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GIUSEPPE CAFIERO
JAMES JOYCE, ROMA
y otras historias
novela
Traducción de Wenceslao Maldonado
Buenos Aires
2010
1
Capítulo 1,
cómo le fuera confiada a David Mondine, de parte de la agencia de
investigaciones Angus Craston, por encargo del editor inglés Grant Richards,
la tarea de investigar a un tal James Joyce, escritor irlandés.
Crucé la Plaza de la Ligna y, siguiendo por la vía del Corso y la de
Beccherie, llegué a Plaza Grande y me acerqué entonces al Café Konditorei
Oriental, justo a un costado de la fuente Maria Theresia y al lado de una
parada de Droschken1. Me senté y pedí un blanco Nesmelyer en la mesa que
daba a la vidriera, sobre un entarimado de madera con olor a podrido y café,
casi como un trampolín para que el mar se pudiera ver a simple vista, tan
siquiera con una mirada de soslayo, o acomodada al reposo de pensamientos y
quejas propias o ajenas.
Me senté y ordené un cuarto de blanco gespritzt que me hice servir,
como era costumbre pedir, en copa de cristal de Schanhard para poder tener
el placer de gustar y apreciar, en ese momento de relajación de un mediodía
1
En alemán en el original. Taxis o, más acomodado a la época, coches de alquiler. (N. del T.)
2
y de un lugar de acalorada pereza, el aspecto ambarino del likor, su fragancia
un tanto áspera, su cuerpo burbujeante.
Pedí un Nesmelyer, y esperé que el Kellner2, como de costumbre, me
ofreciera, con el alivio fresco de la cantina y la heladera, también las páginas
ajadas del Piccolo della Sera, así como sus comentarios y chismes sobre los
habituales parroquianos del Oriental. Ordené entonces un blanco y de
inmediato conseguí, con el Nesmelyer servido en copa de cristal tintineante,
un inesperado estado de gracia, si bien las confidencias del Kellner fueron
concisas en los chismes y cuentos perdidos y sofocados, como tantas veces,
por su aliento de vino, y si a su vez el Piccolo, deshojado por lecturas
distraídas y doblado en necrológicas dolorosas y atribuladas de hijos ya
huérfanos, viudas inconsolables, amigos y colegas recién perdidos en
fallecimientos imprevistos, publicaba, al momento y en el día, sólo noticias
tediosas y hasta privadas del mínimo interés de chismerío e intriga.
Me mandé entonces, con gusto y ganas, el gespritzt de un solo trago al
garguero, como es costumbre por donde vivo para calentar estómago y
tripas, aunque de inmediato el pecho se me congelase y me quemase, al
2
En alemán en el original. Mozo. (N. del T.)
3
mismo tiempo, por los furores contrarios e intensos del vino y de esos doce
grados de alcohol.
Espié después a mi alrededor con malévola ironía, con una sonrisa
ambigua que señalaba, con sorna y humor burlón, ocasiones de humanas e
inhumanas circunstancias, de condiciones deformes, de vidas diferentes.
Un poco separado, acurrucado en una esquina de la plaza, encima de
un banco, de frente al Adriático, un viejo barbudo, muy harapiento, movía a
misericordia y comprensión, mostrando en un oscilante cesto de mimbre
deteriorado por el tiempo y el descuido, a seis cachorros, horribles por la
suciedad y el abandono, que chupaban frenéticos las mamas flojas de una
perra esquelética. Había muchas personas alrededor que, entre comentarios
y concesiones a la piedad, le echaban algunos centavos de limosna. Un
sombrero blando en tierra recogía las ofrendas y se llenaba solícito de
monedas tintineantes que enseguida desaparecían en los bolsillos del abrigo
de ese viejo harapiento que era, para mí, una cara bien conocida, visto con
frecuencia en otros lugares, apostado, más desarrapado que nunca, en las
esquinas de otras plazas, o calles: en Plaza de la Bolsa, en el Largo de la
4
Barrera Vieja, a un costado de la iglesia de San Antonio Taumaturgo me
parece.
Cuidaba con diligencia, en aquellos espacios de ciudad donde
organizaba su oficio de vivir, una cantidad de cachorros, siempre diversa y
cada vez más sórdida y pustulosa, para que asquerosidades y fístulas
moviesen a compasión o a otras emociones misericordiosas. Ese viejo chocho
se afanaba, en realidad, por cuanta calle, camino o ruta fuera a parar, para
mover a quienes pasaban a una piedad misericordiosa y obligarlos a dar una
limosna sustanciosa ya que, ante semejante vista y quejas lamentables, se
sentían superados por el dolor, por un dolor que se había convertido en
costumbre pública y popular para todos los que iban a parar a Plaza de la
Bolsa, o al Largo de la Barrera Vieja, o al atrio de la iglesia de San Antonio
Taumaturgo.
