Blancanieves ya estaba un poco harta de cuidar a

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Este cuento, dentro de un cuento, ha sido inspirado por el lema de la campaña de este
año y escrito como aportación a la SAME 2011 por Maite Segura Corretgé, profesora
de Filosofía del IES ZIZUR BHI de Zizur (Navarra). Lo he titulado:
“La sopa de Blancanieves”
Blancanieves estaba ya un poco harta de tanto cuidar a los enanitos, aburrida de
cocinar cada día para ellos, limpiar todos los rincones de la cabaña, remendarles la
ropa, hacer la colada y tener que planchar enormes montañas de pequeñas prendas
que, multiplicadas por siete, se volvían interminables.
-La mina ensucia mucho- le decían- … y tú lo dejas todo tan blanco… como tu propio
nombre…- destacaban engolando la voz.
-Además… zurces tan bien…- le adulaban.
-Y no digamos nada de lo bien que guisas…- añadían, a la vez que se relamían de
gusto, anticipándose a la sabrosa sopa de la cena.
Había empezado a cansarse de tanta rutina diaria y de tan duro y extenuante
trabajo, pero sobre todo, lo que más la agotaba era pensar en su propia existencia, tan
anodina, tan limitada, sin apenas horizontes ni perspectivas de futuro, circunscrita al
pequeño territorio de la cabaña que a estas alturas de su historia conocía demasiado
bien en todos sus rincones, de tanto pasarles el plumero y la fregona.
No, no es que ella fuera una desagradecida, ni mucho menos, era totalmente
consciente de que aquellos siete pequeñajos le habían salvado la vida acogiéndola y
escondiéndola en su casa y, por ello mismo, debía corresponderles. Además estaba
convencida de que, a su manera, todos ellos la querían, reconocían su labor y sus
halagos eran sinceros.
También ella sentía un especial cariño fraternal por sus diminutos benefactores,
pero, a la vez, conocía por experiencia propia que algunos abrazos, aunque sean
bienintencionados llegan a oprimir demasiado y ni dejan respirar ni permiten crecer.
Esta sensación de ahogo afectivo ya la había sentido con anterioridad al poco de
enviudar su querido padre y ahora, de nuevo, se le volvía a presentar con renovada
fuerza.
Ella, cada día que pasaba, le daba vueltas y más vueltas al asunto y sentía
inmensas ganas de huir de la monotonía de la cabaña y emprender un nuevo rumbo,
lejos del bosque. Era demasiado joven para renunciar a su propia vida, una vida
apenas vivida. Tenía demasiados proyectos por hacer, muchos planes que realizar y
numerosos sueños que cumplir.
Uno de los más acuciantes era acudir a la escuela y, de forma urgente, aprender a
leer y a escribir porque, aunque cueste creerlo y en ninguna de las versiones
tradicionales de este cuento se mencione, Blancanieves, aunque princesa por cuna y
linaje, era, como la inmensa mayoría de las niñas de su época, totalmente analfabeta.
Su madre, muerta prematuramente siendo ella muy pequeña, había sido muy
avanzada para su tiempo, como prácticamente lo son todas las madres del mundo, y
había decidido matricularla por su cuenta en la Escuela Pública Comarcal del Reino
para que recibiera una sólida formación sin distingos de clases sociales. Pero su
padre, que estaba chapado a la antigua y no acababa de ver esa importancia que su
bienamada primera esposa otorgaba a la educación en las niñas (¡total para casarse
después!), sumido además en una profunda depresión postviudedad sin diagnosticar,
mantuvo a su hija a su lado, cuidándola y sobreprotegiéndola pensando (como
muchos buenos pero equivocados padres solían hacer) en que ella, pasado el tiempo,
le cuidara a él , puesto que estaba convencido de que eso era lo que todas las buenas
hijas de todos los tiempos, sean o no princesas, hacen, han hecho y deberán seguir
haciendo, generación tras generación.
Respecto a todo lo acontecido en palacio a partir de la envidia que el despertar de
la belleza de Blancanieves suscitaba en la nueva reina y que fue absolutamente
determinante de su fatal destino y abandono en el bosque, como ya lo conocemos no
precisa que volvamos a contarlo, por lo que retomaremos la historia en donde la
habíamos dejado para conocer aquello que hasta ahora nadie había narrado.
Habían transcurrido varias semanas, tal vez unos cuantos meses o incluso puede
que algún que otro año desde que la recogieran moribunda y exhausta. Sin relojes ni
calendarios era difícil saberlo con exactitud. Durante largas jornadas la habían cuidado
y mimado con esmero hasta que pudo recuperar la tersura nívea de su piel y el color
sonrosado de sus hermosas mejillas.
El tiempo, en la cabaña del bosque, transcurría plácido sin sobresaltos ni
preocupaciones, pero sin futuro. Día tras día, a la vez que realizaba cuidadosamente
las diferentes faenas domésticas asignadas, se preguntaba qué iba a ser de su vida.
