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CAPITULO XII
EL BLOQUEO DE SAN JUAN
COMBATE ENTRE EL TERROR Y EL SAINT PAUL
L 22 de junio de 1898, y cerca de las ocho de la mañana, apareció por
el Oeste el famoso crucero auxiliar Saint Paul, que bloqueaba la plaza,
y, navegando muy lentamente, fue a situarse frente a San Cristóbal,
aunque fuera del alcance de mis cañones. Como desde aquella hora se
notase el ir y venir por la bahía de la lancha de vapor del Arsenal, y
que todos los buques de guerra, en puerto, tuviesen encendidas sus
calderas, se produjo un gran movimiento de expectación; antes de
mediodía, millares de personas ocupaban las murallas y azoteas del
recinto Norte de la ciudad. San Cristóbal se llenó de jefes y oficiales de la guarnición, y
de no pocos amigos míos, ansiosos de presenciar el combate que todos presumíamos. A
las doce en punto levó anclas el crucero Isabel II, y, a cuarto de máquina, salió por la
boca del Morro, poniendo proa al Oriente. Como yo deseaba no perder un detalle del
encuentro, emplacé sobre el Macho el anteojo de mi batería, a través del cual divisaba,
claramente, el buque bloqueador, y hasta los uniformes de sus oficiales y marinos.
El Saint Paul permanecía inmóvil, como si ignorase la presencia del buque
español, que navegando muy aterrado, para no perder el apoyo de las baterías, rompió
fuego a gran distancia; entonces, el buque enemigo izó bandera de combate, y le replicó
con algunos cañonazos. Se cambiaron 30 granadas sin resultado alguno porque ni el
crucero español quería abandonar el abrigo de tierra, ni el americano deseaba ponerse
al alcance de los obuses de 24 centímetros.
Era la una y media de la tarde cuando el destroyer Terror comandante La Rocha,
asomó la proa por detrás del Morro; cruzó, sin detenerse, por delante del Isabel //, y,
poniendo rumbo al Nordeste, forzó su marcha. La mar, bastante movida, producía
tremendos balances a la sutil embarcación, que, envuelta en el humo de sus chimeneas,
embarcaba recios golpes de agua. La multitud, subida a las murallas, aplaudía locamente
cada vez que el Isabel II disparaba, unas veces por babor, y otras por estribor, sobre el
crucero enemigo. Éste, que observaba la maniobra del Terror hizo avante un cuarto al
Norte, con el objeto de atraerlo hacia fuera, y en tal dirección, que el oleaje lo tomase de
través.
Lo que aconteciera, minutos después no lo olvidaré mientras viva; con mi anteojo
distinguía sobre la cubierta del pequeño buque al comandante La Rocha y a los demás
oficiales; varios marineros hacían girar el cañón lanzatorpedos. Los rayos del sol
arrancaban reflejos de oro al quebrarse sobre el torpedo de repuesto, gigantesco cigarro
de bronce, que estaba sobre cubierta.
El Saint Paul, buque gemelo del Saint
Louis.
A bordo del crucero enemigo reinaba el mayor
orden; yo observé a los artilleros apuntando todos
los cañones de la banda de tierra. El enemigo no
huía como todos creímos hasta aquel instante;
pronto iba a correr sangre. A 5.000 metros rompió
fuego el Terror, que estaba desprovisto de sus
mayores cañones, y, sobre la marcha, cambió de
rumbo, y, poniendo proa al enorme crucero
enemigo, se lanzó hacia él, recto como una flecha,
levantando montañas de espuma, y tan envuelto en
humo, que perdí de vista su bandera de combate; el
adversario, que había navegado como un cuarto de
milla, se paró, y, andanada tras andanada, rompió el
fuego con todas sus baterías.
Yo lo vi muy de cerca, gracias al poderoso anteojo, y, como lo vi, lo cuento. Era de
tal volumen el fuego del Saint Paul y tan certera su puntería, que, en aquellos mismos
instantes, pensé que el mar estaba hirviendo junto al Terror, y también me pareció que
granizaba.
Ya estaba cercano el momento, con tanta ansiedad deseado, en que surcase las
ondas el torpedo Whitehead, cargado de algodón pólvora, cuando observé que el
destroyer acallaba sus fuegos, giraba sobre la popa y, tumbado sobre una banda, ponía
proa al Oeste en demanda del puerto. El Saint Paul también dejó de disparar y
permaneció inmóvil. «¿Qué pasa?», preguntaban millares de almas. Yo, a quien el
privilegio del anteojo permitió sufrir más y ver mejor, comprendí que nuestro buque
estaba fuera de combate. Unas banderas subieron a su palo mayor; el vigía del castillo
acudió con su código de señales; di los colores, y todos pudimos leer estas palabras:
«Tengo heridos a bordo. Auxilios médicos.»
