y a aumentar los
efectivos policiales.
pueden rechazarse por utópicas
las conclusiones maximalistas que
pretenden parar el crecimiento y
detener el aprovechamiento de
todo tipo de recursos; pero no
puede negarse la evidencia: las
aguas están cada día más
contaminadas,
los
bosques
disminuyen y la temperatura
global del planeta aumenta. Algo
habrá que hacer para paliar sus
efectos nocivos, llámese acuerdo
de Kyoto o como quiera llamarse.
Un puente disparatado
Pasando las páginas de una
revista de divulgación me asaltan
las fotografías de un puente
absurdo
y
grandilocuente,
construido sobre el río Miño en
Orense. Es un delirio de formas
arbitrarias que ofenden el sentido
común y dañan el paisaje. Alguna
de las fotos, según se afirma al
pie, está tomada desde el llamado
puente romano, esto quiere decir
que son contiguos y que la
perspectiva del viejo puente ha
quedado ya estropeada para
siempre.
No he querido enterarme de quién
lo ha proyectado, de cuántos
cientos, o miles, de millones ha
costado ni de quién es el frívolo
munícipe
que
ha
querido
inmortalizarse con semejante
adefesio. ¿Se han hecho estudios
de impacto ambiental o se ha
pretendido,
precisamente,
impactar? Desde que Santiago
Calatrava irrumpió en la técnica
de los puentes con trabajos
escultóricamente
bellos,
ingenierilmente absurdos y, en mi
opinión,
paisajísticamente
delictivos, ha proliferado una
legión de pontífices empeñados
en despilfarrar el dinero público
con engendros como esta cosa de
Orense que, más que un puente,
parece una montaña rusa.
Por si sirve de consuelo,
recordaremos que éste no es un
problema
exclusivamente
español. Como ciertos virus son
tremendamente contagiosos, el
virus de los puentes de diseño ha
infectado también a Norman
Foster, el otro gran gurú de la
arquitectura europea. Su bella
pasarela peatonal sobre el
Támesis permanece cerrada al
tránsito. Construida en aluminio,
su excesiva flexibilidad la somete
a tales vibraciones y balanceos
que la más pequeña brisa pone en
peligro la vida de los viandantes.
Las administraciones tienen el
deber de apoyar al arte y a los
artistas; pero sería de desear que
las obras creadas con cargo al
erario no fueran ni excesivamente
costosas
ni
exageradamente
grandes, ni provocaran daños
irreversibles en el paisaje. Los
gustos cambian y los alcaldes
cesan, pero los mamotretos de
hormigón y acero permanecen.
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