CAPÍTULO I ASÍ EMPEZÓ - Editorial Oveja Negra

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CAPÍTULO I
ASÍ EMPEZÓ
“Estaba acostada en una cama, tenía barrotes, al fondo se oía música y
olía a trasnoche y alcohol. El ambiente se imponía denso y era evidente
que yo no quería estar ahí. Tenía un sueño tan pesado que, aunque no
me era posible abrir los ojos porque pareciera que pesaran una tonelada,
si podía, levemente, percibir lo que pasaba a mí alrededor. Me encontraba inquieta al mismo tiempo que dormía anestesiada. ¿Quién sabe
cuántos somníferos me tomé? Hasta que sentí que alguien entró en
esa habitación. Era más de una persona. Los escuchaba a lo lejos reír,
venían cantando y era evidente que la fiesta, aunque había terminado
para mí, para ellos no. De repente percibí que se me acercaron ¿o se
me acercó? Y alguien empezó a besarme a la fuerza. Yo no quería, ni
podía besar ¡Si ni siquiera conseguía hablar! Intenté abrir mi boca para
decirle que se detuviera pero solo logré pronunciar un gemido inconforme. Tuve la esperanza que se largara y me dejara en paz, contemplé su
aliento y entendí que olía al soplo de un agresor. ¿O de agresores? ¡Ya ni
se si esto es verdad o fantasía! ¡Todo es demasiado confuso! Percibí el
aliento repugnante, soltaba bocanadas de tufo. Después advertí su respiración sobre mi cuello, una respiración tan agitada que jadeaba ante
el evidente estado de excitación que le provocaba tenerme impotente,
como si en vez de ser una mujer fuera su títere sexual. No alcancé a ver
su rostro, sin embargo, si pude leer en su cara el deseo pervertido que le
provocaba sacar su miembro y ponerlo sobre mis labios, jurando que yo
iba a lamer de él ¡Qué asqueroso! ¡Cómo fue capaz! Me puse tiesa cual
palo, sentí que todos y cada uno de mis músculos se tensionaron ante
la angustia y la indefensión que me provocaba semejante agresión. Una
lágrima bajó sobre mi rostro y a él pareció no importarle. Intenté parar7
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me, salir de ahí, huir, correr, pero mi cuerpo se convertía en mi cárcel y
respondía deplorablemente lento. ¡Reaccionaba cinco kilómetros atrás!
Ahí fue cuando me ató, me esposó contra los barrotes de la cama, mientras me susurró al oído que me portara bien con él, que al final yo me
lo busqué y que era tan bueno que si yo quería también me permitiría
disfrutar. ¡Absolutamente lamentable! Me convirtió en su presa y yo
no poseía ni si quiera la lucidez mental para actuar. Escupió sobre mis
pezones y después lamió su propia saliva mientras reía a carcajadas en
una faena en la que solo él disfrutaba. Mostró su voyerismo e introdujo
en el juego a verdugo. Sacó un látigo para que yo entendiera que era
él quien mandaba. A esa altura yo solo temblaba, mi cuerpo se retorcía
con cada latigazo que provocaba sobre mi piel y mi mente invocaba a
Dios suplicándole que no se olvidara de mí. Me penetró, ¿o me penetraron? por delante y por detrás, con tanta violencia que ahora entiendo
porque me sangran las entrañas. Me consumió, me invadió, me agredió
con toda la ira de su ser… Y ya nada volverá a ser como antes”.
Horas antes
¿Un castillo en Bogotá? Cómo puede ser posible si en este país tercermundista jamás ha existido, ni existirá, una monarquía digna de
ocuparlo. Y aunque no fue construido para príncipes e infantas, si fue
hecho por las ínfulas desmedidas de un nuevo rico traqueto, alguien
que de la noche a la mañana vio en sus manos una fortuna digna de
palacios. En sus años mozos, el Castillo Élite fue la morada de un personaje que aún está pagando cadena perpetua en Estados Unidos; en
la actualidad, otro inmueble para estupefacientes, que terminó como
sede de los eventos extravagantes del país. El lugar no podía ser otro;
se trataba de la fiesta de los alumnos de grado 11 de los mejores colegios de Bogotá de la generación 2013–2014. Una fiesta que planeaba
la Organización Internacional de Colegios Bilingües y donde se homenajeaban a los cinco mejores planteles, entre los cuales sobresalía
el prestigioso North East. El Castillo Élite representaba perfectamente
sus ideales, se alzaba en una colina en el nororiente de Bogotá, ostentaba derroche, le hacía gala a la oligarquía y, sobre todo, a la vida
cómoda al lado del privilegio. Salomé fue de las primeras en llegar,
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arribaba en una flamante camioneta blindada que estaba acompañada de un séquito de escoltas repartidos en otras camionetas y motos.