Enseguida después de desviar la mirada de aquel viejo, me puse a
observar en derredor. También el mar que se abría un poco más lejos:
inmensidad turquesa marcada, a tramos, por pinceladas blancas y espumosas
de algún viento del este que rayaba aire y aguas.
5
Ante todo barcas, alineadas en los muelles o ancladas con las velas en
amaine; y embarcaderos para atracar atestados de holgazanes, faroles a gas
en las esquinas de la banquina para iluminar aguas inmóviles, galpones
diseminados sobre un terreno rugoso de sal, moles confundidas con el
horizonte que perfilaban un puerto.
Y de golpe, luego, volviendo los ojos a mis vecinos de comilona
pastelera y licorosa, me fijé en un hombre, alrededor de los cincuenta tal vez,
bastante pelado, gordo con una panza prominente de grasa, recién afeitado
porque tenía la piel de la cara colorada y estirada por el alumbre, que,
ubicado tres mesas más allá de mi lugar, me observaba sin disimulo. Me
apresuré, después de un espera calculada pero distraída con cortesía, a
hacerle gestos de saludo con la cabeza y con las correspondientes buenas
maneras, ya que aquel Herr3, en frac y galera, me había homenajeado, y unas
cuantas veces, con miradas de inteligencia y cortesía mientras tomaba, entre
espejos y estucos de la sala vidriada, un chocolate en taza y hundía en su
líquido amargo una masita de crema batida a la manera de Herr Dieter
Münzer, pastor evangelista de Brunswick, que quería espuma acaramelada
3
En alemán en el original. (N. del T.)
6
de leche y miel para que, al mezclarse con la suavidad espumosa de la crema,
la masa azucarada fuese ornamento y sabor especial.
Después de varios y recíprocos movimientos de cabeza, me tranquilicé
en mis pensamientos y en las complicaciones de mis pensamientos. Comencé
a bregar con los bolsillos de mi sobretodo, a pelearme con ellos, a sacarles
anotaciones garabateadas en pedazos de papel sucio y desflecado, alfileres
de gancho, cachets crampons y kronen4 de cobre. Hurgué hasta el fondo del
bolsillo izquierdo y extraje una carta ajada y gastada en los bordes, leída y
releída, con timbres y estampillas ingleses y un membrete en el sobre, en
relieve y con tinta verde veronés.
Abrí el sobre y saqué una hoja de papel grueso, apergaminado, áspero
al tacto, con olor a sucio y todo impregnado de grasa nauseabunda por las
tintas con mezcla de polvo de yeso y mezcolanzas en mal estado. Desplegué,
entonces, la hoja y leí lo que estaba escrito un par de veces, para retener en
la memoria lo que iba leyendo con un hilo de voz y exagerando con los labios
que acomodaba, sin darme cuenta, a una lectura lenta y ponderada. Hasta
me puse a deletrear frases y palabras como queriendo no perder término
alguno o las oportunidades esenciales de comprensión, y rumiar así mejor las
4
Palabras en francés y alemán en el original. (N. del T.)
7
indicaciones, las instrucciones, los servicios, los favores y las órdenes que la
misiva señalaba en tono perentorio y con la grafía atenta de alguna secretaria
consciente y muy avezada a la correspondencia de formalidad y adulación.
HENDERSON & CRASTON
Detective Agency5
21, Osnaburg Str., Regent’s Park
London England
June 30, 1906
Dear Mr. David Modine,
Motivos urgentes y acuciantes me inducen a solicitarle su atención a
fin de que Usted pueda ser, como en el pasado reciente y no tan reciente, y
siempre por el Imperio de Austria-Hungría y de Italia peninsular,
colaborador atendible y apreciado de nuestra Agency. Queremos y
debemos darle un encargo absolutamente inusual puesto que la
5
Esta carta fue encontrada, en 1982, por Mr. Buck Mulligam en el Archivo civil de Trieste, que la había
obtenido en consignación a la muerte del Señor David Mondine. Sobre la autenticidad de la carta, todavía
hoy, se nutren dudas ciertas y convicciones inciertas.
8
investigación, para la que le será requerida su habilidad consumada, no
debería seguir por caminos acostumbrados y ya recorridos para obtener, al
fin, anotaciones necesarias como para redactar un informe detallado y
riguroso sobre un hombre, sobre su vida ya transcurrida y su presente,
sobre las costumbres familiares y los amigos e, inclusive, sobre los escritos o
relatos que él ha tenido la desfachatada desvergüenza de escribir, no se
sabe, en verdad, con cuanto provecho, magia o buen rendimiento.
Nadie más y mejor que usted, dear Mr. Mondine, posee los requisitos
para llevar a término el encargo que tendremos la gentileza de confiarle.
