Las Tres Ciudades de Émile Zola

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CABARET VOLTAIRE
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www.cabaretvoltaire.es
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Lourdes
ISBN 978-84-937643-5-7
640 páginas. PVP 23.95
Roma
ISBN 978-84-936648-7-9
816 páginas. PVP 29.95
París
ISBN 978-84-935185-7-8
608 páginas. PVP 23.95
Las Tres Ciudades de Émile Zola
Cansado de la serie de Les Rougon-Macquart, Zola acometió con entusiasmo un
nuevo proyecto que le ocuparía ocho años de su vida, de 1891 a 1898, y que se plasmaría en la trilogía Las tres ciudades (Les Trois Villes), de corte más idealista que Les
Rougon y portadora de un mensaje social directo. Así, en 1894, publicaba la primera
parte del tríptico, Lourdes, a la que seguirían, Roma, en 1896, y París, en 1898.
Las tres novelas, independientes entre sí, seguían el itinerario espiritual de un héroe
único, Pierre Froment, en quien pugnaban la sangre de un padre, ilustre químico, y
la de una madre devota —imagen del combate que en ese final de siglo enfrentaba a
la ciencia con la cada vez más patente renovación mística—. Obra de denuncia, pero
de corte más esperanzado que Les Rougon-Macquart, Las tres ciudades marca el itinerario de la Humanidad hacia mayores cotas de progreso, verdad y felicidad.
Tras la publicación de Lourdes y Roma, la obra de Zola entera (opera omnia) fue
inscrita en el Índice por un decreto del Vaticano.
Cabaret Voltaire las presenta ahora en su versión íntegra.
Lourdes
ISBN 978-84-937643-5-7
640 páginas. PVP 23.95
Zola emprende con entusiasmo en 1891 un nuevo proyecto: Lourdes, primera
novela de la trilogía Las tres ciudades, que completan Roma y París. Un mismo hilo
conductor las une: la crisis de fe del abate Pierre Froment, y por extensión el eterno
conflicto entre ciencia y religión que marcó el origen de la sociedad moderna a finales
del siglo XIX. Lourdes constituye un testimonio incomparable del peregrinaje al sur de
Francia, en el que la «masa» cobra una dimensión abstracta, con alma propia más allá
del hombre, hacia el misticismo, la fe, el dolor y la esperanza humana. En una época
donde impera el positivismo y la razón, Zola da una oportunidad a la ilusión y la
mentira, al milagro como sustento del sufrimiento.
La idea de Lourdes como punto de arranque de un nuevo proyecto alejado de Les RougonMacquart surgió en septiembre de 1891, con ocasión de un viaje a los Pirineos franceses.
Lourdes era una gran ciudad de peregrinaje que continuamente atraía a gente de toda
condición. Movido por este fenómeno religioso, se desplazó hasta allí. La visita sin duda
le produjo un gran impacto, hasta el punto de encontrar una veta de inspiración magnífica
para una próxima novela. De hecho, en marzo de 1892, declaraba en casa de unos amigos
parisinos: «Reconozco que quedé sorprendido y estupefacto por el espectáculo de ese mundo
de creyentes iluminados y no estaría mal escribir un libro acerca de ese resurgir de la fe».
Algunos meses más tarde, se unió al peregrinaje nacional a Lourdes organizado desde París,
con la intención de documentarse in situ. Día tras día fue tomando abundantes notas sobre
el viaje y la vida de los peregrinos, con el propósito de describir el «movimiento de almas»
que inspiraría la novela, convirtiéndola en el ideal naturalista con carácter irremplazable de
documento.
Lourdes, independientemente de la denuncia del sórdido comercio organizado por los
mercaderes, dispuestos siempre a aprovecharse de la buena fe, es una profunda meditación
sobre el sufrimiento humano en toda su intensidad. Zola, sensible a la miseria humana,
se interroga sobre la respuesta que trata de aportarle la fe religiosa: «Mi punto de partida
—escribe al crítico Van Santen Kolff— es el examen de esa tentativa de fe ciega en medio
del cansancio de este fin de siglo. Hay reacción contra la ciencia y es un intento de retorno
a la creencia del siglo X, a esa creencia de los niños que se arrodillan y rezan, sin previo
examen. Imagine a los miserables enfermos a quienes los médicos han abandonado: no se
resignan, apelan a un poder divino, imploran para que éste les cure, contra las propias leyes de la naturaleza. Tal es el llamamiento al milagro. Y, yendo más allá, mi opinión es que
la humanidad es hoy día una enferma que la ciencia parece condenar y que se arroja a la fe
en el milagro por pura necesidad de consuelo».
