¿cisma en la iglesia, hoy?

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KARL RAHNER, S. I.
¿CISMA EN LA IGLESIA, HOY?
En nuestros días no faltan --incluso entre las figuras más representativas de la Iglesia-quienes previenen a los católicos de un serio riesgo de cisma eclesial. El desorbitado
aferrarse a lo tradicional por parte de grupos en los que no faltan personalidades que
gozan de poder en la Iglesia provoca, en un tiempo de cambios muy profundos y que no
quieren esperar ya más, reacciones inconformistas y contestatarias en otros grupos que
consideran a la Iglesia demasiado celosa de una herencia, no inequívocamente
evangélica, que ha marcado su rostro y su ser durante siglos. Falta de agilidad, por
una parte, y posibles actitudes extremas, por otra, determinan una serie de tensiones
intraeclesiales susceptibles de un diagnóstico negativo o al menos muy cargado de
prevención. Es importante, pues, en esta situación, discernir con serenidad lo que
pueden ser signos de los tiempos e incluso presencia viva del Espíritu en la Iglesia de
otras actitudes y manifestaciones que puedan realmente ser indicio de auténtico cisma.
Es por esto por lo que las consideraciones de K. Rahner merecen nuestra atención y
reconocimiento.
Schisma in der katholischen Kirche?, Stimmen der Zeit, 184 (1969) 20-33
El peligro de nuevos cismas en la Iglesia no ha de tomarse simplemente como el sueño
angustioso de unos católicos reaccionarios, sino que ha de tomarse realmente en serio.
Indicios de este peligro no faltan: grupos de sacerdotes que se enfrentan a sus obispos,
comunidades eucarísticas extrañas a la comprensión católica de la Iglesia, amenazas de
sacerdotes que no quieren vincular su ministerio al celibato... El movimiento
ecuménico, asimismo, ha borrado de hecho y en gran parte las líneas de separación entre
las diversas Iglesias. Tanto que a veces grupos de católicos pueden llegar fácilmente a
unirse de tal modo a otros grupos cristianos que estos intentos ecuménicos supongan aunque no intencionadamente- una separación cismática de la Iglesia católica. De ahí el
interés y la actualidad de las reflexiones que siguen.
CUESTIONES ACTUALES EN TORNO AL CISMA
Herejía y cisma
La teología conoce desde antiguo la distinción entre herejía y cisma, y la historia de la
Iglesia podría quizá mostrarnos algunos casos concretos donde se verifica esta
distinción. El derecho canónico también la recoge, presuponiendo según parece c 1352,
2) que cisma y herejía no se implican necesariamente. Esto es comprensible porque un
cisma -sea individual o colectivo- supone la negación, expresa y directa o con "hechos
consumados", de la obediencia al papa o - lo que viene a ser equivalente- la inequívoca
separación de la comunidad de vida eclesial (siendo indiferente que el sujeto del cisma
se una o no se una a otra comunidad eclesial), pero no parece implicar necesariamente
con todo ello la negación de un dogma católico en cuanto tal.
Pero esta distinción, teóricamente tan fácil, no, lo es tanto en la realidad, sobre todo
desde que el primado es un dogma explícito de la Iglesia católica. Ya que en este
supuesto, todo cisma -si realmente lo es- parece implicar la negación de dicho dogma,
siendo así también herejía. Aunque el Vaticano II no afirme esto de las Iglesias
ortodoxas -el concilio evita en general las categorías de "cisma" y "herejía"-, sin
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embargo no resuelve con esto el problema. Y aun reconociendo que semejante
distinción apenas tiene importancia desde el momento y en la medida en que nos hemos
acostumbrado a considerar a herejes y cismáticos como hombres de buena fe que
siguieron la voz de su conciencia, con todo esta distinción no deja, de hecho, de tener
importancia para nuestras reflexiones.
Por lo demás, actualmente se habla más de los peligros de un cisma que de los de una
herejía. Y no es raro porque hoy son la vida concreta, la concreción jurídico-social y el
stablishment de la Iglesia los lugares donde se experimenta preferentemente el
descontento y la contradicción. Y este fenómeno, cuando cobra dimensiones manifiestas
y relevantes, cae mejor bajo el concepto de cisma que bajo el de herejía.
