CONCURSO DE RELATOS CORTOS “EUGENIO ASENSIO” PRIMER PREMIO CATEGORÍA B Naomi Contreras Aragón C.C.E.E. “Reyes Católicos” . Bogotá. Colombia ELLA VENDRÁ ESTA NOCHE Ella vendrá esta noche. Allí la veo aparecer, envuelta en su capa gris para confundirse con las tinieblas. Se sienta bajo mi ventana, enciende su cigarrillo con un fósforo mojado y fuma echando el humo hacia arriba. La miro en silencio a través de los barrotes, apreciando en la oscuridad cada uno de los rincones de su cuerpo: su cara arrugada y marchita, su larga y greñuda cabellera blanca cayéndole sobre los hombros, sus manos alargadas de uñas amarillentas que alguna vez fueron bellas, su espalda encorvada, sus pies sucios. La miro porque, a pesar de que nadie estaría de acuerdo, para mí es la mujer más hermosa del mundo. Cuando he memorizado cada uno de sus rasgos, me hago sentir con un silbido bajo que se ha convertido en nuestra clave. Ella se da la vuelta al instante y me clava en el pecho la mirada dura de sus ojos vidriosos por el humo del tabaco. “Conque me estabas mirando” dice, poniendo una cara de enfado “¿Hace cuánto estás ahí parado?”. Pero al rato se le olvida que no le gusta que la espíe, que está enojada conmigo y que yo estoy al otro lado de la ventana, encerrado en una jaula. Se le olvida todo y me pregunta, solamente, “¿Qué quieres cantar hoy?” Debo confesar que antes no me gustaba la música, quizá porque no se me daba demasiado bien. Sin embargo ella, que fue intérprete en su juventud y tiene una voz hermosa, la trajo a mi ventana sin pedir permiso y la ha convertido en nuestra actividad favorita, nuestra única forma de querernos a través de estos barrotes. Me deja elegir la melodía, y, como desde que estoy en esta jaula perdí contacto con el mundo, nuestras noches siempre empiezan con alguna canción viejísima, que sonaba en todas las radios cuando yo era libre. Sin importar cuál sea, ella la conoce, se me une sin dificultad, y convierte el vejestorio en una melodía bastante respetable. No hay remedio: una vez que abre la boca, se me acaba la concentración, me desafino, y, finalmente, permanezco en silencio admirando el milagro su voz. Cuando ella se da cuenta, protesta, yo saco la típica excusa de que el vidrio no me deja oír bien, y le pido que suba el tono. Entonces se produce el verdadero prodigio, su voz se despliega de pronto, volviéndose casi tangible, retumban el piso y las paredes, se me eriza la piel. Durante el tiempo que dura, la mendiga se apropia de una voz ajena y vuelve a ser durante algunos instantes, la chica hermosa que conquistó tantos escenarios. Pero una luz se enciende en la casa del lado, una voz adormilada protesta por la bulla y amenaza con llamar a la policía. La melodía cesa, la artista se acorrala contra una pared para no ser descubierta, y, cuando el peligro desaparece, ya no vuelve a cantar. En ese punto suelo enfurecerme, y maldecir en silencio a los vecinos, que, si se enteran de que ella viene, no dudarían en informar a mis amos para que alejen la jaula de la ventana. Ella nota mi mal humor, pero, como siempre tiene un as bajo la manga, se dedica durante un rato a entretenerme con historias de su barrio, un hueco oscuro y olvidado, donde las personas se reúnen alrededor de las hogueras a entretener el pasar del tiempo oliendo el contenido de unas botellas de pegante amarillo. Sé, por mis amos, que la gente cree locas a aquellas personas y que las evitan, porque las consideran asesinas y ladronas en potencia. Pueden hablar cuanto quieran, pero yo conozco bien a mi chica y sé que, a pesar de que ella es también adicta al famoso pegante, no le haría daño a nadie. Después de contarme muchas cosas sobre ella y sus compinches, dedicamos el resto de la noche a fantasear sobre lo que haremos cuando mis amos me suelten. “Es una lástima que te hayan mutilado los brazos” dice ella, sin ningún tipo de tacto “Si todavía los tuvieras podríamos viajar abrazados por todo el mundo” Planeamos mudarnos, empezar una nueva vida en una casita alejada de la ciudad, y envejecer y morir juntos porque, por cuestiones que no podemos remediar, jamás podremos tener hijos. El tiempo y las noches se nos van en charlas y cantos nocturnos, y el amanecer nos obliga a despedirnos. Siempre que la veo levantarse a la luz de los primeros soles me pregunto si la volveré a ver, si de golpe no prefiere a otro en vez de a mí, si no la matarán sus vecinos en el barrio de las hogueras por alguna disputa de drogadictos. Pero ella me tranquiliza, se levanta lentamente, tentando al destino, y deja que la luz le inunde la cara de abuela. Se vuelve hacia la ventana, me mira nuevamente con sus ojos de vidrio mágico y promete, con su voz más dulce: “Volveré mañana, a la misma hora” Y yo le creo, ¿cómo no voy a creerle, siendo ella todo lo que me importa en el mundo? Y es cierto que no somos dueños de nuestro destino, que cada canción podría ser la última, pero nosotros no pensamos en eso. Nos conformamos con existir, ella en su prisión de pegamento y yo en mi jaula física de hierro. Sólo cuando estamos juntos somos libres. “Mañana vendré y cantaremos” me repite. “Si quieres les pregunto a mis amigos de alguna buena canción que conozcan”. Yo asiento y sacudo la cabeza para despedirme, esperando que ella sepa perdonar lo tacaño del gesto, pero sabe que, si no me hubieran mutilado, la saludaría con los dos brazos abiertos. La veo alejarse en las tinieblas, eternamente embozada en su capa sucia. Ha pasado otra noche y no nos han descubierto. No deberíamos vernos, no deberíamos querernos, está todo mal, es contra natura. Pero eso no nos importa, porque sabemos que, aunque no seamos correctos, al menos somos originales. ¿Quién ha oído alguna vez hablar sobre los amores de una mendiga y un canario?