Tardió amanecer

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Tardío amanecer
Iván Medina Castro
Qué ánimo tan asombroso tienen esos padres.
Llevan a cuestas su sufrimiento y
al mismo tiempo su fuerza los levanta para
seguir en búsqueda de sus hijos desaparecidos.
Pinta anónima en edificio público
Dedicado a mi amiga Ana Belém Sánchez Mayorga,
desaparecida en Paracho, Michoacán, el 21 de julio de 2012.
Era casi medianoche y la policía municipal junto con pistoleros del cártel Guerreros
Unidos, tuvieron que apresurarse, de lo contrario, los hallarían…
A través de las ramas de un árbol de tamarindo se veía la luna llena en el cielo limpio de
Iguala. Los rayos de luz que filtraban los folíolos dibujaban el contorno de cuarenta y tres
cabezas
que resplandecían
despidiendo
fulgores
como
pedrería
preciosa. Allí
permanecieron los normalistas, erguidos como atlantes, una hora y luego otra hasta perder
la cuenta. Los habían despojado del tiempo y hasta de la vergüenza misma por ejercer su
derecho a protestar.
Abel, quien era el único en la bodega ubicado al ras de un ojo de buey, apenas veía lo que
ocurría a su alrededor. De hecho, lo único perceptible con claridad, eran las aguas apacibles
de la laguna de Tuxpan y el valle rodeado de montañas. Junto a él, a un par de metros de
distancia, en cuclillas había tres jóvenes que apenados cubrían su desnudez y que le
recordaban con vaguedad a sus hermanos menores. Pensó en preguntarles sus nombres pues
no recordaba haberlos visto dentro del “Estrella de Oro” que tomaron de la central de
autobuses pero se abstuvo de hacerlo, sentía un frío erizante en la espalada cada que los
volteaba a ver. Abel volvió asomarse al ojo de buey y encontró una enorme columna de
fuego de la cual emanaba una humareda que flotó al interior de la bodega con un intenso
olor a sepultura. El aire empezó a espesarse y fue entonces que Saúl hizo a un lado a Abel y
de un golpe rompió el cristal de la ventana. Apenas la brisa que circulaba fue suficiente
para evitar que todos allí se asfixiaran. Mientras Saúl se quitaba los residuos de astillas que
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tenía en el codo, vio de reojo el destello intermitente de torretas de patrullas, hizo un
esfuerzo mayor y trató de sacar la cabeza del orificio para pedir auxilio. Su rostro se
descompuso de alegría y sus ojos verdes no pudieron contener el llanto. Una vez que logró
asomarse por completo, vio consternado cuando los pistoleros que los tenían privados de su
libertad, despedían con efusiva camaradería a los agentes federales. El impacto fue tan
desconcertante que Saúl tragó con dificultad saliva y pensó que se avecinaba el fin. Con
resignación, se dejó deslizar desde lo alto de la bodega. Bernardo se inquietó al escuchar el
porrazo seco que golpeó la tierra y de súbito sintió un dolor agudo, como de un piquete de
abeja que le atravesó el pecho. Presentía en el ambiente algo turbio, así que apretó los
dientes y cerró los ojos. A José, un pesado sueño lo sorprendió y apoderándose de él un
pánico inmenso, se vio rodeado de pavesas ardientes que se levantaban de la tierra.
-¡Nos van a incinerar! ¡Nos van a matar carajo!- gritó desesperado Carlos.
Varios estudiantes, al escuchar la exclamación, tensaron sus cuerpos hasta quedar ahí
petrificados. Algo nervioso, a Giovanni se le doblaban las piernas, temía echarse a llorar de
un momento a otro, pero no fue él quien se derrumbó, sino Israel, pero Jesús y Leonel
pronto lo llevaron donde un acceso de corriente y frotándole el cuerpo con las palmas
trataban de reanimarlo. –Anímate Israel, los minutos sin ti alimentan mi desconcierto –
susurraba Magdaleno, que había aparecido a su lado y sujetaba con suavidad su mano. –
¡Miren!, dijo Antonio –ya vuelve en sí. En efecto, la mirada transparente de Israel ya no era
tan empavorecida, tan inquieta.