Usted tiene de hecho, y como es de público conocimiento, familiaridad con
la literatura, los escritores y sus caprichos, habiendo trabajado, y por
muchos años, como vendedor en la librería F. H. Schimpff en Plaza de la
Bolsa, en la ciudad de Trieste.
Este trabajo y su experiencia laboral como empleado de librería
fueron anotados, redactados de su puño y letra con gracioso escrúpulo y un
toque de vanagloria, en la ficha biográfica que ha debido compilar cuando
presentó el pedido y la solicitud para poder obtener, por méritos y
experiencia y por nuestra benévola complacencia, el título y el derecho de
9
ser corresponsal operativo, en determinadas regiones y países, de nuestra
Agencia de Investigaciones.
Usted deberá entonces, una vez que haya aceptado cuanto le hemos
de ilustrar (¿podría acaso poner en discusión semejante invitación
operativa de nuestra parte, ahora que ha estrechado con nosotros, de la
Henderson & Craston, un compromiso exclusivo y vinculante?), observar,
vigilar y presentarse con bajo perfil. La recompensa podrá ser exigida
inmediatamente después de la misión cumplida, pero tendrá obligación de
mantenerse, en su actividad investigadora, dentro de una prudente
moderación si tiene deseo de cobrar su estipendio, tanto más porque tendrá
que tener muy presente, en el curso de toda la investigación, de no
provocar jamás escándalos o hacerse notar o mostrarse como presencia
molesta y fastidiosa.
Quien ha hecho el pedido para que se dé curso a tal trabajo de
investigación es un cliente que hemos conseguido recientemente y que
responde al nombre de Mr. Grant Richards. Mr. Richards es una persona a
la que se le debe grande consideración y deferencia ya que es de sana y
ejemplar reputación y crédito. Es una persona cuanto más solvente, como
10
es razonable y obvio que lo sea todo individuo que tenga la honestidad y
deferencia de ofrecernos un conspicuo anticipo de gastos y honorarios,
honrando, como mejor no sería posible, nuestros requisitos y tarifas.
Para tal mandato, si es que llega a tener algún escrúpulo de
aceptarlo, aunque estamos seguros de que no querrá obrar en modo
diverso, su estipendio será, como es costumbre consolidada y justo contrato
en cifras, y ya van dos años, de 1 chelín y 2 pence6 al día, sin tener en cuenta
los gastos de viaje, comida y alojamiento, que serán contabilizados aparte y
saldados con la presentación de una o más boletas que lo justifiquen.
Mr. Grant Richards es un estimado editor y tendría en proyecto y
propósito publicar, con el nombre de su Editorial que es prestigiosa y sólida,
a pesar de haber sufrido el año pasado un pequeño revés financiero con
declaración de quiebra por la suma de 53.100 esterlinas, una serie de
relatos (por el momento 14, pero podrían llegar a ser eventualmente 15),
escritos por un irlandés de nombre James Joyce, domiciliado actualmente
en Trieste, antes en Pola, pero que tiene idea de trasladarse en el próximo
mes de julio a Roma, en donde ocuparía un empleo en la sede de una
sucursal bancaria.
6
En inglés en el original. Pence plural de penny, peñique (N. del T.).
11
Mr. Richards desea un informe detallado sobre este tal James Joyce,
sobre sus costumbres y frecuentaciones, inclusive por la duración de
semanas y meses, hasta tanto usted no tenga en mano elementos ciertos
que puedan ofrecer un juicio indiscutible y al mismo tiempo inteligente
sobre este escritor de Irlanda, que, debido a su vicio de excederse a veces
con el alcohol y cambiar con frecuencia y delirio de ciudad y hábitos, parece
mantenerse apartado de toda realidad y existencia.
Por el momento, “vox populi” es claro, Mr. Richards nos informa de
haber sabido, por vías demasiado divergentes y para nada dignas de fe, que
Mr. Joyce es un hombre iracundo, desprejuiciado, infiel y dado a pregonar
irreverencias e injurias en relación a hombres, países (Irlanda sobre todo) y
hechos. Parece además que Mr. Joyce es, nos lo refiere con una punta de
envidiosa presunción Mr. Grant Richards, poco accesible a aceptar
compromisos, a escribir actos y gestos que requieran escrituras académicas,
a invalidar firmas de dudosa moralidad, ya que trata, en sus relatos,
historias demasiado escabrosas e ilícitas, tal vez incivilizadas y primitivas,
ciertamente desagradables y merecedoras de desaprobación.
12
El buen nombre y el crédito ético es, en el ámbito editorial y
comercial, virtud sacrosanta y templanza discreta. Mr. Grant Richards
quisiera, con buen sentido y sabiduría prudente, esquivar menosprecios y
litigios por cuestiones de tratamientos inmorales, si bien le reconoce a este
tal Mr. Joyce un cierto talento, una saludable voluntad de reconquistar una
escritura provocadora, un espíritu agudo para narrar situaciones y
emociones.
