CANTATA A CINCO VOCES - Asociación Psicoanalítica Chilena

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CANTATA A CINCO VOCES: UNA EXPERIENCIA DE SUPERVISIÓN RELACIONAL
Susan Mailer1 (supervisora), Ana María Balbontín,2 Candice Fischer,3 Andrea Oksenberg4
y Pía Varela5 (supervisadas)
Resumen
El trabajo está dividido en tres partes.
histórico de la supervisión.
La primera hace un breve recorrido
La segunda parte relata
la experiencia personal
de
supervisión de 4 profesionales y su supervisora abordando algunas diferencias con su
aprendizaje previo basado en un modelo neo-kleiniano.
Las vivencias personales
recorren las expectativas, dudas y angustias producidas por cada modelo y dan vida a
través del relato a conceptos centrales del modelo relacional tales como: la emergencia
de significado, la co-construcción, momentos de ruptura y reparación, el enactment y la
develación además de la importancia del timing y el sostén por parte de la supervisora
cuando existe un impasse en la díada de la supervisión. En la tercera parte se describe
una situación de impasse entre la supervisora y una de las profesionales. Como sucede
en la terapia analítica, dicho impasse ha sido transmitido
por vías no verbales y ha
involucrado a ambas, supervisora y supervisada. Vemos que en la resolución de dicho
impasse, ha sido necesario tener
cuidado de mantener el sostén necesario hasta el
momento adecuado para poder abordarlo.
Se finaliza con algunos comentarios que
insertan la experiencia en un contexto de cambio social.
"
Palabras Clave: auto develación, co-creación de significado, emergencia, enactment,
impasse, ruptura y reparación, supervisión, sostén, timing
"
1
! Psicóloga-­‐ Psicoanalista. Asociación Psicoanalítica Chilena
2
! Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile. Miembro IARPP
3
! Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile. Profesora Escuela de Psicología PUC.
4
! Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile.
5
! Psicóloga clínica. Ponti4icia Universidad Católica de Chile. Miembro Corporación Psicoterapéutica Salvador
Cantata for Five Voices: An Experience in Relational Supervision
"
Abstract
"
The experience of supervising and being supervised in a relational model setting is
described by four psychologists and their supervisor, and compared to their previous
training based on a neo-kleinian model.
Their journey covers the expectations, doubts
and anxieties produced in each period of their learning process and gives life to key
concepts in the relational model such as: co-construction of meaning, rupture and repair,
enactment and disclosure, as well as the importance of timing and holding during
moments of impasse. The paper is divided into three parts. The first is a brief history of
supervision. The second describes the experience of the supervisees and the supervisor
past and present.
The third analyzes
a year long impasse involving
one of the
supervisees and the supervisor, in which timing and holding have been necessary until a
better moment is found to disclose verbally what has been experienced in the body and
through non verbal means.
Concluding comments insert the experience of this
supervision in a context of social change.
"
Key Words: co-construction, enactment, emergence, holding, impasse, rupture and
repair, self disclosure, supervision, timing.
"
ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL PROCESO DE SUPERVISIÓN
La supervisión puede considerarse la heredera natural de un método ancestral de
enseñanza a través del cual un maestro transfiere sus conocimientos a un discípulo. En
el ámbito de la psicoterapia, se introdujo como una derivación de la supervisión médica,
en la que un profesional experto evaluaba el curso de los tratamientos médicos y la
pericia del tratante (Fernández Alvarez, 2008). Dentro del psicoanálisis, la supervisión
como tal, surge muy ligada al análisis didáctico. Sin embargo, previo a la introducción
formal de la supervisión, encontramos como precursores a ésta los intercambios
epistolares sostenidos por Freud con sus colegas y discípulos Breuer, Fliess, Steckel,
Jung y Ferenczi. En una carta a Fliess, Freud escribe: “desgraciadamente, nunca me
siento muy seguro en cuanto a qué medidas prácticas adoptar… no sé hacia dónde
encaminarme, ni en sentido teórico ni técnico…”.
(Berg & Guraieb, 2012 ). Es
interesante esta cita ya que podemos ver que desde sus inicios el psicoanalista estará
enfrentado a la incertidumbre y tendrá que trabajar acompañado de ella sin paralizarse.
El caso del pequeño Hans (Freud, 1909) es el más conocido e ilustrativo de una
supervisión clínica, aunque no conceptualizada como tal, ejercida por Freud al padre de
Hans. Más tarde, en 1912, en Consejos al Médico en el Tratamiento Psicoanalítico,
Freud menciona al análisis personal como una exigencia para tratar pacientes en
psicoanálisis; no menciona la supervisión, pero se hacen sistemáticos los intercambios
epistolares y científicos entre miembros de la asociación. Sin embargo
no es hasta
1920, cuando Eitingon plantea en el Instituto de Berlín, la necesidad de un
“entrenamiento práctico”, que se introduce el “análisis control” como uno de los tres
elementos fundamentales de la formación analítica, junto al cuerpo teórico y al análisis
didáctico.
Entre 1920 y 1937, se imponen dos modelos de “control” en la formación
psicoanalítica, ligados a dos instituciones diferentes. En Hungría se genera con Ferenczi
lo que podríamos llamar la posición húngara, la cual planteaba integrar la supervisión
control en el análisis didáctico. Basaba su postura en la idea que el eje principal del
trabajo analítico es la contratransferencia, por lo que debería ser abordada por el analista
didacta. Sin embargo, esto coartaba la posibilidad de los candidatos de recurrir a otros
analistas ya que todo tendería a centrarse en el analista didacta. Por otro lado en el
Instituto de Berlín se desarrolla la idea de la formación tripartita: teoría, práctica
(supervisión) y análisis personal llamado didáctico.
La desventaja de este modelo de
formación se expresó en la interferencia que ineludiblemente ejercía el supervisor sobre
el trabajo del candidato con su paciente. Ya que éstos, los candidatos, debían cumplir
con ciertos requisitos institucionales era de esperarse que sutilmente orientaran sus
intervenciones hacia una forma “correcta”. Podemos ver lo anterior en planteamientos
como los de Edward Bibring (Fernández, 2008) que afirmaba que la supervisión no sólo
instruía sino también evaluaba la capacidad del candidato para captar los problemas y
tomar decisiones. Más adelante Balint modificó el enfoque cambiando el término control
al de supervisión.
Intentando alejar al supervisor de una posición moralista o ideal
propuso
estimular en el supervisado un estado que facilitara su permeabilidad
al
movimiento inconsciente del paciente.