Ahora bien: lo que hemos de cuestio narnos es si tales fenómenos cuadran realmente al
viejo concepto de cisma. Pues éste -en un tiempo en que predominaba la razón teórica
sobre la práctica- comportaba una infravaloración con respecto a la herejía: el cisma
venía a ser, así, un fenómeno de segundo rango, que surgía como reacción ante unos
hechos de carácter social intraeclesial más bien secundarios (por ejemplo, ante la
cuestión de si el papa legítimo era éste o aquél, o si tal obispo gobernaba debidamente).
En la época actual, en cambio, domina la razón práctica - y ésta no es considerada como
mera ejecutora de la teoría- y, por esto, la realidad que hoy se trata de designar con el
viejo concepto de cisma es distinta y mucho más importante que el contenido de dicho
concepto. Por otra parte, el fenómeno cisma, hoy, aunque pertenece al ámbito
"práctico", implica también la actitud disconforme de la razón teórica (ésta queda hoy
subsumida en el orden de la práctica, que viene a ser más amplio). Y así, podemos decir
en este sentido que dicho fenómeno es también herejía.
El fenómeno cisma, hoy
De lo anterior se deduce que nos encontramos actualmente ante un fenómeno nuevo,
cuya naturaleza teológica y social no nos es totalmente conocida y al que no podemos
etiquetar simplemente como cisma. Por un lado, en efecto, los llamados "cismas"
actuales suelen ser formas desfiguradas o consecuencias de un pluralismo eclesial que,
aunque imposible hasta hoy, no por esto deja de estar plenamente justificado. Y, por
otro lado, si bien es cierto que también hoy son posibles los cismas en sentido estricto los hechos mencionados al principio indican que, hoy como ayer, existe tal peligro-, con
todo hay que reconocer asimismo que con semejante afirmación general quedan todavía
abiertos muchos otros problemas más concretos.
Tengamos presente que cuando alguien se separa hoy, de alguna manera, de la unidad
eclesial o niega la obediencia que se le pide, no lo hace tanto a partir de una actitud
previa que rechace radical y universalmente la unidad y la autoridad legítima en la
Iglesia, sino más bien como reacción ante determinadas formas de vida históricamente
condicionadas que, aunque mantenidas por las autoridades eclesiales, se consideran ya
desfasadas.
Si de tal actitud llegase a surgir verdaderamente un cisma, esto se debería explicar a
partir de una simultánea postura de herejía, origen de tal cisma. Pero si se trata sólo de
una reacción como la descrita anteriormente -que puede parecer cismática-, habrá que
preguntarse si la ley eclesiástica o el mandato de la autoridad ministerial obligan o no
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obligan objetivamente en conciencia en tal caso concreto. Porque un mandato injusto o
una transgresión de los límites de competencia también son posibles en la Iglesia. Y la
reacción negativa que esto pueda provocar no cabe cons iderarla cismática, no sólo en el
caso de que no se cumpla lo mandado sino incluso cuando es denunciado como algo que
debe no cumplirse.
Quede claro, con todo, que la posibilidad de tales mandatos injustos o inmorales no ha
de ser causa de que el cristiano presuma fácilmente que tal posibilidad se da en
concreto, ya que al ministerio eclesial se le da algo así como un ser competente en su
competencia, al menos cuando se trata del magisterio papal o conciliar (es decir: si la
Iglesia define algo en sentido estricto es claro, católicamente hablando, que el
magisterio no ha transgredido su competencia). Pero esta absoluta "competencia de la
competencia" sólo se da, en principio, en las definiciones magisteriales y no en las
restantes declaraciones del magisterio auténtico. Y se puede decir que apenas será
posible apelar a dicha competencia última para probar la fuerza absoluta de un mandato
concreto no definitorio. Fuera de las definiciones dogmáticas y de sus consecuencias
evidentes hay que contar en principio con la posibilidad de conflictos personales con la
autoridad eclesial, que -como tales- sean imposibles de resolver claramente por ninguna
de las dos partes. En tales casos no se puede cerrar la cuestión diciendo que la no
obediencia equivalga a una actitud cismática. Tratar de resolverlos, por lo demás, con
amenazas de excomunión o con la excomunión misma tampoco conduce a nada
(excomunión cuya justificación y eficacia son problemáticas).
Hay que convencerse de que situaciones conflictivas como éstas son irresolubles o
apenas superables desde un punto de vista teórico o jurídico- formal. Sobre ellas sólo
pueden decidir los hechos: es decir la razón práctica (que consiste, en tales casos, en
tener paciencia y ofrecer una cristiana disposición al servicio y a la renuncia).
TENDENCIAS Y REALIDADES NUEVAS EN LA IGLESIA
También hoy es posible el cisma: quede esto en pie. Y tal cisma implicará casi siempre
la herejía, al menos la herejía "práctica" de la infravaloración de la unidad concreta y de
la autoridad formal del magisterio. Pero hemos de ser cautos en dictaminar cismas. En
concreto vamos a considerar ahora algunas tendencias o realidades vivas en la Iglesia
actual que no deben confundirse con un cisma.
Autonomía de las Iglesias particulares
Hay que mencionar en primer lugar la tendencia a una mayor autonomía y fidelidad a la
peculiaridad propia que el Vaticano II reconoció a las Iglesias particulares. Este
reconocimiento es todavía teórico y hay que admitir que su puesta en práctica puede ser
ocasión de graves conflictos, incluso cismáticos. Pero la tendencia es en sí legítima y
hay que promoverla, aunque tropiece con la resistencia de la tan uniforme Iglesia
occidental.
Una justa realización de esta tendencia exige un ámbito jurídico y práctico de mayores
posibilidades de las que hasta ahora ha permitido Roma. Pero a la vez, la unidad de la
profesión de fe no es suficiente para constituir y garantizar la unión de las Iglesias
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particulares en una Iglesia: esta unidad ha de reflejarse también en un cierto derecho
común y en una cierta vida eclesial común. Ahora bien, el equilibrio entre ambos
principios -el de la autonomía y el de la unidad- no se ha conseguido todavía: es un
camino oscuro, pues está aún por recorrer. Y adviértase que no basta con fomentar la
autonomía sino que, por el contrario, muchos de los problemas actuales de la Iglesia
requieren precisamente más unidad que en otros tiempos.
¿Cómo se puede encontrar en concreto y de una manera nueva un tal equilibrio? En las
cosas humanas -también en la Iglesia- una cierta resistencia y coacción no es siempre un
medio ilegítimo de modificar una situación vigente concreta. Así, es frecuente que la
renuncia a un determinado derecho o poder se logre sólo bajo una cierta presión y no
sea el resultado de un diálogo abierto y objetivo. Las decisiones humanas nunca son
únicamente el precipitado de una argumentación objetiva. En ellas entra siempre en
juego una cierta "violencia", tanto "desde arriba" como "desde abajo". Y este momento
no hay que paliarlo, sino tenerlo presente para ser críticos con nosotros mismos y no
llamar fácilmente "inmorales" a los demás. Que las cosas son así lo prueba el dicho
tradicional de que "la costumbre va contra la ley" (conseguido contra legem).
Por otra parte, un cisma -o la amenaza del mismo- no es un modo legítimo de imponer
un nuevo equilibrio entre los dos principios anteriormente mencionados (nos referimos,
por supuesto, a un verdadero cisma y no a casos que no lo sean, por más que puedan
parecerlo). Tal medio es ilegítimo porque su precio es la unidad de la Iglesia y para un
católico renunciar a esta unidad es renunciar a la Iglesia y a la esperanza cristiana. Claro
que esta esperanza -escatológica- no es la canonización del inmovilismo, sino
precisamente la garantía de una auténtica puesta al día de la Iglesia en y desde ella
misma: una de las notas esenciales de esta esperanza -irreductible a lo meramente
humano- es el estar dispuesto a luchar contra el stablishment en la Iglesia, aunque las
perspectivas de conseguirlo sean aparentemente mínimas.
Pluralismo en la teología
El tiempo de la uniformidad escolástica ha pasado ya a la historia El pluralismo
teológico es un hecho completamente legítimo y, como tal, no ha de confundirse con
cisma o herejía.
El sentido de este pluralismo ha de ser precisamente un mejor servicio a la
comprensión, interpretación y anuncio de la profesión de fe cristiana, una y permanente
en la presentación que de ella nos hace el ministerio eclesial de los obispos y del papa.
Ahora bien: aunque toda teología ha de apuntar a esta profesión de fe eclesial, esto no
significa que las diversas teologías sean siempre asumibles en una síntesis superior. Los
aspectos considerados por cada una de ellas, su terminología y las circunstancias
históricas pueden ser tan diversas que es posible el caso en que, lejos de poder constatar
la coincidencia de los lenguajes teológicos en cuanto a la realidad de fe que pretenden
expresar, nos hayamos de contentar con confiar en su voluntad incondicional e
inequívoca de sumisión a una misma confesión de fe.
Esto significa que las diversas teologías no se han de acusar precipitadamente de
herejía. Pero quedando siempre a salvo el derecho de todo teólogo a exteriorizar su
juicio sobre la compatibilidad o incompatibilidad de un determinado enunciado
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teológico con el magisterio eclesial. Tal situación, por lo demás, plantea a este mismo
magisterio una nueva tarea: la de encontrar unos modos de proceder que respondan
tanto a su obligación de velar por la unidad y pureza de la fe como al pluralismo
teológico.
Formación de grupos en la Iglesia
Prescindiendo de otros problemas que llevan consigo el proceso de democratización en
la Iglesia 1 , es evidente que no se puede hablar de democratización alguna -tampoco en
la Iglesia- sin contar con la existencia y formación de grupos informales e incluso
formales surgidos desde la base e independientemente del reconocimiento o aceptación
por parte de la jerarquía.
Tales grupos son indispensables y se han dado siempre en la Iglesia. Con todo, hay que
reconocer que -sobre todo en los primeros tiempos del cristianismo- tenían un carácter
más informal y eran más subsumibles en el concepto de "carisma" que en el de
"democracia" o "colegialidad". Por lo demás, estos grupos son pronto señalados como
sospechosos de herejía, y esto no es raro ya que se destacan claramente del corpus
Ecclesiae y de su ministerio, y representan unas actitudes más bien extrañas a éste. Es
cierto que un grupo deseoso de imponer su voluntad sin tener en cuenta la totalidad de
la Iglesia, y en continua contradicción con su unidad representada por el papa, podría
justamente ser sospechoso de cisma. Pero lo importante es constatar que la formación
de tales grupos -aun formales- es legítima.
Para fundamentar esta su legitimidad podemos prescindir del derecho y obligación de
todo cristiano a participar activamente en la via eclesial, así como de la necesidad de
una opinión pública en la Iglesia, del argumento de prescripción -estos grupos se han
dado siempre en la Iglesia- y de otras consideraciones fundamentales. Bástenos con
hacer referencia al momento carismático en la Iglesia, a ese dinamismo del Espíritu que
supera el solo ministerio eclesial: esta dimensión carismática exige y legitima la
existencia de tales "grupos espontáneos" puesto que la existencia y eficacia de dicha
dimensión sería impensable sin una concreción social. Estructuralmente estos grupos
tendrían una cierta analogía con los partidos políticos, y con ellos tendremos que contar
en el futuro más de lo que hasta ahora lo hemos hecho.
Identificación parcial
Un fenómeno complejo y susceptible de muchas variantes es el que podríamos
caracterizar como aquella identificación "parcial" que viven hoy muchos católicos con
respecto a su Iglesia: se trata del católico que "practica" -al menos hasta cierto punto- y
que, en cualquier caso, no piensa dejar la Iglesia de un modo socialmente manifiesto,
pero que por otra parte tiene serias reservas sobre ella.
Estas reservas pueden ser tales que no toquen para nada la relación teológica del que las
tiene con la Iglesia Por ejemplo, cualquier católico tiene el derecho a opinar si este papa
es o no es un buen gobernante, si tal ley eclesiástica es anticuada, injusta o inhumana.
Pero de hecho, existen hoy muchos católicos cuyas reservas tocan de lleno la sustancia
de la fe católica y eclesial, sin que por ello se sientan suficientemente motivados a
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salirse de la Iglesia. Las razones para este seguir en ella pueden ser de nuevo muy
diversas.
Reservas de este segundo tipo constituyen, en sí y de hecho (objetiva y materialmente),
una herejía o apostasía parcial de la fe de la Iglesia y un cisma, aunque éste no se
manifieste socialmente. Pero ante cada caso concreto hemos de ser muy precavidos
antes de emitir un juicio de herejía o cisma, ya que casi siempre falta culpa subjetiva.