Esta señal fue trasladada a la Comandancia de Marina por el semáforo, y en el
acto, el remolcador Guipúzcoa se hizo a la mar, llevando a bordo al médico de la
Armada, Pedro T. Arnáu, alcanzando al destroyer en la misma boca del Morro, donde
prestó auxilio a los heridos.
El Isabel II, después de convoyar por algún tiempo al Terror, se situó frente al
cementerio y muy cerca de la costa, y allí permaneció hasta la noche, en que volvió al
puerto. Como el destroyer hiciese mucha agua y comenzara a hundirse, avanzó la grúa
flotante de Obras de puerto, aferrándolo frente al Cañuelo. Jefes, oficiales y paisanos,
todos corrimos a los muelles, siendo los primeros en llegar, con sus camillas, los
miembros de la Cruz Roja, que transportaron los heridos al Hospital Militar. Yo recuerdo
a un marinero, llamado Eusebio Orduña, con la pierna derecha destrozada y bañado en
sangre, quien, mientras lo desembarcaban en brazos, portaba entre sus manos el fusil,
dando gritos nerviosos de ¡Viva España!; poco después, este heroico muchacho falleció
en el hospital.
Las bajas del destroyer fueron las siguientes: José Aguilar, maquinista de primera
clase, muerto; José Rodríguez, maquinista, y fogonero Rogelio Pita, heridos graves; y
también muerto el marinero Orduña, ya mencionado. Tres hombres más resultaron con
heridas menos graves. El Terror fue puesto fuera de combate por un proyectil, al parecer,
de seis pulgadas, que penetrando por la mura de babor, sobre la línea de flotación, tocó,
estallando, contra el aparato del cambio de marcha, el cual se inutilizó y los cascos
abrieron en los fondos una vía de agua. Otra granada chocó contra la caja de torpedos,
felizmente vacía entonces, y reventó dentro, haciendo estallar varios cartuchos de fusil
Máuser que allí había; fragmentos del mismo proyectil causaron otras pequeñas averías.
Aquel mismo día se comenzaron las reparaciones del buque por la casa de Abarca,
cuyas obras duraron un mes, con un costo de 60.000 pesos, quedando el Terror en
perfecto estado.
A las ocho y media de la mañana siguiente tuvo lugar el entierro de las dos
víctimas del combate, partiendo la comitiva del arsenal con el cadáver del maquinista
Aguilar y recorriendo las calles de San José, San Francisco y San Justo hasta San
Sebastián, donde se incorporaron los que traían el cuerpo del marino Orduña desde al
Hospital Militar. Presidían el duelo el brigadier de Marina, Vallarino, el general Ortega, el
alcalde del Valle, el teniente La Rocha, comandante del Terror y el ingeniero José Porti-
Nichos donde están enterradas las dos víctimas en el combate entre el Terror y el Saint Paul.
lla, amigo de Aguilar, y seguían todos los jefes y oficiales francos de servicio, la escolta
del generar Macías con su capitán Ramón Falcón, macheteros, auxiliares, bomberos y
una masa imponente del pueblo. Las cintas eran llevadas por tres maquinistas navales y
tres mercantes, y a cada lado de los coches fúnebres marchaban doce marineros del
Terror. Frente a la iglesia de San José se cantó por el capellán de la artillería un
responso, y, seguidamente, fueron llevados al cementerio los cadáveres de aquellos dos
hombres muertos gloriosamente en defensa de su bandera, permaneciendo en capilla
ardiente hasta las cinco de la tarde en que se les dio sepultura en los nichos números 20
y 21, fila primera, cedidos gratis por el Municipio. El duelo había sido despedido por el
general Ricardo Ortega, gobernador militar de la plaza.
He aquí una relación de las coronas que adornaban el féretro del maquinista
Aguilar:
Una corona de rosas, lirios y lilas moradas con la inscripción siguiente: «El
Batallón de Voluntarios a los Héroes del Terror». A los costados otra de rosas y miosotis
con la inscripción: «José Portilla a José Aguilar». Una de lilas y dalias moradas que
decía: «Voluntarios, Sección Ciclistas. Honor al que muere por la Patria». Otra de biscuit,
rosas, jazmines y pensamientos, diciendo: «Al mártir de la Patria. Sus compañeros M.