Usted tendrá entonces, dear Mr. Mondine, por cuenta nuestra, para
conveniencia y ganancia de todos nosotros, que proteger nuestros intereses
vigilando de cerca a Mr. Joyce, y ofrecernos de él cada gesto y humor que lo
ataña así como cada actividad que lo haga corresponsable de actos viles o
como atributo de vida o paso o encuentro o asunto que él emprendiera
incautamente o practicara desconsideradamente o dejara arruinarse
impunemente o prosperar desproporcionadamente. Deberá, en fin, dear
Mr. Modine, seguirlo y vigilarlo con talento, como observador experto y
sabueso consumado, y exponernos, de inmediato y con informe oficial,
impresiones y juicios sobre él, sobre la vida que lleva y su obrar.
13
Le adjunto para lectura, copiados para el envío a tal propósito por mi
secretaria para que pueda gozar cuanto menos de los placeres del saber, los
relatos de este irlandés, escritor incorregible por sus arrogancias y
desprecios, de acuerdo a cuanto insiste Mr. Grant Richards al cerrar su carta
de encargo.
Tenga tolerancia y buen gusto de su parte para someterse a una
lectura atenta, para sacar de estas breves narraciones indicaciones
peculiares y útiles que ofrezcan interesantes luces sobre el autor, si es
verdad, como se afirma comúnmente y sin rémoras o pensamientos
adecuados, que los escritos reflejan animosidades y tendencias, humores y
malhumores, voluntad y principios, ética e inmoralidad, originalidad y
banalidades del ánimo y del cuerpo del autor mismo.
Encontrará a nuestro hombre domiciliado, como ya se le ha indicado,
en la ciudad de Trieste, y específicamente en el número 1 de vía Giovanni
Boccaccio, en donde desempeña, no sabemos con qué virtudes y méritos, la
profesión de docente de lengua inglesa en la Berlitz School por 45 coronas
al mes.
14
Tenga premura de su parte. Acérquesele y sígalo en sus
peregrinaciones, en los descontentos del espíritu, en los resoplidos de
intranquilidad, pero también en sus ignominiosas argucias literarias, y
hasta en sus arrogancias irreverentes y su irritabilidad biliar.
Es un hombre difícil y heterodoxo este Mr. Joyce. Se lo digo como
advertencia y para estimular su interés de bibliófilo y de lector asiduo de
modernidad amanuense, o incluso también de licencias y obscenidades tan
practicadas en la escritura de hoy.
Ofrézcanos, oportunamente y con oficio, la valentía de su trabajo y de
su intuición. Nada más.
Faithfyully yours
Angus Craston
15
Capítulo 2,
cómo James Joyce, escritor irlandés, deja Trieste por Roma, en donde
trabajará como empleado de la NastKolb & Schumacher Bank. Se decide
entonces a viajar de Fiume a Italia.
Ciertamente un lunes, ciertamente una nave del Lloyd austríaco, ésa
que se alejaba de la costa en la penumbra del anochecer de un julio caluroso,
che abandonaba la ciudad, que dejaba Fiume, que fuera urbs Tarsatica, por
Ancona, abandonaba ese barrio que se espejaba en el golfo de Quarnaro,
para atravesar el Adriático y dirigirse a las costas italianas. Una nave
entonces, que había comenzado a surcar aguas ahora que la noche oscurecía
el cielo y los hombres eran medio grises como las cosas buenas y malas. Un
parapeto también y, más allá, la espumosa resaca de las olas contra los
16
flancos. Rumor sordo, continuo, indiscreto. Y medio gris era también el
ánimo perdido, igual que las sombras de ese mismo ánimo extraviado en la
oscuridad y en la tristeza, y envuelto en el sudor de aquella noche cálida de
verano, noche de julio.
Mr. Joyce, en la cubierta, plagió el silencio, jugó con la memoria, con la
soledad, con la melancolía, con la temeridad de las preocupaciones. A su lado
Nora Barnacle, la mujer con la que no se había casado, que era de Galway,
del condado del oeste que se asomaba al mar desde sus costas escarpadas y
áridas para estrellarse en aguas espumosas; ella que era hija de una tierra
que tenía una manera arrastrada de hablar como de cantinela, y había vivido
con su abuela en Whitehall, en la zona del puerto de Galway, que había sido
portera en el Convento de la Presentación de Galway, y hasta camarera en el
Finn’s Hotel de Dublín, y que no podía entender cómo era posible que una
palabra o un concepto se pudieran transformar en argumento o disertación
de diversos modos, motivo por el que abrigaba un gran temor por todos los
escritores, hábiles malabaristas de palabras; ella, que era de inteligencia
inculta pero astuta, que era incapaz de retraerse de lo insulso de las
dificultades más insulsas, que no entendía nada de arte y de literatura, que
tenía un aire de inocencia soberbia y que tenía también solicitud y argucia
17
para replicarle al que no tenía ni solicitud ni argucia; ella, que no entendía
cómo era posible gastar tanto papel y tinta sólo para pasar a limpio, en
orden, páginas ya escritas pero con tachaduras de correcciones y notas; y que
había aprendido a soportar las irracionalidades e irresponsabilidades de Mr.