Vemos, sin embargo que a partir de 1920 la práctica de supervisión se introducía en
un terreno contradictorio ya que por un lado los institutos de psicoanálisis consideraban
necesario poder evaluar el desempeño de sus candidatos pero al mismo tiempo esta
evaluación, a través de la supervisión, potencialmente coartaba la creatividad y en
especial la espontaneidad del candidato. Autores como Grinberg (1975) han planteado
sus inquietudes y sugerencias al respecto. Éste se refirió al riesgo de que la supervisión
se centrara exclusivamente en el material del paciente y que el supervisado aprendiera
por imitación, sin desarrollar un estilo propio. Asimismo, señaló que el énfasis excesivo
en la contratransferencia del supervisado, podía interferir en su análisis personal.
Gradualmente, fueron incorporándose otras modalidades de supervisión,
desligadas del marco institucional y con un carácter optativo, lo que aumentó la libertad y
flexibilidad de la supervisión misma. Los diferentes desarrollos psicoanalíticos han ido
influyendo en los enfoques dados a la supervisión y progresivamente se ha ido perdiendo
el carácter de “super-visión”, entendida como la visión desde lo alto, desde un saber
omnipotente.
El auge de la perspectiva relacional/intersubjetiva no sólo ha significado cambios
en el abordaje y comprensión de los procesos psicológicos dentro de
la relación
terapéutica, también ha traído cambios para la relación de supervisión (Berman, 2000).
Tradicionalmente se pensaba que el analista podía –si es que estaba suficientemente
analizado- mirar e interpretar objetivamente las dinámicas de su paciente. La revolución
epistemológica de la postmodernidad ha remplazado este ideal positivista relativo al
posible conocimiento de un analista. Hoy podemos entender la realidad como un
constructo inherentemente ambiguo y determinada por la mirada subjetiva del
observador. Inevitablemente este viraje también ha levantado preguntas respecto al
conocimiento que puede tener un supervisor y sobre su impacto e influencia en el
proceso psicoterapéutico supervisado (McKinney, 2000; Frawley-O´Dea, 2003).
La mirada intersubjetiva ha dado paso a una comprensión de la supervisión como un
espacio en el que supervisor y supervisado constituyen una pareja de investigadores,
estableciendo una comunión creativa en la aprehensión del fenómeno clínico facilitando
“co-visiones”.
El supervisor y su supervisado co-construyen y negocian significados
respecto al proceso clínico que se supervisa. Esta colaboración no implica simetría. La
asimetría es útil y necesaria (Frawley--O´Dea, 2003) pero desde este modelo se le da un
rol más activo al supervisado en el logro de la comprehensión de los procesos
abordados, se respetan las diferencias y se ayuda al supervisado a desarrollar su propio
estilo de trabajo. En este sentido Del Río (2011) plantea la importancia de otorgar al
supervisado suficiente espacio en la supervisión para que éste despliegue su self
terapéutico, sin que el supervisor imponga su estilo o pensamiento. En esta misma línea
Ogden (2005) se ha referido a la experiencia de supervisión como una forma de “soñar
guiado” y ha planteado que ésta debe proveer un marco que
asegure la libertad del
supervisado para pensar y soñar permitiendo que el supervisado se mantenga
vivo
frente a lo que ocurre en la relación analítica y la relación de supervisión, así como al
interjuego entre ambas.
Otro ámbito central para la supervisión relacional/intersubjetiva es su particular
consideración y abordaje de la contratransferencia. El psicoanálisis relacional acoge la
idea de que las manifestaciones transferenciales surgen en respuesta a la personalidad y
actuar del terapeuta o analista. Desde esta perspectiva no se puede entender la
experiencia de un paciente a cabalidad sin considerar la persona del analista, y por esto
se ha considerado que el análisis de la contratransferencia no puede ser relegado al
ámbito del análisis personal cómo lo era clásicamente. Berman (2000) resalta la
necesidad de que la contratransferencia se aborde en supervisión ya que el supervisor,
junto a su supervisado, puede examinar -y eventualmente validar- las atribuciones que el
paciente hace de su analista. En este sentido la supervisión no estaría limitada a la
discusión de las dinámicas intrapsíquicas del paciente y se aleja del objetivo pedagógico
de enseñar reglas o una técnica.
Junto con esto se hace necesario abordar las
dificultades que el terapeuta tiene en el proceso terapéutico tanto con su paciente como
los impasse que pueden aparecer en la díada terapeuta-supervisor (Del Río, 2011).
En la supervisión se pone especial atención al seguimiento detallado de la
interacción entre paciente y analista, considerando las implicancias intersubjetivas de los
intercambios verbales y no verbales. Se exploran los contextos afectivos que preceden
los silencios, los lapsus y las interpretaciones, como a su vez los contextos afectivos
desencadenados por los mismos (Berman, 2000). Este ejercicio permite desarrollar en el
supervisado una sensibilidad e introspección en relación al impacto de sus conductas, o
ausencia de ellas, en el campo analítico y en la relación.
Este proceso de exploración de la contratransferencia y de la interacción analítica
demanda más exposición de parte del supervisado de lo que tradicionalmente se ha
requerido para lo cual se requiere un clima emocional favorable a dicha empresa. Es por
esto que Berman (2000) sugiere la necesidad de explorar la relación supervisadosupervisor para subsanar posibles enactments e impasse que pudieran estar dificultando
el proceso. Esta exploración analítica realizada en supervisión, de la relación de
supervisión, no sólo favorecería el clima de la relación si no que también favorecería el
desarrollo de las habilidades clínicas del supervisado.
En esta misma línea Frawley- O’Dea (2003) ha planteado que el supervisor relacional
no sólo debe atender a los procesos psicodinámicos del paciente y al impacto que la
interacción con el analista tiene en ellos, sino que también debe considerar y analizar el
impacto que está teniendo él o ella como supervisor(a) en su supervisado y en el
paciente de este. El supervisor debe asumir, y no negar, que tiene un papel influyente en
la emergencia de los eventos relacionales que suceden tanto en la díada supervisorsupervisado, como en la diada analista-paciente. En la medida en que el supervisor
puede invitar a su supervisado a explorar analíticamente la complejidad de la relación
que están teniendo, el supervisado estará mejor preparado para involucrarse de la
misma manera junto a su paciente
en la exploración de la relación analítica con su
paciente. Esto implica explorar las transferencias, los enactments e impasses que surgen
en la relación de supervisión.