Testigo de las intrigas religiosas o mundanas que se urden alrededor de él, espectador de la animación de la ciudad y narrador de la historia de Bernadette, Pierre Froment
aparece como un doble del escritor-reportero que es Zola. Este último había pensado en
principio poner a un médico en el centro de su intriga; pero al final llegó a la conclusión
de que un sacerdote le permitiría dramatizar de una manera más convincente el problema
de la fe. Persona de múltiples cualidades, en busca de un destino, Pierre Froment podrá
así convertirse en el hilo conductor de la trilogía de Las tres ciudades que proyectaba construir. Veamos el primer retrato que plasma de él en el «Esbozo» de la novela: «Imaginemos
—escribe— a un joven sacerdote, de treinta y dos años, que pierde la fe, pero que no se lo
confiesa a nadie. Se esfuerza por creer, pero en vano. Como no quiere escandalizar, continúa, en su pequeña parroquia de París, haciendo su oficio de cura, muy correctamente,
pero desgarrado por las dudas. ¿Qué tendría que hacer? Incapaz de saberlo, busca y busca.
¿Colgar los hábitos, irse lejos, casarse, tener hijos y trabajar la tierra? Lo haría con ganas,
pero la educación recibida en el seminario obra en él y, además, es un poco apóstol». Al
final, optará por acompañar a Lourdes a una amiga de infancia, Marie de Guersaint, paralítica como consecuencia de una caída del caballo, de la que se separó al entrar en el seminario. Cinco días de peregrinaje revelarán a Pierre la explotación sistemática y vergonzosa, por parte de los comerciantes, los hosteleros y parte del clero, de la necesidad de ilusión
consoladora que mueve hacia la gruta a aquellos que sufren. Y, aunque Marie recobra el
uso de sus piernas —en lo que, según parece, no es sino el efecto de un shock psicológico—, Pierre volverá igual de escéptico. Su meditación acerca del porvenir de la religión
católica le llevará, no obstante, al convencimiento de la necesidad de crear una religión
nueva capaz de colmar la esperanza de los hombres de hoy.
Paralelamente a la intriga principal, Zola se esforzó por multiplicar los personajes
secundarios, que corresponden todos a tipos precisos: enfermos, sacerdotes, religiosas,
caracteres mundanos, gentes de buena fe, embarcados en la vasta operación de caridad
organizada que representa Lourdes. Contrariamente a esa proliferación de personajes, el
tiempo y el espacio son excepcionalmente restringidos. El marco narrativo que ofrece la
sucesión de las cinco jornadas del peregrinaje, el desplazamiento de los hechos sobre un
número limitado de escenas (el tren, el hospital, la gruta), el entrecruzamiento de las intrigas, de los discursos y de los sueños —en medio del coro de los enfermos que continuamente se quejan de sus sufrimientos— hacen que el libro se asemeje a los típicos dramas
simbolistas de finales del siglo XIX. De ese modo, Zola gesta una nueva estética novelesca,
más teatral que la de Les Rougon-Macquart, que sitúa la intriga en segundo plano y prefiere
las masas a los individuos.
Ideado, pues, en septiembre de 1891, el proyecto del libro adquiriría consistencia con
ocasión de la segunda estancia en Lourdes de Zola, entre el 18 de agosto y el 1 de septiembre de 1892. El novelista anota entonces sus observaciones en un diario de viaje
muy detallado, que titula «Mi viaje a Lourdes». El manuscrito no lo comenzó hasta el 5
de octubre de 1893, una vez publicado El doctor Pascal —novela que ponía el punto y final
al dilatado ciclo de Les Rougon-Macquart—, y tras casi nueve meses de trabajo, lo concluía
el 21 de junio de 1894. Previamente, Lourdes había empezado a editarse por entregas en el
Gil Blas el 15 de abril. La novela, finalmente, veía la luz el 25 de julio de ese mismo año en
Charpentier y Fasquelle.
El prologuista
Juan Bravo Castillo es catedrático de Filología Francesa en la Universidad de
Castilla-La Mancha y Director de la Revista Barcarola. Desde hace años viene alternando
su vocación docente con la investigación, la traducción, la crítica literaria y la creatividad.
Como crítico es coautor, con Javier del Prado y María Dolores Picazo, del libro Autobiografía y modernidad literaria (UCLM, 1994), y autor de las monografías Jean-Paul Sartre (Síntesis, 2005) y En torno a Stendhal (Nausícaä, 2007). En 2003, en la editorial Cátedra, publicó
asimismo Grandes hitos de la historia de la novela euroamericana (desde los inicios hasta el siglo
XIX), que es el primero de los tres volúmenes de que constará la obra. Ha traducido a numerosos autores, sobresaliendo sus ediciones de Stendhal, Flaubert, Maupassant, Laforgue,
Molière, Alain-Fournier y Lévi-Strauss. Es asimismo «Chevalier dans l´Ordre des Palmes
Académiques» y Correspondant en España de la revista L´Année stendhalienne.