Joyce; y que, bueno, tenía ese apellido cómico y ridículo, Barnacle7; que era,
de tanto en tanto, de una banalidad insólita y desconsoladora, que se
expresaba a menudo con palabras groseras y vulgares; que ostentaba una
cabellera de rojo cobrizo; que tenía un andar provocativo y seductor; que
exhibía una personalidad muy atrayente y deseable; que se llamaba Nora,
Nora Barnacle y que llegaba del oeste, del condado de Galway.
Junto a Mr. Joyce, en la cubierta de un barco que surcaba el mar
Adriático para llegar a Ancona, estaba también el pequeño Giorgio de apenas
un año, el hijo “desbautizado” y ya excomulgado, en cuyo nacimiento, como
bastardo, pero con óptima salud y tanta vivacidad para hacer partícipe a su
padre de lo eterno y lo divino, Mr. James Joyce, el padre entonces, había
comenzado a tener miedo de la muerte. Justo el pequeño que era un lindo
varoncito, que parecía tener ya la voz de tenor del padre James y del abuelo
John, que habría visto a su padre James sumergirse en continuos excesos
7
Barnacle en inglés de jerga significa también “pegabotones”.
18
alcohólicos como también pelearse con la pluma y ponerse a componer
palabras y frecuentar la trama de algún cuento obsceno sobre Dublín o sobre
toda Irlanda.
Mr. Joyce se olvidó, en aquel 30 de julio de 1906, de la excitación de
los acontecimientos. Se aquietó en los pensamientos, en los placeres
mentales, en el erotismo de fonemas apenas pronunciados, silabeados y en
voces escuchadas, para mirarse dentro y volver a los relatos contados por sus
padres.
Por momentos, eran llamados apenas percibidos, ya que el murmullo
era constante compañero fiel del camino y la imaginación. O también
antiguas nenias en dialecto juliano o en gaélico. Incluso memorias de gestas y
sucesos de la isla esmeralda, la isla de los locos y los sabios, la de los
irlandeses.
Mr. Joyce se conmovió ahora que andaba peregrinando y perdiéndose,
entre los carbones ardientes de los recuerdos y de la poesía de los recuerdos,
a lo largo de los caminos de la aventura con su andar de cristiano, muy
parecido a una mezcla densa de elementos enmarañados y dispares, que
hubieran debido rechazarse de acuerdo a un instinto cualquiera de
19
racionalidad o de pensamiento saludable, pero que, por el contrario, se
mantenían juntos por un sórdido milagro y una espuria complejidad de
acuerdos que lograban la densidad del grumo en aquel individuo flaco y
doblado como un bastón, cariñoso e irritable como un resoplido del bora8,
vulgar y ascético como un sacrílego y devoto predicador.
Eran tantos los recuerdos que la memoria preservaba, incluso con algo
de fatiga y mucha tristeza. Tantos los recuerdos que comenzaban a danzar en
la mente, a componerse y descomponerse en semblantes reencontrados, en
antiguas figuras, en alegrías y en dolores, dóciles para celebrar nostalgias
recuperadas y compensar debilidades y angustias existenciales que, por
momentos y con una pizca de insensata locura, eran esenciales para
sobrellevar, lo mejor posible, una vida desordenada y conquistarse los
propios pasos entre esperanzas cultivadas y mágicas expectativas.
Ante todo las ciudades, en donde había vivido amores y odios, entre
connacionales fastidiosos y extranjeros molestos. Ciudades que se espejaban
en mares esplendentes o que se erigían en la roca entre antiguas murallas.
Las ciudades ante todo entonces. Una a una con su propia magia cautivante y
los semblantes encantados que parecían construir, aunque a fuerza de cada
8
El bora es un viento del mar Adriático. (N. del T.)
20
llanto silenciosamente confuso, o malgastando amarguras para aferrar los
recuerdos que afloraban en las vísceras, órdenes de represión tan
melancólicas y destructivas. Presente y pasado, eso es, y las ciudades ante
todo. Dublín, París, Pola, Trieste y Fiume, en un itinerario íntimo y profundo
de pasado y presente, que sepa extenderse en el fango de los olvidos y
reencontrar una propia identidad, tratando de olvidar esa peculiaridad suya
de fugitivo poco católico y muy irlandés.
