J. J. Merelo

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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
La
Cuarta
Taifa
J. J. Merelo
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
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“Igual que todo el mundo recuerda dónde estaba y qué hacía cuando el primer hombre puso el
pié en Marte, os sugiero que miréis a vuestro alrededor, porque querréis recordar lo mismo cuando
escuchéis lo que voy a deciros.”
Evaristo Serrano miró a su alrededor. Eran las siete y cinco de la mañana, y él estaba
desayunando una tostada de aceite en el comedor de su casa y mirando el televisor. Se acababa de
levantar, se había duchado, mirado al espejo. Tenía unas pocas más canas en la barba, y la
superficie sin pelo de su frente iba avanzando inexorablemente hacia la coronilla. Un poco como
siempre, pero quizá el quedarse hasta las tantas la noche anterior viendo los resultados de las
elecciones granadinas no había ayudado. Cuando se acostó, el PZI, Partío Zirí por la Independencia,
aventajaba al PLAO, Partido Liberal de Andalucía Oriental, por casi 4 puntos. Así que, como estaba
ya todo el pescado vendío, se acostó. Seis horas más tarde, se encontró con esto.
En la tele, Conrado Templeton le miraba desde sus gafas redondas de concha, con las manos
apoyadas en la baranda del balcón de la sede de su partido, que estaba en la calle San Antón,
aunque el balcón propiamente dicho se abría sobre la calle Agustina de Aragón, justo encima de la
placeta que dejaba el principio de la Acequia Gorda. La imagen cambió brevemente para enfocar la
placeta, llena de gente, banderas rojas y verdes, confettis, serpentinas, matasuegras, tambores
pancartas “Conrado, te queremos”, “Granada, una, grande y libre”, “Pan para todos”, “El Granada,
campeón”. Un poco como durante las campanadas de fin de año, pero sin campanadas, sin Plaza del
Carmen, y sin fin de año, porque la fecha era el 8 de marzo, o mejor dicho, la noche entre el 8 y el 9
de marzo del 2026.
Evaristo siguió mirando el salón de su casa, que no era rectangular, sino con forma de L; lo sería
si no estuviera el espacio correspondiente al baño justamente a su derecha. El arquitecto nunca lo
reconocería, pero se le había olvidado poner cuartos de baño en todos los “B” del bloque; hasta que
el aparejador se lo hizo notar, no se había dado cuenta, y entonces sólo se pudo poner un baño
quitándole espacio a una de las habitaciones y al salón. Evaristo sólo sabía que eso le dejaba un
entrante entre la pared trasera del aseo y el balcón, donde o se ponía una maceta con un poto, una
armadura o una librería. Su mujer y él habían optado por la librería, que estaba ahora ocupada por
libros médicos de Vanessa y tomos encuadernados de Policía Profesional de Evaristo. A su
izquierda había también, enmarcada, una foto de la boda; Vanessa, guapísima, con un largo velo de
tul, y un traje de seda de shantung, él con su uniforme de gala, que había adquirido unos días antes,
y su niño, Alan, que había estado quieto el tiempo suficiente para hacerle la foto. Un tanto más
alejado de donde se encontraba Evaristo había una foto de Vanessa con su hermano, Jerónimo, el
día que éste se graduó en telecos en la Politécnica de Madrid, hacía siete años de aquello; Jero
todavía tenía pelo; y Vanessa estaba tan guapa como ahora. El mobiliario incluía una mesita baja de
formica, un sofá de tapicería inédita, porque estaba cubierto por una jarapa de la Alpujarra, y un
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sillón primo hermano de aquél. Evaristo estaba en ese preciso instante sentado en el sillón. Poco
más había en la habitación: en la mesa baja unas cuantas revistas mostraban sus páginas interiores,
en la pared compartida con el cuarto de baño, un almanaque de la Caja de Ahorros del año 2026
donde Vanessa había marcado en rojo una fecha cada mes, un bloque televisor/reproductor de video
y unos cuantos CDs de video fuera de sus cajas, y cajas desprovistas de sus CDs. Evaristo volvió la
cabeza a la televisión otra vez, convencido de que recordaría que estaba en el salón de su casa, si
alguien le preguntara, más adelante.
Conrado Templeton, que vestía una camisa de seda cruda sin cuello, y un pantalón y una
chaqueta de color crema, siguió, señalando al cielo con un dedo:
“Porque todo el mundo recordará, que, efectivo al día de hoy, Granada y su vega, que lo escuche
Europa, el mundo y el Universo entero”, hizo una pequeña pausa, para aumentar el efecto de lo que
iba a decir, “¡se declara independiente!”. Los turiferarios que lo acompañaban en el balcón de la
sede del Partido prorrumpieron en aplausos. La placeta de la Acequia entera prorrumpió también.
Sonaron tambores, volaron bengalas, estallaron cohetes. Se besaron parejas, niños de corta edad y
ancianos. Se declararon amores y odios eternos. La luna brilló con más intensidad, los perros
ladraron.
Evaristo se puso la gorra, con sus galones de cabo de la Policía Municipal, y llamó a su mujer,
que estaba todavía en la cama.
“Vanessaaaa” gritó en voz baja.
“Grita todo lo que quieras, tu hijo todavía no ha venido a dormir.” Le contestó, socarronamente,
su mujer.
“¿Otra vez? Oye, que acaban de decir en la tele que, al final, somos indepedientes.” Le dijo,
mientras se dirigía hacia la puerta.
“¿Y qué?” Le contestó.
“Nada, pues que igual llego hoy un poco más tarde a comer, ¿vale?” Le dijo, intuyendo follones,
molestias y papeleos diversos.
La campaña no había estado nada mal, para lo que solían ser las campañas en el tercer decenio
del siglo XXI, habiendo alcanzado en Granada casi un 15% de share, con picos del 22% el día de la
inauguración. Había empezado con la tradicional puesta en línea de las páginas web
correspondientes, pzi-municipales-2026.com, plao-munipales-2033.net (los administradores de
sistemas del PLAO llegaron un poco tarde, y se encontraron con todos los nombres posibles
pillados, pero lo solucionaron con un poco de imaginación). Continuó, como también era
tradicional, con la inauguración de las páginas web satíricas correspondientes, conrado-boabdil.com
y melasoplao.com, que, invariablemente, tenían más visitas que las originales . Por eso, en realidad,
las páginas satíricas las habían realizado los propios miembros de la campaña de Conrado
Templeton, y de su rival, Pepa Fernández-Fígares, pero claro, la gente se había acabado enterando y
alguien hizo una página que satirizaba las página satírica, erexiones-grana-2026.com (todas las
combinaciones de erecciones, Granada y cualquier año desde el 1492 estaba ya también comprada).
Finalmente todos, candidatos, y parodistas de los mismos, optaron por poner páginas de tías en
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cueros, que, al fin y al cabo, era lo que daba dineros, en vez de tanto programa electoral y tanta
gaita. Hasta tal punto que cualquier búsqueda de los nombres de los candidatos en los buscadores
arrojaba sólo enlaces a páginas de fetichismo y otros tipos de porno con diferentes grados de
dureza. Además, de todas formas los sitios web oficiales eran atacados sistemáticamente por
demoledores profesionales de sitios web, por lo que mientras que un día mostraban a Conrado
besando a un niño y a Pepa abrazando a un anciano, el día siguiente mostraban una vaca y un enlace
al sitio del Partido de las Vacas Locas, y una vez más, señoras o señoritas ligeritas de ropa. Durante
época de elecciones, todos los entendidos del género sabían que la forma más fácil de encontrar
porno gratuito era buscar o ir directamente al sitito web de alguno de los partidos en liza.
Tras el fracaso de la propaganda en Internet, los publicistas de la campaña tuvieron que recurrir a
un invento denominado “paneles inteligentes”. Un técnico de Singapur había llegado, poco antes de
las elecciones, ofreciéndoselos a las oficina de las campañas de los dos partidos. Consistía en un
panel flexible como el papel, pero de un material, similar al de las pantallas planas de ordenadores y
la ropa inteligente, que permitía presentar cualquier tipo de información, es decir, como cualquier
periódico de los que se vendían en el momento, sólo que tenían además un sistema de
posicionamiento global GPS y una pequeña pantallita que les indicaba lo lejos que estaban de los
otros carteles, y una cara sonriente que indicaba que el cartel estaba en el sitio correcto. Cada cartel
sabía dónde estaban todos los demás carteles, y ellos mismos decidían dónde ponerse de forma que
su distancia fuera óptima y alcanzaran a la mayor parte de la población. Podían presentar todos la
misma información, o presentarla en secuencia, es decir, cada mensaje podía moverse de cada uno
al siguiente. Todo ello, por supuessto, accesible y controlable desde un ordenador de muñeca, que a
través de radio los controlaba todos. El técnico de Singapur consiguió convencerlo de que en las
últimas elecciones en la Marca del Sobrarbe, había tenido tanto éxito que los niños de corta edad,
jubilados, y demás colectivos de desocupados, jugaban a seguir un mensaje en concreto por toda la
ciudad.
Lo cierto es que los operarios que pusieron los carteles no le hicieron ni puñetero caso a las
caritas sonrientes, que quedaron en un rictus permanente de enfado; debajo del candidato arengando
a las masas, o de un mensaje tal como “Nosotros Solos” (del PZI) o “Juntos podemos” (del PLAO)
aparecía un smiley que, paradójicamente, mostraba un rictus de enfado permanente tal como este :(. Además, los demoledores de sitios lograron también encontrar la dirección de los carteles, que,
evidentemente, a través del ordenador de muñeca que los controlaba, estaban contectados
directamente a Internet, y sustituirlos por fotos tratadas de los candidatos en posturas
comprometedoras con diversos miembros de los reinos animales y vegetales, y por los mensajes
“Nosotros Juntos”, “Solos Podemos”, “Juntos Solos” y “Viva la Pepa”. Todo ello provocó un
enorme desconcierto entre los electores, y un cierto seguimiento, en el caso de las fotos falsas de la
candidata del PLAO, por parte de algunos de los colectivos anteriormente mencionados.
Alguien sugirió los mecanismos clásicos: visitar el mercado, poner carteles de papel, aunque esto
se descartó inmediatamente, porque el propio partido se tenía que encargar de sufragar los gastos de
reciclado, o arriesgarse a recibir una multa si no lo hacía, según la normativa europea; dejarse caer
por una casa de jubilados, ir al parque Federico García Lorca un domingo por la mañana. Pero los
candidatos encontraron que tenían poco que decirle a la gente, y la gente poco a ellos. “Hola, soy
Conrado Templeton, del PZIA”. “Ah, encantado”. “Que me vote”, añadía. “¡Neneeeee! No te subas
a ese columpio, que es de los mayores”, le contestaban. “Valeeee”, decía el niño.
A mediados de febrero, Conrado Templeton se había hartado. Aunque su partido tenía la
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indepencia en su nombre, no pensaba haberla mencionado hasta haber ganado las elecciones, si es
que tal hecho se producía. Pero en vista del poco seguimiento que tenía, había aprovechado que
iban a retransmitir su discurso en una televisión, y dijo aquello tan sonado de “Estamos hartos de la
opresión de la república de Andalucía Oriental.Esos centralistas malagueños se llevan nuestros
impuestos, y ¿qué nos dan, eh? ¡Nada! Os prometo que, si me dáis vuestra confianza en estas
elecciones municipales, Granada será independiente. ¡Granada para los granadinos!”.
Eso animó un poco las elecciones. La gente iba a los mítines físicos, azuzados sobre todo por la
posibilidad de zurrar y/o ser zurrados por la policía nacional (los migueletes de Andalucía Oriental),
muchos de ellos alemanes y rusos de la costa malagueña, y asistían a los chats, para llamar y ser
llamados separatistas, secesionistas, esquiroles, zarrapastrosos, malafollás y pringuezorra. Así se
consiguieron las cotas más altas de audiencia en televisión y los demás medios.
Al final, Conrado ganó. Y declaró la independencia.
El mismo lunes 9 de marzo, a las ocho y cinco de la mañana, Jerónimo Lozano llegó hasta el
aparcamiento del Campus de la Salud, donde un gorrilla le indicaba con ambas manos dónde había
un sitio libre. Aparcó, y mientras salía del coche, el gorrilla ya se había colocado al lado de la
puerta.
“Buenos días”, le dijo, dirijiendo su mano derecha hacia la gorra, haciendo un amago de saludo
militar; su mano izquierda estaba extendida hacia delante.
“¿Qué? Los tres euros de siempre, ¿no?” dijo Jerónimo, con un poco de sorna.
“No sé, la situación política parece que se está complicando, y he decidido subirlo a cuatro
euros”, le contestó, sin retirar la mano, pero dejando de saludar.
“Coño, Esteban, que yo soy cliente fijo, cagontusmuertos”, se mosqueó Jerónimo.
“¿Qué quieres? Así es la vida...”, le contestó Esteban, estirando la mano un poco más.
“Cagontó, Esteban. Bueno, lo cargas en mi cuenta. Quedamos hoy para el café, ¿no?”
Esteban retiró la mano. “¿Donde siempre, a la hora que siempre?” le contestó.
“Sí, donde siempre. Hoy invitas tú. Tapronto” le dijo, dirigiéndose hacia la puerta del hospital.
Esteban se le quedó mirando con una media sonrisa.
Jerónimo también sonreía cuando atravesó el umbral de la puerta de entrada del Hospital.
Automáticamente, el sistema registró su presencia y la hora, las ocho y un minuto, por la emisión de
un colgante, que llevaba en torno al cuello. Jerónimo también llevaba una media sonrisa, porque
disfrutaba con su trabajo, o quizás, la ausencia del mismo. El trabajo de un celador del Sistema de
Salud de Andalucía Oriental, el SISAO, consistía en llevar clientes del hospital (que no enfermos,
mucho cuidado, porque podía herir la sensibilidad de la persona, bueno, enferma) de un sitio a otro,
vigilar que no entrara quien no debía entrar (si estaban de puertas, y sin que estuviera muy claro
quién era quién no debía entrar), y en general, mudar cosas y seres humanos de sitio. Lo que ocurre
es que había muchos celadores, y no muchos seres humanos enfermos, perdón, solicitando servicios
sanitarios, y en realidad, bastaba con la presencia física, unas seis horas al día, según el último
convenio colectivo negociado, que reducía las horas de trabajo semanales a treinta, y en algunos
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casos, en la única presencia física del colgante.
Así se podía dedicar a lo que le gustaba, que era trastear con el ordenador, y pensar. Pensar cómo
ganar un poco de pasta más que su escaso sueldo de celador, aunque estaba contento con el sueldo,
porque encima que hacía poco, no iba a exigir que le pagaran mucho. Él organizaba los grupos de
quiniela, loto, bonoloto, euroloto, interloto, apuestas en general. Tenía una página web a través de la
cual se controlaba todo. La había programado él mismo, porque en realidad, Jerónimo era ingeniero
en telecomunicaciones por la Complutense de Madrid, con un master en sistemas de información en
la Universidad del Sur de California, en Los Ángeles. Lo que ocurre es que todo eso de andar de un
lado para otro haciendo consulting, saliendo y entrando en empresas que se creaban y destruían
como la espuma de un río contaminado, aprendiendo lenguajes nuevos, protocolos nuevos,
tecnología nuevas... llegó a un punto que lo quemó. Se preparó los dieciocho temas de la oposición
de celador, se buscó un buen enchufe, y entró de funcionario. Hacía ya de eso tres años.
La felicidad laboral había aumentado el perímetro de su cintura, y probablemente no había tenido
nada que ver con el retraimiento de su cuero cabelludo, que, a sus 32 años, se limitaba a un par de
matojos escoltando cada oreja. A él no le importaba, y a sus diversas y ocasionales mujeres no
parecía tampoco importarle. Se quitó la camisa de teflón, de color rosa pálido, y los vaqueros
peruanos, y se puso el uniforme, una camisa de manga corta de color rosa pálido, unos pantalones
de loneta también rosa pálido, y los zuecos. Los zuecos era lo que más odiaba de su trabajo, pero al
menos no eran también rosa pálidos.
Su trabajo esa mañana consistió en dar los buenos días a diversos médicos, enfermeras y
enfermeros, llevar una camilla con una anciana moribunda de la primera planta a la séptima,
mientras le daba un diagnóstico rápido a sus familiares (“Malamente veo yo esto, ¿eh? ¿Le han
puesto la terapia génica? ¿Usté es el yerno, ¿no?”), llevar un cadáver desde la planta sexta al sótano
(“Qué le vamos a hacer, quién nos lo iba a decir cuando la entré el mes pasado, con lo viva que
parecía”), y entrar desde una ambulancia en silla de ruedas a un señor que debía pesar unos ciento
cincuenta quilos (“¡Pepe! Cojones, ven pacá, échame una mano”).
A las once de la mañana ya se sentía suficientemente cansado y hambriento para dejar su trabajo,
e ir al bar “Zurita”, que estaba a cinco minutos andando desde el hospital, en dirección al Zaidín.
Allí lo esperaba, ya sentado, Esteban Luque Carmona, el gorrilla.
Se había quitado la gorra y la había dejado encima de la mesa, lo cual dejaba al descubierto su
abundante pelo, cortado a cepillo, de color negro. Tenía cuarenta años, aunque aparentaba algo más:
su rostro estaba algo arrugado y curtido, de una vida de trabajo al aire libre. El uniforme, una
guerrera de color verde en invierno, con una camisa caqui debajo, que era lo que llevaba ahora,
aunque el verdadero invierno se había ido, como de costumbre, hacía un par de semanas; por la
parte de abajo, se acompañaba con pantalones marrones de lona con bolsillos delante, detrás, y a
media pierna, todo tan gastado que parecía que había pasado por todas las guerras humanitarias del
siglo XXI, cuando en realidad guerra, lo que se dice guerra, sólo había pasado por una, la de
Botswana del 15; según había contado Esteban, al parecer los de Zimbabwe se habían hartado de
zurrarle a los blancos y unos a otros y de buscar diamantes en las guerras de todo el continente, y
habían decidido invadir Botswana, que estaba más cerquita y también tenía diamantes, y además
una enemistad secular. Después de la intervención del Euroejército, donde había militado Esteban,
la guerra no había durado mucho, porque los soldados de Zimbabwe, al cabo de una semana, se
dieron cuenta que una cosa era zurrarle la badana a unos compañeros de la tribu de al lado, y otra
enfrentarse a un pacificador de la ONU con exoesqueleto de combate, armas inteligentes, y una
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mala leche y ganas de volver a casa que te cagas. Así que habian vuelto a Zimbabwe y habían
seguido zurrándose unos a otros, como tradicionalmente habían hecho en el país los “veteranos” de
guerra a las órdenes del dictadorzuelo de turno.
