El hombre de sangre coagulada

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El hombre de sangre coagulada
Pedro de Heredia
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-1
La tarde se filtra a través de los amplios ventanales. El verano se acerca y el calor
comienza a abrirse paso en Madrid. La cafetería VIPS, enclavada en pleno barrio de
Salamanca en la calle Ortega y Gasset, que para la burguesía madrileña sigue siendo la
calle Lista, es un clásico construido sobre toneladas de tortitas, sobre infinitas
meriendas que se suceden sin descanso. La cafetería desde tiempos inmemoriales es un
centro de reunión de la adolescencia privilegiada, un reducto, un templo de tiernas
vírgenes vestales hambrientas de hormonas motorizadas que se desparraman por los
soportales vecinos.
Arancha y Edurne están demasiado ocupadas poniéndose al día de las últimas noticias
como para hacerme caso. Otro divorcio. El corporativismo femenino arde en la mesa
indignado por una sentencia que considera insuficiente porque no incluye el destierro.
Asiento distraído mientras observo las inexpertas maniobras de acercamiento de los
jóvenes machos en celo. Arancha y Edurne son dos Neguris amigas de la infancia,
cuarentonas de tormentoso pero rentable divorcio, dos rubias teñidas de intensa vida
social pero de vida sexual inexistente sin secretos para Claudia ni, por tanto, para mí.
Yo no soy Rodrigo Arizcun y esta es mi cuarta y última cita con Arancha. Soy la baza
ganadora en un juego sin reglas. Arancha está en su ambiente, disfrutando de su tarde de
merienda como tantas otras de su lejana adolescencia de uniforme rebelde, falda
remangada, calcetines caídos y polo demasiado pequeño. De eso hace unos cuantos
lustros. En el último mes he atravesado un purgatorio: comida multitudinaria en un
asador mediocre, una mañana de bicicleta y patines con su hijo en El Retiro y una cena
en casa de un financiero aburrido.
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La merienda está sembrada de anécdotas del pasado mil veces compartidas. Me asaltan
extraños pensamientos, datos que se han asentado en mi memoria sin avisar: Una mujer
nacida en Sudáfrica tiene más probabilidades de ser violada que de aprender a escribir.
Dos millones de alemanas fueron violadas por soldados rusos en su avance a Berlín.
Violaciones masivas en el Congo. Mujeres violadas y asesinadas en Ciudad Juárez. Este
mundo es hostil para las mujeres.
Arancha inunda las tortitas de sirope de chocolate aunque sus brazos gruesos de
campesina polaca supliquen mesura. Sonrío por dentro recordando las fotos que tiene
colgadas en la red, todas de hace tiempo y como de costumbre burdamente retocadas.
No ha envejecido bien, la mujer vulgar de ayer es hoy una matrona ajada sin ningún
atractivo. Luce un generoso escote palabra de honor adornado por un rancio collar de
perlas, un escote que exhibe sin pudor unas ubres fofas que a duras penas mantiene
apuntaladas un sujetador con armazón. Ese escote está íntegramente dedicado a mí y me
fuerzo para que me descubra admirándolo con estudiadas miradas de soslayo. Hoy es
nuestro día: me tiene preparada una cena sorpresa en su casa, una velada íntima con un
final muy predecible. Hace tiempo que Claudia me fastidia las sorpresas. Arancha está
muy sola, muy ilusionada y su vida da lástima.
Me levanto excusándome y pago la cuenta discretamente en la caja y ya en el cuarto de
baño engullo una pastilla de Tranxilium 15. Me tiemblan las manos, necesito una copa,
un par de copas. Cuando regreso a la mesa me recibe con una pobre excusa esperada
que me obliga a conducirla en su coche a su casa. En el coche música de los 80. “Faith”
dispara sus inevitables comentarios despreciativos sobre la homosexualidad de George
Michael, su ángel caído. Su videoclip de la generación insuperable de top models es
inmortal pero si hablamos de videoclips yo me quedo con el de Robert Palmer.
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La Moraleja, ubicada en el Norte de Madrid fue la zona residencial de los nuevos ricos
madrileños. Hoy es la urbanización de los ricos sin más. Arancha no podía vivir en otro
sitio. Su casa está edificada en la parte antigua, cerca de la Iglesia, donde sé que asiste a
misa cada domingo aunque nunca me lo haya confesado.
La puerta de acceso a la finca se abre tan pronto nos detenemos delante. Entramos y
estaciono el pequeño SMART en el garaje junto a otro monstruo desmesurado más, un
Porsche todo terreno, una incongruencia que arrasa entre la alta burguesía y los
constructores arribistas. Un aburrido vigilante de una empresa de seguridad
convenientemente armado y uniformado se asoma desde la garita, que está a mi
izquierda, para saludar a la patrona con desgana.
La piscina está delante de la entrada principal rodeada de un césped cortado al ras digno
de un green de Augusta, de una variedad tan fina que sin duda no es autóctona. Al
fondo, descendiendo entre unas encinas, sé que está la pista de pádel, una pista
abandonada desde que Arancha echó de casa a su entonces marido “el psicópata
yanqui”, como le gusta llamarle. El plano de Google Earth que Jerónimo, citando a Sun
Tzu, insistió en estudiar es exacto. Qué sorpresa. Jerónimo ya no sabe qué inventar para
justificar llevarse la parte del león.
La puerta ya está abierta, cruzo el recibidor y me siento en un sofá de cuatro plazas; son
demasiadas plazas para un sofá salvo en este salón sobredimensionado. Arancha se
disculpa con otra excusa pueril y sale de la habitación, supongo que con destino a la
cocina para rematar los últimos detalles de la cena de esta noche que para mí sigue
siendo una sorpresa. La Coca-cola light me la sirve una sudamericana con desgana en
un salón de decoración tradicional sin gusto. Me muero por un cigarrillo pero esta
histérica rolliza es de la liga talibán antitabaco, capaz de lapidarme si enciendo un
cigarrillo aquí, aunque como Arizcun no fuma tampoco llevo tabaco encima. Si no
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recuerdo mal también Arizcun es un integrista antitabaco. Según Claudia este detalle era
imperativo.
Mastico la coca-cola intentando sobreponerme al síndrome de abstinencia. Mientras,
como un esquiador antes de un descenso visualizo el futuro cercano y ensayo mi mejor
cara de sorpresa. Arancha tarda demasiado, se recrea en su cena que parece importarle
más que el sexo, que espera llegue después. Y llegará. Cuando por fin regresa me
encuentra dormitando bajo los efectos del Tranxilium, pero no se inmuta.
-
Rodrigo, tengo una sorpresa: he cancelado la reserva de esta noche en el
restaurante y te he preparado una cena especial, mi plato estrella, merluza con
cocochas. Espero que no te importe el cambio de planes. Pero claro si prefieres
ir al restaurante todavía podemos…
-
Bueno, no sé, tampoco te tenías que molestar. Yo encantado pero bueno, en
fin… muchas gracias. Te lo agradezco de verdad. Qué sorpresa…Pero bien, me
apetece mucho el plan, me parece una gran idea. Gracias.
No hace tanto leí en algún sitio que a las mujeres no era el sexo lo que más les satisfacía
sino alimentar a los suyos, algo atávico. Arancha vuelve a la cocina, encuentro el cuarto
de baño de invitados y llamo a Edurne. Dejarse llevar, el secreto está en dejarse llevar.
Una llamada más. La última llamada.
-
Edurne, como estás, soy Rodrigo… Arizcun.
-
Rodrigo, qué sorpresa. Dime
-
No sé como decírtelo. Bueno. El caso es que Arancha me acaba de invitar a
cenar esta noche a su casa. Una sorpresa, la primera vez que estamos solos.
Verás es que… bueno, el niño… Bueno, ya es mayor pero bueno, no sé. A mi
Arancha la verdad es que me gusta pero claro el niño, no sé si me entiendes…
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-
No te preocupes, puede venir a casa. Que le recoja Eduardo mañana para ir al
colegio y ya está.
-
Mil gracias. ¿Por qué no llamas tú a Arancha como si hubiera sido idea tuya?
Me da mucha vergüenza todo esto, estoy un poco nervioso...
-
Qué tonto eres, Arancha está igual, parecéis adolescentes. Ahora mismo le llamo
y lo arreglo todo
A los tres minutos una Arancha ilusionada me informa
-
Edurne es un sol, se ha ofrecido a que el niño duerma en su casa. Es una
monada. Ya tengo la cena casi lista, falta el postre.
-
Ah, sí. Qué bien. Bueno, no sé. Genial ¿no te parece? bueno, como veas. Si no te
importa a mí me gustaría ir a casa y darme una ducha. En fin, no sé…si me dejas
un coche. O mejor llamo un taxi. Sí, un taxi mejor. Y bueno, si quieres dejo de
camino a Gorka en casa de Edurne. No me cuesta nada. Como veas. No sé.
-
No te preocupes, que os lleve Eduardo que para eso está
-
De verdad que no me cuesta y bueno, no sé, como quieras. Mira, a mí me da un
poco de vergüenza que me lleve un chófer a casa…bueno, creo que mucha. Pero
bueno, vale, que Eduardo lleve a Gorka y si no te importa yo prefiero conducir o
ir en un taxi.
-
No seas tonto, no te vas a ir en taxi. Si no te importa llevar a Gorka le digo a
Eduardo que se vaya a casa, lleva dos fines de semana seguidos trabajando.
Llévate el coche grande, ya tiene la silla de Gorka. Las llaves están en la entrada.
Le están preparando la ropa del colegio, baja enseguida.
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Habla y habla durante tres minutos de uniformes de colegio, zapatillas de gimnasia y
kimonos de judo. He desconectado hace un rato.
-
Bueno, estupendo, salgo ya y en media hora estoy aquí.
Sube las escaleras, espero un par de minutos, me coloco el auricular y llamo por
teléfono
-
¿Edurne?
-
Hombre Aitor, dime
-
Mira que… bueno, que al final no va el niño. Resulta que Gorka tiene fiebre.
Treinta y ocho, tampoco tanta pero en fin. Arancha está ahora acostándole.
-
Qué mala suerte, los niños se ponen siempre enfermos en el momento más
inoportuno, es así.
Siguen un par de minutos de enfermedades de niños y remedios caseros
-
Gracias de todas formas.
-
No te preocupes. Qué mala suerte justo esta noche. A ver si tenéis suerte se
duerme y cenáis tranquilos
-
Seguro que sí
-
Rodrigo…cuídala bien, está muy ilusionada
-
Bueno, en fin…yo estoy…en fin, muy contento pero no sé, veremos que tal
-
Vale, vale. Tranquilo que solo es una cena
-
Sí, gracias. Buenas noches
-
Buenas noches.
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Pulso una tecla abreviada y me contesta Claudia,
-
¿Ok?
-
Ok. Corta el canal.
-
Tranquilo, en un minuto Edurne estará hablando con el nuevo asistente de su
abogado de su enésimo juicio por la custodia de los niños. Tienes como mucho
media hora de cobertura, luego ya es cosa tuya. No te quejarás, va todo rodado.
-
Recuerda al Sr. Lobo en Pulp Fiction, …
-
Ya, ya, siempre con la misma cantinela. Tranquilo, está todo controlado.
-
OK.
Cuatro minutos más tarde estoy sentado al volante del todoterreno, el motor suena como
un avión mientras conduzco a demasiada velocidad con un silencio de pasajero que me
apresuro a romper:
-
Bueno Gorka, ¿qué tal va todo?
-
Por aquí no se va a casa de Edurne.
-
Es un camino un poco más largo, tengo una sorpresa preparada para ti.
Conduzco en silencio y ahora es Gorka el que se decide a preguntar
-
¿eres el novio de mi madre?
-
Todavía no.
-
Cuando se lo pregunté a mamá me castigó.
-
Típico. ¿tu padre tiene novia?
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-
Mi papá vive en América con otra familia. Mama dice que ya no me quiere, que
es muy malo y que no le veré más.
-
Nadie es tan malo.
-
¿tú eres malo?
-
Claro que no, yo soy muy bueno, me dedico a hacer feliz a los demás. El único
problema es que lo que a uno le hace feliz a otro le hace desgraciado y no se
puede evitar, así que aunque lo intento nunca consigo que todos sean felices.
Silencio por respuesta. O no entiende nada o entiende demasiado.
Entro en la terminal de salidas de la T4 del aeropuerto de Barajas y detengo el carro de
combate repleto de caballos frente a un grupo de yonquis que se drogan en silencio
alrededor de un cenicero mugriento.
-
Ya puedes bajar del coche, hoy es tu día de suerte.
Un hombre grueso se separa del grupo de fumadores y se agacha a dar un abrazo de oso
al pequeño Gorka. Espero un par de minutos respetando sus lágrimas antes de bajar del
coche.
-
No tengo mucho tiempo.
Se dirige con cariño al pequeño que tiembla de la emoción.
-
Espérame ahí, no te preocupes que ahora estoy contigo.
Un cuerpo de boxeador me escupe con acento cerrado yanqui.
-
Gracias. Ya sabe que necesito como mínimo catorce horas.
Son las ocho y media.
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-
Las catorce se las garantizo, pero seguramente entre una cosa y otra sean dos o
tres más. Puede irse tranquilo.
-
¿te vas ahora con la motherfucker?
-
Me voy con una merluza con cocochas.
Una risa nerviosa y me entrega un sobre,
-
Gracias. Si alguna vez necesitas algo de un banquero llámame, estoy a tu entera
disposición.
-
Hasta los reyes necesitan un banquero. Buen viaje y gracias por la propina.
-
Bye.
Entran en la terminal rodeados de un halo de emoción. Guardo el sobre en la chaqueta y
llamo a Claudia.
-
Informa.
-
Ahora está histérica hablando con su hermana. Tienes diez minutos.
-
Ok.
Doce minutos después entro en la casa y Arancha empieza a ser feliz, más de lo que
hubiera alcanzado a soñar, y se emborracha de su tiempo para amar. Mañana tendrá
mucho tiempo para odiar.
El sol está muy alto cuando salgo de la casa. El vigilante del turno de mañana no me
conoce y se sorprende al verme salir pero está avisado. Le guiño un ojo y me sonríe
cómplice, entra en la garita y abre la puerta. Arranco el Cayenne y conduzco deprisa por
las calles de La Moraleja probando los amortiguadores en cada badén.
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Arancha dormirá profundamente al menos hasta la hora de la cena, ha caído exhausta
hace media hora después de un maratón de champán, sexo y un chorrito de Haloperidol
de despedida. Demasiada Cialis, tengo el miembro rígido latiendo contra mi vientre.
Nada más llegar a mi Vespa me regalo dos pastillas de Tranxilium 15, rescato mi
paquete de Marlboro y enciendo un cigarrillo que no me sabe bien.
En el sobre hay diez mil dólares en billetes de cincuenta. Llamo a Claudia
-
Tutto a posto, podéis iros a dormir ya.
-
Buen trabajo, ahora nos vemos.
-
Ahora no, mañana. Por la tarde. Buenas noches.
Encadeno tres cigarrillos apoyado en el coche mientras el Tranxilium surte su efecto y
se restituye el flujo sanguineo de mi entrepierna. Me enfundo el casco en estado de
ingravidez y vuelo hasta mi cama.
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1
En mitad de un páramo emergen los más de seis mil millones de euros de la T4, la
flamante Terminal de Barajas. Un hangar, lo que producen 60 millones de desgraciados
del Congo en todo un año derrochado en un hangar de colores. Hace un momento
hemos dejado a un lado Valdebebas, la nueva Ciudad Deportiva del Real Madrid. La
original son ahora tres gigantescas torres, un par de Ligas, una Champions y tres años
de Zidane. Conecto el ipod: Eminem, white trash de Detroit. Me siento como un gansta
negro apreciando el swing de Tiger Woods.
Entro en la Terminal por una pasarela arrastrando los pies al ritmo de la música. Los
pilares amarillos hacen que parezca un gigantesco Mac Donalds. Dos horas para el
vuelo, ya soy cabeza de ganado a procesar. Me acerco a los mostradores de facturación
y espero con fingida paciencia. Dos canciones y llega mi turno. Una azafata me hace
señas, establezco contacto visual y lo acompaño de la mejor de mis sonrisas. En el
mostrador me reciben unas largas raíces negras de las que crecen unas matas de un
rubio desvaído. Levanta la cabeza. Su dentadura suplica por una ortodoncia. Le ofrezco
la mía. Soy el primer viajero agradable de una larga mañana que ha empezado de
madrugada, y en su trabajo todo lo que se aleja de lo ordinario sin ser un problema es
bienvenido. Con el billete y el pasaporte en la mano y sin perder el contacto visual
solicito una salida de emergencia.
-
Tengo claustrofobia y me tranquiliza estar sentado cerca de la salida.
Me mira y sonríe coqueta. Revuelve en el ordenador y me entrega la tarjeta de
embarque y el pasaporte.
-
Salida de emergencia. Ventana, para que te relajes mirando al mar.
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Upgrade, de misery a charming class. Me despido con una sonrisa esta vez sincera y
salgo a fumar con la tarjeta de embarque en el bolsillo de la camisa.
Enciendo el cigarrillo con pausa. Veo lejano el momento de morir antes de los sesenta
de cáncer como el vaquero de Marlboro, un cáncer de leyenda urbana, es genético y los
sesenta todavía están lejos y la epigenética no existe fuera de las revistas médicas.
Apuro la última calada rodeado de marginados, apago el cigarrillo entre las docenas de
colillas que abarrotan el cenicero y con un caminar pausado paseo hasta el control de
seguridad, presento mi tarjeta de embarque y me sumerjo entre el gentío que lucha por
una bandeja. Relleno dos bandejas, una con el portátil y otra con cinturón, llaves, móvil,
mechero y reloj. Cruzo el control sin problema. Escaleras hasta unas pantallas más
pequeñas que mi televisor. Me sitúo debajo para encontrar mi puerta: puertas U,
veinticuatro minutos. Esta Terminal está diseñada por un senderista sádico. Los cinco
minutos de escaleras y pasillos desembocan en un andén casi desierto. Hemos pasado
del Mac Donalds al Metro. Cuando llega el tren ya están arremolinados delante de las
puertas un grupo de viajeros impacientes. Espero y entro el último con garbo “Reina de
Inglaterra”. Tras un trayecto ridículamente corto el tren se detiene y en cuanto se abren
las puertas corbatas, faldas y portátiles se enzarzan en carreras atropelladas hacia los
ascensores y las escaleras mecánicas para ver quién es el primero en aburrirse de
esperar. Mientras se aleja la marabunta la señora que contempla conmigo el espectáculo
me sonríe cómplice. Apostaría a que es holandesa, una vaca Holstein cincuentona sin
depilar. Se lo pregunto y resulta ser francesa, Camille. En esta vieja Europa ya nada es
lo que parece. Sonríe demasiado. Estos franceses tienen alma de colaboracionistas.
Aprovecho la espera para conectar el shuffle en mi ipod y cuando ya se ha despejado el
ascensor me acerco lentamente al ritmo del tema principal de la banda sonora de El
Padrino, la que no escribió Ennio Morricone. Marlon Brando. Dennis Hopper. Harley
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Davidson en el siglo XXI es patrimonio de yuppies y cincuentones buscando la
juventud perdida, ni tan siquiera vibran. Guardo un Kocinski réplica con el águila y la
bandera americana, un homenaje a Easy Rider.
En tres minutos paso el trámite del Control de pasaportes y me dirijo al Duty Free. JLo
me revienta los tímpanos cuando me cruzo con un metro ochenta largos de rubia
trigueña de pelo rizado y dientes perfectos con un aire a la prostituta de Leaving Las
Vegas versión king size que luce una barriga de seis meses de embarazo. Remoloneo
entre las estanterías con mis cartones de tabaco en la mano y no por casualidad llegamos
casi simultáneamente a la caja. Con una sonrisa y un please que debió de sonar muy alto
por el volumen del ipod la invito a pasar primero. Me doy cuenta y me quito un
auricular. Contesta en un inglés que se me antoja nativo y sin ni tan siquiera mirarme
pasa delante. JLo sigue cantando pero por mucho que lo repita no creo que siga siendo
la misma que salió de los suburbios. Me recreo: unos leggins negros envuelven unas
piernas largas y estilizadas, la camisa hippie de flores parcialmente desabrochada cubre
estudiadamente el que se me antoja un culo digno. Debajo una camiseta corta de lycra
negra hace las veces de sujetador, la camisa cubre lo suficiente como para no poder
afirmarlo con rotundidad pero sugiere por la curva unos pechos tan grandes y firmes
como la barriga que bronceada asoma por debajo. La primera que se rebeló contra el
Premamá merece un monumento. Termina de pagar y se aleja sin mirar atrás.
Me encamino con mis cartones por el pasillo hacia la zona de fumadores. Veinticinco
minutos desde el control de seguridad, una eternidad por delante. Aguantar sin fumar
forja el carácter. Diez minutos sin fumar. Seis horas. Dos días. Un mes. Demasiado
tiempo, demasiada gente a mi alrededor. Semper Fidelis. A mi tabaco, a un mundo
dividido entre esos hombres que querría de compañeros de armas en una unidad de
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combate del frente y los untermensch, entre las mujeres con las que me acostaría y un
resto con el que no se sabe bien qué hacer. Con las mujeres soy más tradicional.
La zona de fumadores es pequeña, unas mamparas de metacrilato de cuatro metros de
altura acotando cinco metros cuadrados con dos pequeñas columnas purificadoras de
aire en el centro que varios linces ya han usado como cenicero.
Este remedo de gueto abarrotado me produce un rechazo inmediato y decido fumar
sentado a cinco metros de la puerta deseando que alguien me diga algo, pequeñas
rebeldías para combatir el hastío del viajero solitario. Apuro el cigarrillo y me acerco al
redil donde intento sin éxito dejar la colilla en otro pequeño cenicero rebosante.
Finalmente la tiro al suelo sin remordimiento alguno.
Me voy de excursión al cuarto de baño para hacer tiempo. Comienza a sonar Simpathy
for the devil, la versión acústica de Jane’s Addiction del tema de los Stones. Sin
mariconadas de maracas. Mientras los Rolling ensayaban Simpathy for the devil un
inmigrante venezolano ilegal comenzó a tocar las maracas y finalmente se incluyeron en
la grabación de la canción, desde entonces todo el mundo la versiona para poder quitar
la mierda de las maracas. Otro dato estúpido. Concierto de los Rolling Stones, Grateful
Dead, y alguno más en Altamont, cerca de San Francisco. Cuatrocientas mil personas,
mucha droga y los Hell’s Angels encargados de la seguridad a cambio de cerveza gratis,
sin duda el caldo de cultivo ideal para una bonita sesión de ultraviolencia. Cuatrocientas
mil. Cuando los Stones tocan “Simpathy for the Devil” la violencia ya está en su apogeo
y poco más tarde los Hell´s Angels matan a un negro. Por negro, por estar con una
blanca, por sacar una pistola o porque sí, le linchan y le rematan con un par de
puñaladas. Eso es seguridad. La película Gimme shelter es a must see. Murieron cuatro
o cinco en ese concierto, no recuerdo si negros o blancos. Hell’s Angels. Yo con esos
cabrones me iría al frente desarmado.
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En el cuarto de baño hay un tío lavándose las manos. Yo no me meo encima así que no
me lavo las manos, empiezas por lavarte las manos y terminas escandinavo, meando
sentado y limpiándote las gotitas con papel higiénico. No iría ni a comprar el pan con un
tío que meara sentado. Al salir el pomo de la puerta está mojado. Hijo de puta.
Vuelvo a recorrer el pasillo infinito, me siento cerca de la zona de fumadores y me
enciendo un cigarrillo. Queda menos de una hora para embarcar. Guardo el ipod y
enciendo la PSP con la batería recién cargada. Desde adolescente supe que tendría un
videojuego portátil, soy un visionario sin recompensa. Otro cigarrillo enfrente de
miradas de cordero degollado que fuman con ansia, casi tanta como la mía. SOCOM
operaciones especiales. Cargo acción rápida aleatoria, preparado para una operación de
extracción de rehenes sigilosa en las montañas de Chile. Nivel comandante, dificultad
máxima. Tropas enemigas de élite. Soy Sandman y estoy al mando del equipo FIRE
Team Bravo. Lonestar protege mi retaguardia, siempre alerta para cumplir mis órdenes.
Me sumerjo en la misión con los cascos puestos y el volumen a tope. Ficciones para que
el tiempo sea más benévolo. Completo la misión con éxito en media hora. Apago la PSP
y comienzo a fumar de forma compulsiva encadenando tres pitillos sin disfrutar
ninguno. El futuro cercano son diez horas sin fumar, mi ansiedad rechina.
Necesito ralentizar mis constantes vitales y me dirijo a la cafetería para lo que tengo que
volver a recorrer el interminable pasillo. No tengo hambre, he seguido la dieta aérea
Milanello bautizada así en honor al mítico centro deportivo del AC Milan: un plato de
pasta sin salsa y una manzana. Las normas básicas de ayuno aéreo: nunca comer en un
aeropuerto, en un avión ya es impensable.
Una nueva cola, una nueva espera. Delante de mí un grupo de adolescentes llena las
bandejas de bocadillos de una tortilla inclasificable. Paso de largo de los bocadillos,
llego a la bollería industrial y me tiro al barro de una napolitana de chocolate que
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acompaño de una botella de agua. La napolitana está recubierta por una capa
transparente gelatinosa donde unas virutas de chocolate pugnan por salir de las viscosas
gelatinas movedizas. Muerdo un pequeño bocado y la grasa se me queda incrustada en
el paladar. Empujo con la lengua intentando despegarla y sólo consigo que resbale de un
lado a otro. Asqueado me enjuago con un trago de agua, escupo la masa sobre la
bandeja y me alejo arañado por la mirada asesina que me dedica la limpiadora del
altiplano.
Regreso por el interminable pasillo lleno de desgraciados compartiendo un tiempo que
no avanza. Se comienza a formar la cola delante de la puerta de embarque de mi vuelo,
ya empiezan las prisas por esperar. En la zona de fumadores los habituales me saludan
como a un igual con gestos imperceptibles. Unidos en la marginación. Una hora, una
copa y me contarían sus miserias. Cuento diez desgraciados resistiéndose a que un
cigarrillo sea el último. Por nuestras acciones somos conocidos.
Enciendo otro pitillo con la colilla del anterior y me siento de espaldas a la cola que va
engrosando a un ritmo alarmante. Entre mis cuatro gigas de música selecciono a
Shakira, todo lo que conozco de la música colombiana. Ahí te dejo Madrid, muy
apropiado. Mientras arrancan los primeros acordes de la canción me quedo absorto
girando la rueda mágica del ipod, en Apple han reinventado la rueda. Al levantar la
cabeza, Tango a las cuatro. Tengo la visión periférica muy desarrollada, es una ventaja
en operaciones de observación y localización. La prostituta embarazada del Duty Free
está a mi espalda fumando con parsimonia dos metros fuera del campo de
concentración. Es el centro de todas las miradas, la multitud que desespera en la puerta
de embarque se ha girado en nuestra dirección y comienza a comentar la provocación
escandalizada. Me levanto respirando hondo y dejo caer el auricular derecho que se
queda colgando. El último día fácil fue ayer. Imbuido de espíritu legionario de ciega y
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feroz acometividad me acerco silencioso por su flanco vulnerable, con el dedo medio
apretado contra el pulgar, y al pasar a su lado libero el resorte golpeando con fuerza el
cigarrillo que se estrella contra el suelo. Se gira veloz y me golpea un azul abisal que no
sonríe. No retrocedo, aguanto impávido con la mirada descansando en la turba que está
tan absorta en la escena que ha perdido las ganas de comentar. Silencio. Dos mil uno,
dos mil dos, dos mil tres. Firme. Dos mil cuatro, dos mil cinco, dos mil seis. Mantengo
fija la mirada en el público expectante ávido de sangre. Comienza el embarque de mi
vuelo a Bogotá pero algunos ceden su sitio para poder ver el desenlace de la escena.
Shakira en mi oído izquierdo se despide de Madrid con cada vez más ímpetu. Dos mil
siete, dos mil ocho, dos mil nueve y claudico ahogado en su azul ofreciendo un
cigarrillo, la pipa de la paz. Alarga la mano y mientras se lo lleva a los labios baja por
primera vez la mirada pidiendo fuego. Enciendo su cigarrillo y con un movimiento
estudiadamente torpe suelto el mechero sobre mi empeine que adiestrado durante años
amortigua la caída sin dificultad dejándolo inmóvil a mis pies. El creciente murmullo se
diluye entre tanto rubio, un rubio vikingo sin tinte equivalente. El rizo grueso está bien
definido y llega hasta el hombro donde termina con un insolente giro hacia arriba. Su
azul ya no es tan frío y profundo pero lo inunda todo y no me permite registrar bien sus
facciones, sólo veo pecas que se extienden por todos los rincones hasta el escote. Con la
mirada al frente flexiono las piernas y desciendo muy despacio. Definitivamente no
lleva sujetador, a esta distancia a través de la camisa vaporosa se aprecian bien los
pechos de pezones hinchados y venas azules desbordando la camiseta. Sigo la curva
desnuda de su maternidad y cuando llego al ombligo florecido bajo la mirada y recojo el
encendedor de un suelo inmaculado.
Me incorporo con el encendedor en la mano y al levantar la vista quedo fascinado por la
energía que se despliega frente a mí. La nariz poderosa ha conseguido por fin dominar
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los embates de la tormenta, las aguas remansan en sus simas, pómulos, labios y dientes
recuperan su protagonismo. Maternidad poderosa. Me dedica dos caladas y lanza con
rabia el cigarrillo al suelo exhalando el humo que roza amenazador mi cara. No puedo
reprimir una carcajada nerviosa, contagiosa.
La esfinge esboza primero una sonrisa tímida que finalmente se transforma en una risa
queda. El público que esperaba pasmado el desenlace sonríe aliviado.
-
Freya.
Después de aguantar la tempestad ajusto el yelmo y armadura en los que me he
enfundado para hacer las Américas y mirando directamente a sus aguas ahora
juguetonas alcanzo su mano y girándola la acerco dulcemente a mis labios sin besarla.
Llamarse Rodrigo imprime carácter de conquistador.
Me alzo enardecido por el resultado de la escaramuza con el azul conciliador
acariciándome mientras la muchedumbre envidiosa embarcando ya a buen ritmo alaba
mi golpe de mano. Sonrío expectante en posición de firmes esperando mucho más. Baja
súbitamente la mirada. Un metro rubio pasa corriendo a mi lado y se abraza a la pierna
interminable de su madre que saluda por encima de mi hombro. Me doy la vuelta y me
topo con el pecho de un titán de no menos de dos metros que ofreciendo su mano
extendida me sonríe con franqueza. Lonestar, dónde te has metido.
-
Kasper.
Solo con verle queda claro que no mea sentado.
Quedan pocos pasajeros remoloneando en la puerta de embarque cuando me alejo de mi
familia vikinga entre inclinaciones de cabeza y sonrisas forzadas. Shakira ya se ha
despedido de Madrid y yo también, sin condecoración. Me tomo la mitad del
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Tranxilium 50 que llevo preparado para el vuelo y con gallardía entrego mi tarjeta de
embarque a una sonrisa con sorna, avanzo por el finger y saludo al uniforme de tercera
edad que con mueca de disgusto me recibe en la puerta del avión.
-
Primer pasillo.
Mis compañeros de galeras ya están en su mayoría sentados y alcanzo mi privilegiado
asiento de ventana de emergencia enseguida. Mi vecino ya está acomodado, un gordo de
cara cetrina y grasienta cubierta de una capa de sudor. Hace calor aquí dentro. Si fuera
español rondaría los setenta pero siendo colombiano estará en sus primeros cincuenta.
En la fila central para amenizarme el viaje se encuentra una madre de aspecto infame
enfundada en un chándal rosa lidiando con sus dos retoños, un bebé y un niño de unos
dos años. Están sucios sin la excusa del viaje. Coloco mis cartones y el portátil arriba y
me recuesto en el asiento con el cinturón bien apretado. Una sombra azul me sobresalta
precipitándose a mi lado.
-
Creo que está usted en mi asiento.
Antes de poder replicar el desaliño de mi lado se disculpa y se va como una exhalación.
Una sonrisa precede a mi nueva compañera de asiento, una colombiana con los cuarenta
cumplidos hace ya un tiempo. Pasa contoneándose por delante de mí exhibiendo sus
encantos embutida en unos pantalones blancos, ajustados y subidos hasta más allá de la
cintura que resaltan un culo bien conservado. La camiseta celeste de generoso escote le
ayuda a presumir de pecho. Muchas curvas para un metro sesenta. Me sorprende en mi
examen y divertida sonríe con sus ojos ámbar meloso, tiene menos arrugas en el
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contorno de los ojos de las que debiera tener por su edad, un cirujano habilidoso. Media
melena lisa capeada con tinte de caoba de calidad, boca de labios carnosos perfilados
con algo de brillo y dientes demasiado blanqueados bajo una nariz respingona de cirugía
estética de los noventa.
La azafata que se va a sentar frente a mí en su asiento abatible, con cinturón de
seguridad de caza de combate, ladra: en salida de emergencia no puede llevar el bolso
durante el despegue, hay que guardarlo arriba. Pasados los cuarenta y cinco ser azafata
ya no es tan divertido, ahora solo son pellejos, camareras del aire.
-
¿Te importa subirme el bolso?
Tutea. Debe llevar tiempo viviendo en España y se ha apuntado divertida a una de
nuestras costumbres más criticables pero no ha perdido la dulce cadencia de su acento
que acaricia como un guante de seda. Me alarga un Prada tan beige como su ostentoso
cinturón de Hermès. No puedo evitar fijarme en su Tank francés de oro blanco y
brillantes. La costumbre. Los pendientes y el anillo a juego son también de oro blanco
cuajados de brillantes y montan unas esmeraldas de un tamaño respetable. Manos finas
y largas. Manicura francesa. Demasiado nivel para viajar en turista.
- No te importa dejarme la ventana, ¿verdad? La costumbre. No me digas que tú
también te has quedado sin plaza en Business.
La voz de sirena me sorprende en plena evaluación, engatusa arrastrando las palabras.
Le dedico la mejor de mis sonrisas y mirándola fijamente a los ojos espero el segundo
que marca la diferencia para contestar.
-
No, yo siempre viajo en misery. Y no te preocupes, en realidad yo prefiero
pasillo
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Se ríe escandalosamente y se levanta ignorando que vamos a despegar: Paula Andrea.
Nada de dar la mano, dos besos presumiendo de españolidad. Apoya la mano en mi
brazo, mis músculos se tensan en un acto reflejo de vanidad y mi mano salta como un
resorte a su cintura. Acerca su carnosidad dos veces a mis comisuras, un demonio de
duelo al amanecer. Rodeo con más fuerza su cintura hasta saborear de cerca la miel de
sus ojos, cementerio de tantos golosos incautos. Yo soy más oso que mosca y me
sumerjo revolviendo fiero el fondo hasta que azorada retira la mirada. Ha rejuvenecido
cinco años en la escaramuza. Entabla una conversación insulsa y tras un par de frases
ingeniosas para que no decaiga el interés le informo de que estoy bajo los efectos de
sustancias prohibidas que provocan un profundo sueño. Se ríe y empieza a leer un libro
de bolsillo del que no consigo ver el título.
Necesito fumar, no debo aguantar despierto. Me pongo los tapones, extraigo un pequeño
trozo de ladrillo rojo del bolsillo, cierro los ojos, lo introduzco en mi boca y lo saboreo
lentamente mientras el sopor me vence.
22
2
Un golpe en el muslo me arranca de mi sueño, y me despierto con la boca seca con
regusto a ladrillo. A ladrillo volcánico, a ladrillo burdeos. Sabor a ladrillo, el cielo azul
arañado por nubes que hoy sé que eran cirros y el tenue olor a talco de mi primer
recuerdo. El apretado chándal rosa que acentúa una lorza obscena recoge al niño que
llora a mis pies musitando una disculpa. Amodorrado no tengo fuerzas para contestar.
Puedo masticar mi garganta áspera que suspira por un cigarrillo.
Mi vecina duerme plácidamente apoyada en la ventanilla que sé que está fría, siempre
están frías. Duerme con un mohín que acentúa las finas arrugas verticales de su labio
superior, unos códigos de barras que desentonan en un rostro que por ahora vence a la
vejez. Ha cambiado los zapatos por unos calcetines finos, hasta dormida guarda una
envidiable compostura. Otra que tampoco cumple las sagradas reglas del jet-lag.
El trasiego a los cuartos de baño es constante. Me desperezo y alcanzo la chocolatina
del bolsillo de la camisa, una camisa blanca con finas rayas azules con vocación de
corbata. Tengo la espalda empapada de sudor. Arranco el primer bocado, entrecierro los
ojos y me abstraigo de la incontinencia que me rodea.
Galopo intentando alcanzar una melena rojiza que se aleja entre la lluvia. Docenas de
pájaros negros a lo lejos cubriendo la inmensa pradera que apesta a hierba húmeda. Frío.
Piel transparente en un cuello exageradamente estilizado, mi espalda contra un muro
rugoso. Gaélica de ojos verdes, efébica espigada sin apenas atributos femeninos con dos
años más de malicia. Súbitamente el juego se termina y su sonrisa divertida se torna en
una invitación de labios entreabiertos. De puntillas con los calcetines empapados de
curiosidad me elevo hasta la incógnita de su boca que rozo con mi nariz. Se estremece
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pero ávida no se retira. Rodeo con mis labios su labio inferior tan mullido pero por más
que me estiro no llego más allá. Muerdo con mis labios novicios el centro del suyo que
permanece inerte y lo recorro hasta la comisura con sabor a chocolate. Su labio caliente
parece inflarse mientras se agacha lentamente hasta que se me abre el cielo y me hundo
dentro de su boca inundándome de saliva. No sé cuánto tiempo llevo sin respirar en una
apnea de pasión infantil. Ahogado beso y muerdo labios, dientes y lengua, me arde la
cara y siguiendo un instinto atávico aprieto mi cuerpo contra el suyo desbordado de
calor. Mi cara está hinchada, empapada de sudor y babas. Hago un hueco entre sus rizos
para besar su cuello, se comba del escalofrío y estirándose aplasta su clavícula contra mi
cara. Quiero saltar y morder su cráneo. A lo lejos una rehala de gritos se acerca en un
idioma que no entiendo. Recibo inmovilizado un último beso en la frente y sin avisar
echa a correr y se funde en verde. No supe hacer más y ella tampoco., Éramos Sharon y
mis once años. El sueño finalmente me vence, un sueño con sabor a chocolate.
Me despierto con una dolorosa erección. Me limpio los restos de chocolate y disimulo el
bulto llamativo metiendo la mano en el bolsillo y ahuecando el pantalón.
El pasaje está tan despierto como debiera estarlo yo. Llevo la hora colombiana en el
reloj desde la noche anterior pero mi cuerpo se niega a atrasarse y en rebeldía se
adelanta incluso a la franja horaria que hemos abandonado. No sé cuándo podré
encenderme un pitillo porque drogado y somnoliento soy incapaz de restar para cotejar
con una hora de salida que no recuerdo.
-
Buenos días
No se ha ido porque ni quiere ni puede. No sé si estoy en condiciones de alimentar su
vanidad. Perezoso me incorporo y sin mirarla acaricio casualmente su mano con el
dorso de mis dedos, un roce supuestamente accidental que ambos sabemos que no lo es.
Sin retirar la mano elabora a cámara lenta un leve gesto de reprobación por el
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atrevimiento mientras su mirada me agradece el cariño. Medio segundo y retira la mano
levantándose. Maneja el tempo con maestría. Se incorpora y como un atleta antes de una
prueba comienza a estirar brazos, gemelos, hombros, cuello y espalda de forma
compulsiva. Cada movimiento ha sido repetido con anterioridad muchas veces y genera
una nueva e hipnótica combinación de curvas.
La nueva película engancha a nuestros compañeros de penitencia, funde deseo y
curiosidad. Civilización de voyeurs. Me pide ayuda para estirar la espalda en una
acrobacia que atenta contra mi dignidad y niego con la cabeza. Ni se plantea hacer
felices a los voluntarios que suplican con la mirada y desafiando al pasaje expectante
entrelaza sus dedos a la altura de los riñones y en un solo movimiento los levanta con
fuerza hasta la mitad de la espalda que arquea hacia atrás haciendo que la curva de sus
pechos ostentosos deje de tener secretos para nuestro tramo de Airbus, hasta el último
de la fila se ha podido recrear con su busto desafiante. El público ya es multitud. Gira
con los brazos todavía en la espalda y se dobla hacia delante, esta parte sólo la
disfrutamos las primeras filas.
Toma asiento entre la desilusión del público y comienza a girar los pies uno hacia cada
lado, uno pies extraños casi sin arco. Luego los dedos, dedos que siguen un orden
perfecto desde el pulgar hasta el meñique disminuyendo de tamaño y grosor casi
proporcionalmente. Me gustaría morder esos pies tan cuidados. Me quedo embelesado
con sus pies.
-
Te gustan.
Afirma, no pregunta. Estoy torpe por el Tranxilium, me ha vuelto a sorprender. No soy
el primero que ha alabado sus preciosos pies. Estira las piernas, los pies rectos con los
dedos abiertos mientras me mira y sonríe como la niña traviesa que no volverá a ser.
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Estoy destemplado, sudores fríos corren por mi espalda y han empapado la camisa.
Tenso los músculos para alejar el malestar que me domina, me giro para morderme la
mano. Sigue al menos una hora de conversación, un monólogo de su experiencia vital
en España que me ha relatado con detalle y ya apenas recuerdo. He interrumpido su
discurso con confidencias inventadas. Las confidencias son el camino más rápido para
intimar con una mujer. Por cómo me ha apretado el muslo al terminar sé que he estado
encantador. De toda la historia me quedo con que está casada y su marido vive en
Roma. Y eso ya es saber mucho. Suficiente. Tras la confesión que se me ha hecho
eterna vuelve a leer después de mirarme a los ojos con ternura maternal.
Extraigo el grueso dossier de la operación Romeo 5. “Colombia: narcoestado, dos
millones de inocentes narcodesplazados”. Así titula Claudia la introducción. Un país de
trágica pandereta. Sigue el informe país con un recorrido breve por la historia reciente
de Colombia en la que no creo necesario profundizar mucho. Me quedo con Uribe el
salvador y poco más. Incluye una tabla comparativa completa España/Colombia con los
indicadores del Banco Mundial. Con una población parecida, de cuarenta y tantos
millones, la renta per cápita es doce veces mayor en España: USD 25.000 frente a USD
2.000. Un 7% de niños malnutridos parecen muchos con una esperanza de vida de 72
años pero teniendo en cuenta que hay dos millones de desplazados todo es posible.
Después de la introducción todos los datos prácticos. Teléfono y dirección de: Hotel,
Embajada, Consulado, hospitales, servicio de Taxi, médico, farmacia, agencia de viajes,
IBERIA, AVIANCA, VISA, restaurantes recomendados y así hasta rellenar dos páginas
enteras. Claudia se ha preocupado de grabar todos los teléfonos tanto en mi Blackberry
como en el teléfono con la tarjeta duplicada que llevo en la maleta. Tipo de cambio, un
dólar alrededor de dos mil pesos.
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Siguen dos planos aéreos de situación a color creados con Google Earth, donde están
marcados los emplazamientos más significativos con nomenclatura militar: Alpha,
Bravo, Charlie, Delta, Echo, Foxtrot, Golf, Hotel, India, Julliet, Kilo, Lima, Mike,
November, Oscar, Papa, Quebec, Romeo, Sierra, Tango, Uniform, Victor, Whiskey,
Xray, Yankee y Zulu. La mano de Jerónimo es alargada.
Como no podía ser de otra forma Hotel es el hotel y Whiskey el garito recomendado por
Claudia. Están marcadas las distancias y el tiempo requerido entre Hotel y el resto de
los puntos andando y en coche. Para que lo memorice se supone. A veces se supone
demasiado.