Arnáu, J. Suárez, S. Jiménez y B. V. Saavedra». Corona de biscuit, de rosas, jazmines y
margaritas: «La dotación del Terror, al primer maquinista, don José Aguilar». Otra de
pensamientos, jazmines y rosas: «A don José Aguilar. La tripulación del vapor Manuela».
Sobre el sarcófago veíase un azafate con flores del tiempo, dedicadas por el arsenal.
Aquel combate, torpemente ordenado por el comandante de Marina Vallarino,
causó un efecto aplastante en el espíritu público, convenciendo a los más belicosos, de
que nuestras fuerzas navales eran impotentes aun contra vapores mercantes, armados
como auxiliares de la Marina. La ciega confianza de los destroyers (todos esperábamos
cosas espeluznantes de aquellos buques) vino a tierra al primer soplo, como un castillo
de naipes. El Saint Paul, al inutilizar a su adversario, echó a pique todo sueño de victoria.
La oficialidad del Terror la componían: el teniente de navío de primera, Francisco
La Rocha, comandante; segundo del buque, el del mismo empleo, Luis Osés, y además
el alférez de navío Jacinto Vaz. Los primeros médicos de tierra que entraron en el buque
prestando sus auxilios, fueron los doctores Manuel Fernández Náter y Jaime L. Grau, del
vapor Gran Antilla.
El Terror nunca debió atacar de día; la noche era más propicia para su obra de
destrucción. El capitán y oficiales demostraron, al igual que los marinos de Cavite, que
sabían ir al sacrificio sin protestas. El almirante Sampson, en sus Memorias de la Guerra,
página 895, dice lo que sigue:
El 22 de junio, el capitán Sigsbee, con el Saint Paul, tuvo la buena suerte de hacer
el servicio adicional de poner fuera de combate al destroyer español Terror, el cual había
llegado a la Martinica, con los otros buques de Cervera, y había permanecido allí varios
días (para observar al extremo de los cables submarinos y reportar nuestro paradero o
tal vez a causa de alguna avería temporal; nosotros no lo sabemos todavía), y viniendo
luego a San Juan, intentó, locamente, torpedear al Saint Paul a la luz del día.
En cuanto al Saint Paul, su conducta durante el combate es digna de loa; era un
blanco enorme para el torpedo; pudo huir y, sin embargo, se mantuvo en su puesto
durante el ataque y casi hundió a su temido adversario.
Algunos años más tarde tuve oportunidad de hablar dos largas horas con el
capitán Sigsbee, entonces almirante; él me pidió que le visitase a bordo de su buque, y
así lo hice, acompañado del doctor Manuel del Valle Atiles, quien interpretó la
conferencia. Disertamos acerca del combate del 22 de junio, y como me manifestase
que deseaba una carta mía relatando dichos sucesos, como testigo presencial de los
mismos, le dije: «Voy a enviarle a usted algo mejor; el negativo de una gran fotografía
tomada en el momento en que usted inutilizó al Terror.»
Pareció emocionado y aceptó el regalo que le envié al siguiente día con el doctor
del Valle; después supe que muchos oficiales de Marina de los Estados Unidos no creían
que el Saint Paul hubiese combatido, firme en su puesto, contra un destroyer Tompson, y
que mi negativo iba a confundir a los incrédulos.
Esa fotografía la tomó, desde el Macho de San Cristóbal, el ingeniero de montes,
gran amigo mío, D. Ramón García Sáez.
Como durante la entrevista dijese al almirante Sigsbee que yo había declarado
ante un Tribunal de Marina, formado para otorgar o negar a La Rocha la Cruz Laureada
de San Fernando, él entendió que este oficial había sido juzgado en Corte Marcial, y por
eso, más tarde, me escribió las cartas que figuran en el apéndice.
A La Rocha le fue negada la Cruz de San Fernando, cruz que siempre fue la
suprema aspiración de un marino o soldado español. Yo, que vi su arrojo y pericia
durante el combate, creo que mereció aquella recompensa.
El capitán del Saint Paul dio cuenta de la acción con el siguiente informe:
U. S. S. St. Paul.
En la mar, Lat. 20º 35' N.; Long. 73º 45' O.
Junio 28, 1898.
Señor: Tengo el honor de poner en su conocimiento las últimas operaciones del Saint
Paul, incluyendo el combate contra buques enemigos, frente a San Juan, Puerto Rico.
En 19 de junio el Saint Paul, habiendo transferido mucha parte de sus repuestos y
municiones a otros buques, salió con la escuadra hacia Santiago de Cuba. Por orden del
comandante jefe seguí a San Juan para bloquear el puerto; junto con las órdenes recibí la
información de que el Yosemite, comandante Emory, se reuniría en plazo muy corto al Saint
Paul, en las afueras de San Juan, para que yo pudiese dirigirme a New York en busca de
carbón, que nos hacía notable falta.