Esa guerra le dio a Esteban su porte militar, cierta experiencia organizativa, y le quitó todas las
ganas de trabajar que tenía a sus 30 años. Así que decidió dedicarse a aparcar coches ilegalmente,
un trabajo lucrativo, y que bien llevado, le permitía trabajar 3 horas al día y ganarse la vida
fácilmente. Sus años de militar le habían hecho enfocar el tema del aparcamiento de coches de
forma óptima, es decir, su trabajo consistía en aparcar el máximo número de coches en la mínima
superficie en el mínimo tiempo. Así, trataba de que los coches se concentraran lo más posible,
haciéndolos aparcar unos al lado de otros en secuencia y con el espacio justo para que abrieran las
puertas. Un aparcamiento perdido, eran unos euros perdidos, se decía a sí mismo. A los coches
grandes no solía hacerle caso, porque no eran rentables: ocupaban mucho espacio, y además, sus
conductores solían negarle de vez en cuando su pecunio; que apacaran donde pudieran, pensaba; si
era posible, fuera de su zona. Además, se concentraba en las horas del día donde había un máximo
throughput, o sea, trasiego, de coches: como se cobraba tarifa plana, independientemente de las
horas que cada uno pasara, cuanto menos estuviera cada coche, mejor. A primera hora de la mañana
solía llegar la gente con más prisa de ser atendidos y de visitar a familiares, así que comenzaba a las
7:30, y a las 11 de la mañana daba de mano, con ciento y pico euros en la mano. Si se le había dado
bien la semana, el viernes no aparecía, aunque a veces hacía un esfuerzo, “Hay que trabajar todo lo
que pueda uno, que no sabemos lo que nos trae el futuro, y, además, no es cuestión de perder
clientes”. A los buenos clientes, los que nunca le ponían malas caras y le pagaban con regularidad,
les vendía bonos, que, además de suponer una rebaja para el cliente, le permitían a él mismo
planificar su negocio a medio plazo. También tenía lo que llamaba él un “servicio de diagnóstico”:
“Parece que su coche está un poco sucio, tendría que ir a lavarlo”, o “Vaya raspeón que le han
hecho en la puerta trasera, se va a tener que pasar por un taller”, todo ello, sin coste adicional.
Al final de su jornada, que era la mitad que la de la mayor parte de los mortales granadinos,
disfrutaba de su mollete con tomate y el café con leche, cuando vio aparecer por la puerta a
Jerónimo.
“¿Qué, Jerónimo?”, le saludó.
“Reventao, vaya mañanita”, y, dirigiéndose al del bar “hoy que sea una entera”.
“De aceite, como siempre, ¿no?”, le contestó Pepe, el dueño del bar.
“Sí, por cierto, Pepe, el Madrid, ¿qué?”
“Coño, Jero, ya estamos, porque le haya tumbado el Maguncia, que es el último de la liga, no va
a perderla, ¿no?
“No; va a perderla porque a estas alturas va el séptimo. Y, porque según mis gráficas de
rendimiento de los jugadores, y del técnico, no van a hacer más de 10 puntos en los partidos que
quedan.” Dijo Jerónimo, apuntando datos reales; todos esos cálculos los hacía para acertar la
quiniela, lo que sucedía a veces.
“Es que los del Barça sois todos unos listillos”, le dijo Pepe, mientras echaba el café.
“Es que los del Madrid os creéis que todos los que no son del Madrid son del Barça”, dijo,
cortando la conversación. Se dirigió a Esteban. “¿Y qué, como va el día? ¿Qué tal se ha tomado la
gente la subida?”
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“Hombre, cómo se la van a tomar... malamente. Así que he aprovechado para colocar unos
cuantos bonos. Por cierto, a ver si me actualizas la página web, y pones las nuevas tarifas; luego te
paso los precios de los bonos. Joder, es que, con esto de la independencia, hace falta planificar a
más largo plazo.”.
“¿Tú crees? ¿Por donde crees tú que va a salir, ¿eh?”, le preguntó.
“Hombre, qué te diría yo, saldrá a tomar por el culo, seguro, y eso que yo llevo ya tres, no,
cuatro, no, espera a ver... primero, la de Andalucía en el catorce, ¿no?” Dijo Esteban, haciendo
memoria.
“Pero a tí te dio igual porque estabas en el ejército europeo, aquí sí que lo pasamos mal... hubo
un par de años jodíos... me pilló en el instituto, en Baza. No había trabajo para nadie, no se sabía
que hacer con los refugiados de las inundaciones, !joer, ni siquiera hubo Rocío, porque las
marismas estaban inundadas!”, Contestó Jero.
“Sí, yo estuve en una misión humanitaria en Almonte, todo mi batallón estuvo allí.”
“Y luego repartiendo caña en los disturbios españolistas de Sevilla, ¿no?” le dijo Jero, con sorna.
“No, ya te dije que mi batallón lo retiraron inmediatamente. Ahí estuvieron los eslovenos, creo.”
“Pues de la otra independencia sí me acuerdo yo”, dijo Jero. “Fue en el diecisiete, ¿no?”
“No, la de Andalucía Oriental, en el dieciocho” le contestó Esteban.
“Sí, cuando murió en un accidente Catherine Zeta-Jones. Me acuerdo que mi hermana y mi
sobrino se vinieron conmigo esas Navidades, que estaba yo en Madrid, porque no estaba muy claro
qué iba a pasar”, dijo Jero, pegándole un bocado a la tostada, y un trago de leche, y rememorando
cómo había llevado a su sobrino al Zoo, al cine, y al parque de atracciones. A la vez, fue consciente
de que tenía un sobrino, y de que no lo veía, al menos, desde hacía un par de meses.
“¿Y qué querías que pasara? ¿Que invadieran Andalucía oriental los migueletes?” le dijo,
sarcástico, Esteban, que estaba un poco de vuelta de todo.
“Yo qué sé, tío. Follones. Hostias. Bosnia.” contestó Jero, resoplando.
“Qué coño sabrás tú de Bosnia, si ni habías nacido”, le dijo Esteban, terminando la conversación.
En realidad, tanto Evaristo como Jerónimo y Esteban habían oído de muchas más
independencias, aunque no estuvieron metidos directamente, salvo Evaristo, en la de Normandía,
que le pilló de viaje de novios en EuroDisney, en el 2015. Él se acordaba, porque se quedaron sin
visitar las playas del desembarco y el Mont San Michel.
Pero la primera independencia había sido la de Frisia, una región al norte de Holanda, famosa
por sus vacas frisonas, su idioma frisio, y por los chistes que de ellos cuentan el resto de los
holandeses. Un día un inmigrante turco de segunda generación, Emin Garcioglu, tras fundar un
partido indepedentista y conseguir un par de escaños en el Parlamento holandés, se fue para
Amsterdam para pedir la independencia. Le dijeron que para qué, que qué iba a conseguir con eso, y
que así por las buenas no se podía, que habría que convocar un plebiscito. Emin dijo que se
convocaba, y punto. Le contestó el ministro de Interior holandés que si no, qué pasaba. Y él
contestó que su partido ganaría las elecciones regionales y que prohibiría las drogas blandas y duras
en Frisia, los sindicatos en la policía y el ejército, la eutanasia y el aborto, y si tardaban mucho en
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convocar el plebiscito, hasta beber cerveza en la calle. Ah, y no admitiría más refugiados ni
emigrantes.
El ministro del Interior holandés le llamó facha por lo bajini, y pasó de él intensamente. Pero en
el verano del 2010, Garcioglu ganó las elecciones regionales. Y proclamó la independencia.
Holanda no se la quiso dar. Garcioglu prohibió las drogas duras. El ministro del interior se negó, y
mandó al ejército a pasearse por las calles de las principales ciudades frisias. Garcioglu mandó al
parlamento frisio una ley para prohibir las drogas blandas. Los soldados holandeses tenían que ir
todas las tardes a Amsterdam y Rotterdam para comprar porros, abandonando sus patrullas.
Holanda finalmente mandó a la reina Juliana, que andaba un poco achacosa, para que visitara Frisia.
Al día siguiente, el Parlamento frisio aprobó por mayoría absoluta una ley que prohibía la eutanasia.
Frisia se empezó a llenar de comatosos que temían que sus familiares desafectos llamaran a un
médico que les suministrara una inyección letal cada vez que guiñaran un ojo más tiempo de la
cuenta.Además, Turquía ya había mandado un embajador a la nueva República de Frisia.
El primer ministro holandés, finalmente, tuvo que claudicar. Después de todo, si podían hacer lo
que les diera la gana en su Parlamento, caray, que dejaran de gastarse los impuestos del resto de los
holandeses, ¿no? Y eso fue lo que hicieron, dejar de gastarse los impuestos del resto de los
holandeses para gastarse los impuesto del resto de los europeos. Como Holanda no se opuso a su
ingreso en la Unión Europea (aunque sí Dinamarca y Alemania, que temían que reclamaran
territorios propios, pero se quedaron en minoría), pronto fueron miembros de pleno derecho de la
misma; solicitaron su ingreso en la ONU, en la OTAN, en la FIFA y en la UEFA (aunque su
equipo de fútbol más fuerte nunca había pasado de la segunda división). Al final, por pedir, pidieron
también cotizar en la Bolsa europea de París. Al fin y al cabo, decía Garcioglu, un Estado era un
ente que tenía que funcionar autónomamente, con transparencia, y dando cuentas a sus accionistas,
que eran sus ciudadanos. En la Bolsa le contestaron que volviera a pedir el ingreso cuando tuviera
beneficios, así que, para financiarse, tuvo que conformarse con los mismos instrumentos financieros
que los demás estados: deuda pública denominada en euros. Por descontado, no se olvidaron de
pedir su propio dominio de alto nivel en internet. Como .fr estaba ya ocupado (por Francia) y .fi
también (por Finlandia), solicitaron .fs, pero los mandamases del tema le contestaron que nones,
que se conformaran con .fs.eu, un dominio de segundo orden. Cuando decidieran salirse de la Unión
Europea, y los jefazos de la UE les dejaran, entonces podían solicitar su propio dominio, hasta ahí
podíamos llegar...
En vista del éxito, regiones mucho más señeras y también bastante más ruidosas solicitaron
también su independencia a sus respectivos paises y su integración en la Unión Europea. En cuatro
o cinco años, Trieste, Cerdeña, Gales (que tenía como ventaja ante los otros su pertenencia a la
UEFA), Ruhr, Berlín (a este se le denegó, por no quedarse Alemania sin capital, lo cual provocó
disturbios más duros de lo que era habitual en Berlín), el País Vasco... En España, se declararon
independientes Andalucía, Cataluña, las Canarias, y luego el Sobrarbe, Valencia, Mallorca, el
Bierzo, y luego, las Encartaciones, Cartagena, Andalucía Oriental, las naciones independientes de
segunda generación, que fueron seguidas en algunos casos por las de tercera generación ... A los
estados europeos les quedó, en muchos casos, una pequeña zona alrededor de la capital. Las
editoriales de atlas, libros escolares de geografía e historia decidieron dejar de editar libros y poner
en vez de eso páginas web, actualizadas casi todos los días, a las que se accedía previo pago de una
cuota. Los periódicos incluían en sus dominicales fascículos sobre “Los nuevos estados europeos”,
con los trajes típicos, los monumentos más sobresalientes, los próceres locales, y cupones descuento
en monumentos y museos para quien decidiera visitarlos. La carrera de Geografía e Historia
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empezó a tener un interés inusitado para los jóvenes que iban a la Universidad: cientos de jóvenes
llenaban las aulas, y, cuando terminaban la carrera, empresas, medios de comunicación y gobiernos
los contrataban inmediatamente; no se podían hacer negocios o política con un país si ni sabías
donde estaba.
La cuarta generación consistió más bien en fusiones y alianzas; Sicilia decidía aliarse con el
Estado Insular de las Canarias y con la República Federal de las Azores para formar el primer
Estado Federal Distribuido de las Islas Mediterráneas y Atlánticas (EFDIMA), con competencias
comunes en turismo y cultura, Normandía se unía a Galicia y Gales en la Alianza Celta
(Cyfathrach), con un Consejo Hiperestatal presidido por el Primer Druida, y así sucesivamente.
La Unión Europea miraba todo esto como el que mira las elecciones de delegado de curso de un
Instituto en Amberes... El Parlamento y el Consejo de Ministros europeos habían ido adquiriendo
cada vez más competencias, hasta el punto que el Consejo de Ministros se nombraba por el
Presidente de la Unión Europea, que a su vez era nominado por el Parlamento. Se eliminó el
sistema de cuotas en los comisarios europeos, lo cual era irremediable, porque con la entrada de los
nuevos miembros iba a ser necesario nombrar comisionado hasta de Chucherías y Demás Alimentos
Chupables. La comisión teniá competencias en defensa, política exterior, política económica,
agricultura, obras públicas, turismo... ¿qué quedaba a los estados nacionales? Administrar, más o
menos, sus propios impuestos, decidir su política cultural, mantener el orden interior y poco más...
esos mismos estados habían transferido poco a poco competencias a los gobiernos regionales e
incluso locales, o sea, que, transcurridos quince años de principio de siglo, el estado nacional hacía
un poco más que recibir sobornos y corruptelas y distribuirlas entre sus clientes regionales. Así que,
poco a poco, se fue eliminando un escalón en el gobierno europeo, siendo el estado prácticamente
las monarquías en los estados que las tenían, que, al fin y al cabo, hacían bonito, y mantenían una
industria de revistas, productoras de televisión y páginas web cuyos puestos de trabajo se intentaban
conservar a toda costa.
Tan poca relevancia habían tenido las sucesivas independencias, que el ejército europeo, en el
que sirvió Esteban voluntariamente, apenas había tenido que intervenir, no había habido ningún
movimiento independentista violento, ni ningún NEE (nuevo estado europeo) había decidido por las
buenas invadir el de al lado, además, si hubiera querido, tampoco podía haberlo hecho, pues cada
NEE firmaba, al integrarse en la unión europea, un compromiso de desarme y de no mantener nada
más belicoso que una policía con más mala leche de la normal.
Precisamente, en cuál iba a ser el destino de la policía local, es decir, su propio destino, iba
pensando Evaristo cuando se dirigía, en su utilitario eléctrico Seat Paella, recién comprado, de su
casa en la Chana, por el camino de las Vacas, al cuartel de la Policía Municipal, la mañana del
lunes, 9 de marzo del 2026. No creía que fuera fácil que los migueletes, la policía de Andalucía
Oriental, entregara las armas, y, en cualquier caso, aunque fuera fácil, alguien tenía que recibir las
armas catalogarlas, almacenarlas.... Bueno, en el mejor de los casos significaría un desfile y acto
oficial muy bonito y emotivo, y en el peor de los casos, habría que dar unas cuantas hostias, pero no
creía que la sangre llegara al río. Si la Unión Europea reconocía la independencia, los malagueños
no tendrían nada que objetar.
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
En eso estaba cuando llegó al cuartel, en las cercanías del primer centro comercial granadino. Se
lo encontró cerrado a cal y canto, la puerta rodeada de sacos terreros (en realidad, sacos de mantillo
para macetas y de comida para mascotas, requisadas a toda prisa del centro comercial cercano), y a
un par de compañeros con chaleco antibalas y el subfusil montado y en bandolera. La bandera
blanca, verde y amarilla (el blanco de los pueblos, el verde de los olivos, y el amarillo de la costa
del Sol y del desierto de Tabernas, era la justificación que había dado el Comité de Creación de
Símbolos Estatales de Andalucía Oriental, el COCRESESAO), ondeaba todavía encima de la
puerta.
Avanzó hacia una abertura de los sacos terreros, que dejaba pasar a una sola persona, y se dirigió
a su compañero, Miguel, uno de los que hacía guardia
“Caray, Miguel, pareces Chuarceneger (que en paz descanse). Anda, abre.” Evaristo era siempre
puntual. Nunca había llegado tarde a su trabajo, ni el día que dio a luz su mujer, a las 4 de la
mañana. Allí estuvo como siempre a las 8, aunque el cabo de guardia le dio permiso
inmediatamente para largarse al Hospital, a atender a su mujer y a su retoño, y a hacer las gestiones
pertinentes en juzgados y seguridad social. Hoy no era una excepción, había llegado con 5 minutos
de antelación.
“Santo y seña” Le contestó Miguel, muy serio, con su casco y su chaleco antibalas, que le
quedaba un poco estrecho. Se le notaban las ojeras detrás de la visera del casco. La otra compañera
de puertas, Enriqueta, permaneció callada, sin soltar el dedo del gatillo.
“Caray, Migue, que soy yo, Evaristo, que aprobamos las oposiciones juntos, ¿no te acuerdas?”,
le dijo Evaristo, mirando de reojo el reloj.
“Santo y seña”, insistía Miguel
“¿Pero qué santo y seña ni qué niño muerto? ¿Desde cuándo se pide santo y seña?”, le contestó
Evaristo, haciendo aspavientos con las manos. Eso sólo hizo que Miguel y Enriqueta agarrasen con
más fuerza el subfusil.
“Nuevas normas, Evaristo. Tienen que haberte llamado al móvil para decírtelo.” le dijo
Enriqueta.
“¿El móvil?” Lo llevaba en el bolsillo, desconectado. Lo encendió, y al cabo de treinta segundos
(y cuando faltaban dos minutos y medio para las ocho) apareció el icono que indicaba que tenía un
mensaje en el contestador. Llamó al contestador. Había un mensaje de su sargento, que le indicaba
que para entrar en el cuartel iba a necesitar santo y seña, pero que por razones de seguridad no lo
podía dejar en el contestador; se lo mandaban aparte por correo electrónico. Le insistió a los
guardianes “Oye, déjame pasar, que tengo que ver el correo electrónico para ver cuál es el santo y
seña”, les dijo, y si colaba, colaba.
“Evaristo, no te quedes con nosotros”, le contestó Enriqueta, aunque Miguel estaba a punto de
abrirle. No era muy espabilado, había sido el último de la promoción; se había quedado en guardia
raso, mientras que Evaristo había llegado fácilmente a cabo, y estaba a punto de llegar a sargento.
Si las cosas no se torcían, claro está. “Déjame que llame al cabo de guardia, le digo que te llame
otra vez al móvil, y ya está”, dijo Enriqueta .
Evaristo logró cruzar las puertas del cuartel a las 8:02 minutos, una mancha en su expediente que
le perseguiría el resto de su vida, o al menos, eso era lo que él pensaba. La actividad dentro era algo
frenética, es decir, había pocos corrillos, pocas piernas encima de las mesas, e incluso los que
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
estaban sentados delante de ordenadores, estaban escribiendo algo, en vez de mirar con intensidad
la prensa deportiva en Internet. Era evidente que pasaba algo. De hecho, venía pasando algo desde
hacía algunos años. “El botellón”, le llamaban, pero últimamente se había convertido en algo más
que sólo eso. Pero no creía que toda esa actividad fuera por esa razón.
Se dirigió rápidamente a la sala de reuniones, donde el sargento Gómez daba el parte y orden del
día
“En fin, que ya sabéis: evitar enfrentamientos, cada uno a lo suyo, y que cada perro se rasque sus
pulgas. Eso en cuanto a lo de la independencia.” Evaristo se había perdido el resto de la frase, y
además se había tenido que sentar en última fila.
“En cuanto a lo otro, el parte de ayer arroja el resultado siguiente: dos sobredosis de pastillas,
siete ataques de nervios de vecinos, cuatro sobredosis sin determinar, cinco comas etílicos. Esta
noche habrá que reforzar el servicio del último turno, por las celebraciones o lo que pueda ocurrir.
Quiero voluntarios” Evaristo levantó la mano. Así, al menos, podría ver a su hijo, y compensaba su
falta matutina. “¿Alguien más?” Se levantó una mano más. “¿Alguien más?” Nadie se movió “¿A
que echo mano de la lista, y empiezo a sacar yo voluntarios? Como los saque yo, se considera
servicio normal y no tenéis el plus, ¿os enteráis?”. Dos manos más. “Vale, vosotros mismos. Ya os
iréis enterando a lo largo de la mañana de a quién le toca la ronda botellonera de noche.”
A lo largo del lunes día 9, la prensa local reflejaba en titulares el resultado de las elecciones, y el
discurso triunfal de Conrado Templeton. La prensa nacional, o ibérica, o peninsular, reflejaba
también, en sus secciones “Nueva Geografía”, la independencia de Granada, con una reseña de su
historia y sus monumentos más sobresalientes; algunos incluso lo reseñaban en la sección
Internacional, porque era la primera ciudad que se declaraba independiente, si exceptuamos
Hamburgo, pero bueno, Hamburgo era bien grande, y, además, ya era un Land de la República
Federal, Land chiquitito, pero Land al fin y al cabo.