-Basta con tus desagradables comentarios –dijo Dorian mirando de reojo a Carlos.
-¿Qué va hermano? A mí también me pareció oírles comentar eso – contestó Emiliano,
levantando un dedo con un ademán nervioso.
-La situación es difícil, pero no como para perder la esperanza –gritó Felipe; es más
compañeros: estoy seguro de que en breve nos encontrarán y seremos libres como el
torrente del río San Juan.
De pronto las luces del interior de la bodega fueron apagadas y hubo un momento de gran
confusión. Al quedar todo a oscuras iniciaron las voces ensordecedoras de los normalistas,
pero en cuestión de segundos callaron. Afuera de la bodega, se escuchaban ruidos similares
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a sierras mecánicas que hacían vibrar arrítmicamente la estructura de madera de la bodega.
¿Y si ya vienen a matarnos? –preguntó asustado Jorge.
-Pues claro que lo harán, a nadie les conviene tenernos con vida –contestó Martín-.
-Me dice el corazón que pronto vendrán –susurró Cutberto a Everardo al oído. Se oyó su
respuesta entrecortada: -Así también lo creo.
Marco, por su parte, se hincó, extendió las manos con gesto de súplica y entre sollozos rogó
a Dios la esperanza de poder leer sus poemas y que todo volviera a ser como antes, luego
levantó sus ojos negros con la vista al techo de la bodega como queriendo atravesarlo para
así contemplar el cielo.
-¡Iluso! Nada volverá a ser como antes –vociferó con rabia Joshivani, tintineando con los
dientes.
- Quizá tengas razón pero más vale desear el bien común –concluyó con firmeza Mauricio.
Abelardo quiso refugiarse con su amigo Benjamín de quien el día anterior había prometido
a su madre cuidarlo, pero no lo pudo encontrar, era difícil distinguirse las caras en esa
penumbra, además, el hacinamiento hacía casi imposible moverse.
Mientras reinaba la incertidumbre. La puerta de la bodega se entreabrió tras un largo
rechinido y en la oscuridad dejó ver una franja de luz que sólo conseguía proyectar
apariciones fantasmagóricas. Los estudiantes esperaron un poco por si veían a alguien a
travesar el umbral para defenderse pero nadie ingresó. César, Jonás y Luis fueron los únicos
en atreverse a salir por esa puerta. César, quien fuera el primero en intentarlo, bajó la
cabeza, suspiró y se persignó.
-No sean tontos, regresen, más vale mantenernos juntos -dijo Marcial con voz quebrada,
Adán lo secundó.
A continuación, se escucharon disparos con una armonía similar al aullido de los coyotes y
posterior a eso, hombres vestidos de negro y encapuchados sacaron de la bodega a uno por
uno de los normalistas para dirigirlos al inframundo, el último en ser forzado a salir fue el
más pequeño de ellos, Christian a quien, cuando fueron por él, un calor vivo le recorrió el
vientre, pero al surgir de su encierro, le volvieron las fuerzas, como después de un sueño
profundo y tonificador y, antes de que lo ejecutaran, frunció el entrecejo, vio de frente a sus
verdugos y sin una pisca de miedo en su rostro, salvo las luces del fuego temblorosas que
se reflejaban en sus ojos cafés; desfiguró la cara con un gesto convulso y gritó: -¡Todos
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somos Ayotzinapa! Los encapuchados sacaron sus pistolas y torciendo la boca con
desprecio, vaciaron sus cargadores de hilera sobre él, cubriendo el monte con un rumor
estrepitoso que el viento de otoño propagó por los lugares más apartados del orbe.
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