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LA COLUMNA EDITORIAL
Repensando el barrio
L
A comunidad, como la familia y la escuela,
es donde primero se aprende a convivir y
donde se echan, comúnmente, las primeras y más hondas raíces; donde cada uno comienza a adquirir sus valores esenciales y a
formar su particular visión de la realidad.
También es, como regla, el primer lugar respecto al cual se experimenta sentido de pertenencia, y donde el individuo, la persona, puede
reconocerse parte de una colectividad capaz de
trabajar por objetivos comunes, en beneficio de
todos, siempre que existan las condiciones y
vínculos para ello.
Es también espejo de aspiraciones y vacíos de
la sociedad en su conjunto; escenario en que se
hacen más visibles y palpables sus problemas, tanto como sus aciertos. Una sociedad como la nuestra, que aspira a ser próspera más allá de lo material,
debe prestar especial atención al barrio; a su crecimiento físico, tanto como espiritual y humano.
En Cuba –geográfica y culturalmente hablando–, donde la familia tiene una posición preponderante, la comunidad es como una extensión
del hogar en la que no siempre las normas de
convivencia armónica –indispensable en la prosperidad y el desarrollo humano– son atendidas y
respetadas.
Ese vivir hacia afuera, transgrediendo límites
hasta desembocar con frecuencia en la indisciplina social, no puede mutilar definitivamente la atención al civismo que desde edades tempranas
debemos cultivar, no solo en la escuela, sino también en la casa, la familia; las calles, la cuadra.
El respeto al espacio y al derecho ajenos, de
todos y cada uno, por ejemplo, son parte necesaria
de esa convivencia, de ese devenir armonioso de
la vida en sociedad que deseamos y merecemos,
e implican el ejercicio constante del diálogo, y de la
comprensión, por los cuales se transita hacia un
valor fundamental como la solidaridad.
En tales bases –además de la inicial de defender la Revolución, plenamente vigente– se fundan
los CDR, nuestra organización de masa más numerosa e incluyente, surgida hace ahora 56 años.
La capacidad de los Comités de aunar voluntades, en el barrio y desde el barrio, posibilitó hasta
hoy la epopeya de todo un pueblo –este, el nuestro– para proteger el ideal y la obra revolucionaria
ante muchos peligros potenciales y reales; ante
enemigos internos y externos; agresiones directas,
Año 108/No. 19
tangibles, y en el plano simbólico, y resultó decisiva
para conectar a ese mismo pueblo con el proceso
de cambios trascendentales iniciados en 1959.
Hoy son varios los retos que afronta la organización vecinal, en un panorama interno y externo
sustancialmente distinto, que requiere, como dijera Fidel, “cambiar todo lo que debe ser cambiado”,
lo que en el caso de los CDR significa fortalecer en
sus integrantes el sentido de comunidad y contribuir a una integración más funcional de las capacidades de los distintos actores que en aquella
conviven.
Problemas como pérdida de valores –civismo
incluido–; resistencia al reconocimiento de diferencias propias en una heterogeneidad o diversidad creciente; individualismos, apatías y
mercantilización de relaciones sociales, presentes
hoy entre nosotros, son consecuencia en parte del
debilitamiento de ese tejido, de esos ejes
propulsores de la vida en comunidad, que precisan ser rectificados.
Ese espacio no es solo el hábitat común de
recuerdos y nostalgias. También puede, debe ser
–siempre que nos decidamos a conseguir que lo
sea–, el primer escenario desde donde impulsar
ese desarrollo humano, la prosperidad individual y
colectiva, sin materialismos vulgares, ni egoísmos:
desde la solidaridad.
La gestión de proyectos para mejorar condiciones de vida; el fortalecimiento de redes asistenciales para atender desafíos como el envejecimiento poblacional, la búsqueda de autosustentabilidad
económica a escala local, son demandas y potencialidades que no siempre son vistas, o consideradas, desde la perspectiva de la comunidad, cuando
se proyecta el desarrollo.
Cuba actualiza su modelo económico y social,
lo cual implica resolver problemas viejos y nuevos,
en condiciones muy complejas y sin renunciar, al
mismo tiempo, a los principios del socialismo, el
ideario martiano y la doctrina marxista leninista,
que cimentan la Revolución.
Esa actualización también demanda repensar la comunidad donde vivimos –y nuestro
lugar y papel en esta–; hacer, cada uno, su
ápice para convertirla en exponente fiel de
todo lo bueno, valedero, que a nivel individual
y social hemos logrado. Como dice el canto
que por estas fechas siempre se escucha: “En
cada barrio Revolución”.
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