En cuanto a aa prensa local y los diarios en Internet de periodistas independientes locales se
centraban más en la viabilidad del asunto, tratando de contestar a aquello de “Quienes somos, de
donde venimos, a donde vamos”. Estaba clara la identidad cultural granadina, la mezcla de culturas
que venía desde la época musulmana (que no árabe, porque ni los ziríes ni los omeyas eran árabes),
el acento diferenciado (aunque también era diferente en los diferentes barrios granadinos, pero eso
era harina de otro costal), el descuido tradicional al que había sido sometida por todos los estados
en los que había estado integrada, y su economía relativamente independiente del resto de la
península y de la UE, más que nada, porque al ser tan mísera, tenía pocas necesidades. También se
ponía de manifiesto la renta per cápita de la provincia, que seguía siendo de las más bajas de la
Unión Europea.
La parte más complicada era el a dónde vamos. La independencia podía potenciar el turismo, por
lo menos al principio, haciéndole presentar una oferta cultural diferenciada. Al resto de las
industrias no tenía por qué venirles mal: toda la industria de creación de contenidos (audio, video,
multimedia, interactivos) se vería potenciada por el nuevo gobierno, y todo tipo de servicios,
también. Se vendería la calidad de vida como imán para nuevos ciudadanos, y, en todo caso, no
tenía porqué ir peor de lo que nos había ido antes, ¿no?, se decían los columnistas. Así que, en
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general, la prensa dio un aprobado holgado a la independencia, y si algo se torcía, ya se torearía al
toro por donde viniera.
La gente propiamente dicha, que ya se sabe que constituyen una especie aparte, o al menos,
viven en un mundo diferente al de los comunicadores, tertulianos, editorialistas, columnistas y
creadores de opinión diversos, era de otro parecer, aunque ese parecer no tenía nada que ver con la
independencia. Sólo un 54% había votado en las elecciones, pero ni esos se tomaban el tema
demasiado en serio. Estaban cansados de independencias, y lo único que querían era poder ganarse
las habichuelas, tener silencio para dormir por las noches, y no tener que preguntarse en cada
momento del día dónde estarían sus hijos adolescentes. Pero eso, una vez más, era harina de otro
costal.
Conrado Templeton y su gabinete de campaña estaban reunidos en la sede del partido, un tercer
piso en el edificio de oficinas al final de la calle San Antón, ya cerca del cauce del río Genil,
En torno a una mesa de cristal, ovalada, que los anteriores propietarios no se molestaron en
llevarse, se sentaban Conrado, su secretaria de prensa, Esther Ariza, que llevaba el pelo suelto,
después de toda una noche de contestar entrevistas, Juan Ramón Urbano, que no tenía nada que ver
con el partido, pero era vecino de Conrado y profesor de Geografía e Historia en un Instituto de la
Zubia, y había publicado diversos artículos en la revista de la Asociación de Profesores de
Geografía e Historia “Hespérides” sobre las tres épocas de los reinos de taifas y su incidencia en la
economía de Granada y su Vega; aparte, había otras tres o cuatro personas de población flotante de
la sala de reuniones, que entraban a dar un recado o a preguntar algo, y se quedaban hasta que el
tema de discusión les resultaba demasiado aburrido.
Dos de las paredes de la sala eran de cristal oscurecido, otra estaba ocupada por una ventana, y
en la restanta estaba colgada una pizarra “inteligente”, es decir, una gran pantalla de ordenador que
servía a la vez como pizarra, no porque se escribiera en tiza sobre ella, sino que usando cualquier
material que hiciera presión, aparecía lo que uno estuviera escribiendo en la pantalla, y se le podían
dar órdenes, o borrar ventanas, o ampliarlas, o lo que fuera; a la vez se podían ver diferentes canales
de televisión y páginas web, que era lo que se hacía en ese preciso instante. También se podía
interaccionar con ella usando un teclado, que en esos momentos esta ba en manos de Esther.
Mientras tanto, un programa inteligente de búsqueda y resumen de noticias, de los denominados
agentes inteligentes de filtrado, exploraban los canales y los sitios web para extraer toda la
información relacionada con el tema. Otros agentes examinaban y analizaban las listas de correo y
los sitios de charla en línea para dar, en tiempo real, una tasa de aprobación de la medida.
Actualmente, estaba en el 52 por ciento. No era demasiado, para empezar.
Ya se habían mandado mensajes a la Casa Real, al gobierno de Andalucía Oriental en Málaga, y
a la Unión Europea, solicitando formalmente la independencia, y las reuniones pertinentes para la
transición de poderes y de bienes entre gobiernos soberanos. Todavía no habían recibido
contestación, aunque no se esperaba niguna respuesta negativa. Casi nunca contestaban
negativamente, siempre que la petición de independencia tuviera todos los formularios rellenos
correctamente; en todo caso los burócratas europeos podían marearla un poco.
Pero Conrado estaba contento. Había conseguido ser el nuevo Boabdil, el nuevo califa de
Granada (que, por cierto, nunca tuvo califa, sino algún que otro sultán). Y todo lo había hecho por
una mujer. Pero esa mujer no lo sabía, quizás no lo sabría nunca.
Sus elucubraciones fueron interrumpidas por el zumbido de un abejorro, un pequeño avión sin
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tripulación, que debía estar pasando a poca altura sobre el cauce del río Genil, o quizás sobre la
misma calle Agustina de Aragón. Podía contar con que todas sus conversaciones iban a ser
grabadas, si no ahora, en el momento que fueran transcritas en un ordenador. Echaron las cortinas
de la sala de reuniones, y forraron los cristales con papeles de periódico. No es que fuera a servir de
nada, pero a corto plazo podían estar más tranquilos: los papeles de periódico estorbaban la
vibración de los cristales, a partir de la cual podía el abejorro reconstruir la conversación.
Y la conversación trataba ahora mismo sobre fronteras. Cualquier nuevo estado necesita definir
sus fronteras; en algunos casos, como el de Sicilia, eso era fácil, pero en el caso de la nueva
“Mancomunidad independiente de Granada y su Vega”, no estaba tan claro. En algunos casos sí: el
Parque y Reseva de Sierra Nevada apenas si pertenecía a Andalucía Oriental, porque todos los
parques naturales y reservas de la Biosfera dependían directamente de la UE; mucho menos podían
reivindicarlas ahora desde Granada. Lo mismo ocurría con la Sierra de Huétor, pero entre uno y
otros, los embalses de Canales y Quéntar no podían permitir que se quedaran fuera de la
Mancomunidad. Así que enviaron mensajeros a los alcaldes electos de todas las localidades
intermedias, hasta Güéjar Sierra, para que se unieran a la misma. Hacia el sureste no había nada
interesante: un cigarral que llegaba hasta el Temple, y la alcaldesa de Armilla estaba en el ajo desde
el principio, pero hacia el Oeste, el aeropuerto era un recurso estratégico, y Santa Fé, por razones
históricas, tenía también que estar dentro, así que la alcaldesa electa de Santa Fé fue llamada a
capítulo. Juan Ramón, el profesor de geografía, siguió diciendo que el norte más valía no tocarlo,
pero algunos concejales electos del PZI que en ese momento participaban en la reunión protestaron,
porque todos tenían a sus hijos estudiando en el Granada College, en el Cubillas, así que tuvieron
que extender los límites hasta Calicasas. Pero el alcalde de Calicasas era del PLAO, y no hubo
forma de convencerlo. Los concejales se consolaron pensando que así, al menos, enviaban a sus
hijos a estudiar al extranjero.
El problema estratégico no acababa allí: la Mancomunidad estaba rodeada por todas partes por el
Estado del cual se había independizado. Cualquier estratega, desde Von Clausewitz hasta Sun Tzu,
te diría que es un error. Como no podían solicitar la inclusión de todos los terrenos hasta Motril, La
Mamola y La Herradura, entre otras cosas, porque sus alcaldes no estarían de acuerdo, Conrado
empezó a pensar cómo hacerse con el control de toda esa zona, para tener una salida al mar y que el
nuevo país no quedara totalmente aislado.
Por otra parte, lo esencial en este momento era lanzar una campaña de imagen del nuevo estado.
Y conseguir dinero. Pero, en este momento, pensó Conrado, esto no era difícil.
Y recordó unos meses antes de las elecciones, incluso antes del comienzo de la campaña
electoral, una noche de octubre, en la que Conrado había recibido una visita en su casa del Parque
de las Infantas, cerca del Palacio de Congresos. Había visto la cara del visitante por el videoportero:
un tipo con el pelo excesivamente brillante y recogido en una coleta, cara de rata y ojos grises. Le
había dicho a su mujer y a sus hijas que se quitaran de enmedio, y acudió él a abrir la puerta. No se
atrevió a abrirla del todo.
“Sí”, le dijo a su visitante, sin comprometerse. Éste vestía zapatos de tenis de un tamaño
excesivo, que no pegaban mucho con el resto de su indumentaria: chaqueta y pantalón gris, y una
camisa sepia. Su pelo era negro, tan negro que absorbía la luz del rellano de la escalera para volver
a emitirla a través de diversas capas de espuma de modelado.
“Hola, qué pasa, bonito barrio, joer, que si es bonito...” dijo, admirándose del rellano de la
escalera, dónde sólo había la puerta de otro piso y la del ascensor, que permanecía abierta.
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“Diga, ¿qué desea?”, le dijo, un poco impaciente.
“¿Puedo pasar? Si su casa es como su barrio, joer, qué peaso de casa que te cagas... ya se vé un
poco, ya...” dijo, mirándole por encima del hombro.
Conrado empezaba a sentir que era un error haber abierto. Otro error mayor no tener el teléfono
a mano para llamar a la policía. El tercer error, no haberle dicho a su mujer que permaneciera a la
escucha, por lo que pudiera pasar. Sin embargo, tanto su mujer como sus dos hijas, Miriam y
Polaris, desde el ordenador de la habitación de las niñas, donde se encontraban las tres, habían
reconstruido, a través de los registros de las cámaras de videovigilancia accesibles públicamente, el
paseo del notas desde que se bajó de un descapotable de combustión interna, una verdadera
antigualla, que había aparcado un par de manzanas más abajo, al lado del Palacio de Congresos, se
había atusado un poco en el retrovisor del coche y había andado, con paso vivo, hasta la puerta de
su casa, a unos 100 metros. Habían deducido que no se trataba de un ladrón vulgar, ni de un
vendedor de enciclopedias, ni de un pariente desconocido (a estos solían reconcerlos por las
camisas hawaianas, la cámara, los pantalones cortos, las chanclas y los calcetines). Pensaban que
tenía poco peligro, pero, aún así, habían premarcado el 1-1-2 de emergencias en el teléfono, por lo
que pudiera pasar.
“Mientras no sepa lo que quiere, no” le contestó Conrado.
“¿Yo? Darle esto” Sacó un móvil de su bolsillo, e hizo ademán de entregárselo. Conrado, sin
apenas pensarlo, dio un paso atrás e hizo ademán de cerrar la puerta, que estaba blindada; a más de
uno se lo habían cargado por el método del móvil bomba. Su interlocutor se dio cuenta. “Tranqui,
cojones, que es un móvil, móvil... Es una donación para su campaña.” Seguía sin cogerlo. “Coño,
¿me va a hacer abrirlo aquí?” Le sacó la batería, despegó el teclado, y lo dejó hecho un conjunto
poco impresionante de cables, membranas de teclado y demás componentes electrónicos sin
identificar... “Coño, llame si quiere, y verá como no explota”
“Esto es mejor que lo lleve a la oficina de la Campaña, en San Antón, deje que le apunte la
dirección”, se fue al mueble del recibidor, a buscar un bolígrafo y lápiz.
“¡Que no, coño, que es para usted!. Yo lo dejo aquí, y usted hace lo que le salga de la polla. ¡Es
que hay que ser gilipoyas, coño. Si yo quisiera cargármelo, ya le abría metío un par de hostias, en
vez de tanto móvil y tanta tecnología y tanta polla, vieho” decía, mientras se metía en el ascensor,
bajaba un par de pisos, y desaparecía.
Al minuto, el móvil sonó, y empezó a parpadear en la pantalla el icono de recepción de mensaje.
No fue difícil leer el mensaje, que decía “Su saldo ha aumentado en 995.345 euros”
Al cabo de unos minutos volvió a sonar el móvil, esta vez con una llamada de voz, y en un par de
frases le explicaron aquello tan antiguo de “yo rasco tu espalda, tú rascas la mía”, y de “hoy por tí,
mañana por mí”. Eso ya se lo había imaginado, pero seguía sin poder imaginarse quién era el
donante altruista y anónimo. Sólo le dijeron que, según se fuera gastando el saldo, iría recibiendo
más, y que, si ganaba las elecciones, todavía más.
En este momento, llevaba ese móvil en el bolsillo. El jefe de seguridad de la campaña, al que
había pagado precisamente con el dinero del móvil, al revisarlo, había encontrado lo habitual en un
móvil: sus microprocesadores, sus receptores GPS, que permitían saber exactamente (con un par de
metros de error) dónde se encontraba el móvil en todo momento sus teclas y su antena. De todo el
dinero que había recibido, una pequeña parte la había invertido en la campaña, pero el resto había
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ido a una cuenta offshore en la isla de Anguilla. Sus donantes habrían pensado que con eso le
aseguraban un retiro fácil, pero Conrado pensaba dedicarlo íntegramente a los gastos ocasionados
por la independencia, desde los nuevos uniformes de la policía hasta los sueldos de los funcionarios,
si era menester.
A las 11:30, Conrado Templeton había convocado en rueda de prensa a los medios de
información en el salón de Actos del Ayuntamiento, al que tenía derecho como alcalde electo.
Algunos informadores asistieron directamente, otros lo hicieron mediente videoconferencia. Varias
televisiones locales (ya, casi nacionales de la nueva nación granadina) y sitios web lo emitían en
directo. El equipo, presidido por Esther Ariza, permanecía en una sala de conferencias adjunta,
analizando la respuesta del público, lo cual se reflejaba en una gráfica de aprobación en tiempo real.
“Buenos días, estimados amigos de la prensa. Si me lo permiten, haré una pequeña declaración, y
luego podrán hacerme preguntas” Leyó un pequeño discurso sobre los resultados de las elecciones,
el estado de las fronteras, el estado general de la población, y los pasos que se iban a dar en un
próximo futuro. Si todo salía según lo acordado, la tranferencia de poderes habría acabado en un par
de meses. Comenzó el turno de preguntas
“¿Es verdad que usted consumió droga en su juventud?”, caray, la primera, en la frente, pensó. Y
sí, era verdad. En su instituto en San Diego, se empezaba a fumar droga a los doce años, si no, es
que eras gilipoyas, de esos gilipoyas que cogían Kalashnikov y se cargaban a medio instituto
después de escuchar heavy metal y jugar a juegos de ordenador violentos. El no era nada gilipoyas,
o, en todo caso, era un tipo diferente de gilipoyas: el chico surfero, moreno por el sol, ojos azules,
cara redonda, pelo rubio cortado a cepillo, recién salido de una portada de un disco de los Beach
Boys. Con su tabla de surf debajo del brazo hacía la estampa perfecta del chico del sur de
California, y como buen chico del sur de California, fumaba en los entreclases, y de vez en cuando
se acercaba a Tijuana a conseguir mejor material, la mejor sinsemilla mexicana, que consumía en el
sitio. De hecho, terminó el instituto sin darse cuenta, entre fumata y fumata.
“Hay ciertas informaciones interesadas, procedentes de sectores conservadores, que parecen
destinadas a indicar que mi comportamiento es el de una persona bajo la influencia de las drogas.
Nada puede ser más falso. Mi comportamiento ha sido coherente, durante la campaña, y en este
preciso instante. Prometí la indepedencia, el pueblo de Granada me otorgó su confianza, y estamos
haciendo todo lo humanamente posible en orden a obtener tal independencia.” Contestó Conrado,
saliéndose hábilmente por las ramas. En todo caso, no entendía cómo, siendo legales todas las
drogas blandas en la UE, todavía había periodistas que seguían preguntando lo mismo, y la
revelación de que un dirigente consumía o había consumido alguna droga, seguía siendo un
acontecimiento periodístico. Las viejas constumbres, que nunca se pierden, probablemente.
“Ya, ¿pero consume o ha consumido algún estupefaciente?”, insistió la periodista.
“¿Y usted, lo ha hecho?” le repuso Conrado, con la mejor de sus sonrisas. “Siguiente pregunta”
“¿Es cierto que, durante su carrera, realizó frecuentes visitas a Marruecos, y, si es así, cómo
valora en su situación actual la relación con el reino Halauita?”
La segunda, también en la frente. Qué desgracia vivir en un siglo donde toda tu vida está ahí, a
un par de pulsaciones de ratón de distancia de cualquiera, para que la manuseen y te la devuelvan
sobada. Sí, había estado en Marruecos durante su época de estudio en la Universidad de Granada. Y
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había estado por un par de razones: para conseguir el mejor material de Ketama, exclusivamente
para consumo personal, y siguiendo a Zuleyma ibn Idriss, de la que estaba perdidamente
enamorado.
Había venido a España en 1989 para estudiar lo único que podía hacer sin esfuerzo: español.
Hablaba castellano perfectamente, porque casi todos sus amigos en el instituto eran inmigrantes de
segunda generación, procedentes de El Salvador, Guatemala y México, y en sus frecuentes
incursiones a Tijuana lo había mejorado todavía más. Así que, le dijeron sus padres, te largas para
Granada, te consigues un título, y luego te vienes para acá para ejercer de lo que te dé la gana.
Una vez en Granada, se vio inundado del espíritu de la ciudad, que es algo difícil de definir, pero
que hace que gente como el antiguo batería de los Clash, hasta estudiantes palestinos anónimos que
no logran acabar la carrera, pero montan un pub y se forran, quieran quedarse en una ciudad tan
lejos de sus orígenes y de su cultura. Los primeros días iba de fiesta en fiesta: fiesta de estudiantes
europeos, asiáticos, del Midwest americano, de California; fue en esa época cuando acontecieron
sus primeras visitas a Marruecos: a la tarjeta de crédito que le dieron sus padres se le acabó el
crédito pronto, y tuvo que buscar fuentes de finanación alternativas. Unos cuantos chinos al mes, y
tenía para sí mismo, y para financiarse las juergas de las últimas dos semanas del mes.
De vez en cuando iba a clase, y una vez, a su lado, se sentó una monja. Llevaba una túnica de
color salmón, y un pañuelo cubría su cabeza. Apenas despegaba los ojos de su cuaderno, donde
tomaba notas escribiendo a veces en árabe, a veces en castellano, a veces en francés. Conrado, que
todavía era Conrad, la vio tan aplicada que se puso también a tratar de tomar apuntes, lo que ocurría
es que no se enteraba de nada de lo que contaba el profesor, y al final optó por hacer dibujitos. En
uno se veía una caricatura del profesor, con los ojos desencajados, fumando un porro, o, al menos,
lo que debía ser un porro por las chispas que salían de su punta. El dibujo siguió evolucionando: le
puso una tabla de surf debajo del brazo, un pato subido a la cabeza... Oyó un leve sonido procedente
de su izquierda, donde estaba sentada la monja, y descubrió la cara de la monja. Enmarcado por el
pañuelo, tenía unas cejas negras, arqueadas, unos ojos verdes que sonreían más que el resto de su
cara. La nariz era pequeña, sin llegar a ser respingona. Los labios, finos y rosados, y un pequeño
hoyo en la barbilla. La piel era de un tono tostado, sin llegar al chocolate de las chicas californianas
surferas. La risa sonaba como los primeros acordes de una canción de Jan and Dean.