El Saint Paul navegó a moderada velocidad con la idea de interceptar algún buque
español por el Sur de Haití y canal de la Mona; pero no tuvimos éxito, llegando frente a San
Juan a las ocho de la mañana del miércoles 22 de junio, con tiempo claro, fuerte brisa y el
mar algo movido.
A las 12.40 de dicho día la campana de emergencia fue tocada por el oficial del puente,
teniente J. A. Pattson. Subí acto seguido, y pude ver un crucero español saliendo del puerto
lentamente y con proa al Este. Era el Infanta Isabel o el Isabel II, ambos buques gemelos del
Don Juan de Austria, hundido en Manila. El Saint Paul estaba parado, proa al viento, que
soplaba del Este, y mantuvo su posición cuando el crucero español navegó, muy despacio,
hacia Nordeste, abriendo fuego a larga distancia bajo la inmediata protección de las baterías
de costa, las cuales montaban gran número de cañones modernos de ocho y diez pulgadas.
Ni un solo proyectil nos alcanzó por fuego directo, aunque algunos pasaron sobre
nosotros después de haber rebotado en el mar. El Saint Paul replicó solamente con algún
disparo para medir la distancia, y, a pesar de esto, el enemigo continuó su fuego inefectivo.
A la una de la tarde, un torpedero destroyer, teniendo todas las características del
Terror (creo era este buque), salió del puerto y, doblando el Morro, navegó hacia el Este,
paralelo a la línea de la costa. Entonces el Saint Paul hizo avante, colocando al enemigo en tal
posición que, si realizaba un ataque, fuese cogido de través por el oleaje. Nuestra maniobra
tenía además el objeto de atraer al Terror fuera del alcance de las baterías de tierra.
A la 1.20 el Terror, ahora al alcance de nuestros cañones de mayor calibre, rompió el
fuego y se lanzó contra el Saint Paul a toda velocidad, evidentemente con la intención de
dispararnos un torpedo. Mi buque mantuvo su posición sin moverse, proa al Este, y esperó el
ataque. Cuando el destroyer llegó a 5.400 yardas comenzamos a cañonearlo, siendo admirable
la seguridad del fuego. Aunque la distancia era grande, observamos que los proyectiles caían
junto al buque enemigo y muy cerca. Súbitamente el Terror puso proa al viento, presentándonos la banda de babor, y, al parecer, con averías, no dejando de disparar, aunque sus
proyectiles caían cortos.
Yo lo estaba observando desde el puente alto con mis gemelos, que eran de gran alcance, y pude ver cómo un proyectil explotó contra su casco, a la altura de la última chimenea;
inmediatamente viró, dirigiéndose al puerto a mucha velocidad, aunque con señales de haber
sufrido daño. En vez de tomar el camino por cerca del Morro, como lo había hecho a su
salida, siguió hacia el Oeste, y cuando llegó a la altura de la isla de Cabras, daba bordadas
hacia el Sudoeste y Oeste, buscando el canal, pero claramente en malas condiciones de
manejo. El crucero español, al parecer, alarmado, entró al puerto detrás del Terror.
Desde aquella fecha he recibido informes por diferentes conductos, de que el destróyer
fue alcanzado por dos remolcadores que le prestaron auxilio a su llegada al puerto, y que
estuvo a punto de irse a pique. Uno de mis informantes me dijo que el Terror fue varado y su
tripulación enviada a tierra mientras las bombas achicaban el agua que lo inundaba; todos
agregan que dicho buque fue tocado por tres proyectiles, y que un ingeniero y otro hombre de
la tripulación murieron. También me informaron de varios heridos y que las averías eran
serias, pero que las reparaciones habían comenzado en el acto y seguían día y noche.
Un proyectil había tocado en el puente y otro penetró en la cámara de máquinas; el
timón y guardines, decían, fueron averiados. Debo añadir que mi información procede de
personas que sólo vieron el exterior del buque a poco de regresar al puerto, pero que no saben
indicar técnicamente las averías del interior.
Mucha gente situada sobre la parte más elevada de San Juan presenció el combate.
Tan pronto el Terror entró en puerto volvió a salir el crucero, acompañado, esta vez de
un cañonero; rodearon el Morro, y a poca velocidad siguieron rumbo al Este, muy aterrados
y al abrigo del cañón de la plaza y fuera del alcance de los míos; no vi otra razón de esta
maniobra que el deseo de atraerme hacia las baterías españolas de tierra. Mi buque permanecía inmóvil, proa al Oeste, prácticamente en su posición inicial.