Reviso los planos con atención intentando familiarizarme con el área de operaciones.
La mitad de los puntos están a menos de tres manzanas del hotel, zona segura en horario
diurno, desaconsejado cualquier recorrido nocturno a pie. En esta ocasión me he negado
a traer GPS, no pienso conducir y el área de acción es muy reducida. Tras media hora
leyendo concentrado me giro exhausto, cierro los ojos con fuerza y duermo.
Me despiertan los sollozos del bebé. Mi familia despertador. Yo también quiero llorar.
Me quedo inmóvil con los ojos entreabiertos mirando la fila que se ha formado frente a
los cuartos de baño, síntoma de que queda poco para llegar. No soy capaz de elaborar
una teoría que explique por qué la inminencia del aterrizaje provoca irrefrenables deseos
de ir al cuarto de baño. Reconozco a algunas habituales.
Reparten los formularios para inmigración y aduanas que relleno rápidamente. Arizcun
Segura, Rodrigo. Añado la dirección de la oficina en Madrid y del hotel, número de
pasaporte y demás. Nada que declarar. No sé dónde consigue los documentos Jerónimo
pero por más que lo miro no soy capaz de detectar nada extraño. Levanto los ojos del
segundo formulario y me espera una sonrisa con uno completo para mí: nombre,
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teléfono, dirección y una promesa en la mirada de que valdrá la pena. Claudia dice que
soy guapo pero no demasiado y que esa es mi ventaja. Terminaré dándole la razón.
Tras soportar media hora de exaltación de la belleza de las mujeres colombianas nos
disponemos a aterrizar. Me levanto anquilosado, envuelto en el rancio olor a humanidad
que he contribuido a crear. Salimos juntos del avión, caminando a mi lado a una
distancia prudente, ambos de pie por primera vez, la veo pequeña y frágil, a una escala
menor. Son las cuatro y media de la tarde en esta América. Me reciben carteles con
joyas de oro precolombinas que anuncian el museo del Oro y una cola frente al control
de pasaportes. La fila avanza rápido y tras contestar las preguntas clásicas de motivo de
su visita, duración de la estancia y domicilio durante la misma cruzo inmigración sin
problemas. Estoy en Santa Fé, Bogotá para chibchas y criollos.
Llego a recoger el equipaje a una sala asfixiante con el techo demasiado bajo donde
tampoco se puede fumar. Andy ya es Andy y le gusta. No tengo fuerzas para una Paula
Andrea, una Andy es más manejable. No para de hablar y eso siempre facilita las cosas,
puede que le llame para salir a cenar el domingo.
Aparece mi maleta y comprometiéndome a llamar me disculpo por no esperar a la suya,
otro compromiso gratis. Necesito fumarme ya ese pitillo que sé que va a saber mal. Me
piden el resguardo de la maleta, esto sí es original. Lo entrego y me acerco con mi
formulario de aduanas a un semáforo con un pulsador. Verde. Cruzo entre los
mostradores donde los desafortunados rojos enseñan sus vergüenzas. Ser rojo va a
menudo unido al sufrimiento.
Tengo que comprar pesos y por suerte no hay nadie esperando. Entrego quinientos
dólares y mi pasaporte a una señorita que los recoge en silencio, introduce los datos en
el ordenador y me alarga un papel para firmar mientras me solicita que imprima la
huella de mi pulgar derecho. Mal agüero. Recojo el fajo y siguiendo las instrucciones de
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Claudia me acerco a una ventanilla para solicitar un taxi. Hotel Hamilton, en la 82.
Zulu-Hotel, tiempo estimado veinticinco minutos. Me entregan un papel impreso con la
dirección y el importe.
Salgo a la calle, entro en el primer taxi y por fin enciendo el ansiado pitillo que peor
sabe y menos dura. Llueve pero sé que puede salir el sol antes de llegar al hotel, en esta
ciudad no hay ni estaciones ni lógica meteorológica. Ocho millones hacinados en este
altiplano poco hospitalario. El tráfico no es ni mejor ni peor que en cualquier otra
metrópoli. Dentro de las curiosidades recogidas por Claudia se encuentra el sistema de
limitación del tráfico en hora punta, pico y placa: cada día de la semana, según el
número de la matrícula, se prohíbe el tránsito en hora punta de los vehículos de los
desdichados con el número de matrícula equivocada. Recorremos una ciudad con
arquitectura de pueblo. Hay muchos motoristas sin glamour, enfundados en un chaleco
fluorescente con el número de la matrícula impreso en letras grandes a la espalda. Me
enciendo otro pitillo y procuro no mirar por la ventana, la estética de esta ciudad me
deprime.
Treinta y dos interminables minutos después llego al hotel y desciendo del taxi mientras
el portero recoge mi equipaje y se lo entrega al botones. Me dan la bienvenida casi al
unísono. Les doy diez mil pesos a cada uno para tener engrasado el centro de
operaciones y se inclinan agradecidos. La recepción es pequeña, me recibe una digna
exponente de la belleza del país. Algunas frases amables, los trámites del pasaporte y la
tarjeta de crédito y me entrega la llave. El hotel tiene un olor extraño, a cerrado. Como
en Inglaterra en este país huele mejor fuera que dentro. Y eso es decir mucho. Subo en
el ascensor al tercer piso donde me espera el equipaje en una pequeña habitación
dividida en dos estancias con el cuarto de baño en medio, todo demasiado pequeño, con
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una decoración antigua de telas viscosas. El cuarto de baño está presidido por una gran
bañera y huele a limpio. Suficiente.
El hotel está en una ubicación privilegiada, a cincuenta metros de la principal zona rosa,
de la T, con infinidad de bares y restaurantes. A veinte metros de Hotel está Victor, el
Rock´n Jazz casino. A menos de diez minutos andando tres centros comerciales: Bravo,
Charly y Delta. Eco, casa de cambio de moneda. Foxtrot, Sucursal del Banco Santander.
Golf, Oficina de Avianca. India, Oficina de Movistar Colombia. Julliet, oficina de UPS.
Kilo, Farmacia. Lima, Consultorio médico. Mike, dentista.
Las cinco y cuarto de la tarde en Santa Fe. Mi cuerpo está de madrugada cuando sólo
debería estar de cena. Abro la caja fuerte y guardo tarjetas, dinero, billete de avión y
teléfono de reserva. Enciendo el móvil, celular desde hoy, y le envío un mensaje a
Claudia. OK, sin más. Tras cuarto de baño, ducha, dientes y tres pitillos, me meto
desnudo en la cama a agudizar el jet –lag. No tardo en dormirme.
30
3
Me despierto hambriento y con mal cuerpo, el Tranxilium permanece veinticuatro horas
en sangre y estoy aplanado. Diez menos cuarto. Fumo un par de cigarrillos y me visto
con una camisa y un pantalón limpios, unos zapatos de entretiempo de ante y calcetines
finos de hilo. Por si acaso me pongo sobre los hombros un jersey de lana marrón
chocolate, adquirido por diez dólares en Buenos Aires. El corralito convirtió Argentina
en un rastrillo. Moda Oxford ligeramente adaptada. Extraigo de la maleta el grueso
cinturón de cuero que esconde camuflado en el interior un pequeño cuchillo que en
lugar de mango tiene dos agujeros para el dedo índice y para el medio. No es un Ka-Bar
pero es un arma respetable. Bajo en el ascensor y salgo del hotel saludando al portero
aplastado bajo su gorra de plato que se deshace en sonrisas. Giro a la derecha y al doblar
la esquina ya me rodea el bullicio, veinte metros y entro en el Rock´n Jazz casino. El
cartel de neón es una guitarra Fender con el nombre del tugurio en letras que imitan las
del Hard Rock Cafe.
Dos responsables de la seguridad de la entrada flanquean la puerta. No hacen amago de
conectar el arco detector de metales y puedo pasar sin ningún problema.
La primera sala está plagada de máquinas tragaperras, la mayoría ocupadas. Paso de
largo y voy directamente al fondo a la derecha, a las mesas de juego, Black Jack y ruleta
americana. Las mesas están animadas. Extrañas normas, se puede perder hasta el alma
pero no se puede beber ni fumar, un casino surrealista abierto veinticuatro horas. Hoy es
el día de la abstinencia. No quedan taburetes vacíos en la mesa de la crupier más
atractiva así que remoloneo hasta sentarme en una mesa con sólo dos jugadores y
cambio cien mil pesos en fichas de cinco mil. Me siento el último, de ancla. Apuesto
una ficha de cinco mil. Tras seis minutos destrozando las jugadas me quedo solo en la
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mesa. Me ha costado quince mil pesos. La crupier me sonríe. Es tosca, va teñida de
amarillo limón y baraja las cartas con unos dedos regordetes y cortos. Está peleada con
la proporción y pasada de peso como un boxeador mal preparado. El uniforme está
siendo sometido a tal tensión que cada vez que saca una carta del mazo me encuentro
más pendiente del posible desgarro de la costura de su falda amarilla mostaza que de las
cartas que reparte. El juego va lento pero no tengo prisa y consigo pasar un mazo entero
sin pena ni gloria. Juego dos mazos más y cierro habiendo ganado treinta mil. Adoro el
Black Jack. Cambio de mesa. Todas las mesas están llenas salvo en la que decido
sentarme por una razón que no acabo de comprender. Ancla. La crupier es bastante
atractiva. Lleva corrector dental, no recuerdo haber visto antes a una mujer con él. No
considero mujeres a las niñas de catorce años. Un hombre de mediana edad saluda
educadamente y se sienta a mi lado sin aspavientos. El siguiente mazo nos va bien. Yo
apuesto en las dos últimas casillas, fichas de cinco mil pesos cada vez. El veinticinco
mil por mano. Dobla dos onces consiguiendo en ambas ocasiones veintiuna y le han
dado además dos Black Jack que le dejan con un saldo muy positivo. Hemos tenido
suerte, he conseguido cinco veces aguantar sin pedir carta consiguiendo que la banca se
pasara. El resto ha sido intercambiar fichas. Esta es la victoria del ancla y el ancla está
firme. El montón de fichas delante de mí demuestran que no me ha ido nada mal.
Mientras la crupier baraja miro a mi alrededor. Hay mucha gente joven jugando,
veinteañeros, una versión sucia y pobre del grunge de Seattle. Ellas, toscas y vulgares,
no podrían defender el tópico de la belleza de las mujeres colombianas.
Se sienta un nuevo jugador a la mesa con un montón de fichas y saluda educado.
Pelo largo lacio negro que ha copiado del ídolo local, Juanes, pero con unos rasgos
mucho más acentuados y viriles. Treinta y pocos años y alto para el estándar
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colombiano de metro setenta y dos. Metro ochenta y dos calculo. Los rasgos indígenas
de su cara son mínimos pero en vez de afearle aumentan su atractivo.
Su primera apuesta es de cincuenta mil pesos. Perdemos esa mano y dos más, sin
opciones. Paso a pensar que nos ha gafado. Decido retirar las apuestas de la segunda
casilla para seguir siendo tres apuestas contra la banca. Quince mil por apuesta.
La suerte cambia y la conversación arranca ineludible entre las ganancias. Gira como es
de esperar alrededor del Black Jack, de cómo tiene que jugar la mesa, el ancla; de
cuándo debe sacrificarse uno por el resto de la mesa. Como ancla recibo consejos en
muchas manos que sistemáticamente no sigo. Por suerte acierto más que ellos. Juanes
explica a toro pasado cada jugada, lo que se debería de haber hecho y no se hizo. Lo que
él habría hecho que siempre significaba ganancias para la mesa, una banca que se pasa.
Nunca he ganado tanto en tan poco. Me levanto y me despido educado, Juanes me
despide con su pobre imitación del acento español:
-
¡Adiós joder! ,
Cambio las fichas en caja, trescientos veinticinco mil pesos, y salgo a la puerta a
fumarme un cigarrillo. Fuera hay muy poca luz, entre las penumbras se adivinan un par
de mendigos, por lo demás la calle está desierta. A mi lado los dos gorilas responsables
de la seguridad charlan despreocupadamente. Aprovecho la salida de un cliente para
dirigirme a paso vivo hacia el hotel. Cruzo la esquina y al llegar intento abrir la puerta
de cristal pero no puedo, está atrancada con una gruesa porra de madera.
Afortunadamente el portero se despierta con el ruido y la retira rápidamente. El paseo
millonario es una popular atracción de Bogotá que prefiero no disfrutar. Doy las gracias
y subo en el ascensor. Ya en la habitación me enciendo un cigarrillo y saco el dossier de
la operación Romeo 5: Daniela, encuentro inesperado a las 13.00 en la recepción del
hotel. El regalo que pasará a buscar seré yo y la sorpresa según Claudia será todo un
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éxito. Tiene organizada una comida para celebrar su cumpleaños con sus mejores
amigos en el punto Alfa, un restaurante en las afueras, a cuarenta y cinco minutos del
hotel. Si todo se desarrolla según el guión de Claudia me sumaré a la celebración con su
pareja de maricones y dos matrimonios amigos de los de toda la vida. Un grupo
pequeño, necesito memorizar menos datos. Abro el dossier y reviso una vez más las
fotos, que nos ha ido enviando Daniela, ordenadas cronológicamente. Son seis en total.
La primera es una toma lejana donde se tapa parcialmente la cara con un paraguas.
Prácticamente no se ve nada, solo unos ojos oscuros, un mechón de pelo negro como el
carbón y media sonrisa. Las dos siguientes son fotos con su familia en algún festejo
familiar. Lleva sombrero. Por algún motivo todos llevan sombreros de gángster. Se
adivina su cara indígena con los rasgos difuminados. En la segunda aparece ya de cerca
junto a su papá, su mamá y su hermano. Papá y mamá. Una costumbre pueril
colombiana. Falta un español a caballo mandándoles a las minas. Según va perdiendo la
vergüenza las fotos son más naturales. Las tres siguientes son en Cartagena, en las islas
del Rosario. En bikini, ligeramente retocadas. Claudia es una experta y ha marcado en
rojo los rastros del Photoshop.
Daniela es pequeña con la cadera estrecha y unas pistoleras incipientes, unas pistoleras
que es lo que más interés ha tenido en amputar digitalmente. El pelo largo negro
azulado, más que liso estirado. La cara es graciosa y traviesa, infantil. Un gesto sincero
y una sonrisa sin trampas. Hace trescientos años solo podría tener dos hijos para poder
huir por la selva con su prole a cuestas. En la última se abraza con sus dos amigos
homosexuales en una terraza. La fotografía es repelente. El más joven y aniñado posa
descaradamente mostrando el que cree es su mejor perfil. Camisa brillante imitando
seda verde agua y un pelo claro con mechas rubio platino estudiadamente despeinado.
En medio Daniela mira a la cámara inocente. Sonríe como un niño pillado en una
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travesura. Lleva una camiseta de tirantes enseñando un brazo fino. Prácticamente no
tiene pecho. Y carece del más mínimo atractivo.
El gay maduro de rasgos de clara reminiscencia indígena, cara grasienta y pelo lacio
negro no mira a la cámara sino a su novia rubia con lujuria. La camiseta Marlon Brando
blanca muestra el principio de un tatuaje tribal vulgar. Leo la tarjeta que Claudia
acompaña a cada foto con el nombre de la parejita: Diego Fernando y Alejandro.
Por una vez Claudia y yo estamos de acuerdo, su inocencia es apabullante.
Sigue su biografía que ya he repasado cien veces con Claudia antes de salir. Nacida
hace treinta y dos años en Medellín en una familia acomodada, estrato seis. Nota de
Claudia: En Colombia perteneces a una determinada clase social oficialmente según tu
residencia. Cada clase o estrato lleva aparejado un número, del cero al seis, que
determina tanto los impuestos como los servicios de educación o sanidad distintos para
cada estrato. Feudal.
Es paisa como se conoce a las nacidas en Medellín pero no hace honor a su fama de
mujeres hermosas. Buena estudiante, licenciada en empresariales y derecho
internacional en la Universidad Católica de Bogotá, de esa época son la mayoría de sus
amigos. Pasa dos semestres en alguna universidad de Estados Unidos sin grandes
recuerdos. Claudia cree que sin duda la marginaron. Un año con el clan latino.
Declara solo dos novios formales. El primero es hoy uno de sus mejores amigos,
Fernando, que obviamente asistirá a la comida. El segundo, al que se refiere como el
cerdo, la chuleó lo que pudo hasta desaparecer bruscamente de su vida. Un año largo de
suplicio. Yo he sufrido una experiencia similar cortesía de Claudia. La confidencia que
no falla. A los veinticuatro años entra a trabajar en prácticas en una multinacional
holandesa promocionando rápidamente. Vive sola, en un barrio estrato cinco. Claudia
calcula que debe ingresar entre cincuenta y setenta mil dólares anuales. Conservadora
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contemporánea, católica practicante de las cómodas, de no al aborto pero sí al divorcio.
Como tantas otras se queda con lo que le conviene. Pobre Vaticano. Le gustan las
comedias románticas, la lectura (Ken Follet, Frederick Forsyth y similares) y salir a
rumbear con los amigos. Bailar, bailar y bailar. Sus amigos cada vez salen menos así
que ella también. Confiesa que a menudo baila sola en casa. Intenta ir al gimnasio desde
hace siete años sin conseguirlo. Y está permanentemente a dieta. Extremadamente
aprensiva, Claudia está convencida de que no se ha operado de estética por su miedo a
los quirófanos.
Mi perfil comienza con las fotografías también ordenadas por fechas, las mismas que
están colgadas en Facebook. Aunque las conozco casi de memoria me sorprenden una
vez más. La primera está tomada en el parque Güell. Estoy de pie al lado de la fuente
del dragón vestido con unos pantalones de explorador caqui y una camisa verde caza,
todo comprado en Coronel Tapioca ese mismo día. Es la foto favorita de Claudia para
romper el hielo. No da pistas sobre el estatus del protagonista. Puede ser un albañil o el
directivo de una multinacional disfrazado de turista. Salgo bastante favorecido. Pelo
rubio ceniza con una perfecta raya al lado, bien afeitado. Los ojos castaños transmiten
serenidad. Delgado pero con aspecto saludable, recostado en la fuente esbozando una
tímida media sonrisa. El contraste de colores transmite alegría. Un hombre en el que se
puede confiar.
La siguiente foto está tomada en el Retiro en primavera, con el estanque de fondo. Me
acompaña una actriz ya no tan jovencita que no fue difícil de encontrar. Sonreímos
abrazados y parecemos muy enamorados. La mujer que me rompió el corazón. Esa
historia les encanta a todas. La ropa es mía: un polo azul marino de uniforme de colegio
de pago. Sonrío abiertamente mostrando una dentadura de ortodoncia perfecta. Más
ancho de espaldas que en Barcelona.
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Fueron necesarias treinta fotos para captar este momento. En este hombre se puede
confiar. La espontánea lleva una falda larga de colores y una camisa floreada. El
estilismo es de Claudia. Contrasta claramente con mi polo neutro y mi aspecto formal.
Muy hippie pero de las depiladas. Es el personaje número 1. Busco en la sección de
personajes su novelada biografía: Se llama Gloria en memoria de una profesora de
Literatura de Claudia en San Diego que en los sesenta vivió siete años en una comuna.
Muerte o Gloria. Treinta y tantos. Tiene su propio negocio de Diseño Gráfico con unos
cuantos clientes fieles. Vive y trabaja en un pequeño apartamento regalado por sus
padres. Es vegetariana y su casa huele a incienso. Odia el tabaco pero adora el hachís
que fuma habitualmente. No bebe alcohol, sólo vino tinto. Un pasado promiscuo.
Mi primer encuentro con Gloria se produce en una cena de Navidad en casa de un
amigo común, donde conectamos. Es ágil y con su gran sentido del humor acaparó toda
la atención masculina. El segundo encuentro fatal, por casualidad a la salida de los cines
Renoir. Cena esa misma noche después de la película. Ella toma la iniciativa y se
despide con un casto chusco. El primer beso. Dos días después una cena romántica en
su casa con velas, Tofu, Rioja. Y sexo de postre.
De ahí arranca una relación tormentosa salpicada de infidelidades, mentiras y
reconciliaciones hasta que un día tras encontrarla en mi casa con el que entonces era un
buen amigo, rompo a llorar y con ella para siempre ayudado por una terapia de tres
meses. Una bruja cínica, infiel y mentirosa.
Claudia definitivamente se ha recreado con Gloria. Muy tierno el final, aparezco como
una nenaza sensible y llorona. Claudia no hace nada por joder, tras repasar de nuevo la
biografía de mi querida Daniela está claro que no se sabe como nuestras vidas corren
paralelas y que el destino por fin ha unido a dos almas gemelas. El destino se llama
Claudia y es un crack. La recomendación de Claudia es no hablar de Gloria en absoluto.
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Reviso la sinopsis de nuestras largas conversaciones en el Messenger. Al principio
hablaba mucho de ella, pero en los últimos dos meses no hay ninguna referencia a mi
querida Janis Joplin.
Siguen las fotos de familia. Una familia formal hasta la náusea. Mis padres aparecen
perfectamente vestidos para salir a cenar en el cumpleaños de mi madre. Mi padre viste
un pantalón beis, una teba azul marino que esconde una incipiente barriga y unos
zapatos burdeos con borlas. Buena planta. Tiene pelo aunque totalmente cubierto de
canas y mi misma nariz grande y recia de herencia vasca. De hecho Manuel, que así se
llama mi padre fotográfico, es de Hondarribia. Mi madre es tan neutra que hay que
hacer un esfuerzo por fijarse en ella. Buena pinta, caoba de abierta sonrisa y joyas
discretas. Yo aparezco parcialmente girado hacia mi madre, pantalones de pinzas azul
marino, camisa blanca con unos pequeños cuadrados azules y cinturón marrón a juego
con los zapatos. Un corte de pelo impecable. Muy tradicional. Sin duda en este hombre
se puede confiar. De fondo un cuadro grande de una madonna con niño. Una mañana
entera en el estudio para una fotografía perfecta.
Mis amigos están en su mayoría casados y con hijos. Por supuesto también tengo
amigos gays: Pedro, Paco y Nacho. Almodóvar, Clavel y Duato, las reglas
mnemotécnicas de costumbre. Me han apoyado siempre en los momentos difíciles y soy
su hetero favorito. Nacho es una musculoca, obsesionado con su físico y promiscuo
hasta el agotamiento. Le conocí en el gimnasio mientras me tiraba los tejos y nos
acabamos haciendo amigos. Pedro ha sido mi vecino durante veinte años, un amigo de
la infancia. Paco es su pareja desde hace más de cinco. Pedro el oso está perdiendo pelo
y se tiene que teñir la barba con frecuencia y Paco todavía viste como una jovencita
pero los años no le perdonan. La foto en Chueca, en una terraza. Un casting
perfectamente conseguido. Es la foto más gay que he visto. En medio, con un atuendo
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neutro aburrido, me río con ellos, amontonados unos encima de otros. Destaca mi
masculinidad entre tanto aceite. Encajan tan bien en el perfil que parece lo que son,
actores.
Dejo el resto de las fotos y me concentro en la biografía de mi nueva identidad.
Rodrigo Arizcun. Nacido en Madrid en una familia de clase media-alta. Padre neguri
emigrado y madre madrileña de origen extremeño. Rodrigo y María. Padre corredor de
bolsa, madre ama de casa. Comprensivos y cariñosos. Hijo único con una infancia llena
de atenciones. Sobreprotegido. Por decisión de su madre estudia solfeo y piano desde
muy pequeño. Buen estudiante. Tras un paso poco significativo por un pequeño colegio
inglés, rodeado de hijos de expatriados, decide estudiar Químicas que termina con un
año de retraso. Pocas aptitudes para el deporte. Va a al gimnasio a Pilates y una vez a la
semana a natación. Primer beso a los diecisiete. Pierde la virginidad a los veintidós con
una compañera de facultad. Pocos amigos, muy buenos y muy casados. Le gusta salir
pero no beber en exceso, se ha emborrachado en contadas ocasiones. No sabe bailar.
Fuma desde los veinte y cada año se promete dejarlo pero nunca ha durado más de una
semana. No ha probado las drogas salvo unas caladas a un porro que le marearon.
Trabaja en una empresa farmacéutica en un puesto medio y tiene pocas ambiciones
laborales. Tiene un pequeño patrimonio producto de una herencia. Vive alquilado en un
pequeño apartamento de setenta y cinco metros cuadrados en el Barrio de Salamanca.
Adora viajar pero odia a los turistas. Conoce las principales ciudades europeas, Nueva
York y Estambul. Quiere visitar Oriente, China y Vietnam. Como confesó una vez en el
Messenger, su vida durante períodos largos es trabajar, leer, ir al cine y soñar. Y en sus
sueños no está tan solo. Tan neutro que cuesta recordar los detalles. Y perfectamente
comprobable.
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Mi galería de personajes es bastante anodina y ya la hemos utilizado antes así que no
necesito memorizar más. Además no va a ser fácil que nadie se vaya a tomar la molestia
de comprobar nada.
Sus primeras conversaciones con Claudia en el Messenger son cuidadosas. El nick de
Daniela es Fénix, la que resurge de sus cenizas. El nuestro esta vez es Cástor, que busca
a su alma gemela. Cine, libros, viajes. Claudia va haciendo coincidir los gustos. El tener
un doctorado en psicología aplicada en la NYU, como siempre allana el camino. En un
mes de conversaciones está entregada y recibe un tratamiento intensivo durante los
siguientes dos meses con largas conversaciones cada tres días que se hacen cada vez
más frecuentes hasta ser diarias. Tras diez días de estudiado alejamiento que le provoca
la ansiedad deseada siguen dos meses más suavizando el camino hasta servirla en
bandeja con diez conversaciones por Skype cada vez más atrevidas que no recuerdo
bien pero tengo grabadas y debo repasar.
Claudia me ha preparado un resumen de cada uno de mis libros y películas favoritos
aunque la mayoría pertenecen al acervo cultural globalizado del siglo XXI. Dejo de lado
los primeros meses de acercamiento que aportan poco y paso a la manipulación
claudiana. Insinuaciones veladas en la distancia. Dulzura un día, irritación otro. Palabras
de doble sentido. La distancia hace mella y duele. Ataque en todos los frentes. Revivo
mi historia de amor con Daniela que no he sentido y escucho en el ipod las
conversaciones. Después leo las transcripciones que están al final del dossier.
Arriesgamos demasiado en esta jugada: es su cumpleaños y nos vamos a presentar sin
avisar. Si no funciona cobro igual así que no me preocupa demasiado. Que se entienda
Jerónimo con los clientes que para eso está.
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Alfa es un restaurante muy popular en Bogotá, Andrés carne de res. Propietario Andrés
Jaramillo, una institución en Bogotá frecuentado por presentadoras, modelos y actrices
de telenovela. Claudia ha incluido algunas fotografías. Por fuera es un edificio grande
de una planta al lado de la carretera que parece de madera, por dentro es un templo
kitsch de escaso gusto abarrotado de referencias religiosas paganizadas. Enorme, tiene
multitud de mesas y varias pistas de baile. El plan de mañana de Daniela es echar raíces
en una, comer y beber sin tino para terminar bailando salsa. Yo no bailo, pero si todo
sale bien estoy amenazado de tener que hacerlo.
Llamo a Claudia. Le digo que todo va bien. Oigo su risa cristalina mientras dice
-
Qué esperabas. Como siempre. La previsión es lo que tiene. Mañana por fin el
Fénix conocerá a Pólux. Y no será tan dulce como Cástor. Recuerda que
Rodrigo casi no bebe, no la jodas por una chorrada. Jerónimo está aquí a mi
lado, quiere saludarte y desearte suerte.
-
Dile a Napoleón que su general nació con suerte, sino nunca me habría
contratado. Me voy a dormir.
No añade nada más, me da las buenas noches y caigo rendido sobre la cama.
41
4
Me despierto al alba con el horario cambiado y el cuerpo revuelto. Son las seis de la
mañana de un sábado que va a ser muy largo. A pesar de llevar un día sin probar bocado
no tengo hambre. Me levanto y me tomo un Tranxilium 5 para seguir en la nube. Abro
el dossier y lo reviso de nuevo memorizando las partes más importantes. Alterno la
lectura con las conversaciones grabadas. Entro en Facebook y reviso cada una de las
páginas de los asistentes a la comida de hoy. Anodinas, adolescentes, estúpidas. Quieres
ser mi amigo. Patético. Finalmente dedico tres horas a leer cada palabra chateada en los
últimos meses. Como los malos estudiantes he dejado todo para el final. Admiro una
vez más la habilidad de Claudia. Después de lo que se me antoja una eternidad me dejo
llevar por el sopor y cierro los ojos en un duermevela de una hora.
Al despertar deshago la maleta, con cuidado de no arrugar nada, y preparo la ropa para
hoy. Ducha, dientes, Listerine y afeitado. After shave Old Spice, un clásico. Me arden
cara y boca. Todavía desnudo quemo el dossier hoja a hoja sobre la taza. Si necesito
consultar algo tendré que hacerlo en el ordenador. Diez minutos. Preparo el pastillero:
una pastilla de Cialis soft, dos cápsulas de Tranxilium 15 y dos de B12. Tengo el
estómago revuelto. Raya al lado y uniformidad de pincel primera cita. Bóxer de
cuadros, pantalones de pinzas beige, cinturón de cocodrilo marrón oscuro, camisa
blanca, un jersey azul claro de cashmere, y los mismos zapatos de ante marrón de ayer.
Abro la caja fuerte y agarro un fajo de mil dólares en billetes de cien. Necesito cambiar
dinero. Hora H menos tres.
Salgo del hotel, gafas de sol y llamo al celular de Daniela. Hora de establecer el primer
contacto. Responde a la primera señal. Tenemos una conversación anodina: Feliz
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cumpleaños. Te has acordado. Cómo no me iba a acordar, incluso te he enviado un
regalo a través de un amigo que está de visita en Bogotá. Le doy el nombre del Hotel y
la hora, la hora H. Qué ilusión, eres un cielo, pasaré a buscarlo y poco más porque con
eso tiene más que de sobra para abrir boca. Se despide aliviada. Una conversación entre
dos desconocidos. Yo lo seré siempre pero ella no lo sabe. Ella no lo es, su alma ya la
ha destripado Claudia y su cuerpo espero verlo pronto.
Me tiembla ligeramente la voz. No me cuesta nada aparentar nervios, antes de cada
operación me chispea en el estómago.
El sol brilla espléndido. Me dirijo al punto Eco, cambio mil dólares y guardo el grueso
fajo de pesos en el bolsillo delantero del pantalón. A diez metros escasos está el centro
comercial Bravo. Entro en el pequeño centro comercial. En la planta baja hay una
terraza interior. Me siento y pido un espresso doble y dos bollos rellenos de chocolate
caliente. Tardo ocho minutos en comer los bollos y beberme el café. No se puede fumar.
Salgo a la calle y fumo junto al guardia de seguridad que está atareado revisando los
bolsos de cada señora que entra en el centro. Enciendo el segundo mientras un segundo
guardia de seguridad ronda el perímetro con un pastor alemán famélico. Me distraigo
puntuando del uno al diez a las mujeres menores de cuarenta que entran en el Centro
Comercial. Todas llevan dos tallas menos de pantalón y esa moda agrede mi
sensibilidad estética. Cuando termino el cigarrillo sumo las puntuaciones y hago
mentalmente la media. Un cuatro y pico gracias a un diez y tres nueves que han llegado
juntos.
Dos cuarenta para la Hora Cero. Vuelvo al hotel con el fajo en el bolsillo y pago cinco
noches en efectivo. En la habitación reviso que todo esté perfectamente en orden y
guardo la mitad de los pesos en la caja de seguridad. Hoy no debería venir nadie a la
habitación pero no hay que descartar que esté famélica. La operativa de esta operación
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está siendo cara, más vale que inteligencia sepa lo que se hace. Vuelvo a salir del hotel.
Me resisto a sentarme en una terraza a tomar una cerveza, voy a tener tiempo de sobra
para beber cervezas. Reconozco los alrededores del hotel. Seguridad y cámaras en todos
los edificios. Conecto el ipod. A Dios le pido de Juanes. Mi Juanes a Dios no le pedía
morir de amor, tan solo un dieciséis para la banca. Más práctico.
Me siento en una terraza a tomar otro espresso. No tienen y pido un café. Tinto lo
llaman. Agua sucia. Pido un té. Té a las cinco, cinco años de té a las cinco, cinco años
de adiestramiento. La cita ineludible cada domingo con una abuela que no era la mía. Té
con una nube de leche para ella, agua caliente para mí. Con nueve años no se bebe té.
Instrucción. Dos horas de conversación intrascendente con el niño sentado bien erguido
en el sillón. No juzgar, no preguntar. Vetada familia, religión y política. Sin saber qué
era la política. La larga vara mantenía la atención y disciplina. Me asaltan aun hoy sus
modismos y circunloquios. Se consumió en dos meses. Fui al entierro con el brazo
lacerado por su vara y el alma desgarrada por perderla.
Vuelvo al hotel. H menos dos. Me recibe la sonrisa del portero que es ya una mueca. Al
llegar a la habitación enciendo el portátil. Usuario: Pólux. Contraseña de caracteres
ASCII: ALT+11 ALT+3 ALT+12. Aunque aparecen tres puntos negros sé que he
escrito ♂♥♀. Introduzco el pen drive, selecciono carpeta Romeo 5 y abro la
presentación de PowerPoint. Mientras las fotos de Daniela se suceden en el monitor me
sorprende la voz serena de Claudia:
“Odias las presentaciones. Nunca has abierto ninguna. Llevo tres meses esperando cada
noche de jueves a la misma hora a que no venga nadie. No lo sabías, ni tan siquiera tú
eres capaz de fingir tanta inocencia. He seguido sazonando desde entonces cada
presentación con despojos de mi vida pero hasta hoy no te has dignado a acercarte a la
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carnaza. Es la primera vez que recoges el mensaje de la botella, mala señal. El ambiente
está seco y tu boca ya no sabe a ladrillo con chocolate”. Cierro el ordenador.
He cobrado mis diez mil euros de fijo. Mi success fee es de treinta mil, el triple de lo
normal. Miro las fotos de Daniela que se alternan en el monitor. Una india
acojonándonos a todos. Demasiado tarde para acojonarse. Por España me atrevo. Por
dinero me atrevo. Por cojones me atrevo.
Borro la presentación y arranco el programa que en dos minutos elimina todo rastro.
Estoy tentado de enviar un SMS a Claudia pero opto por llamar. No responde, silencio
de comunicaciones previo al primer contacto. Nos lo hemos saltado otras veces pero
ésta no es otras veces. Perfect Day de la Velvet. Intento relajarme tumbado en la cama.
Me tomo pulsaciones. Hay kleenex en la mesita de noche, muy apropiado. Me bajo los
pantalones y me masturbo mecánicamente siguiendo el protocolo. Mi protocolo. Pienso
en Claudia. En dos Claudias. Menos de una hora para la Hora H.
Sincronizo mi IWC-Aquatimer con el reloj del portátil. Tengo hambre, un hambre
voraz. Servicio de habitaciones: un club sándwich y una cerveza. Heineken o Club
Colombia. Heineken. Diez minutos señor. Apenas diez minutos más para comérmelo.
Enciendo el televisor. Un programa de mecánicos de choppers con pinta de mecánicos
de choppers. Zapeo. Un anuncio de denuncia a la guerrilla y sus niños soldado. Zapeo.
MTV. Zapeo. Miami Ink, tatuajes. Están tatuando un corazón encadenado a un tarado
que padece incontinencia verbal aguda. Luce orgulloso un Speedy González en el
hombro. Para la posteridad.
La comida llama a la puerta. Firmo la cuenta, dos mil de propina y me siento a devorar
el sándwich. Engullo el primer trozo. Rancio. Tres patatas untadas en kétchup de sabor
irreconocible. Kétchup es Heinz, lo demás es otra cosa. Dientes y Listerine. Check list:
cartera, dinero, DNI, tarjetas, tarjetas de visita, pen drive, pastillero, teléfono y por
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supuesto el regalo. Un medallón de la Virgen del Rocío. Con dos cojones. Tomo aire,
salgo de la habitación y subo al ascensor que solícito espera en mi planta. Respira. Sé el
mejor.
Llego a la planta baja y me acerco a la puerta donde un portero sonriente musita un “le
están esperando señor”. Bloqueando la entrada está aparcado un BMW serie 3 nuevo
granate oscuro impoluto. Detrás un Audi A6 azul marino con los cristales tintados y el
techo lleno de antenas. Un enorme trozo de carne enfundado, en un traje de chaqueta de
color indefinido y camisa sudada blanca, mantiene con la mano izquierda la puerta
trasera del Audi abierta, mientras la derecha cuelga aparentemente relajada a lo largo de
su cuerpo. En una décima de segundo la mole sabe que no soy adversario para él. Y
tiene razón. Peso setenta y cuatro kilos y él al menos cien. Sin contar adiestramiento. En
el asiento de copiloto hay un hombre. Rubio canoso. La que debe ser mi Daniela
permanece oculta detrás de él. Rodeo el Audi tomando aire y me acerco al lado del
conductor para saludar como es debido y ver su cara de sorpresa. Antes de completar la
maniobra el conductor abre la puerta y me encuentro de frente una sonrisa abierta. Y no
es ella. Ni por asomo. Más alta que la media del país lleva el pelo rubio muy corto, ojos
azul gringo y una sonrisa de labios gruesos y dientes grandes, africanos. Tono de piel
oscuro. Es delgada pero voluptuosa, un cuerpo heredero de antepasados encadenados,
una mestiza que tira de espaldas. Vestido fino estampado de flores rojo y negro,
ajustado y escotado en el pecho con algo de vuelo por encima de la rodilla. No más de
treinta y cinco años que destilan dinero. Y sexo. Un Victorino en plaza de primera.
-
Bienvenido a Bogotá Rodrigo. Soy Daniela.
Lleva la barbilla tan alta que su nariz fina achatada apunta por encima de mí. Con la
mejor de mis sonrisas me acerco y le doy dos besos. Claudia qué me has hecho. La
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sorpresa escondida tras su sonrisa protectora apenas le ha durado una décima de
segundo. La mía una eternidad. Medio segundo más tarde recobro algo de compostura.
-
La sorpresa se suponía que te la iba a dar yo. Te veo algo cambiada, empiezo a
entender la fama de los cirujanos colombianos.
Ríe nerviosa aliviada por mi reacción. Se queda un segundo más de lo normal enfrente
de mí sonriendo, examinándome sin disimulo y sin dejar de sonreír entra en el coche.
Doy de nuevo la vuelta y crecido ante el castigo ignoro a la bestia que mantiene la
puerta trasera abierta y abro la puerta del copiloto.
-
¿Le importa que vaya delante?
Me recibe una mirada gris que saludo como a una vieja conocida.
Daniela contesta por él.
-
Andrzej, pase al otro carro por favor.
Un por favor frío en una voz acostumbrada a ser obedecida. Andrzej está aquí impuesto.
Y la bestia también.
Se baja ágil, examina el perímetro y en el mismo movimiento viola mi espacio vital.
-
¿Señor, me permite que le revise? Solo será un momento.
Escupe las palabras. Su forma de decir señor es ofensiva. Y la distancia más. A
veinticinco centímetros de mi cara me asalta su mejilla con una cicatriz curvada cosida
por un mal veterinario. En medio segundo cuento siete puntos pero no doy un paso
atrás, los músculos tensos calculando movimientos. Saltan alarmas olvidadas. Peligro,
seguridad del Este. Ofuscado recuerdo lo primero que me enseñó Jerónimo: tu mejor
arma es tu cerebro, no los músculos ni los huevos.
-
Usted primero Andrzej, usted primero. Contra el coche por favor. Solo será un
momento.
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Ni se mueve ni sonríe como yo. Sus ojos pasan del gris al azul. Está alimentándose de
mi Listerine. La estoy jodiendo, el machito del Messenger puede que tenga huevos pero
no tantos. Daniela se ha bajado del coche y grita pero no la oigo. Y Andrzej no quiere
oírla. Claudico. Voz clara y serena.
-
Si tiene que ser que sea dentro.
Pero Daniela ya está a mi lado, se planta delante de Andrzej y le sacude una bofetada
humillante y sonora. Algunos peatones curiosos se han parado discretamente en la acera
de enfrente, confundidos entre los puestos de mercadillo. Con una mueca y unos ojos
que escupen lava se disculpa con Daniela y me tiende la mano.
-
Lamento lo sucedido, tenía que hacerlo. Andrzej, encantado.
Que te follen. Que te follen cabrón. Si hubieras podido me habrías masticado las
pelotas. Y todavía tienes ganas.
-
Tranquilo, no pasa nada.
Sonriendo acepto su mano tendida con apretón de mano falso. La falsa moneda
circulando por doquier. Estoy de mierda hasta el cuello, sin inteligencia y a un océano
de la salvación. El camino lógico ahora es abortar y organizar una extracción para
mañana a primera hora. Me siento de copiloto sudado como un pollo y con el cerebro a
punto de estallar.
-
Eres corajudo españolete. Lo intuía pero no esperaba que tanto.
Su melodioso acento colombiano me distrae de la batalla. La adrenalina me dispara los
sentidos. Daniela de puro original está buena. Qué coño, está que rompe. Me sorprendo
mirándole sin disimulo las tetas marcadas por el cinturón de seguridad. Se adivinan
duras. Intento imaginar pezón y areola para ese pecho que no voy a ver y en otras
circunstancias sería mío.
Se ríe y en tono grave imitando acento español dice:
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-
Tienes cojones, joder.
Se ríe otra vez nerviosa. Relájate. Gana tiempo. Pregunto por mi Daniela. Se ríe. Las
risas son cada vez más nerviosas, incontroladas. Le sugiero que empiece desde el
principio. Al principio fue un juego. Y el juego degeneró en interés y el interés en hoy.
Algunas mentiras piadosas y una grande, su prima María Eugenia prestando cara y
cuerpo. Por pudor dice. El resto es mío. Daniela soy yo en el cuerpo prestado de María
Eugenia. Un nick físico. Un hombre tan guapo y valiente no suele perseguir a mi prima
María Eugenia. Los nervios disparan una verborrea inesperada.
-
Sé que no soy tan guapo y en España si algo sobra son huevos. Todo se hace por
cojones. Si hace falta podemos traer unas carabelas con una nueva hornada de
españoles para satisfacer las necesidades de las mujeres colombianas solitarias.
Se ríe. Los gorilas. Seguridad. Andrzej me cuida desde niña. Colombia es un país
distinto en lo bueno y en lo malo. Si te quedas lo suficiente te dará tiempo a darte
cuenta.
La conversación sigue fluida mientras salimos de un atasco para entrar a otro. Tacos los
llama ella. Guardo silencio sonriendo a cada nueva frase. Sigo en tensión. Estoy jodido.
Cabreado. Esta zorra, esta inesperada Daniela, se merece que me la folle antes de que
lubrique para que le duela. Jerónimo, eres un hijo de puta. Tanta mierda de puntos Eco y
Golf para acabar encerrado en un coche con una desconocida rodeado de escolta
armada. Qué cagada.
Recito mentalmente los extractos de los chateos memorizados para detener una erección
incipiente sin sentido mientras Daniela no para de hablar de historias de la gente con
nombre compuesto con la que yo voy a comer y Daniela a almorzar. Ya solo recuerdo
sus fotos, tan seleccionadas que parecen falsas, tan falsas como las mías. Luego juerga
para mí y rumba para ella.
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Me enciendo un cigarrillo sin preguntar. Un “no se puede fumar” acompañado de mala
cara. Para que voy en taxi. Por favor no fumes. Eso es otra cosa. Abro la ventana y tiro
el cigarrillo que necesito más que el oxígeno todavía encendido después de ganar la
escaramuza.
Llegamos al restaurante en veinte minutos largos y mientras nos bajamos se acerca
solícito un aparcacoches. Antes de ponerme totalmente de pie Andrzej está ya a mi lado.