En síntesis, desde una perspectiva relacional/intersubjetiva, el supervisor no ocupa el
lugar de aquel que devela a través de interpretaciones la realidad psíquica del paciente
supervisado sino que utiliza sus conocimientos para explorar analíticamente junto a su
supervisado las dinámicas intrapsíquicas e interpersonales tanto en la diada pacienteanalista como en la diada supervisado-supervisor. Este abordaje permite que emerjan
nuevas comprensiones y significados y que el supervisado desarrolle sus habilidades
clínicas.
"
LA EXPERIENCIA DE SUPERVISAR
Irwin Hoffman en su artículo “Therapeutic Passion in Psychoanalysis” (2009)
nos habla de la reticencia que tienen los analistas a expresar su pasión, entendiendo por
ésta “su deseo y devoción por facilitar el cambio en la vida del paciente en una dirección
que la hará más rica y plena, así como más abierta a posibilidades antes cerradas” (p.
629)(traducción de la autora). Agregaría a esta afirmación que los analistas y terapeutas
en formación también luchan con esta reticencia en su afán de hacer las cosas bien
suponiendo que esto significa mantenerse apegados a las “reglas” aprendidas. No es de
extrañar que lo anterior también se exprese en las supervisiones que son parte de su
entrenamiento, ya sea formal o informal.
Los supervisores, a su vez, no se encuentran
libres de esta exigencia ya que en ellos cae la responsabilidad de guiar a sus colegas
más jóvenes hacia un trabajo serio y responsable con sus pacientes.
No es raro que la
supervisión tenga una corriente subterránea parecida a un decálogo de lo que se debe y
no se debe hacer. En estas instrucciones entran consignas como la importancia de la
neutralidad, la abstinencia y la interpretación como acto sine qua non de la terapia
analítica.
Mi experiencia como supervisora se inició hace más de 20 años dentro de un
marco más bien clásico. Estaba inmersa en mi formación psicoanalítica y casualmente
fueron apareciendo colegas más jóvenes que iniciaban su carrera profesional a solicitar
que los supervisara. La mayoría estaba formándose en otro instituto de psicoterapia y
habían accedido a mi nombre dentro de una lista de colegas. Inicié las supervisiones con
entusiasmo pero para mi sorpresa me encontré al poco tiempo con un síntoma no
esperado.
Con algunos supervisados me envolvía un sopor, una especie de manto
somnoliento que me era muy difícil disipar. Estaba consciente de la exigencia que estos
supervisados ejercían sobre mí. Querían respuestas, asumían que yo era portadora de
un saber (del cual yo dudaba) y esperaban que les brindara
las pepitas de oro del
conocimiento psicoanalítico. Sin embargo, muchas veces no tenía claro qué pasaba con
sus pacientes. Buscaba en los archivos de mi mente qué habrían dicho mis maestros,
desde Freud hasta Bion, mi psicoanalista y mis supervisores. Las más de las veces no
había respuesta. Me doy cuenta hoy que tanto mis supervisados como yo esperábamos
el conocimiento con mayúscula. Yo ansiaba tenerlo para (apare)ser como una experta y
ellos lo esperaban para trabajar como terapeutas. En ese entonces no estoy segura si
realmente nos deteníamos a pensar en los pacientes y el dolor que los aquejaba. Más
bien buscábamos diagnósticos e interpretaciones para dilucidar del discurso manifiesto el
contenido de las fantasías internas y la ruta que seguía
contratransferencia.
la transferencia-
No me sentía cómoda en esta función así que después de un
tiempo dejé de supervisar.
Me recibí de psicoanalista y entré a un grupo de estudio de Winnicott que
cambió el prisma desde el cual veía y vivía el psicoanálisis. Empecé a supervisar de
nuevo, esta vez
con una actitud diferente.
Winnicott me había dado permiso de no
saber, lo cual puse en práctica con mis supervisados y pacientes.
Dejé de angustiarme
hasta la somnolencia cuando no lograba entender y generalmente podía esperar hasta
encontrar algunas luces en el material del paciente, probablemente debido también a una
mayor experiencia clínica y teórica. Sin embargo, aún no ponía en práctica el concepto
de emergencia del conocimiento co-creado. Parte importante de mi actitud y mi conducta
estaba basada todavía en la pre-concepción que a final de cuentas yo era la que portaba
el conocimiento.
Podría no entender y eso estaba dentro de lo esperable, pero
finalmente yo era la experta y tendría que mostrarlo en algún momento.
El estudio de las ideas del Grupo Intermedio y DWW
me llevaron
al
Psicoanálisis Relacional. Tuve la suerte de estar en NY un año en el cual asistí a grupos
de estudio con algunos de los psicoanalistas que había leído previamente, lo cual me
brindó un aprendizaje mayor en la capacidad de escuchar la propia voz, la intuición y la
queja del paciente. No sólo eso sino también profundizar en la noción de la emergencia
del conocimiento a través de la co-construcción de los significados inconscientes en el
diálogo con los pacientes. Pude poner en un marco teórico algo que desde los inicios de
mi formación había intuido aunque no puesto en práctica más que culpablemente. Y es
que si una conversa con sus pacientes de una manera genuina se va creando
significado en el camino, o en el espacio potencial como diría Winnicott. Cuando regresé
a Chile mi postura frente a los pacientes había dado un giro en 180 grados y esto por
supuesto se tradujo en mi forma de supervisar.
Al reiniciar las supervisiones en Chile no estaba en un estado de sin memoria
y sin deseo. Por el contrario tenía varios objetivos en mente. Tomando en cuenta que la
mayoría de las personas que supervisaba tenían formación clínica clásica, mi tendencia
fue la de aumentar o exagerar un poco el involucramiento personal para descongelar la
coraza profesional. Para mí era importante que se toparan con la humanidad de sus
pacientes, que no los consideraran solamente “casos”. Por otro lado sabía que debía
haber un equilibrio entre el involucramiento personal y el poder que lleva la investidura
del terapeuta y que una de mis funciones era ayudar a que este equilibrio se mantuviera
relativamente estable dentro de los vaivenes naturales del proceso terapéutico.