Fiume ahora, apenas a unas millas marinas. A sus espaldas, una ruta ya
recorrida, más allá de un parapeto que se asomaba al mar oscuro y
refulgente de resplandores siderales. La ciudad ya estaba lejos, perdida en un
horizonte marcado por las sombras de las horas nocturnas. La ciudad había
hechizado a Mr. Joyce, es cierto. Fiume lo había turbado placenteramente, en
un acercamiento apenas esbozado y epidérmico, con el recuerdo de una
tierra fluminis S. Viti9, del antiguo puerto en el canal de Fiumara, y mucho
antes de que el nuevo puerto hiciese gala de sí con sus grandes almacenes,
con el Palacio de Gobierno, la manufactura tabacalera, la fábrica de torpedos
Whitehead y la papelera Smith & Maypie.
9
Tierra “del río de San Vito”, en latín en el original. (N. del T.)
21
Aquella ciudad había impresionado profundamente a Mr Joyce, sin
lugar a dudas. Una ciudad que honraba, con devotísimo culto, a San Vito el
taumaturgo10, ya que, desde siempre y santamente, la figura de este santo
era arropada y cubierta por leyendas épicas, entre testimonios inciertos y
mitos ciertos.
Solía Vito, según se había enterado Mr. Joyce más que seguro de
alguna charla en la que se fabulaban crónicas sobrenaturales, desde pequeño
escuchar a todos los venerables y santos hombres de la venerable y santa
iglesia romana y, puesto que había sido criado cristianamente por sus padres
que eran cristianísimos, solía, entonces, Vito realizar curaciones milagrosas,
sobre todo los ataques de nerviosismo y obsesión que eran una enorme
desgracia y que él alejaba con la natural y simple imposición de las manos. Y
era también San Vito el taumaturgo rápido y solícito en sanar al que sufría de
incontinencia perniciosa, de rabia canina, de picaduras venenosas de reptiles,
y hasta del letargo insulso o de una locura extraña e imprudente.
Mr. Joyce tuvo en consideración a ese taumaturgo que sanaba y
curaba, con pertinacia y solicitud, la caducidad de la salud, en particular, la
San Vito (Mazara, 291 ca. – Roma, 303) fue martirizado en época de Diocleciano por no renegar de su
propia fe y a pesar de que había curado a la hija obsesa del mismo Diocleciano.
10
22
debilidad de los nervios y del espíritu. ¿Y la borrachera? se preguntó Mr.
Joyce mirándose a sí mismo. No confiaba en la capacidad y competencia ni
siquiera de San Vito el taumaturgo, ya que esa enfermedad era un vicio de
todo el espíritu y una disposición para ser perdidamente licencioso y estar
licenciosamente perdido.
Tuvo, sin embargo, Mr. Joyce, una grande e indiscreta atención por ese
santo, incluso veneración y sumo respeto. De igual modo por Fiume, la
ciudad del Quarnaro, que había tenido en estima honrar tanto a ese hombre
venerable y proclamarlo su santo patrono. Fiume recibió, desde entonces y
para siempre, protección y asistencia, e inclusive la confirmación a todos los
hombre que la visitaban y le rendían el respetuoso y debido homenaje, que
les sería dada protección benévola y permanente en el tiempo.
Fiume le había aparecido mágica a Mr. Joyce, ya que estaba coronada
espléndidamente por la Zità Vecia11, con callejuelas tortuosas que escondían
antiguas virtudes, como la pasada voluntad de unirse al Patriarcado de
Aquileia primero, y después que su metropolita se había puesto a negociar –
era el año del Señor 554 – para condividir actos y contenidos de los Tria
Kefalaia o Tres Capítulos: ensayos de los escritores eclesiásticos, heréticos e
11
“Ciudad vieja”, nombre con que se llama a la parte más antigua de la ciudad (N. del T.).
23
impíos, Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto de Ciro, acompañados por una
carta firmada por el teólogo Iba de Edesa. Pocas las disputas en cuestión,
pero sustanciales los contrastes teóricos ya que, con los Tres Capítulos, se
había comenzado a negar, con desconsideración inconsulta e impiedad
gravosa, la legitimidad del atributo deipara, o “madre de Dios”, a la Virgen
María y a sostener, con determinación absoluta y argumentos vigorosos, la
atribución a Cristo de dos naturalezas distintas.
La Zità Vecia se había sometido entonces a la voluntad del Patriarcado
ya que éste, a su vez, se había sometido a la voluntad de Nestorio, patriarca
de Constantinopla y maestro de Teodoro, de Deodorato y de Iba, hasta que el
emperador Justiniano no sancionó solemnemente que fuese dictaminada
una excomunión conciliar y que el patriarcado de Aquileia fuese añadido
como provincia a desatender, en el caso de estar corrompida por la herejía.
