LA LOCURA DE ALONSO QUIJANO PLUMA.

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LA LOCURA DE ALONSO QUIJANO
PLUMA.- En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín
flaco y galgo corredor. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años: era
de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la
caza. Es de saber que este hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del
año, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de
todo punto el ejercicio de la caza. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,
requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la
imaginación que para él no había historia más cierta en el mundo. Tanto se enfrascó
en la lectura que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de
turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de
manera que vino a perder el juicio.
QUIJOTE.- Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os
fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
QUIJOTE.- La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón
enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura.
QUIJOTE.- El Cid Ruy Díaz fue un gran caballero pero no tiene nada que ver con el
caballero de la ardiente espada que de un solo revés partió por medio dos fieros y
descomunales gigantes.
QUIJOTE.- ¡Rocinante! Nombre alto, sonoro y significativo. Ni el Bucéfalo de Alejandro
ni el Babieca del gran Cid podrán igualarse contigo. Dichosa edad y siglos dichosos
aquellos en los que saldrán a la luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en
bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh,
tú, sabio encantador, a quien ha de tocar ser cronista de esta peregrina historia,
ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante.
QUIJOTE.- Pero el valeroso Amadís no se había contentado con llamarse Amadís a
secas, sino que añadió el nombre de su reino por hacerlo famoso eternamente y se
llamó Amadís de Gaula. Así uniré yo mi nombre al de mi patria y seré llamado en
adelante don Quijote de la Mancha.
QUIJOTE.- ¡Dulcinea! ¡Dulcinea del Toboso! ¡Mi amada! Si yo por mis malos pecados
o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante y le derribo, o le parto
por mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le rindo, no será bien que se hinque de
rodillas ante mi dulce señora y le diga: “Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se
debe alabado caballero Don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me
presentara ante vuesa merced, para que vuestra grandeza disponga de mí a su
talante”.
QUIJOTE.- Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, el sabio que los escribiese comenzará así
PLUMA.- Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa
tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados
pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la
venida de la rosada Aurora, cuando el famoso caballero Don Quijote de la Mancha
subió sobre su famoso caballo Rocinante...”
QUIJOTE.- ¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón! Mucho agravio os
he fecho al marcharme sin aparecer ante la vuestra fermosura. Tened piedad de este
sujeto corazón que tantas cuitas por vuestro amor padece.
Dramaturgia Primera parte, Capítulo I - PAGE 1-
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