Lleva la chaqueta abierta con el arma bien visible, una Glock del 45. Me tiemblan las
piernas. La maître es bajita. Al lado de Daniela todas estas colombianas son pequeñas.
Daniela ignora la fila que tenemos delante y pregunta por Andrés a la maître que sale
despavorida supongo que a buscar al tal Andrés, el Jaramillo de Claudia.
Aparece en diez segundos con un hombre alto con el pelo rizado y largo por detrás que
luce una barba rala. Recuerdo a la que no es mi abuela. Desconfía de los hombres con
barba, esconden algo y no sólo su cara pánfila. Va vestido casual pero estudiado. Está a
reventar con mucha gente esperando fuera y aún así nos pregunta que donde queremos
almorzar, en la terraza o dentro. Si te parece almorzamos fuera y luego pasamos dentro.
Por supuesto. Qué bueno verte por aquí. Me presenta. Nos sentamos en una mesa
grande y se va. Una cerveza para mí y una Coca Light para Daniela. Daniela me pide
una Club Colombia, producto nacional. Como si me importara una mierda. El medallón
le encanta. Jerónimo eres un cabrón.
Me remango la camisa justo hasta debajo del codo e intento relajarme mecido por la
melodía de sus palabras mientras la cerveza fría restaña las heridas del caballero herido.
Decido ir al cuarto de baño a tomarme un Tranxilium. Me disculpo y pregunto a la que
debía ser camarera, pero que aquí es mesera, por dónde se va al cuarto de baño. Dentro
al fondo. Atravieso la puerta y entro en un museo erigido al mal gusto. Se multiplican
objetos imposibles entre iconografía católica mancillada. Las fotos no hacían honor al
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despropósito. Esquivo a un mesero con tres platos de carne en bandeja de madera y me
encuentro de frente con el artífice del desaguisado.
-
Español, cuidadito con la mona.
-
Qué mona.
-
La rubia, la mona.
-
Qué pasa con Daniela.
-
Tú sabrás. Te recomiendo que nada. Tómatelo como un aviso de compatriota;
mi abuelo es español y como él decía nobleza obliga. Y no pidas la carne cruda
que no estás en España.
Esto va tan mal que no lo voy a empeorar con un Tranxilium. Engullo uno de 15 mg.
Me acerco al cuarto de baño y le mando un mensaje a Claudia. Romeo 5 abortado y
extracción inmediata. Alfa Eco. “AE”. Envío y borro el mensaje. Vuelvo a la mesa.
Daniela se levanta, me abraza y me da un beso en la mejilla. Se ha roto. No me puedo
creer que estés aquí. Su pecho contra el mío me provoca una erección instantánea. Me la
imagino gritando de placer. Íbamos a ahorrar mucho Cialis juntos. Yo también me
alegro de verte. La beso dulcemente en la mejilla. Quiero más pero salvo que quiera
venir conmigo al cuarto de baño hasta aquí hemos llegado. Me enciendo un cigarrillo y
le cojo la mano. Tengo las manos finas, siempre gustan. Le pido una foto y tras una
resistencia educada posa con soltura. Hago al menos cinco, me acerco su mano a los
labios y la beso con dulzura. Por fin empieza a hablar y me abandono al dulce murmullo
de su voz y a la magia del Tranxilium.
Sin darme cuenta termino la tercera cerveza y me encuentro capacitado de seguir con la
operación. Por fuerza y astucia. No ha parado de hablar y si la he escuchado no lo
recuerdo. La parejita gay me rescata del monólogo y me desnudan nada más verme. Los
dos. Le gusto al indio. Mi aspecto ligeramente aniñado tiene éxito entre los activos. Se
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ha hecho algún tratamiento en la piel, no se ve tan grasienta. Piden cerveza. Heineken.
Ambos tienen mejor aspecto que en la fotografía y tras hacerme las obligadas preguntas
de cortesía y disimular su sorpresa, comienzan a compartir con Daniela el último chisme
que corre de boca en boca por todo Bogotá. El acento gay colombiano es inimitable. Un
hombre de nombre compuesto, viceministro del Ministerio de Comunicaciones y
perteneciente a la élite bogotana, sospechando de su mujer de nombre compuesto,
organiza un viaje de tres días a Antioquia pero regresa al segundo día por la noche sin
avisar. Al abrir la puerta escucha ruido en el dormitorio principal. Sube y se encuentra a
su mujer sofocada en camisón de raso. Histérico entra en la habitación y la revuelve
entera hasta que por fin se asoma debajo de la cama donde se esconde su mejor amigo.
Más de noventa kilos de mejor amigo. El cornudo es un alfeñique pero se deja llevar y
chillando histérico le obliga a salir de debajo de la cama y le comienza a dar puñetazos
y patadas. El amigo no se defiende y solo se protege de los golpes. Tras dos minutos de
ira el cornudo cae al suelo gimiendo. No puede ponerse de pie ni mover la mano
derecha. Su mujer y su amigo le llevan al hospital llorando. Fracturas múltiples: tres
dedos del pie, muñeca y cuatro dedos de la mano. En el hospital le cuenta a todo el que
quiere oírle su historia, que corre desde entonces como la pólvora por todo Bogotá. El
cornudo indiscreto apaleado. Repasan entonces todos los nombres compuestos de
amigos y familiares de los protagonistas, enlazando anécdotas de unos y otros.
Desconecto y su letanía musical me acompaña de fondo.
Pido otra cerveza y me enciendo un pitillo. Definitivamente de perfil es más negra que
americana. Pómulos, nariz y labios. Vibra el móvil. Messenger de Claudia: “NOK”:
Negativo. Jerónimo eres un hijo de puta, el que está sobre el terreno tiene siempre la
potestad de abortar. Sigue un mensaje de Claudia: “No seas maricón. No me digas que
te ha entrado la morriña tan pronto”. Borro el mensaje y me concentro en mi negra rubia
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que salpica cada minuto con una mirada de devoción. Estoy absorto evaluando
alternativas para salir indemne de este charco mientras mantengo mi mejor sonrisa. Si
todo sale mal la extracción solo es posible por avión y vigilar un aeropuerto no es
demasiado complicado. Si son dos, sólo de seguridad personal, está claro que puede
desplegar un equipo suficiente como para que no me pueda mover ni al cuarto de baño
sin compañía. “Nuevo dato inteligencia, adjunto fotos de la nueva Daniela. Dos
guardaespaldas armados. Solicito actualización urgente de inteligencia”. Un minuto y
contestan. “OK. Actualizamos. 10”. Borro los mensajes. Cuando levanto la vista
sorprendo a Daniela observándome con un interrogante en la mirada.
-
La familia. Colombia está lejos y tiene muy mala fama
Sonríe con dulzura. La mesa entera se levanta al unísono. Me giro y veo a dos parejas
que se abalanzan a nuestra mesa. Juraría que a ellas las he puntuado esta mañana en el
Centro Comercial. Un nueve y un diez absoluto. Aquí también van a subir la media.
Fernando me saluda con una mirada afable y límpida y me presenta a su mujer,
Manuela. Fernando tiene esos rasgos dulces y suaves de moflete mullido de la clase
dirigente latinoamericana. Manuela podría ser presentadora, actriz o prostituta de lujo.
O mujer de potentado que es lo que era. Va arreglada hasta el exceso y maquillada en
consonancia. No parece tener más cerebro que el suficiente para saber que con Fernando
se vive bien. Dos hijos. En México sería una fresita. Me gusta más la otra pareja, tiene
un aire europeo. Ninguno de los dos tiene página en Facebook, algo es algo. Especulo.
Si no fuera por los pómulos él podría ser español, de buena cuna. Ella es tan increíble
que no importa de donde sea. Es morena de ojos verdes y con su sonrisa arde Troya.
Increíblemente hermosa. Afortunadamente para mi libido lleva los pantalones de su
talla. Juan Carlos y Carolina son colombianos y sencillamente son ricos. Arechederra.
Tiene una plantación de flor cortada y por el Bulgari de oro que lleva le debe de ir
53
bastante bien. Más tarde coincido con Carolina en que trabajar si no es necesario es
esnob y una ordinariez. Coincido con ella en todo. La mesa no tiene desperdicio. Y
Carolina es una diosa. Piden vino y entrantes. Yo otra cerveza. Juan Carlos me pregunta
de inmediato.
-
Eres vasco supongo. Apellidándote Arizcun.
Siempre la misma historia.
-
No soy vasco. Nací en Madrid. La familia de mi padre es de Navarra.
-
Yo soy descendiente de vascos. Tercera generación. Seguimos visitando cada
año el pueblo de mi bisabuelo.
-
Qué bien, es bueno no olvidar los orígenes. Aquí ser vasco parece muy
importante y tampoco es que sea para tanto. De lo más vulgar.
Me mira con estupor. Por las risas que acompañan mi afirmación lleva presumiendo de
vasco toda la vida. Me arrepiento de la ofensa gratuita pero le odio por presentarse con
una diosa que no piensa compartir. Se hace el silencio. Le tiembla el labio de ira pero
consigue sobreponerse. Mientras me disculpo sin mucha fe creo adivinar una sonrisa
juguetona en el verde de Carolina que me compensa una vida. Mi tibia disculpa parece
bastarle pero su lenguaje corporal indica que tengo un nuevo amigo en Bogotá.
Mientras Daniela me mira divertida, parece que disfruta con las humillaciones públicas.
Piden guaro y traen una botella de aguardiente pequeña, de alcohólico de parque, y
varios vasos pequeños. Fernando se toma tres seguidos. Ni lo pruebo. El aguardiente es
un licor de pueblo subdesarrollado. Sigo bebiendo cerveza. Tras una docena de
anécdotas de nombres compuestos y tres botellas de guaro la atmósfera es cada vez más
cordial y distendida.
Comemos el principal sin que tenga que intervenir en la conversación. Mi carne está
bien hecha y por supuesto insípida.
54
A los postres Manuela me mira directamente a los ojos y me dice
-
Sabrás que aquí juegas con ventaja. Con las mujeres al menos.
No contesto, levanto una ceja.
-
Pronto te darás cuenta de que al retumbar de la poderosa Jota española los
descendientes de chibchas, negros y criollos no pueden evitar bajar la mirada y a
sus mujeres se les aflojan lúbricas las piernas para recibir gustosas la simiente
del Viejo Mundo. Debe de estar en nuestro código genético.
Todo de un tirón. Y sin cambiar el tono. Las risas son cada vez más altas.
-
Espero que seas capaz de guardar la compostura delante de tu marido. Jjjjoder.
Las carcajadas alcohólicas suben de tono entre pobres imitaciones de acento español.
Llamo al mesero y le pido whiskey. Traen una botella pequeña de etiqueta negra con
hielo y soda. Manuela está borracha, muy borracha, y el resto va por el mismo camino.
O me uno a la fiesta o me pasan por encima.
El anfitrión pasa a preguntar qué tal todo. Daniela le pide que nos busque una mesa
dentro, parece más una orden que una petición. En cinco minutos estamos sentados en
una mesa semicircular al lado de una pequeña pista. Estoy rodeado, Daniela y Manuela
una a cada lado no paran de hablarme cerca del oído. Me sirvo una copa y enciendo un
cigarrillo. Manuela sigue centrada en la Jota. Me pide una y otra vez que le diga
palabras con la Jota. Su querido Fernando está quemado y se ríe sin ganas. Jota. Joder.
Te voy a joder. Y cuando me haya ido y tu venido porque ni en eso nos ponemos de
acuerdo volveré a empezar erguido y potente apoyado en la química que me hace más
fuerte hasta que te venga y te venga y me recuerdes para siempre. Y entonces ni todo el
dinero de tu Fernando evitará que emigres a la Madre Patria.
Elimino la espiral de pensamiento destructivo y me sirvo otra copa. No recuerdo
siquiera tomarme la anterior, el cigarrillo todavía humea entre mis dedos.
55
De repente Carolina me pregunta
-
¿Conoces Sotogrande?
Sotogrande. La Jolla de San Diego implantada en la costa gaditana. Conozco
Sotogrande. Una operación de dos semanas rematada en Madrid. Una operación limpia,
no como esta.
-
Sí, conozco Sotogrande, el santuario de la élite española en la costa gaditana.
Demasiado aburrido, y encima tiene las peores playas de todo Cádiz. Prefiero
Caños de Meca.
Está de acuerdo en que las playas no valen la pena y desmerecen el conjunto. Pregunta
por Caños de Meca y me extiendo evocando todos los veranos en los que no he estado.
No sé cuánto tiempo llevo hablando de Caños pero cuando por fin callo mi whiskey está
aguado y el silencio se apodera de la mesa.
La música arrecia y la canción melódica va dejando paso a la salsa y las primeras
parejas se lanzan a la pista. Miro a Daniela a los ojos y por primera vez en la última
hora y media me dirijo a ella.
-
¿Quieres bailar? Llevo dos semanas de academia. No es mucho pero puede que
sea bastante.
Se ríe. El mesero ha traído más guaro. Empiezan los brindis.
-
Luego. Es demasiado pronto. Baila con Carolina, está deseándolo.
No es inmune a los celos.
-
No creo que sea oportuno. Que baile con su pareja, al fin y al cabo ha venido
con él. Y se ha casado con él.
Se ríe y me obsequia con un beso casto en la mejilla. La siguiente copa también dura
menos que el cigarro. Estoy en el camino de la perdición.
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Juan Carlos está enfrascado con Fernando en una conversación de políticos que no son
Uribe. Manuela y Daniela vuelven a los nombres compuestos y la parejita gay discute
cada vez más acalorados. Carolina que es ya la única sobria de la mesa vuelve a la
carga.
-
Me encanta Europa. Estuvimos dos meses de luna de miel recorriendo Europa:
Madrid, Barcelona, Londres, París, Praga, Roma, Florencia, Milan, Como y
Venecia. Desde entonces cada invierno regresamos y de despedida pasamos
siempre una semana en Sotogrande en casa de unos amigos. Amigos de Small
World, qué te voy a contar a ti.
Small World, el filón, la página web de los idiotas con pretensiones, la mina donde
Claudia selecciona a las mujeres de buena familia hambrientas de Rodrigos
-
Sólo conozco París y Londres. También conozco Lisboa. Tengo muchas ganas
de ir a Italia.
-
¿Cuánto llevas en Small World?
-
Un año. Mis amigos se fueron casando y pronto me encontré solo. Unos amigos
que vivían fuera de Madrid me ofrecieron entrar y hasta hoy. Fíjate hasta donde
me ha traído.
-
Internet es increíble
Vuelve a su luna de miel y me describe cada ciudad con detalle. Y el Lago de Como. La
miro embelesado y añado a sus comentarios mis recuerdos. Bologna, Modena, Siena,
Parma, Padua, Verona, Génova, Turín, Rímini. Nápoles, Palermo…
No la interrumpo ni una sola vez mientras me relata con todo detalle su luna de miel
mezcla de hotel de lujo y de guía “Lonely Planet” de mochilero gringo. Nadie nos está
haciendo caso. Brindo con ella por los viajes y me termino la que es algo más que la
57
tercera copa de un trago sirviéndome otra a continuación. Carolina es un regalo
inesperado. Sin preaviso se inclina y me susurra al oído.
-
Acepta este consejo, es gratis. Regresa por donde viniste. Y rápido.
Su tono de apremio me deja helado. Me disculpo y voy al cuarto de baño atravesando
entre las parejas que ya llenan la pista. Nada más llegar me miro al espejo. Estoy mucho
más tocado de lo que creía. Como una cuba. Me tomo las dos B12 y salgo del cuarto de
baño con la vejiga vacía.
Me recibe Daniela en el borde de la pista con una media sonrisa. No digo nada y la
agarro dulcemente por la cintura. Un solo movimiento y la tengo encima. Por segunda
vez en el día asaltan mi espacio vital pero esta vez es consentido. La salsa arrecia.
Intento contar. Un, dos, tres. Un, dos tres. Pero esto es Colombia no la Academia y
desde luego Rosa con sus cincuenta largos no es Daniela. Sus pechos duros se aplastan
contra mi pecho mientras me devora con sus ojos hambrientos. Está bebida y empapada
en sudor, sudor que corre como un arroyo de montaña por el desfiladero de su escote.
Su muslo se frota contra mi entrepierna. Ya está segura de que me alegro de conocerla.
Me muevo desmadejado con la respiración entrecortada pero Daniela me sujeta firme
llevando el ritmo de la música. Ella baila, gira y sonríe sin parar. Un par de veces se me
acerca para decirme algo pero la música está muy alta y no escucho nada. Aprovecho
para apoyar mi mano en esa deliciosa primera curva entre la cintura y el culo, la famosa
cola colombiana. . Se pega el vestido y todo está duro, lo mío más que lo suyo pero hay
sintonía. Estoy empapado y recibo golpes por todos lados, una pista sudada de parejas
de choque. Daniela se aleja haciendo una figura que ha debido aprender en un doctorado
de salsa. Afortunadamente termina la canción y Daniela premia mi esfuerzo con un beso
dulce y húmedo en una mejilla sudorosa. Volvemos a la mesa donde nos esperan todos
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divertidos. Me siento y Manuela rápidamente me dice en voz lo suficientemente alta
como para que lo oigan todos,
-
Espero por tu bien que la teoría de que se jode igual que se baila sea mentira.
Se ríen todos.
-
Llevo solo un mes bailando salsa pero llevo dos jodiendo así que supongo que
algo mejor se me dará.
Carcajadas. Esta es ya una reunión alcohólica en las que parece que vale todo pero
desdichado de aquel que se lo crea. Manuela no deja de susurrarme al oído:
-
Eres Tenazzz Rodrigo, eres Tenazz
Ser tenaz parece ser bueno, al menos para Manuela.
Fernando sale al quite.
-
No hagas caso. Aquí bailamos desde pequeñitos. En las fiestas infantiles, con
ocho o nueve años, se montan chiquitecas y se empieza a bailar salsa. Y se sigue
bailando desde entonces hasta que te mueres. Bailar es importante. En la
adolescencia el que mejor baila es el que tiene más éxito entre las chicas. Tengo
que confesar que con catorce y quince años ensayaba todos los días al menos
una hora con mi madre y mis hermanas mayores. Mira eso.
En la pista hay una pareja joven que baila siguiendo el ritmo mientras la mujer gira una
y otra vez alrededor del hombre.
-
Bailan salsa estilo caleño. Se reconoce porque en el estribillo la mujer gira ocho
veces alrededor del hombre. Es un estilo muy difícil tanto para el hombre como
para la mujer. Y espectacular.
59
Cuento cada giro. El baila sin moverse del sitio pero con todo el cuerpo al compás de un
ritmo endiablado. Ella gira una y otra vez agachándose y estirándose sin perder el ritmo
ni un momento siempre sujeta con una mano a él.
-
Sí, ocho. Impresionante.
Manuela empieza a reírse.
-
Todavía no sabes lo impresionante que puede ser el ocho españolito, pero puede
que te enteres pronto.
Manuela se desternilla de risa. Encadena una carcajada con la siguiente entre hipidos
alcohólicos. Antes de que me de cuenta Fernando está ya de pie a mi lado y sujetando a
Manuela la levanta de la mesa. Tiene la cara encendida; ira o vergüenza.
Musita una despedida rápida y se va arrastrando a Manuela. La mesa se ha quedado en
silencio. Ha llegado el momento de encender un cigarrillo. Envuelto en una mesa de
silencio cuento giros.
No me da tiempo a terminarme el cigarrillo y ya están pidiendo la cuenta. Se acerca con
una sonrisa Jaramillo y nos informa de que Fernando ha cancelado ya. Ninguno parece
sorprendido. Daniela me coge la mano, me dedica una sonrisa tranquilizadora y salimos
del local esquivando la rumba en silencio mientras el resto nos sigue en triste procesión.
60
5
En la puerta del local esperan con los carros Andrzej y la mole muda. La despedida es
efusiva producto de las ingentes cantidades de alcohol ingeridas. Ellos se abrazan
hermanados en el exceso. Carolina se las apaña para acercarse más de lo debido, besar
más cerca de lo permitido y aprovechar el movimiento para introducirme algo en el
bolsillo. No me inmuto pero mi corazón ha dado un vuelco. Tras varios bienvenidos
muchos un placer y varios hasta la próxima nos separamos. Los maricos, así les llama
Daniela cariñosamente, insisten en almorzar mañana juntos en la G. Si hay T porqué no
va a haber G. Daniela promete contestarles mañana temprano.
Mi mente empapada en alcohol lucha contra el jet-lag. Subimos a la parte trasera del
coche. Conduce la mole muda sin nombre. Andrzej en el otro carro va tan pegado que
las luces iluminan el interior del nuestro. Daniela me agarra de la mano y sonríe de oreja
a oreja.
-
Eres chistoso, les has enamorado. Sobre todo a las niñas que estaban deseando
despellejarte. Eres la mejor sorpresa que me han dado jamás. Alejandro quiere
que almorcemos los cuatro mañana para conocerte mejor.
-
Sí, ya lo he oído. Por mí no hay problema.
-
Genial. ¿Hasta cuándo te quedas?
-
No lo sé
Me mira a los ojos desde muy cerca y musita
-
Adoro que estés aquí.
Y como una niña entrelaza sus dedos con los míos y se deja caer sobre mi pecho.
61
Las casas bajas de hormigón se suceden a los lados de la carretera apenas distinguibles
por la pobre iluminación. Me siento obligado a acariciar el pelo de Daniela que se
aprieta aun más fuerte contra mí. Empiezo a tener sudores fríos. Medio borracho me
planteo entablar conversación con la mole y solo un instante después de pensarlo me
asalta una carcajada que casi no puedo reprimir. Cierro los ojos y me abandono a diez
minutos de silencio jugando con el pelo fino de Daniela. Diez minutos de paz.
Abro los ojos cuando la mole detiene el carro en la puerta del hotel. Daniela se
incorpora con los ojos llorosos mientras noto una humedad molesta en mi camisa. Me
sonríe.
-
No es nada. Es de felicidad. Se me había olvidado lo que era. Se me habían
olvidado muchas cosas. No lo estropees Rodrigo, al menos todavía no. Mañana a
las doce te recojo y tomamos el brunch con los niños. Que descanses.
Sonrío y mi borrachera la besa dulcemente en los labios primero y en cada ojo después.
Sus lágrimas saben a perder la cabeza. Un beso más sujetando con dulzura su nuca y me
bajo del coche. Antes de cerrar la puerta me doy la vuelta y pregunto
-
¿Queréis subir? Vamos a estar un poco justos los cuatro pero puedo aseguraros
que valdrá la pena.
Daniela suelta una carcajada fresca y natural. Los cien kilos siguen inmutables con el
gesto adusto mirando al frente. Guiño un ojo y tras cerrar la puerta levanto el pulgar en
la dirección de Andrzej que vigilando los alrededores no se da por aludido.
Entro en el hotel saludando a la mueca y busco en el teléfono el número de Andy,
alguien tiene que pagar los platos rotos. Ya he llegado a mi habitación cuando por fin
contesta.
-
Aló
-
Andy, adivina quién te invita a cenar esta noche
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-
Ay nooooo. Hoy noooo. Mañana temprano tengo que hacer.
-
Mañana temprano es dentro de mucho. Son las 8 menos cuarto y tendrás que
cenar.
-
Bueno, dónde…
La resistencia mínima educada. Empiezo a apreciar a Andy. Recuerdo el listado de
restaurantes de Claudia. El primero de la lista, el que estaba más de moda y
seguramente el más caro está al lado de mi hotel. Una buena despedida.
-
Harry Sasson, en la 83. A las nueve. Si quieres te doy la dirección completa.
-
He celebrado al menos dos aniversarios ahí. Reserva en el patio. ¿Qué
celebramos esta noche?
-
Nuestro primer aniversario. Te parecerá poco.
Se ríe y nos despedimos hasta las nueve. Busco en la agenda el teléfono del restaurante
y reservo una mesa para dos en el Patio. Hay música en vivo. Que no decaiga la fiesta.
Abro el correo y no hay nada. Envío un mensaje a Claudia
“Daniela no es la Daniela que esperábamos. Dos unidades de escolta con arma corta.
Resto seguridad previsible muy alta. Riesgo excesivo. Probabilidades estimadas de
éxito de la operación por debajo del 25%. Espero instrucciones”.
En un minuto recibo la contestación de Claudia:
“Tres horas. 80 - 15 - 51 – 232”.
Llamo por teléfono y salta el contestador. A la mierda. Llamo a Jerónimo. Teléfono
apagado. Ese cabrón se cree el coronel Kurtz. Llamo a Iberia, me confirman que quedan
plazas en el vuelo a Madrid de mañana y cambio el billete. Me acerco al mini bar, me
pongo una copa, enciendo un cigarrillo y fumo empapándome de una situación que
definitivamente no me gusta. Repongo las B12 del pastillero. Tengo una hora para
ahogar la estridente señal de alarma que no he conseguido apagar en todo el día.
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Me ducho y me cambio de camisa. No sé si la hora que marca mi reloj es española o
colombiana pero nada me importa ya. Abro la maleta vacía y desmonto con la ayuda del
destornillador de la navaja suiza el armazón de plástico de la maleta, extraigo de cada
una de las cuatro ruedas la pequeña pieza metálica redondeada que las rodea y del asa
dos piezas metálicas paralelas sin aristas ligeramente curvadas unidas por el centro de la
longitud de la palma de mi mano. Una a una engancho las piezas circulares a la barra
central hasta quedar todas perfectamente encajadas formando un conjunto sólido y
ligero de acero y titanio. Las piezas están hechas a medida y se adaptan perfectamente a
mi mano. Salgo al descansillo, cierro el puño y protegido por el puño americano lanzo
un crochet de derecha a la esquina de la pared arrancando un trozo de ladrillo. Un peso
medio con la pegada de un pesado. Entro de nuevo en la habitación y guardo el arma en
la funda camuflada en la manga de la cazadora. Dentro del neceser está el espray de
pimienta. Junto con el pequeño cuchillo del cinturón es todo lo que hay. Dientes,
Listerine y salgo del hotel preparado para poco más que una pelea de bar y un revolcón
de motel de carretera.
Despido a la mueca de la puerta con una inclinación de cabeza y giro a la derecha.
Doblo la esquina y al llegar a la altura del Casino me vuelvo y sorprendo una mirada en
la otra acera que avanza entre las sombras sin perderme de vista. Acelero el paso
alargando la zancada y la silueta cada vez más visible acelera a su vez el suyo.
Comienzo a trotar y sin aviso esprinto hasta doblar la siguiente esquina. Entonces me
doy la vuelta y espero en la sombra junto a la pared simulando hablar por teléfono. El
sabueso no tarda más de tres segundos en pasar a mi lado como una exhalación.
Estamos en plena T, en la zona peatonal. Aprovecho el desconcierto para sentarme al
fondo de una terraza cercana, en la penumbra. Pido fuego a la pareja que está al lado y
bromeo con ellos acercando mi silla a su mesa, dando la espalda a la calle abarrotada de
64
gente. Aparentamos ser un grupo de amigos tomando una copa. A los tres minutos le
veo regresar furioso. Camina despacio reconociendo metódicamente la zona intentando
localizarme. Es un mulato alto de no más de veinticinco años atlético y fuerte. Peso
crucero, unos noventa kilos. Doy un sorbo a la copa escondido detrás de mis nuevos
amigos mientras le observo buscando bultos, arrugas o algún movimiento extraño al
caminar que delate un arma pero no parece ir armado, el arma es él. Llama por el celular
y tras una breve conversación regresa en dirección al hotel abriendo y cerrando las
aletas de la nariz con violencia. Su control no estará contento. Apuro la copa de un
trago, le pido al mesero una ronda invitando a mis nuevos amigos y enciendo un
cigarrillo acunándome con la cadencia de sus dulces palabras. Ella sólo se llama María
y Juan Roberto todavía no es su novio. Es toda su historia y a mí me basta. Juan
Roberto es experto en plátanos, ha regresado a Colombia la semana pasada tras cuatro
meses de asesoramiento en Uganda y relajado por el alcohol nos ilustra en el arte de las
plantaciones de plátanos. El primer secreto está en el número de golpes que recibe la
fruta desde el árbol hasta la tienda. Máximo ocho. Hoy es el día del ocho. Cuentan los
golpes desde bajarlos del árbol hasta sacarlos al mostrador, cada movimiento un golpe.
Cada golpe menor calidad de la fruta. El etileno para maduración es la segunda variable
fundamental. Se crece y recrea entre lavados en agua caliente a cincuenta grados,
Antracnosis y pudrición tipo ceniza de cigarro con una apasionada María y un
recalcitrante jet-lag borracho de auditorio. Termino el trago y me despido entre sonrisas.
A las nueve menos diez atravieso el umbral de Harry Sasson. La fachada del restaurante
es una gran cristalera. Atravieso el umbral hasta los enormes ramos de flores que
presiden la entrada. Una vez me acompañan a mi mesa descubro por qué insistía Andy
con el Patio. Estoy sentado en un espacio rodeado de grandes árboles y vegetación
cuidada, presidido por una fuente circular iluminada con pétalos de rosas en el centro.
65
En una esquina una mujer con un vestido de noche granate canta lo que parece ser
folclore mexicano. Canciones ligeras, no rancheras. El vestido es precioso, de seda
salvaje con el vuelo de la falda rematado con plumas negras. Mal agüero. Aterriza el
whiskey con soda y me enciendo otro cigarrillo. Encuentro la nota que me ha
introducido Carolina en el bolsillo: un sencillo llámame y un número que presumo será
el suyo. En otro momento, en otra vida. Copio el número en la agenda con dificultad.
Me siento muy solo entre trago y trago en este “El dorado” lleno de tentaciones y
peligros. Llamo a Claudia.
-
Rodrigo.
-
Señorita Claudia, celebro que finalmente se haya dignado a contestar a mis
llamadas.
-
Estás borracho. Eres la hostia.
-
No demasiado. Aunque lo solucionaré en breve. Esto está muy agitado. No
sabemos nada de ella. Claudia, dame una razón para no regresar esta misma
noche.
-
Rodrigo no te engañes, tu carácter te impide regresar con el rabo entre las
piernas. Te quedarías dos años en Bagdad si tuvieras una misión pendiente. Las
fotos pueden ser falsas pero el resto no tiene porqué serlo. Y olvídate de escoltas
y seguridad, no es lo tuyo. Tú sabes de ternura y comprensión, de miradas
profundas y sentido del humor cómplice. Sabes cómo rescatar de la soledad,
sabes de abrazos fraternales, de hacer reír, sabes besar con ternura y hacer el
amor en una combinación imposible de dulzura y pasión desatada. En resumen,
sabes ilusionar y hacer feliz a una mujer y no hay seguridad ni escolta que pueda
contra eso. Céntrate en tus puntos fuertes y deja de comportarte como el
liquidador que te hubiera gustado ser y no eres.
66
-
Joder, qué cursi eres. No me dores la píldora que no trago. Me han intentado
seguir a la salida del hotel pero les he dado esquinazo
-
Rodrigo, no seas gilipollas y tranquilízate, no hay nada que esconder. Eres
Rodrigo Arizcun, un fracasado solitario capaz de cruzar el charco por una mujer
corriente sin demasiados encantos. Sorpresa, es muy rica. En Colombia eso
implica escolta armada. Mejor, seguridad gratuita para ti. Además por las fotos
que he visto de nuestra nueva Daniela lo de los encantos se ha solucionado.
-
Es muy rápida. En cinco horas nos hemos besado, ha llorado y es feliz.
-
Yo también soy feliz por ella, no es bueno estar tan solo. Y baja el ritmo, está
tan sedienta que es mejor que beba poco a poco. Al grano, te lees lo que te acabo
de enviar y seguimos como si no hubiera pasado nada. En tres días a lo sumo
estás volando de vuelta. ¿dónde estás?
-
Cerca del hotel, a punto de cenar
-
¿sólo?
-
Por el momento
-
No me jodas Rodrigo.
-
Yo también te quiero Claudia. Un beso y gracias. Te debo una buena cena y si
quieres después practicamos juntos todo eso que dices sé hacer tan bien.
-
Qué ingenioso. Cualquier cosa me llamas. A mí, no a Jerónimo. Le has puesto
nervioso. Y otra cosa, entre Jerónimo y tú me estáis cansando con tanta jerga
militar. A Jerónimo se lo tengo que aguantar y además él no sabe hablar de otra
manera, pero tú no has visto un cuartel ni en pintura así que te agradecería que
hablaras como Rodrigo Arizcun el desgraciado que no folla y no como un Delta
Force encubierto. Es patético.
-
No seas llorica. En el fondo a ti también te gusta. Hasta luego.
67
-
Hasta luego. Cuídate.
Cuelgo y apuro el trago. El camarero solícito retira la copa, cambia el cenicero por uno
limpio y tras hacerle una mínima inclinación de cabeza trae uno nuevo. Enciendo otro
cigarrillo. Estoy razonablemente borracho. He estado tentado de levantarme a cantar
con la pájara una versión de una canción de Sabina pero he resistido a los cantos de
sirena atado con el whiskey y el tabaco a la mesa. Tengo que preguntar donde he
guardado la compostura porque no la encuentro. Tomo las dos B12 que llevo en el
pastillero. Una copa y tres cigarrillos más tarde llega Andy. Andy está increíble y lo
sabe. Yo estoy horrible y lo sé. Me levanto con dificultad y le hago un besamanos
baboso.
-
Buenas noches Rodrigo. Parece que hoy alguien ha desayunado whiskey.
Pídeme un Martini de vodka a ver si te alcanzo aunque lo dudo.
-
Tampoco exageres, son los nervios. No todos los días tengo la fortuna de cenar
con una mujer como tú. Y por si todavía no te lo he dicho estás increíble.
Se acerca el maître y ordenamos rápidamente. Andy algo asiático. Yo pido pato y para
compartir unos langostinos y una ensalada. El maître recomienda un Merlot chileno y
no discuto. Andy está increíble enfundada en un vestido de noche de tirantes negro con
lentejuelas, perfectamente maquillada con el pelo recogido en un moño alto. Sus ojos
desbordan miel. Y su cuerpo pecado. Es más bella de lo que recordaba.
-
Estás de verdad espectacular esta noche.
-
Gracias. A mi edad tiene su mérito.
-
Con treinta y tantos años una mujer es todavía una niña.
-
Adulador. Tengo cuarenta y cinco y aparento cuarenta y dos o a lo sumo
cuarenta. Y lo sé mejor que nadie.
68
-
Mejor que nadie. Yo sé mejor que nadie que soy un privilegiado. Cuando has
llegado todas las mesas han levantado la cabeza. Y el deseo y la envidia nos han
acariciado por unos segundos. Siguen ahí latentes. Mejor que nadie. Sabes mejor
que nadie que eres hermosa, con una belleza que el tiempo ha reposado
haciéndola menos ofensiva. Tanta belleza puede hacer daño.
-
No es la belleza lo que hace daño sino la ambición.
Permanezco serio sujetando sus ojos con los míos y apretando su mano invitando a que
empiece. Tiene mucho que contar, a eso ha venido. Aún así se sorprende vomitando su
vida sobre la mesa. Inspira y se sumerge en el pasado responsable de su presente infeliz
y en arcadas sucesivas vierte una vida llena de frustración. Tiembla su labio y su alma
rememorando cada una de sus noches de soledad y los largos años sin amor, desengaños
y abstinencia sexual que no compensan todos los brillantes del mundo. Relleno
periódicamente su copa de vino. Ya no habla conmigo, habla con ella misma. Al
camarero que retira los primeros que ni hemos probado le pido que traiga una botella de
Taittinger. Cuando llega el champán se calla y me mira con una sonrisa triste. El
maquillaje ya no oculta sus arrugas.
-
No me mires así. Celebramos nuestro primer aniversario. Y para mí hasta ahora
todo ha sido maravilloso, no puedo reprocharte nada. Si no fueras tan jovencita
te pediría que te casaras conmigo.
Lleno las dos copas de champán y brindo por ella. Me levanto y tras una pequeña
reverencia la invito a bailar.
-
Rodrigo no me hagas esto, qué vergüenza.
Y se levanta sin hacerse más de rogar. Ahora sí nos miran todos. Comenzamos a bailar
muy suave, pegados a la mesa. Andy se ha acurrucado en mi pecho y baila con los ojos
cerrados. Es una canción triste que no conozco. Tengo una erección. Dos parejas más
69
nos imitan y pronto la mitad del Patio baila acaramelado. Andy me mira sonriendo en
un gesto que le quita veinte años. Me poso en sus labios que me reciben hospitalarios y
ya no nos separamos hasta que termina la canción. Nos sentamos y dejamos pasar el
tiempo bebiendo, comiendo y hablando, paladeando cada momento de una cena que está
siendo perfecta. A los postres estamos solos, sin música ni miradas curiosas.
-
Andy mañana es nuestro segundo aniversario. Podíamos cenar en el mismo sitio
donde celebramos el primero. No estaba del todo mal.
-
No corras tanto Rodrigo, el primero todavía no ha terminado.
Pago la cuenta y dejo una buena propina. Salimos a la calle que está todavía bastante
animada. Son las doce y cuarto.
-
Señorita si me lo permite la acompaño a su casa
-
Faltaría más caballero.
En menos de diez minutos el taxi nos deja frente a un amplio portal de mármol. El
portero nos abre solícito la puerta según nos acercamos. Subimos en ascensor hasta la
tercera planta y al abrirse la puerta aparece un mostrador de hotel huérfano. Giramos a
la derecha y al fondo una gran imagen de la virgen domina un gran distribuidor central
decorado como un salón burgués atemporal, con mesas, sofás y lámparas que se
mezclan con cuadros de motivos florales. Frente a la virgen hay un reclinatorio vacío y
un atril con una Biblia que espera su momento. Un trozo de iglesia en mitad de ningún
sitio. Andy me sonríe
-
Ahora no es el momento de rezar. Mañana lo haré por los dos.
Mientras Andy abre la puerta siento los ojos de la virgen clavándose en mi espalda.
Entramos y el vestido de noche negro de Andy no pierde el tiempo y encuentra su
percha con rapidez. No se quita los zapatos altos de tacón, zapatos con una pluma negra
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en el centro. Mal agüero. La cirugía de su pecho araña el aire ganando el pulso a su edad
y a la gravedad. Es pronto para ellos; muerdo su nuca ahogándome entre todos sus
perfumes mientras entrelazo mis dedos con los suyos y comenzamos todos juntos a
acariciarla y lo que acariciamos es más terso y firme que lo prometido. Las
respiraciones se aceleran, una mano se aferra a su pecho mientras en un malabarismo
imposible la otra libera a los pies de zapatos y calcetines. La camisa prefiere ir al suelo a
romperse de calor. Uno de sus pezones crece lo impensable entre mis dedos, la cadera
se descontrola y acompañada de pequeños suspiros comienza a subir y bajar con
pequeños movimientos rítmicos acompasados. Al otro lado revienta mi deseo, los
suspiros son gemidos cuando la empujo sobre la cama y beso sus bragas negras de fino
encaje. Ya de frente y desnudos no se sabe por qué tan pronto la vorágine. Beso y
muerdo labios, cuello, hombro, pechos y cadera. Ataco y defiendo. Desprendo tanto
calor que la cama rompe a sudar humedeciendo lo poco que pudiera estar seco. Siento el
pulso marcando el ritmo entre mis piernas. Arañan mi espalda mientras mi mano
acaricia un muslo húmedo. Mi lengua atraviesa un sonido gutural agradecido. Quiere
entrar pero la aguanto. Beso otros labios con las manos en su culo atemporal y su sabor
se me pega a la garganta. Hay un ritmo acompasado que se lo va a llevar todo en un
pasacalle de pasión. No puede más, se escurre y sube a la cofa y se hunde hasta la
cubierta con el mástil envuelto invisible. La vigía tiene los labios hinchados y la mirada
deshecha pero se esfuerza y sube y baja y gira envuelta en respiraciones, gemidos y
sudores buscando más dentro que fuera el camino que parece estar a la vuelta. Muerdo
sus velas insolentes y atrapo su popa turgente moviéndola al ritmo de la marea, y la
marea inunda con su ritmo barco, mar, agua y tierra hasta que por fin estalla en una gran
ola gigante que se lleva la razón y sólo queda en pie un mástil imponente y un naufrago
abrazado a él adorándole por haberle devuelto la vida.
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Para abreviar un combate que tengo ganado en el segundo asalto controlo el castigo y
me vacío con ella en la lona abrazando su KO. Se queda inmóvil mientras acaricio con
dulzura los mechones que se han soltado del moño y antes de que me de tiempo a
recordar la última vez que lo hice por placer duerme exhausta. Un náufrago que ha
encontrado tierra firme.
Me visto con un sabor imposible mezcla de sexo, whiskey, champán y pato y salgo con
sigilo de la habitación. Cierro la puerta con cuidado y me despido de la virgen
intentando recordar la Salve. El ascensor me devuelve a las calles de una ciudad extraña
donde los taxis son amarillos y por siete mil pesos te dejan en la puerta del hotel.
72
6
Me levanto con una fuerte resaca envuelto en olores que aunque conocidos no son míos.
Mi reloj dice que son las diez y media pero mi cabeza y mi cuerpo se niegan a aceptar
esa realidad. Hora y media para la cita con Daniela. La ducha caliente se eterniza pero el
agua no repara almas ni perdona los pecados. Intento afeitarme sin destrozos y
reconocer el rostro demacrado de ojos amarillentos que me interroga desde el espejo.
Dientes, Listerine, una B12 y un gramo de Paracetamol. El primer cigarrillo se
amontona con los que se quedaron ayer distraídos en mi garganta.
Luce un sol espléndido. Pido por teléfono un café espresso doble que no tienen y me
visto: vaqueros un polo verde caza y unos mocasines de ante estropeado. Envío un SMS
de buenos días a Andy, enciendo el portátil y me conecto a la red del hotel. Tecleo la
dirección que me ha dado Claudia, ftp://80.15.51.232 y en dos segundos tras introducir
la contraseña descargo el archivo. Un .txt, un archivo plano. No tengo fuerzas para
leerlo ahora. Encripto el archivo y salgo de la habitación con las gafas de sol ocultando
mis ojeras buscando un espresso que me despierte.
Un ascensor y veinte pasos hasta encontrarme a la mueca de la puerta que ya me resulta
ofensiva. Malditos diez mil pesos, estoy tentado de darle veinte mil para que no me mire
más, doscientos mil si desaparece de mi vista los días de penitencia que me esperan. Me
arrastro por la calle vagabundeando hasta Bravo. Espresso doble y dos bollos rellenos
de chocolate caliente. Un hombre de costumbres. Y dos botellas de agua con gas.
Alguien me dijo alguna vez que hidrata más. Mis intestinos se revuelven pendencieros
contra la intromisión en su letargo. Y rugen.
-
Parece que tienes guayabo.
73
Una voz áspera me despierta del letargo. Giro la cabeza para encontrarme la cara del
mulato a distancia de instructor Marine. No me ve los cuernos. Es más negro a través de
los cristales de las gafas de sol. Tiene una mano apoyada en el respaldo de la silla y
extiende la otra en la mesa con su aliento calentando mi oreja. No parece estar
demasiado contento. Mi cuerpo embotado sigue extrañamente relajado a pesar de la
intrusión. Miro al frente y me dejo llevar por el paisaje. Su brazo cuajado de músculos
fibrosos se interpone entre una mona adolescente y mis ojos. Parpadeo despacio
acariciando con los ojos mis párpados hinchados. Las monas son un hallazgo
inesperado.
-
No deberías salir a trotar de noche. Puede ser peligroso.
Espera una respuesta pero no encuentro ninguna. Sigue inmóvil y en silencio durante
demasiados segundos esperando una respuesta. No contesto, no le miro. Para qué. La
mona mientras tanto amenaza con irse. Me dispongo a invitarle a un café para que se
siente y no me destroce el panorama pero se incorpora antes de que me de tiempo a
abrir la boca y se va por donde ha venido. Me estiro sin disimulo mientras un bostezo se
apropia de mi cara. Otro café, termino la segunda botella de agua y salgo de Bravo
derecho a Hotel con las entrañas retorcidas.