Esto
implicaba que la terapeuta estuviera involucrada con el sufrimiento de su paciente en vez
de observarlo desde cierta distancia, pero que al mismo tiempo estuviera atenta a
inundaciones emocionales o enactments con su paciente, considerando éstos como una
de las vías necesarias e ineludibles del proceso. Lo anterior llevaba implícita la noción
que era imposible la neutralidad del terapeuta y que su persona, su voz, su cuerpo, sus
ideas y su historia eran parte del campo intersubjetivo. Subrayaba la necesidad de usar
palabras que vienen de nuestra vida y nuestra experiencia y no frases hechas de la
teoría de la técnica. Por tanto el diálogo entre paciente y terapeuta llevaba consigo la
convicción de algo genuino y personal.
Otro objetivo fue ayudar a aquellos que
supervisaba a mantener cierta confianza básica
en sus ideas y por ende reforzar la
sensación tan necesaria que su trabajo clínico era útil e íntegro. No se trataba de seguir
una serie de reglas sino más bien arriesgarse a probar algo nuevo surgido del diálogo en
el campo clínico.
Pasaré a relatar mi experiencia de supervisar a 4 colegas.
Durante 5 años cuatro psicólogas y yo mantuvimos una relación profesional y cálida.
Todas ellas tenían alrededor de 10 a 15 años de experiencia clínica y habían supervisado
ampliamente y por largo tiempo con diferentes psicoanalistas de orientación clásica
básicamente neo-kleiniana.
Se formaron dos grupos de 2 por la forma en que habían
llegado a mí. En un caso las dos se conocían desde hacía tiempo y en otro, yo propuse
que se supervisaran juntas por razones económicas y de tiempo. Veía a cada grupo de
dos una vez por semana en la cual una de ellas por dos semanas seguidas presentaba
un paciente. Las razones para supervisar variaban. En un inicio una de ellas decidió, tal
como lo había hecho antes, supervisar durante un año al mismo paciente. Para otras el
caso cambiaba según la necesidad.
Rápidamente me di cuenta que sus expectativas eran altas pero esta vez
estaba más preparada para experimentar las tensiones inherentes a ser "la experta", en
parte porque tenía la profunda convicción que juntas llegaríamos a
deducciones
plausibles sobre lo que aquejaba a sus pacientes. A la vez quería transmitir una forma
de hacer terapia psicoanalítica más apegada al saber cotidiano. Mi objetivo con estas
profesionales de amplia experiencia clínica y de supervisión clásica consistía en que
pudieran escuchar a sus pacientes y pensar en ellos desde otro ángulo. Por ejemplo, el
ángulo de cómo ellas contribuían a lo que transcurría en la sesión.
Para esto era
necesario que lograran soltarse de las amarras de la técnica clásica.
Les proponía
formas alternativas de ser interlocutoras, hacer preguntas, muchas preguntas si fuera
necesario. Invitarlas a que no tuvieran miedo de escuchar realmente a sus pacientes y
también de atreverse a caminar por senderos que no conocían, cosas muy sencillas,
como aceptar que no sabían o contestar una pregunta del paciente sinceramente y no
con un tono defensivo. O no contestarle al paciente, explicándole por qué no lo hacían.
Fuimos explorando juntas los diferentes aspectos de la intersubjetividad, lo que significa
ser parte integral del campo o cómo se hace significado en conjunto y paralelamente
des-aprender que el saber está en alguna parte y que sólo algunos tienen acceso a él.
Libre de estar en el lugar del supuesto saber, pude explorar junto con ellas, aceptar
abiertamente que muchas veces no sabía lo que le pasaba a su paciente e invitarlas a
que pensáramos juntas.
Esto a su vez, ayudó que ellas hicieran lo mismo con sus
pacientes.
Estaría idealizando demasiado el proceso si me quedara en esto. Decir que una
ya no está en el lugar del supuesto saber libera, pero al mismo tiempo la coloca en un
lugar de menor seguridad donde lo que puede sentirse como rivalidad y competencia
aparece con mayor frecuencia y de manera menos velada. En varias ocasiones sentí de
parte de alguna de ellas una descalificación sutil. El metalenguaje lo traducía como " yo
sé lo mismo que tú, será tanto lo que me puedes ayudar? No sé si realmente necesito
supervisarme". Me pregunto ahora si realmente sería un cuestionamiento a mi función o
simplemente las colegas empezaban a ejercitar
una mayor independencia para
reflexionar que yo interpretaba desde mis fantasmas del pasado. Aunque
fuera una
supervisora y analista “Relacional” más preparada para el diálogo franco, seguía
necesitando la protección que la función me daba.
Me preguntaba si al exponer mis
dudas abiertamente no estaría poniendo en jaque mi posición de “experta respetada”.
Relacionado con lo anterior, en otros momentos aparecieron fantasías que mis
intervenciones no eran suficientemente "profundas" en el estilo kleiniano al cual ellas
estaban acostumbradas. Cuando leí que una supervisada de Emmanuel Berman se
había cambiado a otro supervisor mas "profundo" reconocí el temor del que hablaba el
autor.
Con una supervisada tuve la impresión de estar navegando aguas prohibidas
cada vez que cuestionaba alguna intervención y la invitaba a que se preguntara sobre sí
misma. Su lenguaje corporal era claro, me decía “no te metas ahí”. Pensé que tenía que
ver con diferencias culturales. En mi caso una actitud directa y algunas veces definida
como dura, y en el caso de la colega una actitud más privada y reservada.
Sabía que tenía que ser cuidadosa ya que la línea entre la terapia personal y
la supervisión puede hacerse tenue y es importante no confundir las dos. Lo anterior
toca un tema interesante que menciona Berman en su artículo sobre la supervisión
relacional. Dado que estamos hablando de un modelo intersubjetivo, la supervisión roza
aspectos personales de los tres involucrados, la que supervisa, la que es supervisada y
la paciente. Muchas veces se cruzan las identificaciones y toma tiempo entender qué le
pertenece a quién.
En la supervisión clásica, cuando se llega a un impasse entre el
paciente y su terapeuta, muchas veces el supervisor puede decir, como me dijeron a mí
en más de una ocasión, “tendrías que ver eso en tu análisis”. En el modelo relacional no
existe una división rígida entre lo tuyo, lo mío y lo del tercero que estamos analizando,
pero es precisamente por este límite menos claro que tenemos que ser muy cuidadosos
cuando entramos a explorar terrenos menos conocidos. Un aspecto importante que me
ayudó a discernir la línea divisoria entre la supervisión y el análisis personal fue el hecho
que cualquier comunicación de la vida personal de la supervisada, así como cualquier
indagación por parte mía estaba centrada en lo que sucedía con el paciente, es decir el
material que traía la colega. Con respecto a develaciones propias, me sentía con la
libertad de comentar lo que parecía atingente, en especial si se relacionaba con un
impasse entre la terapeuta y yo, o una dificultad mía en escuchar el diálogo con el
paciente por razones personales.