Nos encontramos, así, ante un fenómeno que continua y repetidamente se ha dado en la
Iglesia: el de alguien que posee una fe implícita y una voluntad salvífica respecto a todo
el contenido de la fides Ecclesiae y, al mismo tiempo, mantiene alguna opinión que
contradice objetivamente a ésta. Si se da "buena fe" y no se manifiesta públicamente
esta reserva -no predicando, por ejemplo, heréticamente en la liturgia-, tal católico sería
un buen católico y tampoco tendríamos por qué "intranquilizarle". Y esto, sobre todo,
supuesto lo psicológicamente difícil que resulta llegar a una síntesis positiva entre los
enunciados no siempre fáciles de fe eclesial y las correspondientes y justificadas
opiniones y actitudes personales. Sería, pues, inadecuado denominar como "cisma" a
este complejo fenómeno.
Incluso es posible que reservas del tipo dicho no sean ni siquiera un juicio que
contradiga la fe eclesial, sino simple expresión algo primitiva y poco elaborada de la
dificultad personal para asimilar positivamente la verdad de fe con los restantes
contenidos de conciencia. Y en tal caso no se podría hablar, ni siquiera objetivamente,
de herejía o cisma. Con lo cual no se niega el derecho y obligación que tiene el
ministerio eclesial en orden a proteger la fe y, en consecuencia, a hablar de cisma y
herejía donde se diese un distanciamiento manifiesto y público del dogma. Y también es
claro que el que tuviese reservas de este segundo tipo no podría desempeñar una función
pública en la Iglesia.
Entre ambos tipos de reserva mencionados se dan, de hecho, los más diversos modos de
identificación parcial. En sí podrían implicar un cierto peligro de herejía o cisma, pero
no podrían ser declarados -en cuanto tales- heréticos o cismáticos. Conviene recordar, a
este propósito, que la tradición conoce y reconoce identificaciones parciales que han
tenido una función positiva. Nos referimos a casos de "costumbre contra la ley" -a que
antes aludíamos-, que pueden ser legítimos y de los que no siempre se puede decir que
tuvieron por comienzo una transgresión inmoral de la ley. Una parcial no- identificación
en un aspecto con la fe de la Iglesia puede ser una identificación en otro aspecto con su
espíritu, con su futuro o con otras realidades concretas de la misma Y esto se explica
porque la Iglesia es una realidad compleja, viva e histórica.
Conclusión
Todas estas reflexiones nos conducen a una serie de problemas que no pueden
resolverse sólo por medio de normas formales. Se dan muchos casos cuyo carácter
herético o cismático no puede comprobarse meramente a partir del dogma de la Iglesia,
y hay muchos conflictos con normas concretas del ministerio que no pueden solventarse
por la aplicación de unos principios jurídicos. En otras palabras, hay muchos casos que
superan el ámbito de la razón teórica y que sólo la práctica puede resolver: con
paciencia y modestia por ambas partes, sin admitir la intolerancia (que se encuentra en
conservadores y en progresistas), con humildad y amor -que sabe renunciar a un
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derecho-, con fe y con aquella esperanza que, mirando a la cruz, sabe que la victoria
está en la no-violencia.
¿Nos ha de admirar una tal situación conflictiva en la Iglesia? El origen de la fuerza y
permanencia eclesiales no está en la univocidad de unas verdades de fe humanamente
formuladas ni en la inexorabilidad de unas normas jurídicas, sino en el Espíritu que,
sirviéndose de los más diversos medios humanos, no se identifica adecuadamente con
ninguno de ellos. El que sabe esto no puede extrañarse de que, en la Iglesia, se dan
conflictos sin ninguna solución "patentizada". Lo que, ante ellos, ha de hacer cada uno
es preguntarse si su actitud -y no sólo la del rival- deja suficiente margen a la acción del
Espíritu y no está, en definitiva, alimentada por un mero afán de imponer la propia
opinión.
Muchos de estos conflictos no se pueden resolver con simples argumentaciones, pero sí
que puede notarse en seguida, en ellos, en qué parte hay más fe, esperanza y caridad. Y
con esta discreción de espíritus se puede llegar entonces a tomar una decisión por un
partido concreto. Porque, aunque es cierto que Dios no se encuentra sólo en una de las
partes, sino que realiza libremente su obra a través de todas las partes en conflicto, sin
embargo nosotros no podemos pretender ser Dios, y hemos de buscar nuestro sitio allí
donde nos guíe la discreción de espíritu en tales conflictos.
Notas:
1
Cfr a este propósito el artículo del mismo Rahner: ¿Democracia en la Iglesia?,
publicado en SELECCIONES DE TEOLOGIA, 30 (1969) 193-201 (N. del T.).
Tradujo y condensó: ANTONIO CAPARRÓS
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