En Hotel la mueca me abre la puerta más histriónica que nunca. Hora H menos uno.
Subo a la habitación y me lanzo a otra ducha caliente intentando vencer los escalofríos
que me recorren el cuerpo sin piedad. Me visto cambiando el polo mojado de sudor por
otro granate mientras me planteo beber una cerveza para luchar contra el síndrome de
abstinencia pero la idea me provoca nauseas. Bloody Mary. Ordeno un Bloody Mary al
servicio de habitaciones y vuelvo a encender el ordenador.
Mientras arranca desmonto y guardo el puño americano en su escondrijo de la maleta,
también el cuchillo. Me quedo el espray, desde ahora iré armado como una colegiala
74
temerosa. Espero que Claudia tenga razón aunque Claudia siempre tiene razón, al
menos hasta ahora. Introduzco usuario y contraseña y entro en el equipo. Está lleno de
archivos y carpetas con documentos que nunca he abierto.
Abro la carpeta de faxes donde he guardado el archivo. El proceso de descifrado no dura
más de un segundo. Abro el archivo. El texto es corto:
“Operación Romeo 5: Fase uno completada con éxito. Imposible contrastar nuevos
datos de inteligencia desde centro de operaciones. Valoración actual fiabilidad info
dossier Romeo 5 inferior al 75%. Actualización de inteligencia en 24 h. Proceder con
fase dos. Una vez completada esperar evaluación para nuevas instrucciones.”
A veces pienso que Jerónimo pasó demasiado tiempo en la Bandera de operaciones
especiales de la legión. Nunca me ha fallado pero esta vez estoy más lejos y más solo.
Me han mandado al campo de operaciones sabiendo poco más que donde está el dentista
y en esta Santa Fe hay mucho más que la desesperada de costumbre con vigilante jurado
aburrido en la garita. He dado la espalda al sin novedad, aquí hay demasiadas
novedades. No informo de mi visita matutina, para qué. No me extraña que Daniela
busque incautos por Internet, con la cohorte de gorilas que la rodean ligar no debe
resultarle muy fácil.
El Bloody Mary llama a la puerta. Lo apruebo y pido otro. Me conecto a Internet y
selecciono en mis favoritos mi portal de apuestas deportivas. Introduzco usuario y
contraseña y reviso el saldo disponible. Ochocientos cuarenta y tres con treinta y cuatro
euros. Reviso los partidos del fin de semana de la liga española, Premier y Calcio.
Selecciono ocho partidos a doble resultado. Apuesto la combinada, una Goliat,
doscientas cuarenta y siete apuestas, un euro por apuesta. Doscientos cuarenta y siete
euros de apuesta. Quinientos cincuenta y ocho con setenta y ocho el pleno. Me
75
encuentro mucho mejor. Me acerco al espejo y me recibe una cara aun hinchada pero
más fácil de reconocer. El segundo Bloody Mary llega sin ruido.
Borro el archivo, arranco el programa que deja el portátil impoluto, sin resto alguno de
archivos temporales, y lo guardo en el armario enfundado en su bolsa. Hasta esta
operación la seguridad impuesta por Jerónimo ha sido lo más parecido a un juego que
ayudaba a mantener la concentración, en Romeo 5 ha cobrado sentido. No sería de
extrañar que alguno de mis recientes amigos pueda pasarse a hacerme una visita. Me
asomo a la ventana y está diluviando. Este tiempo está loco. Check list: cartera, dinero,
DNI, tarjetas, tarjetas de visita, pen drive, pastillero, teléfono. Agarro mi cazadora y
salgo de la habitación dispuesto a improvisar apoyado en los dos Bloody Mary y en mi
recurrente inconsciencia adolescente.
Fumo en la puerta del hotel junto a la mueca. Anestesiado no me irrita en exceso.
Ahora llueve a cántaros. Joder. A la mitad del segundo pitillo llega el BMW conducido
por Andrei. Daniela previsora está sentada detrás. Subo al coche y saludo con sarcasmo.
-
Buenos días Srta. Daniela. Espero que haya dormido usted bien.
-
Buenos días Sr. Arizcun. Viendo su cara está claro que he dormido mejor que
usted.
-
Buenos días Sr. Andrei.
Andrei musita un buenos días Sr. Arizcun y pone el vehículo en marcha.
Doy un beso en la mejilla de Daniela y me acomodo cerca de ella. Comienza el segundo
asalto. Ayer gané el primero por puntos pero hay que seguir trabajando. Concentración,
pies ligeros y golpes al cuerpo para quitar el aire.
-
Ayer estuviste brillante. Esta mañana me han llamado todos para comentar sobre
ti. Las primeras Manuela y Carolina, son como viejas cotorras.
-
Y además para variar no me llamo Rodrigo Javier o Rodrigo Alberto.
76
Me ríe el chiste malo y comienza a relatarme en detalle cada conversación. Está de buen
humor. Hoy a pesar de ser más rubia que ayer, de sus dientes grandes y blancos, de sus
labios gruesos y de sus ojos azules parece indígena, selvática, una amazona de leyenda
pero con los dos pechos intactos. Cuatro segundos en silencio disfrutando de sus curvas
es demasiado tiempo. Otra erección incipiente y ya van demasiadas. Claudia se
equivoca, el sediento soy yo. Su piel es oscuro sucio, sin el lustre africano, ligeramente
grasienta. Empiezo a dudar de los antepasados encadenados que veía ayer. Su genética
es camaleónica. La repaso con fruición y noto como mi libido se dispara. Me fuerzo a
recordar la sonrisa de Carolina y antes de que me pregunte qué hice anoche ya he
controlado la situación.
-
No podía dormir. El jet-lag. Salí a dar una vuelta y terminé tomando copas en un
restaurante. Patético.
-
Alguien me ha dicho que primero saliste a trotar. Y volviste al hotel bien tarde.
Y bien perjudicado.
-
Cuando me ha visitado ese cabrón esta mañana ya sospechaba yo que algo tenía
que ver contigo. Me podías haber avisado. No tiene gracia, me dio un susto de
muerte, hacía años que no corría tanto.
-
Eres mi invitado y no puedo permitir que te ocurra nada. Con Néstor cerca
estarás seguro ¿verdad Andrei?
Andrei emite una risa queda.
-
Sr. Arizcun, a Néstor le puede confiar su vida con los ojos cerrados. Es mi mejor
hombre. Me sorprende que anoche le despistara, sí que corren ustedes los
españoles. Debe ser verdad eso de que el miedo da alas.
77
Se ríen los dos pero no entro al trapo. El Tranxilium permanece en sangre el tiempo
suficiente como para que nada de lo que importa te importe, para que la vida sea un
carrusel, un melodrama de siesta de domingo.
-
Gracias Srta. Daniela.
-
De nada Sr. Arizcun. No seas rencoroso Rodrigo, no me perdonaría que pasaras
la noche en un paseo millonario visitando cajeros con un revólver en la cara. Te
repito que eres mi invitado, muy querido, y mientras estés en Colombia estarás
tan seguro como en Madrid, si no más. Néstor tiene orden de no molestarte, si te
apetece salir hazlo tranquilo, estará cerca pero sin molestar. Mira detrás.
Una moto nos sigue. Es Néstor, inconfundible con su poderoso torso y los brazos tensos
bajo la camisa, empapándose con el ridículo chaleco reflectante amarillo con la
matrícula impresa. Una basura de moto de mensajero de a lo sumo 125 c.c. Bienvenido
a Gran Hermano, se complica y mucho una extracción de urgencia. Al menos creen que
soy una nenaza corretona, el factor sorpresa sigue de mi lado.
Circulamos por calles de bordillos altos y pavimento destrozado, todos los edificios son
bajos. No entiendo nada de construcción pero están hechos con ladrillos sino de bloques
grandes de hormigón que les dan una imagen de chabola evolucionada. En las plantas
bajas los distintos negocios se anuncian con carteles pintados a mano. No se parece a
nada que haya conocido antes y agradezco no haberlo hecho, mi sensibilidad estética
está siendo inundada de imágenes desagradables. El agua se ha mezclado con la
suciedad y forma enormes charcos en aceras y calles. Miseria, el denominador común
de esta metrópoli de ocho millones de almas. Echo de menos Madrid y echo de menos
mi 82, mi T, mi oasis.
Una eternidad de conversación insulsa después llegamos a un hermoso parque
totalmente rodeado de restaurantes de toldos inmaculados. Milagrosamente ha dejado de
78
llover y como por arte de magia luce un sol espléndido. Bajamos del coche y busco a
Néstor con la mirada. Andrei se percata.
-
Ya no le molestará más Sr. Arizcun. Pero no se preocupe, estará cerca por si le
necesita.
Agarro a Daniela por la cintura y noto su pecho duro clavándose en mis costillas. Otra
dureza se abre camino pero la esquivo moviéndome y lanzando un casto beso en la
sonrisa que me recibe con cariño.
-
Srta Daniela, está usted preciosa. Como siempre.
-
Usted tampoco está mal Sr. Arizcun. ¿le gusta la G?
-
Tiene buena pinta la verdad, no es la T pero no está mal.
-
Me alegro de que te guste.
-
Es pronto Daniela, demos un paseo.
Paseamos frente a los restaurantes cogidos de la mano como dos adolescentes. Los
meseros están volviendo a montar las terrazas. A pesar de los charcos un espectador que
acabara de llegar nunca podría imaginar la tromba de agua que ha caído en la última
media hora. Una de las calles tiene la misma apariencia desarrollada de la plaza y sin
consultar me desvío hacia ella. Hay un aparcamiento al aire libre repleto de autos,
pequeño y sucio, con un indio en la garita de la entrada y un cartel que dice
parqueadero. Tanto indio desmonta la leyenda negra. Vete a buscar indios entre los
yanquis, esos descendientes de putas, buscavidas, delincuentes y puritanos. Descubro
una librería preciosa. Sonriendo tiro de la mano de Daniela invitándola a entrar.
-
Quiero regalarte un libro.
-
Qué divertido. Yo te regalaré otro. Tienes cinco minutos. Nos encontramos en la
Caja.
79
Busco entre las novelas. Autores españoles. Editoriales españolas. Best sellers. Elijo una
burda copia de los pilares de la tierra, una novela histórica de un autor catalán. Confieso
con vergüenza que la he leído, una trama infumable envuelta de historia escolar
novelada. A Daniela le va a encantar.
Pido un bolígrafo y me concentro buscando una dedicatoria lo suficientemente cursi.
Bogotá 2.007
“Daniela, has rebasado todas mis fantasías. Rodrigo.”
Empalaga. Creo haberme ganado el sueldo. Daniela llega con un ejemplar en la mano y
empieza a escribir su dedicatoria. Consigo leer el título: “Rosario Tijeras”. Pago el
ladrillo y mientras lo envuelven en papel de regalo espero paciente a que Daniela
termine de escribir.
Mi libro está envuelto en papel de regalo azul. El suyo en rosa. En los dos la cinta está
sujeta con un corazón. Voy a vomitar.
Nos acercamos a un restaurante cercano. Italiano. Nos sientan en una mesa en la terraza.
-
¿Qué les provoca señores?
La mesera son veinte años de pequeños pitones altivos y mirada juguetona. Daniela
cambia el gesto y ladra Martini de vodka. A mí lo que me provoca es la niña pero no me
atrevo a ir más allá que a endulzar la voz y exagerar la sonrisa mientras ordeno un
Bloody Mary.
-
Tienes una cara horrible. Tú además de guayabo tienes soroche, mal de altura, y
encima jet-lag. Y haces justo lo contrario de lo que se recomienda. Deberías
dormir más. No deberías beber, ni fumar,…
-
Ni ir con mujeres. Pronto empiezas tú a mandar. Me resisto a abandonar los
placeres de la vida con soroche, jet-lag o gripe.
80
Me mira sonriendo con admiración, está entregada. Cuando lea la dedicatoria me voy a
tener que mudar a su casa, igual he ido demasiado lejos. Poco a poco decía Claudia.
Pero eso era ayer, hoy tengo a Néstor de niñera y se está complicando todo lo suficiente
como para acelerar. Nos traen las bebidas y brindo con ella.
-
Por la independencia del pueblo vasco, el más valiente y noble sobre la tierra.
Se muere de risa. El humor más pobre también tiene su público.
-
Mira que eres chistoso. No perdonas una. Parece que no te tomas muy en serio la
política. Ahora que lo pienso nunca hemos hablado de política.
-
Si quieres hablamos de política. Tengo una teoría política esquizoide. Si insistes
te la cuento.
-
Esquizoide. Me encanta. Mejor que me lo cuentes ahora porque cuando lleguen
los niños aquí ya no se habla más que de frivolidades.
-
La Democracia no existe…
Llegan los niños de Claudia alborotando y me dejan con la palabra en la boca. Mejor.
Estaba desvariando. La democracia no existe y dudo que haya existido nunca. Existen
los genes y los deseos. Y sobre todo las frustraciones. Las frustraciones modelan el
alma. El hambre niega la fe. La necesidad es el motor del mundo, un motor alimentado
por la injusticia que asola el planeta azul. Serán renglones torcidos, los designios serán
inescrutables o serán falacias para aliviar la pena de esta tragedia que no cesa. Serán mil
o setecientos millones, morirán en la calle o en sus casas, agonizando antes de cumplir
los cinco años o sin saber leer, rebuscando entre las basuras sin página de Facebook, en
DF o en Nueva Deli, postrados ante la Virgen o maldiciendo un sistema de castas
feudal, violadas en su infancia o pululando por las calles de Detroit rodeados de
opulencia, haciendo cola frente a un comedor de Caritas o llorando sin lágrimas por un
hijo que no puede dormir por el hambre que no perdona. Los recursos son más escasos
81
que nunca, la energía más sucia, los mercados más implacables y las mujeres más libres
y menos ingenuas. El progreso se cobra víctimas a cada paso.
Se sientan y aprovecho para pedir otro Bloody Mary. Con Daniela distraída me recreo
en la mesera. Tengo que pedir una tarjeta de este restaurante y salir de la cueva de mi T.
Si esta noche llueve lo bastante me paso a cenar para tener a Néstor ocupado. Se lanzan
a dar las últimas novedades en la historia del cornudo de ayer quitándose la palabra de
la boca una y otra vez entre risitas histéricas. Paciencia. Daniela sigue el juego con tanto
interés que me parece falso. Ordenamos y la historia se alarga hasta casi terminar el
primer plato. Cambian de conversación mientras me sirven unos escalopines Marsala de
aspecto novedoso. Una tienda. La rubita diseña ropa, qué original, y su maridito le pone
una tienda. Sonrío interesándome por el negocio. Intercalo preguntas. Está al lado de mi
hotel. Me duele la cara de tanto sonreír sin ganas aguantando los detalles de su futura
colección.
-
Me lo fabrican todo en Perú. Una empresa muy seria.
A los postres busco a Daniela con la mirada y le señalo la puerta con un discreto
movimiento de cabeza. Nos despedimos en tres minutos sin disculpas. Intento pagar,
pero Daniela se ofende con tal vehemencia que finalmente pago yo ganándome un falso
enfado.
En la puerta ya está el auto esperando con Andrei abriéndole la puerta a Daniela. Andrei
no pregunta el destino, conduce sin más. Miro por el retrovisor pero ya no veo a Néstor
en la moto. Agarro la mano de Daniela y la acerco románticamente a mi pecho a la
altura del corazón. Se suelta y me araña el muslo mirándome con la boca entreabierta y
la lengua parcialmente fuera.
He perdido la segunda escaramuza de la batalla de Santa Fe.
82
7
La manicura francesa se ensaña con mi muslo. Renuncio a luchar contra mi virilidad
mientras busco una respuesta en la nuca de Andrei.
-
Rodrigo, me mueves el piso. Me mueves el piso.
Repite la misma letanía en voz baja una y otra vez. Signifique lo que signifique va
ligado a una mano en mi entrepierna. Una eternidad de canas comunistas y movimientos
de piso después el coche se detiene frente a una verja alta que se abre lentamente y
entramos en un garaje donde media docena de carros insultantemente nuevos, la
mayoría todoterreno, están aparcados en batería. Descendemos del coche. Mi muslo
agradece el respiro. Cordero de la mano de la loba hambrienta. Andrei nos precede con
paso marcial. Me animo pensando que estoy preparado para todo. Bajo presión. Como
dijo Patton es la presión la que hace los diamantes. Alguien en la distancia nos abre la
puerta blindada sin cerradura que nos conduce a un ascensor. Andrei introduce una llave
y subimos. Se detiene en el piso 0 y Andrei se esfuma despidiéndose. Antes de que se
cierre la puerta acierto a ver una sala diáfana frente a la entrada principal con dos
monstruosos escáneres de seguridad de los que sólo se encuentran en los aeropuertos
yanquis. Seguro que para entrar hay que descalzarse. Dos hombres de seguridad
extrañamente sin uniforme están enfrascados en las pantallas y dispositivos electrónicos
que se despliegan frente a ellos.
Me vuelvo hacia Daniela
-
Un lugar extraño para vivir.
-
Una ciudad diferente, una vida diferente, un hogar diferente. En definitiva, un
mundo diferente. Mi Mundo. Tu Nuevo mundo.
83
Le río la frase pretenciosa con pena. Daniela cree que ser críptica la hace más
interesante. A mi sonrisa bobalicona responde con un cariñoso golpecito en mi nariz.
Está en su territorio y bien que se nota.
El ascensor se abre en la segunda planta y entramos en un gran salón diáfano con
grandes ventanales decorado con gusto, el gusto de un decorador caro. Demasiado
impersonal. El techo tiene más de tres metros de altura con una de las paredes
exclusivamente de cristal. Las vistas son insultantes, la ciudad se vierte desparramada
desde la falda de la montaña en todas las direcciones en un vómito gris que contrasta
con la frondosidad de la vegetación. No me había dado cuenta de que habíamos
ascendido tanto.
-
Impresionante ¿verdad? Estamos justo a mitad de camino de Monserrate.
-
Monserrate. No me digas más. Montaña con iglesia en la cima. Con virgen. Y
negra.
-
Eso es. Si quieres subimos a verla.
-
No me veo con fuerzas de subir a ver a La Moreneta. Ni siquiera a la Almudena.
Y además te recuerdo que me has diagnosticado mal de altura. No querrás que
empeore.
-
No sé qué es la Moreneta.
-
Ni falta que te hace.
Sonríe y pulsa un botón. Aparece un pelo negro de uniforme coronado con una cofia
que apenas rebasa el metro y medio. Pido un espresso y me enfrento con una mirada
bovina de ignorancia. Café por favor. Negro. Tinto. Y una copa de whiskey con hielo.
Mejor traiga la botella. El néctar de la victoria. Daniela pide algo, creo que también
café.
84
No es fácil escapar del Botero de una de las paredes, un gordo con bigote al lado de un
caballo también gordo. Y enano. Antes o después tendré que alabarlo, al fin y al cabo
Rodrigo es un enamorado de las artes plásticas. Al fin y al cabo es un Botero. Me
anticipo a la conversación. Composición básica. Me abstraigo de las figuras y me
concentro en el cromatismo. La utilización del color es agradable, infantil. No puedo
decir mucho más. No sé decir mucho más. Salvo que no me gusta. El arte
contemporáneo demasiado a menudo es prescindible.
-
Tienes una copia exquisita de Botero. Capta la fuerza del trazo del maestro.
-
Es auténtico. Me lo regalaron mis hermanos cuando cumplí los dieciocho años.
-
Cuando te cases te regalarán el Guernica.
-
Demasiado grande. Pediré algo más modesto. Un Arlequín de la etapa rosa.
Se ríe de su propio chiste y la secundo sin ganas. Así se las ponían a Fernando VII.
Nos sentamos frente a los ventanales en un sofá de terciopelo morado, cardenalicio.
Perorata de arte, sonrisa de entendido. Irrumpe un mayordomo de guante blanco que
parece extraído del siglo XIX criollo. Bandeja de plata. Juego de café también de plata,
ésta labrada. Excesivamente barroco, seguramente mexicano. Las tazas son de
porcelana inglesa de calidad. El whiskey se mece en un precioso vaso bajo tallado.
Sirvo el café bien erguido en el sofá mientras Daniela navega entre la etapa azul y rosa
de Picasso y la miseria de asfalto y hormigón crece amenazante a nuestros pies. En
cualquier momento parece que será capaz de tomar por asalto la estancia. Me veo
obligado a aportar algo. Un pintor pinta lo que vende, un artista vende lo que pinta. Se
entusiasma. Me he ganado siete minutos más de disertación que animo con sonrisas,
preguntas huecas y los monosílabos oportunos. La faena de capote ha sido más que
digna. Cambio de tercio.
85
-
La pintura de Botero no me entusiasma. Su obra escultórica está sobrevalorada
pero me resulta más atractiva.
El primer par de banderillas en todo lo alto. Se revuelve y carga con fuerza. Aguanto
estoico el chaparrón permitiéndome el lujo de meter alguna cuña sarcástica. Defiende
con pasión su Botero, de lo poco que ha dado Colombia. Desde Bolívar hasta hoy tan
solo Escobar, Botero, Shakira y Tirofijo. Por ese orden. Y Bolívar es venezolano. Si no
defiende a Botero está perdida. Y lo hace con ahínco.
La alineo frente al caballo. Suerte de varas. Agarro la puya con fuerza y cito desde lejos.
-
¿Cuántos kilos de cocaína hacen falta para comprar una casita como esta?
Enrojece hasta las orejas. Me abanica con las aletas de la nariz. Lanzo una sonrisa y un
gesto quitando importancia al exabrupto. El primer puyazo ha sido fuerte y necesito
darle salida al morlaco. Sus ojos inyectados arden bailando una Haka de odio y sangre.
Toma aire, se levanta y al pasar a mi lado se vuelve y con un mugido gutural me golpea
con fuerza en el ojo con el puño cerrado. La taza vuela y el café se vierte en mi
pantalón. Acerco la mano al ojo para descubrir que sangro. La ceja o el párpado,
seguramente su anillo. Me inunda de insultos que no me son familiares mientras aplico
la servilleta de lino contra la herida lo más dignamente que puedo. A los gritos asaltan
el salón cofia, guante blanco y un Andrei alarmado. Daniela les recibe con marcos,
jarrones y tazas que vuelan entre bramidos ordenando el desalojo que se produce de
inmediato. Me tomo el whiskey de un trago y me miro en el espejo cercano para evaluar
los daños. La herida es en la ceja, más aparatosa que importante. Un punto a lo sumo y
de los de farmacia.
Me acerco a la mesa y pongo el hielo de la copa dentro de la servilleta y me la aplico a
la herida, mejor restañar cuanto antes. Daniela congestionada bufa escupiendo odio por
sus pupilas, sin duda se crece en el castigo. Me acerco y le paso la mano dulcemente por
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la cabeza hasta llegar a la nuca. Cuando dos minutos más tarde escupe una tibia disculpa
engancho su melena desde las raíces echándole la cabeza hacia atrás sin violencia pero
con fuerza. Intenta soltarse pero la agarro con más fuerza y beso dulcemente sus labios
todavía temblorosos de la ira. Primero mueve la cabeza intentando esquivarme pero
pronto claudica y primero tímida y luego ávida se embarca en un beso apasionado.
Súbitamente le clavo el colmillo con fuerza hasta saborear su sangre. Se sorprende pero
no se retira y reacciona lanzándose apasionada entre mis brazos mordiéndome la oreja
sin contemplaciones. Dolor agudo. La levanto del suelo y se engancha a mi cintura
apretando sus piernas con fuerza. Pesa menos de lo esperado. Acerca su boca a mi
herida y me la besa con pasión mezclando nuestra sangre fresca que sigue brotando.
Con un brazo sujetando su espalda muerdo sus costillas dando tirones intermitentes a su
pelo con la mano libre. Rompo a sudar. Desabrocho el corchete casi sin querer y me
vuelco en sus pechos. Chupo y trago cachemir hasta que Daniela hace volar el suéter y
me regala un primer plano de sus pezones bien erectos. La piel de su cuerpo es suave y
fina, de un precioso color tostado. Devoro su busto adolescente con sabor a colonia
fresca. Daniela se restriega enérgica contra la hebilla de mi cinturón emitiendo unos
gemidos cada vez más agudos mientras dirige mi cabeza alternativamente a cada uno de
sus pechos. Saciado de pechos pero ebrio de deseo me dejo caer sobre ella en la
alfombra de dibujo geométrico de azul refulgente. Arranco zapatos propios y ajenos y
en un solo movimiento bajo hasta sus tobillos el pantalón sin desabrochar. Consigue
sacar una pierna y se abre para mí. Mientras mi mano se empapa rodeando su sexo ya
húmedo me viene a la cabeza ese Rodrigo Arizcun que nunca se comportaría así. La
Daniela del ciberespacio tampoco debería. La realidad virtual es un nido de mentiras,
nadie conoce a nadie. Inmovilizándola con mi peso mientras me empacho de piel y
sudor arranco violentamente el tanga que adivino y no he visto y maniobro para
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quitarme con una mano cinturón y pantalón en un gesto rápido mil veces practicado.
Bajo la cadera, penetro fácilmente sin más ayuda que su lubricación desatada y con dos
fuertes embestidas penetro hasta el final. Una estocada entera. Siento que falta aire
debajo. Sin dar un respiro a quién no lo merece empujo más fuerte deseando atravesar
de parte a parte a la india rebelde y comienzo a bascular mi peso despacio arriba y abajo
sin soltar ni un centímetro la estocada certera. Cuando resucita y el aire vuelve envuelto
de gemido giro bruscamente y la observo sentada encima de mí. El pantalón le cuelga
de una pierna pero por lo demás está desnuda. Está jungla, atávica, genética. Su alma
exige estar siempre así. Tiene la cara manchada de sangre y el gesto doliente de una
virgen de paso de Semana Santa. Mi sangre. Mojo mi pulgar en su herida y saboreo la
arena salada de la suya. Reacciona y comienza a moverse al ritmo de algún baile
ancestral. Me resisto. He venido hasta aquí a tomar este Nuevo Mundo y arremeto con
acompasados golpes de cadera hasta que obediente se acopla iniciando un galope suave
de mirada perdida y pechos bamboleantes. Sin aviso el espíritu salvaje del Conquistador
me invade y en dos hábiles movimientos sin necesidad de extraer el arma le dejo
tumbada boca abajo aplastada por mi peso. Tiro de su pelo hasta que ya de rodillas la
atravieso salvajemente una y otra vez con feroces embestidas. Grita. Gime. Habla.
Enfrente mi silencio. De fondo Santa Fe bulle.
Infinitas arremetidas después entre suspiros y sollozos me vacío regando de simiente su
vientre salvaje sin catequizar. Hoy no hay besos de confraternización. Ni prisioneros.
Me levanto con las rodillas en carne viva de rozar contra la alfombra y enfundo la
espada ciñéndome el yelmo y la armadura. Termino de vestirme con el enemigo vencido
tendido en el suelo suplicando aire. Encuentro mi servilleta, los hielos están totalmente
derretidos pero al menos está húmeda y fría. Me limpio frente al espejo la sangre reseca
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que cubre la mitad de mi cara. Al otro lado del espejo un salvaje de mirada asesina me
contempla con furor contenido. No le doy el gusto de desviar la mirada.
-
Nunca me habían tomado así. Y no te has puesto preservativo.
-
Yo diría que te ha gustado. Y no te preocupes, si tuviera el SIDA el condón sería
lo de menos, te lo habrías bebido todo.
-
Muy chistoso. ¿Cómo está tu herida?
-
Ya no sangra. Ha sido el anillo. Por lo demás pegas como una virgen histérica
recién desflorada.
-
¿Te han pegado muchas?
-
Algunas. Todas tenían una razón. Dame la tuya.
-
Eres un orgulloso y prepotente españolito hijo de puta. Verraco. Todavía no sé si
honesto. La razón la sabes bien y si no te la imaginas. Tendremos tiempo para
ver de qué estás hecho.
-
De pura raza española Srta. Daniela.
-
Osado. Pero me mueves el piso como hace tiempo que no lo hace nadie. Y por el
momento con eso me basta.
Me sirvo un whiskey doble meditando sus palabras y me lo bebo de un trago. Daniela
termina de vestirse.
-
¿Puedo usar tu computadora? Tengo que revisar mi correo.
-
Hazlo en tu Hotel.
-
Muy amable señorita. Me dice por favor la dirección de su mansión para que
pueda dársela al taxista.
-
Espera león. Si te parece me ducho y María que es casi enfermera te mira la ceja.
Luego arreglan esto un poco, nos tomamos un trago y revisas tu correo. ¿Ok?
-
No tardes si quieres que te quede trago que tomar.
89
-
¿Nunca te han dicho que rozas el alcoholismo?
-
Casi a diario.
Me besa dulcemente en los labios. Noto el suyo hinchado. La agarro de la nuca y la
empujo contra mí. Le duele seguro pero no retrocede y aguanta firme. Es brava. Y
apesta a sexo.
María casi enfermera me restaña la herida y la cubre meticulosamente. Después me trae
hielo y comienza a recoger la habitación ayudada por guantes blancos. Tras tres
cigarrillos y dos tragos Daniela regresa compuesta a la habitación. Con el labio bien
hinchado. Mi ceja está bien, sin dramas. Se sirve una copa y se recuesta melosa en mi
pecho y empieza a hablar: de sus novios, sus amigos, de la rumba. Me sé la historia pero
relatada me resulta menos vívida que leída. De ahí pasa a sus fantasmas. Bebo sin
rechistar ni escuchar, hasta que por fin se seca las lágrimas en mi polo y me besa con
ternura. No ha sido tan duro.
-
¿Quieres revisar ahora tu correo?
-
Por favor. Solo será un momento
La sigo por un pasillo hasta una habitación protegida con una cerradura con detector de
huella dactilar.
-
Como en las películas.
-
Exactamente igual.
La puerta se abre y la sigo a un despacho impersonal con un solo puesto. Ni tan siquiera
un papel a la vista.
-
Eres el primero que dejo entrar aquí.
-
Tampoco hay tanto que ver.
-
En eso tienes razón. La computadora está encendida. Un segundo.
90
Introduce una contraseña en la computadora, abre el explorador y se despide. Te espero
en el salón, si quieres algo utiliza el intercomunicador. Extensión 101.
Me quedo solo en la sala que más que un despacho parece una celda, insonorizada y
fría. Hay tres servidores zumbando conectados a un solo terminal. Localizo una cámara
en la esquina de la habitación apuntando directamente al ordenador. Por suerte no es un
portátil. Ya no importa. Fin del camino. Meto la mano en el bolsillo y saco el paquete
de tabaco. La vuelvo a meter y saco el mechero. El pen drive ya está oculto en mi mano.
La torre está bajo la mesa, en el suelo junto a mi pierna, fuera del alcance de la cámara.
Mientras tecleo giro la torre aprovechando la base con ruedas hasta que su parte
posterior está mirando hacia mí. En la pantalla abierta una cuenta de correo de Gmail
por supuesto con mensajes por abrir. Localizo el puerto USB objetivo y calculo los
movimientos. Los repaso mentalmente una y otra vez como un saltador de altura antes
de la batida. Me enciendo un cigarrillo y casualmente se me cae el encendedor. Me
agacho y en un único movimiento acompasado recojo encendedor e introduzco el pen
drive en el puerto. Detecta nuevo Hard. Abro el programa Ameba, un Troyano que
localizo oculto entre mil archivos. Install.exe. Sigo las instrucciones. El proceso es
corto, un minuto a lo sumo. Mando el email a la dirección de correo alerta veinticuatro
horas al día. Un minuto. Tres minutos. El cursor cobra vida y abre un archivo de texto.
Las letras aparecen como por arte de magia. “Espera instrucciones. Extrema
precauciones”. Una rima poco poética. Vuela el cursor y cierra el archivo. Me descalzo,
cruzo las piernas y con el torso bien recto, la mirada fija en la pantalla y las manos
siempre a la vista tanteo la torre hasta conseguir extraer el pen drive con el índice y el
pulgar de mi pie derecho. Lo dejo caer dentro del mocasín que me calzo sin dificultad
encajando el dispositivo en el arco del pie. Acomodo de nuevo la torre, contesto un par
de falsos mails y marco el 101.
91
-
No te lo bebas todo.
-
Estás muy solicitado.
-
¿Quieres que apague al terminar?
-
Solo cierra la sesión, la computadora está siempre encendida.
Miel sobre hojuelas. La pantalla está tranquila pero el disco duro ruge como un avión a
punto de despegar. Ameba ha tomado el control. Indetectable. Muevo el cursor, cierro la
sesión y salgo de la habitación dejando a Ameba trabajando a destajo. En el salón
Daniela discute por teléfono, no quiere ir donde quieren que vaya. Tras unos minutos
claudica con un ya puede ser importante amenazador.
-
Malas noticias. Me voy dentro de dos horas a Medellín. Un asunto de familia
urgente que no puedo posponer. ¿Por qué no vienes conmigo?
-
Demasiado pronto para familias.
-
Supongo que tienes razón. Mañana por la tarde espero estar de vuelta. Si quieres
llamo a mis amigos para que no cenes solo.
-
No te preocupes, estoy hambriento, ceno pronto cualquier cosa en el hotel y me
paso por el Casino a arruinarme un rato. Estaré entretenido. Por la mañana igual
me voy de compras. Llámame en cuanto llegues y cenamos juntos.
-
Eso seguro. No te vas a librar tan fácilmente de mí. No me extraña que tengas
hambre, no has comido nada. Come algo aquí, María es una cocinera excelente.
Ahora le digo que venga. Me voy a hacer la maleta. Ya vuelvo.
La cofia llega y ordeno una ensalada César, un sándwich Club de pavo y cerveza fría.
Termino el trago de whiskey fumando un cigarrillo. Estoy suficientemente bebido.
Mamado. Daniela vuelve a los cinco minutos arrastrando una pequeña maleta negra de
cabina.
92
-
Me alegro de que hayas decidido quedarte. Mi casa es tu casa. Si después de
comer sigues queriendo irte llama a la extensión 120 y alguien te acercará al
hotel.
Me levanto y beso con dulzura su cuello. Sus ojos suplican ternura y los míos la
vuelcan a raudales. Beso su labio herido con devoción apenas rozándolo y me despido
con un abrazo lánguido y un casto beso en la mejilla.
-
Gracias por todo. ¿No hay forma de posponer el viaje? Mi tiempo se acaba y no
tenía pensado pasarlo solo.
-
Lo siento Rodrigo, no hay nada que hacer. Te compensaré, ya pensaré como.
-
“júrame dulces cosas que olvidarás mañana” decía el poeta. Buen viaje princesa.
Tú también me mueves el piso, como un terremoto diez de la escala de Richter.
-
¿Hasta dónde llega la escala de Richter?
-
Hasta doce. Equivalente a morir de amor. O de deseo.
Sonríe y se pierde en el ascensor. Ceno contemplando la ciudad bebiendo una cerveza
tras otra que María va reponiendo sigilosamente. Contesto a cada cerveza con un
silencio agradecido. El pen drive en el zapato me molesta cada vez más pero por pereza
me abstengo de sacarlo de su escondite. Recostado paso al whiskey. Cuando descubro
que se me acaba el tabaco llamo al 120 y me recoge un fornido indio que sin decir
palabra me deposita en el Hotel en un todoterreno inglés que destaca entre el tráfico de
hora punta. Mueca de bienvenida. En la base todo sigue igual.
93
8
El Bloody Mary llega a la habitación antes de que termine de arrancar el ordenador.
Primer trago mientras llamo a Andy. Contestador. Espero al pitido y grabo un silencio
de cuatro segundos conteniendo la respiración. Me conecto a Internet y chequeo las tres
cuentas de correo activas para la operación. Todas vacías. Vagabundeo entre periódicos
digitales. España sigue ahí ajena a mi cruzada.
El programa termina de limpiar no sé el qué y apago el portátil. Sin la luz del monitor la
habitación se queda a oscuras y aprovecho para tumbarme encima de la cama intentando
dormirme pero desisto demasiado pronto como para saber si hubiera podido tener éxito
en el intento. Mientras mi vista juega con las tinieblas consigo marcar al tacto el número
del servicio de habitaciones. Hace frío. Me levanto y abro el grifo de agua caliente de la
bañera que poco a poco empaña el espejo. Espero a que se llene pacientemente
escuchando a los Beatles hasta que después de cuatro canciones por fin la luz me regala
otro Bloody Mary. Inmersión. Desnudo me tumbo en la bañera y el agua arranca el frío
que tengo pegado en la piel. Fumo, bebo y escucho arropado por el calor líquido cada
vez menos intenso. Pienso, pienso que me gustaría estar en Madrid pero que lo que
realmente me gustaría sería no estar, hibernar, dejarles solos con sus miserias y nosotros
no estar para nada ni nadie. Brindo por ello con la oscuridad y termino el Bloody Mary
que se despide con un regusto a Perrins.
Me enciendo un cigarrillo y canto a los Beatles: Yellow Submarine. Ticket to Ride.
Michelle. Un profesor de inglés nativo de Palencia que amaba a los Beatles. Le conocí
bien, un fracasado con el sueño de conocer Londres. Canto bien alto imitando su acento
engolado y hueco. In memoriam. El agua se ha quedado tibia.
94
Salgo de la bañera con las yemas de los dedos marchitas y la mente dispersa y me visto
cuidadoso con la misma ropa que se pega a mi piel húmeda. Bajo los acordes del Twist
and Shout recibo con naturalidad el Bloody Mary que no recuerdo haber pedido y que
ya estaba echando de menos. Qué blandita se ha quedado esta canción, como mi mente.
Abro la caja fuerte y guardo todo menos mi DNI y el fajo de pesos. La copa y los dos
últimos pitillos se consumen demasiado pronto y antes de darme cuenta estoy cruzando
la puerta del Casino. La mueca se ha escondido en algún lugar.
Hoy debe ser día de paga en Bogotá, las mesas de Black Jack están abarrotadas. Frente a
las mesas de ruleta se arremolinan dos filas de jugadores ansiosos. No hay color para
todos, al menos la mitad juegan con valor. El tumulto apuesta donde puede más que
donde realmente quiere. Observo un par de jugadas. Tras cada una de ellas hay una
avalancha de manos que vomitan fichas sobre el tapete. La cantidad de fichas apostadas
por tirada es enorme, los números aplastados por el exceso.
Evalúo la posibilidad de hacerme un hueco a poder ser cerca de la joven morena de
piernas largas que celebra una apuesta ganadora abrazándose a su amiga, pero visualizo
previamente la situación y me resisto a meterme en mitad de la marabunta para
mendigar un roce, una mirada, una sonrisa. Regreso al Black Jack. Hay una mesa con
sólo dos jugadores rodeada por un grupito de mirones. Me siento. La croupier me es
familiar. No es de extrañar, tampoco es que el casino sea el Ceasars.
-
Señor, para sentarse en esta mesa tiene que cambiar trescientos mil pesos.
Apuesta mínima veinticinco mil.
Entre dos mil no parece demasiado. Le alargo seis billetes de cincuenta mil y me siento
respetuoso en medio, lejos de la posición de ancla que está libre y apetecible.
Mis compañeros tienen el aspecto desaliñado y sucio de la clase media trabajadora
colombiana, como si acabaran de terminar su faena en el campo y se dispusieran a
95
dilapidar en la mesa el jornal. Tan solo un mazo después me doy cuenta de que estoy
equivocado. Juegan al Black Jack sin disfrutar de la diosa Fortuna, pendientes tan solo
de las fichas que van y vienen en una serie imposible de predecir. Dos labriegos
trillando la mesa. Campesinos sin futuro. No hay Bloody Mary que me ayude a mitigar
el vacío que me provocan. Me hundo en un estado de melancolía. Cada uno de los
gestos de suficiencia al ganar o de fatalidad al perder me apuñala en la silla. Opto por no
mirar nada más que a las cartas. Dos mazos sin historia. Juegan con las fichas una y otra
vez, las barajan. Los labradores y sus semillas. Sorprendo a los dedos con los que sujeto
los cigarrillos pegados a mi nariz, nicotina por transferencia de olor. Pérdida de modales
por vecindad. Por simpatía. Me recrimino con fuerza. Otro mazo. El juego comienza a
dictar su ley. Pierdo algo, ellos pierden mucho. De hecho perdemos casi cada mano.
Todos. Y en su extraña versión del juego eso implica apostar más fuerte, en la mía
apuesta mínima para capear el temporal. El siguiente mazo golpea con saña haciendo
estragos. He perdido la mitad de lo cambiado. Mis agricultores se levantan y se
despiden primero uno y luego el otro no sin poco antes haber cambiado y perdido otros
cien mil cada uno esperando que la fortuna les sonriera de nuevo. Me quedo solo.
-
Joder macho, qué sorpresa…
No necesito levantar la cabeza para saber que es Juanes. Me giro y le sonrío. Lleva una
camisa azul de lino sin cuello con dos botones desabrochados enseñando el pecho
velludo en el que destaca un gran colmillo engarzado en oro colgando de una correa de
cuero. Me sorprende mirándolo.
-
Es un colmillo de tigre, si te gusta te consigo uno por cien mil pesos.
-
Tigre. No sabía que hubiera tigres por aquí.
96
-
En la jungla hay tigres y en la ciudad también. ¿Qué te ha pasado en la ceja?
¿alguna hembra herida?
-
Tú lo has dicho
Sonríe, cambia un millón de pesos y me guiña un ojo mientras corta.
-
Español, no seas pobre de espíritu y apuesta en las tres casillas. Juegas como una
virgen temerosa.
-
Otro obsesionado con las vírgenes. Me llamo Rodrigo.
-
Jorge Antonio. Un gusto. Vamos a jugar un ratito y ya hablamos de tigres y
vírgenes.
Su boca sonríe pero sus ojos no. Obedezco y apuesto en las tres primeras casillas, Jorge
Antonio en las tres últimas copando la mesa.
En el juego que se desarrolla a continuación yo sólo soy un observador que coloca
mecánicamente las fichas. Sus recomendaciones primeras pronto pasan a ser órdenes
acatadas sin vacilación. Los cinco siguientes mazos los juega él solo, el autómata
adormecido por el alcohol se deja llevar.
-
Cincuenta mil por apuesta hermano, que no tenemos toda la noche.
Obedezco. El mientras ya ha pasado a setenta y cinco mil. El montón de fichas va
creciendo a un ritmo constante y la euforia invade la mesa. Cada vez que la banca se
pasa exclama ¡Monkey! y chocamos las manos con fuerza como jugadores de
baloncesto. Me animo y pronto me sorprendo con monkeys saliendo también de mi
boca. Reventamos las manos cada vez más a menudo. Me he olvidado de fumar. Una
hora más tarde después de dos mazos que pasan sin pena ni gloria se levanta.
97
-
Basta por hoy Rodrigo. La avaricia es mala consejera. Vamos a celebrarlo, te
invito a un trago.
Miro el montón de fichas amontonadas frente a mí, unos dos millones, seguramente
algo más. Le sigo como un corderito a la caja y cambio dos millones trescientos treinta
mil. Juanes más de seis millones.
-
Vamos español. Te voy a mostrar la rumba de Bogotá que no sale en las guías. Y
no te preocupes, conmigo vas seguro.
Me guiña un ojo y se levanta la camisa lo suficiente como para que vea la pistola que
lleva oculta en los riñones. Una Smith and Wesson de polímero, Jerónimo tiene una
igual de negra. Jerónimo tiene demasiadas pistolas. No debería ir así que le sigo sin
dudar.
En la calle hace frío y a pesar de que previsor estoy abrigado con jersey y cazadora me
estremezco. Juanes no acusa el descenso de temperatura y camina resuelto con el pecho
legionario hacia una japonesa roja y negra de gran cilindrada aparcada junto a la
entrada, una CBR 600 RR, un misil. Mientras retira el candado del disco de freno me
sonrío pensando en la situación de Néstor. Un rostro polvoriento se acerca sigiloso y
entrega a Jorge Antonio un casco y una cazadora negra y gris. De premio recibe un
billete y un abrazo. Se pone la cazadora, una Dainese con protecciones en brazos,
hombro y espalda, unos guantes y me entrega el casco de colores excesivos que me
enfundo ajustando con soltura las correas.
-
¿Y el chaleco fluorescente?
Sonríe sin contestar y arranca con un potente acelerón. Poniendo un pie en el estribo
escalo hasta el asiento y experimentado me dejo caer sin vergüenza sobre su espalda.
Despegamos y se inicia la carrera contra el tiempo. Maniobra por las callejuelas con
98
aceleraciones brutales y frenadas no menos bruscas, la moto permanentemente
revolucionada. Tumbo con él en cada curva, inclinadas salvajes. Después de un minuto
de callejeo a tumba abierta mareante entra abriendo gas en una avenida ancha con varios
carriles por sentido. Acelera en cuarta zigzagueando entre los carros que circulan ajenos
a la exhibición y en cuanto se despeja un poco la calle cambia a quinta saltándose un
semáforo. Y no cierra gas. Me sorprendo abrazándole con fuerza. Sin aviso clava los
frenos reduciendo marchas entre fuertes acelerones, tumba el cohete y entramos como
una exhalación dando botes en una calle oscura y mal pavimentada. Veo las luces
reflejarse en los charcos que se han formado en los baches. Reduce la velocidad y
aparca en mitad de ningún sitio. Una exhibición de pilotaje agresivo con una última
maniobra de apurada de frenada, entrada en curva y tumbada legendaria.
Desciendo de la moto con la adrenalina tensando cada uno de mis músculos. Adiós
Néstor. Sigo a Jorge Antonio con las piernas agarrotadas hasta una persiana metálica de
seguridad ahogada en grafitis. Golpea repetidamente la persiana con la mano abierta,
hasta que por fin se abre unos segundos una pequeña rendija disimulada entre las
pintadas. Juanes dice algo y acto seguido la persiana se alza sin más con gran estrépito
descubriendo a un titán de más de dos metros y al menos ciento cincuenta kilos de
músculos definidos bajo una camiseta amarilla de Homer Simpson. No es negro, es un
azul intenso extraído del cuerno de Africa y puesto por error en este ningún sitio de
Bogotá. A su lado un indio de mirada torva que por razones obvias me había pasado
desapercibido nos saluda.
-
Buenas noches. ¿Cómo va?
-
Todo bien hermano. A festejar una buena noche de Black Jack.
-
Día de mucho, víspera de nada. ¿tienen reserva?
99
-
Jorge Antonio Sarabia.
Revisa la lista con tranquilidad.
-
Si necesitan dejar algo en la consigna…
Jorge Antonio extrae el arma con su funda y se la entrega al gigante azul que la deja en
un cajetín anclado en la pared y le entrega una llave. El indio se dirige a mí.
-
¿usted va cargado?
-
No.
Jorge Antonio ya ha entrado por una pequeña puerta. Cuando me dispongo a seguirle
me detiene una enorme mano que inesperadamente dulce me empuja contra la pared.
Cacheo. A conciencia.
-
Cien mil pesos.
Pago sin rechistar. El gigante me flanquea el paso a la pequeña y mugrienta puerta
metálica. Me encuentro con unas escaleras en penumbra y desciendo con cuidado hasta
que por fin se despliega ante mí un lugar imposible. Es un anfiteatro con el techo muy
alto, más de seis metros, y más de cuarenta metros de ancho. Las paredes están pintadas
de negro, con pequeños apliques con bombillas rojas que no iluminan más que una
pequeña superficie de la pared. El local está en penumbra. Hay cinco gradas salpicadas
de mesas estratégicamente separadas para proteger la intimidad, iluminadas tan solo por
pequeñas lámparas con pantallas de cristal burdeos. El semicírculo está partido por la
mitad por una escalera que accede al escenario, la única parte iluminada de todo el
local. En el escenario bailarinas uniformadas con un tanga negro cubierto de pedrería de
vivos colores se contonean en top less agarradas a sus barras. Zapatos altos de tacón de
aguja. En el centro ocho parejas de tangas con los cuerpos apretados bailan al ritmo de
salsa en un baile lujurioso. Al fondo el bar de inmensa barra con una docena de lumis
100
sentadas en los taburetes. Sin clientes. De fondo unos enormes cortinajes rojos
imitación de terciopelo que caen desde el techo, junto con el negro el único color de la
sala.
Hipnotizado por la visión no me percato de la llegada de un hombre enfundado en un
smoking arcaico.
-
Le están esperando señor. Si hace el favor de acompañarme.
Le sigo bajando por una escalera lateral. Intento discernir a los ocupantes de las mesas
cercanas pero sólo se adivinan unas sombras frente a botellas iluminadas por las
pequeñas lámparas. Desciendo las cinco alturas hasta llegar a una mesa a pie de pista
donde me recibe Jorge Antonio con una sonrisa. Me siento en un sofá corrido forrado de
falso terciopelo granate. Hace calor, me quito la cazadora y la dejo sobre la de Juanes.
-
¿Qué te parece?, no está mal del todo.
-
Impresionante.
-
¿Qué quieres tomar?
-
Whiskey. Con soda.
-
Una botella de etiqueta negra y soda.
El ajado smoking asiente y se retira fundiéndose con las sombras.
-
Este es un sitio particular español, dicen que no todas las mujeres que ves son
profesionales, que algunas sólo vienen ocasionalmente a ganarse unos pesos.
Otras sólo a exhibirse. Si pasan el filtro y se ponen el uniforme pueden entrar sin
problemas. No se admiten menores de edad. Son las normas. Eso dicen, yo no
me lo creo. Pagan los cien mil pesos de la entrada y después si les apetece y les
gusta un hombre se van con él, ellas eligen y pactan el precio. Tienen que pagar
101
cien mil a la casa, ciento cincuenta mil si se utilizan los cuartos de arriba. El
resto es para ellas. Las bebidas de las niñas son veinticinco mil, también para la
casa. No se puede apreciar bien pero está lleno. Siempre. A pesar de que es un
lugar muy costoso. Cien mil la entrada, doscientos cincuenta mil la botella. En
Colombia es mucha plata. Clientela selecta. Se dice que vienen muchas personas
conocidas incluyendo políticos de renombre pero nadie lo sabe con certeza, la
discreción es máxima. Está bacana.
-
Joder, es la hostia.
Suelta una carcajada y repite imitándome: joder, es la hostia. Lo hace bastante mal.
Nuestro smoking llega a la mesa sin un solo ruido. Deja sobre la mesa una botella, dos
vasos bajos, una hielera llena y seis sodas abiertas.
-
Señor, si necesita cualquier cosa llame al timbre.
Abro la botella y sirvo dos copas generosas. Media soda para cada una. Juanes alza el
vaso.
-
Por Colombia. El paraíso.
-
Por Colombia.
Brindamos entrechocando las copas y doy un buen trago. No tengo suficientes ojos para
todas. Negras, blancas, indias, mulatas y árabes se mezclan en la pista disfrutando de la
música. Ninguna aparenta más de veinticinco años. Cuento veintidós hembras de
infarto. Ocho rubias, monas, cuatro de ellas clones de melena lisa y rasgos aniñados. Me
quedo absorto con el dúo más cercano. Apenas a cuatro metros una de las monas pálida,
menuda y aniñada, baila lasciva con una diosa de ébano de pechos erguidos y músculos
firmes. Me quedo mirando fijamente al movimiento de sus pequeños pechos pálidos.
102
Ajenas a todo giran siguiendo el ritmo con una fina capa de sudor cubriendo su piel.
Alzo mi copa.
-
Brindo por este edén rebosante de huríes, por este Walhalla de valkirias
insinuantes.
-
Por nuestros caballos, por nuestras mujeres y por los que montamos a ambos.
Me termino la copa de un trago ante la mirada divertida de Jorge Antonio y me sirvo
otra. Enciendo un pitillo.
-
Siéntate Rodrigo. Elige el bizcochito que te guste que siendo español y guapo
cualquiera de estas se te abre de piernas y casi gratis. Mientras te decides tengo
algo para ti.
Saca algo de detrás de la cazadora y lo deja encima de la mesa. Un CD de Shakira.
-
Ya lo tengo pero gracias de todas formas.
-
Claro. ¿Ya has probado el café colombiano?
-
Me parece agua sucia. Prefiero un buen espresso.
-
Eso es porque no has probado un buen tinto, ya te diré donde tienes que ir.
Colombia tiene fama en todo el mundo por su café, sus mujeres y su perica, no
puedes visitarnos sin probarlo todo. Esta noche el plato fuerte y mañana ya te
tomas solito un tinto en condiciones.
Saca del bolsillo del pantalón una roca blanco amarillenta del tamaño de una pelota de
golf envuelta en plástico transparente y un pequeño bisturí de mango corto con la
cuchilla protegida por un pequeño tubo de plástico grueso.
-
Calidad Rodrigo, pura verraquera.
103
Desenvuelve la roca y comienza a rasparla con la cuchilla con cuidado de no arrancar
piedras grandes, dejando el polvo sobre el CD. A los dos minutos me aburro del proceso
y vuelvo a recrearme en el espectáculo. Una mulata empieza a moverse sensual en el
borde de la pista, a apenas tres metros de donde estamos sentados. Tiene la mirada fija
en nuestra dirección, sin parpadear ni tan solo una vez. La salsa furibunda ha dejado
paso a una música más pausada. Se acercan tres más. Dos de ellas tienen un buen
cuerpo pero sus facciones son vulgares. La tercera es la mona pálida. Nada más llegar
sin pudor alguno acaricia distraídamente los pechos de la mulata que continua bailando
haciendo caso omiso a las recién llegadas. Jorge Antonio a mi lado sigue rascando. Ya
hay una montaña respetable de polvo blanco sobre Shakira. Me enciendo otro pitillo
concentrado en el espectáculo. Las cuatro lobas se cansan y finalmente se sientan en los
taburetes.
Dirijo mi mirada hacia el resto del ganado. Giro la cabeza y descubro bailando tan cerca
que si me pusiera de pie y alargara el brazo casi podría tocarla a una mona que no sé
cómo había pasado desapercibida entre la multitud. Tiene un asombroso parecido a
Shakira pero de rasgos más dulces. En verdad solo se parecen en el pelo, claro que
Shakira sin su pelo no es nada y esta hembra es un cañón. Aunque sé que no me ve,
clavo mi mirada intentando que vuelva la cabeza. Casualidad o no tras un instante fija
sus ojos en nuestra mesa. No sé de qué tono castaño son sus ojos, pero me dedica un
parpadeo lánguido que agradezco desde el alma. Pestañas como mariposas. Bebo
recostado en el sofá recorriendo una y otra vez su cuerpo de pecado.
Juanes ha guardado la roca y el bisturí y ayudado de dos tarjetas de crédito sigue
picando la cocaína experto, pasando el borde de las tarjetas sobre la pequeña montaña
una y otra vez con movimientos enérgicos. Calculo que ha picado un par de gramos.
Cuando está ya satisfecho prepara cuatro rayas. Cuatro tiros. Cuatro lonchas. Gruesas y
104
largas, muy gruesas. Casi un gramo para empezar, medio para cada uno. De algún sitio
saca un billete de cien dólares.
-
Este homenaje no se merece menos.
Coge el billete entre las palmas de sus manos y en dos enérgicos movimientos lo
enrolla. Así hacían fuego los ancestros. Me lo entrega, el billete es ahora un cilindro
totalmente apretado, rígido, un canuto perfecto para inhalar. Desde luego no es la
primera vez que lo hace. No me gusta el perico. No me convence. Frente al alcohol y las
pastillas que relajan mis nervios y abotargan mis sentidos, la cocaína me sumerge en
una vorágine paranoide, en una sobreexcitación de taquicardia y verborrea sin control.
-
No te ofendas pero a mí la coca no me va. Me excita demasiado.
-
Esta no está cortada con anfetas. De todas formas la endulzamos un poco y listo.
Saca de su bolsillo unos polvos marrones que parecen fina picadura de tabaco y pone un
minúsculo montoncito sobre el CD. Cuidadosamente lo reparte entre las cuatro rayas.
-
Adelante.
Claudico, no hay que ofender al anfitrión. Sujeto con fuerza el billete enrollado y aspiro
la primera raya. Me cuesta llegar hasta el final pero lo consigo y levanto la cabeza
echándola hacia atrás mirando al techo. Espiro por la boca con fuerza. El ojo me
lagrimea, la nariz se me anestesia, me pica y hormiguea todo a la vez. Antes de que los
síntomas crezcan respiro dos veces, expulso todo el aire que puedo, me inclino y aspiro
la segunda raya. Lloro mirando al techo mientras cierro alternativamente con la mano
cada uno de los orificios inspirando con fuerza, intentando llevar hasta el fondo toda la
perica. Agarro con fuerza mi nariz y aprieto intentando acabar con el picor. Mi corazón
se acelera. El amargor aterriza en mi garganta. Alcanzo el vaso y me bebo la mitad de la
copa que ahora no sabe a nada. Juanes ya ha terminado con su ración y satisfecho se
105
recuesta meneando su melena. Me voy a encender un cigarrillo cuando Jorge Antonio
me lo quita de las manos. Le quita el filtro, separa en una esquina una raya fina, lame
con cuidado el papel y lo pone encima de la coca que se pega al cigarrillo.
-
Toma, más sabroso.
Me termino la copa de dos tragos y me sirvo otra. Enciendo el cigarrillo. Aspiro el
humo con fuerza y me sabe extraño. La cocaína burbujea sobre las brasas. Otro trago.
Sólo quedan cinco tangas bailando desperdigados por la pista y ninguno tiene los rizos
de Shakira.
-
¿A qué has venido a Bogotá español?
-
Una mujer.
-
¿Hablas en serio o me estás mamando gallo? Ten cuidado, las mujeres
colombianas traen problemas, demasiado primitivas. Aquí hay una buena
colección de culos. Date un homenaje, regrésate a casa y busca una buena
española católica que te cuide y te de hijos.
Se ríe con los dientes apretados. Brindamos por ello. La sala es ahora más oscura, el
escenario incluido. Estoy alerta pero relajado, una sensación agradable. Doy una calada
con los ojos fijos en las burbujas. Fumo y bebo compulsivamente. Trago, calada, trago,
calada. El cigarrillo está ardiendo con la brasa larga con los restos de la cocaína
quemada sujetando las cenizas. La luz se va apagando hasta que mi alrededor es una
penumbra más o menos tenue. Vuelve a aparecer la diosa rubia y la miro fijamente.
-
¿Te gusta esa pelada? Tienes buen gusto chapetón, menudo merenguito. Yo me
quedo con la mulatita jugosa. No te afanes, enseguida llamamos a ese par de
putas que nos ayuden a olvidar las penas. ¿Tienes hijos?
-
No.
106
-
Yo tengo dos pelaítos. Cinco y ocho años, les veo poco. Hace un tiempo las
cosas me fueron mal, terminé encanado dos años. Estaba fregado. Ella encontró
un gomelo que cuidó todo el tiempo de ella y de los niños. Siguen juntos, la
verdad es que están mejor con él que conmigo.
-
Suena bien, estás libre y les ves de vez en cuando.
-
Español, no sabes de lo que hablas pero al menos eres sincero, no hablas paja. Ni
siquiera hablas mucho. Se ve poco por el mundo, y menos con perica. Eso sí,
deja el Black Jack, no es lo tuyo.
Sirvo más copas. Jorge Antonio prepara cuatro rayas más. Cuando una noche se dispara
el laissez faire sigue siendo la mejor estrategia. Arrepentirse de lo que pudo ser y no fue
y rememorar cada error, cada muesca, como un paso más en el camino de perdición que
nos engulle a todos.
-
Señor Sarabia, no se pase que no estoy acostumbrado a la coca.
-
No te preocupes español, te bajo la ración y después de esta ronda llamamos a
las viejas
Divide con maestría el montoncito que queda en cuatro rayas. Las dos que me prepara
son la mitad de las suyas. Vuelve a completarlas con el polvito marrón.
-
¿Qué es exactamente eso ?
-
Azúcar moreno morena.
Se ríe de su chiste mientras me entrega el billete. Aspiro mi ración con más soltura.
Siento de nuevo el picor pero esta vez no me sorprende y lo acepto sin irritación. Bebo
un buen sorbo de la copa. El alcohol se ahoga en la coca. Jorge Antonio termina y
empieza a rascar con la tarjeta en la superficie del CD hasta juntar dos rayas finas. Me
107
pide dos cigarrillos y repite el proceso. Encendemos los cigarrillos enriquecidos. Jorge
Antonio se chupa el dedo y lo pasa por el CD restregándolo luego en su encía superior.
Guarda el CD en la cazadora. No le veo bien, cada vez el local está más oscuro. Me fijo
en la botella, ya a medias. Fumamos y bebemos en silencio asimilando la nueva dosis.
Cuando apagamos los cigarrillos Jorge Antonio pulsa un botón situado a un lado de la
mesa y casi inmediatamente el smoking aparece.
-
Más soda. Y hielo. Pregunte a la mona del pelo rizado y a esa negrita de la
esquina si podemos invitarlas a una copa.
-
Por supuesto señor.
Simultáneamente llegan soda, hielo y juventud. Me cuesta enfocar la vista. Han debido
bajar las luces, todo está más oscuro. La mulata sonríe, veo sus dientes blancos
contrastando con su piel. Está muy delgada, sus pechos altivos la preceden. Pura fibra.
La mona no sonríe pero avanza lánguida, un poco sin querer, fluyendo despacio hasta la
mesa. Muy blanca, el pelo largo y rizado le cubre la parte superior de los pechos que
guardan una proporción perfecta con su cadera. Cintura fina. Los brazos delgados
cuelgan descuidados a los lados de su cuerpo, piernas largas bien torneadas. Jorge
Antonio dice algo y la mulata se sienta a su lado. Por eliminación la rubia se frena un
segundo frente a mí y se gira para sentarse, su cola azota mi cara. Tersa y firme. Me
mira y pregunta mi nombre. Y poco más hablamos porque no hay mucho que hablar.
Tras el “¿cómo te llamas de dónde vienes y adónde vas?” está claro que vamos a agotar
la conversación en breve. Me quedo callado mirándola fijamente sin disimulo mientras
grabo sus facciones en mi disco duro. Tiene los ojos grandes manga japonés coronados
por unas pestañas largas y tupidas. La nariz no es fina pero le da carácter sin quitarle un
ápice de atractivo. La boca es colombiana, carnosa con dientes grandes muy blancos
perfectamente alineados. No llega a los veinticinco años. Esa cara debe ganarse bien la
108
vida. Vuelve el smoking con dos copas de champán rellenas de un líquido naranja y las
deposita sobre la mesa. Algún zumo, melocotón seguramente, nunca con alcohol. Jorge
Antonio habla y habla y su mulata ríe y ríe. Está parlanchín. Sigo en silencio
disfrutando de sus encantos. Sorbo por la nariz sin control.
-
Eres muy hermosa, como Shakira pero más perfecta ¿cómo te llamas?
-
¿cómo te llamas tú?
-
Rodrigo.
-
Yo Shakira. ¿me regalas un cigarrillo?
-
Claro.
Sonríe por primera vez con boca y ojos y me ilusiono. Como cada vez, como la primera
vez. Mendigando sonrisas desde antes del primer recuerdo.
-
Tú dirás Rodrigo.
-
Por ahora si te parece bien charlamos. Algo típico. Infancia y juventud. Para mí
perdida, tú perdiéndola en tanga entre babosos. Un tema como otro cualquiera.
-
Seguro. ¿A qué te dedicas?
-
Me pagan por acompañar a mujeres.
Se ríe de nuevo. Sorbo por la nariz. El moquillo cae incontrolable y el amargor ya se ha
acomodado en mi garganta y ni whiskey ni soda parecen ser capaces de expulsarlo, ni
tan siquiera momentáneamente.
-
No es una profesión muy común, no me lo dicen muchos.
-
En mi caso es cierto.
109
-
Ahora bizcocho me dirás que eres verraco en la cama.
-
La verdad es que no. Yo doy cariño y comprensión. En realidad me pagan por
escuchar. Y por hacer reír.
-
A mí no me estás haciendo reír.
-
Ahora no estoy trabajando. Eres tú la que me tiene que hacer reír.
Se ríe. Sin trampas.
-
Rodrigo eres muy querido pero vas empericado. Tienes las pupilas tan grandes
que no sé de qué color son tus ojos. No voy con hombres que le dan a la perica.
-
Claudia, no seas así, hay que probar los productos de la tierra.
-
No me llamo Claudia, me llamo Shakira. A la próxima toma trago. Y ten
cuidado con ese guapo, si te descuidas te tumba. No sería la primera vez, a más
de uno le gustaría darle plomo.
-
Está solicitado. ¿Tú crees en los cuentos de hadas, en los días nefastos y en los
sueños de los que hablaba el poeta? Porque yo sí creo solamente en tus bellas
mentiras.
-
Tómatelo a guasa calavera. Yo sólo te aviso.
-
Todavía no me has hecho reír.
-
Otro día. Recuerda, sin perica.
Me da un casto chusco en los labios, se incorpora y se aleja despacio meneando la cola
hacia la barra. Joder, no triunfo ni con las putas, tengo un futuro prometedor. Jorge
Antonio se gira, la ve alejarse y se muere de la risa. Llamo al timbre y aparece el
110
smoking. Está oscuro y moqueo sin descanso. Pido la cuenta. Jorge Antonio está
concentrado en su mulata, toqueteándole juguetonamente los muslos. Pago
cuatrocientos mil pesos y dejo treinta mil de propina. El smoking me entrega una
tarjeta.
-
Sería un placer tenerle de nuevo entre nosotros señor.
Me levanto y recojo mi cazadora.
-
¿Te vas? No seas pendejo, elige otra.
-
Da igual, tengo que hacer mañana. Gracias por todo Jorge Antonio.
-
Espera.
Escribe en un posavasos de papel.
-
Mi celular, te debo una buena rumba.
-
Te llamaré. Chao.
Subo las escaleras hasta la calle. El gorila azul me mira sin simpatía alguna y levanta la
persiana.
-
¿Me puede llamar un taxi?
-
Esos carros son taxis señor.
Son taxis. Circulo alerta por una ciudad oscura y aletargada hasta el hotel. Maneja un
silencio. Consigo llevar mi mandíbula tensa hasta la habitación. Me dispongo a
quitarme la cazadora cuando descubro un bulto y se cumple el peor de mis temores
cuando extraigo del bolsillo la pelota de perica, la bolsa de caballo y el bisturí. No voy a
dar la vuelta. Llamo por teléfono al capullo de Juanes pero no contesta. Dejo un recado:
111
-
Soy Rodrigo, he encontrado un regalo inesperado en mi cazadora. Mañana
quedamos y te la devuelvo. Disfruta de la rumba.
Estoy imposible de dormir. Me quito los pantalones y me masturbo fantaseando con mi
Claudia colombiana. Cuando termino enciendo un pitillo, me aseguro por tercera vez de
que la puerta está bien cerrada y empiezo a picar piedra. La noche va a ser larga.
112
9
Despierto con escalofríos entre sábanas empapadas en sudor. Cincuenta miligramos de
Tranxilium tienen el mérito de que haya podido dormir algo. Esta noche he vomitado
durante un eón. Maldito azúcar moreno. Consulto la hora en el reloj: las cinco.
Madrugada. La hedionda mancha de vómito y sangre reseca en la almohada me
hipnotiza con su inmunda presencia de colores desvaídos obra de cualquier pintor
vanguardista incomprensible. Incomprendido. Mi nariz está obstruida por la sangre
coagulada pero la pestilencia que desprende el cuadro penetra por algún resquicio y me
provoca primero náuseas y finalmente arcadas. Entre espasmos y rugidos quedos,
vomito un amargor que se arrastra por las comisuras de mi boca y se queda pegado a la
barbilla. De despedida un estertor sostenido que exhala el aire residual de mi vejiga de
hiel. Los géiseres de la noche fueron menos dolorosos. Apaciguado repto entre las
sábanas alejándome del vertedero de efluvios nauseabundos, encuentro un pequeño
oasis de sábana seca y en posición fetal me amparo en un duermevela reparador.
Dormir nada y despertar de nuevo a menos veinte, menos diez cuando consigo
incorporarme. Escudriño el reloj buscando en la penumbra la manecilla pequeña que se
esconde esquiva en la esfera. Sentado en el borde de la cama me atraviesa el haz de luz
que se abre paso entre las cortinas a medio correr. Las siete, hora de levantarse del
proletario con corbata del siglo XXI. Un crápula mareado se dirige al cuarto de baño
siguiendo el rastro del precio pagado por el exceso. Enciendo la luz que me golpea sin
compasión. Frente al espejo boqueo con la nariz taponada y dolorida, la boca pastosa y
los ojos moribundos inyectados en sangre que me deshonran con su mirada vidriosa,
enquistados en una cara desfigurada tras una larga noche de maceración en sudor,
saliva, sangre y vómito. El agua gélida de la ducha me reanima. Me enjuago, escupo y
113
finalmente bebo con ansia. Los intestinos se revuelven. Me sueno con fuerza bajo el
chorro expulsando los coágulos de sangre seca. Al salir de la ducha me asaltan de nuevo
los temblores, síndrome de abstinencia. Me siento y vacío parte de la cena mientras
tenso los músculos embotados y me masajeo la cara con violencia buscando expresiones
y gestos que se han perdido en la “romana”. Desisto y finalmente adopto resignado el de
moribundo al menos hasta el desayuno. Me tiemblan tanto las manos que opto por no
afeitarme. Busco la redención en dos gramos de Paracetamol y un Tranxilium 15. Abro
las ventanas y se ventila la estancia con un viento frío que entumece mi cuerpo cubierto
tan solo por una toalla demasiado pequeña, la luz gris que penetra en la estancia ilumina
el sórdido escenario de triste impersonalidad. La depresión es el peaje de la perica y me
arrastra a una espiral de pensamientos negativos que se resumen en un “no debería
seguir aquí” y en esto la perica sin duda tiene razón.
Los restos de mi bacanal solitaria están desparramados por toda la sala contigua. La
piedra de perica está bien guardada en una bolsa de plástico, lo más preciado se cuida
incluso en la vorágine del exceso. Especialmente entonces. Hay una botella de whiskey
vacía a la que agradecer gran parte de la grata experiencia nocturna. La bolsa de heroína
está abierta junto a la de perica. Arrastrándome sin vacilar despido su perdición tirando
de la cadena. Debería hacer lo mismo con la roca pero nunca he sido un hombre
dispuesto a provocar mi arrepentimiento seguro. El “ya no más” se intenta instalar en mi
mente sin demasiada convicción, incapaz de imponerse al pecador impenitente
inclinado a zambullirse en la vorágine autodestructiva a la primera oportunidad. Cuando
el abismo de la perdición se abre el degenerado confeso debería huir o al menos
replegarse, rara vez lo hace y ser excepción es pretencioso. A tumba abierta. Bebo un
mar de agua que no me sacia y sin dar cuartel preparo estremecido un par de rayas
generosas picadas con esmero. Goloso. Hasta dentro aspirando con fuerza, las manchas
114
del techo distorsionadas por mis lágrimas de cocodrilo disoluto. Comienzo a sangrar por
uno de los orificios pero no bajo la cabeza y el amargor de la cocaína se mezcla con el
sabor de la sangre fresca. Estoy unos instantes sorbiendo perico y sangre, paladeando su
fusión con el corazón desbocado. Arrodillado al lado de la bañera me aplico un chorro
de agua fría en la nuca mientras aprieto con fuerza la glándula lacrimal del orificio
rebelde hasta que el flujo cede. Sentado enciendo el pitillo endulzado con las migajas.
Me levanto activo, recoger la habitación se convierte en una necesidad. Desnudo froto
el suelo con la toalla, la piel de gallina. La ventana sigue abierta. Ordeno. Sábanas a una
esquina, ropa sucia a la maleta. Me muevo por la habitación fustigado por la química
hasta que satisfecho entro en el cuarto de baño con la nariz anestesiada, moqueando y
sorbiendo sin parar. Consigo afeitarme sin temblores. El espejo me enfrenta a una
mandíbula que mastica esmalte, abanicada por tercos aleteos de nariz con mejillas de
ciclista en ascensión. Un hilo de sangre se desliza perezoso hasta la espuma de afeitar
que cubre el bigote, una espuma de siglo XXI que ya no es sino gel, primero azul y
luego blanco. Rojo, blanco y azul; Libertad, Igualdad y Fraternidad, los colores de París
flanqueando el blanco de la Monarquía. Allons enfants de la Patrie, que una sangre
impura inunde nuestros campos. Rojo, blanco y azul. Revolución o muerte, por la razón
o por la fuerza, en Dios confiamos, Paz y Justicia. Demasiados lemas para tres colores,
demasiados lemas para recordar. Yo estoy perjudicado pero el del espejo está peor. Es
hora de irse. Entro en un estado de letargo taquicárdico. Llamo a Claudia y dejo un
mensaje en su contestador: “Aborto, eso es esta operación, un aborto natural. La primera
fase va a ser la última, vuelvo a Madrid en el primer avión”.
Las puertas del ascensor se abren frente a mí. La chaqueta azul de corte clásico
contrasta con unos vaqueros desgastados excesivamente grandes. Camisa blanca. Un
playboy de saldo a las diez de la mañana. Mis Arnette de pasta negra están fuera de
115
lugar lejos de las playas de Bolonia. Me planteo volver a la habitación a cambiarme
pero me obsesionan las gafas, el problema son las gafas. Salgo del hotel con los ojos
cerrados negando la mueca y camino con buen paso hasta “El Andino”, el centro
comercial más cercano. No me cuesta trabajo encontrar una óptica. Resisto la tentación
de las Wayfarer que han vuelto a estar de moda y acariciado por la voz de la vendedora
me decido por unas Ray-Ban ligeras con la montura metálica y cristales verdes, ideales
para interior. Polarizados, signifique lo que signifique. Entrego una cantidad de pesos
que, aun sin saber su equivalencia, me parece excesiva. Las nuevas gafas camuflan la
hinchazón de los ojos lo suficiente como para evitar preguntas. Luciendo mi nueva
adquisición me dirijo fumando feliz a la Farmacia a rematar la faena con un colirio
reparador. Adivino a Néstor cruzando furtivo la calle pero no me preocupa. Adiós
Néstor, en breve tú también serás libre. La Farmacia está vacía, consigo el colirio
inmediatamente y me lo aplico ahí mismo. Como no paro de sorber por la nariz la
farmacéutica insiste hasta que me llevo un antigripal. Me siento obligado a decir algo.
-
El aire acondicionado me va a matar.
Vuelvo al centro comercial y desayuno lo de siempre pero no me sabe a nada, ni el bollo
relleno de chocolate caliente ni el café que de todas formas es una basura; soy un
fanático del café italiano, doppio para desayunar y restrettos el resto del día. Tampoco
los encuentro en España aunque estos tintos son incluso peores que los solos
madrileños. Me descubro sonriendo a nadie, feliz. Tal vez salga una semana de
vacaciones a recorrer la Emilia. Me gusta la Italia del Norte, la civilizada, la que apenas
tiene sangre española. El mestizaje italiano y español engendra chusma presuntuosa que
explica el desarrollo asimétrico del país. Viva la Liga Norte. En Argentina, cuna del
mestizaje latino, solo recordar los diez años de Menem, Zulema y la Miss Universo dan
escalofríos, diez años de gánster. Sigo moqueando en mitad de este Andino poco
116
hospitalario que me recuerda a un aeropuerto. Moqueo. Sorbo. Moqueo. Abandono en
la bandeja el resto del bollo y el café ya frío y me encamino al cuarto de baño. Está
desierto. Tapono con mi pulgar uno de los orificios sorbiendo sonoramente por el libre
hasta que un goterón amargo me rasca la garganta. Repito la operación con el otro
mientras mi corazón comienza a palpitar a un ritmo creciente. Mi imagen de cristales
verdes es tan mala como la de pasta negra. Levanto la cabeza frente al espejo
explorando mi nariz en busca de polvo blanco delatador pero solo hay restos de sangre
coagulada. Amargamente reconfortado ordeno un tinto para llevar y salgo del Andino
como una exhalación con un cigarrillo encendido en la mano y la garganta anestesiada.
Hoy es un gran último día de penitencia. Teléfono, un número colombiano que no tengo
registrado. La compañía aérea.
-
Sí
-
Buenos días Rodrigo, soy Juan Carlos. No estaba seguro de que estuvieras
despierto. A los españoles os gusta vivir de noche, la fiesta.
-
Esa fama tenemos.
-
Daniela llegará más tarde de lo que esperaba y he prometido que te invitaría a
almorzar. ¿te viene bien que te recoja en tu hotel en una hora?
-
No me encuentro muy bien. Tenía pensado quedarme leyendo en el hotel y
además acabo de desayunar. Hasta dentro de un par de horas no me apetece ni
tomar el aperitivo.
-
Los locos horarios españoles. Una cerveza entonces.
-
Te agradezco tus atenciones pero sinceramente necesito descansar.
117
-
Rodrigo, te agradecería que aceptaras esa cerveza. Valdrá la pena, te tengo una
sorpresa preparada.
-
No estoy para sorpresas.
-
Para esta sí. Una hora.
-
No.
-
Me obligas a estropear la sorpresa. Ayer regresé de Madrid, he conocido a un
amigo tuyo, Jerónimo. No me digas que ahora no estás un poco intrigado.
-
No conozco a ningún Jerónimo y no me interesan tus intrigas.
-
No te pongas a la defensiva, dentro de una hora a la puerta del hotel como un
niño obediente. Rodrigo, solo será un almuerzo o si prefieres una cerveza,
tampoco es mucho pedir.
-
Hace ya tiempo que adopté la política gringa, no cedo a las presiones ni hago
concesiones a los chantajes y amenazas de terroristas o soplapollas como tú. Y
por supuesto no negocio con el primer mierda que se presenta intentando
acojonarme.
Su carcajada no me sorprende. La situación es suya.
-
Bien, en una hora entonces. Vístete bien y arréglate. Y quítate esas gafas verdes
que no te favorecen.
-
Cabrón.
Más risas antes de colgar. Llamo inmediatamente a la compañía aérea. Confirmo. Unas
horas y adiós mierda de ciudad. Vuelvo al hotel. En mi habitación me encuentro a la
118
señora de la limpieza que me recibe con mirada censuradora. Me importa un carajo.
Enciendo el ordenador y compruebo las cuentas de correo. Me espera un mail firmado
por Claudia con un escueto “Aguanta”. Todos de acuerdo, nos vamos. Dedico un buen
rato a formatear el ordenador a bajo nivel y lo dejo tirado en el suelo frito sin un solo
dato. Hago la maleta y cuando termino aliviado enciendo un cigarrillo que disfruto con
los ojos entrecerrados. Relajado y envuelto en un aroma mezcla de vómito y
ambientador me quedo adormilado, finalmente dormido. Adoro el Tranxilium.
El teléfono me despierta envuelto en un sudor frío. Mientras me desperezo cuelgan y
vuelven a llamar tres veces. Contesto. Me esperan abajo. Veinte minutos. No les gusta
esperar, a mi no me gusta que me despierten. Cuelgo. Me ducho sin prisa y finalmente
cambio los vaqueros por unos pantalones de pinzas clásicos que realzan la calidad de la
chaqueta. Media hora más tarde un Rodrigo renacido se aplica el colirio frente al espejo
del ascensor. Cuando llego a la entrada saludo con la cabeza a un gorila que con gesto
serio mantiene abierta la puerta del carro aparcado en la puerta. Con las gafas puestas
como pequeño acto de rebeldía me siento en el asiento trasero del sedán azul oscuro. El
habitual carro de escolta hoy son dos, uno delante y otro detrás más tres motocicletas,
una bonita exhibición de poder. Juan Carlos conduce, maneja diría él. A su lado una
elegante melena blanca próxima a los setenta me saluda cordial. No entiendo bien su
nombre pero Juan Carlos me saca de dudas enseguida.
-
El Sr. Abrisqueta es amigo y consejero de la familia de Daniela desde hace años.
-
Me honra con su presencia Sr. Abrisqueta. Lamento la espera. Bueno no, la
verdad es que no la lamento en absoluto.
-
Rodrigo, no seas rencoroso, el Sr. Abrisqueta solo quiere conocerte
-
No soy tan interesante.
119
-
Eso si me lo permite lo juzgaré yo Sr. Arizcun.
Su voz carece de la mansedumbre característica del acento sudamericano. Es firme sin
ser agresiva, intimida. Enciendo un cigarrillo que molesta pero del que nadie protesta y
me recuesto en el asiento. Juan Carlos monologa sobre Uribe, su tema de conversación
favorito. Termino de fumar en silencio y con los ojos cerrados me dejo mecer por el
murmullo y el suave movimiento del coche hasta que vencido por el cansancio duermo
plácidamente el sueño de los culpables.
-
Todavía no he decidido si eres un valiente, un temerario o solo un insensato pero
desde luego no se puede negar que tengas presencia de ánimo.
Juan Carlos está con la puerta abierta sonriéndome. No contesto. Estamos aparcados
frente a la puerta de un edificio que parece de oficinas. El coche está rodeado de agentes
de seguridad con perros que olfatean el vehículo. Mientras desciendo estirándome
disimuladamente dos hombres en mangas de camisa pasan unos guantes blancos de
mayordomo rociados en un limpiacristales por el interior del coche. No me resisto a
preguntarle qué hacen.
-
Ese líquido detecta restos de explosivos. Como ves se toman muchas
precauciones. Bienvenido al famoso Club El Nogal. Hace pocos años las FARC
colocaron un coche bomba en el parking, treinta y seis muertos y doscientos
heridos. Afortunadamente se pudo rehabilitar y en un tiempo récord. Te gustará.
-
No creo. El concepto de Club no me resulta atractivo. Prefiero el mestizaje al
elitismo.
-
Confieso que en ocasiones me resultas simpático. Por diferente.
120
El león albino está esperando con gesto impaciente a las puertas del Club. Juan Carlos
se percata y me apremia tirando firme de mi brazo. Me dejo llevar.
-
Tu pasaporte.
-
No lo llevo encima. Esta mañana he pensado no salir del país.
-
Muy chistoso. Un documento cualquiera. Con fotografía.
Le entrego el carnet de conducir, nuestro tríptico naranja único en el mundo. Juan
Carlos lo examina con recelo pero finalmente se lo entrega a uno de los guardaespaldas
que lo canjea en recepción por una tarjeta de visitante que me entrega sin una palabra.
El impaciente nos espera junto a los ascensores al otro lado de un torno importado del
Bernabéu. Atravieso rápidamente el torno tras acercar el código de barras de la tarjeta al
batiburrillo de rayos rojos, y sigo a Juan Carlos hasta el ascensor más cercano donde
nos espera Abrisqueta acompañado por uno de sus guardaespaldas. A pesar de que hay
más gente esperando subimos solos en un ascensor demasiado grande.
-
¿Quieres que te hagamos un tour rápido?
-
Me sobra con que me lo cuentes.
-
El Club ofrece un poco de todo. Actividades deportivas, Gimnasio y pistas de
squash, piscina, varios bares y restaurantes e incluso unas cuantas habitaciones
de hotel. También hay una barbería, actividades para niños, lavandería. Y un
montón de salones que se usan para convenciones y fiestas varias. En mitad de
Bogotá. Muy cómodo
-
Muy cómodo.
El ascensor se detiene en una planta alta y entramos en un comedor vacío.
121
-
Es pronto para almorzar incluso para Colombia. Mejor, así podremos platicar
tranquilos.
Me siento frente al ventanal digiriendo la mirada a la Bogotá gris y deslucida de
siempre.
-
¿Qué quieres tomar?
-
Después de este secuestro tan elegante me merezco al menos un buen vino,
español a poder ser para hacer patria. Ribera si es que es posible conseguir un
buen Ribera del Duero en este chiringuito. Si no una cerveza decente. Heineken.
Abrisqueta sonríe y se dirige al camarero
-
¿queda alguna botella de Protos de 2001?
-
Las que tiene reservadas señor.
-
Por favor abra una y póngala en el escanciador para que se oxigene.
Con gesto adusto busca mis ojos escondidos detrás de los cristales verdes polarizados y
tras un par de segundos finalmente se ríe.
-
No creo que lo aprecie pero tiene razón en que no son formas de invitar a nadie a
almorzar. Espero que disculpe las formas de Juan Carlos, la juventud es la única
enfermedad que se cura con la edad.
-
Me sorprende, no parece usted hombre de clichés. Juan Carlos no es más que
otro producto de la educación elitista de este tercer mundo, frustrado porque
desde pequeño se le ha inculcado que ha nacido para mandar, y que al llegar a la
edad adulta descubre que no manda ni en su casa. Sorprendentemente su
adorable esposa es feliz porque le pone los cuernos con un bravo y sólo siguen
122
juntos por los niños y el qué dirán, igual que la burguesía española en la etapa
franquista. En definitiva, un mierda cornudo. Y no tiene ni media hostia.
La mirada de Juan Carlos pretende ser asesina pero lo único que expresa es una mezcla
de vergüenza y rabia. Abrisqueta no mueve un músculo.
-
Le felicito, es capaz de detectar un matrimonio roto en una sola velada y de
ofender en cuanto tiene ocasión. Le pido por favor que abandone ya esa pose de
indignación. Y quítese esas ridículas gafas. Rodrigo, no he venido a almorzar
con usted para amenazarle. Es un honor conocer por fin al español sensible que
ha atravesado el Atlántico por amor, el amor por Internet, historias que no
suceden en Colombia todos los días. Tampoco en España la verdad aunque en
esta sociedad enferma cada vez sea más común. El que se ha presentado en
Bogotá en lugar de ser el desesperado burgués con alma de poeta perdedor
esperado es un Gonzalo Jiménez de Quesada, un moderno conquistador, un alfa
inteligente pero poco discreto. Justo lo que sin saberlo busca Daniela, todas las
Danielas. No era eso lo que esperábamos, lo que habíamos contratado. Sirve
igual, gracias a su improvisación nace esta historia de amor con una Daniela
entregada. Encoñamiento creo que lo llaman por allá. Hasta aquí perfecto.
-
Me siento honrado de que Il Consigliere me dé su aprobación.
El camarero se acerca y da a probar el vino a Abrisqueta que tras una excesiva
ceremonia da su aprobación. Ordenamos. Lomo bajo con ensalada César. Brindamos
por España y en el primer trago no aprecio la excelencia.
-
Puede que no sea otro blando, como los que tanto proliferan por aquí, pero
tampoco soy Rambo.
-
El Rambo colombiano está muerto. Y también nuestro Popeye. Y tantos otros.
123
-
Rambo no puede morir. Por definición.
-
En Colombia todos mueren, Rambo incluido. Te haría un resumen de parte de
nuestra historia reciente pero no creo que te fuera de ayuda. Dejémoslo en que
en Colombia la muerte está a la vuelta de la esquina. Tenemos una historia
plagada de asesinatos, secuestros y atentados. Narcos, guerrilla, paramilitares.
La guerrilla y los paramilitares también se financian con la droga así que todos
son narcos con o sin ideología, si es que podemos llamar ideología a cuatro ideas
trasnochadas. La situación ha mejorado bastante pero todavía estamos lejos del
final. Para que te hagas una idea hasta hace bien poco era imposible viajar a
Medellín por carretera desde Bogotá. Daniela pertenece a una poderosa familia
de Medellín. Su padre entre otros negocios se dedica a la cría de caballos de
paso, los más bellos del país. Es una familia conocida y respetada en toda
Colombia. Tampoco ellos se han librado de la violencia; una hermana de
Daniela fue secuestrada hace ya muchos años por guerrilleros del M19. En lugar
de pagar el rescate invirtieron gran parte de su patrimonio y junto con otras
fortunas organizaron una operación de rescate alternativa para liberarla y
disuadir a las guerrillas de futuros secuestros. Ofrecieron grandes sumas de
dinero como recompensa por los secuestradores. Millones de dólares.
