La divina espontaneidad del caos

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La divina espontaneidad del caos
David Teira Serrano
Antonio Escohotado, Caos y Orden, Madrid: Espasa, 1999, 390 pp.
Premio Espasa de Ensayo 1999 y cinco ediciones en poco más de seis meses: pocos
libros pueden compararse a Caos y Orden en su arrollador éxito «de crítica y público». Es
probable que muchos lectores de esta reseña conozcan ya el libro y, sin embargo, creemos
que vale la pena volver de nuevo sobre su contenido, siquiera sea para intentar explicar por
qué despierta tanto interés. No es, desde luego, evidente, si consideramos que se abre con
una primera parte (seis capítulos) dedicada a la exposición del «cambio de paradigma» que
produjo la teoría del caos, es decir, a una disquisición filosófica sobre la posibilidad de
predecir el «orden del cosmos» (desde las partículas elementales a los cuerpos negros)
apoyada en conceptos muy alejados de los actuales programas científicos del Bachillerato
(atractores extraños o estructuras disipativas, por ejemplo).
Por el afán pedagógico de Escohotado, podemos suponer que muchos lectores se
toparán por vez primera con estos conceptos en su libro, y quizá en ello se encuentre una de
las claves de su éxito. Pues si la cultura científica del lector de Escohotado fuese algo más
sólida, quizá su reacción hubiese sido más parecida a la de Antonio Fernández-Rañada: «Al
leer el libro fui marcando en el margen los lugares donde había imprecisiones, despistes o
errores de bulto. Dejé de hacerlo al llegar a las sesenta marcas»1. Si pensamos que esta
primera parte ocupa 127 páginas, la media de equívoco por página no deja en buen lugar
como divulgador a Escohotado, pese a que él mismo invocase a Sokal y Bricmont para
mostrar «hasta que punto la jerga técnico-científica sirve hoy para velar una falta de
nociones precisas, envolviendo banalidades e incoherencias en un abstruso ropaje de seudoinformación» (p.22).
Pese a todo, y por paradójico que resulte, el libro no pierde interés. Pues el objeto de
estas 127 primeras páginas es mostrar –algo enrevesadamente, eso sí– cómo el
indeterminismo es parte de la imagen de la Naturaleza en la física actual, cosa que cabe
conceder, desde luego. Tampoco son necesarias muchas más precisiones, creemos, pues en
la segunda y última parte de la obra sólo encontramos los conceptos expuestos en la
primera ocasionalmente, a modo de metáforas que a menudo el lector podrá captar sin
necesidad de volver sobre los capítulos anteriores. En realidad, la tesis del libro admite una
formulación sencilla: así como la física clásica, con Newton, nos ofrecía una imagen
determinista y pasiva de la Naturaleza (la materia) que, analógicamente, serviría de
fundamento para el absolutismo político, la teoría del caos nos exigiría, según Escohotado,
«asumir el cambio de paradigma a nivel político y ético» (p.126), proyectando esta nueva
imagen del cosmos en nuestras sociedades.
1
Revista de libros 40 (2000), p.34
La analogía no es nueva. Durante el siglo XVIII, abundaban los partidarios de
extender las ideas de Newton a los dominios de la sociedad (siendo ocasionalmente
denunciados en un tono cercano al que hoy emplea Sokal, según advierte F.Lefebvre). Dos
de las obras fundacionales de la moderna sociología de la ciencia tienen, precisamente, este
objeto: de 1903 data el clásico ensayo de Durkheim y Mauss sobre algunas formas
primitivas de clasificación, donde se intentaba mostrar cómo en el orden del cosmos se
proyectaba la organización de la sociedad; en 1931, Boris Hessen presentaba su famosa
ponencia sobre las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton, en la que se
pretendía poner de manifiesto cómo las opciones ideológicas (en particular, teológicas) del
autor de los Principia determinaban la concepción de la materia en su mecánica. En sentido
inverso, podría decirse que la física social de Comte constituía la expresión más acabada
del newtonianismo moral. Del mismo modo, la sociología de Jesús Ibáñez podría
interpretarse como física social de segundo orden, según indicó alguna vez Emmánuel
Lizcano, y en ella encontramos, desde luego, la traslación sociológica más acabada de esos
mismos principios caóticos que ahora invoca Escohotado.
A diferencia de Ibáñez, nuestro autor no pretende construir una teoría sociológica,
sino dotar de un fundamento filosófico a una serie de propuestas políticas ya esbozadas
anteriormente2. A estos efectos, se trataría de mostrar, en primer lugar, que el fracaso del
marxismo como proyecto revolucionario es consecuencia de su inspiración determinista,
según el ideal de Newton. Así, el fracaso de la Revolución soviética se explicaría (caps.
VIII y IX) por una voluntad de planificación ignorante de la naturaleza indeterminista de la
evolución social. A modo de contraejemplo, la imposibilidad de predecir los fenómenos
sociales se nos mostraría claramente en los mercados financieros («un prototipo de sistema
volátil que concentra buena parte de la inventiva contemporánea»), analizados mediante las
nuevas herramientas caóticas (caps. X y XI). A partir de aquí, en los siete capítulos
restantes, Escohotado nos propondrá las líneas maestras de su propia concepción de la
sociedad (más allá, se nos advierte, de la oposición entre izquierda y derecha [p.230]).
