Edmundo de Amicis El pequeño vigía lombardo * En 1859, durante la guerra de liberación de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Martino, ganada por los franceses e italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana del mes de junio, iba un pequeño escuadrón de caballería de Saluzzo por estrecha senda solitaria hacia las posiciones enemigas, explorando atentamente el terreno. Mandaban el escuadrón un oficial y un sargento; todos miraban a lo lejos, delante de sí, con los ojos fijos y silenciosos, preparándose para ver blanquear de un momento a otro, entre los árboles, los uniformes militares de las avanzadas enemigas. Llegaron así a una casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un chico de unos doce años, que descortezaba una ramita con una navaja para hacerse un bastoncito; en una de las ventanas de la casa tremolaba una bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, después de izar la bandera, habían desaparecido por miedo a los austríacos. En cuanto el chico divisó la caballería, tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un guapo muchacho, de aire atrevido, con ojos grandes y azules, el pelo rubio y largo; estaba en mangas de camisa y se le veía el desnudo pecho. -¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial, deteniendo el caballo-. ¿Por qué no te has ido con tu familia? -Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy huérfano. Trabajo para todos. Me he quedado aquí para ver la guerra. -¿Has visto pasar a los austríacos? -No, señor, desde hace tres días. El oficial se quedó pensativo; luego se apeó del caballo, y, dejando a los soldados allí, frente al enemigo, entró en la casa y subió al tejado... La casa era baja y desde el tejado sólo se abarcaba una pequeña extensión de terreno. «Hay que subir a los árboles», dijo para sí el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era había un fresno muy alto y delgado, cuya copa se mecía en el azul del cielo. El oficial permaneció un instante indeciso, mirando ya al árbol, ya a los soldados; después preguntó, de pronto, al muchacho: -¿Tienes buena vista, rapaz? -¿Yo? -respondió el interpelado-. Le aseguro que veo un pajarillo a una legua de distancia. -¿Te atreverías a subir a lo alto de ese árbol? -¿Dice usted a la copa? En medio minuto estoy arriba. -¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí, si hay soldados austríacos por esa parte, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos...? -¡Claro que sí! -¿Qué debo darte por prestarme este servicio? -¿A mí? ¡Qué ocurrencia! -dijo el muchacho, sonriéndose-. ¡Nada, naturalmente! ¡Faltaría más! Si fuese por los alemanes, ¡ni hablar!; pero se trata de los nuestros, y yo soy lombardo. -Bueno. Sube, pues. -Espere que me descalce. Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, tiró la gorra a unas matas de hierba y se abrazó al tronco del fresno. -Pero oye... -exclamó el oficial con ánimo de detenerlo como sobrecogido por repentino temor. El muchacho se volvió hacia él, mirándole con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante. -Nada, nada -dijo el oficial-. Sube. El chico se encaramó como un gato. -Vosotros -dijo el oficial a los soldados- mirad hacia adelante. En un santiamén estuvo el chiquillo en lo más alto del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero dejando al descubierto su pecho; dábale el sol en la rubia cabeza, que brillaba como el oro. El oficial apenas le veía, por lo pequeño que resultaba a aquella altura. -Mira todo derecho a lo lejos -díjole el militar. El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha del árbol y se la puso sobre la frente a manera de visera. -¿Qué ves? -preguntó el oficial. El muchacho inclinó la cara hacia él y, haciendo bocina con una mano, respondió: -Dos hombres a caballo en lo blanco del camino. -¿A qué distancia de aquí? -Sobre media legua. -¿Se mueven? -Están parados. -¿Qué más ves? -le volvió a preguntar tras un momento de silencio-. ¡Mira hacia la derecha! El chico volvió la vista hacia el lado indicado, y luego dijo: -Cerca del cementerio, entre los árboles, se ve relucir algo. Parecen bayonetas. -¿Ves gente? -No, señor. Se habrán escondido en los sembrados. En aquel momento un silbido de bala muy agudo se oyó por el aire, yendo a perderse lejos, detrás de la casa. -¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Baja. -Yo no tengo miedo -respondió el valiente muchacho. -¡Baja!... -repitió el oficial-. ¿Qué más ves ala izquierda? -¿A la izquierda? -Sí, a la izquierda. El chico volvió la cabeza hacia la izquierda; en aquel instante otro silbido más agudo y más bajo que el primero cortó el aire. El niño se encogió todo lo que pudo. -¡Vaya- -exclamó-. ¡La han tomado conmigo! -La bala le había pasado muy cerca. -¡Abajo! -gritó el oficial con energía y furioso. -Bajo en seguida -respondió el chico-; pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber? -A la izquierda -repuso el oficial-; ¡pero bájate! -A la izquierda -gritó el niño inclinando el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una ermita, me parece ver... Un tercer silbido rabioso pasó por lo alto, y casi al instante se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose un segundo en el tronco y en las ramas, para luego caer al suelo de cabeza con los brazos abiertos. -¡Maldición! -gritó el oficial, acudiendo en su ayuda. El chico había caído de espaldas, quedando tendido con los brazos abiertos, hacia arriba; un reguero de sangre le salía del pecho por la parte izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos; el oficial se agachó y le separó la camisa: la bala le había penetrado en el pulmón izquierdo. -¡Está muerto! -exclamó el oficial. -No, ¡vive! -replicó el sargento. -Ah, ¡pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Animo, ánimo! Pero mientras decía «ánimo» y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el chico giró los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y estuvo contemplándole unos instantes; luego lo acomodó poniéndole la cabeza sobre la hierba; se levantó y permaneció un momento mirándole. También le miraban, inmóviles, el sargento y los dos soldados; los demás estaban vueltos hacia el enemigo. -¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente! Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el niño muerto, dejándole la cara al descubierto. El sargento colocó junto al muerto el calzado, la gorra, el bastoncito y la navajita. Aún permanecieron un momento silenciosos; después el oficial se dirigió al sargento y le dijo: -Mandaremos que venga a recogerle la ambulancia; ha muerto como soldado, y justo es que como a tal le demos sepultura. Dicho esto, envió con la mano un beso al muerto, y gritó: -¡A caballo! Todos montaron, reuniéndose el escuadrón, y reanudaron la marcha. Pocas horas después se rindieron los honores de guerra al valiente muchacho. Al ponerse el sol, toda la línea de la vanguardia italiana avanzaba hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana el escuadrón de caballería marchaba en dos filas un batallón de «bersalleros», el cual pocos días antes había regado, valerosamente, de sangre la colina de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho se había propagado ya entre aquellos soldados antes de que dejaran sus campamentos. El sendero, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a poca distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el cadáver del pequeño tendido a los pies del fresno y cubierto por la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos cogió en la orilla del arroyo un puñado de flores y se las esparció por encima del cuerpo. A continuación, conforme iban pasando todos los «bersalleros» cogían flores que arrojaban sobre el muerto; así es que en pocos minutos estuvo cubierto el muchacho de flores silvestres, y tanto los oficiales como los soldados le saludaban al pasar, diciendo al mismo tiempo: -¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, chiquito! ¡Para ti, rubito! ¡Viva el héroe! ¡Loor a ti! ¡Adiós, precioso! Un oficial le puso la medalla al mérito, otro le besó en la frente. Y continuaban lloviendo las flores sobre sus desnudos pies, sobre el ensangrentado pecho y sobre la rubia cabeza. El parecía dormido sobre la hierba, envuelto en su bandera, con el rostro pálido y casi sonriente, como si se percatase de los saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su Lombardía. * Tomado del libro Corazón 2009 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal www.biblioteca.org.ar Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario