Padre, santificado sea tu nombre

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Padre, santificado sea tu nombre
Domingo XVII T. Ordinario. Ciclo C
Gn18,20-32; Sal 137,1-3.6-8; Col 2,12-14; Lc 11,1-13
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus
discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos»
Él les dijo: «Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino,
danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestras deudas, como nosotros
perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación»
Y les dijo: —«Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la
medianoche para decirle: "Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha
venido…
Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide
recibe, quien busca halla y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? …Si
vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más
vuestro Padre Celestial dará a los que se lo piden?
La primera lectura del libro del libro del Génesis cuenta que “en aquellos días, el Señor
dijo: «El pecado de Sodoma y Gomorra es muy grave y su falta enorme… Entonces Abrahán le dijo a
Dios: «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? … No se enfade mi Señor, si hablo una vez
más. ¿Y si encuentro en la ciudad diez? Contestó el Señor: En atención a los diez, no la destruiré”
(Gn18,20-32).
El leccionario ofrece esta primera lectura sobre la oración intercesora de Abrahán en favor de
Sodoma. No obstante, a pesar de ello, Sodoma y Gomorra fueron destruidas, pero permanece el
hecho de que la oración de Abrahán por la ciudad pecadora fue escuchada; ¡si hubiese hallado algún
justo! Abrahán, siempre generoso, sólo regatea cuando pide a Dios perdón por el pueblo pecador,
pero no se atreve a pasar de diez justos. Por boca del profeta Jeremías (5,1) y Ezequiel (22,30), Dios
asegura que si hubiera en Jerusalén un solo justo, la perdonaría. Se manifiesta, pues, la fuerza
salvífica de los santos, que, en virtud de sus méritos ante Dios, beneficia a todos los demás. El caso
límite será la salvación de toda la humanidad por un hombre solo, como por uno solo también se
extendió el pecado a todos los hombres.
Y junto a los méritos de los santos o justos, está también la fuerza de la oración; en la
intercesión de Moisés por la apostasía del pueblo, no apela a los méritos de ningún israelita, sino a la
bondad de Dios y a la gloria de su Nombre. Dios revela a Abrahán los planes que tiene sobre Sodoma,
pero ese conocimiento de la revelación no lleva a Abrahán a proclamarla a los sodomitas sino a
interceder por ellos ante Dios. La conversación amistosa de Abrahán con el Señor muestra que Dios
rige el mundo con soberana justicia. Aparece como el juez ideal, que no se deja influir por simples
rumores y se atiene a los hechos que comprueba. Naturalmente, el autor tiene conciencia de que su
relato está lleno de antropomorfismos; por ejemplo, Dios envía dos mensajeros a Sodoma para que le
informen de lo que sucede. Sin embargo, el autor piensa que así expresa mejor la justicia de Dios,
que se ve obligado a castigar a una ciudad corrompida, hasta el extremo de maltratar a sus enviados
(19, 4ss).
Del mismo modo, es un antropomorfismo la progresiva condescendencia de Dios que va
cediendo ante la insistente intercesión de su amigo Abrahán; así, este regateo y esta condescendencia
revelan hasta qué punto la justicia divina está llena de misericordia. Dios sabe perdonar a los
pecadores por amor a los justos y, de ningún modo, es su intención que paguen justos por pecadores
(cfr. Jer 5, 1; Ez 22,30).
El Salmo responsorial muestra la infinita misericordia de Dios Padre: “Cuando te invoqué,
Señor, me escuchaste. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos” (Sal
137,1-3.6-8).
La segunda lectura del Apóstol San Pablo a los Colosenses explica: “Por el bautismo
fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con Él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que
lo resucitó de entre los muertos. Estabais muertos por vuestros pecados, porque no estabais
circuncidados; pero Dios os dio vida en Jesús, perdonándoos todos los pecados” (Col 2,12-14).
Esta perícopa desarrolla la idea expuesta en la primera parte del texto: significado de Cristo y
su obra para los hombres.
San Pablo resume aquí su doctrina sobre el bautismo, expuesta más extensamente en Rm
6,3-11. Insiste en la incorporación del creyente a Cristo por el bautismo; establece un paralelismo
muy estrecho: nosotros hemos sido sepultados y resucitados con Jesús. De ahí, que el cristiano contra la superchería de los colosenses-, se sienta libre de toda potencia extraña. El bautismo es un
signo eficaz o sacramento por el que participamos de la muerte y resurrección de Jesús. Aunque
ciertamente es la acción de Dios la que nos salva y actúa en el bautismo, la fe es una disposición
necesaria para recibirlo con provecho; una fe recia es capaz de engendrar, en uno mismo y en los
demás, un estado de liberación de gran realidad. Por otra parte, el bautismo nos incorpora a una
comunidad de vida nueva.
Por lo tanto, el amor a la vida y el optimismo radical debiera ser un distintivo de la comunidad
cristiana. Pero, nosotros no somos iguales a Cristo, sino que de Él, de su cruz, hemos recibido la vida.
La muerte que para Él fue vida, se transmite a nosotros como vida. Los gentiles, que vivían al margen
de la salvación, ahora, por el bautismo y la fe en Jesucristo, han recibido la nueva vida y son
miembros vivos del verdadero Israel de Dios. El hombre entronca con Cristo por la recepción de la
vida del Resucitado y por la Muerte y la Resurrección de Jesús, fuente de donde brota toda la gracia.
Los temas, pues, son unión con Cristo, perdón de pecados, vida. Destaca la desaparición de la
situación de lejanía del hombre con Dios que acaba en la Pascua y se produce esa acción unitiva que
lleva a cabo la Muerte y Resurrección y su asunción por la fe y el bautismo.
La lectura del santo evangelio según San Lucas presenta hoy a Jesús recogido en oración
(Lc 11,1-13). No es ninguna novedad, Jesucristo oraba con frecuencia, es un acto repetido y
constante durante toda su vida. Esta constancia es la que provoca la petición de los discípulos de
“enséñanos a orar”.
La oración es el manantial del que se nutre nuestro espíritu, el alimento que vitaliza el alma.
Sin ella, la vida espiritual se agosta y languidece; con la oración se enriquece nuestro ser. Hay que
rezar con la confianza de hijos en el Padre y volcando el corazón; eso es, decía Ghandi, lo que importa
de verdad: “Es mejor poner el corazón en la oración, sin encontrar palabras, que encontrar palabras,
sin poner en ellas el corazón”. Y Bernanos exclamaba: “¡Cómo cambian mis ideas, cuando las rezo!”.
"La idea de que el hombre espera que Dios lo haga todo”, predicaba Martín Luther King,
conduce inevitablemente a un mal uso, perverso, de la plegaria. Porque, si Dios lo hace todo,
entonces el hombre lo pide todo y Dios se convierte en algo parecido a "un servidor cósmico" a quien
llamamos por cualquier necesidad, incluso las más triviales… Dios, que nos ha dado la inteligencia
para pensar y el cuerpo para trabajar, traicionaría su propio propósito, si nos permitiese obtener por
medio de la plegaria lo que podemos ganar con el trabajo y la inteligencia.
En su marcha por el desierto, "Dios dijo a Moisés: Di a los hijos de Israel que se pongan en
marcha"(Ex 14,15). Hay que marchar, no debemos tener nunca la sensación de que Dios, valiéndose
de cualquier milagro o de un solo movimiento de su mano, eliminará el mal del mundo. Mientras
creamos esto rezaremos oraciones que no tendrán respuesta y rogaremos a Dios que haga cosas que
no veremos realizar nunca. La creencia de que Dios lo hará todo en lugar del hombre es tan
insostenible como lo es creer que el hombre puede hacerlo todo por sí mismo… También es una señal
de falta de fe; esperar que Dios lo haga todo, mientras nosotros no hacemos nada, no es fe, sino
superstición" (“La fuerza de amar”. Ed. Aymá. Barcelona 1963).