Tanto visaje la avergonzaba, ¡qué necesidad había de dar boleta! Pero
para Jacobo, su novio por más de dos años, ese montaje era parte del
circo de atención que planeaba cada vez que hacía una aparición pública, para la cual le exigía a su conductor que se disfrazara con frac y
guantes, a sus escoltas que encendieran las sirenas y al de la moto que
parara el tráfico para que ellos entraran sin que ningún carro a su alrededor les robara protagonismo. Salomé se veía simplemente hermosa,
poseía una belleza arrolladora; sus profundos ojos azules, contrastaban con su largo y abundante pelo negro azabache; su nariz, que se
veía partida al igual que su quijada, demarcaban su rostro; sus pómulos, rosados y rozagantes, resaltaban su juventud; y su impecable piel
blanca, la hacían lucir cual retrato vivo de una porcelana andante. De
su cuerpo ni hablar; tenía unas piernas que lucían interminables, una
estatura digna de modelo de pasarela y medidas exquisitamente armoniosas. Era la reina de la noche, la reina de su colegio, la reina de su
generación… la envidia nace de la desigualdad, y las demás se sentían
tan pequeñas a su lado pues también era la reina de las envidiadas.
Como si ella sola no fuera demasiado, su novio se llevaba el título del
galán más sexy de su colegio. Jacobo, parecía sacado de un país nórdico; ojos verdes aceituna, pelo claro, sonrisa perfecta, estatura de basquetbolista, abdominales marcadas y músculos delineando su cuerpo.
Ella hermosa + El escultural = pareja irresistible. Ningún estudiante
entraba a la fiesta hasta que Salomé y Jacobo hicieran su arribo, nadie
quería perderse el espectáculo de verlos llegar. Eran la perfección en
dúo. Un hijo de ese par ganaría cualquier concurso de belleza. Lo que
no sabía la gente era que si ese amor por fuera se veía radiante, por
dentro se hallaba empañado. Durante el trayecto, Jacobo le preguntaba a Salomé, que si su pelo estaba bien, que si su cuello no estaba
doblado, que si sus zapatos estaban relucientes, que si su, que si su,
que si su… Salomé se limitaba a responderle, cual lora mojada, que
todo a la perfección, sin detenerse siquiera a mirar… le aterraba verlo
tan ensimismado en su apariencia. No quería seguir alimentándole el
ego, ese que le hacía creer que era primo hermano de Dios, cuando en
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realidad, y en su interior, solo revelaba su lastimada autoestima. Para
distraerlo de su propia fascinación, Salomé se le acercó tímidamente,
le besó suavemente sus labios y le susurró…
–Dame un fuerte abrazo, no sé qué me pasa pero esta noche me siento
débil, desprotegida… algo vulnerable.
– ¿Desprotegida? ¿Qué te pasa “baby”? No ves que tenemos una docena de escoltas alrededor– respondió Jacobo con tono de sobrado.
– No es a eso a lo que me refiero– dijo entre dientes, es mi alma la que
se siente débil– replicó en voz baja, ligeramente avergonzada.
–¿Tú qué? No seas loca, el alma es un órgano etéreo. Estás a mi lado,
y conmigo estás segura. Y deja la bobada, que nadie se dé cuenta que
andas perturbada. Sonríe, acuérdate que somos el centro de atención.