A las 4.45 pusimos proa al Este siguiendo un curso paralelo al de los buques españoles;
entonces éstos viraron entrando en puerto. El Saint Paul no fue alcanzado por el fuego de los
buques enemigos durante todo el combate.
El Yosemite llegó en la tarde del 25, y yo debía salir para New York el 27; pero juzgué
que el bloqueo debía ser reforzado, para lo cual y mientras el Terror estaba en reparaciones,
mi deber, como lo hice, era avisar al comandante en jefe. Me dirigí, pues, a la Mola, Haití, y
comuniqué mi recomendación.....
El rápido y seguro fuego dirigido al Terror por el Saint Paul, cuya tripulación tenía
menos de mes y medio de práctica, refleja el mérito contraído por el segundo comandante W.
H. Diggs y demás oficiales.....
(Firmado.) C. D. SIGSBEE. Capitán, U. S. N., Comandante. Al secretario de Marina.
El mismo capitán Sigsbee, después de firmarse el armisticio, produjo nuevos
informes, fechas 25 de agosto y 27 de septiembre, detallando al secretario de Marina las
averías del Terror y recomendando algunos de sus oficiales por su conducta en aquel
combate. Las noticias de las averías del Terror, suministradas por el ingeniero inglés
Scott, fueron completamente erróneas.
El 23 de agosto 1898, fondeó en el puerto de San Juan, por segunda vez, el
crucero alemán Geier, comandante Jacobsen, cuyo oficial recorrió toda la plaza y sus
defensas. Al entrevistarse con el teniente La Rocha, comandante del Terror, éste le hizo
la siguiente relación del combate con el Saint Paul, relación que figura en la página 26
del libro que con el título Apuntes de la guerra hispanoamericana, escribiera más tarde
dicho marino alemán. Dice así:
A las nueve de la mañana, junio 22, el vigía del castillo señaló un buque sospechoso. El
comandante de Marina dio órdenes para que el Isabel II saliese al primer aviso, y al Terror
para que se preparase. A las once y media aquel buque se había aproximado algo más y
entonces el Isabel salió del puerto. Tan pronto fue visto por el enemigo, éste izó bandera de
combate y esperó
El Terror recibió órdenes de acudir en auxilio del Isabel. Mi buque, que se había
separado del resto de su escuadra en la Martinica, no había podido recobrar sus mayores
cañones, que habían sido transferidos al María Teresa, a fin de tener más espacio disponible
para carbón; no teníamos otro armamento que los torpedos y dos cañones de 55 milímetros
con muy pocas municiones.
El Isabel rompió fuego contra el Saint Paul a una distancia de 10 a 12.000 metros; como
el máximo alcance de mis cañones era de 4.000, yo no podía ayudar al Isabel si permanecía
cerca de él. Por tanto, di órdenes de poner proa al Este para no entorpecer el fuego de dicho
buque, que era dirigido al Norte. Cuando llegamos a paraje descubierto y con mar libre al
frente, me lancé recto contra el Saint Paul a una velocidad de 20 a 21 millas.
El enemigo que, hasta ahora, había estado disparando contra el Isabel, dirigió al Terror
fuego rápido con todas sus baterías, la más baja de las cuales parecía tener 8 cañones y 10 ó
12 la más alta. A 4.000 metros abrimos fuego, con el único objeto de mantener el espíritu de la
tripulación durante el tiempo que faltaba para lanzar los torpedos; nuestro fuego fue muy
seguro. Al primer disparo vi cómo un proyectil alcanzaba al enemigo en el timón y otros
también hicieron blanco. Mis hombres estaban locos de alegría. Nos habíamos aproximado a
1.200 metros y estábamos a punto de lanzar un torpedo, cuando el destroyer comenzó a girar
sobre estribor, y aunque puse timón a la banda mi buque continuó girando. Entonces ordené
parar la máquina de este lado, pero el Terror siempre se tumbaba.
En este momento me avisaron que un proyectil había hecho explosión contra el puente,
destruyendo los guardines del timón y también el telégrafo; el buque, por tanto, seguía los
movimientos de la hélice y no era manejable por el servomotor. Ordené se usase la rueda de
mano del timón, pero como estábamos muy cerca del enemigo, algunos proyectiles nos alcanzaron; uno atravesó la banda de babor y explotó dentro del compartimento de máquinas,
averiándolas. En este momento puse proa al puerto.
Este combate sirvió para demostrar, únicamente, el valor, nunca discutido, de los
marinos españoles y las pocas luces del general Villarino, que lo ordenó o consintió.
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