Además, en esta experiencia de supervisión me
ayudaba que éramos tres colegas en mi consulta pensando en la paciente que
presentaba una de ellas. Muchas veces el insight de una de ellas aclaraba no sólo el
impasse entre la terapeuta y su paciente sino que también abría la comprensión de cómo
podría estar involucrada yo misma, me permitía tomar cierta distancia a la manera de
tercer analítico y observar(nos) en la situación clínica.
En ese sentido existió una
colaboración continua entre las tres en los dos grupos. No sólo había dejado de ser la
única
portadora del conocimiento sino que entre las tres creábamos los posibles
significados relacionados al material presentado.
LA EXPERIENCIA DE SER SUPERVISADA
A continuación pretendemos resumir la experiencia de dos parejas de psicólogas
en supervisión; cuatro historias que confluyen en un momento, con sus diferencias y
puntos de encuentro.
Se trata de cuatro psicólogas, formadas en la misma universidad con 10 a 15 años
de experiencia clínica al momento de iniciar la supervisión. Pese a nuestra diferencias,
reconocemos un pasado común; una formación en psicoanálisis clásico, fuertemente
influida por la corriente kleiniana y de relaciones objetales. Esta tendencia caracterizó
nuestros psicoanálisis personales, nuestra forma de trabajar durante años y nuestras
experiencias anteriores de supervisión. Reconocemos además que en nuestra historia,
sobre todo en los comienzos de nuestra carrera profesional, compartíamos una
necesidad de encontrar respuestas precisas a nuestras inquietudes y una búsqueda
constante de teorías y personas que calmaran nuestras angustias frente a la
incertidumbre de la práctica clínica.
Inicialmente, las supervisiones que tuvimos se caracterizaron por una relación de
asimetría, en la que el o la supervisor(a) se encontraba en el lugar del sujeto supuesto
saber.
Buscábamos una verdad que suponíamos alguien poseía y que nos haría a
nosotras también poseedoras de las respuestas que necesitábamos.
Así, las
supervisiones se constituían en situaciones con una doble cara. Por un lado, sentíamos
una fuerte admiración hacia los supervisores y teníamos la ilusión de alcanzar algún día
ese grado de “certeza” y “verdad” que en ellos proyectábamos y que probablemente ellos
también fomentaban. Buscábamos
la “interpretación correcta”, el “timing preciso”, la
“intervención exacta” para calmar nuestras angustias.
Pero junto con lo anterior,
persistía una sensación de inseguridad que no disminuía con el paso del tiempo
manteniéndose una visión de nosotras mismas como incapaces e insuficientes. No se
trataba de esa incertidumbre semejante a la que
Bion describe cuando habla de la
capacidad para tolerar el "no saber", sino más bien un sentimiento de insuficiencia
crónica (“nunca sabré tanto como sabe esta persona”). Frecuentemente habitaban en
nosotras pensamientos alusivos a que otros lo harían mejor con nuestros pacientes y de
no estar haciéndolo “suficientemente bien”.
En ese tiempo
las supervisiones se convertían también en una fuente de
evaluación. Aún cuando éstas no se realizaban en el marco de programas de formación,
experimentábamos ansiedad pensando sobre la evaluación que estaría haciendo de
nosotras nuestro(a) supervisor(a).
El deseo de ser aprobadas por estas figuras
idealizadas y el temor a dar una mala impresión, frecuentemente nos impulsaba a llevar
material clínico a la supervisión que considerábamos digno de una buena evaluación, y
no lo que más nos aquejaba de nuestra práctica. Podíamos en ocasiones, inclusive omitir
intervenciones que nos parecían “poco analíticas”. Buscábamos valoración, respuestas,
qué hacer y qué decir.
A veces salíamos de la supervisión con la satisfacción de
llevarnos un nuevo conocimiento, pero con el temor de no ser capaz de recordarlo o
transmitirlo posteriormente. “¿Podré recordar y repetir esa interpretación “exacta”,
“perfecta” con mi paciente en la próxima sesión?”
El estilo de supervisión permeaba nuestra forma de hacer terapia. Con nuestros
pacientes tendíamos a ponernos el traje de terapeutas, tratando de adoptar la identidad
prestada por el supervisor.
También convivíamos muchas veces con la ansiedad de
estar haciendo “cosas prohibidas”.
Lidiábamos con las reglas fundamentales del
psicoanálisis como la interpretación de la transferencia, la neutralidad y la abstinencia,
buscando cumplir con un método que nos prometía el conocimiento y aseguraba el
éxito terapéutico.
Creemos que lo positivo de las experiencias de supervisión descritas fue aprender
un
modelo sentido como consistente y sólido.
Esto junto con tener la confianza en
alguien que sabía y que nos podía orientar resultó ser un alivio para las incertidumbres
propias de nuestra inexperiencia. Algo similar repetíamos con nuestros pacientes; nos
ubicábamos frente a ellos en el lugar del saber, del poseedor de la interpretación correcta
de sus padecimientos.
A su vez nuestros pacientes experimentaban ambivalencias
similares a las nuestras: el alivio y confianza por tener a una terapeuta que “sí sabía",
pero la angustia de no tener acceso a ese tesoro del saber como algo propio. Era
habitual escuchar a nuestros pacientes quejarse que no le dábamos respuestas, que
éramos frías y poco humanas.
Esta forma de relacionarnos con nuestros supervisores, con nuestros pacientes y
con nosotras mismas entró en crisis emergiendo paulatinamente un deseo de cambio.
Paralelamente, en nuestras vidas tuvimos diversas experiencias que nos confrontaron
con la omnipotencia.
Se nos fueron moviendo las certezas en distintos planos de
nuestras vidas, enfrentándonos inevitablemente con la incertidumbre y las limitaciones de
nuestras convicciones.
En este punto es cuando nuestras historias confluyen y llegamos a una
supervisión que se definía como “intersubjetiva”. Con una idea general sobre lo que esto
podía implicar, todas buscábamos algo diferente, una posibilidad de darle sustento a
nuestras intuiciones.
Creemos ahora que probablemente estábamos en crisis con nuestra identidad
terapéutica. Y como toda crisis, debimos enfrentar el dolor y angustia de la pérdida junto
con la ilusión del cambio.