“¿Te gusta?” le preguntó Conrad.
“Sí, es gracioso”, dijo, seseando, e, incluso así, haciendo silbar las eses ligeramente.
Ese fue el origen de su segundo grupo de visitas a Marruecos. Zuleyma no era monja, sino
bereber de Marruecos, y una profunda devota del Islam. Conrad dejó en parte su vida crapulosa, y
comenzó a acompañarla al salir de clase, e incluso los viernes a la mezquita. A fuerza de tener que
esperarla en la puerta de su casa, que compartía con otras estudiantes, de la mezquita, decidió
convertirse al Islam, una experiencia nueva para él. Después de todo, había probado el peyote por
llevarse al catre a una buena moza mejicana en Tijuana, y esto parecía mucho menos peligroso. Un
viernes de 1991, en una mezquita habilitada en un piso del Camino de Ronda, pronució la frase “No
hay más Dios que Alá, el misericordioso, el verdadero, y Mahoma es su profeta” y pasó a ser
miembro de pleno derecho de la comunidad islámica de Granada, con el nombre de Nurdin. Viajó a
Alhucemas con Zuleyma, en Marruecos, conoció a su padre, a su madre, a sus tres hermanos y dos
hermanas, volvió a viajar, pero al tercer viaje se dio cuenta de que no era esa la vida que él buscaba.
En un año, Zuleyma volvería a Marruecos, organizaría su vida como profesora de Instituto o algo
por el estilo, y probablemente se casara con un funcionario del régimen. Él ni quería ir a Marruecos,
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ni mucho menos casarse. Así que, en su último viaje con ella, en vez de volverse en el ferry de
Melilla con Zuleyma, se fue en autobús hasta Ketama y se trajo la mayor carga de resina de hachís
que nunca había juntado. Se la fumó el solito, en su casa. En un mes, no salió de ella nada más que
para comprar papel de fumar, aunque al final, acabó liándose los porros en papel higiénico. Invitaba
a porros a los que le traían las pizzas, sólo para tener un poco de compañía. Cuando se le acabó, se
encontró totalmente vacío, decepcionado, y echando de menos a Zuleyma, su sonrisa, y el roce de
su mano. Sintió, una vez más, el deseo de ver su pelo. Y sintió, aún más fuerte, el deseo de ver el
resto de su cuerpo, y de estrecharlo. Decidió también no fumar maría nunca más.
Zuleyma ya no quiso hablar con él. A ella le quedaban pocos meses para acabar la carrera, y la
solía entrever en los exámenes, aunque apenas acertaba a ver un centímetro cuadrado de su piel.
Cuando acabaron los exámenes, dejó de verla. Más adelante, Se enteró que había vuelto a
Marruecos.
“Tanto a esta Mancomunidad como a mí personalmente, nos une la más estrecha de las
amistades con el querido Reino de Marruecos. La prosperidad y la estabilidad de ese reino,
entrañable para nosotros, está presente en nuestras decisiones. Es nuestra intención mejorar, en lo
posible, las relaciones económicas, culturales y de todo tipo entre nuestro estado y el Reino
Halauita.” contestó, sin dejar de pensar en Zuleyma.
“¿Y no es cierto también que entre el personal de su campaña se han infiltrado agentes de la
policía secreta halauita?” Dijo alguien, desde una de las pantallas de la videoconferencia. Si era
cierto, el jefe de seguridad de la campaña se iba a enterar. En realidad, lo dudaba bastante. La
Europolicía probablemente se habría enterado y se lo habrían dicho.
“No tengo ninguna información en ese sentido.” contestó Conrado, con la más inocente y sincera
de las expresiones. “Si usted tiene a bien proporcionármela, o mejor aún, si tiene a bien
proporcionársela a la policía europea, estaremos muy agradecidos. Siguiente pregunta.”
Un señor en mangas de camisa, delgado, con bigote ralo y mal peinado, se levantó en la última
fila. “¿Cuáles son sus intenciones con respecto a la Universidad?”.
En la Universidad era donde había iniciado su carrera política. Tardó un año y pico más en
terminar la carrera, y en 1994 ingresó como becario en el departamento de Filología Inglesa. Su
afán de notoriedad, de mostrar a Zuleyma que sí la merecía, y de que oyera hablar de él, aunque
fuera en el lejano Marruecos, lo condujo poco a poco a ser decano de la Facultad de Filosofía y
Letras, director de su departamento, claustral, y, finalmente, con el apoyo de los estudiantes, una
parte del personal de administración y servicios, y todos los sectores no relacionados con las
Ciencias, rector de la Universidad de Granada en el año 2008. Para entonces ya se había olvidado
de su fé musulmana, y puesto a cambiarse el nombre otra vez, se lo había cambiado otra vez a
Conrado. Unos años más tarde, en el 2012, se casó con su esposa actual, Yasmine, una bereber de la
Kabiria argelina, profesora en la Facultad de Medicina, con los ojos verdes, una bonita cabellera
negra, pero la nariz un poco más grande, y los labios un poco más gruesos, que Zuleyma. Aún así,
había sido feliz con ella, y le había dados dos preciosas niñas rubias, Miriam y Polaris.
“La Universidad es el motor de desarrollo cultural y tecnológico de la Mancomunidad. Tendrá
todo nuestro apoyo moral y económico para que lo siga siendo, y yo personalmente pondré todo mi
interés en ello”. De hecho, la cuarta parte de la población de la Mancomunidad estaba relacionada,
directa o indirectamente, con la Universidad: los estudiantes eran la quinta parte de la población
granadina, y el resto eran profesores, personal de administración, suministradores, trabajadores
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
eventuales, y diversos servicios a estudiantes: bares, telecomunicaciones, viajes... La Universidad
era una de las principales fuente de ingresos, y no pensaba cargarse a la gallina de los huevos de
oro.
Por los estatutos de la Universidad, que no permitían la nueva reelección de un rector, dejó de
serlo en el 2016, tras su reelección. Quien ha sido gallo del gallinero no quiere más adelante ser un
simple pollo, así que abandonó la política universitaria, y entró en la política nacional. Se lo planteó
de un modo bastante pragmático: ingresó en el partido que más probabilidad le diera de figurar
entre los elegidos, y ese fue el Partido Andalucista; en un año era diputado en el Parlamento
andaluz. El Parlamento andaluz propiamente dicho duró un año más: al dividirse Andalucía en dos,
se crearon dos nuevos partidos, el Partido Andalucista (Auténtico) y el PLAO. Ninguno de los
dirigentes de las dos nuevas facciones le prometieron ninguna plaza en el boleto electoral, así que,
junto con su mujer, decidió fundar un partido nuevo, que actuaba solamente a nivel granadino, el
Partido Zirí, en el 2021, que más adelante, en el momento oportuno, en el Congreso Nacional del
partido del año 2025, se convertiría en el Partío Zirí por la Independencia.
“No les quepa duda que uno de mis primeros encuentros institucionales será con el
Excelentísimo Rector Magnífico de la Universidad, Don Antero Peña Megías” que era un
mamarracho, un trepa y un pelele del PLAO, dicho sea de paso. Lo iba a tener chungo con él. Caray
con los periodistas, tiran con bala...
“¿Y cuáles van a ser los pasos que va a seguir su gobierno a partir del traspaso de poderes?”,
joder, ya han tenido que mandar al becario, es que ni un presidente de nuevo estado independiente
se podía librar de esa pregunta, cuando en los sesenta o setenta casos anteriores, siempre había sido
exactamente igual; en este caso, además, el tío había llegado tarde, porque ya lo había dicho en la
declaración inicial. En fin, habría que repetirlo.
“Serán los habituales en un proceso de independencia: creación de una comisión constituyente,
lo cual haremos antes de final de año; cuando esté elaborada, se someterá a aprobación mediente
referéndum, y, más adelante convocatoria de elecciones parlamentarias y presidenciales. Lo
habitual en estos casos. Siguiente, por favor” Todavía no le habían hecho la pregunta. Ya iba
tocando.
“¿Qué piensa hacer con respecto a los problemas de orden público, especialmente con los
adolescentes, que tiene la ciudad?” Efectivamente, ahí estaba la pregunta. Demasiado bueno para
ser cierto, que no la hubieran hecho.
“No le quepa la menor duda que, en cuanto asuma la alcaldía de la ciudad, e incluso aunque lo
más importante para mí sea consolidar el proceso de independencia, no olvidaremos los problemas
fundamentales: la vivienda, el orden público, la educación, el tráfico. El gobierno del estado pasa
por el gobierno de las ciudades, y la felicidad de nuestros ciudadanos es la prioridad número uno.”
La había contestado de corrido, sin tartamudear.
“Pero, ¿tiene pensada alguna medida específica?”, éste me suena la voz al de deportes de la
radio, porque pedirle a un político que hable de medidas específicas es pedir peras al olmo.
“Es prematuro hablar de medidas específicas antes de que se alcance una comprensión más
profunda del problema. Tendremos que celebrar reuniones con los diferentes agentes sociales, en
orden a estudiar una estrategia de acercamiento al problema. Y creo que eso va a ser todo, señoras y
señores. Les avisaremos con tiempo de la siguiente convocatoria de rueda de prensa”.
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
A lo largo de la mañana del día 9, en los ratos que le dejaba libre su trabajo, que consistió en
labores administrativas, principalmente, Evaristo mandó varios mensajes al móvil de su hijo, y trató
de consultar su localización en la página web de servicios de su compañía de comunicaciones; todos
los móviles llevaban un receptor GPS y emitían cada cierto tiempo su posición. Pero aparentemente
lo tenía apagado, porque la última posición que registraba era de hacía un par de días. Hizo una
búsqueda rápida de imágenes por cámaras de videovigilancia públicas, pero las búsquedas de caras
no eran muy precisas, y la mayoría de las cámaras no almacenaban más de cinco o diez minutos.
Para hacer una búsqueda de una persona había que ir solicitando a todas las cámaras de una zona,
cada cierto tiempo, lo grabado; y se tardaba más en hacer una búsqueda que la duración en sí de una
grabación: para buscar exhaustivamente tres minutos de diez cámaras hacían falta, al menos, unas
doce horas, y unos recursos computacionales considerables, de los que carecía en la comisaría. Así
que decidió dejar de buscarlo, porque ya volvería. Siempre volvía.
En realidad, a diferencia de lo que había previsto, no hubo ningún incidente digno de mención:
alguien colocó en la fuente de Puerta Real una pancarta donde se podía leer “Andalucía es España”,
pero rápidamente se envió una patrulla allí para quitarla de enmedio. Había prevista también una
manifestación para protestar por la falta de vivienda, en la que participaron unas 50 personas que
aparentemente eran granadinos, y unos mil refugiados. Tampoco hubo incidentes dignos de
mención; además, ellos no se tenían que ocupar más que de desviar el tráfico, de dar leña, en caso
de necesidad se tendrían que ocupar los migueletes, la policía de Andalucía Oriental, que seguía
estando encargada del orden público.
Evaristo, ante la falta de incidentes, se colocó ante el ordenador en actitud deliberativa, y empezó
a pensar en el futuro. Profesionalmente, se presentaba bastante brillante. Ahora la Policía Municipal
tendría más competencias, tendría que convertirse en policía integral, y sería más fácil ascender, en
un par años, podría pasar de suboficial a oficial, seguramente. Bueno, es probable que algunos
migueletes se asimilaran a la nueva policía, pero había posibilidades, seguro. Es que ya iba siendo
hora de ir para arriba: hacía 15 años que había aprobado las oposiciones, y sólo había logrado
ascender a cabo, aunque había algunos zoquetes, como el Miguel, que se habían quedado en guardia
raso.
Y las oposiciones había tenido que sacarlas con cierta prisa, aunque no era ese, en principio, la
vida que él había proyectado. Cuando acabó de estudiar en el Instituto de Baza, se fue a Granada a
estudiar Derecho. Ya era novio de Vanessa, y todos los fines de semana iba a verla. No había
transcurrido ni media hora de la llegada a Gor, donde vivía Vanessa, mientras acababa el
Bachillerato, y ya estaban haciéndolo en el asiento de atrás del coche de los padres de Esteban, o en
el picadero del bar del pueblo. No había acabado el fin de semana, y ya lo habían hecho un par de
veces más, en el coche o, disimuladamente, en los reservados de la discoteca de Baza. Sin embargo,
esos encuentros sexuales, por lo sistemáticos, se hacían con todas las precauciones: preservativos,
espermicidas, píldora del día después a mano, “por lo que pueda pasar”, decía Vanessa.
Pero un miércoles de noviembre del 2010, Vanessa se plantó en el piso de estudiantes de
Evaristo. Evaristo nunca recordaba cuál había sido la razón: celos, muerte de un familiar o mascota,
soledad, cabreo con los padres. El hecho es que a los cinco minutos ya estaban en el catre de
estudiante de Evaristo, casi desnudos, haciéndose el amor una y otra vez, sin ninguna protección.
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Ninguno de ellos sabría decir si fue la primera o la segunda o la tercera vez (fue la segunda) la que
dio lugar a Alan, que nacería 9 meses más tarde en el hospital comarcal de Baza, con sus buenos
tres kilos setecientos cincuenta gramos.
Tremenda barahúnda se lió en el pueblo de Vanessa, que era un pueblo pequeño y tradicional
(algunos todavía vivían en cuevas) y aún le daban cierta importancia a la honra. Resolvieron
casarlos de inmediato. Tanto Vanessa como Evaristo (éste menos, porque estaba en una posición
éticamente un poco más ambigua) se negaron a casarse. Eso sí, se fueron a vivir juntos a Baza, en
una vivienda que tenían los padres de Evaristo encima misma de la suya propia.
Al principio, todo fue muy bonito; Vanessa preparaba su nidito y seguía estudiando cuando
podía, y tanto ella como Evaristo vivía de la sopa boba de sus padres y lo que de vez en cuando
daban los padres de ella. Sin embargo, la situación fue deteriorándose poco a poco unas semanas
antes de nacer el crío. Había visitas continuas de la madre de Evaristo, y menos continuas de la de
Vanessa, tratando de organizar el parto y crianza subsiguiente. Cuando se juntaban las dos suegras,
no podían ni ponerse de acuerdo en el color de la ropa de cuna del niño (cuyo sexo se había
revelado ya claramente en la ecografía).
Así que Evaristo decidió salir de aquél agujero preparándose unas oposiciones. Las que tenían
más probabilidades eran las de Policía Municipal de Granada: estaba cerca, no había muchos temas,
y, además, no había que mudarse de ciudad; por lo menos allí, tenían la familia cerca por si hacía
falta, aunque suficientemene lejos como para que no dieran demasiado la lata. Del dicho al hecho,
sin embargo, hay cierto trecho: el niño nació en el 2011, y entre cólicos de lactante, biberones,
noches sin dormir, visitas nocturnas a urgencias “porque el niño está muy caliente, o porque parece
que está penosillo”, se le fue casi un año completo. Suspendió la primera vez que se presentó, ni
siquiera pudo pasar de las pruebas físicas. La segunda vez, en el 2013, había muy pocas plazas:
logró pasar las pruebas físicas, pero se lo cargaron en el teórico.
En el 2014 el niño, Alan, tenía ya tres años, y hacía gala de un temperamento un tanto inquieto.
Vanessa y Alan lo acompañaron a Granada, a las pruebas. Se ve que eso le dio fuerzas, o coraje, o
el pundonor de un equipo que juega en casa con la afición delante, y esta vez si las aprobó. Cuando
se vio con el uniforme azul de gala, al final del periodo de pruebas, en el que hacía todos los
servicios acompañado y desarmado, le pidió a Vanessa que se casase con él. Se casaron en julio del
2015 en la Iglesia Colegial de Santa María de la Encarnación, de Baza, con bastante pompa y boato.
El chaval iba precioso, con unos pantalones cortos azules oscuros y una camisa con puños bordados
de color amarillo pálido. Eso sí, no se pudo estar quieto ni dos minutos seguidos, y un pariente tuvo
que sacarlo de la Iglesia, antes de que los compañeros de Evaristo, jaleados por familiares,
monaguillos y el cura mismo, decidieran cargar contra él, pero, por lo demás, la boda transcurrió sin
incidentes, los compañeros recién adquiridos de Evaristo los hicieron pasar debajo de los sables
(que tuvieron que comprar en un “Todo a un euro”, porque ya nadie llevaba sables en la policía), y
luego, viaje de novios a Paris y Normandía, que se quedó en París y París, porque Normandía se
declaró independiente. “Menos mal que París no se ha declarado independiente”, decía Evaristo,
que a veces no podía evitar hacer chistes fáciles, pero daba igual, Vanessa se reía mucho.
Cuando volvieron a la vida real, tuvieron que estar un tiempo de alquiler en diversos pisos
dispersos por diferentes barrios granadinos, hasta que dieron la entrada para un piso en construcción
en la Chana, y finalmente se mudaron. En esa época Vanessa había matado sus horas libres,
mientras el niño estaba en el cole, en la Biblioteca de la Junta de Andalucía consultando libros de
medicina y cría infantil, y navegando por Internet, interesada en temas de salud. Ella habría querido
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estudiar medicina o enfermería, pero, absorta en la vorágine de la maternidad, no había podido, ni
había tenido tiempo de matricularse (ni de acabar el instituto, por cierto). Pero poco a poco fue
adquiriendo conocimientos sobre temas de salud, de camino que adquiría conocimientos de
Informática, y al final, decidió convertirse en asesora de salud personal (ASP). Tal profesión vino a
sustituir en la segunda década del milenio a las abuelas y madres, que cuando uno estaba malo le
decían: ponte un emplasto de ojo de sapo, o tómate dos aspirinas y luego haces gárgaras con una
infusión de cardos borriqueros, o acuéstate una semana y no salgas de la casa, que lo que tienes es
el mal de ojo. Los asesores de salud personales, por una tarifa plana mensual de unos cuantos euros,
te daban un diagnóstico rápido por teléfono o Internet y te aconsejaban remedios o herramientas de
diagnóstico que se podían comprar en cualquier supermercado. Venían a ser como los médicos de
medicina general de la seguridad social (ahora SISAO, sistema de salud de Andalucía Oriental, y
más adelante, ya se vería), pero sin las colas: con una llamada o correo electrónico, te remediaban
un resfriado, un dolor de espalda, o un síndrome premenstrual.
A Vanessa le fue bastante bien, consiguio unos cientos de suscriptores en un año, lo cual le
proporcionaba un sueldo estable de un par de miles de euros, con la única desventaja de que tenía
que ir siempre pegada al móvil, y cuando no lo estaba, actualizarse continuamente con nuevos
tratamientos, diagnósticos y centros terapéuticos.
A ella le gustaba la profesión, podía estar en casa todo el tiempo que quería, y, además, conocía
gente: de vez en cuando hacía una quedada con algunos de sus suscriptores, y se iban a comer al
Purche, o a Güéjar Sierra; venía gente hasta de Valladolid, y una vez, vino una pareja de Santiago
de Chile.
A Evaristo le gustaba el desahogo económico que el trabajo de Vanessa aportaba a la economía
familiar; incluso estaban pensando en comprar una casa nueva. Sentía un poco de envidia porque
muchos meses ganaba más dinero que él, pero eso lo estimulaba a solicitar horas extras, y a seguir
todos los caminos posibles al ascenso. A base de trabajar mucho, los dos pensaban que el otro
miembro de la pareja le dedicaba demasiado poco tiempo al niño. Pero no hablaban lo suficiente
con él como para preguntárselo.
Antes de volver a su casa, sobre las dos de la tarde, llamó a su propio teléfono fijo, para ver qué
se iba a encontrar por allí. Un contestador automático, como casi siempre. Ante la perspectiva de
comer solo, se pasó por el centro comercial que había cerca de la comisaría para comprar algo de
comida para cocinarse.