A Salomé el verbo impresionar le sabía a cacho. Era carismática por
naturaleza, por eso entendía que un verdadero líder impacta por lo
que es y no por lo que muestra. Al llegar, sintió que su corazón no le
daba tregua. El camino se le hizo eterno y el sentimiento de debilidad
le robaba cada centímetro de su piel. Cuando Jacobo le pidió que le
acomodara su corbatín de diseñador, Salomé, de aposta, se lo terminó de desarreglar. Pisaron la alfombra roja como dos celebridades de
Hollywood, a Jacobo sólo le faltaba firmar autógrafos, mientras que
Salomé se apoyaba para no tambalear.
Detrás de ellos venía Bárbara, una de las mejores amigas de Salomé,
alguien que conocía muy bien el significado de la palabra aparentar,
porque como no era le tocaba parecer. Llegaba en una limosina hummer rosada y se bajaba con su espectacular vestido de Dior, comprado
en sus últimas vacaciones en Milán. A Bárbara siempre le faltó el
centavo para el peso, es decir; era buena estudiante, pero no la mejor;
era popular, pero no la representante del salón, era de familia acomodada, pero no millonaria y de su físico, aunque podemos afirmar
que era bonita, su baja estatura, su pelo castaño promedio y sus ojos
cafés genéricos no la hacían resaltar entre la multitud. Odiaba pasar
desapercibida. No tenía con quién llegar esa noche y detestaba que
fuera Salomé, su mejor amiga, la que arribara con el mejor partido de
su colegio, así que tuvo de alternativa alquilar una limosina que de
estrafalaria, pasó a loba. Un mega carro al que le cabían alrededor de
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20 personas y en el que se encontraba más sola que un champiñón. Se
estaba resignando a tener por compañía a su soledad, y como no sabía
lidiar consigo misma, esa compañía, que le significaba todo porque no
tenía a nadie, le sabía amargo. Hizo mal sus cálculos, su empecinada
tendencia de cambiar más de tres veces su peinado porque su inseguridad no le permitía disfrutar de su apariencia en el espejo, la hizo llegar
tarde y no pudo restregarle su limosina a los demás; Jacobo y Salomé
ya habían arribado, y por ende todos los invitados disfrutaban del primer trago en el interior de la fiesta. Nadie la vio llegar. ¡Su esfuerzo
quedó en vano!
Del combo del North East, después de Bárbara ingresó Gabriela, la
otra mejor amiga de Salomé, y aunque pudo haberlo hecho en cualquiera de los lujosos carros de su papá lo hizo en transporte público.
Era la primera vez que tomaba el TransMilenio, pero más que aterrada
estaba conmocionada. Montarse en un bus que transporta más que a
personas a sardinas enlatadas, le pareció una aventura excitante. Lo
hizo para demostrarle a Robinson, su novio, que lo amaba y lo apoyaba a pesar de su condición social. Robinson era el hijo del profesor
de educación física y la secretaria de su colegio, un hombre con una
arrolladora belleza tipo latin lover. Parecía sacado de una telenovela
mexicana: piel morenita, pelo negro, facciones bruscas, cejas pobladas, manos de trabajador de campo y cuerpo esculpido. Irremediablemente sexy, como galán de barrio popular. Robinson sabía que su
beca representaba la única forma de hacer parte de un colegio que
pertenecía a un mundo inalcanzable. A pesar de llevar catorce años
en el plantel, solo hasta cuando logró conquistar a Gabriela se sintió
parte de él. Su amor le dio la seguridad para no volverse a creer menos
que nadie y para entender que un puñado de apellidos y unos ceros en
las cuentas bancarias no hacían rico el corazón de la gente. Su vida se
partía en antes y después de ella. Al lado de la niña de sus ojos creía
que tocaba el cielo con las manos y que su medida de amor era amarla
desmedidamente. Gabriela, que tuvo la desdicha de enamorarse de
unos cuantos cretinos, supo lo que significaba ser correspondida con
amor del bueno cuando besó a Robinson. Entendió que no existía
mayor fortaleza que tener a su lado a un hombre que proyectara en
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su dicha su propia felicidad. Por eso le demostraba su incondicionalidad y apoyaba su humilde descendencia. Aprendió a comer gallina
con la mano, a disfrutar del paseo de olla y a compartir los mejores
momentos en los que comprobaba que una costosa cuenta no era el
garante de ninguna diversión. A lo lejos se escuchaba la complicidad
de sus risas, demostrando que la felicidad es un estado pasajero de la
locura. Llegaban a la fiesta a pie, el bus los dejó cuatro cuadras abajo
y Gabriela, con tacones en mano, cola de caballo, sudada y agitada,
pero sublimemente realizada, demostró que su belleza no dependía de
ningún estilista; su hermoso pelo rubio, sus ojos miel, su nariz perfecta
y su boca de Angelina Jolie la hacían ver preciosa, y al percibirse amada, su alma andaba rozagante… brillante.