A la petición de enseñarlos a orar, Jesús les dio la forma: el Padrenuestro. Así que, al rezarlo,
hacemos la oración que trasmitió, rezamos como Jesús, comulgamos con sus sentimientos, pedimos lo
que debemos pedir, rogamos, con toda seguridad, en rectitud y en verdad. El Maestro dijo muchas
veces que nos dirigiéramos con toda confianza, a Nuestro Padre; pero recordemos que San Agustín
decía: “Dios llena los corazones, no los bolsillos”. La oración es un arte que debemos aprender; hay
que saber orar. Y, sin duda, a orar se aprende, orando. La oración de petición no estriba en indicarle a
Dios lo que ha de darnos, lo que debe hacer, sino en pedirle lo que Él quiera darnos, que nos diga qué
hemos de hacer nosotros, para recibir sus dones y su gracia. El Padre sabe las necesidades (Mt 6,8).
La plegaria de petición se dice muchas veces, que es poco cristiana. Pero se contesta en las
palabras del Padrenuestro, que Jesús nos enseñó a orar "pidiendo" cosas. Y la actitud del hombre ante
Dios, en todas las experiencias religiosas de la humanidad, es la de reconocer su limitación y pedirle
que se acuerde de él, que lo fortalezca, que le ayude, a él y a los suyos. El cristiano, desde su fe, vive
profundamente el sentido de la gratuidad de Dios; por ello, su petición fundamental es que Dios esté
siempre con él: "¡Venga tu Reino!" O, como dice Jesús, según el evangelio de Lucas: "El Padre
Celestial dará el Espíritu Santo a quiénes se lo pidan" (Lc 11,13). La gran petición del cristiano es la
"epíclesis", la invocación del Espíritu. Nada habéis pedido en mi nombre, pedid y recibiréis (Jn 16,24).
Cosa que pidiéremos, la recibiremos (1 Jn 3,22); pedid, y se os dará; buscad y hallaréis (Mt 7,7).
Con la parábola del amigo inoportuno, Jesús exhorta a pedir; asegura que Dios es Padre
Amantísimo, que da cosas buenas, que se deja encontrar y abre a quien llama a su puerta; da la
filiación, la unión íntima con Él, la fidelidad a su voluntad, su Espíritu Santo, como bien fundamental y
definitivo que está en la raíz de todo otro bien. Al respecto, decía, en una homilía, el cardenal
Ratzinger: el cristiano que ora, para que se cumpla la voluntad de Dios, salva la ciudad, porque la
ciudad se pierde por falta de justicia. Esta consideración abre los ojos a la plegaria de petición por
tantas cosas que dependen de los hombres: la paz, el hambre, la justicia, la libertad, la convivencia y
el respeto... las vocaciones consagradas y el progreso de las iniciativas apostólicas. Así, es cierto, que
siempre pedimos el Espíritu Santo, para que inspire el corazón de los hombres.
La insistencia en la plegaria, subrayada por Jesús, indica la confianza y el esfuerzo personal
que ha de acompañar a la plegaria. La petición no puede consistir en algo intermitente e interesado;
la oración de petición se enmarca en una vida de fidelidad a Dios, toda ella empapada por el
Padrenuestro. La eficacia de la oración no es solamente el fruto de la insistencia terca, sino resultado
de la mediación de Cristo; justamente en el centro de la oración cristiana se sitúa el papel que juega
la intercesión única del Señor (Jn 16,23-26).
El Padrenuestro, es el reflejo de la oración de Jesús, y expresión de una actitud ante Dios a
imagen de la de Jesús. Es una oración "profética", que surge hacia Dios.
Camilo Valverde Mudarra
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