Comenzamos a sentirnos cada vez más contentas y
entusiastas con la nueva forma de ver las cosas.
Nos encontramos con un espacio
abierto, que validaba nuestras experiencias, conocimientos e intuiciones. La supervisora
se nos aparecía como una persona con disposición a escuchar y construir junto a
nosotras una nueva visión sobre la experiencia con los pacientes. Es evidente que en
este período funcionábamos con una dosis de idealización hacia ella y el modelo que
aprendíamos.
Sin embargo gradualmente, se fue instalando una nueva forma de
entender el proceso de supervisión y el de terapia; fue desapareciendo la figura del
poseedor de la verdad omnisciente y emergiendo un otro disponible para la co-creación.
Comenzamos a vivir en la supervisión, la noción de intersubjetividad.
La experiencia nos hizo sentir más libres y creativas pero también nos enfrentó
con nuevas angustias. Si la supervisora no tiene la respuesta, ¿quién la tiene?. Si la
supervisora no era la poseedora del conocimiento, entonces no había más opción que
asumirse como la principal conocedora y responsable de los propios pacientes. En más
de alguna ocasión sentimos la frustración de que no se nos dijera qué hacer o qué decir
a nuestro paciente.
Estábamos teniendo una experiencia de supervisión que
cuestionaba nuestros antiguos paradigmas de relación en supervisión y en terapia.
Inevitablemente, los cambios se fueron expresando en la forma de trabajar con
nuestros pacientes.
Sentimos confusión, dudas, ansiedad. Nos preguntábamos si no
estábamos tal vez “relajándonos demasiado”, si no estábamos “dejando de hacer
terapia”, si no estaríamos nadando en aguas sin rumbo, dudas que posiblemente se
relacionaban con el proceso de cambio de un modelo clásico a uno relacional.
Todo
crecimiento conlleva también un duelo por lo que se deja atrás. Nos ha costado y nos ha
dolido irnos desprendiendo de antiguas convicciones e identidades a las que nos
aferrábamos con fuerza, trabajo y cariño.
Hemos descubierto también, que crecer
personal y profesionalmente no significa terminar con todo lo anterior, sino construir
sobre la base de lo existente.
Le hemos dado un significado distinto a la supervisión; la supervisión como un
espacio donde el conocimiento surge del encuentro entre nosotras las supervisadas y
nuestra supervisora, como una mirada plausible, co-creada, y no una verdad absoluta.
Donde este saber creativo se traduce después en la terapia con nuestro paciente, desde
el mismo lugar, en una plataforma de confianza que permite que emerja un saber
también co-creado, y del cual nuestro paciente se puede adueñar y gradualmente sentir
que emerge su propia verdad.
Preparando este trabajo, nos hemos dado cuenta de que estos años de
supervisión, fueron años de transición. Pasamos de un enfoque psicoanalítico a otro;
cambiamos nuestra forma de relacionarnos con nuestros pacientes y con nosotras
mismas.
Como todo cambio, ha sido doloroso, angustiante, liberador y por supuesto
esperanzador.
"
Nos sacamos el traje y nos expusimos con nuestra propia vestimenta.
TERCERA PARTE: IMPASSE EN LA SUPERVISION.
La Versión de Pía
Cuando Susan me pidió que pensara y escribiera sobre mi experiencia en
supervisión se me vino espontáneamente a la mente el titulo de una canción de R.E.M.
que se escuchaba mucho por la radio cuando estaba en el colegio, “Losing my Religion”.
Le siguieron varias asociaciones relacionadas a esa época. La canción se la dedicaban
amistosamente a una compañera que era nueva en nuestro colegio. Venía de un colegio
tradicional chileno, siempre había sido una muy bien portada y buena alumna pero un
tanto apagada. Alentada por sus nuevos compañeros empezó a participar de las
actividades extracurriculares, fiestas y salidas nocturnas y empezaba a disfrutar de una
espontaneidad y vitalidad no vista en ella previamente. Sin embargo el recuerdo de esta
compañera que florecía contrastaba en mi mente con las imágenes del video de la
canción que en ese tiempo era tan popular y que le dedicaban. Eran imágenes de
ángeles caídos, dantescas, perturbadoras y angustiantes.
Mi experiencia en supervisión tuvo estos dos aspectos. Por un lado el
descubrimiento de una mirada clínica que creo me ha permitido ser una mejor terapeuta
y disfrutar más de mi trabajo y otro lado más complicado y conflictuado en dónde tuve
que luchar con creencias que había previamente adoptado como verdades y sobre las
cuales me había construido hasta ese momento como terapeuta.
Llegué a esta supervisión buscando una mirada distinta. Mi formación había
sido desde una orientación clásica y tradicional. Había aprendido mucho y sin duda había
tenido buenos profesores. Sin embargo mi experiencia trabajando con mis pacientes me
impulsaban a buscar algo más, algo diferente. Quería poder ayudar a esos pacientes que
no calzaban y no se beneficiaban de una técnica tradicional.
Empecé a leer y a
interesarme por el psicoanálisis relacional y cuando se presentó la posibilidad de
supervisarme con Susan no dude en tomarla.
Resulto ser que, a pesar de mi interés y entusiasmo por conocer esta otra
manera de mirar la psicoterapia y de entender el psicoanálisis, en determinados
momentos el proceso de supervisión no resultó ser tan fácil como me había imaginado.
Ya me había cuestionado principios técnicos como el de la neutralidad, la primacía e
importancia de las interpretaciones profundas, la interpretación y comprensión de la
transferencia como fenómenos que emergen desde el paciente sin intervención por parte
del terapeuta/analista y la postura del terapeuta omnisciente que sabe lo que le pasa al
paciente. Pero cuestionarlos era una cosa, cambiar, otra. Me atormentaban ciertas
preguntas y dudas. ¿Si no interpreto, estaré realmente haciendo un trabajo terapéutico
valioso? ¿Si no interpreto será que en realidad estoy contra actuando y no
verdaderamente pensando? ¿Estoy conteniendo realmente a mi paciente y sus
angustias? ¿Estoy perdiendo la neutralidad, poniendo demasiado de mi subjetividad en
juego? ¿Estoy siendo intrusiva? Yo sabía bien a esas alturas que no hay intervención
neutra, que una interpretación puede ser una contra actuación, poco contenedora e
intrusiva, pero de igual modo me atormentaba la posibilidad de estar haciendo algo que
pudiera resultar dañino, simplemente porque alguna vez había escuchado que ciertas
cosas no se debían hacer. Había cuestionado estos principios técnicos, pero atreverme a
relacionarme con mis pacientes de un modo distinto, abandonando ese lugar protegido
del terapeuta que “sabe” y que tiene la interpretación correcta no era fácil. Me estaba
desatando de las restricciones de una técnica que me parecía limitante para transitar a
un modelo cuyo abordaje clínico me resultaba liberador pero incierto. Más bien me sentía
suelta y perdida. En ese momento la "devoción al método" me parecía tanto más segura
en comparación a un abordaje de los procesos psicoterapéuticos "co-construido". Me
encontraba anhelando "la interpretación correcta". ¿No estaba uno ahí como terapeuta
para descifrar los contenidos ocultos interpretativamente? ¿Las fantasías inconscientes?