Así, puesto que el progreso sería un resultado del propio despliegue de la libertad (la
impredecible espontaneidad), el libertario debería aceptar el ejercicio posibilista del poder
(en particular, el Estado: pp.227-ss). El Derecho aparece así como «instrumento del control
sobre el control» (p.278), adecuadamente dotado de una policía judicial. En consecuencia,
debieran eliminarse los demás cuerpos policiales, y el propio ejército, pues quizá las armas
atómicas (p.233) bastasen para garantizar la paz en un mundo en el que ya sólo estaría
seriamente amenazada por el fundamentalismo islámico. En todo caso, el Estado debiera
perder muchas de sus actuales competencias: la descentralización sería la vía regia para el
desarrollo de la libertad, y en particular, para la resolución de los conflictos nacionalistas.
En un mercado mundial, las naciones serían libres de escindirse constituyendo sus propios
Estados, como en general, cualquier grupo (pp.255-6). En virtud de este mismo principio,
debiera restringirse la acción del Estado y los partidos, a favor del mandato imperativo de
los representantes populares y el referéndum como mecanismo preferente de decisión
política (gracias a las amplias posibilidades que ofrecen las redes electrónicas de
comunicación), tal y como propugna el Partido Radical italiano.
2
Cf., por ejemplo, su contribución a las 50 propuestas para el próximo milenio, Oviedo: Fundación de
Cultura, 1997.
¿No serán estas propuestas la auténtica clave del éxito de Caos y orden? Podría ser,
pero si el atractivo de la parte primera se explicaba, decíamos, por el desconocimiento de la
teoría del caos entre el público español, tentados estamos de preguntarnos si el eco que
encuentra esta propuesta política no admitiría una explicación análoga. Basta con retroceder
a 1944 y hojear Camino de servidumbre, el clásico ensayo de Friedrich von Hayek, para
advertir concomitancias que a muchos parecerán sorprendentes. También allí se defendía,
contra la planificación revolucionaria socialista, una concepción de la libertad basada en la
imposibilidad de predecir el curso futuro de una sociedad. Este era también el argumento de
Frank Knight y los primeros economistas de Chicago, o del Karl Popper de La miseria del
historicismo. La incertidumbre debía dejar paso a la espontaneidad de la acción individual,
que se desplegaría en la objetividad de un orden jurídico, asegurado por un Estado mínimo
y descentralizado.
Quizá entre nosotros esta tradición libertaria sea más conocida por su defensa del
libre mercado, que a muchos parecerá amenazante para la propia libertad. En este punto,
Escohotado vacila: deberíamos confiarnos «a la estructura disipativa del mercado» (p.323),
aunque reconozca que puede provocar un estallido social (p.237). Por lo demás, los
libertarios americanos (Milton Friedman, nada menos) se han distinguido en la lucha por la
abolición del servicio militar, la legalización de las drogas y otras muchas causas del
agrado de nuestro autor (y quien piense que con distinto fundamento, debiera confrontar los
textos). No se ve motivo, en efecto, para que Escohotado sólo cite a Adam Smith y Thomas
Jefferson, cuando podría encontrar clásicos muchos más cercanos, que, como él, piensan
que la empresa de Reagan o Thatcher fracasó por no reducir el gasto público (el ya citado
Friedman, por ejemplo). En efecto, ¿por qué citar al más conspicuo especulador bursátil,
G.Soros, y no a su maestro Popper? Quizá pueda alegarse devoción por Hegel (cuyo «todo
lo real es racional» se asume en la p. 230) u otros autores continentales (como Jünger). Pero
¿cambiaría eso el signo político de su interpretación? ¿No era también Hegel, leído a través
de Kojève, la fuente de Francis Fukuyama (también citado por nuestro autor) al proclamar
el fin de la historia?
En suma, diríamos que la operación de Escohotado consiste en traducir a términos
caóticos una concepción neoliberal de la sociedad, por lo demás bien conocida. Esto
explica que su concepción de la libertad resulte inteligible, aun cuando fracase en su
empeño de divulgar la teoría del caos, pues, en realidad, no es nueva. Se trata de una
reexposición parcial de un programa político que, en sus últimas versiones, tiene ya medio
siglo, reinterpretando algunos aspectos (¿los más atractivos?) y oscureciendo otros (en
particular, económicos). Su éxito nos parece, en cualquier caso, dudoso. Pues si el
neoliberal podía servirse de la economía neoclásica para asegurar que de la interacción
individual espontánea resultaría un equilibrio, en principio benéfico, a Escohotado el
análisis caótico de la ingeniería financiera (el único aspecto auténticamente original del
libro) sólo le permite afirmar que el mercado, como el propio curso de la sociedad, es
impredecible. No se entiende muy bien por qué el autor se obstina en pensar que su
espontaneidad será tan benéfica, cuando, en rigor, los resultados podrían resultar
igualmente perversos («Del Caos nacieron Erebo y la negra Noche», cantaba Hesiodo). ¿No
es ésta una opción fideista?
Así lo creemos. En cierto modo, y pese a sus propias intenciones, diríamos que
Escohotado nos hace retroceder en política hasta el estadio teológico, aquel en que, como
apuntaba René Thom en su debate con Prigogine, el azar se concibe como la posibilidad de
que un Dios omnipotente intervenga en cualquier momento cambiando el curso de las cosas
de modo impredecible. Por ejemplo, esa deidad protestante a la que Newton apelaba en el
Escolio general de sus Principia (tan repetidamente invocado por el autor de Caos y orden).
Contra esta divinidad arbitraria, Thom proponía recuperar la tradición aristotélica del
racionalismo tomista (sin «h»: la del dominico Tomás de Aquino). A quien la conozca,
puede resultarle divertido observar como nuestro descreído Escohotado acaba
inadvertidamente del lado del voluntarismo escotista (sin «h»: el del franciscano Duns
Scoto). ¿Qué partido tomaremos entonces los ateos?
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