En el interior de la fiesta, el castillo dejaba su estilo rococó para incorporarse en el lounge, un ambiente chic en el que el minimalismo, la música chillout, las rosas pálidas y la simplicidad del mobiliario
blanco, le daban al evento un estatus de grandeza. No se sabía qué
habían más, si estudiantes o meseros que brotaban de todas las esquinas repartiendo martinis, ginebra Hendrick’s y champaña rosada.
Salomé vio a Gabriela y sintió que una parte de su alma se reponía, el
encontrarse con su mejor amiga se convertía en el alivio para olvidar
que todas las miradas penetraban sobre ella. Le dijo que no sabía qué
le pasaba, que se sentía angustiada, abrumada, desilusionada… Que
Jacobo se convertía en un extraño a quien debía vivir adulando y ella
una tonta sin fuerzas ni voluntad. Que su noviazgo era una forzada
amistad con escasos momentos eróticos y que sus sentimientos hacia
él deambulaban embolatados. Se regó en prosa, y empezó a quejarse y
a cuestionarse sobre un existencialismo que ni ella misma comprendía
y del que solo logró salir cuando vio que Bárbara cortó el círculo entre Salomé y Gabriela para incluirse dentro de sus amigas. En teoría
Bárbara era su otra mejor amiga; y en la práctica, una niña a quien su
sexto sentido le suplicaba que dejara a un lado. Siguiendo su instinto
cambió de tema y, fingiendo que nada pasaba, se reincorporó para
volver a asumir su rol de primera dama de la fiesta. No entendía qué
le pasaba, tener la zozobra a cuestas no era un sentimiento con el que
soliera lidiar. Se distinguía por ser una niña segura de sí misma, tran12
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quila y de las pocas, que a sus cortos 17 años, sabía lo que quería de la
vida. No se permitió prolongar ese estado de agonía absurda ¡Estaba
de fiesta! Y no duró toda la tarde en la peluquería para terminar maquillada de payasito abrumado. Así que para la quinta vez que escuchó “señorita quiere tomar algo” tomó una copa de champaña y con
un gesto de brindis consigo misma se lo tomó en fondo blanco. Jacobo
la miraba a lo lejos y no entendía qué pasaba… Salomé jamás tomaba
y menos se devoraba la copa en un solo sorbo como si fuera el primer
y único trago de la fiesta. Jacobo era un controlador por naturaleza,
por ello se acercó a Salomé para criticarle su forma de beber, a lo que
ella correspondió arrebatándole otra copa a un mesero, para repetir
su hazaña y dejar a Jacobo alegando solo, había llegado Emanuel y tenía unas ganas locas de saludarlo. Emanuel, el último en integrarse al
grupo de los del colegio North East, era el mejor amigo de Salomé; el
incondicional, el parcero, el todo terreno, el amigo del pueblo y, antes
que nada, el que andaba enamorado en secreto de ella. Llevaba años
en silencio soportando su amor entre pecho y espalda, la quería tanto
que en los momentos en que estaba cerca de ella literalmente sentía
que el cuerpo le dolía. Se declaraba perdedor de una guerra que ni
siquiera se sentía capaz de emprender: Salomé era la novia del mejor
partido del colegio, y él no podía hacer nada al respecto... Emanuel
también era muy apuesto, pero como no se lo creía no lo irradiaba. Era
alto, acuerpado y seductor. Hablaba pausado, con un tono de voz que
cautivaba, por momentos hechizaba. Su pelo era dorado con visos naturales y sus ojos poseían ese extraño color que es difícil de descifrar;
a veces se veían verdes, en ocasiones color miel y a ratos cafés. Su mayor fortaleza radicaba en su alma firme, su espíritu domado y su férreo
ímpetu. Adorar a Salomé se convertía en su dulce tormento y para los
que piensan que los mejores amigos de las mujeres no existen porque
siempre hay dobles intenciones, en este caso tienen razón. No podía
revelarle sus verdaderos sentimientos, aunque sí podía demostrarle su
inquebrantable amistad. Y al ser el hombre más divertido del salón,
Salomé descubrió que no hay nada más sexy que un hombre con el
que una mujer jamás tenga tiempo de aburrirse. Sacó maestría en ser
el bacán chistoso y en el enamorado secreto leal, por ello nunca la
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criticaba, de ningún modo la cuestionaba, en lo absoluto la rebatía…
él solo la divertía y la admiraba con ciega devoción.