Contrataron a profesionales fundando las MAS, Muerte A los Secuestradores, el
primer grupo paramilitar de Colombia. Se dice que el MAS llegó a los dos mil
miembros, aunque la verdad es que yo no creo que fueran tantos. Secuestraron a
veinticinco personas del entorno del que se sospechaba era el cabecilla del
secuestro, todas las que encontraron: amigos, novia, hermanos… Después de un
año finalmente fue liberada sin pagar rescate alguno. Desde entonces la
seguridad siempre ha sido un asunto prioritario en la familia. Daniela tiene el
124
mismo carácter. Está acostumbrada a tomar lo que quiere cuando quiere y como
quiere, sin ceder a chantaje o presión alguna. Tú eres su último potro salvaje, el
conquistador que se resiste a sus deseos y no baila al paso que ella marca, pero
tiene su látigo listo para la doma. En esa estáis.
-
Bonita teoría. Soy un caballo de paso rebelde.
-
Para caballo de paso te falta pureza de sangre. Seguiremos en el café.
Sirven la comida. Paladeo el vino y la historia. Este país padece una enfermedad
infecciosa. Almorzamos mientras Juan Carlos diserta de nuevo sobre la política de
Uribe. En silencio termino con la mitad de la carne con muchos Uribes de fondo
decidiendo el restaurante en el que almorzaré nada más aterrizar en Madrid. Con
Claudia. Miro por la ventana y me despido del gris de la ciudad. Vuelvo la vista a mis
compañeros de mesa, clase alta bogotana, sudamericana, de moflete suave, mullido y
redondeado. Mofletes esponjosos que apetece pellizcar, como los de un niño. No sé de
dónde han sacado el gen, dudo que de los enjutos conquistadores. Curas libidinosos.
Pedimos café y me enciendo un pitillo.
-
Lo siento Rodrigo, no se puede fumar.
-
No tengas miedo que cuando vengan los SWATS yo te defiendo.
Abrisqueta se ríe.
-
Juan Carlos ya me había avisado de tus salidas. Al grano Rodrigo, vamos al
grano.
Saca un papel doblado de la americana y comienza a leer:
-
Rodrigo Arizcun Segura. Hijo único. Padre corredor de Bolsa y madre ama de
casa. Infancia feliz. Estudiante irregular, destaca en Matemáticas y Ciencias
125
Naturales. Mediocre en el resto. Esforzado deportista pero sin talento. Servicio
militar cumplido en Capitanía General de Madrid gracias a los contactos
familiares. Licenciado en Químicas. Trabaja en Cofares, una empresa española
de medicamentos. Y su jefe está deseando que se vaya. Hasta ahí la historia
conocida. La visita de Juan Carlos nos ha ampliado su historia. Es huérfano, su
padre se suicidó arruinado hace apenas año y medio tras un escándalo
financiero. Su madre lo hizo dos meses más tarde abrumada por la vergüenza y
los acreedores. No le quedan amigos, ni del colegio ni de la universidad ni de
ningún otro sitio. No sale de casa, está permanentemente enganchado a Internet,
un friqui con pretensiones elitistas. Esa última palabra es de Juan Carlos.
Una pausa y me sonríe
-
Este es el resumen del informe que esta tarde recibirá Don Fabio. No creo que le
guste.
La cobertura es buena, ese pasado aunque no sea el mío es cierto. Y también lo es que
un Rodrigo Arizcun Segura ficha cada mañana en esa empresa. Y que es un
desgraciado. Y que está ahora mismo de vacaciones en la Riviera Maya con una pulsera
puesta. No le doy el gusto de preguntarle quién es Don Fabio.
-
Buen resumen. Me gusta. Pero para eso no tenía que haber enviado a Madrid a
su acólito, con preguntarme habría bastado.
Me mira a los ojos unos segundos antes de decir
-
Ese Rodrigo Arizcun no es usted, se ha salido de su papel. Usted es un
embaucador suicida, una bomba de relojería asocial incapaz de empatizar con
nadie. Muy bueno en su trabajo pero peligroso. Rodrigo, eres la falsa moneda,
126
que pasa de mano en mano sin que nadie la quiera, como si quemara. Pero como
dice el refrán la falsa moneda no puede correr mucho tiempo.
-
Devastador. Juan Carlos por favor acércate al cuarto de baño y saluda a tu mujer
de mi parte. Acaba de entrar muy contenta con el negro que nos ha servido el
postre.
-
Hijueputa te…
-
Juan Carlos, has perdido tu sentido del humor. Rodrigo solo quiere que nos dejes
a solas. Ya puedes irte, hablaremos luego.
Se despide dedicándome su mejor mirada de odio que es bastante pobre. Me vuelvo a
Abrisqueta y finjo indignación para mantener la credibilidad.
-
Sr. Abrisqueta, me importan tres cojones sus numeritos de mafioso de medio
pelo, ya he cumplido, esta tarde la falsa moneda regresa a España así que todos
contentos. Si ha terminado me gustaría irme.
Se ríe, una carcajada sincera.
-
No Sr. Arizcun, usted no se va a ninguna parte hasta que yo lo diga. Le he
reservado plaza en el vuelo de mañana, si todo va bien le queda sólo un día en
Bogotá. Usted es peligroso, más de lo que pueda sospechar, pero no tenemos
otro y por ahora le necesitamos aquí. Relájese, disfrute de Daniela y de su
juventud el tiempo que queda y grábelo en su memoria, no creo que vuelva a
vivir nada parecido.
-
Galoparé como un Appaloosa hasta el amanecer.
Sonríe, pide la cuenta y no volvemos a hablar hasta despedirnos en el ascensor.
127
-
Bien, nos separamos aquí, le está esperando un carro para acercarle a donde
usted quiera. Rodrigo, si necesita ayuda, cualquier cosa, llámeme no importa la
hora que sea. Este es mi celular privado. Está encendido día y noche. Por cierto,
mis amigos dicen que su luchador del Siam está bien pero que en su opinión está
demasiado solo en esa pecera tan grande y debería buscarle compañía.
Mi luchador del Siam vive libre y aislado en una pecera de 1.000 litros, un pez
afortunado. Noto un relieve en la tarjeta que me ha entregado. Es un escudo con un
cóndor coronando su nombre y cargo:
Jorge Abrisqueta Landaluce
Honorable Senador de la República de Colombia
-
Senador, qué importante.
-
Tampoco se deje impresionar, recuerde que en este país Pablo Escobar ha sido
congresista.
Me estrecha la mano y bajo del ascensor donde me espera uno de sus guardaespaldas.
Mientras le sigo al carro introduzco el número de Abrisqueta en la agenda del teléfono.
Ya sentado enciendo un cigarrillo y marco el teléfono de Claudia.
128
10
La voz de Claudia no me serena.
-
Buenos días Rodrigo
-
Judas, me has vendido.
-
Tranquilo, todo va bien
-
No va bien, han estado en mi casa.
-
En tu apartamento no hay nada comprometedor, ni tan siquiera una foto.
-
Las reglas son claras. Me voy esta misma tarde.
-
Ya está bien, no te estamos pidiendo que traigas el cinturón de esa Reina de las
Amazonas. Espera instrucciones, aguanta un par de días sin levantar sospechas
innecesarias, despídete como un caballero y regresa sin dar la espantada como
Curro Romero en una mala tarde.
-
Eres una zorra.
Cuelgo. El cinturón de la Reina de las Amazonas fue uno de los últimos trabajos de
Hércules ordenados por Euristeo. Lo sé porque a Claudia le encanta la historia de
Hércules. [email protected] es una de las múltiples cuentas de correo que Claudia
mantiene activa como correo de emergencia. Recuerdo la contraseña: Hercules9.
Pregunto en la recepción del Hotel por un Cibercafé y me ofrecen el ordenador del
business centre. No me sirve y no lo entienden. Un camarero que ha escuchado la
conversación me indica que en Charlie hay un Internet café. Le doy las gracias, salgo
del hotel apresuradamente y en menos de diez minutos estoy sentado frente al ordenador
entrando en la cuenta de correo. Hay un mensaje de Claudia sin abrir.
“Rodrigo, Romeo 5 es una operación distinta a las demás; no estamos lidiando con una
empresa farmacéutica robando una investigación científica de la competencia ni con una
129
empresa o un banco recopilando información para una posible OPA. Tampoco la hemos
iniciado nosotros por propia iniciativa como tantas otras veces. Rodrigo, Daniela fue un
encargo muy especial, un contrato internacional muy bien pagado en el que Arizcun
tuvo éxito donde antes se estrellaron muchos. Y al menos tres eran de largo mejor
partido que tú. Llevaban un año intentando penetrar sin éxito en su círculo inexpugnable
hasta que llegó Rodrigo Arizcun el conquistador, el hombre con la sangre coagulada y
entró por la puerta grande. No sé quien es exactamente esa Daniela pero es muy rica y
de Medellín. Blanco y en botella. La misma mañana que saliste hacia el aeropuerto se
instalaron cuatro colombianos en la oficina con gran parafernalia de pantallas y
ordenadores. Tres de ellos te controlan las veinticuatro horas, relevándose en guardias
de ocho horas. Tu habitación de hotel está llena de cámaras y micrófonos, tus
movimientos controlados por satélite gracias al teléfono y reciben informes cada dos
horas de agentes de campo. El teléfono está clonado y cada conversación, Messenger o
SMS se escucha y se graba. El cuarto intruso analiza y extrae información del ordenador
que has infectado, sin descansar un minuto. El que está al mando está permanentemente
al teléfono reportando a su control, están muy tensos y nerviosos. Jerónimo ha
desaparecido y yo sigo aquí sólo porque me necesitan para tenerte tranquilo.
Este mail lo escribo sentada con la ducha abierta desde un portátil que tengo escondido
desde hace tiempo en el cuarto de baño y he conectado al móvil. Bendita paranoia.
Rodrigo, llevamos juntos dos “Papa” y cinco “Romeo” y como poco te aprecio. Vete
ahora mismo al aeropuerto y vuela a Cartagena, o mejor alquila un coche. Desde ahí
puede que encuentres un barco para salir del país sin que te detecten ni los unos ni los
otros. Ten cuidado, seguimos en contacto por este canal.
Si necesitas hablar conmigo llama a mi hermana y dale tu nuevo número. Antes de
cerrar lanza el Peneo.exe que te adjunto, dejará el establo impoluto. Mucha mierda.”
130
Hijos de puta. Copio la agenda del teléfono en la tarjeta SIM. Apunto tres números en
una servilleta, apago el teléfono, saco la tarjeta SIM y tiro el terminal en la basura.
Escribo la respuesta para Claudia:
“Gracias, que Dios te lo pague con un buen novio. Tú también ten cuidado. Seguimos
en contacto. ”
Envío el mail y entro en Google. Palabras clave: “Medellín M19 secuestro MAS”.
10.700 páginas. Tres minutos más tarde me hago una idea de la historia. Como decía
Claudia, blanco y en botella. Marta Nieves Ochoa es la hermana mayor de los tres
hermanos Ochoa, los principales capos junto a Escobar del cártel de Medellín. Los del
ocho. Unos angelitos, dos de ellos ahora en libertad con fortunas incalculables. Hay
hasta una referencia a un artículo de García Márquez. Cierro la página, no necesito
escribir una tesis de los Ochoa, ejecuto el programa Peneo.exe y el ordenador se
desborda. Daniela Ochoa, el Ocho que tanta gracia le hacía a Manuela. De puta madre.
Me entran náuseas y vomito en el baño. Al salir le ofrezco cincuenta mil pesos al
encargado del Café por dejarme hacer tres llamadas a celulares colombianos. No se fía,
es demasiada plata por tan poco, pero se lo piensa, coge el billete y me alarga el aparato.
-
Aló
-
Qué tal vas Daniela, soy Rodrigo
-
Rodrigo, cómo estás. ¿desde donde me llamas?, no tengo grabado este número.
-
Estoy harto del roaming, si sigo así con la factura me habré podido pagar un fin
de semana en Gstaad.
-
Tienes razón. Rodrigo lo siento pero sigo aquí liada.
-
Espero que no sea nada grave
131
-
No te preocupes, es una aburrida historia de familia demasiado larga de contar.
Te prometo que esta noche regreso y cenamos juntos. He reservado a las nueve
en Harry Sasson, un restaurante precioso cerca de tu hotel. Te va a encantar.
No puedo evitar una sonrisa de autocompasión.
-
Seguro que sí. Nos vemos ahí. Si hay cambio de planes llama al Hotel y déjame
un recado, he apagado el teléfono.
-
OK. Perdóname bizcocho, intentaré compensarte. Un beso
-
Un beso.
Marco el siguiente número.
-
¿Aló?
-
¿Andy?
-
¿quién llama?
-
Perdón. Soy Rodrigo Arizcun, quería hablar con Paula Andrea.
La voz del teléfono es de mujer pero no es la de Andy. El timbre es más enérgico y
juvenil aunque amable.
-
Lo siento pero no puede hablar ahora.
-
Mire, soy un amigo. Mañana regreso a España y me gustaría despedirme de ella.
-
Tú eres el español. Yo soy Clara Inés, su hermana. Paula Andrea me ha hablado
de ti.
-
Espero que bien. ¿cuándo puedo hablar con ella?
-
No lo sé, está descansando. Si quieres le digo que te llame cuando se despierte.
-
No hace falta, llamaré más tarde. Mil gracias
-
Encantada. Chao.
-
Adiós.
Marco el tercero
132
-
Buenos días Carolina.
-
Rodrigo. Has tardado en llamar. Supongo que ya no hay mucho que te pueda
contar.
-
Siempre quedan historias por contar y me da que tú las puedes contar en detalle.
-
Siempre quedan historias por contar.
-
A las siete, en el bar que está enfrente de Harry Sasson.
-
A las siete entonces.
Cuelgo y devuelvo el teléfono después de borrar las llamadas enviadas y salgo del café
bajo un sol espléndido. Son las tres. Vuelvo al hotel, me baño, escucho música y veo la
televisión, dos horas bajo la atenta mirada del Gran Hermano con el cerebro a pleno
rendimiento para llegar a la única conclusión posible: tengo que regresar en el vuelo de
mañana como un niño bueno. Claudia está desquiciada, superada por el circo que le
rodea, la aventura de Cartagena no puede salir bien. Relajado después de haber tomado
una decisión me arreglo tranquilamente para la cena, salgo del hotel y me acerco a la
mueca.
-
Buenas tardes, seguro que me puede ayudar, ¿sabe dónde está el hotel Lafont?
-
Sí señor. Carrera 16 con la 86.
-
Gracias. Si alguien pregunta dígale que quería saber la dirección del restaurante
Harry Sasson.
-
Preguntan seguro señor. Es usted muy popular.
Guiña un ojo pero sé que los cincuenta mil pesos que le entrego no me garantizan su
silencio. Atravieso despacio por la T peatonal de pavimento tan rojo hasta que al llegar
a la cafetería de Juan Valdez cruzo y avivando el paso entro en el Atlantis Plaza, que
con sus múltiples salidas es difícil de cubrir para un hombre solo. Con suerte son dos,
Néstor y el de Abrisqueta; dos pero no trabajan en equipo, para el caso uno. Atravieso el
133
centro comercial a toda velocidad, salgo por la otra puerta y por fortuna encuentro un
taxi libre. Y el tráfico es fluido. Ha sido tan burdo que puede que haya funcionado.
En menos de diez minutos estoy en la puerta del hotel de Andy. El portero me saluda
con una sonrisa amable y una vez le pregunto por Paula Andrea me acompaña al tercer
piso donde me recibe sonriendo tras el pequeño mostrador una menuda morena de ojos
oscuros y dientes demasiado blanqueados. En cuanto pregunto por Andy se disculpa,
sale del mostrador, cruza el enorme salón que está tan vacío como la otra noche y se
acerca respetuosa a una mujer que reza arrodillada frente a la imagen de la virgen. Le
murmura algo al oído que provoca que la piadosa se levante persignándose y la siga en
mi dirección. Es Paula Andrea con diez años menos; es preciosa.
-
Tú debes ser Clara Inés. Yo soy Rodrigo, encantado. Perdona por presentarme
sin avisar. Y por haber interrumpido tus plegarias.
-
No te preocupes, siempre hay tiempo para rezar. Lo que siento es que hayas
hecho el viaje en balde, Paula Andrea sigue descansando y no sé cuando vas a
poder verla.
-
Me parece mucho descansar. Esperaré un rato.
-
Rodrigo, te voy a ser sincera, esto no es solo un hotel, también es una pequeña y
discreta clínica de cirugía estética. Ayer por la tarde operaron a Paula, unos
retoques como a ella le gusta llamarlos. Está descansando en la habitación
viendo televisión. Cuando le dije que habías llamado le hizo mucha ilusión pero
la conozco bien y no va a querer recibirte hinchada y llena de vendas. Respétala,
es muy coqueta.
-
Lo comprendo. ¿Puede ponerse al teléfono?
-
Sí.
Llamo desde recepción y me responde Andy con un tono avergonzado
134
-
Andy, perdona por molestarte. Mañana regreso a España y quería despedirme
-
Qué vergüenza me da que me encuentres así
-
Vergüenza solo de los pecados y no demasiada. Cuando vuelvas a España
envíame un mail, le dejo la dirección a tu hermana
-
Yo eso de los mails no lo sé hacer, te llamo por teléfono.
-
Voy a cambiar de teléfono, mejor un mail. Seguro que conoces a alguien que te
enseñe.
-
Me arreglaré. Cuídate y buen viaje
-
Recupérate. Y no te hacía falta retoque alguno, eres preciosa.
-
Adulador.
-
Un beso, nos vemos pronto.
-
Un beso Rodrigo. Buen viaje.
Cuelgo y me vuelvo hacia Clara Inés que se mantiene discretamente apartada para no
escuchar la conversación.
-
Tienes una hermana fantástica.
-
Gracias, también yo lo creo.
-
Clara Inés, te voy a pedir un favor que te puede resultar extraño. Posiblemente
no me quede más remedio que quedarme un tiempo más de lo que pensaba en
Bogotá y necesito un teléfono colombiano. Esta mañana he consultado por
Internet la factura del móvil y gracias al roaming voy a tener que empeñar el
coche. El caso es que necesito un móvil y sin cédula ni domicilio fijo en
Colombia no lo puedo conseguir. Con uno de prepago me apaño.
-
Por supuesto no hay ningún problema. Un minuto que agarro el bolso y te
acompaño.
135
Salgo del hotel en silencio deseando que a alguien se le ocurra sacarme una foto junto a
la mujer de ensueño que me acompaña y enviármela. Por cómo me mira, sé que Andy le
ha contado nuestra aventura y ese detalle despierta mi morbo, un morbo que me lleva a
elucubrar la forma de conquistar a la hermana joven, en un guión digno de alguna de las
novelas que copan el prime time de la televisión colombiana. Subimos a un taxi y
después de un par de minutos me veo obligado a romper el silencio.
-
¿vives en Bogotá?
-
Sí, nunca he vivido fuera de Colombia.
-
Yo tampoco he vivido en otro sitio que no sea Madrid.
-
Supongo que no creemos que haya nada mejor fuera.
-
Bueno, yo ahora sé que puede que lo haya.
Me sonríe agradeciendo el cumplido en nombre de su país. Llegamos al punto India, la
tienda MOVISTAR y en escasos veinte minutos salimos con una nueva línea con un
saldo de cien dólares y un terminal Blackberry. Se escandaliza con el precio, no sé ni
cuanto ha sido ni me importa. Estreno el teléfono con el de la santa que me acompaña.
No puede existir una forma mejor de estrenar.
-
Clara, te estoy muy agradecido. Me gustaría que me dejaras invitarte a tomar el
té.
Se ríe y el mundo entero se alegra.
-
Creo que es la primera vez que me invitan a tomar el té, será un placer.
-
Perfecto. He visto una especie de salón de té enfrente de la clínica
Subimos a un taxi y en menos de quince minutos estamos sentados en un sucedáneo de
salón de té, un Embassy colombiano.
-
Y dime Rodrigo, ¿qué haces en Colombia aparte de acostarte con mi hermana?
-
No me juzgues, surgió de repente y no me arrepiento.
136
-
Paula Andrea es casada. Bueno, eso ya lo sabes. Mis sobrinos no son mucho más
jóvenes que tú. Es la primera vez que engaña a su marido y aunque se lo
merezca no está educada para comportarse así y sufre.
-
¿Y cómo está educada?
-
En la religión católica. Y la fe en muchas ocasiones lleva implícita la
resignación e incluso el sufrimiento. Para alcanzar la salvación.
-
Si no fuera porque eres preciosa, vistes como una modelo y vas perfectamente
arreglada pensaría que eres monja.
-
La estética y la belleza no están peleadas con la piedad y la fe. Olvídate de ella.
Es verdad que la has hecho feliz, se siente viva de nuevo, pero a largo plazo esta
situación sólo le puede hacer daño. El haber llamado y venido hoy ha sido todo
un detalle, dice mucho bueno de ti.
-
Seguiré tu consejo con Andy pero que no me acueste con ella no significa que no
hable con ella, me gusta tu hermana. Tú también me gustas, os parecéis mucho,
así debía ser mi abuela, una mezcla de catolicismo rancio y exaltación de la
belleza y la femineidad.
-
No sabes lo que dices. Todavía no me has dicho qué haces en Bogotá.
-
No me vas a creer, vine por una mujer que conocí por Internet pero el tema se ha
ido complicando mucho, quiero regresar a Madrid pero es posible que no me lo
permitan.
-
No entiendo por qué alguien querría impedirte regresar pero no es necesario que
me lo expliques. Rodrigo, no somos los Uribe pero conocemos a mucha gente en
Colombia. Estás en problemas, estoy clara, tienes la mirada de la presa que huye
perseguida por la rehala, si necesitas ayuda llámame.
-
Gracias, puede que lo haga.
137
-
Te ayudaré hasta donde pueda. Ahora me voy con Paula, no quiero que esté sola
tanto tiempo. Rezaré por ti.
-
Que sea una Salve. El otro día intenté recordar La Salve y no pude pasar del
“Dios te Salve María, llena eres de gracia…”
-
Esa no es la Salve, es el Ave María. Igual el principio de la oración te refresque
la memoria: “Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y
esperanza nuestra”, aunque lo que de verdad importa no es conocer la oración
sino la devoción con la que se reza.
-
Pareces un ángel.
-
Rodrigo, estás acostumbrado a otro tipo de mujer, a mí las lisonjas que salen de
tu boca de forma automática no me halagan. Es más, me molestan.
Es un ángel, no hay más que decir. Estrechamos las manos. Afortunadamente he podido
con la tentación de hacerle un besamanos que seguro no habría sido bienvenido. Se aleja
y pido un etiqueta negra con soda. Estoy aliviado después de haberme confesado con
una extraña, una extraña preciosa. Se me ha aparecido la virgen, una virgen, si es que
alguna vez hubo alguna. Abro el teléfono, introduzco la SIM, copio la agenda y después
arrojo la tarjeta dentro del té frío. Llamo a María la hermana de Claudia que me da un
número de teléfono. Me puntualiza que Claudia ha insistido que es sólo para
emergencias. Como si no lo supiera. Aliviado enciendo un cigarrillo y saboreo el
whiskey.
Falta una hora para mi cita con Carolina y la tradición dice que a Harry Sasson no se
puede ir a cenar con menos de cinco copas. Soy un hombre tradicional. Brindo por ello
en silencio apurando el primer trago.
138
11
Abandono el salón de té con tres copas encima lapidado por las miradas de cinco
lechuzas, la parroquia habitual. El camarero espoleado por las arpías no me ha querido
servir la cuarta y me ha invitado a irme arrojando la cuenta en la mesa que cancelo con
cinco mil pesos de propina con la esperanza de despertar un cargo de conciencia. Ya es
de noche, la calle está pobremente iluminada. Esta ciudad necesita luz. Regreso en un
taxi taciturno a mi hogar, a mi zona rosa, a la T. Llego tarde a mi cita con Carolina pero
paseo sin prisas por la zona peatonal abarrotada de gente hasta llegar a las
inmediaciones de Harry Sasson.
Enfrente de Harry Sasson está el restaurante donde he quedado con Carolina. Tiene una
terraza muy animada jalonada de enormes setas para combatir el frío cada vez más
intenso. Carolina no está. Encuentro milagrosamente una mesa y doy gracias en silencio
a Clara Inés por su Salve. A mi alrededor lo que ya reconozco como élite colombiana se
emborracha digna y ordenadamente. Hay una larga carta de cocktails. Pido consejo al
camarero: la especialidad de la casa son los Martinis.
-
Un Martini entonces.
-
¿Cuál le provoca?
-
No sabía que existieran muchos.
-
Aquí servimos Martini hasta de chocolate. Godiva.
-
Esa sí es una bebida digna de Catalina de Médici, la gran meretriz. Dry Martini
por favor. De Saphir.
139
-
Sabia elección señor.
La copa es más grande de lo normal, una bañera de ginebra. Consigo beberla en cinco
tragos en vez de los tres habituales. Ordeno otro y enciendo el cigarrillo de rigor. Cinco
copas antes de cenar en Harry, tradición cumplida. Cuatro cigarrillos más tarde un dulce
buenas noches Rodrigo me sobresalta. Carolina luce un escote de vértigo sin por ello
resultar ordinaria. Ese cabrón enamorado de Uribe se ha agenciado a la hembra más
rotunda de este sucio poblacho. Estoy un segundo más de lo debido intentando adivinar
si esas dos maravillas son naturales antes de levantarme y plantarle dos besos
-
Carolina, qué alegría verte. Estás impresionante. Siéntate por favor.
-
Gracias por el cumplido.
-
No es un cumplido, es la verdad. Te invito a una copa; te recomiendo el Martini
de chocolate. Godiva.
-
Gracias, lo probaré.
-
Te encantará. Tú serías una gran Lady Godiva de media melena. Yo me quedaría
ciego disfrutando de tu galope.
-
No desvaríes.
Ordeno el Martini de chocolate a la mirada envidiosa del camarero. Carolina se sienta
enfrente muy digna.
-
Una copa rápida que tengo un compromiso ineludible con la hermosa Srta.
Ochoa, Una romántica cena enfrente, en Harry Sasson. No me atrevo a llegar
tarde no sea que me vuelen la cabeza. De hecho no sé si por mucho que estés
140
casada puedo invitarte a una copa. Preguntaré las reglas de supervivencia esta
misma noche.
-
¿Cuándo te has enterado?
-
Almorzando con el cornudo de tu marido. Pero eso ya lo sabes. Por cierto,
estaría encantado de ponerle los tachos a ese mierda.
-
No des tan duro, parece que estás trabado.
-
Son casi las nueve, discúlpame pero no quiero llegar tarde a mi última cena.
No sonríe cuando alza la copa de chocolate.
-
Por mi última cena en Bogotá.
-
Por las últimas cenas.
Carolina apenas se moja los labios. Trago el contenido de la bañera, abandono la copa
de Martini vacía en la mesa y cancelo la cuenta con una buena propina. El fajo adelgaza
pero eso ahora no me preocupa. Carolina me apunta su teléfono otra vez en una
servilleta. Por si lo he perdido supongo.
-
Estaré por aquí con unos amigos. Si te parece después de la cena me llamas y
hablamos. Y tranquilo Rodrigo, no pierdas los papeles. Déjate llevar que ya
queda poco y lo poco que queda no tiene por qué ser malo si te comportas con
mesura.
-
Saluda a Abrisqueta de mi parte.
-
No te equivoques, yo no sigo las instrucciones de Abrisqueta ni de nadie, pero
después del almuerzo de hoy he pensado que tendrías preguntas. Y yo te puedo
contestar algunas.
141
-
Mira que estás buena y mira que eres zorra. Y ladina. Eres peor que el resto pero
eso sí, la envoltura no tiene comparación.
-
Rodrigo, lo último que se pueden perder son las formas. No soy una zorra ni
tampoco una monja artera como otras. Si quieres después de tu pelea me llamas,
estaré cerca.
-
¿No te echará de menos tu maridito?
-
Juan Carlos ha regresado a la finca con sus flores y su negrita adolescente. Y con
la satisfacción del deber cumplido.
-
Un tipo listo.
-
Un hijueputa. Ten cuidado con él, es más peligroso de lo que piensas. Y lo tuyo
ya es algo personal.
-
Adiós princesa.
En Colombia solo tengo derecho a un beso de despedida y me lo cobro como un
condenado a muerte. Sus labios europeos son menos grandes y mullidos que los que se
estilan en esta jungla, me recuerdan a Madrid. Echo de menos Madrid. No participa
pero tampoco hace ademán de retirarse. Me incorporo saciado con una erección
adolescente paladeando el sabor de sus labios, dulces labios sabor a chocolate.
Atravieso la calle hasta la entrada del restaurante sintiendo la mirada de Carolina a mi
espalda. El maître me recibe a la entrada con una sonrisa y me da la bienvenida.
Mientras me acompaña a la mesa le pido un Martini de Saphir. En la mesa me espera la
espalda desnuda de Daniela bajo un moño años sesenta absorta en la mejicana que sigue
llorando canciones con el mismo vestido granate con plumas negras. Me acerco
sigilosamente y beso su mejilla con dulzura. El vestido es precioso, no tengo ni idea de
142
qué diseñador es pero seguro que es de los buenos. El corte es impecable y la tela hace
unas aguas sutilmente azuladas. Puede que la tela sea verde y puede que las aguas sean
de Saphir.
-
Estás preciosa. Si no fuera porque sé que eres muy responsable creería que te has
pasado todo este tiempo en un balneario.
-
La idea del balneario es buena. No creas que no me vendría bien una semana en
un spa.
-
La semana que le vendría bien a toda la humanidad.
Traen el Martini.
-
¿has pedido un Martini? Había pensado tomar una botella de champagne de
aperitivo.
-
No te preocupes, habrá sitio para todo.
-
Rodrigo me preocupas. En solo un par de días en Bogotá te he visto envejecer
cinco años, estás horrible. Y no es el soroche, bebes como una esponja.
-
Como un dipsómano, lo sé. Supongo que estoy muy nervioso. Ayer me acosté
tarde y me han despertado temprano tus amigos Juan Carlos y el Senador
Abrisqueta. Muy convincentemente me han arrastrado a un almuerzo en su club.
-
A Juan Carlos le pedí que te llamara, para que no almorzaras solo, pero no
entiendo a qué fue Abrisqueta
-
Básicamente a conocerme y a contarme historias, historias de secuestros y
narcotraficantes. Historias de los Ochoa. Entiendo que no me contaras nada, la
historia de tu familia es como para mantenerla en secreto. Acojona.
143
La dulzura de su mirada se ha tornado en un fuego abrasador donde se forja su odio
creciente
-
Hijueputa. Voy a capar a ese hijueputa. De mañana no pasa. Y tú Rodrigo ¿qué
demonios esperabas?, no se confiesa algo así sin más, no soy una gringa en una
terapia de grupo. Además no eres quién para juzgarme ni a mí ni a mi familia.
Todos tenemos intimidades que solo compartimos cuando creemos llegado el
momento, y aun entonces confidencialmente temerosos de que nos hagan daño,
y la historia de mi familia desde luego no la comparto con el primero que pasa.
Es demasiado jugosa. De hecho hace años que no hablo de las andanzas de mi
familia con nadie, no hace falta, a mi alrededor todo el mundo lo sabe y si no
tarda poco en enterarse, estoy acostumbrada. No esperes que me disculpe,
tampoco que te inunde de detalles, lo pasado, pasado está. Si quieres conocer la
historia completa te puedo recomendar el mejor entre los cien libros escritos
sobre el tema. De todas formas no te veo muy escandalizado con la historia
como los fariseos habituales.
-
Daniela, he venido a Colombia para conocerte mejor y todo lo que he conocido
me encanta. Hoy me adornan tu vida con leyendas vivas del narco y te confieso
que me he asustado pero ahora que estoy contigo estoy más tranquilo, me siento
seguro. Me importa bien poco el narcotráfico, no es más que el producto de la
prohibición, la OMS recomienda desde hace años la legalización de las drogas y
yo creo que están acertados en el diagnóstico y en la solución, es lo único
sensato. No me gusta juzgar a nadie, no soy quién para juzgar a tu familia y
menos aún a ti. Nadie es culpable de lo que hayan hecho otros, sean familia o
amigos, no sé si has llegado a perdonarlos o a comprenderlos, o qué tipo de
relación mantienes con ellos, lo que sí sé es que a mí ahora no me incumbe y por
144
el momento no me interesan los detalles. Si llega significará que vamos a más y
entonces te preguntaré humildemente tu versión de la historia e intentaré
comprenderte. Señorita Ochoa, tendrá que reconocerme que no lo pone usted
muy fácil aunque en su descargo he de decir que ya sabía que hacer las
Américas era patrimonio de osados y audaces. Daniela, hoy temo más al Océano
que se interpondrá a nuestro futuro todavía inexistente, que a la familia Ochoa al
completo cargando al galope desde las montañas de Medellín rodeada de sus
secuaces. Sobre todo porque entre esos Ochoa cabalgaría mi reina de las
amazonas. Y a mi reina no le tengo miedo sino adoración…
La monserga continúa en la misma línea de entrega que de puro irreal es creíble.
Daniela aguanta mi perorata alcohólica en silencio mientras se le amarga la cara;
primero segrega lágrimas secas de odio que abrasan sus ojos, lágrimas que cuando se
han hecho líquidas brotan en una cascada de alivio o de agradecimiento o puede que de
tensión liberada y crecen hasta una gran catarata de autocompasión y sufrimiento
demasiado tiempo contenido. Todavía le quedan muchas por derramar.
Con el rostro desfigurado por el rímel corrido y un rictus de Piedad de Miguel Angel, no
hace gesto alguno cuando me levanto y sin darse cuenta baila llorando sobre mi hombro
una canción que para ser perfecta debería ser más triste. En este mundo somos
demasiados con demasiadas historias de amor. Mientras la tensión de Daniela se
deshace entre mis brazos trato de decidir entre otro Martini o mi fiel etiqueta negra, ser
comprensivo me da sed. He sido catalogado como un cielo por alguna incauta y ser un
cielo me da mucha sed, sed de inconsciencia. Puede que tenga razón Daniela y esta
victoria se merezca una botella de champagne.
Termina la canción entre tímidos aplausos. Saludo pretencioso a la audiencia con una
gran sonrisa, momento que Daniela aprovecha para escabullirse al cuarto de baño
145
aferrada a su bolso, supongo que a remendar los estragos que tanta sensibilidad ha
provocado en su maquillaje. Doy buena cuenta del resto del Martini que quedaba en la
copa, cuatro tragos, estaba casi llena. Levanto la mano y el camarero acude solícito. Le
reconozco, es el mismo de la otra noche, me recuerda, recuerda mi propina. El consejo,
siempre deja una buena propina para que el camarero afortunado albergue buenos
sentimientos hacia ti, al menos el de agradecimiento.
Buen karma, el amor que das es igual al amor que recibes, si no das amor al menos
compra si puedes el ajeno.
-
¿Señor?
-
Por favor traiga una botella de champagne.
-
¿Taittinger?
-
Buena memoria.
-
Es fácil de recordar, será la segunda botella que sirvamos desde que se compró
la caja señor
-
La anterior la pediría un narco, como si lo viera. En este país solo los narcos
tienen plata.
-
Si usted lo dice señor.
-
No sabe qué importante es la discreción y que poco extendida está,
especialmente entre el servicio. Traiga por favor la botella, bien fría. Y un
etiqueta negra con soda.
-
Sí señor, ahora mismo. Bienvenido de nuevo.
146
-
Bienvenido sin más, esta es mi primera visita a este local. Le voy a hacer una
confidencia, mi padre decía que tener una memoria frágil es a menudo
conveniente.
-
No puedo estar más de acuerdo. Espero que disfrute su primera vez entre
nosotros y que repita en su próxima visita a nuestra ciudad.
-
Cuantas guerras se habrían evitado con una memoria laxa.
Estoy muy borracho y no encuentro las B12 que tantas veces me han salvado. Me
sorprende una arcada pero la acallo con un sorbo de agua fría. Necesito comer. Llega el
camarero con el whiskey.
-
Enseguida traigo el champagne señor.
-
Escúcheme, necesito algo de comer, consistente y caliente pero no puedo
esperar, tiene que ser ahora mismo. Me sirve cualquier plato, a poder ser un
entrante, el que tenga preparado para cualquier mesa. Recompensaré su
diligencia.
-
Un minuto señor
Estoy mareado. Intento quitarme la borrachera a lingotazos de whiskey pero no estoy
seguro de que sea el método apropiado. Me dejan un plato historiado enfrente: tiene
pollo y está caliente. Cinco tenedores después me cruzo con Daniela en la puerta del
cuarto de baño y apoyándome en la pared le pregunto:
-
¿Estás bien? Tardabas mucho, me tenías preocupado. Desde luego tienes mucha
mejor cara
147
-
No te preocupes, ya estoy mucho mejor. El que tiene muy mala cara eres tú. Te
has quedado blanco, pareces un fantasma.
-
El fantasma de tus Navidades futuras. El fantasma que cruzó el charco. Estaba
realmente preocupado, llevas una eternidad ahí dentro. Han sido demasiadas
emociones, espérame en la mesa que enseguida estoy ahí.
Me da un beso y se aleja. Con dificultades consigo entrar en el cuarto de baño, quitarme
la chaqueta, extender una preciosa toalla de tocador en el suelo y desabrocharme la
camisa. Armado con la pareja de la toalla humedecida en la mano cierro la puerta y me
arrodillo, y ante el desconocimiento de las oraciones de los que se vuelven tantas veces
a La Meca elevo la vista al cielo y vomito un torrente con regusto a Saphir. Vomitar
como todas las necesidades fisiológicas tiene su gracia, sobre todo cuando se seca el
manantial. Aprecio y mucho cuando termino. Me lavo bien la cara y me humedezco
nuca y muñecas. La boca no me sabe tan mal, la ginebra tiene esos detalles. Reviso mi
aspecto y hago un par de equilibrios de examen de embriaguez yanqui. Suspendo pero
no me he caído a pesar de haber mantenido la pierna levantada un buen rato intentando
tocarla con el codo. No estoy preparado para conducir pero para todo lo demás puede
que sí. Antes de salir me miro en el espejo: tengo hasta buen color, el fantasma ha
recuperado el disfraz de humano. Encuentro las B12 y las engullo con alivio. En la mesa
me espera una gran sonrisa.
-
Tienes mejor cara.
-
Me he puesto un poco de agua fría para activar la circulación. Tantas emociones
me van a matar.
-
¿crees que algún día contaremos esta historia a nuestros hijos?
148
Adopto una mirada seria mientras doy un buen par de sorbos al whiskey. Miro
directamente a sus ojos azul eslavo y contesto:
-
No lo sé, pero si llega el momento recordaré bien la historia, sospecho que en
breve se la voy a tener que repetir hasta la saciedad a la DEA para que se queden
contentos y me dejen en paz. Espero que no sea en Guantánamo.
Reímos juntos, carcajadas infantiles las suyas, alcohólicas las mías. Brindamos con
champagne. La DEA se ha convertido en la protagonista de todos los chistes.
-
Eres chistoso, Rodrigo. Llevo necesitando reír demasiado tiempo.
-
Necesitas vivir, y vivir incluye reírse. Somos conscientes de nuestra muerte
inevitable que a menudo viene acompañada de dolor y sufrimiento y frente a eso
solo tenemos el sentido del humor. Daniela, te confieso que estoy un poco
desorientado, víctima del principio de incertidumbre: En ciencia cualquier
análisis o cuantificación de un fenómeno introduce una perturbación que genera
siempre dudas razonables sobre el resultado. Eso me enseñaron en la Facultad.
Estas nuevas noticias me han trastocado y no sé si la nueva Daniela es mejor o
peor que la antigua pero desde luego es distinta
-
Es la misma.
-
No es la misma, ahora está rodeada de un halo de morbo enfermizo.
Comemos en paz arrullados por las plumas negras. El estómago da la bienvenida al pato
que chapotea en el alcohol. Hemos pedido vino, más etiqueta negra, he saldado la
cuenta, hemos subido a mi habitación y después de hora y media me he quedado solo en
la cama oliendo a mujer, oliendo a sexo.
149
Después de mi llamada Carolina tarda apenas diez minutos en llegar; me da tiempo a
vomitar el pato, lavarme los dientes y a dos B12.
150
12
El teléfono me despierta al quinto intento, los cuatro primeros los he conseguido
incorporar a mi sueño, que ya no recuerdo pero que no era agradable. La Recepción me
informa de que la Srta. Daniela ha solicitado que me despierten a las diez. Me recoge en
hora y media. Me presume cansado, ignorancia sabia. Carolina está en la ducha. Hago
un esfuerzo, me incorporo y estiro la espalda acompañando el movimiento con un
bostezo escandaloso. Carolina se asoma esbozando una sonrisa forzada.
-
Buenos días león, si no llega a ser por el teléfono duermes hasta mañana, ¿quién
era?
-
La policía. Así que la cierva de los cuernos de oro huía sin despedirse.
-
El león anoche parecía saciado .
-
Este león siempre tiene hambre. ¿desayunas conmigo?
-
No me parece prudente que nos vean juntos.
-
No eres prudente, a los hechos me remito.
-
Ayer era ayer, ¿regresas hoy?
-
Estoy decidiéndolo.
-
Quedarte es una temeridad. Por favor, vete ahora que puedes. Esto no es un
juego y estás demasiado lejos de casa.
Prometo irme esa misma tarde. Fin de la aventura. Sonríe aliviada. El beso de despedida
es dulce, chocolate caliente. Mi intento de asalto es rechazado con elegancia. Un último
beso en la mejilla, se libra de mi abrazo y sale de la habitación sin mirar atrás. Nunca
151
una despedida estuvo precedida de una mirada tan dulce. Una mirada de perdición. Me
afeito bajo la ducha y una vez vestido trago la enésima B12 y un Tranxilium 10 antes de
hacer la maleta sin demasiado cuidado. Preparado y capaz, esta tarde parte el vuelo de
Iberia rumbo a la metrópoli. No soy el único que ha tenido una noche animada, mis
amigos seguro que no han despegado los ojos de la pantalla.
Salgo del hotel y desayuno lo de siempre donde siempre, relajado por la cercanía del
vuelo liberador. Rememoro la conversación con Carolina y nada tiene sentido: las
muertes indiscriminadas, el poder absoluto y mi destrucción garantizada. La historia ha
sido larga pero sencilla, como los cuentos infantiles pero sin una moraleja final.
El ocho. El número maldito. Ocho ocho, HH, Heil Hitler. Puede que se esté gestando mi
shoah particular pero me siento cómodo tras los muros del Tranxilium y de la
inconsciencia, en mi gueto de Varsovia de falsa seguridad. Las soluciones finales no
suelen terminar bien. Las individuales suelen tener más éxito y mientras mi impostura
aguante un poco más el miedo que Carolina siente por mí, una extensión del suyo, se
dará paso al olvido.
A las diez en punto estoy en la recepción del hotel fumando mi tercer cigarrillo y
bebiendo la segunda taza de tinto, un brebaje repugnante. Andrei me saluda con un
gesto que podría interpretarse como una sonrisa. Subo al coche sin demasiado
entusiasmo, la mole conduce detrás un todoterreno negro de cristales tintados.
-
Buenos días bizcocho.
-
Buenos días Daniela, tú me dirás donde vamos
-
Turismo; no te puedes ir de Bogotá sin conocer la Plaza Simón Bolívar. Además
has tenido suerte, tenemos un día precioso.
-
Tu sí que estás preciosa.
152
-
No seas carretudo.
Se recuesta en mi pecho, está enamorada de mí o al menos quiere estarlo. Transcurre
media hora de silencio cómplice entre el barullo del tráfico, ella pensando en algo que
no me importa y yo en recuperar la dignidad antes de salir por piernas.