Conrado, mientras tanto, celebraba una comida de trabajo con el resto de su gabinete. Jero se
había pedido comida tailandesa por teléfono, y se la zampaba enfrente de su ordenador, tecleando
de vez en cuando. Esteban dormía la siesta. Más o menos, como habrían hecho cualquier otro lunes;
al menos la independencia en ciernes no había cambiado las buenas costumbres (y las costumbres
siempre son buenas, pues son fruto de un proceso continuo de optimización a través del ensayo y el
error).
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“Botellón en la Plaza de la Trinidad” Eran las doce y un minuto de la noche, cuando la
telefonista de servicio alertó a la Sala de Guardia de un aviso que se acababa de producir. Un
minuto antes, alguien había llamado al 092
“Oiga, ¿la policía?” dijo una voz masculina. De fondo se oía como si tuviera una corrida de toros
puesta en el televisor. A lo mejor la había grabado.
“Sí, ¿qué desea?” contestó la telefonista.
“Mire, le llamo desde aquí, desde el 12 de la Plaza la Trinidá, que hay un follón de cojones, que
aquí no se puede dormir ni hacer ná de ná, que llevan así toa la santa noche, me cagonsusmuertos,
que así no se puede descansar, cojones.”
“¿Qué ocurre, exactamente?”, le contestó, una vez más, la telefonista
“¿Que qué ocurre? Le voy a llevar el teléfono al balcón, pa que se entere...” la corrida de toros
aumentó en fragor, y además, se comenzó a oir la banda de música, que en vez de pasodobles,
tocaba lo que parecía ser una sucesión ininterrumpida de explosiones, zumbidos, sirenas, todo ello
soportado con un sonido de baja frecuencia que apenas si se percibía conscientemente. También se
oían gritos que no eran olés, y risas, e, incluso, puesta a pensar, algún olé que otro. A veces todo el
ruido quedaba ahogado por el rugido de una moto, o quizás de varias. También se escuchaban
llantos, el llanto insistente de un niño. “¿Qué le parece que ocurre?”, le dijo el interlocutor a la
telefonista, agarrando de nuevo el aparato y moviéndose a un sitio menos ruidoso.
“Entendido. Mandamos una patrulla inmediatamente”
La patrulla, en la que iba Evaristo, se acercaba a la plaza de la Trinidad por la calle Tablas, y el
fragor iba en aumento, así como la cantidad de personas que iban o venían. Grupos de cinco o seis
chavales, la mayoría con no más de 15 años, con pantalones bombachos, cortos por encima de la
rodilla, cortos por debajo de la rodilla, camisetas de malla con la camisa encima, o con la camisa
debajo, redecillas en el pelo, coletas en la nuca, encima de las orejas, encima de la frente, pelo
engominado, fuera largo o corto, formando un halo alrededor de la cabeza, trenzado a lo rasta,
barbas ralas, apenas apuntando en la barbilla, cortado al cero, zapatos de plataforma, sandalias,
albarcas de esparto, ojos maquillados, pómulos maquillados, anillos en los dedos, colgantes de oro
y plata, móviles en forma de medallón, de reloj, ropa inteligente, que reflejaba las caras de las
personas de alrededor, caricaturizándolas, o dibujando halos alrededor de la cabeza, o cambiándoles
el peinado; o simplemente cambiaban de color adquiriendo el color justamente complementario de
la media de los colores que había alrededor, para resaltar más.
Otros llevaban ropa camaleónica, un poco menos inteligente, y menos cara, que la “inteligente”;
esta cambiaba su gama de colores dependiendo de la temperatura, o del sonido que las envolviera, y
los que la llevaban se paseaban pavoneándose entre la gente, colocándose cerca de los altavoces
cuya música provocara en las prendas un patrón de colores más incandescente, o más alucinógeno,
o simplemente más. Un chaleco camaleónico costaba aproximadamente lo que Evaristo ganaba en
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un mes, pensó él. Por no mencionar que los mismos chavales llevaba joyas que podía costar tres
veces más, y equipo de comunicaciones que no le iba a la zaga.
En ellas, las chicas, se daba exactamente la misma variedad de atuendos, salvo que llevaban ropa
más ajustada, la mayoría mostraba el ombligo, y la parte superior, o a veces la inferior, de sus
pechos. Casi todos los grupos que iban hacia la Plaza de la Trinidad llevaban bolsas. Los que
volvían sólo llevaban el paso poco firme, y una mirada demasiado fija.
Se cruzaron con varios ciclomotores eléctricos que iban en dirección contraria (en una calle de
una sola dirección), a veces por la acera, y siempre sin casco.
“¿Qué? ¿Les metemos un puro a los de las motos?” le dijo Carmen, la compañera de patrulla,
que iba conduciendo el coche.
Al llegar a la plaza de la Trinidad, apenas si encontraron sitio para parar el coche. Lo dejaron en
doble fila, con las luces azules de emergencia dando vueltas, para dejar clara su presencia. Pero los
de la plaza apenas si lo notaron. Evaristo buscó con la vista a su hijo, pero entre la penumbra de
algunos sitios, la luz que cambiaba continuamente en otros, y la cantidad de gente, habría sido casi
imposible encontrarlo, aunque estuviera a cuatro o cinco cuerpos de distancia.
“No, porque la infracción por la que se nos ha avisado consiste en la contravención de la
ordenanza municipal de ruidos, no en la infracción de las ordenanzas de tráfico. De eso ya se puede
encargar la otra patrulla de guardia”, le contestó Evaristo. Avanzaban en primera, con cuidado de no
chocar con ninguna moto ni atropellar a nadie; tardaron casi cinco minutos en recorrer los cincuenta
metros de la calle Tablas.
Ese mediodía, tras salir de servicio, Evaristo había vuelto a casa. Su mujer no estaba, y su hijo
seguía sin estar, pero, por sutiles cambios en la casa, dedujo que había estado. La puerta del cuarto
de Alan, al final del pasillo, estaba abierta; eso no quería decir nada, pero, al abrir el frigorífico para
sacar algo de comer, vio que un plato de espaguetis boloñesa había desaparecido, que no quedaba
pan Bimbo y que donde antes había medio melón, ahora quedaba sólo una tajada. Por lo menos,
sigue vivo, coleando, y no se ha escapado todavía de casa.
Tras prepararse un arroz de sobre, Evaristo comió solo, mirando las noticias. Los informativos
europeos y los de las cadenas en español apenas le dedicaban un par de minutos a la noticia: una
voz en off relataba la secuencia de los hechos: campaña electoral, elecciones, resultados,
declaración de independencia, con unas bonitas imágenes de la Alhambra de fondo. Luego, un
minuto de la rueda de prensa, Conrado Templeton iluminado por los flashes, levantando la mano
para indicarle a alguien que podía hablar. Medio minuto más con Guillermo Ruiz Neubauer, el
presidente de la Junta de Andalucía Oriental, que indicó simplemente que respetaba la elección de
los granadinos, y que se conduciría de acuerdo a la ley; que, por su parte, esperaba que las nuevas
autoridades granadinas también lo hicieran.
Cuando acabó de comer, intentó sin mucho éxito dormir la siesta tendido en el sofá; cuando llegó
su mujer, sobre las seis de la tarde, se fueron los dos a la cama, y tras hacer el amor, se durmió
como un bendito, acurrucado contra su mujer. Su mujer se levantó al recibir una llamada, y él
siguió durmiendo. Se levantó sobre las diez de la noche, se duchó, cenó y se fue de servicio.
Sus pensamientos lo devolvieron al momento actual. La plaza de la Trinidad era una cacofonía
de cientos de voces, algunas de las cuales apenas si habían cambiado el timbre para convertirse en
voces adultas, y se les escapaba algún que otro gallo. Las voces se mezclaban con el ruido, leve si
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se tratara de una sola persona, de zapatos y zapatillas de tenis y zuecos y sandalias chocando y
rozando contra el suelo, que a su vez se mezclaba con el ruido de la música, que salía de decenas de
altavoces portátiles, situados encima de los bancos, o altavoces integrados en la ropa de algunos,
que se paseaban de un lado a otro de la plaza, moviéndose con el ritmo de la música que llevaban,
literalmente, puesta.
De algunos árboles colgaban pantallas flexibles, no más gruesas que un pliego de cartón, que
emitían vídeos musicales, cambiando continuamente de un canal a otro; otras pantallas simplemente
cambiaban de espirales blancas y negras a fractales rojas y amarillas, pasando por inflorescencias
explosivas, que a su vez se convertían en una procesión de hormigas. Los mismos patrones
aparecían proyectados sobre las paredes de la plaza: los emitían los medallones y proyectores de
muñeca que llevaban algunos de los chavales. Algunos pájaros, creyendo que había llegado el día
por la cantidad de luz que atravesaba sus párpados cerrados, se habían despertado y añadían su
melodía al coro de la plaza, mirando el cielo con bastante desconcierto.
Muchos concurrentes guardaban silencio, movían la cabeza con los ojos cerrados y la boca
abierta. Otros hablaban; había pequeños corros que se pasaban porros entre sí, otros que tecleaban
hábilmente en sus móviles, mandándose mensajes los unos a los otros.
Carmen y Evaristo se habían bajado del coche, y miraban. “¿Qué? ¿Los disolvemos?” dijo
Carmen, con sorna.
“No. Identificar e informar. No podemos hacer más. Si se encuentran estupefacientes no
autorizados, se expide una sanción”, dijo Evaristo, muy serio.
“Querrás decir que si no encontramos estupefacientes, les damos un besito y los arropamos, ¿no?
Porque aquí, el que más y el que menos...”, contestó Carmen, sardónica.
Se acercaron al que tenían más a mano, un chaval que, no bien hubieron aparcado el coche
patrulla, se había apoyado en el mismo para beberse una litrona de cerveza. Llevaba el pelo rubio
formando una explosión alrededor de su cabeza, como huyendo de ella, una camiseta a rayas rojas y
verdes que le llegaba por las rodillas, por debajo de la cual asomaba un palmo de pantalón gris con
un par de bolsillos laterales, y zapatos deportivos verdes y negros.
“Identifíquese, por favor” le dijo Evaristo.
“¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Quieres litrona?” Le contestó, sin dejar de apalancarse en el coche patrulla.
“Identificación. Carnet de identidad.” le aclaró Evaristo, bastante serio. Carmen, mientras tanto,
se dirigía a un grupito que se había formado alredor del quiosco del pan, cerca de la entrada de la
calle Tablas.
“Ofú, vieho, como te pones. Espera, a ver si lo llevo”, dijo, echando mano a la cartera, de donde
sacó varias tarjetas de crédito, de débito y monederos electrónicos, unos quinientos euros, varios
librillos de papel de fumar, y dos condones. “No lo llevo. ¿Pasa algo?”.
“Sí, pasa que voy a avisar a tus padres, ¿saben tus padres que estás aquí?”, le contestó, todavía
bastante serio, y echando mano a su ordenador de muñeca, donde empezó a escribir.
“¿Mis padres? A ver si saben dónde están ellos mismos, no te digo...”, le contestó el chaval, con
una media sonrisa. Algo en su bolsillo silbó.
“Pues te aseguro que lo van a saber. Nombre, apellidos y dirección.”, le dijo Evaristo, bolígrafo
en ristre, empezando a escribir en su ordenador, que llevaba en la muñeca izquierda. Pero el chaval
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no contestó, porque Carmen, su compañera, le había tocado en el hombro. “¿Qué pasa?” Pero no
hizo falta que le contestara. La única luz que se movía en la plaza era la giratoria del coche patrulla,
y la música y las voces habían parado totalmente. Sólo quedaban ellos, el chaval, y dos o tres
cuerpos tirados por el suelo. Se habían ido todos.
“¿Me puedo ir, hefe? Es que mis colegas ya se han ido...“ Echó mano del bolsillo, y miró la
pantalla del móvil, que cogió con las dos manos, pulsando las teclas con los pulgares.
“No, tú te quedas...” Aunque no tuvieron más remedio que soltarlo al cabo de un rato, porque no
podían retenerlo si no había cometido ninguna infracción flagrante.
Llamaron a una ambulancia, que se hizo cargo de los tres desmayados. Una sobredosis de XTC,
una chica deshidratada, y uno que con un par de cubatas más habría caido en coma etílico. Mientras
ayudaban al de la ambulancia a cargarlos, sonó otra vez la radio del coche patrulla. Carmen fue a
recoger el aviso al coche. Habló un momento, y avisó a Evaristo: “Botellón en la placeta de Gracia.
Los del bar se quejan de que no dejan en paz a sus clientes”.
Iba a ser una noche muy larga. Otra más.
El 10 de marzo del año 2026, el que un joven de 14 años se hiciera rico dejó de ser noticia. El
quinto adolescente que se había forrado en lo que iba de año, un chaval del Zaidín llamado Gil
Jiménez Dueñas, ya ni siquiera salió en los periódicos, ni en los impresos, ni en los electrónicos.
Salió en su propia página web, pero eso apenas si contaba.
Gil había decidido ser asistente automovilístico personal, porque sus padres habían sido
mecánicos de coches, y había mamado, como aquél que dice, aceite de motor. Sus padres habían
tenido un pequeño taller en la Avenida de Cervantes, cerca de un kiosco de prensa, y pasaban allí la
mayor parte de sus días, de ocho a ocho, entre bielas, alfombrillas y baterías. Cuando empezaron a
desaparecer los vehículos de combustión interna, hacía unos ocho o nueve años, sus padres se
encontraban demasiado mayores como para reciclarse a los nuevos motores híbridos y células de
combustible y los eléctricos y todo eso que se había empezado a usar, y eso que ninguno llegaba a
los cuarenta años, así que su padre se hizo taxista, mientras que su madre montó una peluquería,
justo en el local donde antes había estado el taller. Por eso a Gil le tiraban los coches, y además, se
dio cuenta que las páginas web de automovilismo, donde se podían ver todos los modelos, comparar
los precios lado a lado, ver las diferentes opciones, los diferentes tipos de propulsión, estaban bien,
pero les faltaba corazón. Gil puso una página web con consejos generales, y un servicio de
suscripción, mediante el cual, todo aquél que quería comprar un coche, podía escribirle o llamarle
por teléfono y él, como en un diálogo socrático, lo guiaba hasta el modelo de coche que le iba mejor
a él mismo o a ella, a su suegra, a sus niños, y hasta al perro y al color de la puerta del garaje si era
necesario. Tras la compra del coche, los llamaba, estuvieran en Vitigudino o en Antofagasta, Chile,
para preguntarles como les había ido. Todas las respuestas las añadía a una enorme base de datos de
gustos personales y de satisfacción del cliente, almacenada en unos ordenadores sitos en una
antigua plataforma petrolífera del Atlántico Norte, que ponía a disposición de anunciantes, las
compañías que vendían automóviles, o las que vendían cualquier producto relacionados con los
mismos. Esa era la parte “oculta” de su negocio, la que no hubiera contado a la prensa, ni aunque le
hubieran llamado para preguntárselo. Y la que verdaderamente le daba dinero.
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Gil era un tanto excepcional por la cantidad de dinero que había ganado, pero el resto de los
quinceañeros, sin ser millonarios, también se ganaban la vida. Apenas acababan la enseñanza
obligatoria, y a veces, sin acabarla, trabajaban, en Granada y en el resto de Europa. No veían ningún
valor en el estudio: todo lo que necesitaban para ganarse la vida estaba Ahí Fuera, a un par de
pulsaciones de ratón. Para qué se iba a pasar uno cinco, o seis, o diez años, estudiando una carrera,
si a lo más que iban a aspirar era a un trabajo de otros cinco o seis años y un cambio radical en la
misma. Se hacían cursillos de seis meses, de un año, o de dos días, y ¡a currar y ganar pasta! La
Universidad seguía dando títulos a quien se lo pedía, y se lo curraba, pero flexibilizaban mucho más
los accesos a las carreras. Había títulos a medida: carreras de seis meses podían consistir en varias
asignaturas de Historia, una de Bellas Artes y otras de matemáticas, carreras de cinco años podían
comenzar con asignaturas de biblioteconomía para acabar con otras de física teórica. Por supuesto,
luego el trabajo en el que finalmente se acababa no tenía nada que ver con ninguna de las dos.
De los adolescentes granadinos millonarios primero a cuarto, y de todos los miles que se habían
hecho ricos como ellos, la mayoría se habían enriquecido con lo mismo: su propias personas. La
“aplicación asesina”, la killer app, de la internet, es decir, aquél uso que hacía que la gente
abandonara otros medios y fuera en masa hacia ella, había resultado ser la gente. Cualquier persona
que tuviera algo que aportar a la comunidad, fuera una experiencia excepcional, o una habilidad
especial haciendo cualquier cosa, desde pantallas de lámparas Tiffany hasta pendientes para
piercings diversos, se montaba un sitio web y un teléfono de acceso global de bajo coste, y, poquito
a poquito, veía su cuenta corriente crecer en dígitos.
En vista del poco eco que había tenido su nuevo estado de millonario, Gil decidió dar el mayor
botellón que había visto la ciudad, y además, para variar, darlo de día. Colocó máquinas
expendedoras de botellines de whisky, coca cola, bebidas inteligentes y refrescos variados a lo largo
del jardín de la carretera de la Zubia. Cada máquina tenía un número de teléfono gratuito, sólo con
llamar a ese número, la máquina soltaba una lata, o un botellín, o una botella de litro de agua de
Lanjarón, para los pastilleros. Para los números de teléfono de estas expendedoras, de los
distribuidores de drogas recreacionales, sólo había que consultar una página web,
www.botellongil.com, donde se daban estos y todos los demás detalles de la fiesta.
La gente empezó a llegar a las once de la mañana del día diez de marzo, y siguieron llegando, y
se iban, y volvían luego. En las clases de los institutos y de las diferentes facultades, sonaba una
pequeña melodía, alguien se echaba mano al bolsillo, sacaba al móvil, y desaparecía. Muchas aulas
de toda Granada, desde la secundaria hasta la universidad, quedaron vacías, y además, hubo que
cerrar un par de colegios y guarderías de los alrededores, por la imposibilidad de hacer nada debido
al ruido. Se formó un atasco fenomenal en la salida y entrada a la autovía, y, finalmente, las
autoridades competentes, después de recibir unas cuantas docenas de llamadas, decidieron darse
cuenta de que era algo más “que unos chavales corriéndose una juerga”.
El problema es que ya, dos días después de la declaración de independencia, no estaba claro cuál
era la autoridad competente. Los migueletes no se daban por enterados. Algunos estaban en las
oficinas de la Policía Municipal, enterándose a ver de qué posibilidades tenían de integrarse; otros
habían ido a Málaga y Almería a buscar piso; la mayoría estaban de baja por enfermedad, para que
le diera tiempo de evaluar su futuro, que, de repente, se les había venido encima. En resumen, se
había creado un vacío de poder, del cual se habían aprovechado los chavales rápidamente.
Y no habían sido los únicos. Los refugiados del Valle del Guadalquivir habían descendido de las
colinas del norte de Granada, desde Pulianillas, Jun y Alfacar, y habían decidido ejercer de gorrillas
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
en cualquier sitio donde alguien pudiera decidir aparcar un coche, y, en algunos calles donde la
gente, espantada, no aparcaba, directamente habían colocado un par de contenedores en medio de la
calle y exigían unos cuantos euros al conductor de todo vehículo que quisiera pasar.