Para Cabaret Voltaire ha prologado la serie Las tres ciudades (Lourdes, Roma, París) y ha
traducido Recuerdos de egotismo de Stendhal.
Roma
ISBN 978-84-936648-7-9
816 páginas. PVP 23.95
Roma es un testimonio original e incomparable de la Italia de finales del XIX.
Zola se sirve del protagonista, Pierre Froment, para mostrarnos las múltiples facetas
de Roma, ciudad del arte, laberinto de intrigas, de odios y de ambiciones de toda
índole, mundo en el que impera lo venal y la pompa, habitado desde hace siglos
por dos sociedades que conviven juntas, el mundo blanco y el mundo negro. Zola
utilizó para documentarse el diario de su estancia en Roma en 1894, unos cuatrocientos folios de anotaciones recogidas día a día, y las más de mil páginas de apuntes
sobre la ciudad, extraídas de unos trescientos volúmenes sobre Italia y el Papado.
En palabras del propio Zola: «Jamás me vi abrumado por tantos documentos, notas
e impresiones personales. Todo un océano de información». Todo ello otorga a la
novela un sello de innegable autenticidad.
Zola llegó a Roma el 31 de octubre de 1894 junto a su esposa y permaneció hasta el 4
de diciembre del mismo año. Treinta y cuatro días en los que se entrevistaría con multitud
de personalidades: el primer ministro italiano Crispi, el rey Umberto I, la reina Margherita,
ministros, políticos, gentes de mundo, periodistas, artistas. Antes de su regreso a Francia a
mediados de diciembre, realizarían un breve periplo por Florencia, Venecia y Milán. Concluido el plan de su obra, Zola iniciaba el 2 de abril de 1895 el manuscrito de lo que, a la
postre, sería Roma, libro en el que trabajó intensamente once meses hasta concluirlo el 11
de marzo de 1896. Como en el caso de Lourdes, Roma empezó a aparecer por entregas en
Le Journal —a partir del 21 de diciembre de 1895—, y, casi al mismo tiempo, en La Tribuna
de Roma. El volumen correspondiente veía la luz el 8 de mayo de 1896 en Charpentier y
Fasquelle.
El protagonista de la novela seguía siendo, lógicamente, Pierre Froment que, sublevado por la abominable miseria social contra la que no hay caridad que valga, escribe La
Rome nouvelle, libro en el que plasma su pensamiento social avanzado: era preciso, en su
opinión, que la Iglesia, que desde tiempo atrás se había erigido en el apoyo de los ricos y de
los privilegiados, asumiera un verdadero giro social. Y con el objetivo de defender su obra
ante las autoridades eclesiásticas —como hiciera el propio Zola con Lourdes—, parte hacia
Roma. Pero allí choca frontalmente con el Vaticano, laberinto de intrigas, de odios y de
ambiciones, que llegan hasta el crimen, mundo de la venalidad y de la pompa, con un Papa
que termina por recibirlo deprisa y corriendo, tras semanas de espera, pero que se muestra
refractario a todo cambio. La Rome nouvelle será condenada por la Iglesia, y Pierre regresará
a Francia convencido de la quiebra de la religión y de la caridad.
El libro, ya acabado, reproducía el ritmo de la estancia de Zola en la capital italiana.
Más aún que lo que veíamos en Lourdes, la nota imperante aquí es el tipo de novela-reportaje, que puede seducir o irritar, según el caso. En efecto, habrá lectores que se sientan
un tanto fatigados por las largas descripciones que Zola se complace en acumular, monumento tras monumento. Pero habrá, sin duda, otros que se dejarán fascinar, con tal de que
acepten dejarse llevar por la mano del narrador, y ver en la novela la posibilidad de descubrir —como en una hermosa guía turística— una Roma desconocida, tal y como era hace
cien años, poco antes de la Primera Guerra Mundial y la llegada del fascismo.
Espectador del esplendor romano, Zola propone asimismo un análisis histórico y político. Roma le parece una capital construida demasiado deprisa, sin base social real, poco
segura de su porvenir. Zola se complace en subrayar las contradicciones que debe afrontar
la ciudad, desgarrada entre el recuerdo de un pasado glorioso y las realidades económicas
del mundo moderno, en el que se elaboran las estructuras de la joven República italiana.