Cuando el DJ dejó a un lado la música chillout para poner algo más
“trendy”, los ánimos de la fiesta empezaron a burbujear. Las luces incandescentes rebotaban en todas las paredes, el volumen retumbaba
en los pulmones, los vidrios ya se empezaban a empañar y el casting
era un manjar para cuanto muchacho ganoso acechaba en la fiesta.
Los estudiantes se empezaron a soltar, al calor del primer trago le seguía el primer baile y lo demás vendría por añadidura.
–Te aseguro que eres la mujer más hermosa del castillo – le dijo Robinson a Gabriela, mientras bailaban sintiéndose la única pareja del lugar
y se inclinaba para besarla suavemente.
Gabriela escuchaba el palpitar de su corazón acelerado, al mismo
tiempo que notaba sus mejillas acaloradas y se recriminaba porque le
apenaba que su cuerpo la delatara. Robinson podía escuchar la respiración de ella jadeante, mientras que su cuerpo también le jugaba
pasadas: percibía todos y cada uno de sus poros erizados y una corriente interna que le escalofriaba las entrañas. La abrazó como si con
sus brazos la poseyera, mientras que Gabriela apoyó su rostro sobre el
hombro de él y alzó su mirada para contemplar la belleza exótica del
hombre que la hacía sentir la mujer mejor amada del planeta. Entre
cortado, faltándole el aire, le respondió:
–Pues entonces estás ciego porque no has visto cuántas niñas divinas
hay por aquí.
–Si estoy ciego es porque mis ojos solo pueden registrarte a ti, –le respondió dulcemente. A partir de ese día, y para siempre, Gabriela sería
la niña de los ojos de Robinson, quien compensó su escasez económica
con su abundancia sentimental.
Por otro lado, Salomé reía a carcajadas con las ocurrencias de Emanuel, su mejor amigo. Miraba de reojo a su novio Jacobo que tenía a
su alrededor a un círculo de niñas haciéndole guardia y ensalzándole
su ego, mientras que él no movía ni un dedo por tener a su novia a
su lado, pero si le recriminaba el que no lo estuviera. Salomé tuvo la
tentación de acercársele para ahuyentar a las regaladas, sin embargo,
descubrió que al lado de Emanuel se encontraba cómoda. Se divertía
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de lo lindo escuchándolo imitar a cuanto personaje; por un lado, el
bando de los nerdos; por el otro, el de los populares; y finalmente, el
más patético de todos, el de los que siendo nerdos se creían populares.
Salomé no podía contener su risa, era tan intensa que el estómago le
dolía, mientras que Emanuel se sentía afortunado porque lograba que
su gran amor se divirtiera a su lado. Soñaba con acapararla, y así poder
contemplarla. Sabía que sus minutos estaban contados, no demoraba
en llegar Jacobo por ella para exhibirla, como si en vez de ser una niña
especial, tierna, sensible y hermosa, fuera su trofeo. Alfileres para su
corazón. Nuevamente el escuadrón de meseros hacía rondas, y a todas
estas Salomé perdió la cuenta de cuántas champañas burbujeaban en
su sangre, solo sabía que el sentimiento existencial que la agobió había
desaparecido por completo. Ojalá hubiera aprendido que el alcohol
solo anestesia los sentidos y que en su despertar los dimensiona cual
oasis angustioso al presentarse el poco deseable guayabo moral.
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