En la calle Joaquina Eguarás, y en la Fray Juan Sánchez Cotán, en el norte de Granada, unos
tipos de mala catadura se buscaron cada uno una gorra, se pusieron con todas sus familias delante
de unas barricadas improvisadas con un par de contenedores de vidrio y de sus propios cuerpos, y, a
todo el que paraba, le decían con fuerte acento sevillano que el barrio se había declarado
independiente, que esta era la frontera, ellos los guardias y que el impuesto de entrada eran cinco, o
diez, o veinte euros, según la pinta de pudiente que tuviera el vehículo y sus ocupantes.
La Policía Municipal poco podía hacer. Primero, porque no era su competencia el orden público,
y aquí se trataba de un problema de orden público de primera magnitud, y, segundo, porque la
mitad de los agentes, más o menos, oliéndose el percal, había decidido no trabajar. Con ciento y
pico agentes de plantilla, apenas si había suficientes para manejar la grúa, recibir llamadas en el
cuartel, y vigilar el Ayuntamiento y las demás instalaciones municipales.
La alcaldesa en funciones, Pepa Fernández-Fígares y Castells, que también era secretaria general
provincial del PLAO, en vista del deterioro de la situación, llamó a capítulo a Conrado Templeton,
a su despacho, a las cuatro de la tarde del día 10 de marzo. Con ello pensaba fastidiarle la siesta y
hallarlo bajo de defensas, porque a esas horas llevaría ya casi diez horas levantado; Pepa lo sabía,
porque le habían llegado informes de que algunas tertulias radiofónicas lo habían llamado antes de
las siete de la mañana. La acompañaba el teniente alcalde de Seguridad Ciudadana, Jaime “Jimmy”
Castro Corcuera, que, aunque no tenía ninguna experiencia en el tema, había sido puesto en el cargo
por su apellido, el mismo de un conocido ministro de Interior del siglo anterior. Si se hubiera
llamado Camacho, o Aragonés, igual le hubiera tocado la concejalía de deportes. También estaba
con ellos Jennifer Alba Garrigues, la delegada provincial de la Junta de Andalucía Oriental. De esta,
nadie sabía muy bien por qué estaba en su puesto. Siempre había estado en un puesto u otro, de las
diferentes administraciones, desde los veintiún años, y ahora tenía casi cincuenta. No había foto de
acto público, cultural o sarao sin fin especificado, en que no apareciera; a ello contribuía su altura, y
su aspecto inconfundible con su pelo moreno cortado al uno. En su carnet de identidad figuraba
como profesión “política”.
Pepa recibió a Conrado en su despacho, después de que lo hiciera pasar un policía municipal,
que estaba de guardia en la puerta; el policía se cuadró y le echó la mano, cuando lo reconoció,
esperando que más adelante, él también fuera reconocido. Pepa lo esperaba sentado detrás de su
mesa, y no se levantó cuando llegó, sólo se incorporó ligeramente para darle la mano. Jimmy, que
estaba sentado al otro lado de la mesa, se levantó y le indicó el sillón tapizado en el que tenía que
sentarse. Jennifer no se movió, salvo para coger un cigarro de un paquete en la mesa, encenderlo y
darle una chupada. Conrado examinó sin ningún recato la mesa llena de papeles, los cuadros, los
aparadores, la decoración en general, decidiendo sobre la marcha qué iba a cambiar y qué se iba a
quedar, aunque, evidentemente, no iba a ocuparla durante mucho tiempo; cuando fuera presidente,
tendría que buscar una nueva residencia y un nuevo despacho. Por lo pronto, la bandera verde,
blanca y amarilla de Andalucía Oriental iba a ser lo primero en desaparecer.
Pepa aparentaba haber ido a la peluquería hacía un par de horas; siempre lo hacía, a cualquier
hora del día o de la tarde. Cada rizo de su cabellera castaña teñida de rubio ocupaba una posición
precisa, de forma absoluta con respecto al resto de sus facciones, y relativa uno respecto de otro. El
flequillo, con un insignificante rizo rebelde, estaba siempre medio centímetro por encima de sus
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
ojos castaños, almendrados, y de mirada intensa. Estaba también recién maquillada, siempre lo
estaba. El maquillaje le hacía aparentar unas veces algunos más de los cuarenta y cinco años que
declaraba tener; otras veces algunos menos, según lo requiriera la situación. Esta vez le tocaba tener
algunos más, es decir, que pintaban bastos. Ella fue la primera en hablar. “Supongo que sabes por
qué te he llamado”, le dijo, sin mediar ningún tipo de formalidad.
“Sí y no. Supongo que para felicitarme por mi victoria, y para ponerte a mi disposición en la
dura etapa de transición que nos espera, para todo lo que redunde en el bien de la Mancomunidad,
¿no? Aparte de eso, no puedo imaginármelo. Y en cuanto a tus compañeros, supongo que para
unirse en los parabienes”, dijo, cruzando las manos sobre la barriga, y esbozando una sonrisa
irónica.
“Pues no y sí. Los parabienes y enhorabuenas, mejor los dejamos para cuando esté la prensa
delante. Ahora, vamos al grano. Ya has visto como está el tema, y llevamos sólo dos días de
'independencia'”, esto lo dijo con un tono tal que dejaba claro que lo ponía entre comillas, “¿qué
tienes preparado para dentro de una semana? ¿Una quema de conventos?” Esto lo decía
metafóricamente, claro. En Granada no quedaba ya ni un convento; hasta los hornos de las monjas y
los asilos de ancianos los llevaban seglares, las hostias consagradas se tenían que importar del
Camerún, y de los diez o doce curas que quedaban en Granada, la mitad eran de Kenia y de China;
la otra mitad, de más allá de Despeñaperros. Si como sucedáneo de una quema de conventos,
hubieran decidido quemar el piso de un cura, lo hubieran tenido difícil para pillarlo en casa; la
mayoría de los curas, que ahora se hacían llamar “Gestores espirituales personales”, y daban Misa
por Internet, estaban todo el día moviéndose de una a otra de las cinco o seis parroquias que tenían
que atender diariamente. Conrado lo sabía bien. Lo tomó como una indicación de lo fuera de la
realidad que estaba la alcaldesa saliente.
“Tengo preparado, si me lo permitís, una toma de poderes lo más pacífica posible. Si no me lo
permitís, también.” dijo, sin dejar de sonreir.
“Comprenderás, que en la situación actual, no lo podemos permitir. No tenemos ningún
inconveniente en que asumas la alcaldía, el pueblo ha hablado y te ha elegido, pero, en la situación
actual” insistió, haciéndole pensar a Conrado que se trataba de algo que se había preparado con
bastante antelación, “no podemos permitir esa 'independencia'”, continuó; aquí las comillas fueron
aún más evidentes. La delegada de la Junta asintió con la barbilla, sin decir una palabra.
“No creo que estéis en condiciones de permitirlo o no. El pueblo de la Mancomunidad deseaba la
independencia, y ha hablado, eligiéndome a mí para digirigirlo hacia ella. Para mí, la única cuestión
es cuando. Y esto sí estoy dispuesto a negociarlo.” dijo Conrado, cruzando las piernas y abriendo
los brazos, en un gesto que pretendía ser conciliador.
“No creo que estés en posición de negociar. Tus votos te dan derecho a una alcaldía, no a un
país”, le dijo Pepa, señalándolo con el dedo.
“¿Y qué necesito para negociar?” dijo Conrado, levantándose. “¿Sacar mis huestes a la calle y
destrozar unos cuantos escaparates cada noche? ¿Pegar unos cuántos tiros en la nuca? ¿Eso fue lo
que hicísteis vosotros cuando declarásteis la independencia de Andalucía Oriental?”
En realidad no, pero sí habían apedreado unos cuantos coches. Hacía ocho años, en junio del
2018, el Málaga C. F. se había declarado campeón de la liga andaluza, venciendo en la última
jornada al Dos Hermanas, y obteniendo un puesto para el año siguiente en la liga europea. Toda
Málaga se había volcado a la Plaza de la Nueva Constitución (renombrada así para que quedara
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
claro que se trataba de la Nueva Constitución Andaluza, y no la antigua española), al grito de “Puta
Sevilla, Puta Capital”, zarandeado algún coche con placas de un concesionario sevillano o escudo
de Sevilla, quemado alguna bandera andaluza, y, en general, armado más follón de la cuenta. La
cosa hubiera quedado ahí, pero los gritos y los incidentes se volvieron a repetir al día siguiente,
cuando toda la plantilla del Málaga paseó en coche descapotable por la ciudad, y todos los días
siguientes.
Al cabo de una semana, en Ronda, en Linares, en Almería, en Granada, cientos de personas se
lanzaban a la calle gritando “Puta Sevilla, Puta Capital” y haciéndolo rimar con “Independencia pará Andalucía Oriental”. Los incidentes vespertinos coincidieron con una serie de ataques a sitios
web de la Junta de Andalucía, de las cofradías del Gran Poder y de la Macarena, y del Sevilla C. F.
y Betis.
A partir de ese momento, los policías andaluces reprimieron con violencia las manifestaciones.
Decenas de policías, con exoesqueletos, cargaban sin más, repartiendo mamporros. Hubo heridos, y
un muerto en Marbella, lo cual provocó nuevas manifestaciones de protesta, exigiendo justicia, lo
que provocó más heridos, más muertes, y más manifestaciones, en una espiral de violencia que
amenazaba con extenderse a los estados vecinos. Asustado, el presidente de la Junta de Andalucía,
sin consultar a nadie más, les concedió la independencia. Pasaron unos cuantos días hasta que a
alguien en Andalucía Oriental se le ocurriera qué hacer con la independencia. Finalmente, los
alcaldes de las capitales decidieron crear una asamblea de Cargos Electos, que se hizo
momentáneamente con el poder, y fue capaz de presentar una sola cara a la Unión Europea y a la
Junta de Andalucía, ahora convertida en Junta de Andalucía Occidental. A eso siguió el clásico
proceso de construcción nacional, que ahora se iba a repetir en Granada.
“Andalucía Oriental se independizó por un levantamiento popular. Aquí el levantamiento
popular lo ha causado la independencia”, dijo Pepa. Jennifer, la delegada del gobierno, encendió
otro cigarro. Conrado fue consciente de la ausencia de comillas alrededor de la palabra
independencia, en la frase de Pepa.
“¿Y? ¿Eso me hace culpable? ¿Si salgo hoy en la tele otra vez y digo que perdonen ustedes que
donde dije digo digo Diego, que no, que no somos independientes, y que asumiré la alcaldía sólo
para mayor gloria de nuestro País, Andalucía Oriental, y de su presidente, Guillermo Ruiz, los
chavales se irán a sus casas y se pondrán a estudiar, y los refugiados volverán a sus chabolas, y se
dedicarán sólo a trapichear droga, sin bloquear calles? ¿En serio os creéis eso?” dijo Conrado,
levantándose de la mesa.
“Sí. Si lo haces, vendrán varias compañías de migueletes de Málaga y Almería, y restablecerán
el orden público. Así podrás asumir la alcaldía con tranquilidad.” dijo Jimmy, abriendo la boca por
primera vez, y reconociendo implícitamente la impotencia del departamento que dirigía.
“Y si no lo hago, los granadinos no podrán dormir en unas semanas, y se producirá un flujo de
euros de los bolsillos de los granadinos hacia los de los refugiados, ¿no? ¿Se trata de eso?”, dijo,
con las manos en los bolsillos y alzando los hombros.
“Aunque nunca admitiremos haber dicho esto, sí, se trata de eso. “ Le contestó Jennifer,
hablando por primera vez.
“Supongo que os dáis cuenta de que eso significa que asumís toda la responsabilidad de lo que
ocurra de aquí a mi toma de posesión como alcalde, e incluso más allá, porque la alcaldía no tiene
porqué preocuparse de los problemas de orden público”, dijo, sentándose otra vez. Habría que
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
enfocar el asunto desde otro ángulo. “Y si la situación se deteriora tanto que tiene que venir la
Europolicía a restablecer el orden, será también responsabilidad vuestra, y no sólo eso, sino que la
Junta de Andalucía Oriental tendrá que pagar los costes que origine”. Todo el mundo temía a la
europolicía: cuando la Unión Europea decidía que la situación en una zona estaba fuera de control,
y que las fuerzas policiales locales no iban a poder, o no iban a querer, acabar con ellas, mandaban
un batallón de muchachotes alemanes, austríacos y polacos, vestidos de azul muy oscuro, con
armaduras personales, que machacaban unas cuantas cabezas, rótulas y tobillos, restauraban el
orden a base de detener a los cabecillas y llevárselos a una prisión en Laponia una temporada, y
presentaban una factura de unos cuantos millones de euros, seguidas de facturas mensuales bastante
elevadas de manutención de los detenidos. Si la situación era aún más seria, y los rebeldes tenían
armas pesadas y una potencia de fuego considerable, tenía que intervenir el Euroejército, como
sucedió en Sevilla en el 15 y en Sicilia en el 16. Las facturas del Euroejército eran mucho más
detalladas, y, por supuesto, prácticamente inasequibles. La Junta de Andalucía, y luego la de
Andalucía Occidental llevaban once años pagando una intervención de un par de días. “Sin
embargo, si aceleramos el traspaso de poderes, sería todo culpa mía, y sólo mía, y la
Mancomunidad tendría que asumir cualquier gasto que se ocasionara. Málaga no tendría que
gastarse un duro”.
“Como se nota que no has nacido en la tierra del chavico, Conrado. Ningún granadino me habría
hecho una oferta similar, ni por el forro”, le dijo Pepa, sinceramente sorprendida. La proposición no
carecía de atractivo: si los refugiados empezaban a sacudirle los bolsillos a la gente más de la
cuenta, o si los chavales se montaban una fiesta en la misma plaza del Carmen, ella, ni Jennifer, no
tendrían nada que ver, sería totalmente un “problema interno”; y si la situación se le iba de las
manos, lo seguiría siendo. Además, cabía la posibilidad de que este Conrado fuera incapaz de
solucionar nada en unos años, y, en las siguientes elecciones, lo largaran y la votaran a ella. Ella
inmediatamente solicitaría el reingreso en Andalucía Oriental. Era simplemente cuestión de tener
paciencia, y largarle la patata caliente a su sucesor. Un par de técnicas que tradicionalmente habían
funcionado a la perfección en la comunidad política en los últimos cincuenta años.
“¿Qué propones, entonces?” le dijo Jimmy, volviéndose hacia él.
“Transferencia de competencias en policía esta misma semana. Todas las comisarías, la de la
Plaza de los Lobos, la de la Plaza de los Campos, pasan bajo el control de una Comisión de
Transición, bajo mi presidencia, y en la que todos vosotros estáis invitados a participar. Todos los
agentes que lo deseen son asimilados a una nueva Policía Nacional de la Mancomunidad, que
asume funciones de policía integral, y que subsume tanto a la antigua policía local de todos los
ayuntamientos de la comunidad como a los migueletes. Y los dejamos que se encarguen del
problema.”, dijo Conrado, y se repantigó en su sillón.
“¿Y el resto de las competencias?” preguntó Pepa.
“Las irá asumiendo poco a poco la misma comisión. Es más, desde ya, y en aras de la
conciliación, os ofrezco una plaza en el Gabinete de un gobierno de Concentración Nacional que
asumirá el poder mientras se elabora una nueva Constitución. Creo que olvidarnos de nuestras
diferencias políticas, y trabajar todos juntos por la construcción de la Mancomunidad, no puede más
que redundar en beneficio de todos”, dijo Conrado, muy serio.
“Los puestos que nos ofreces están bien para nosotros, pero comprenderás que la Junta que
represento no va a ceder unos edificios en pleno centro, y unos agentes de policía ya entrenados y
con experiencia, así por las buenas, ¿no?”, dijo Jennifer, sonriendo con un cigarro en la boca.
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“Al final, se trata de eso, ¿no?”, dijo Conrado, moviendo la cabeza como si estuviera diciendo
que sí. Los gobernantes en Granada siempre habían tenido vocación de inmobiliaria, o quizás era
justamente al revés.
“Sí, y además, para que no te quejes, te damos también un par de edificios abandonados por el
Ejército y la Guardia Civil. Todo por el mismo precio.”, le dijo Jennifer, encendiendo otro cigarro.
“¿Que es cuanto? “ le preguntó, echándose mano al bolsillo de la americana, donde tenía el
móvil. “Da igual, lo hablamos. Tenemos un trato, entonces, ¿no?”
“Supongo que sí”, dijo Pepa. Jennifer y Jimmy asintieron con la cabeza.
Jero se dirigía a su trabajo, la mañana del miércoles 11 de marzo, al Campus de la Salud, por la
calle Pintor López Maldonado, paralela a la Carretera de la Zubia, y sus ojos soñolientos apenas
distinguían el detritus que abundaba en las aceras: bolsas, latas, plásticos, carcasas de móviles,
ropa... Si llevara las ventanillas abiertas, en vez de cerradas para oír bien la radio, habría oido la
música, que todavía seguía a esas horas de la mañana. En todo caso, es poco probable que le
importara lo más mínimo: anoche Virtudes, una enfermera a la que había conocido por ser inversora
en una de sus múltiples peñas de juegos de azar y deportivas, había accedido a quedar con él,
habían comido en un restaurante turco en los alrededores de Plaza Nueva, y luego habían ido
andando a su apartamento, su nidito de sexo, como él lo llamaba en privado (para dejar claro que el
nidito no tenía nada que ver con el amor), en la calle San Juan de los Reyes. Allí Virtudes había
demostrado que las suyas no tenían nada que ver con las teologales, y así habían estado, entre la
cama, el sofá y la alfombra, hasta las tres de la mañana, cuando Jero le había pedido cuartelillo, y
que dejaran alguna postura para la segunda vez. Aunque no estaba muy seguro con lo de la segunda
vez, porque no le gustaba poner la polla donde tenía la olla, y viceversa; las relaciones con
compañeras de trabajo nunca le salían bien. Aunque esta no le podía haber salido mejor. Esperaría a
ver la cara que ponía la próxima vez que se cruzara con ella.
Por eso sonreía, poniendo una cierta cara de imbécil cuando, al ir a aparcar, se le acercó un tipo
con zapatos negros muy sucios, pantalón rojo que ya iba tirando a rosa, y una camiseta verdiblanca
del Betis, con las letras del patrocinador a punto de caerse por su propio peso. Seguía sonriendo
cuando el tipo, que lo había seguido, le tocó en el hombro.
“Eh, oiga, que son diez euros”, le dijo, con bastante desparpajo.
“¿Qué? ¿Qué dices?”, le dijo Jero, cayendo en la cuenta de que Esteban no estaba por ningún
lado, y de que, joder, que eran diez euros. El tenía que estar sin hacer nada en su puesto de trabajo
casi una hora para ganar diez euros, cojones.
“Que soy el aparcacoches. Que son diez euros. Y la voluntad”, le dijo el tipo.
“¿Y si mi voluntad no llega ni a un euro?”, le contestó, un poco tentativamente.
“Pues que a mí me da igual, pero esos amiguetes de ahí “, señaló a tres tíos y una chavala
sentados encima de una valla, con atuendos similares al suyo salvo en la advocación deportiva,
“necesitan corriente para las baterías de sus fragonetas, y de sus móviles, y de sus motos y te
pinchan la batería de tu coche pa cogerla.”.
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“Pues entonces, igual me voy a aparcar a otro lado”, dijo, tratando de entrar en el coche. El tipo
malencarado y peor vestido (salvo que tuvieras realmente afición por el Real Betis Balompié) se lo
impidió.
“Entonces, son cinco euros, por las molestias”, le dijo, agarrándolo bien fuerte del hombro. “En
metálico, por favor”. Por casualidad, llevaba una moneda en el bolsillo delantero del pantalón, y se
la dio. El maleante le soltó, y le dejó ir.