La Zità Vecia se aquietó en el silencio, olvidando por cien años o más a
San Vito el taumaturgo que era su patrono y que, invocado en las
negligencias del bienestar y el vigor, había tenido la prerrogativa y el poder
de redimir y recompensar con salud y fe a quien lo hubiese invocado.
24
Se aquietó la Zità Vecia, acuartelada en sus callejuelas y murallas,
esperando que San Vito hiciese el milagro de reconquistarla a una santidad
benévola y entre los brazos confortables de la Santa Romana Iglesia.
Se aquietó la Zità Vecia, ahora que Aquileia, vuelta al seno, había sido
coronada como principado eclesiástico, obteniendo en concesión y dote la
jurisdicción de Italia peninsular a toda Istria.
Fiume conquistó desde ese entonces otras libertades, y también la
conciencia de ser una ciudad oprimida por el mar, por reverberaciones
salobres, por sonidos de olas en la rompiente.
En ese amasijo de memorias impropias y eructos de historias infieles,
concebidas por las memorias de otras memorias impropias, Mr. Joyce se
había dejado seducir también, bien que lo recordaba, por las tres horas
transcurridas a merced de un tren que se movía a tos y bufidos, y que había
atravesado Istria de oeste a este, de Trieste a Fiume, en medio de sugestivas
paradas, alturas calcáreas, precipicios heridos por luces y sombras, en tierras
de marca ausbúrgica pero de idioma itálico en la modulación, aunque eran
tres lenguas que se entrelazaban en aquella ciudad marinera. Por eso Mr.
Joyce había escuchado fonemas en todas las esquinas: casi una sinfonía de
25
sonidos que calentaban el aire y que exploraban ecos y retumbos en una
consonancia que parecía armonizar y dar a luz una lengua imaginaria,
seductora, como de fábula.
Cadencias diversas, en verdad, muy distintas en la danza de los
sonidos, ya que el alemán se había empeñado en gravar todo sobre el
matrimonio espurio de consonantes oclusivas con aspiradas, y a su vez el
italiano se enorgullecía al articular distintamente siete vocales tónicas y cinco
átonas, y por su parte el serbio, o ciavo istriano, imponía en algunas
consonantes y vocales la marca solemne del antiguo eslavo de eclesiástica
memoria.
Los ojos de Mr. Joyce, que habían recogido y asumido semejantes
sonidos, habían también percibido, y casi juntado, granito a granito,
imágenes apenas entrevistas: aspectos sugestivos y vívidos desde el primer
instante en que Mr. Joyce había abandonado Trieste y la estación de
Sant’Andrea, observando ensenadas, muelles y un viejo puerto, para rozar
después, en el decaimiento de un imprevisto desvanecimiento, un terraplén
calcáreo de agudas crestas en punta, encastrado en una naturaleza dura y
26
lánguida, esquelética y moldeada por esculturas naturales, sensuales y
ascéticas al mismo tiempo.
La vía férrea había entonces tronchado los imponentes relieves en
piedra por allí, pasando el conglomerado de Basovizza, entre precipicios
abismales, grutas calcáreas y pozos naturales.
La meseta aparecía majestuosa, incontaminada, esplendente, hasta
San Pedro por donde el tren había doblado en un recodo hacia la derecha,
apuntando al sur para dejar el cruce ferroviario que, al norte, conducía a
Postumia.
Apareció, entonces, el valle del Tivano entre álamos, olmos y sauces,
en una mancha de verde intenso que turbaba con su silenciosa quietud, que
tranquilizaba las tensiones del ánimo, que dejaba germinar sensaciones
adormecidas por un calor estivo y por una naturaleza prepotente y
cautivante, hasta hacer doler cruelmente los ojos, justo cuando se
comenzaba a recorrer los campos en un lento movimiento circular o al
levantar al cielo los ojos aterrados por la confusión.
Villa del Nevoso era el centinela atento del Monte que, a la izquierda,
se levantaba a más de 1700 metros. Un extremo baluarte para los Alpes de la
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Venecia Giulia y para los macizos de la Liburnia. Era la montaña de los
adioses, y también la montaña que presenciaba el banquete de colores
rutilantes, de aires salados, de declives festoneados de olores marinos, de
una naturaleza benigna, cargada de efluvios, de dulcísimos vientos, de una
Maga Morgana lanzada a la ilusión.
Vientos, entonces, que danzaban sobre el mar en rueda fulgurante, e
incluso excitante, si es que no se tuviera temor del mar que podía ahogar los
cuerpos, dar muerte por el agua. Los artificios y encantamientos no tenían
tregua entre cuencas y cavernas peinadas de vegetación, y que colaban la
linfa de aguas filtradas dulcemente en la disolución de antiguas rocas. Y
además, de encantamiento eran los declives fulgurantes de un julio cargado
de humores sensuales, de violencias extenuantes, de secas simientes de
fertilidad.