¿La transferencia? ¿No era ese mi trabajo? Me acordaba de advertencias que escuche
cuando me iniciaba como terapeuta relacionadas con la inconveniencia de hacerle
preguntas a los pacientes ya que ellos acudían a nosotros precisamente porque no
sabían lo que les pasa y esperaban que nosotros les diéramos la comprensión requerida
a través de interpretaciones, no hacerlo era exigirle demasiado. Renunciar al ideal de la
interpretación correcta me hacía sentir negligente e incompetente. Y temía las penas del
infierno.
Es así como esta supervisión me llenaba de entusiasmo y también de preguntas y
dudas. Durante una primera etapa no sabía si era apropiado plantearlas abiertamente.
¿Correspondía? ¿Se podía? ¿Sería muy interferente para la relación? En mi decisión de
supervisar con Susan influyó el hecho de que ella fuera norteamericana. Tenía la fantasía
relativamente consciente de reencontrar en ella una cultura "gringa", democrática,
respetuosa de las diferencias y que valora el pensamiento autónomo. Sin embargo, y a
pesar de que yo había estudiado en colegios norteamericanos, indudablemente soy
chilena y esto conlleva una relación particular con la autoridad. La autoridad se respeta,
se acata y se teme. ¿Cómo recibiría Susan mis dudas y cuestionamientos? Supervisar
con Susan me parecía una oportunidad prometedora y quería cuidar el espacio. Sabía
que en ese período ella pasaba por un duelo familiar y opté en ese momento por no
exponer mis dudas abiertamente. Pero como todos sabemos, lo callado y disociado
generalmente es enactuado. Susan dice que mis caras me delataban.
"
La Versión de Susan.
Como menciona en Losing my Religion, Pía tenía la ilusión del cambio, pero este
deseo estaba mezclado con temores que se expresaban por vías no verbales como el
silencio o la mirada y que a su vez me producían sensaciones incómodas. El proceso
que describiré a continuación tiene que ver con las dificultades que experimentamos
ambas durante el primer año de supervisión para facilitar por un lado que Pía
construyera un modelo propio para trabajar con sus pacientes y que yo me sintiera
cómoda en mi función como su supervisora.
Pía había vivido en USA y asistido al mismo colegio internacional de mis hijos,
hablaba inglés fluidamente. Todo esto ayudó a que sintiera hacía ella inmediata cercanía,
cómo si viniéramos de lugares similares. Sin embargo junto con éste “parentesco” me
encontré con otro lado de Pía, uno más reservado y en ese momento asustado.
Teniendo en el cuerpo dos modelos docentes, el norteamericano y el chileno Pía
había navegado durante mucho tiempo en dos aguas, lidiando con los conflictos que
esta dualidad le generaba. Este elemento dual (y disociado) se puso en acción durante el
primer año de la supervisión. Ella me había buscado en parte queriendo reencontrarse
con su modelo inicial de aprendizaje.
Sin embargo tenía internalizado el modo más
clásico de psicoterapia y aunque tenía críticas hacia dicho modelo éste le era familiar y
le daba seguridad.
El proceso de aprender a escuchar a sus pacientes desde otros
ángulos y atreverse a interactuar con ellos con más libertad fue lento, teniendo que
moderar su superyó analítico
para paulatinamente liberarse del “coro griego” que
funcionaba como advertencia frente al cambio.
A la vez, después de un año de
supervisión ingresó a un grupo de estudio que yo coordinaba lo que le ayudó a sumar
una teoría a lo que analizábamos en las supervisiones. Ahí sí me podía cuestionar
abiertamente ya que nos manejábamos en el terreno de los conceptos y el desacuerdo
podía sentirse menos personal y por lo tanto menos amenazante para nuestra relación.
Se iba cerrando la brecha de la disociación.
Pía.
He mencionado el lenguaje no verbal de
En ocasiones pensaba que no estaba de acuerdo conmigo, lo cual era cierto, en
otras que le incomodaba lo que yo expresaba. Esto era sólo parcialmente así, ya que
lo que yo no captaba con suficiente claridad era la angustia que le generaba comparar y
enfrentar los dos modelos. Lo que yo interpretaba como crítica negativa hacia mi función,
para Pía era más bien un temor de expresar abiertamente sus dudas, asustada que lo
que ella criticaba fuera recibido como algo agresivo o dañino por mí. Su temor central
era que no sobreviviéramos. Por mi parte, aún cuando en ocasiones le preguntaba si no
estaba de acuerdo con lo que le sugería, o si el impasse que describía con su paciente
tendría que ver con algo personal, intuitivamente percibía que era mejor no insistir ni
explicitar mi desazón e incomodidad, conteniéndola hasta un momento más oportuno.
Pía me ha dicho ahora que en ese tiempo sentía que le pedía que se sacara
las alitas y nadara sola en aguas desconocidas. Como ella expresó en algún momento,
quería nadar pero sólo tenía una mano libre ya que la otra todavía estaba aferrada a la
orilla. Experimentaba un conflicto de lealtades personales y modelos teóricos ya que en
su grupo de referencia aún existía cierta desconfianza
hacia el modelo Relacional.
Deseaba que yo me hiciera cargo de la crítica y la ayudara a responderles. Creo que
capté implícitamente esta demanda ya que más que con otros supervisados tuve deseos
de convencer a Pía que se abriera a pensar y explorar otros caminos de interacción y
diálogo con sus pacientes.
Por otro lado me sentía evaluada y no muy bien evaluada.