¡Cuánto echaba de menos las dulces y sabias palabras de su madre!:
-¡Que no te cuenten cuentos: la educación de las niñas y de las mujeres no es ningún
cuento!
-¡No hay que sentarse pasivamente a esperar a ningún príncipe, por muy azul que
sea!
Blancanieves musitaba suspirando:
-¡Si supiera leer y escribir… descifraría esas palabras que sólo son garabatos sin
sentido para mí…
…comprendería lo que pone en los papeles que el viento arrastra…vería en ellos algo
más que complicados jeroglíficos de extrañas figuras…
…podría interpretar mapas, saber dónde me encuentro en este enmarañado bosque y
lograría salir de este frondoso laberinto.
Pero consciente de su realidad y de que no estaba en situación de acudir a la
escuela como hubiese deseado, ideó una estrategia de aprendizaje que, poquito a
poco, sorbito a sorbito, daría sus buenos resultados.
La cabaña de los enanitos era, como es lógico suponer, de reducidas dimensiones.
Estaba funcionalmente organizada para la vida austera y sencilla de sus moradores,
por lo que sólo disponía de lo estrictamente necesario para lo más básico: comer,
asearse y descansar.
Su decoración minimalista carecía de objetos superfluos y extravagancias de
ningún tipo. No había cuadros, ni adornos, solamente un par de baldas adornaban la
pared. Una contenía los cacharros y utensilios de cocina y la otra, a modo de reducida
biblioteca, amontonaba unos cuantos manuales de instrucciones sobre herramientas
de la mina con sugerentes títulos:
“Cómo usar el pico y la pala con eficacia”, “Técnicas elementales del manejo de la
carretilla”, “La importancia del casco” y algún otro título similar.
Cada noche, después de cenar, Blancanieves, manifestando un súbito interés por
la minería, pedía a sus anfitriones que le leyeran despacito, alguno de esos manuales
y escribieran las palabras correspondientes para que ella las identificara y las pudiera
reproducir, a lo que los enanitos respondían de muy buen agrado, haciéndose los
interesantes y entendidos en la materia:
- “la pe con la a hace pa, la ele con la a hace la y las dos juntas hacen pa - la”
- “la ce con la a… ca, la erre con la e… re (pero, ojito, en medio de palabra se escribe
dos veces, le decían), la te con la i… ti, la ele doble con la a… lla y si juntamos todas
las sílabas… ca – rre – ti - lla”.
Muy pronto aprendió a descifrar todo el vocabulario minero y como se le quedaba
muy corto y escaso para reflejar la inmensa realidad restante, aprovechando sus dotes
de buena cocinera y el insaciable apetito que los enanitos presentaban a la hora de la
cena después de una larga jornada de trabajo, noche tras noche, cena tras cena les
preparaba una sabrosa y suculenta sopa de letras, a la que pronto bautizaron como
sopa ilustrada.
El caldo era lo de menos, unas veces de verduras, otras de hierbas aromáticas, o
con un poco de carne para dar más sabor. Lo realmente importante era la pasta que
contenía, convertida en el ingrediente principal de la sopa: ni fideos finos, ni fideos
gruesos, ni con forma de estrellas ni pelotitas, letras, letras y más letras, siempre
letras.
De esta manera, a modo de juego, consumían cuencos repletos de vocales y
consonantes y, mientras sorbían, formaban en la superficie del plato primero palabras
sencillas, luego algunas frases breves y más tarde largas oraciones con sus
correspondientes subordinadas y todo.
Así, párrafo tras párrafo, cazo tras cazo, mientras el caldo iba desapareciendo de
los cuencos y platos, éstos se transformaban en verdaderos cuadernos de apetitosas
grafías comestibles de pasta para sopa.
Una noche sí y otra también, entre sopa y lectura, cucharada y digestión,
Blancanieves comprendió que ya había adquirido la suficiente competencia lingüística
y comprensión lectora que necesitaba para aventurarse a vivir su propia vida de la
manera soñada.
Ahora se sentía segura de sí misma y de la decisión que iba a tomar. Por eso,
aquella última noche, preparó la cena con mayor esmero que nunca, repasó bien el
brillo de los cubiertos, extendió el mantel recién planchado y dobló con mimo cada una
de las siete servilletas.
Por último, sirvió delicadamente y sin derramar ni una sola gota, la humeante y
exquisita sopa ilustrada que tanto había alimentado su estómago y su espíritu, dejando
los siete cuencos tan repletos que estaban a punto de desbordarse. Las siete raciones
servidas le sirvieron para escribir su despedida:
¡Gracias por todo!
¡Volveré a visitaros cuando complete mi educación!
¡Un abrazo, o mejor que uno, siete!
¡Y qué aproveche la sopa!
Blancanieves
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