Desde lejos Abbazia, antes de doblar a la izquierda a lo largo del litoral,
por el dulce perfume de un mar cálido, acogedor. Abbazia se dejaba entrever
en el descenso seductor de un terreno salpicado de olivos y palmeras,
perfumado por las acacias y las magnolias.
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Abbazia estaba en somnolencia, durmiente, sinuosamente recostada
en la playa para que el mar Adriático la pudiera cortejar, acariciarla también,
y envolverla después en oleadas tibias, en la nitidez de un clima que se
ofrecía preciado, envidiado, único.
Y entonces, el encanto deslumbrante de aguas límpidas y azules de un
mar cálido, distendido, mientras arriba, adosado a la pendiente, únicamente
encinas y viñedos hasta las puertas de la antigua ciudad de los liburnos,
cuando una estirpe de illirios fijó su demora en esa bahía templada, hecha a
las corrientes tibias y a las mareas, protegida por un archipiélago, contenida
entre costas escarpadas, seguras, hospitalarias. Y así, en la desembocadura
de un río primitivo, el Eneo, que lamía costas sin orilla y una estrecha llanura,
y que se transformaba después en Fiumara, nació un inmensus sinus12, entre
brisas acogedoras y una flora mediterránea, en las sinuosidades naturales.
Fiume había sido un baluarte contra la barbarie de otros pueblos, a fin
de que la contención romana pudiera definir una civilización, mantenerse en
guardia ante el oriente. Los siglos y la sabiduría de los nativos habían
atemperado las rivalidades, y eslavos, itálicos, rumanos, alemanes y húngaros
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En latín en el original, inmenso seno o bahía, la cuenca de Fiume, de la que se habla, habitada
originariamente por los liburnos, la región ilírica entre Istria y la Dalmacia. Por otro lado los toponímicos
Fiume y Fiumara, tienen que ver con los accidentes geográficos correspondientes, río y torrente. (N. del T.)
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descubrieron que pertenecían a una nueva etnia que la tierra fluminis Vitiis
había orgullosamente fusionado, divulgando mentiras y promesas para que
de todos fuera el Tale of distant nations.
Mr. Joyce se reconoció ciudadano de ese mundo, escuchando aquellas
voces que decían: “somos ciudadanos del mundo”. El aire estaba impregnado
de su presencia y lo consideraban su pariente. Lo protegían porque era un
prófugo sin refugio. Participaban inclusive en su vida de fugitivo porque era
un exiliado de su tierra natal y de la locura indiscreta de los irlandeses
indiscretos.
Mr. Joyce se reconoció, sin embargo, en antiguas trazas, en signos
marcados por el tiempo, para que lo que antes había sido, fuera ahora
estandarte incontaminado de cultura universal y unívoca, para saber leer de
esta manera la historia en el aspecto de los rostros, en la dulzura de un
idioma, en la nitidez de las figuras que le atravesaban la vida.
Fiume desaparecía en el horizonte, en la noche de un julio caluroso,
dejando tras de sí una estela de recuerdos fúlgidos, almacenados en la
memoria de quien la había conquistado y se había dejado conquistar, incluso
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por ese aire de ciudad limpia, moderna, progresista y, en su medida, mejor
que Trieste.
Mr. Joyce, exiliado dublinés, se había sentido languidecer tiernamente
por su abrazo, ya que había comenzado a olvidar tristezas y amarguras, la
fuga de la Irlanda irlandesa, de Dublín, la ciudad habitaba por miles de
gnomos perversos: de Alfred Bergan, que le contaba a todo el mundo que
una noche había tenido que cargar en un tranvía a Mr. John Joyce de Dublín,
el padre de James, destruido por la borrachera, para que algún alma piadosa
lo acompañara hasta su casa sin despertarlo de su inconciencia alcohólica; de
los chiquillos de St. Peter Terrace quienes, viendo a Mr. James Joyce andar a
los tumbos por la calle con su paso incierto y llevando un sombrero de alas
anchas comprado en París, se burlaban de él gritándole: “Eh, miren a ese cura
mamado”; de William Fallon, compañero de estudios de James que le
preguntaba con petulancia si su familia no cambiaba de casa continuamente
para escapar de sus deudas crónicas; de Reuben J. Dood que, por una migaja
de pan, había comprado las propiedades de la familia Joyce en Cork, terrenos
y establecimientos de Anglesea Street. Toda buena gente maravillosa de
casa, es cierto. Auténticos dublineses de Dublín, pensó ciertamente Mr.
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James Joyce en aquella noche de julio, a bordo de una nave de los Lloyd
austríacos que atravesaba el Adriático, que iba de Fiume a Ancona.
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