Creo que este
elemento siempre está presente en una supervisión y es mutua. Pero además los
silencios de Pía me llevaban a una experiencia personal poco confortable relacionada
con los silencios que había vivido en mi propio análisis. Es interesante como durante
este período se entrecruzaban las historias de las dos produciendo un impasse. Tal como
había aprendido, Pía se quedaba callada para no dañar o ser atacada y yo recibía el
silencio con un signo de interrogación desconcertante que me recordaba momentos poco
gratos y persecutorios de mi análisis. Ambas detenidas en el pasado sin poder todavía
movernos fluidamente hacia el presente.
Debimos hablarlo en ese primer año?
Muchas veces lo pensé, optando
finalmente por esperar hasta otra oportunidad. Me sentía insegura. En cierto sentido Pía
tenía razón ya que no estaba lista para que se criticara mi función. Ideas sí pero no mi
desempeño. También intuía que probablemente Pía no estaba preparada todavía para un
disclosure.
Caminábamos por sendas paralelas con supuestos parcialmente
equivocados lo cual provocaba
en el proceso de supervisión un impasse.
Paulatinamente, estableciendo la rutina semanal, encontrando una manera mejor de
comunicarnos empezamos a crear puentes entre teorías. La apertura que le brindó el
grupo de estudio también fue una ayuda adicional. Como resultado Pía tuvo suficiente
libertad para combinar los modelos dándose cuenta que no era necesario desechar uno
por otro. Usó finalmente la supervisión y el trabajo en grupo para elaborar sus dudas.
En ese tiempo
cada una eligió no explicitar lo que transcurría entre las dos. Fue
interesante y reparador para ambas cuando al elaborar este trabajo discutimos en
profundidad lo que había transcurrido y estoy segura que no habría sido posible llegar a
ese nivel de apertura durante el primer año de supervisión. El timing y el holding, como
siempre, fueron fundamentales ya que para poder hablar abiertamente lo que nos
producía angustia era necesario ir
construyendo la confianza y seguridad que da el
conocimiento mutuo.
"
ALGUNAS REFLEXIONES
Si en la narración se ha puesto énfasis en el elemento persecutorio de
la
supervisión clásica y se ha subrayado una sensación de mayor libertad en la relacional
es probable que esto sea así por ciertos elementos que creemos importante destacar. El
primero es la edad de las supervisadas cuando iniciaron su formación clínica.
Como
ellas mismas mencionan en ese momento temprano de la formación profesional hay una
tendencia natural a querer respuestas y certezas. Sin duda que el modelo neo kleiniano
ofrece un marco teórico sólido donde se puede tener la ilusión de estar en el camino de
la verdad.
Tanto es así, que durante la elaboración de este trabajo discutimos si el
modelo relacional era adecuado para profesionales que se iniciaban en el área clínica
(discusión que aún no termina).
Por otro lado no podemos olvidar que, a diferencia de
otros países como USA, en Chile, durante la década del 90 y a principios del siglo XXI, el
psicoanálisis en general y el modelo neo-kleiniano en particular, pasaba por un momento
de auge.
No es de extrañar que los profesionales de la salud mental vinculados al
psicoanálisis idealizaran a sus supervisores con la concomitante ambivalencia que
produce la idealización: los amores y expectativas de la mano de las descalificaciones y
desilusiones, además de la cualidad
persecutoria que generalmente acompaña este
vaivén. También tendríamos que tomar en cuenta la personalidad de las supervisadas y
de los supervisores en ese momento. Como sabemos no da lo mismo la persona del
terapeuta ni tampoco la del supervisor. Ellos, los y las supervisores(as), probablemente
trabajaban bajo supuestos que les eran afines con un estilo de enseñanza y aprendizaje
heredado en donde la asimetría es más vertical y por tanto la autoridad del experto más
venerada.
Cuando las colegas iniciaron la supervisión intersubjetiva se encontraban en un
momento particular de sus vidas personales y profesionales. Tenían mayor madurez
clínica y también cuestionamientos producto de su experiencia.
Esto coincidió con que
en el país ocurrían transformaciones en todos los estamentos de la sociedad, incluyendo
la Asociación Psicoanalítica Chilena.
La atracción que ejerció el modelo relacional para
muchos tuvo que ver con la apertura que ofrecía para cuestionar dogmas establecidos.
No se trata de escoger un modelo por sobre otro.
El ser humano es
suficientemente complejo para permitir la combinación y el uso de diferentes teorías
según las necesidades del paciente.
Sin embargo, si tuviésemos que destacar un
elemento central dentro del universo de conceptos teórico-clínicos del modelo relacional
este sería la co-construcción.
Desde los inicios del psicoanálisis se ha planteado el dilema de cómo transmitir el
conocimiento adquirido sin imponer el propio estilo y sin adormecer la creatividad del
estudiante de psicoanálisis. Es indudable que la idealización juega un papel importante
durante la formación y que ésta puede ir cambiando de nombre o de teoría durante la
vida profesional. El modelo Relacional no está exento de dicho problema.
Pensamos,
sin embargo, que cuando el “experto” no se asume como el poseedor de la verdad puede
abordar el encuentro con una actitud más humilde.
Esta postura no niega sus
conocimientos, su experiencia ni su función didáctica. Sin embargo, al dejar abierta la
puerta a expresar su propia subjetividad y estar dispuesto a usarla explícitamente en
función de la tarea, creemos que eventualmente se logra traspasar la idealización y la
imposición de conocimientos. En su lugar se produce un diálogo fértil co-creado, basado
en la experiencia que incluye los dos aspectos de la disciplina psicoanalítica, la teoría y
la práctica.
Por tanto, desde nuestro punto de vista la posibilidad de encontrar significados en
conjunto es un factor que implica una diferencia significativa en el aprendizaje,
la
supervisión así como la práctica de la psicoterapia y el psicoanálisis. Es evidente que
produce angustia e incertidumbre ya que las certezas son reemplazadas por
posibilidades a ser exploradas. Sin embargo, junto con esto al construir significado en
conjunto se tiende a facilitar el descubrimiento del estilo personal y la propia agencia con
los pacientes. Fortalece la posibilidad de usar las intuiciones e ideas que aparecen en el
encuentro clínico, aquellas que vienen de una fuente compartida que se va creando en
lo que Winnicott llamó el espacio potencial.
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Email: Susan Mailer: [email protected] Ana María Balbontín: [email protected]
Candice Fischer: [email protected]
Andrea Oksenberg: [email protected]
Pía Varela: [email protected]
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