Como no podía ser de otro modo, Roma suscitó reacciones airadas en los medios
católicos. La crítica italiana —que esperaba otra cosa de Zola, tras un viaje sobre el cual
la prensa había vertido ríos de tinta—, quedó bastante decepcionada por la visión negativa que el francés ofrecía de Roma. Por su parte, la crítica francesa, aun reconociendo el
esfuerzo de análisis consumado, se mostró un tanto desconcertada por aquel libro prolijo,
barroco y a veces portentoso; guía de viaje disfrazada de novela. Los hubo que incluso
hablaron de «compilación hecha deprisa y corriendo». Hoy día, sin embargo, con el paso
de los años, existe unanimidad a la hora de ver en este libro una summa, que se sitúa entre
los mejores testimonios de la época sobre el gran debate abierto entre el cristianismo y la
democracia.
París
ISBN 978-84-935185-7-8
608 páginas. PVP 23.95
«París es un estudio humano y social de la gran ciudad. En el marco dramático
de una conmovedora historia de ayer y de hoy, se agitan la inmensa muchedumbre,
los dichosos y los hambrientos, todos los mundos: el mundo del trabajo manual, el
mundo del trabajo intelectual, el mundo de la política, el mundo de las finanzas,
el mundo de los ociosos y del placer. Todo ello en un París, centro de los pueblos,
ciudad civilizadora, iniciadora y liberadora.» Así redactaba el propio Zola el anuncio
promocional de este inmenso drama social, publicado en 1898, crónica exacta y animada de la sociedad francesa de finales del XIX. Un fresco del París moderno, de
sus lugares, de sus mundos, un himno a la ville-lumière, reina del universo y creadora
del porvenir.
Lourdes y Roma representaban para Pierre Froment sendas experiencias fallidas. En
Lourdes, Pierre había intentado reanimar su desfalleciente fe en contacto con el fervor
arcaico y poderoso de las muchedumbres ávidas de milagros. En Roma, se había preguntado si un catolicismo renovado, inspirado por el espíritu de caridad evangélica, sería capaz
de aportar una solución a las miserias sociales y morales de final del siglo. Doble decepción; doble fracaso. Al principio de lo que será la tercera y última parte del tríptico de Las
tres ciudades, Pierre, de vuelta en París, es un hombre sin esperanza y sin fe, un «sepulcro
vacío». Algo muy dentro de sí, sin embargo, le dice que esa ciudad abocada al porvenir
—Lourdes y Roma eran el pasado, un mundo a contracorriente—, pese a sus taras, ofrece
posibilidades de redención. Pero, ¿cómo organizar una sociedad más justa, al tiempo que
se despliega, frente a una miseria atroz, una riqueza insolente y libertina, y en tanto que
la política no es más que una «sucia cocina»? Tal es la apremiante pregunta que se hace
Pierre. Las soluciones propuestas por anarquistas y colectivistas le parecen atroces y contra
natura. Sólo la ciencia es garantía de progreso: «¡Sólo la ciencia es revolucionaria; ella es la
única que, por encima de los pobres acontecimientos políticos, la agitación vana de los sectarios y los ambiciosos de turno, trabaja por la humanidad del futuro, prepara la verdad, la
justicia, la paz…!». Al final, Pierre colgará definitivamente los hábitos y hallará la felicidad
casándose con Marie, que representa, en su ateísmo tranquilo, la vida sana y fecunda.
La Francia de la que habla París es la de los años 1892-1894, marcada por los escándalos parlamentarios, concretamente por el escándalo de Panamá —la compra de votos
y de conciencias por una compañía financiera—. Una Francia sacudida por los atentados
anarquistas, como el de Ravachol, que puso una bomba en un restaurante, o el de Vaillant
—que sirve de modelo al personaje de Salvat—, el cual arrojó otro explosivo en la sala de
sesiones del Palais-Bourbon. Los dos serían guillotinados el 10 de julio de 1892 y el 5 de
febrero de 1894, respectivamente. Esta Francia que aquí nos presenta Zola es ya la Francia
del affaire Dreyfus.
La intriga de París lleva al lector por todos los ambientes sociales de la capital, desde
los bajos fondos desbordantes de miseria al mundo de la gran burguesía, representado por
el banquero Duvillard y el círculo de depravados que le rodea. Reunidos, pues, en una misma ficción, encontramos así a los ricos y a los pobres de Germinal, a los disolutos de Nana,
a los incestuosos de La Curée, a los corruptos de La Fortune des Rougon o a los agiotistas de
L’Argent. El interés máximo de la novela reside en la fusión de todos estos motivos anteriores. Lo que aparecía construido progresivamente en las novelas anteriores, aquí se nos
da desde el principio. Los personajes no evolucionan. Zola trata únicamente de asociarlos
para multiplicar los contrastes y ofrecer así un análisis completo de las contradicciones sociales. El polemista que fue siempre no se dejó ablandar por el tiempo, más bien lo contrario; de ahí que su denuncia de las taras sociales sea aquí más virulenta que nunca.
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