Cuatro personajes recorren la Bogotá de las guías de viaje, evangelistas del esperpento.
De ahí en adelante me sobra todo. La Plaza Simón Bolívar es grande, con más palomas
que turistas y con un palacio que no es más que eso. El Museo del Oro es pretecnología
infantil con vitrinas repletas de oro y pequeños inditos a escala menor. El de Botero es
una maravilla de edificio mancillado de gordos rodeados de moscas, pero por suerte no
todo son gordos, también está “El Payaso volador” de Chagall que me inquieta y
despierta mi apetito de fuga. Quiero ser un payaso volando de vuelta al hogar en el que
no me espera nadie. Las casas típicas de la Candelaria de balcones de madera
cochambrosos conservadas desde hace demasiado tiempo y la plazoleta del chorro
completan casi tres horas que ya quiero olvidar pero en todo momento conservo la
sonrisa de felicidad que llevo puesta como una careta toda la mañana.
En media hora estamos de nuevo en la Zona Rosa, almorzando en una terraza de menú
infinito. No sé si es buena idea tener seis restaurantes en uno, desde argentino a italiano
pasando por colombiano, pero la fórmula es un éxito, está a reventar. Pasta sin salsa,
agua sin gas y de postre una manzana y cuatro pitillos. Sigo sonriendo, hablando poco,
escuchando y preguntando mucho, la fórmula mágica para hacer feliz a una mujer. Y a
un hombre.
-
Vuelvo a Madrid. Esta tarde si encuentro plaza, si no mañana.
-
Te voy a extrañar.
-
Te espero en Madrid, no tardes.
153
-
No sé cuándo podré ir, estoy muy atareada.
-
Ya, tus problemas familiares. Deja descansar un rato a la cocaína y vente unos
días a mi casa en Madrid, prometo no enseñarte el Palacio Real.
Mi mirada traviesa torna su amago de enfado en una risa despreocupada. En diez
minutos nos peleamos por ver quién desnuda antes a quién y gano yo. Ella se adjudica
la revancha.
-
Esta cama huele a perfume.
-
La camarera, ya sabes. Ayer te fuiste demasiado pronto.
-
Eres un cerdo.
-
Y tú una jamona.
No entiende el chiste pero mezclamos risas igual. Yo como Bardem también voy a pedir
una moto, una Monster tan desnuda como Daniela.
Anticipo la despedida con profusión de besos y caricias. Qué bonito es el amor cuando
el amor es verdadero. Me ducho y me visto en silencio, en veinte minutos tengo que
salir. Más caricias y besos en las lágrimas, besos mar. El teléfono asalta intruso la
ternura del momento.
-
¡Joder, la hostia tío cómo estás!
Un escalofrío me recorre la columna
-
Bien.
-
¡Tío, cojones!, bájate a tomarte algo.
-
En este momento estoy ocupado, tendremos que quedar en otro momento.
154
Contesto al gesto interrogativo de Daniela con un típico gesto italiano, una mano
pasando dos veces bajo mi mentón.
-
¡Cojonudo tío! Yo tengo un mensaje del Sr. Abrisqueta para ti así que deja de
tirar y baja rapidito. Te espero en el aparcamiento.
-
En este momento me es imposible, salgo de viaje en un par de horas
-
Güevón, si no estás aquí en menos de cinco minutos te aseguro que tu viaje será
el más largo. Trae pasaporte y dinero. Y que no se te olvide la llave de la
habitación.
-
Bueno, si no puede hacerse por teléfono en un minuto estoy ahí.
-
Chico listo. Tenía razón Abrisqueta, rebelde pero listo.
Invento algo, algo de mi nuevo teléfono y de créditos y saldos y ella me quiere creer
porque necesita creer. El dinero y el pasaporte ya estaban en mi chaqueta. El corazón
me late en las orejas. El parking debe estar en esa -1 que no conozco, el amateur no ha
sido capaz ni de reconocer la base.
Nada más salir de la habitación llamo a recepción,
-
Avisen al Sr. Andrei, un hombre de pelo…
-
Sé quién es señor, está aquí a mi lado.
-
Dígale que por favor suba enseguida a mi habitación. Y que no suba solo.
-
Enseguida señor.
Devoro un cigarrillo en cinco caladas junto al ascensor antes de bajar a la planta -1. Se
abren las puertas y me recibe un Juanes distinto flanqueado por dos peligros.
155
-
Escucha y calla. Te vas al aeropuerto, aquí tienes treinta mil dólares extra que no
te mereces por los servicios prestados. Escóndete en la parte de atrás de la pickup y tápate con las mantas, que nadie te vea. En el carro hay una maleta. No te
preocupes, está limpia. Facturas, pasas inmigración y en el único bar que hay
antes del control de seguridad esperas obediente a que contacten contigo. ¿está
claro?
-
Transparente, pero para eso no necesitamos este numerito. Déjame subir, me
despido y cerramos la operación limpiamente, como siempre, profesionalmente.
-
¿Profesionalmente? No te preocupes, yo soy el profesional. Dame la llave y
lárgate.
-
Primero tengo que hablar con Jerónimo.
-
El único Jerónimo que hay aquí soy yo. Has hecho tu parte y la has hecho
suficientemente bien, ahora vete que el resto ya no te incumbe.
-
No sé quién coño te crees que eres pero no pensarás que te voy a dar la llave así
sin más.
El gancho al hígado es seco y profesional y me deja con una rodilla en tierra buscando
aire y recordando al gran Julio César Chávez, zurdo de piel inquebrantable curtida por
el viento cargado de arena del desierto mexicano. Aire. Shakespeare.
-
Y el espíritu del ocho, hambriento de venganza, gritará en estos confines con su
regia voz: ¡Havoc!, y soltará a los perros de la guerra.
El peligro más fornido me levanta sin esfuerzo y Juanes me regala un “uno dos” al
plexo solar que me hace caer de nuevo al suelo como un pelele. Boqueo y cuando
consigo aire vomito pasta, agua y una manzana.
156
-
Hijueputa, estás loco. Da gracias que no puedo balearte aquí mismo.
Encuentra la llave sin problemas y sube al ascensor acompañado por un trozo de carne
de mueca despectiva mientras soy arrastrado sin contemplaciones hasta una gigantesca
pick up y sepultado bajo un montón de mantas de obra polvorientas. Cuando respiro mis
primeras bocanadas de escayola ya hemos salido del Hotel a un destino incierto.
Hacemos una parada técnica en un parque y sin decir una palabra me invitan a subir al
asiento de copiloto. Un trayecto de silencio y pensamientos embarullados y un muerto
conducido por un nadie llega al aeropuerto. Estoy muerto y no me asusta. Me asusta que
no me asuste. Después de esta fiesta ya no guardo ni la mala reputación.
Aparca junto a la terminal y el autómata desciende encogido de la furgoneta. En el
aeropuerto me eximen de impuestos pero no de mis pecados.
Los trámites de embarque para un business casi no existen y cruzo inmigración con la
mente perturbada siguiendo las filas hacia una muerte casi segura. Así debían sentirse
en los trenes, en el tiempo de la Shoa, aferrándose a una posibilidad remota, cada uno a
la suya. Daniela solo llevaba encima sus pantaletas, le he dejado en bragas en una
habitación de hotel de medio pelo. En el mejor de los casos, Andrei en nueve horas está
en Madrid esperándome para cortarme los huevos él mismo. La alternativa es que me
los corte Juanes. Tranxilium 50 y una cerveza en el bar convenido. Bendito pastillero.
El Duty Free no es tercermundista, sencillamente no es Duty Free, son diez tiendecitas
de Gran Bazar de Estambul vendiendo café y tabaco de mala calidad. Lástima de país.
-
Estás pálido. Tú, el tipo duro, el gran profesional.
El cornudo está agachado a mi lado con sus mofletes a escasos quince centímetros de mi
cara. Se me ha echado encima mientras mi mente perturbada desnudaba una colombiana
más. Le agarro de las pelotas y se intenta incorporar pero el dolor le hace quedarse muy
quieto.
157
-
Cornudo, tú no eres más que un desgraciado así que no te equivoques que las
nenas como tú no me dan miedo alguno. Otro chiste y te arranco los huevos,
¿está claro?
Asiente y me doy el lujo sádico de apretar y retorcer un poco más antes de soltarle. Se
sienta descompuesto intentando componer una pose digna con los huevos doloridos.
-
Qué quieres.
Me alarga un sobre.
-
Pasaporte y tarjeta de embarque para el vuelo a Caracas de dentro de una hora.
Los diez mil dólares son de propina, de mi parte. Dame tu pasaporte y tu tarjeta
de embarque
-
No vayas tan rápido.
Abro el pasaporte y comparo con el de Arizcun: salvo el nombre, Sebastián Abigoitiz,
el resto es idéntico, hasta las fechas son las mismas. Estoy harto de ser vasco. Reviso los
visados y tanto el de entrada como el de salida de Colombia parecen correctos. No es
una falsificación, está hecho en España en una comisaría, es tan bueno como cualquier
otro.
-
¿por qué me tengo que ir a Venezuela?
-
Porque quieres vivir, y que tú sobrevivas es una de las condiciones de Jerónimo.
A mí me parece justo. En un mes vuelves a cualquier ciudad europea y de ahí a
Madrid. A Sebastián no le busca nadie y además tienes algo que hacer, cuando
hayas descansado unos días recibirás toda la información. Para no despertar
sospechas alguien volará a Madrid como Rodrigo Arizcun.
158
Entrego a Rodrigo Arizcun y su pasaje en la carabela de vuelta a la Metrópoli, y guardo
el pasaporte y la tarjeta del nuevo bribón. Encarnar a Sebastián no va ser difícil pero
encadenar dos conquistas solo está al alcance de los elegidos.
-
¿Qué le habéis hecho a Daniela?
-
Nosotros nada, habrá sido un español perturbado.
-
¿por qué?
-
Por lo de siempre, los detalles no importan.
-
Hijos de puta, yo no me dedico a eso.
-
No te lo tomes a mal, no es nada personal. Tú te has dedicado a lo tuyo y por
cierto eres muy bueno, no sé si el mejor como dice Jerónimo pero muy bueno.
Adiós Sebastián.
Se levanta y de repente se da la vuelta con una sonrisa de suficiencia
-
Tengo un regalo de despedida para ti, para que no estés tan solo en Venezuela.
Carolina se acerca a la mesa resuelta y con sonrisa encantadora.
-
Nos esperan unas vacaciones maravillosas. He reservado una Posada en Los
Roques que te va a encantar.
-
Así que la cierva efectivamente era una zorra.
-
No seas así, te lo contaré todo desde el principio para que lo entiendas. Confía en
mí.
-
Tortolitos, os dejo para que os peleéis tranquilos. Seguimos en contacto.
159
Las palabras de Carolina fluyen a mi alrededor y mientras mis ojos atienden sus
mentiras mi cerebro busca una salida que me permita mantenerme con vida unos días
más. Rodrigo, el español, tiene todas las papeletas para hacer el viaje más largo con el
que amenazaba Juanes.
Cruzamos el control de seguridad sin problema y entramos en la sala VIP. Están
televisando un partido de fútbol argentino en diferido con el Matador Kempes de
comentarista. Nunca he visto un partido de fútbol sudamericano y quiero morirme así y
seguramente lo haga. Carolina está sentada frente a un ordenador revisando su correo
-
Carolina, voy al cuarto de baño, enseguida vuelvo.
-
Tranquilo, tenemos todavía una hora por delante.
Llamo al teléfono de María, la hermana de Claudia, y el contestador me golpea con su
metálica indiferencia. En el de Daniela grabo mi epitafio.
Reviso el correo electrónico pero no hay nada esperándome. Escribo un SMS a María y
a Claudia: “Claudia, estoy a punto de embarcar destino Caracas. Sebastián Abigoitiz.
Necesito ayuda, no me dejes morir así, tan solo. Rodrigo”. Incluyo mi número de vuelo.
El Tranxilium 50 me ha dejado noqueado y caigo dormido frente a Argentino Juniors y
Jujui.
-
Despierta, ¿qué has hecho loco? Estamos todos muertos.
Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte.
Llamo otra vez a Claudia y suplico auxilio con voz moribunda al buzón de voz. Me
acuerdo de darle los detalles del vuelo y de mi nueva identidad. Cuando llega el
momento, Carolina me arrastra hasta un asiento enorme que me abraza con el amor que
las modernas carabelas reservan a su élite y me mece en un sueño perturbado.
160
13
El vuelo es demasiado corto para 50 mg. y la fila para inmigración se me hace eterna.
Maiquetía. Carolina permanece a mi lado en silencio. Saboreo cada momento de vida
envuelto en mi nube. Cuando pasamos inmigración las maletas nos esperan en una cinta
repleta, la mía es un regalo que no sé qué contiene pero es lo último que me preocupa.
Carolina entrega los recibos de las maletas y nos dirigimos como ovejas al matadero,
hacia una muchedumbre entre la que intentamos adivinar a los esbirros que seguro nos
están esperando. Una voz de niño nos detiene.
-
Bienvenidos a Venezuela, cuna de la revolución bolivariana.
Fernando es pequeño y rubio, veinteañero. El séptimo de caballería que me envía
Claudia son sesenta kilos con voz atiplada. Todavía estamos al otro lado de la barrera a
salvo de los sicarios. Un por ahí no, damos la vuelta y le seguimos por una puerta lateral
hasta que nos perdemos entre pasillos.
Carolina se ha colocado rápidamente a su lado y despliega todo su encanto, su único
pasaporte a la vida. Fernando no para de hablar mirando el escote de Carolina sin
disimulo alguno. Salimos por un lateral a los muelles y avanzamos entre pequeños
aviones de carga con un calor pegajoso que me hace sudar desde el primer paso, y eso
que ya casi es de noche. En el asfalto rugoso las maletas no ruedan bien y el sonido de
su traqueteo nos precede. No se puede huir con tanto estrépito. Fernando se adelanta y
da la mano a un policía que custodia muy serio una gran puerta metálica de emergencia
que conecta las pistas y hangares con el exterior. Abre la puerta tras un discreto
intercambio de billetes. Frente a la puerta está aparcado un deportivo negro con las
llantas cromadas.
161
-
Suban que ya nos vamos. Español, ¿te gusta mi carrito?, un Mustang Cobra de
quinientos caballos, hay sueños que se cumplen.
-
Eso debe de consumir como un helicóptero.
-
Aquí en Venezuela el precio de la gasolina es el único problema que no tenemos,
es más costosa una botella de agua que una de gasolina. ¿Desde cuándo estáis
empatados?
-
No te entiendo.
-
Que desde cuando estáis juntos.
-
Desde ahora.
-
El cuento largo español, que nos queda un mundo hasta pasar la Trocha. Hay
que darse prisa, estos colombianos son verracos, donde no llegan mandan el
recado.
No me extiendo y no le importa. Nada más llegar a la carretera nos quedamos parados y
se lanza a relatarme con todo lujo de detalles su última conquista, una niña que todavía
va a la escuela. El cuento largo. Una catira signifique lo que signifique. Cometo el error
de preguntar por Chávez. Se emociona, Fernando es rojo rojito rojo. Tampoco pregunto
qué significa no vaya a ser que me lo explique. Me lo explica de todas formas. He huido
de Uribe para caer en las garras de Chávez. Carolina se hace la dormida por hacer algo.
Yo fumo y observo mi primera Venezuela de camiones americanos y mulatos de dientes
blancos. Estoy adormilado, demasiado Tranxilium.
El atasco es monumental pero nadie desespera, solo las motos pueden pasar entre el
barullo de coches y vendedores ambulantes. La humedad es muy alta, las laderas de las
montañas están cubiertas por una vegetación frondosa, de un verde tropical. La Trocha
162
es un gigantesco aparcamiento. Hace un inciso en su perorata y nos expone su plan:
Nada de nombres. Nos ha reservado un par de habitaciones en el Eurobuilding para esta
noche. Contiguas pero reservadas por separado para no levantar sospechas. Una noche,
ni una más, a estas alturas nos estarán buscando todos los malandros de Caracas.
Mañana a la playa, a Choroní, más discreto que ir a Los Roques o a Margarita, a dejar
que amaine la tormenta y descansar un par de días mientras nos consigue los
documentos para poder salir del país por mar. Es lo mejor que se le ocurre, un plan tan
bueno como otro cualquiera.
Le pregunto quién le envía. Un buen amigo de un amigo de algún amigo tuyo. Nos da
una Blackberry a cada uno con su número de teléfono grabado en la agenda. Por ahora
nada de llamadas al exterior. Insiste dos veces en la advertencia. La segunda entrada de
la agenda dice simplemente colombiana. El número de Carolina. Yo debo de ser
español. Vuelco mi agenda en el nuevo teléfono, se está convirtiendo en una costumbre,
y Carolina hace lo mismo. Le damos los antiguos terminales que comprueba que están
apagados antes de guardarlos en la guantera. Me cambia un fajo de dólares por cientos
de miles de bolos mientras la columna sigue inmóvil, los conductores charlando fuera
de los coches. No sé como recuerda donde había dejado el cuento de la catira pero lo
recuerda y al final conoce a los padres de la chama.
Ya ha anochecido y las colinas se salpican de las pequeñas luces de las chabolas que se
extienden a izquierda y derecha sin que parezcan tener fin. Miles de luces. Ranchitos los
llama él.
-
Fernando, llévame al mejor restaurante español de Caracas. Para despedirme.
Para compensar.
Los verdaderos patriotas son los que llevan demasiado tiempo fuera de su país.
-
Conozco uno, La Castañuela, no sé si será el mejor pero valdrá igual
163
Miro a Carolina descompuesta en el asiento trasero y me imagino cómo será dentro de
veinte años. Está muy favorecida, Carolina vieja me gusta. Carolina me gusta.
En el restaurante habla uno, bebe otro y calla la tercera. Enciendo la Blackberry y busco
en Internet un poema que me viene a la memoria y recito para un público distante:
“No hay nada que discutir, no hay nada que recordar, no hay nada que olvidar. Es triste
y no es triste. Parece que la cosa más sensata que una persona puede hacer es estar
sentada con una copa en la mano mientras las paredes blanden sonrisas de despedida”.
Y musito quedamente mientras alzo la mano llamando la atención del camarero:
mientras las paredes blanden sonrisas de despedida. Fernando me felicita entusiasmado.
Eres un sentimental amigo.
El dueño del restaurante se pasa a saludarnos y a invitarnos a un pacharán. Se sienta con
nosotros y me bombardea a preguntas sobre España, un país que no tiene nada en
común con el que él abandonó hace veinte años. Carolina hace tiempo que no está, se ha
ido y nos ha dejado su cuerpo para que lo admiremos. Hago un esfuerzo pero no
consigo extraer de mi memoria más que vaguedades sin mucho sentido. Para mí han
pasado otros veinte años desde que dejé Madrid.
Me bebo la copa escuchando sus anécdotas de un servicio militar de media juventud de
duración. Abandonamos el restaurante dejando atrás una buena parte de las memorias
de un expatriado.
Fernando detiene un taxi para una alicaída Carolina en una calle oscura iluminada tan
solo por el cartel del restaurante y Carolina se aleja camino del hotel. Tú y yo vamos a
dar una vuelta. Y me parece bien. Fernando desata su verborrea mientras conduce
camino de Las Mercedes. Está obsesionado con las jovencitas, a la mayoría las conoce
en las marchas que se organizan de apoyo a Chávez. Vive la revolución a su manera.
164
Las Mercedes no es más que un moderno y abarrotado Centro Comercial donde
abundan los bares. Tras aparcar el coche Fernando me lleva a una terraza y nos
sentamos en un par de sillones de mimbre que desde Emanuelle son algo más que
sillones. Pedimos whiskey. Con soda. Fernando habla y habla y yo bebo y bebo
adormilado por la cadencia musical de su voz. Procuro no pensar. La conversación
comienza a girar alrededor de Carolina, de la colombiana como dice él. Está demasiado
repite una y otra vez. Una buena definición. Demasiado, Carolina está demasiado.
Las mujeres que se pasean contoneándose son hermosas, el whiskey abundante y la
compañía tolerable. A los tres whiskys Fernando me apremia para que nos vayamos.
Pago a una preciosa mulata y dejo una propina tan escandalosa que Fernando se indigna
con mi derroche. Qué coño, me queda más dinero que tiempo. Me cuesta entrar en el
Mustang, demasiado bajo para tantas copas. Fernando arranca un rugido de sus cientos
de caballos que retumba en las paredes del aparcamiento. Sin tracción es más divertido.
Medio trompo y me precipito a pulsar el botón que vuelve a controlar la tracción de la
bestia. Carcajadas. La verborrea se acelera animada por el whiskey y se salpica con más
carcajadas incontroladas. No recuerdo haber abierto la boca pero sí lo he hecho y mis
comentarios son oro líquido para Fernando. Conduce como si estuviera clasificando
para un gran premio hasta que con un chirrido de neumáticos entra en un aparcamiento.
Lo estamos pasando bien español, ahora nos falta rematar la faena.
La entrada al local está en el mismo aparcamiento. El bar es grande, la barra central
interminable y las mujeres abundantes. Una clásica barra americana pero tamaño
gigante. No más de treinta clientes y casi el doble de prostitutas. Vestidas, que es como
deben de estar. Cuando el maître nos acomoda en una mesa las moscas se lanzan a la
miel pero Fernando las ahuyenta.
-
Más tarde, vamos a elegir bien qué nos comemos hoy.
165
Llega antes su decisión que las copas; las dos catiras del fondo. Dos rubias muy jóvenes
y muy guapas. Tiene buen gusto el revolucionario. Se sientan y me quedo en medio de
las dos. La más alta y delgada tiene el pelo recogido en finas trenzas. Y le quedan bien.
Fernando habla y habla y en un momento dado las rubias se besan, un beso dulce en los
labios que Fernando celebra con regocijo. Fernando ya caliente pregunta si los pechos
son naturales y entre risas ellas dicen que sí, que pruebe. Fernando no se hace de rogar.
Me canso.
-
Me voy al hotel.
-
¿cuál prefieres?
-
Las dos.
Las carcajadas hacen que se le salten las lágrimas. Fernando negocia el precio por una
noche: doscientos para la casa por el champán y cien para cada chica. Dólares. La
botella de etiqueta negra cincuenta más. Hoy cualquier precio sería barato.
Fernando nos acompaña fuera hasta uno de los taxis que esperan pacientemente a los
clientes. Va a buscar mi maleta, contenga lo que contenga es mía, me entrega la llave de
la habitación y se despide con un fuerte abrazo. En el taxi demasiado silencio. Yo no
tengo ganas de hablar y ellas no se encuentran cómodas con una esfinge. Disimulan su
turbación bromeando, utilizando palabras que no entiendo. Su acento dulce me
reconforta. El taxi pronto apesta y pido al taxista que baje las ventanillas. Entra una
brisa caliente que disipa el olor pegajoso a perfume barato.
El hotel no está lejos y nos apeamos en una entrada trasera. Arrastro mi maleta hasta un
pequeño mostrador donde doy mi número de habitación y ellas enseñan con la soltura
de las profesionales sus documentos de identidad. Cédulas. Me dicen su nombre que
olvido al momento. En el ascensor se me acercan melosas pero las rechazo con dulzura.
Son muy guapas, de facciones delicadas, jóvenes, en sus primeros veinte y son amigas.
166
Sus gestos de complicidad las delatan. Los cuerpos dignos de una modelo si las modelos
no fueran anoréxicas.
La habitación es funcional y no demasiado amplia, la cama King size no deja espacio
para mucho más. Dejo la maleta en la entrada y abro la caja fuerte donde deposito todo
lo que pueda tener algún valor: el dinero, el pasaporte, la cartera y el teléfono. Para
evitar tentaciones. Me quedo con cien dólares.
-
Cincuenta dólares más a cada una si os ducháis y os quitáis todo ese perfume. Y
también el maquillaje.
Necesitan un gesto y les dedico la mejor de mis sonrisas y una breve caricia con el
dorso de la mano. Más tranquilas entran obedientes en el cuarto de baño. Hay una
cristalera que separa el cuarto de baño de la habitación cubierta por una persiana.
Descubren el mecanismo automático y la suben entre risas. Tumbado en la cama con la
copa que me acabo de servir contemplo el espectáculo sonriendo. Juegan como dos
niñas con la ducha, salpicándose y lanzándose espuma a la cara, mirándome de refilón a
ver cuál es mi reacción. Les hago gestos y salen de la ducha. Les pido que se pongan el
albornoz y se tumban a mi lado. Me piden las instrucciones y no son las esperadas:
-
Quiero que os quedéis aquí conmigo hasta que me duerma y no tardaré mucho.
Se ríen, no entienden nada pero obedientes cada una me da un casto beso en los labios y
se tumban relajadas a mi lado.
-
Pero antes de dormir juntos tendremos que bebernos ese champán y conocernos
un poco.
Carcajadas. Se besan y me besan y se vuelven a besar. Los pechos son grandes y son
naturales. Ninguna prótesis del mundo puede imitarlos. Un par de chupitos de whiskey
167
en cada ombligo y entre risas nos regamos con un champán dulce, apto solo para
cocinar. Depilación brasileña. Las trenzas se levantan y se acercan a su bolso.
-
Hemos traído un juguete, nuestro amigo especial
Se coloca un cinturón del que pende un pene de plástico de buen tamaño. Seguro que es
su número más aclamado. Me abandono a la lujuria. Bendita lujuria, lujuria de juventud,
lujuria de vida.
168
14
Me despierto de madrugada desnudo helado, con la boca pastosa abrazando una
almohada. Un aire acondicionado demasiado fuerte. A mi lado una nota de despedida
con dos nombres y dos teléfonos garrapateados con caligrafía infantil y firmados con
dos besos de rojo carmín. Benditos ángeles de alquiler. Me levanto a desconectar el aire
y regreso a la cama a dormir el sueño de los justos.
La luz me despierta de mi sopor. Es tarde, medio día al menos. Mi reloj tiene la hora
colombiana y mucha diferencia horaria no puede haber. La una. Me levanto y me asomo
al ventanal. Otra ciudad sucia llena de coches. La maleta sigue en la entrada y la abro
como quien abre un regalo. No hay gran cosa: tres pares de pantalones y unas cuantas
camisetas. Calzoncillos de algodón, todo con aspecto de estar usado. Un cepillo de
dientes dentro de su envoltorio de plástico. Nada más. Abro la caja fuerte y conecto el
cargador del teléfono antes de entrar en el cuarto de baño que todavía tiene un tufo a
perfume barato. Me ducho con agua templada. Una ducha breve. La noche anterior no
fue tan dura o puede que mi cuerpo ya se haya acostumbrado al exceso. Me lavo los
dientes y me visto con una camiseta que algún día fue blanca y unos pantalones de un
gris indefinido. La misma ropa interior de ayer, mi amiga inseparable hasta que
encuentre una tienda donde comprar una nueva. Llamo a Carolina. Una voz plañidera.
En cinco minutos abajo. Llamo a Fernando. En media hora en la puerta. Salgo de la
habitación con el cepillo de dientes en el bolsillo sin molestarme en llevarme la maleta.
Carolina me espera sentada en recepción con la maleta a su lado. A pesar de las ojeras
destaca como una joya en la arena. Con su ropa más informal y sin maquillaje todavía
está más atractiva. Buenos días sin convicción. Un espresso. Salgo a fumar bajo un sol
deslumbrante. Otro espresso. Salgo a fumar. En media hora cuatro espressos, seis
169
pitillos y ni una palabra. El calor en la calle ya es insoportable. Necesito unas gafas de
sol. Necesito muchas cosas. Fernando llega montado en un monstruo gigantesco. Su
“buenos días” es socarrón.
-
¿Una noche agitada, español? No tenéis buena cara ninguno de los dos, no
habéis dormido mucho. ¿Te gusta mi camioneta? Una Ford F 150 de ocho
cilindros. Una maravilla.
Me guiña un ojo y sonrío sin mover la boca. Carolina escala hasta el asiento trasero sin
una sola palabra. A Fernando parece no importarle.
-
Vamos a desayunar unas arepitas a ver si así os animáis un poco.
En cinco minutos estamos pidiendo en la ventanilla de un local roñoso. Pido lo mismo
que él. Arepa de jamón, un marrón y un jugo. Carolina no quiere nada. Devoro un bollo
de maíz de miga compacta abierto por arriba y relleno de un jamón que no merece ese
nombre. El café no es tan horrible.
-
Necesitáis relajaros y yo conozco el lugar ideal pero antes habrá que pasar a
comprar algo de ropa para el español, que ha venido con lo puesto.
Nos subimos en la gigantesca camioneta sin rechistar y cuando llegamos al centro
comercial lo reconozco: Las Mercedes. Fernando me vuelve a guiñar el ojo.
Tardo poco en recorrer las tiendas, comprar una bolsa de viaje y llenarla de ropa
funcional y de artículos de aseo. Fernando espera sentado con Carolina en una terraza
interior.
-
Bañadores español, que no se te olviden. Y nada de maquinilla de afeitar que los
conquistadores llevan barba.
170
Regresamos a la camioneta y comenzamos a circular por el centro de una ciudad gris,
con edificios altos antiguos y destartalados y unas calles castigadas por el sol por las
que no se atreven a pasear demasiados peatones. El aire acondicionado está a tope y en
la camioneta la temperatura es incluso demasiado baja y tengo frío. Enseguida nos
incorporamos a una autopista con el tráfico detenido. Fernando con una sonrisa nos
informa de que el tráfico de salida de Caracas es siempre así. Avanzamos lentamente
hasta que al llegar a las colinas cuajadas de ranchitos el flujo de coches desciende y
comenzamos a circular con fluidez.
Los ranchitos que se extienden por las colinas están hacinados unos encima de otros en
un equilibrio imposible, pintados de colores alegres disfrazando de alegría la indigencia.
Cientos, miles, dando cobijo a millones y millones de desgraciados. Una alfombra de
desheredados que rodean amenazadores la Caracas de cemento y hormigón. Las casas
colgantes de Caracas. Fernando me descubre con la mirada perdida en la miseria.
-
Ellos son la otra Caracas, ellos son los protagonistas de la Revolución
bolivariana. Antes de Chávez nadie les escuchaba, hoy gracias a sus votos es su
voz. Digan lo que digan los imperialistas yanquis Chávez ha ganado
limpiamente todas las elecciones a las que se ha presentado, y ya van unas
cuantas. Chávez ha mejorado su vida. Un ejemplo: llegó a un acuerdo con Cuba,
médicos por petróleo. Treinta mil médicos llegaron a Venezuela para prestar
servicios sanitarios a los desheredados de Venezuela. Ahora tienen dispensarios
a una distancia razonable, antes se morían por el camino. Por eso soy chavista,
porque creo en la igualdad de oportunidades ¿tú en que crees español?
-
Yo creo en el control de natalidad.
171
Silencio mientras mi mirada recorre una vez más la inmensidad de infraviviendas que
no parecen tener fin. El cuero negro de la tapicería me abraza mientras me quedo
dormido.
Despierto con la cara sonriente de Fernando excesivamente cerca. Vamos a comer algo.
Media tarde. El bar de carretera es abierto, rodeado de frondosa vegetación de verde
intenso. Fernando pide en la caja en un extremo de la barra. Carolina se sienta en una
mesa a mi lado atrapada en su silencio. Intento arrancarle una palabra sin éxito.
Enseguida Fernando aterriza con una bandeja rellena de arepas, las mejores arepas de
pernil puntualiza, jugos, cafés y un pequeño bocadillo de jamón y queso para Carolina
que agradece con un gesto y comienza a mordisquear sin ganas. Las arepas son
deliciosas. El aparcamiento está lleno y las arepas corren como la cerveza en la
Oktoberfest.
-
Vamos a visitar las Trincheras, ya verás como os encanta. Aguas termales para
resucitar a los muertos.
Esa última frase mirando fijamente a Carolina. Está como loco por verla en bikini. Ya
nos conocemos.
Está anocheciendo cuando llegamos a un complejo de edificios en estado de derribo.
Está recién pintado pero ni mil capas de pintura pueden esconder la ruina. Hay un
edificio de estilo colonial que sobrevive con más dignidad que el resto a la decadencia.
Según avanzamos un intenso olor a azufre invade el ambiente. Fernando sonríe
satisfecho con su sorpresa. La piscina es un crisol de razas y desprende un tufo a
infierno tan intenso que marea. Grande y cochambrosa. Carolina observa el conjunto y
se retira con el bañador en la mano al bar vecino que anuncia jugos naturales.
Sigo a Fernando hasta un vestuario inmundo y me cambio estrenando mi traje de baño.
Todo está sucio: paredes, el suelo y los cuerpos que se cambian a nuestro lado.
172
Haciendo un esfuerzo sigo a Fernando hasta la piscina que humea azufre. Introduzco un
pie. El agua hierve. Bajo las escaleras con el agua hirviendo escaldando mi piel. El
fondo de la piscina está lleno de barro que se me mete entre los dedos de los pies.
Esquivo cuerpos sudorosos. Grima. Fernando avanza hacia una tubería oxidada por la
que fluyen chorros de agua sobre los cuerpos convencidos de la bondad de las aguas
sulfurosas y comienza una conversación con el vecino de chorro. Un portugués, me
informa. Aprovecho que se enfrasca en una discusión sobre Chávez para salir de la
piscina de fondo de barro, ducharme y volver a vestirme para sentarme al lado del
silencio de Carolina.
-
No sé cómo has sido capaz. Es repugnante.
Son sus primeras palabras en mucho tiempo. Somos el centro de todas las miradas. Con
Carolina no puede ser de otra forma. A mis ojos todos son sospechosos; las miradas de
curiosidad o admiración despiertan mi paranoia. Carolina se vuelve a encerrar en su
silencio hasta que me mira fijamente a los ojos y me pregunta.
-
¿crees que son capaces de hacerle algo a mi hijo? Necesito hablar con él, saber
que está bien.
No respondo. Me acerco y la abrazo. No ofrece resistencia y permanecemos así
abrazados, superados por el peso de la pregunta. No sé cuánto tarda Fernando pero
cuando llega nos encuentra todavía firmemente abrazados.
-
Vámonos, no ha sido buena idea, estáis llamando demasiado la atención.
Contra su naturaleza se abstiene de hacer más comentarios mientras avanzamos los tres
juntos hasta la camioneta atravesando una oscuridad casi total. Sombras. Fernando
acelera el paso y le seguimos casi corriendo. Más sombras, sombras en movimiento.
Corremos esta vez sí sin disimulo hasta la seguridad de la camioneta. Fernando arranca
173
con prisa. Los faros iluminan hombres de tez oscura y miradas torvas. En la camioneta
un tenso silencio mientras descendemos a toda velocidad por lo que alguna vez fue una
carretera.
-
Nos vamos a la playa español, mañana por la mañana un poco de sol y una
cervecitas para relajarnos un poco.
Conduce por una carretera interior, oscura. Le sorprendo mirando por el retrovisor. Un
faro en la distancia. Una moto. No le gusta pero no dice nada. Descendemos por una
carretera serpenteante. Silencio hasta desembocar en un pueblo de casas bajas pintadas
en vivos colores: azules, amarillos, rojos. Choroní. Construcciones pobres, baratas que
ni todo el arcoíris podría alegrar. Una posada. Una negra de mediana edad, unos dientes
blancos y grandes. Tres habitaciones que pueden ser dos si así lo deseamos. Un guiño
de Fernando. La habitación es pretenciosa, una cama con un cabecero de madera
labrada. Suelo de hormigón sin pulir. Carolina entra detrás de mí en la primera
habitación sin abrir la boca. La cama es demasiado estrecha. La miro y con un gesto me
informa de que no le importa. A mí tampoco. Fernando está en la habitación de
enfrente. Diez minutos y nos vamos a cenar. Nos sobran nueve. No rechaza mi abrazo ni
mi beso de comprensión
-
Tu hijo estará bien.
Miento con conocimiento de causa. Agradece mi mentira. Esperamos a Fernando en la
calle, un cigarrillo en una calle desierta, calor sofocante. Fernando nos invita a caminar.
Más negros y penumbra que en algunos tramos ya es oscuridad. Todos son negros.
Fernando me lee el pensamiento y sonríe.
-
Sí aquí todos son negros. Mirad cómo está todo, una ruina, se cae a trozos. Y
mañana tendréis la oportunidad de disfrutar de la playa, una de las mejores que
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hayáis visto jamás. Estos negros no han sido capaces de explotar el turismo,
están todo el día jodiendo. Aquí cerca, arriba en la montaña, está la colonia
Tovar. ¿Habéis oído hablar de ella?
Yo de Venezuela solo he oído hablar de su petróleo y de sus mujeres. La máscara de
Carolina no emite sonido.
-
La colonia Tovar. Esos alemanes son la madre que los parió. Llevan más de cien
años instalados en la montaña. Desembarcaron, construyeron sus casas, estilo
alemán por supuesto, y mantuvieron vivas todas sus costumbres hasta hoy. Todo
el día trabajando, bien ordenados ellos. Un pedacito de Alemania en el corazón
de Venezuela. Todavía hablan alemán, todos tan rubios y con los ojos tan azules.
La colonia Tovar es hoy un destino turístico famoso en toda Venezuela. Buenas
posadas y hoteles, venden souvenirs y productos alemanes típicos por coñazo. Y
mira a estos negros. Viven en la costa, un clima benigno, abundancia de pesca,
una playa paradisíaca y ¿qué han hecho? No han hecho un coño, siguen igual de
desharrapados y seguirán así por los siglos de los siglos. Eso sí, las negritas
están bien buenas.
Me guiña un ojo. Carolina le dedica una mirada de desprecio. Al final de la calle unas
bombillas desnudas iluminan unos pescados grandes expuestos sobre unas sucias
bandejas de plástico. Las sombras de dientes blancos nos miran con curiosidad. No
podemos llamar más la atención. Un grupo de negros con el torso desnudo juegan a una
especie de petanca con grandes bolas de madera. Mientras nos preparan una mesa en la
terraza de lo que nunca pareció un restaurante intento descifrar las reglas del juego sin
éxito. El mantel es de plástico grasiento, las servilletas de papel y los cubiertos sin
aspecto de haber sido lavados en meses. Fernando ordena pescado para todos, a la brasa
175
de la vecina parrilla. Tres cervezas tibias. Dos tragos y nos están abrasando los
mosquitos, unos mosquitos minúsculos pero con una picadura feroz. Carolina abre la
boca por primera vez en mucho tiempo. La plaga dice Fernando. Vámonos. Menudo
conquistador, los zancudos son peores. Una mirada y se ahorra el resto del cachondeo.
Chalequeo lo llama él. Fernando entrega unos billetes a un chiquillo que parte como una
exhalación. Cinco minutos más tarde Carolina y yo nos embadurnamos en repelente de
mosquitos. Tarde, estamos arrasados. Me extiendo el apestoso líquido por la cara.
Encadeno cigarrillos, en algún sitio leí que el humo del tabaco ahuyenta a los insectos.
Otro bulo. El pescado, un pescado de roca rojo cuajado de espinas, está abrasado. Viene
acompañado de una especie de batata salpicada de moscas que ni Carolina ni yo osamos
probar pero que Fernando engulle con fruición. Un tenedor para arrancar algo de carne
del pescado. Copio a Fernando y me ayudo con el dedo. Carolina viendo que no hay
más remedio nos imita. Es sabroso. Tenemos hambre. Sudo la cerveza tibia. Demasiada
humedad, durante el día el calor debe de ser insoportable. Fernando insiste en una copa.
Una copa de un trago y avanzamos en silenciosa procesión hacia la posada. Unos
gigantes dientes muy blancos nos flanquean la puerta encastrada en una pared azul
celeste. Fernando se despide con un buenas noches acompañado de un guiño esperado.
Me lavo la cara y me cepillo los dientes sin pasta. Tengo el cuerpo lleno de picaduras.
Carolina inicia un ritual de cremas y aprovecho para quitarme la ropa embadurnarme en
líquido repelente y meterme en la cama en ropa interior. La diosa sale del cuarto de
baño envuelta en un fino camisón de raso azul ligeramente escotado. Divinidad. De lado
para hacerle un hueco en la estrecha cama. Un beso de frente. Un abrazo entregado. Un
guiño a la vida. Una noche de tregua del miedo cerval. Los feroces ataques de la plaga
pasan desapercibidos en una noche de calor.
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15
Me despierto al alba. Carolina está sentada al lado de la cama, duchada y vestida con un
discreto traje estampado de flores. Su sonrisa es sincera y su beso pura ambrosía. La
huida no podría ser más dulce. Una ducha rápida antes de desayunar con los guiños de
Fernando. Más arepas y más jugos enfundado en un traje de baño más apropiado para el
sur de California. Esta vez Carolina desayuna. Fernando ha conseguido una cava. Una
nevera la llamaría yo. Una cava repleta de hielo y cervezas. Tiene ruedas y
traqueteamos por los restos del destrozado asfalto hacia la promesa de una playa de
ensueño. Y es de ensueño. A la salida del pueblo nos encontramos de bruces con una
larga playa de arena con aspecto de llevar desierta desde siempre esperando nuestra
llegada para disfrutarla en soledad. Las altas palmeras se comban hacia el mar
proporcionando una impagable sombra. Arena fina de un marrón claro. No es la arena
del Yucatán pero imagino que solo el coral es capaz de crear arenas tan blancas y tan
finas. El mar se degrada del verde esmeralda al añil. Un paraíso, el paraíso que estos
negros no han sabido explotar. Benditos negros que han cuidado este paraíso virgen
para que nosotros afortunados disfrutemos de su belleza. Unas hamacas cochambrosas
por un puñado de bolos. Crema. La espalda de Carolina es mía. Un guiño envidioso. La
primera cerveza antes de las diez, la tercera a las once. Las parejas que van llegando se
desperdigan buscando su espacio de soledad. Fernando pide otra caja de cerveza y
rellenamos la cava. Comemos marisco. Carolina solo ostras, yo todo lo que ofrecen
incluyendo un salpicón crudo que aseguran hace que se le levante a un muerto. Un
guiño. Adivino las cachas de una pistola entre las ropas de Fernando mientras rebusca
su cartera. Otro guiño, otra cerveza. La Polar se está haciendo de oro a nuestra costa. El
177
día transcurre en paz, con el silencio de Carolina como único elemento perturbador.
Pero ya no perturba a nadie. Muchos baños, muchas horas bajo el sol y demasiadas
cervezas después nos vamos de la playa. A las cinco viene la plaga y ya sufrimos sus
estragos lo suficiente la noche anterior como para hacerle frente en su ambiente natural.
Tres horas de cervezas en el restaurante. Razonablemente borracho, he sudado la mitad.
En la posada los dientes nos ofrecen un jugo. Tiene noticias. Han venido preguntando
por nosotros y los dientes sin perder la sonrisa les ha dicho que no había nadie alojado
en la posada en este momento. Fiel a su cliente, fiel a Fernando. Fernando entra en
tensión. Quién, cuantos, cuando, cómo, qué explicación han dado. Dos mulatos, a la
hora del almuerzo, han llegado caminando sin prisa. Unos amigos decían. Si venían en
un carro lo habían aparcado en otro sitio. Mejor nos vamos. Carolina solloza mientras
cierra su maleta. Le prometo que no va a pasar nada. Tampoco me cree esta vez.
Fernando nos apremia. La noche ha caído sobre el pueblo de pescadores cuando
partimos en silencio hacia ninguna parte.