Jero se montó en el coche y se alejó del aparcamiento, maldiciendo su suerte, al maleante, y a
Esteban por haber faltado a su trabajo. Con lo bien que había comenzado el día, ya se lo habían
empezado a fastidiar. Le dio vueltas a cómo podía haber reaccionado, de qué mil maneras podía
haberle partido la cara, y de qué mil y una maneras el maleante se la podía haber partido a él, la cara
u otras partes más útiles y sensibles. Así que decidió hacer algo: llamar a su cuñado Evaristo, que
para eso era policía. Encontró aparcamiento a medio kilómetro de la puerta del hospital, se bajó del
coche y llamó desde su móvil al 112.
“Emergencias, dígame”, le contestó una voz femenina, al otro lado.
“Sí, eh, bueno, que a ver si me podían poner con Evaristo Serrano, el cabo de la policía”, le dijo.
Jerónimo oyó un suspiro; alguien tomaba aire para soltarle esto: “Mire usted, caballero, hay
treinta mil granadinos que no han podido dormir en el sur y unos cuantos miles a los que le han
vaciado el monedero electrónico en el norte, ¿y usted usa el teléfono de emergencias para llamar a
un tal Evaristo? Que sepa que hemos dejado anotado su teléfono, y si lo vuelve hacer incurrirá en
las sanciones correspondientes”, y colgó.
Joer con la telefonista, pensó Jero. Tampoco era para tanto, no tenía más que pulsar cinco o seis
números en el teclado. Él, sin embargo, tuvo que empezar a darle a la libreta de direcciones del
móvil, y buscar el número de su cuñado en la comisaría. Estuvo casi medio minuto hasta que lo
encontró, y otro medio minuto hasta que se dió cuenta de que “Cu#ado Eva” era Evaristo. Le dió a
la tecla de “Enviar” del móvil para efectuar la llamada.
“Comisaría Policía Nacional, dígame”. Estuvo a punto de colgar, porque pensó que se había
equivocado; su cuñado estaba en la policía local, no en la nacional, de hecho, la Policía Nacional no
existía en Andalucía desde hacía unos veinte años, más o menos. No sabía que había entrado en
efecto el acuerdo de Conrado Templeton con la alcaldesa en funciones y la delegada de la Junta, y
la Policía Local había empezado a funcionar como policía integral. Por lo pronto, la nueva Policía
Nacional no podía hacer mucho: no tenía ni armamento, ni equipo, ni apenas agentes, que seguían
de baja la mayoría, pero había cambiado de nombre, una medida fácil y barata.
“Sí, eh, con el cabo Serrano, por favor”, le dijo.
“¿De parte de quién?”, le contestaron. Estuvo pensando si contestar “de una víctima”, “de un
delincuente”, “de un cuñao” o “de un cliente”.
“De parte de su mujer”, contestó. Al fin y al cabo, la mujer de Evaristo era su hermana. Sin el
más mínimo atisbo de sorpresa en su voz, su interlocutor contestó:
“Le pongo”. En la línea comenzó a sonar una música de campanillas y acordeones, cuya letra
decía así “...hombre a quien la suerte, hirió con zarpa de fiera, soy el novio de la...”, pero se quedó
sin saber de quién era novio la chavala que cantaba, porque oyó la voz de su cuñado.
“Dime, cielo”
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
“Eh, no soy mi hermana, soy yo, o sea, eh, vamos, el Jero”.
“Coño, Jero, pues dilo, tío”, le contestó Evaristo.
“Es que no sabía cómo iba a reaccionar el telefonista..., como he tenido una mala experiencia
esta mañana...”
“Bueno, ¿qué? Que hemos quedado esta noche, ¿no?”, le preguntó Evaristo.
“No, bueno, sí, eh, pero no era por eso, era por, bueno, que he tenido un problemilla esta
mañana, un problema policial, vamos”
“No se te habrá ocurrido ir por Joaquina Eguarás, ¿no?”, le volvió a preguntar, un poco
preocupado.
“No, ¿qué pasa por allí?”, sin saber por dónde iban los tiros.
“Nada, déjalo. ¿Qué problema has tenido, entonces?”. Le contó lo que le había pasado en el
aparcamiento del Hospital.
“Cinco euros, ¿no? Pero, ¿te ha pegado?”, le insistía su cuñado.
“No, bueno, sí, me ha apretado aquí arriba, en el esfenoides”, que era una palabra que le había
enseñado la noche anterior Virtudes, entre otras muchas cosas, aunque no sabía si la estaba usando
correctamente, “si quieres, me miro a ver si tengo un cardenal o algo”.
“No, Jero, mira, lo que tienes que hacer es alejarte de ellos y no meterte en follones”, le dijo,
muy convencido, Evaristo.
“Sí, vale, pero bueno, mandaréis una patrulla o algo, ¿no?”, le inquirió.
“Como no sea de jardineros... todos los policías están pillados, a mí me has encontrado aquí de
pura coña. Nos vemos esta noche y me lo cuentas, ¿vale?”, le dijo, y colgó.
“Hasta luego, nos vemos”, le dijo, mientras pensaba, joer, tenga usté cuñaos en las fuerzas de
orden público para esto, pa eso, ya lo podía haber hecho yo, pues la próxima vez que venga de parto
su mujer la va a colar Rita la cantaora, claro, que Vanessa y Evaristo no parecía que estuvieran por
la labor, y además, la anterior vez que había estado de parto él estaba estudiando en el Instituto en
Baza, no de celador; pero, bueno, ya se presentaría alguna ocasión en que hiciera falta colarles.
Seguro que cuando zarandearan a algún neurocirujano la policía decidía hacer algo.
En vista del poco éxito que había tenido su venganza, se fue a trabajar, llegando con un cuarto de
hora de retraso. Después de atender a su parroquia del patronato de apuestas mutuas deportivas y
benéficas para sí mismo, decidió acercarse a buscar a Esteban, que vivía por allí cerca, a menos de
10 minutos andando, en la calle Belchite, un poco preocupado por lo que podía haberle pasado,
porque su día de descanso habitual eran los viernes.
Jero pulsó el timbre, y esperó. Esteban le abrió la puerta en pijama, al cabo de unos minutos,
después de escucharse ruidos y voces indeterminadas. Restregándose los ojos, le hizo un gesto para
que pasara y se sentara donde pillara. Jero entró hacia la derecha, y se encontró con un salón
amplio, con un sofá-esquinera enfrente de donde él se encontraba, y un televisor de bastantes
pulgadas justamente enfrente del sofá. A su derecha había una mesa de despacho, con una silla;
encima de la mesa se encontraba un soldadito de plomo que Jero jamás identificaría como un
jenízaro, a medio pintar; le faltaban los pies y la cabeza. Detrás suyo vio una estantería donde una
verdadera ONU espacial y temporal le miraba en actitudes de combate: había desde un soldado
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
chino de la guerra contra India en el 2017, hasta un soldado persa de la batalla de Gaugamela,
pasando por un soldado español en pijama de la guerra de Cuba, de finales del siglo XIX, y un
diorama completo que mostraba una patrulla alemana en el frente ruso (o algún otro sitio
igualmente frío y nevado), probablemente en el 42 o 43.
Jero se dedicó a ver los soldados, y a contemplar a Esteban de reojo, mientras este preparaba café
en la pequeña cocina empotrada dentro del mismo salón. A estas horas de la mañana, sin afeitar y
despeinado, Esteban no aparentaba ni un minuto menos, aunque tampoco ni un minuto más, de los
cuarenta y dos años que tenía. Sus patillas estaban ya grises en los extremos, los pelos de la barba
eran una mezcla de diferentes tonos de castaño y blanco, y las arrugas afloraban claramente a su
cara cada vez que hacía un gesto. Tenía los ojos un poco hundidos, las ojeras evidentes, y, sin
haberse peinado, estaba bastante claro que tenía demasiado pelo: el flequillo le caía sobre la cara, y
tenía que echárselo continuamente a un lado con un dedo.
Intercambiaron un par de palabras, porque Esteban, aparentemente, no tenía ganas de más; al
parecer, no había acudido a su puesto de trabajo simplemente porque no le había dado la gana.
Cuando entró al cuarto de baño a afeitarse y hacer sus abluciones matutinas, Jero encendió la tele;
el telediario local mostraba imágenes de la megafiesta de la carretera de la Zubia, que aunque, un
tanto confusas por la profusión de gente y de efectos luminosos, dejaba claro que había sido una
fiesta de dimensiones épicas; de hecho, si Jero se hubiera esforzado un poco, hubiera oído, desde
donde estaba, separado por unos quinientros metros y muchas callejuelas, el rumor de la fiesta. La
imagen cambió para mostrar, desde un helicóptero, una secuencia en la que un coche se paraba en
una barricada, soltaba algo por la ventanilla a alguien que se acercaba, y seguía; al conductor del
siguiente coche le abrieron la puerta del coche, lo sacaron y lo patearon un poco, antes de que se
levantara y le diera algo a los tipos que le habían zurrado. Ahora empezaba a entender Jero a lo que
se refería la operadora del teléfono de emergencias y su cuñado con lo de la calle Joaquina Eguarás.
La siguiente imagen fue de Conrado Templeton, detrás de un pedestal, diciendo algo. El sonido del
televisor estaba tan bajo que no entendió nada.
Esteban salió al cabo de un momento, duchado, con el pelo decentemente echado hacia atrás, y
bien afeitado. Llevaba puesto un chándal azul, con una triple banda amarilla a lo largo de las
mangas y perneras del pantalón: el chándal del euroejército.
“Me decías que te habían zurrado, ¿no?”, le dijo Esteban, sentándose en el sofá, y cogiendo el
café solo que Jero le había servido mientras se bañaba.
“No, pero como si lo hubieran hecho, cojones, me han atropellado mi dignidad, que es lo mismo,
¿no?”, dijo Jero, un poco cabreado.
“Créeme, cuando te atropellen, sabrás la diferencia. ¿Y qué quieres que haga yo?”, le dijo
Esteban.
“Coño, Esteban, qué quieres que te diga, haz lo que te salga de los cojones... te han quitado el
puesto de trabajo, ¿y me preguntas que qué quiero que hagas? Pues ya te lo he dicho, haz lo que te
salga de los cojones, tú mismo...”, dijo Jero, echándose hacia atrás, un poco cabreado por no haber
encontrado la forma de consumar su venganza.
“Amos a ver, Jero, ¿qué coño quieres que haga? ¿Presento una reclamación en el Ministerio de
Trabajo, o como coño se llame el chiringuito equivalente que monten ahora? ¿Grito ¡a mí el
euroejército!, y todos mis colegas de toda Europa acudirán para preservar mi fuente de riqueza y el
'modo de vida europeo'? ¿O quieres que me ponga el exoesqueleto que tengo escondido debajo de la
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
cama y me líe a hostias?”, le contestó Esteban.
“Coño, Esteban, no te mosquees, tío... encima que me preocupo por tí, por tu salud, viniendo
aquí, y por tu puesto de trabajo... eh, oye, ¿en serio que tienes un exoesqueleto guardado debajo de
la cama? “ le preguntó Jero, genuinamente interesado.
“No, lo guardo en la baca del tanque que tengo aparcado ahí abajo, no te jode. Cojones, Jero, ¿tú
sabes lo que vale un exoesqueleto?”, le preguntó. De hecho, ni siquiera lo sabía el, pero eran unos
cuantos cientos de miles de euros; como un vehículo blindado, más o menos. Un exoesqueleto
permitía al soldado moverse con agilidad en la zona de combate, lo protegía de las deflagraciones
con la armadura integrada, y además, llevaba integradas armas láser, eléctricas, armas no letales
como disparadores de espuma auto-coagulante, que permitía inmovilizar durante unas horas al
enemigo, y, por supuesto, equipo de comunicaciones y su propia célula de combustible, con
autonomía para varias semanas. Por eso les llamaban “Los Meones”: la célula de combustible
emitía continuamente vapor de agua, que a veces se condensaba y descendía, como un reguero, por
la pierna del traje. Era como llevar un tanque puesto encima, pero se podía ligar sin salir de él. Para
consumar el ligue, sin embargo, había que quitárselo: las zonas más sensibles estaban protegidas
por un blindaje.
“Bueno, ¿no vas a hacer nada entonces?”, le volvió a preguntar Jerónimo, algo frustrado.
“Sí, voy a poner en práctica todo lo que me han enseñado en el ejército”, contestó,
enigmáticamente, Esteban.
“O sea, vamos, que les vas a tender una emboscada, y los vas a inflar a hostias y no van a saber
ni por dónde les ha venido”, dijo Jero, frotándose mentalmente las manos. Eso no podía perdérselo.
“No. Voy a hablar con ellos”.
Juntos, se dirigieron, bajando por la calle Pringarrón, Santa Adela y Santa Rosalía, hacia el
aparcamiento, cruzando el puente sobre el río Dílar. Dese allí vieron como los refugiados le seguían
pidiendo dinero a la gente que aparcaba, y a veces también a la que salía del aparcamiento. Ahora
había cinco, dos mujeres entre ellos, pero no eran los mismos. Los que no “trabajaban” en ese
momento estaban comiéndose sendos bocadillos, regándolos con tragos de cartones de vino y litros
de cerveza, colocados en la valla.
Jero se quedó esperando, semiescondido detrás de una furgoneta; Esteban se dirigió directamente
a los comensales; al darse cuenta, el “currante” se fue también hacia él. Desde donde estaba, Jero no
podía oirlos, pero sí podía distinguir sus gestos. Los refugiados se mostraron un poco sorprendidos
cuando Esteban fue hacia ellos. Dejaron el bocata encima de la valla, y se levantaron, en una
posición de lucha o huida bastante evidente; las manos colgaban verticales a lo largo del cuerpo, y
los puños cerrados. Esteban se dirigió a ellos con las palmas hacia delante, para dejar bien claras sus
intenciones pacíficas. Los otros le hicieron un gesto para que se parara, y Esteban se paró a unos
dos o tres metros, y empezó a hablarles. Los refugiados pusieron cara de perplejidad, pero luego,
empezaron a rascarse la barbilla. Esteban los señalaba, señalaba los coches, hacía un gesto,
abarcando el aparcamiento, golpeaba el dorso de los dedos de la mano derecha contra la palma de la
izquierda, indicando o bien “os vais a enterar” o “pagar”. Los señalaba uno a uno, y luego señalaba
hacia fuera, hacia un sitio indeterminado lejos del aparcamiento. Finalmente, tres de ellos se fueron,
uno se puso a hablar por un móvil, otro volvió a trabajar, y Esteban volvió con Jero.
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
“¿Qué? No parece que hayas conseguido mucho. Ese sigue pidiendo dineros”, le dijo Jero.
“Sí, pero ahora trabaja para mí. “, le dijo Esteban, que ya volvía hacia su casa.
“Pero qué dices, tío. Tú estás ido...”, le dijo Jero.
“Ni mucho menos, al final, les he convencido de que eso de amenazar al cliente no es un método
de desarrollo sostenible, que los espanta y además, puede darte problemas, si no con la policía, con
algun guardia de seguridad más celoso de la cuenta; que, además, no pueden poner los precios
arbitrariamente, sino de acuerdo al mercado, y que tienen que diversificar su oferta; vamos, no le he
podido contar todo en diez minutos, pero he quedado en darles un cursillo a ellos y a sus colegas.”
Esteban sonreía con satisfacción. “Oye, ¿tú crees que me dejarán el salón de actos del hospital? A
cambio de una rebaja en las tarifas, claro está. O, pensándolo mejor, ofrecer más servicios por el
mismo precio... un servicio de diagnóstico exprés, por ejemplo. Durante un tiempo limitado, claro
está”.
Jerónimo estaba tan estupefacto, que apenas si acertó a responder... “Eh, no sé, tendrás que
preguntárselo al gerente...”
“Oye, y ya puestos,” dijo Esteban, “¿tú podrías hacerles la página web?”
Poco después de la llamada de Jero, y mientras Evaristo escribía unos informes en el ordenador,
recibió un mensaje instantáneo del sargento de guardia en la pantalla, convocándolo a una reunión,
junto con todos los demás. No era la hora habitual de las reuniones, así que eso sólo podía significar
que iban a pedir voluntarios para algo. Antes de ir, le dio tiempo de mandar un mensaje más al
móvil de su hijo, y comprobar su posición geográfica, a través de la página web de la compañía que
le daba servicio al móvil. Aparentemente, estaba en los alrededores de la Carretera de la Zubia. O
sea, en la juerga del tal Gil. Bueno, mientras fuera así...
En la sala de juntas, Evaristo se encontró con cinco o seis compañeros, no más. El sargento
aparentaba exceso de trabajo: bolsas bajo los ojos, pelo alborotado, continuos guiños del ojo
izquierdo.
“Os he reunido aquí porque necesito un voluntario o voluntaria para una misión”. Evaristo no se
había equivocado. “No sé si habéis oido hablar de la comisión de Traspaso de Poderes.” Evaristo
había oido algo, esa mañana antes de entrar a trabajar, en las noticias. Ya se imaginaba él que tarde
o temprano, todo el peso de la independencia iba a caer sobre la policía local, y, dentro de la policía,
sobre los currantes. Muchos de sus compañeros también, por eso llevaban un par de días sin que se
les viera el pelo por la comisaría. “Ya sabéis que ahora, y mientras que se cree otro cuerpo donde
quedemos absorbidos nosotros y los migueletes, tenemos todas las funciones de la policía: orden
público, tráfico, investigación criminal, vamos, todo.” Alguien levantó la mano: era Micaela, la
enlace sindical.
“No, lo que yo quiero decir es que, primero, todas esas funciones llevarán su complemento
correspondiente, según el artículo siete del convenio colectivo, y, segundo, que si se desea que los
agentes asuman esas funciones, deberán dárseles los cursillos correspondientes, amortizándosele
cada dos horas de cursillo con una hora de jornada de trabajo, según el artículo doce del convenio
colectivo, relativo a la formación del agente.”, dijo, sin bajar siquiera la mano. Micaela parecía estar
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hecha de un material al cual la Tierra atraía con más fuerza que la carne, músculos y dermis de los
demás mortales: sus párpados estaban caidos, su papada estaba caida sus mofletes estaban caidos, y
las bolsas de debajo de los ojos también estaban caidas. Sus pechos y trasero también estaban
afectados de esa gravedad diferencial. Su pelo era tan lacio, que bien podía haber tenido una
plomada enganchada a cada uno de sus cabellos. Por eso hablaba con tanta gravedad siempre, o
viceversa.
“Gracias, Micaela, por la información. Lo tendremos en cuenta”, dijo el sargento.
“No, si yo lo digo porque mañana celebramos asamblea sindical junto con los compañeros del
sector de la Seguridad Pública y Privada, y vamos a solicitar el aplazamiento de cualquier
ampliación de las funciones del cuerpo mientras no se negocie, y firme, el nuevo convenio.”, dijo,
todavía con la mano alzada.
“Sí, gracias, Micaela, sí, lo tendremos en cuenta”, insistió el sargento.
“No, yo lo decía por informar a los compañeros que están en su derecho a negarse a realizar
cualquier misión no especificada en el convenio colectivo...”, seguía Micaela.
“Micaela, por favor. Si quieres convocar asamblea, ponlo en la página web y en el tablón de
anuncios, pero, por favor, no nos des más la badila. Ahora estamos tratando de otros temas. “ Dijo
el sargento, un tanto hastiado.
“Le recuerdo que según el artículo 17 del convenio colectivo se consagra la libertad de expresión
y el derecho a la información del trabajador en cualquier contexto en el cual se produzca una
especificación de tareas laborales...” dijo, poniéndose esta vez de pie, algo mosqueada...