La carretera está en muy mal estado, revirada, los faros iluminando una espesa
vegetación que amenaza con abalanzarse sobre nosotros. Vamos en silencio, la tensión
reinante está justificada. Agradecería un guiño. Tengo la mirada fija en el retrovisor. Un
faro se adivina en la lejanía, un faro que aparece y desaparece con cada curva. Un faro
que no dice nada pero que puede decirlo todo. Miro a Fernando que me devuelve un
guiño serio. Una curva cerrada y la camioneta cruzada en la carretera. Siguiendo las
instrucciones de Fernando bajamos en silencio de la camioneta para que nos engullan
las tinieblas. Dos minutos ocultos en la oscuridad de la frondosa vegetación conteniendo
la respiración. No tenemos que esperar más. Una motocicleta cochambrosa con dos
fardos encima no puede esquivar la camioneta a la salida de la curva. Fernando grita
algo que no entiendo mientras extrae el arma que llevaba escondida en los riñones. La
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escena como la vida es corta. Los disparos retumban en mi mundo de sedación y dos
tripulantes se retuercen por los suelos acribillados. El faro de la motocicleta caída
ilumina un bigote cuidado en un cuerpo de culturista que se desangra retorciéndose y
balando como una oveja. Tiro de gracia. Fernando sujeta la pistola de lado como un
pandillero negro de película de suburbios. Todo ha sido demasiado rápido, irreal. Me
giro para encontrarme con el pánico que chilla a mi lado. Fernando se acerca a los
bultos, les quita las armas, les arrastra hasta la pendiente y les lanza por ella. La moto va
detrás. Fernando se sienta de nuevo al volante con tranquilidad. A pesar de la
escandalera Fernando está tranquilo.
-
Esos malandros nos siguen desde Caracas.
Los ha matado como el que aplasta un mosquito molesto, un zancudo como los llama él.
Acelera y asciende la carretera a toda velocidad mientras inicia una ronda de consultas
por teléfono. Carolina está pálida, llorando hundida en el asiento trasero. Bendito
Tranxilium que se mantiene en sangre y bloquea el miedo. Fernando inicia una ronda de
llamadas. Doscientos mil dólares cada uno, ese es el precio de nuestras vidas. Fernando
no sigue, lo dice mirando hacia otro lado. Si nos separamos podemos tener alguna
opción aunque en su opinión la carajita colombiana está demasiado como para pasar
desapercibida. La voz de Carolina responde gutural que seguimos juntos. Yo asiento,
tampoco quiero morir solo y si me hubieran dado a elegir no me habría importado morir
al lado de una Carolina.
Parados a un lado de la carretera decidimos qué hacer. Fernando nos ofrece una casa
segura donde pasar la noche, el ranchito de un pana que le debe un favor y al que no le
llega la onda. Conduce concentrado buscando una salida a un laberinto que no la tiene.
El también se ocupa de reservarnos hotel en Guacara cerca de Valencia para mañana por
la noche y en Morrocoy durante el tiempo que haga falta. Nos traerá un carro para que
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podamos movernos mientras intenta organizar una extracción rápida. Le doy las gracias.
Sigue sin mirarme a los ojos. Son seguros, le conocen bien en los dos, lleva años yendo
con sus carajitas. Me apunta las dos direcciones en la oscuridad y me entrega su pistola.
Suerte. En mitad de la noche llegamos a unos ranchitos miserables. A pesar de la
oscuridad la basura se adivina extendida por todas partes. Su olor la delata. Carolina
desaparece en un agujero negro de la mano de algún amigo. Fernando se sienta en el
suelo, abre una botella de whiskey y bebemos en silencio hasta que unos brazos fuertes
me depositan en una cama para caer desmayado en un sueño atormentado.
Me despierto en un jergón maloliente con Carolina llorando un buenos días. Entre la
miseria está plantado un televisor gigante de plasma que acapara todo el espacio del
ranchito. Estoy de morir en cama. Salgo por la puerta de la chabola y enseguida me
rodean perros y niños rebozados en tierra y pobreza; alguien ha traído el Mustang de
Fernando que está aparcado en un camino polvoriento al lado del ranchito y parece que
nadie se ha atrevido a tocarlo. Su regalo de despedida. No llevo la camisa puesta y
siento un peso en la cintura que no puede ser más que una pistola, no necesito
comprobarlo para saber que es la pistola que ayer me entregó Fernando. Los mosquitos
me han acribillado. Malditos zancudos. Entro en el ranchito y me encuentro con el
tembloroso abrazo de Carolina, un abrazo cada vez más fuerte hasta que sus lágrimas
humedecen mi cuello antes de que empiece a besar el suyo. Solloza apretando su cuerpo
contra el mío. Una erección lógica. Beso y acaricio a una Carolina que se deja llevar por
una pasión enfermiza. Me abandono y hago el amor con las lágrimas de Carolina con
hambre de marinero recién llegado del Gran Sol. Mil besos y abrazos de pavor
contenido, unidos en la condena el amor nos salva. Más lágrimas. Lágrimas de terror.
180
En la puerta del ranchito nos espera un cazo con café y un plato de arepas.
Desayunamos y hacemos el amor más dulcemente esta vez, los últimos vis a vis del
condenado a muerte. El por qué se queda sin respuesta y me besa con suavidad,
lágrimas arrasando su hermoso rostro. El sexo está sobrevalorado, son los besos
primeros los que no se compran ni se venden, esos besos cálidos y vírgenes que
recolecto por el mundo y almaceno en mi memoria como el tesoro más preciado, sin
esos besos la vida es tiempo que ya se ha ido.
-
Eres tan hermosa. Cuéntame por qué voy a morir.
-
Vamos a morir por un Ochoa, como tantos otros.
-
Eso ya lo sé. Cuéntame algo que no sepa.
-
Hace diez años la plantación de Juan Carlos tuvo problemas financieros y los
Ochoa le compraron parte de la sociedad. Así es como se conocieron, así
empezó todo. Abrisqueta era su contacto. En un par de años Juan Carlos ya
trabajaba para ellos organizando complejas operaciones financieras de blanqueo
de capital. O lo que fuera que hiciese. Llegó un momento en que sólo él entendía
las operaciones que ideaba. Cuando los hermanos de Daniela ingresaron en
prisión Juan Carlos de la mano de Abrisqueta se hizo cada vez más ambicioso y
comenzó a derivar un porcentaje a las cuentas que ambos tenían en paraísos
fiscales. Una fortuna. Hace un par de años Daniela se hizo cargo de parte de los
negocios legales de su familia y comenzó a hacer preguntas; era cuestión de
tiempo que les descubrieran y robar a los Ochoa no augura una larga vida
-
Entonces Juan Carlos y Abrisqueta buscaron un profesional, un cabeza de turco
que les ayudara a acceder a los registros, modificarlos y en un arranque de
locura eliminara también a Daniela.
181
-
Eso es.
-
Y mi acto de nobleza baturra lleva a que nos vayamos todos juntos de la mano al
infierno. Mejor así que pagar justos por pecadores, además no creo que se
ensañen con nosotros, será una muerte limpia, a estas alturas tu maridito y
Abrisqueta ya han cantado La Traviata. Ahora somos para ellos como dicen los
gringos daños colaterales. Imagino que el remate de vuestro plan era liquidarme
aquí en Caracas, y tú eras la encargada por tu maridito de cerciorarse de que el
encargo se cumplía.
-
Era mi hijo o tú.
-
No veo al cornudo capaz de hacerle nada a su hijo.
-
No he dicho que fuera suyo.
-
Eres una joya de mujercita. Los niños, siempre los niños. Quisiera morir en
España en brazos de Claudia pero morir contigo me parece la mejor alternativa
posible.
-
¿quién es Claudia?
-
Claudia es la que nos ha salvado la vida
-
Rodrigo, sé sincero ¿Vamos a sobrevivir?
-
No pero no se lo pondremos fácil
Mil besos de primer amor antes de una ducha fría sin toalla bajo un cubo oxidado.
Carolina se aferra a mí, soy su última boya. Yo agradezco su cadencia, sus hermosos
ojos verdes, sus caderas, sus pechos de pezón creciente, sus interminables piernas de
modelo. Nunca disfruté de tanta belleza. Nunca disfrutó de tantas mentiras. Como decía
182
la diosa mulata del vudú siempre son los malos los que hacen latir deprisa el corazón de
una chica.
Salimos del ranchito y nos espera todo el vecindario; entrego billetes de veinte mil
bolos a todos los presentes. Antes de sucumbir a la marabunta entro en el Mustang
donde me espera Carolina, le pregunto si sabe salir de aquí y tras la respuesta segura
llamo a un niño de unos trece años y le ofrezco otro billete amarillo por llevarnos a la
carretera. Entra en el coche de un brinco y en menos de quince minutos entramos en el
tráfico de la mañana. Cómo se llega a Guacara al carro que está a mi lado. A Valencia,
hay que ir dirección Valencia, Guacara está un poco antes.
Conduzco menos de media hora hasta llegar al desvío. Guacara son casas bajas, calles
estrechas y sucias, basura maloliente en descampados sin vallar. Preguntamos y sonrisas
nos indican melodiosas la dirección. Encontramos enseguida el hotel Las Cabañas.
Habitación reservada y pagada y como anticipó Fernando no nos piden ni
documentación ni tarjeta de crédito. Dejo un depósito en efectivo para cubrir consumos
adicionales. Las sonrisas habituales mientras desnudan a Carolina con los ojos.
El hotel es una sucesión de edificaciones de una planta adosadas, cada una de ellas es
una habitación con aparcamiento propio. Un hotel de revolcón de urgencia. Aparcamos
en la entrada de nuestra habitación y subimos una pequeña escalera hasta la puerta.
La habitación no hace honor al resto del hotel, bastante cuidado. Amplia y sucia. Un
vetusto aire acondicionado ensordece el espacio. La cama, baja y desvencijada, está
cubierta con una colcha mugrienta. El cuarto de baño está acorde al resto. Plástico que
algún día fue blanco y hoy es color hueso salpicado de trozos de mugre marrones y
negras. La taza, el mango de la ducha la encimera. El asco. Me viene a la cabeza el libro
de un periodista que estuvo unos años recorriendo el mundo de base americana en base
americana, desde Filipinas hasta Irak pasando por Okinawa. En un momento dado un
183
general Marine se despide de él deseándole que se divierta entre los "porcelain shitters".
Dos mil millones de personas en el mundo no disponen de instalaciones sanitarias: no
un trono de porcelana sino de un simple agujero. Conviven con sus heces. Nosotros
demandamos porcelana y Carolina merece al menos oro.
No tenemos ropa, el equipaje se ha evaporado en la vorágine. Salimos de la habitación
infecta y paseamos en silencio por los alrededores buscando alguna tienda de ropa.
Oscuros pensamientos, irrealidad. Talleres grasientos, tiendas de comestibles oscuras.
Es la hora de salida de los colegios. Los estudiantes nos miran hipnotizados. Llamamos
demasiado la atención. Carolina llama demasiado la atención, tanto como la llamaría su
mansión entre estas infraviviendas.
Regresamos al hotel y pido consejo en recepción. El Sambil. Carolina me apunta su
talla y se queda encerrada en la habitación con sus miedos por toda compañía. Su a ver
qué compras es amenazador. En realidad no le importa, lo que le importa es quedarse
sola. Susurra un no tardes sincero. Conduzco en dirección al centro comercial que está
en la vecina Valencia. La amabilidad me acompaña tramos mientras me dan las
indicaciones necesarias. En media hora llego sin problemas.
El Sambil es un moderno centro comercial digno de cualquier ciudad americana,
reluciente y repleto de tiendas de primeras marcas. Entre los clientes no hay chavistas.
El contraste con la Venezuela de anoche es insultante. Compro metódicamente todo lo
necesario hasta llenar dos bolsas de viaje. La ropa interior de Carolina la elijo yo, el
privilegio del que compra. Y la elijo con esmero. No compro maquinillas de afeitar,los
conquistadores llevamos barba. Pienso y decido que lo peor ya ha pasado. Ahora
tendrán que rebuscar mucho para poder encontrarnos. Mejor pensar así.
Regreso al hotel con éxito gracias a las sonrisas que me han acompañado desde que
llegué a este país. Si la felicidad de un país se midiera por la cantidad de sonrisas esta
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Venezuela figuraría entre los primeros puestos. Cuando llego Carolina está sentada en la
silla sin moverse para evitar la suciedad que lo invade todo. El aire acondicionado está
apagado y el ambiente de la habitación es de un calor pegajoso. Le doy su primera
alegría en mucho tiempo cuando descubre las sábanas que he comprado. Pequeños
detalles. Una sonrisa que me sabe a victoria. Me besa agradecida. Tenemos que esperar.
Salir con Miss universo a la calle otra vez sería una temeridad. El cadalso espera
paciente cualquier desliz de los fugitivos. He comprado un backgammon para
entretenernos. Enseño rápidamente a jugar a Carolina y ganamos dos horas. Oscurece.
Me acerco al bar del hotel y pido una caja de cervezas. Polar, producto nacional.
Heladas. Las pizzas las entregarán en breve. Cenamos y bebemos cerveza intentando
distraernos intercambiando anécdotas de la terrorífica adolescencia para terminar
haciendo el amor sobre unas maravillosas sábanas de algodón con olor a libertad.
El sexo no alivia tanto como debería.
-
Rodrigo, ¿cómo te llamas?
-
Rodrigo.
Me atraviesa con su verde esmeralda. Televisión. Telenovela brasileña. Prime time. Me
duermo entre los brazos de una diosa temblorosa.
Nos despertamos al alba, muertos de calor. Las sábanas están empapadas de sudor.
Nadie se ducha. Nos vamos. Pregunto al vigilante la dirección a Morrocoy. Tucacas,
hay que ir a Tucacas. Pregunten en Valencia, no tiene pérdida. Carolina está oculta en
las sombras del Mustang. Son las cinco de la mañana. Seguimos las indicaciones de un
par de sonrisas hasta que encontramos la carretera hacia Tucacas. No hay carreteras
suficientes en Venezuela como para perderse.
En cuanto el sol empieza a calentar nos detenemos a un lado de la carretera y
almorzamos arepas de queso en una cafetería casi desierta. Nos besamos intentando
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insuflarnos ánimo. Tranquila que lo peor ha pasado. Mentiras. Piso el acelerador un par
de veces solo para comprobar la barbaridad del carro que llevamos. Carolina protesta.
Cuando llegamos a Tucacas poco más tarde no nos cuesta encontrar la Posada en la que
nos ha reservado habitación Fernando. Está cerrada a cal y canto, rodeada por un muro
alto que me recuerda a El Álamo. Tan pronto suena el claxon abren las puertas del
castillo y entramos en la fortaleza. Sólo están los dueños que nos reciben
entusiasmados, un matrimonio joven cumpliendo un sueño.
Las puertas de las habitaciones desembocan en una irresistible piscina interior.
Decoración barata pero cuidada. Nos acompañan a una habitación sencilla y limpia.
Somos los únicos huéspedes, tendrán que cerrar antes de lo que creen. La Nueva vida de
Ramiro, así se llama un hotel en el Yucatán, cerca de Belice, en la Riviera Maya. Era su
nueva vida y no podía haber mejor nombre para su hotel.
Nos desvestimos y duchamos juntos. Estoy de tétrica luna de miel en Venezuela con un
Mustang negro de quinientos caballos, una automática cargada, unos cuantos miles de
dólares y una vestal a mi lado que cada vez que me mira con sus ojos verdes me hace
sentir inmortal. Estoy cansado. Por primera vez desde que crucé el charco me acuesto
sobrio, sin química y caigo rendido en los brazos de Carolina besando sus pechos antes
de precipitarme en un sueño de lactante atormentado.
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Besos, más besos. El calor a pesar del ruidoso aire acondicionado se abre camino hasta
la cama a una velocidad de vértigo. Carolina duerme y beso sus párpados cerrados, el
beso del príncipe fue en un párpado. Verde y verde, me he llevado las dos esmeraldas
más hermosas de Colombia, unas piedras preciosas únicas que no deben morir. Olvido a
la Carolina que me sonríe fatalmente, y me quedo un par de grados más embelesado en
las profundidades de sus ojos hasta que sin parpadear me abraza con deseo. Hacemos el
amor desgastándonos a besos, cuando se viene grita y llora por alguno de los muchos
motivos que tiene o por todos. Sigue llorando un buen rato, de rodillas sobre la cama y
con los brazos sobre los muslos, temblando ligeramente con cada nueva arremetida. No
es momento de abrazos falsos. Sin poder evitarlo me excito con la visión de sus pechos
apretados uno contra el otro por los brazos tensos bamboleándose con cada nuevo
sollozo. Me enciende el nacimiento del vello púbico primorosamente recortado entre sus
muslos. Ahora sí la abrazo pero la erección entre mis piernas niega cualquier falsedad.
Hacemos el amor y esta vez es por su hijo y por la vida, porque Rodrigo y Carolina solo
tienen eso en común, que están vivos y que pronto dejarán de estarlo.
Entro en la ducha con el corazón a cien mil revoluciones. Cuando vuelvo me espera un
papel primorosamente escrito lleno de nombres, direcciones, y números de teléfono.
Antes de poder protestar me calla con un beso
-
Tú vas a sobrevivir porque es lo que haces desde siempre, sobrevivir. Por favor
encárgate de que mi hijo esté bien, que vaya a vivir con mi hermana Ana Isabel.
Te lo ruego Rodrigo, júrame que lo harás.
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Juro sin dudar aceptando el loco encargo que un condenado le hace a otro que como él
está en el corredor de la muerte deshojando los minutos.
Hace calor, está caliente que dicen aquí. Si vamos a pasar una temporada en la playa,
necesitamos urgentemente más trajes de baño para mí y un par de bikinis para la diosa.
Me despido de Carolina con un es mejor que no nos vean juntos, subo a mi cuadriga y
piso a fondo levantando una tormenta de arena a mi espalda.
Tucacas es una calle principal asfaltada y cuatro más de arena que nacen de ella. Hoy
debe ser día de mercadillo o puede que todos los días sean día de mercadillo. Encuentro
un par de bermudas surferas de marcas gringas sin ningún problema pero encontrar
bikinis empieza a serlo. Carolina se ha despedido recordándome que no es brasileña y
que es madre y como pistas ya son bastantes. No encuentro nada hasta que me fijo en
una de las vendedoras, en los pezones de una vendedora, una negrita de pechos
insolentes. Lleva un bikini tradicional atado en la nuca con margaritas bordadas. No hay
más que el que lleva puesto, lo ha bordado ella misma. Cien mil bolos y me llevo su
bordado, un par de bikinis corrientes y unas toallas con la bandera de Brasil. Pareos.
Una bolsa de playa. Cien mil bolívares son muchos bolívares. Compro gafas de sol en la
Farmacia, crema de protección cincuenta y unas gafas de buceo antes de subirme en la
nube de polvo atronadora y volver a la Posada.
Carolina en el bikini bordado es la portada de mi “Sports Illustrated” de todos los
tiempos. Le pido a Carolina que se ponga las gafas y que no se las quite, esos ojos son
inolvidables y no queremos publicidad.
El embarcadero tiene entrada directa desde la posada. Muy discreto, justo lo que
necesitamos. La lancha en la que subimos tiene cien años pero parece estar en buen
estado. Luminosidad cegadora. Osvaldo es el lanchero y nos ayuda a cargar una nevera
con cervezas frías, toallas y algo de comida. Me enciendo un cigarrillo y le pido a
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Osvaldo que nos dé una vuelta. No sé si son manglares, cayos o qué son, son árboles y
plantas que increíblemente crecen directamente del mar con una base formada por un
entramado de troncos entretejidos formando una tela natural y entre toda esa vegetación
playas idílicas desiertas de mar tranquilo y arena fina. También hay pájaros, muchos
pájaros que nos sobrevuelan y graznan alegres a pesar del calor. Un pelícano se lanza en
picado contra el mar y vuelve a la superficie con un pez asomando de su pico. Veo en
Carolina la sonrisa de la niña que algún día fue y recibo un beso dulce que no habrá
malandro que me arrebate. Falsa normalidad.
Hacemos una parada en una piscina natural plagada de estrellas de mar antes de
desembarcar en una playa desierta sin más recordatorio de la civilización que unas
papeleras desperdigadas. Osvaldo se despide, volverá en cuatro horas. Estamos solos.
Hacemos el amor primero en la playa y después en el mar, en un agua transparente y
cálida un verde más claro que las esmeraldas de Carolina. Nos ponemos crema y nos
rebozamos de arena, retozamos y peleamos como hermanos en un juego en el que
siempre termina llorando el más débil. Conversación trivial. Hoy no llora nadie pero
Carolina asoma unos morros que se deshacen con un beso de perdón. Esfuerzo por
seguir con esta obra de teatro de final incierto.
A lo lejos se acerca una lancha primitiva y el miedo llega al paraíso. Agarro con fuerza
la pistola y me levanto con todos los músculos en tensión. Si hay que morir que sea de
pie, y disparando. La lancha se acerca manejada por uno de los dos torsos negros carbón
que la tripulan. Las manos a la vista. Se bajan de la lancha con cuidado de no hacer
movimientos raros, han visto la pistola que cuelga de mi brazo. Solo son pescadores y
traen comida para vender. Guardo la pistola y damos buena cuenta de tres docenas de
ostras aderezadas con pequeños limones. Yo me animo a probar unos caracoles
gigantes. Cien mil bolos después se alejan en su lancha. El siguiente beso sabe a mar y
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Carolina se tumba a tomar el sol. Me quedo a su lado embobado admirando su cuerpo
bajo el sol. Vida. Los rayos de sol, verticales, abrasan. Luz cegadora. Cuando por fin
alza la vista yo sigo ahí, como un perro esperando un hueso de su amo. Me sonríe, se
incorpora y me besa. Yo la dejo hacer. Entramos juntos en el agua cálida y hacemos el
amor lentamente bajo un sol de justicia. Cuando volvemos a la toalla nos recibe la
sonrisa de Osvaldo. No pregunto cuánto tiempo lleva ahí pero por su sonrisa sospecho
que lo suficiente. Es hora de volver.
Al llegar a la posada nos bañamos en la piscina interior. Un breve chapuzón. Una cena
ligera, un sueño reparador y entramos en un bucle de felicidad, de paz, de sosiego, la
calma en el ojo del huracán.
Siguen cuatro días, escondidos en playas paradisíacas, cuatro noches abrazados en una
posada sin pretensiones. Cada vez las lágrimas son menos. Amor simulado, amor
imaginado, amor falso, amor reparador. Mentiras más necesarias que cualquier verdad.
Carolina se establece en la farsa. Demasiado tiempo, la abulia deja paso al aburrimiento
y este a la relajación y por último al atrevimiento.
Pedimos consejo, un buen restaurante para esa noche. La cita que nunca deberíamos
tener. El hotel es un buen sitio, está a la izquierda siguiendo la carretera principal. El
Hotel Sunway. Además tiene casino por si queréis divertiros jugando un rato después de
cenar. Dormitamos un par de horas hasta que el hambre nos invita a vestirnos. La
ilusión se abre camino. Delirio de normalidad. Carolina escoge un vestido sencillo
estampado en rojos y negros. Sus piernas interminables hacen pequeña la falda, un
escote excesivo. Llamaremos la atención de hombres y mujeres, deseo y envidia. Le
pido que se cambie pero se niega. Llamaría la atención con un saco así que finalmente
cedo. Subimos al Mustang y al tercer acelerón freno para entrar en el aparcamiento de
tierra del Sunway. Es un hotel de cinco estrellas que en España tendría tres. La
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recepción está ya ajada por el paso del tiempo y la humedad salina de la costa. Un traje
raído envuelve la sonrisa de bienvenida. Podemos cenar fuera. Nos acompañan a una
mesa en la penumbra, al borde de una gran piscina. Las habitaciones se reparten a su
alrededor. Penumbra. La noche en el tercer mundo es noche de verdad. Me apetece
bañarme. Música de fondo suave. La piscina refresca el ambiente, pocas mesas y
alejadas, intimidad impagable. La comida es pasable pero el servicio es encantador.
Disfrutamos de un pescado a la plancha abrasado compartiendo una ensalada sencilla.
Bebemos un vino malo muy frío. Bailamos. Nos besamos. Forzado pero gratificante. El
tiempo transcurre veloz. Carolina ligeramente achispada por el vino se empeña en ir al
Casino. Me niego. Necesita normalidad. Aquí apenas llamamos la atención entre cinco
mesas de parejas acarameladas. El Casino será otra cosa. Insiste, está acostumbrada a
salirse con la suya y finalmente tras cuatro copas de ron añejo nos dirigimos al Casino.
Kamikazes en búsqueda de la normalidad, la sensatez se suicida ahogándose en ron.
Deposito con soltura la pistola en la consigna antes de pasar el control de seguridad. El
ocho, no podía ser otro. Sonrisas cómplices de dos montañas de músculos negros con
auricular. Está vacío, apenas seis jugadores.
La sala es más grande de lo que hace sospechar la entrada. Un bar al fondo atendido por
una camarera de uniforme excesivamente maquillada. Zulema en la solapa. Zulema
atrapada en un chaleco verde esmeralda. Más ron añejo. Carolina disimula estar feliz.
Una única mesa de Black Jack abierta. Quiero jugar, explícame como se juega. El
mecanismo del juego es sencillo y lo entiende a la primera. Jugamos cada uno en una
casilla, apuestas bajas. Gana más que pierde y sonríe relajada. Se distrae y eso es más
que suficiente. Me besa acariciando las fichas. Más ron. Yo juego mecánicamente
ganando o perdiendo que lo mismo da. Estoy más ocupado descifrando sus gestos, sus
sonrisas, su alegría. Pletórica. Viva. Interrumpen mi momento de contemplación dos
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venezolanos que se sientan armando bulla, culturistas de pelo rapado y arrugas en la
nuca. “Están bien papeaitos” murmura un vecino que hasta entonces me había pasado
desapercibido. Dos malas bestias, dos whiskys solos. Carolina coquetea el primer
piropo, error fatal. En tensión cuatro mazos y nueve whiskys. Tres son míos, los he
acompañado con un paquete de tabaco. Ganan y lo celebran. Comentarios en voz alta
cada vez más atrevidos con una Carolina de protagonista que ya no está tan cómoda.
-
Demasiada hembra para tan poco tigre, pana.
No contesto para ahorrarles mi acento. A mi gesto cuatro rones se levantan de la mesa.
Las hienas huelen la sangre a kilómetros. El objeto de deseo no es la primera vez que se
encuentra en medio de tanta testosterona. Recojo la pistola y salimos a un aparcamiento
iluminado tan solo por las lejanas luces de neón. Ambiente siniestro. Pasos a nuestra
espalda. Risas alcohólicas, escandalera. Agarro la pistola tan fuerte que me duele la
mano, con la otra abro el Mustang.
-
Demasiada hembra y demasiado carro mi pana.
Más risas. Están muy cerca. Mis ocho copas les apuntan y las risas se congelan. Mil
perdones con musicalidad asustada y guardo el arma. Fuesen y no hubo nada. No
habríamos llamado más la atención jodiendo encima de la mesa de Black Jack. Carolina
me pide disculpas. No contesto.
En el Mustang cabalgan dos fugitivos que regresan a la falsa seguridad de su posada.
Despierto de un profundo sueño alcohólico. Me quema la piel, olvidar la protección
tiene su castigo. Dolor de cabeza. Entro en el cuarto de baño y me lavo los dientes con
el intenso tufo del vómito de Carolina como compañero. En el dormitorio me recibe una
mueca de arrepentimiento sincero y unas lágrimas de remordimiento. Buenos días de
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cordero degollado. El la última vez que bebes suena demasiado paternalista. La culpa
fue mía, nunca deberíamos haber ido al Casino. Me visto preparado para ir a la playa.
La veo dudar pero la convenzo, llamaremos más la atención encerrados en la habitación.
Desayunamos en silencio unas arepas con mantequilla y cien vasos de jugo.
Deshidratados. Carolina esboza una sonrisa pero mi mirada le indica claramente que
todavía es demasiado pronto para hacer las paces. Insiste en quedarse en la posada.
Quién coño va a la playa de vacaciones para encerrarse en una habitación. Alguien
habrá. Serán los menos. Su belleza no se puede ocultar bajo unos pantalones cortos
caquis de explorador y una camiseta demasiado grande. Osvaldo ya nos espera armado
con su perenne sonrisa, otra caja de cerveza metida en una nevera con hielo, unos
bocadillos en una bolsa de plástico envueltos en papel y varias piezas de fruta tropical.
Despliega el tríptico con el mapa de la zona.
-
¿A qué playa quieren ir hoy?
-
A una desierta.
Me sonríe. Playuelita. Arranca la lancha y se lanza hacia los canales que se abren entre
los manglares. En nuestro camino nos cruzamos con pequeñas lanchas que se deslizan a
toda velocidad saludándonos a su paso. Quince minutos más tarde llegamos a un
pequeño embarcadero. La playa está efectivamente desierta, una pequeña playa unida a
otra más grande por una lengua de arena. Playuela informa Osvaldo mientras descarga
la pequeña nevera. Buscamos acomodo bajo una palmera, este sol es traicionero y ayer
se cobró su peaje. Nos embadurnamos de crema y compartimos nuestro silencio frente a
un calmado mar azul turquesa.
Hace calor. Me baño un par de veces y enseguida abro la primera cerveza. Ofrezco una
a Carolina pero la rechaza con un gesto que me hace ver que no ha superado la resaca.
Demasiado silencio. Una zodiac atraca en la playa de enfrente, en Playuela. Entro en
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tensión pero pronto veo como los dos tripulantes que se pierden entre las sombras de las
palmeras comienzan a besarse y abrazarse. Nadie se atreve a retar a este sol implacable.
Carolina continúa abrazada a un silencio irritante. Lleva las gafas de sol puestas que me
impiden verle los ojos. Puede que esté durmiendo. No quiero ser el primero en iniciar
una conversación que inevitablemente desembocaría en el incidente del Casino. Dejo
vagar mi vista por la perfección de la postal caribeña.
Una cerveza después me aburro de tanta perfección y salgo a bucear con las gafas
nuevas. El agua está muy caliente y recorro las rocas del extremo de la playa
persiguiendo bandos de peces de colores que me permiten acercarme para huir en el
último momento con coordinada velocidad.
Veinte bandos de pececillos después salgo del agua y no veo a Carolina. Me acerco
corriendo a las toallas y está todo, pistola incluida, todo menos Carolina. No debe de
andar muy lejos, estará buscando un cuarto de baño improvisado y la idea me hace
sonreír. No hay porcelana en esta isla.
Diez minutos más tarde vomito todas las arepas que he comido en Venezuela. Ya sé por
qué se la llama corbata colombiana, grito hijo de puta y golpeo la palmera abriéndome
una herida profunda en los nudillos. Mi sangre roja fresca contrasta con la granate que
le cubre el pecho, todavía tiene las gafas puestas. No me atrevo a quitárselas. Los
buitres de aquí son un enjambre de moscas que se arremolinan sobre la herida.
Adiós Carolina. Vuelvo a la toalla y miro hacia la playa de enfrente. La zodiac ha
desaparecido. Agarro la pistola pero sé que estoy solo y que solo estoy vivo porque
alguien así lo quiere, tal vez forme parte de un juego macabro destinado a encerrarme en
una celda venezolana hasta el fin de mis días. No me tienta la idea, antes de eso les
niego el gustazo. Pruebo el arma por si la hubieran descargado pero funciona, el sonido
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se pierde en la belleza mientras la arena engulle la bala levantando una pequeña
polvareda. Una llamada de auxilio.
-
Fernando, ¿qué te parece un Mustang de quinientos caballos por un pasaje de
business en el primer vuelo a España?
-
¿Con carajita?
-
La carajita se ha quedado en la playa para siempre y el español tiene morriña de
su tierra.
Le doy mi nombre, Sebastián Abigoitiz, y mi número de pasaporte.
-
Las carajas así nunca se pasan mucho tiempo con tipos como nosotros. Sabes
que te estarán esperando.
-
No tendrán que esperar mucho. Necesito una lancha y una tumba para la
colombiana. Playuelita. Y Tranxilium o lo que tengáis aquí que más se le
parezca.
-
Tres horas. Lo siento pana.
-
Gracias Fernando.
La adrenalina me despierta una sospecha y reviso el registro de llamadas del teléfono de
Carolina. Una llamada a Colombia, la sentencia de muerte. Era tu hijo, no has podido
resistirlo y lo has pagado con tu vida. Estás muerta. Yo estoy muerto, muerto en
Venezuela, muerto en España, muerto en vida. Un dolor intenso me carcome el pecho.
Vomito miedo, asco y autocompasión a partes iguales.
Reviso la playa entera con el arma preparada, teniendo cuidado con no acercarme a la
tumba de moscas de Carolina. Probablemente los gorilas de ayer estaban de batida.
Reconocimiento previo, identificación positiva.
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Dos horas y cuarenta minutos después una lancha con dos negros de gesto serio me
acercan a la Posada sin abrir la boca. Recojo el pasaporte y el resto del dinero y salgo
cabalgando a los lomos del Mustang hacia mi destino custodiado por mis esfinges de
ébano. Tres Tranxilium 50 y en media hora no puedo ni respirar. Fernando me llama
para que no me preocupe, la policía no me estará buscando, ni siquiera hay cadáver. La
gente desaparece sin motivo aparente.
-
¿Te espera alguien en España?
No contesto. En España me espera solo la muerte, pero morir en casa es morir menos.
El siguiente día transcurre en un cuartucho sin ventilación entre la química del
Tranxilium, el whiskey y una comida forzada. Fernando me visita. Sollozo en su
hombro. Por Carolina y por mí mismo, por el destino cruel que nos ha tocado en suerte
vivir. Compartimos diez horas de tristeza y whiskys.
Cuando finalmente a la tarde siguiente me depositan en Maiquetía casi no puedo andar.
Me transportan en silla de ruedas por todo el aeropuerto hasta el avión. Business.
Partí como buscavidas y regreso como un Almirante impedido condenado a muerte con
una barba sucia de cuatro días. Tranxilium y la nada.
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Pesadillas de moscas pegajosas de sangre, rubíes con alas rebozándose en una arena
blanca, viscosas moscas granate en una lengua interminable. Agua. Caras angustiadas
me rodean, demasiado cerca.
Estoy tumbado en el pasillo del avión, un pasillo angustiosamente estrecho rodeado de
nueve horas de desperdicios. Cierro los ojos pero castigan mi delito con más agua,
regándome de bofetones que salpican. Ante la insistencia me incorporo balbuceando
entre voces de alarma, me levanto ayudado por manos firmes de uniforme y salgo del
avión tambaleándome para levitar por los pasillos infinitos hasta subir en un taxi que
llegado el momento también me abofetea y me abandona en un parque de barrio.
A las doce de la mañana un hombre todavía vivo se arrastra por un mundo que por fin
se mueve aunque sea a cámara lenta. El futuro fue ayer y ayer ya estaba muerto. Me
quedo dormido en el parque hasta que me sorprende el hambre. Los muertos no tienen
hambre. Llamo a Claudia pero no contesta. Llamo a María y me da su dirección. Esta
noche nos vemos en su casa. Pregunto por Claudia pero ya ha colgado. Llamo a
Jerónimo pero Jerónimo ya no existe, mi familia se ha desmembrado. Grabo una súplica
patética en el buzón de voz de Daniela.
Eses por La Castellana hasta llegar a las inmediaciones del Hotel Palace, buscando
taberna en la ciudad de las tabernas. Gambas de Huelva con sal gorda y demasiadas
copas de blanco de Rueda en la barra, rodeado de turistas hambrientos. No hay
condenados a muerte que puedan presumir de esta última cena, ni de haber abandonado
un cadáver tan hermoso en una playa paradisíaca del Caribe. El resto de la botella son
brindis a los caídos: por sus ojos, por su melena y por su dulce sabor a chocolate. Ya en
la calle camino hacia la Puerta del Sol y llego a una Plaza de Santa Ana tomada por
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mochileros gringos. Los argentinos apostados en cada esquina me han bombardeado
toda la ascensión de Huertas con flyers y verborrea. La muerte me librará para siempre
de ellos y de las mujeres indecisas que dicen no, cuando quieren decir por favor.
Navajas, dos raciones de jamón y siete dobles en la cervecería alemana. Me hundo en
una espiral de autocompasión alcohólica. No tengo niño a quién hacer feliz ni salvación
para el alma que quiero redimir, me falta el dolor de los pecados, el de atrición, y la fe
en un Dios misericordioso. El propósito de enmienda lo estoy construyendo.
Claudia sigue sin contestar. El alcohol ha ralentizado el tiempo y el espacio, me cruzo
en la Plaza Mayor con cientos de caras de desconocidos hasta que colecciono Martinis
de Saphir en la barra del café de Oriente. A tu salud Lady Godiva. Me acompañan de la
barra a la parada de taxis. Vomito de rodillas en la acera y consigo llegar derrotado
hasta la puerta que lleva al patíbulo. Escalar un Everest sin oxígeno y el Golem llega a
casa de María, un primer piso en la calle travesía de San Mateo, junto al museo
Romántico. Romántico, muy apropiado. Me tambaleo hasta la puerta y me detiene en
seco una bocanada de hedor. La puerta está entreabierta. Intento fugarme y caigo en los
brazos de una mueca, dos brazos que empujan un pelele dentro del piso. Un cadáver
embadurnado en sangre reseca me saluda desde un sofá con una lengua irreal reptando
por el pecho. Otra corbata pero sin moscas. Vomito pavor. María tenía hijos, una
familia imperfecta como tantas otras. Cualquier esperanza de escapar es vana. Una
descarga en el cuello y la caída libre.
El pasillo tiene más de siete pasos de largo y requiere muchos descansos para recorrerlo
entero. No soy capaz de contar más de siete, algo interrumpe la cuenta en mi cabeza
forzándome a empezar de cero. La sonda cuelga libre empujando mi miembro hacia el
suelo. La recojo pero se me vuelve a caer una y otra vez. La saliva se escapa de mi boca,
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se me olvida tragar. Las puertas que jalonan el pasillo esconden al resto de reos.
Algunos tienen permiso y deambulan por el pasillo como ánimas en busca de redención
emitiendo sonidos imposibles de descifrar. La sonda rellena de orina se bambolea a mi
paso como un péndulo. No soy capaz de pensar. Pasos. Más de siete pasos arrastrando
los pies, unos pies calzados con unas zapatillas sin cordones. Escucho una televisión
muy lejana. Cuando me derrumbo fantasmas me llevan de nuevo a la cama donde me
desmorono rendido en un sueño profundo. Muerte en vida.
Las correas son fuertes pero innecesarias, no puedo ni sujetar los párpados. Son varios
rodeándome, una reunión de pastores de bata blanca que disparan una alarma interior
demasiado amortiguada. Intento abrir la boca pero está pegada de química pastosa, mi
petición de auxilio se convierte en un estertor de moribundo. Una única mirada de
compasión se aleja envuelta en el blanco. Una inyección y la nada.
Alguien despierta atado con fuertes correas a la cama en una habitación sucia sin
ventana con un suero enganchado a su brazo izquierdo. Yo no despierto porque estoy
viviendo nada más que la ilusión de estar despierto. Desde lejos sé que no se puede
mover y siento como su pensamiento se dispersa en horas de pared sucia. Duermo y
despierto, pared incontables veces. No consigo tragar, la saliva fluye desde mi boca
hasta el cuello despacio, densa y espesa. Sonidos.
La halitosis está demasiado cerca de mi nariz, su voz llega desde muy lejos, desde muy
profundo, distorsionada por una densidad acuosa. Palabras que solo son ruido. Intento
pedir ayuda pero no consigo mover la boca. Mi mirada turbia suplica a su blanco pero el
intruso tras unos segundos se va aliviando mi olfato que milagrosamente ha
reaccionado. Tiempo eterno de fluorescente permanentemente encendido. No duermo,
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no sueño, no estoy despierto, sólo pared sucia y gota a gota en el gotero. Una vida que
es muerte en vida. Me despierta un pellizco en el muslo. La halitosis.
-
Rodrigo, vas a ser mi invitado mucho tiempo, verás que bien lo vamos a pasar
juntos.
Una frase irreal y lejana. Hago un esfuerzo por algo pero solo puedo ofrecer la nada.
Giro la cabeza y regreso a mi amiga la gota hasta que el contenido de la jeringa alcanza
mi torrente sanguíneo y me sumerge en más nada.
No sufro porque no estoy. La pared y el gotero ya son sombras tenues sin relieve. La
respiración es la única que sigue viva, los latidos se han vuelto tan quedos que nos han
dejado solos. He intentado mover algo y no he recordado cómo se hacía, he intentado
recordar algo y no recuerdo como se recuerda.
La halitosis entra en la habitación, me visita cada siglo, una voz pestilente que no dice
nada inteligible y me saca de mi letargo para sumergirme en un sueño irreal. Hoy es
distinto. La inyección me absorbe, me arranca el aire y los pulmones que aunque débiles
existen se resisten a dejar de respirar. Siento que el cuerpo revive y se mueve luchando
contra el ahogo, contra un negro aterrador desconocido que se abalanza sobre mí y en
unas décimas de segundo succiona la luz y el aire y me eleva hasta la ausencia infernal a
una velocidad de vértigo.
Los estertores y mi yo ya no estamos tan solos, un dolor intenso aprisiona mi cabeza y
me la golpea rítmicamente. Descubro que tengo dientes, dientes que vibran desde las
raíces con cada golpe, están tomando mi torre del homenaje con un ariete implacable.
Saludo su presencia con sufrimiento. Intento vomitar pero soy incapaz de salir del
esfuerzo primero y me quedo preso de una arcada interminable, hasta que el vacío negro
precedido de la pestilencia arranca luz, respiración y dolor y nos succiona hasta la nada
insondable y aterradora. Mi eternidad es luz, respiración y dolor, la vida que me queda y
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que periódicamente lucha con la antimateria, que anticipa la muerte deseada, que no
llega nunca en un ciclo que fluye imparable. Me sujetan los párpados y entra la luz, luz
que se mueve a golpes desacompasados, que distorsionan la realidad inmutable de mi
existencia.
Demasiado blanco en movimiento me marea y precipita otra arcada sin premio.
Espero a las tinieblas desde el terror, pero de nuevo me invade la luz acompañada de
formas y voces, de realidad de tan lejana ya olvidada. Me bañan con agua fría y abro los
ojos. La sonrisa de Jerónimo es lo último que puede esperar el que ya no espera nada.
Hoy es el primer día que me permiten bajar a la playa. Hoy mi vida ha dejado de tener
precio, y vuelve a no valer nada. El valor de siempre. No sé cuánto ha pagado
exactamente Jerónimo por mí, temo que nuestra libertad.
Daniela me ha enviado una carta que permanece sin abrir. Por Carolina, por María y por
tantos otros que no conozco. A pesar de que todo ha terminado el Rata ha dispuesto un
perímetro de seguridad completo con todos sus efectivos, mercenarios de pasado
legionario, veteranos de guerras olvidadas pero no soy capaz de ver más que dunas y un
mar encrespado por el fuerte viento.
Arrastro los pies por la arena paseando entre las conchas que recogería un niño
ilusionado. La playa está desierta, virgen para mi incursión, para mi primer contacto con
la naturaleza en mucho tiempo. A lo lejos grandes cometas arrastran a los intrépidos
navegantes. Las lágrimas brotan sin preaviso al llegar a la orilla como llamadas por las
olas que lamen mis pies. Me arrodillo exhausto por cien metros de esfuerzo, han pasado
dos meses y a pesar de los ejercicios y masajes todavía no puedo moverme con
normalidad.
201
El espejo me devuelve cada mañana un gesto demacrado camuflado en una barba
excesiva y una mirada turbia que me cuesta reconocer. La barba del conquistador.
Las jaquecas no se han atenuado, según el médico desaparecerán por sí solas o se
quedarán conmigo para siempre. Las semanas de electroshock diario no han borrado de
mi memoria las lenguas secas y retorcidas en sangre. Una mano se posa en mi cabeza,
no necesito girarme para saber que es Claudia. Se arrodilla a mi lado y me abraza con
ternura. Está pálida, ella tampoco frecuenta la playa. Como yo, necesita tiempo y
Jerónimo nos lo está regalando, es su forma de expiar los pecados. Lloramos juntos un
aguacero de dolor arrodillados en la orilla, por los muertos y por seguir vivos aunque
sea a medias. Bebo mis lágrimas y las suyas pero no me sacian, quiero besar pero no
quedan besos.
202
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