“Y yo te recuerdo que soy sargento y tú guardia raso. Y que el convenio tendrá que decir en
algún lado que se debe obedecer a los superiores, digo yo, y que te estoy diciendo que te calles
aunque sea un momento”, dijo al sargento, un poco mosqueado. “Y que si no te gusta, te vayas al
sector del metal, o al de la cría caballar”
“No, si yo lo que quería decir es...” dijo, sentándose.
“Silencio, Micaela, un momento, ¡por Dios!, luego dí lo que te salga de los cojones. Lo único
que quería decir es que se va a crear una unidad conjunta nuestra con los migueletes para controlar
las fiestas juveniles, y que queremos un voluntario, sargento o cabo, para coordinarla. Hala, ya lo he
dicho, cojones”, dijo el sargento, resoplando.
Evaristo se vio a si mismo levantando la mano. Miró alrededor, y vio que nadie más lo había
hecho.
“Ah, se me había olvidado, quien se presente voluntario, recibirá temporalmente un ascenso a
cabo primera. “ Los dos cabos restantes levantaron la mano.
“Así me gusta, vocación. Eso es todo, rompan filas. Evaristo, a mi despacho.”
El jueves día doce, a las 4 de la tarde, Evaristo iba en un coche patrulla de los migueletes, blanco
y amarillo, por la carretera de la Zubia, en dirección al palacio de los Deportes. A derecha e
izquierda, delante y detrás, chavales iban y venían, obligando a reducir la velocidad. Por el sonido,
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parecía que estaban en medio de una feria, pero sin carruseles. A Evaristo le habían asignado un
compañero, Néstor, que era cabo de los migueletes, y que no hacía más que hacerle la pelota, a ver
si lo podía meter en la nueva Policía de la Mancomunidad, o como diablos se llamara. Néstor era de
Palencia, y había estado destinado en la Europolicía antes de pasar a los migueletes.
“No, si yo lo de la independencia lo veo bien, ¿sabes?, si lo que no podía ser es que Málaga
tenga ópera, puerto, playa, un aeropuerto que te cagas, el Parlamento, y todo, y aquí en Granada no
haya nada de eso. Digo yo, la independencia, vamos, la de antes, se suponía que iba a acabar con las
desigualdades...”, decía Néstor
“Bueno, aeropuerto sí que hay, y ópera en el Palacio de los Congresos de vez en cuando”, decía
Evaristo, como disculpándose.
“Bueno, pero ¿y tren? ¿Cuántos trenes salen de la estación? ¿Hay tren de cercanías? Bueno, y
eso por no hablar de las conexiones de Internet inalámbricas, que en Málaga hay hasta en la misma
playa, joder, una vez estuve yo allí con mi mujer, y dije, oye, la cara de esa tía me suena, y nada,
que saqué el ordenador de bolsillo, y me puse a buscar en tiasfamosas.com, y joder, que iba como
las motos, que se bajaba las páginas así, “ y chasqueó los dedos, ”, le dije a mi mujer, oye, esto va
como las motos...”
“Bueno, eso son compañías privadas”, la red ferroviaria y los trenes que iban por ella hacía ya
más de diez años que habían sido privatizadas, lo cual provocó una explosión de compañías
privadas que compraban un par de vagones con sendas células de combustible, y hala, a hacer
recorridos pequeños o grandes, a alta o baja velocidad. Lo que ocurría es que para tender nuevas
líneas, tenían que hacerse informes de impacto ambiental y enviarlos a la burocracia europea, que
generalmente los perdía, y antes o después tenían que poner de acuerdo tres o cuatro o cinco nuevos
estados europeos. Por eso, desde principios del siglo XXI, prácticamente no se había ampliado la
red de ferrocarriles en toda europa, salvo dentro de los nuevos estados independientes. De hecho,
Conrado Templeton había prometido una red de ferrocarriles para el área metropolitana, que
resucitara el antiguo tranvía, y negociaciones con los gobiernos correspondientes para tener líneas a
la costa y a la Sierra. El tren de alta velocidad con Málaga y las otras capitales de Andalucía
Oriental y Occidental, incluso con Madrid, llevaba ya unos años funcionando.
“Joder, y el avión, no te quiero decir nada; desde Málaga, puedes ir y volver a París en el día,
vamos, que cuando estaba yo en la Europolicía, destinado en Amsterdam, tenía la novia en Madrid,
y me pedía el día, y me iba para allá, vamos, pero si la hubiera tenido en Málaga, igual, bueno, al
final me eché otra novia en Amsterdam, es que allí había mucho vicio, para qué te voy a contar... “
le decía Néstor, sonriendo para sus adentros.
Evaristo, por el contrario, no borraba su expresión de preocupación en la cara. Llevaba sin ver a
su hijo desde el domingo por la mañana, cuando lo había entrevisto salir de su cuarto y dirigirse a la
calle mientras ellos dormían, o hacían como que dormían. Intentaba encontrar la indumentaria que
le parecía recordar que su hijo llevaba el domingo pasado, una camisa a rayas rojas y blancas y
pantalones piratas de color negro, pero igual se había cambiado en alguna de sus incursiones
sigilosas en la casa. Escrutaba la cara de los chavales, pero no reconocía la de su hijo.
Pero Evaristo no estaba allí para eso, sino en una “misión de reconocimiento en fuerza”, o sea,
para echar un vistazo, pero si alguien se ponía chulo, dar un par de hostias; para eso llevaban a
Néstor, que había repartido hostias a diversos elementos de la juventud desde Ljubliana hasta
Uppsala, pasando por Dortmund y Zaragoza.
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
En realidad, lo que estaban reconociendo se lo podían haber comprado, por un puñado de euros,
a cualquiera de las fuerzas de seguridad que habían enviado a los abejorros, pequeños aviones sin
conductor, que volaban de forma automática a baja altura, tomando fotos de alta resolución.
Aunque ninguno llevaba signos, por las ofertas de videos de vigilancia que se encontraban en la red,
había abejorros europeos, de Andalucía Oriental y Occidental, brasileños, rusos e incluso uno de
Singapur, aunque era probable que algunos abejorros lo llevaran a medias entre dos o más fuerzas
de seguridad y agencias de noticias. Lo que revelaban esas fotos y videos, los reconocimientos en
helicóptero, y el reconocimiento que él y otras patrullas estaban haciendo, era lo mismo: la Fiesta
por la Millonariedad de Gil se había convertido en un ente casi viviente, que se retroalimentaba, día
y noche, con la llegada de nuevas personas, nuevos suministros de bebidas, comidas y
estupefacientes, nuevas aportaciones de videos musicales a las pantallas colgadas en las farolas y
estiradas entre dos ramas de los olivos que poblaban el paseo; continuamente llegaba gente de otras
ciudades de los alrededores, la estación de autobuses y la del ferrocarril eran hervideros, un tráfico
continuo de chavales que llegaban hasta de Ciudad Real, para unirse a la fiesta. La Fiesta, así, con
mayúsculas, era como una picadora de carne, a la que entraban continuamente adolescentes
relativamente descansados y sobrios, y salían dos, tres o doce horas más tarde menos sobrios y
menos descansados, para volver un poco más tarde cuando hubieran restablecido sus niveles
habituales de descanso y sobriedad.
Mientras tanto, Néstor seguía con su perorata: “No, si ésto tiene solución fácil”, decía. “Mira, un
blindado con manguera y con cañón de lacrimógenos, que entre por allí”, indicó el doble carril de la
carretera de la Zubia, dirección Granada, “y otro por allí”, indicando la rotonda de la fuente, de
donde procedían, “luego, controles en todas estas calles, se detiene a todo el mundo, y problema
solucionado”.
“O mejor, les sueltas los perros policía, ¿no? Cojones, Néstor, que son chavales, y no hacen más
que divertirse”, dijo Evaristo.
“Hombre, Evaristo, si le parece nos vamos para cada uno y le convencemos con buenas palabras
de que no hagan ruido y dejen dormir la siesta al vecindario, ¿no?”, le contestó Néstor, perdiendo su
locuacidad.
“Mira, no sé cuál es la solución, pero a hostias no se soluciona nada”, dijo Evaristo. Él nunca le
había pegado a su hijo, o al menos no recordaba haberlo hecho, ni su mujer tampoco. Cuando era
pequeño y lo exasperaba más de la cuenta, pedía la sustitución y su mujer se encargaba; él se
quitaba de enmedio, para prepararse sus oposiciones. Cuando sucedía al contrario, él estaba allí,
como reserva, y su mujer era la que tenía que ahogar su mal humor yéndose a la Biblioteca, a
estudiar. Él, sin embargo, se acostumbró a barrer, limpiar y quitar el polvo cada vez que el niño le
ponía más nervioso de la cuenta, una actividad física que le calmaba, poco a poco. Quizá, por ese
continuo cambio de progenitores, o puede que por razones totalmente ignotas, y sin que ninguno de
los dos fuera consciente de ello, su hijo Alan, según iba siendo más autónomo, los iba necesitando
menos, les iba dirigiendo menos palabras. Cuando tenía ocho o nueve años, apenas si cruzaban un
par de frases en la mesa, a la hora de comer, y eso las pocas veces que podían comer juntos; cada
uno tenía su horario, y cuando estaban en casa, cogían del frigorífico lo que querían, o lo pedían por
teléfono, y se lo comían enfrente de la tele. El año anterior, cuando Alan tenía catorce años, había
encontrado trabajo repartiendo comida a domicilio los fines de semana para un restaurante chino, y
el último vínculo que les quedaba, el económico, comenzó a desintegrarse también. Ahora sólo
esperaban que el día que saliera de casa para irse a vivir solo, les dejara su dirección. Mientras
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tanto, no perdían la esperanza de restablecer lazos con él, aunque esos lazos consistieran sólo en
verse de vez en cuando.
En esos pensamientos estaba Evaristo cuando acabaron el reconocimiento, volvieron a la
comisaría por la autovía de circunvalación, llegando en unos minutos. Allí asistió a una breve
reunión, entre los policías municipales y los migueletes, y se decidieron hacer el ataque en varios
frentes, de forma no demasiado diferente a la recomendada por Néstor. A las 20:35, dos furgonetas
entraban por direcciones opuestas, a lo largo de la Glorieta de la carretera de la Zubia.
Simultáneamente, un comando de operaciones especiales secuestraba la máquina de las coca-colas,
refrescos y bocadillos, dejándolos sin suministros. Unos veinte agentes en parejas comenzaban a
pedir la documentación de todo el mundo que se encontraba, buscaban en las bases de datos las
coordenadas de las familias, y les enviaban un mensaje, que les aparecería en la pantalla del
televisor o del móvil, indicándole dónde se encontraban sus hijos. A los diez minutos, grupos de
padres iracundos empezaban a recorrer la glorieta, buscando a sus chiquillos.
Eso no hizo que cesara la fiesta; había varios miles de personas, y era materialmente imposible
pedirles la documentación a todos; además, muchos ya identificados, y cuyos padres no querían, o
no podían, recogerlos, se quedaban simplemente allí, escuchando la música, bailando, viendo los
videos, hablando. Así que, a las 21:07, hubo que recurrir al plan B: las dos furgonetas empezaron a
emitir, con dos mil vatios de potencia cada una, “Me va, me va, me va”, un bonito éxito melódico
de Julio Iglesias, que ahogó todos los demás sonidos, y que hizo que hasta los más recalcitrantes
hubieran abandonado la fiesta a las 21:13 minutos. En ese momento sólo quedaban los muy vagos,
los muy colgados y los muy borrachos; de estos últimos se encargaron las ambulancias, que no
tardaron en venir. A los primeros, simplemente se les dejó allí.
Evaristo, que había participado in situ, coordinando la operación, le pidió a Néstor que lo dejara
con el coche patrulla en su casa. Cuando ya habían tomado la salida de la autovía por la Chana,
recibió un aviso en la radio del coche. “Botellón fiestón juergón en la Plaza de las Pasiegas”.
Llamaron a la central, pero no pudo hacer nada. Todos los agentes habían salido de servicio.
Conrado Templeton recibía en su despacho de concejal, el viernes día 12 de marzo del 2026, por
la mañana, los informes de la Policía y la prensa, y los discutía con su gabinete. Al parecer, la
macrofiesta de la Carretera de la Zubia se había disuelto con éxito, y no había habido ninguna baja
(salvo las debidas a la fiesta en sí); las demás fiestas que habían ido surgiendo por toda la ciudad
habían acabado por sí solas a las cuatro o cinco de la mañana, y sólo había habido que lamentar los
habituales ataques de nervios de la población civil. En cuanto al problema de los refugiados, al
parecer, esta mañana habían aparecido todos ellos de uniforme, en las zonas de aparcamiento
habituales, y habían dejado de amenazar al personal; las barricadas en algunas calles de los barios
de Cartuja y Almanjáyar habían desaparecido en cuanto que los elementos locales del barrio,
agrupados en mafias mejor establecidas, les habían exigido parte, e incluso toda la ganancia, a los
refugiados. Ahí sí había habido que lamentar unas cuantas bajas.
“Por lo pronto, problema solucionado. Pasamos al nivel siguiente del juego, ¿no?” dijo Conrado,
dirigiéndose a sus colaboradores. Estaban con él la futura ministra de Interior, Angustias Díaz de la
Guardia Barbero, que era, de todo su partido, la que más experiencia tenía en temas de orden
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público, porque había sido jefa de una tropa de boy scouts; además, hacía diez años, había sido del
tipo de mujeres que provocaban, con su sola presencia, accidentes de circulación y altercados en los
bares, dependiendo, claro está, de su indumentaria; actualmente aceptaba con liberalidad los
consejos de su propio asesor personal de imagen, y unas sabias inversiones en cirugía plástica y en
ropa le hacían provocar todavía algún accidente. Todo ello no había sido obstáculo para que, a sus
treinta y cinco años, tuviera un currículum mucho más completo que casi todos los demás
miembros del gabinete. Había estudiado Bioinformática en la Universidad Complutense de Madrid,
y cuando salió, trece o catorce años antes, había formado su propia empresa, que comercializaba un
programa para analizar secuencias de ADN, combinado con una base de datos que mostraba las
analogías entre las secuencias analizadas y las de otros animales, incluyendo el ser humano; eso
permitía hallar fácilmente, a partir del fármaco específico para una secuencia determinada en algún
animal, otros fármacos para otras especies usando pequeñas variaciones, que el propio programa se
encargaba de sugerir. El usuario del programa prácticamente no tenía más que sintetizarla (lo cual
podía hacer el propio programa, con el módulo adecuado), y hacer las pruebas clínicas. Esa empresa
le dejó bastante dinero, que ella invirtió en financiar su propia campaña al Parlamento Europeo por
el Partido Progresista Independiente, una franquicia que agrupaba a políticos-empresarios sin más
ideología que la estrictamente requerida para hacer carrera en política, y que necesitaban una
organización de algún tipo para presentarse al Parlamento. Fue parlamentaria durante unos cuantos
años, para finalmente, aburrida y sintiendo la llamada del sur, de su tierra, sacar unas oposiciones
en la Universidad de Granada para enseñar Bioinformática. Simultáneamente, estaba intentando
hacer la carrera de Derecho en la misma Universidad, con poco éxito. En una cuchipanda o sarao
universitario la encontró Conrado, y le pidió que se uniera a su partido. Maria Angustias iba a ser,
además, ministra de administraciones públicas, porque un país tan pequeño no se podía permitir
tener dieciséis o veinte ministros.
A través de Maria Angustias conoció Conrado a otra persona, que ahora iba a ser también
miembro del gabinete, Luis Zamora Zafra, el “zeta zeta”, como lo conocían sus alumnos de la
Facultad de Derecho, entre los que se había encontrado Maria Angustias. Era una persona que
llevaba el Aranzadi entero metido en la memoria de su ordenador de bolsillo, pero apenas lo
necesitaba, porque era capaz de recordar sentencias enteras; las malas lenguas decían que su gran
conocimiento se debía a su estreñimiento: en las horas que pasaba sentado en el inodoro, le daba
tiempo a memorizar tomos enteros del Aranzadi sacados de su ordenador. También era un miembro
de peso del nuevo gabinete, pero por su tonelaje, unos ciento veinte kilos a la canal. Las dos zetas
se las habían puesto de mote los alumnos, por sus soporíferas clases de Constitucional en segundo
de Derecho.
El tercero, el único no procedente de la Universidad, era un tipo de mirada triste, Miguel Bustos
Lozano, de unos cuarenta y muchos años, que había aparecido un día de marzo del año pasado por
las oficinas del partido buscando trabajo; un poco de investigación en Internet reveló su pasado de
empresario inmobiliario en la costa del Sol arruinado por la elevación del nivel del mar y el
continuo mal tiempo en las costas. Durante la segunda década del siglo XXI, y gracias a las sabias
decisiones de los sucesivos presidentes norteamericanos, el efecto invernadero se había hecho notar
cada vez más: los fenómenos atmosféricos habían tenido cada vez más violencia, gracias a la gran
cantidad de energía libre atrapada en la atmósfera por los gases invernadero: los vientos se habían
convertido en huracanes, y la zona sur de Cádiz y la zona central de Almería se habían visto
azotadas por continuos tornados, que la habían ido despoblando poco a poco; ahora, sólo las
centrales eólicas, algunos visitantes y quienes las manejaban quedaban por alli. La mayor parte de
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las playas se habían tenido que convertir en diques para frenar la subida del mar, que, en el caso de
mareas vivas, o de temporales más fuertes de la cuenta, amenazaban con cargarse las edificaciones
en la primera línea de playa. Las marismas, y deltas habían desaparecido prácticamente; las zonas
bajas de Huelva, Sevilla y Cadiz se habían inundado, y miles de personas habían tenido que
abandonar sus hogares y cultivos, y repartirse por toda Europa, buscando sustento. En las zonas con
mayor poder adquisitivo, como Marbella, se habían creado playas artificiales, para seguir
manteniendo el turismo, o se habían hecho otro tipo de ofertas, pero el nivel de turismo del siglo
XX había descendido a menos de la décima parte. Eso había hecho que los constructores no
pudieran construir, y los que se habían dedicado a vender y comprar terrenos y propiedades tuvieran
que vender por una miseria lo que les quedaba, y partir en busca de mejores oportunidades. Después
de su ruina, A Miguel le había parecido una buena oportunidad la política, siempre lo había sido, y
él era de Chauchina, así que decidio hacer política en Granada. Como en su carrera había tratado,
chalaneado, regateado, convencido, e incluso engañado varias veces a gentes procedentes de los
cuatro puntos cardinales, se le iba a encargar de las relaciones exteriores con los demás paises de la
Unión. Ningún Nuevo Estado Independiente tenía competencias para relacionarse con países de
fuera del área, para eso estaba el comisario de política exterior común, pero siempre habría gaitas
que templar con los paises del entorno, incluyendo el “país madre”, de cuyo regazo se habían
largado.
“La fase siguiente consiste en consolidar las transferencias: justicia, energía, educación,
agricultura, industria, todo lo demás”, dijo Luis Zafra, el ZZ. De la Justicia ya me encargo yo; he
estado hablando con...” y siguió así durante veinte minutos aproximadamente, justificando el apodo
que le habían dado sus alumnos. Lo que vino a decir es que la mayoría de los jueces se pasarían a la
nueva administración, pero muchos de ellos se quedarían en la antigua, y serían trasladados a
nuevos destinos. Y en cuanto a la comisión constitucional, formada por él mismo y un par de
becarios, se habían cogido la constitución del Sobrarbe de 2021, y la iban a mezclar con la de
Andalucía Oriental, y alguna otra más. En una semana la tendrían completa; sería una constitución
presidencialista, con un primer ministro llamado visir, con una sola cámara, y los derechos,
libertades y obligaciones habituales.
Maria Angustias siguió informando: todas las demás transferencias, como sanidad y educación,
se irían haciendo poco a poco, y estarían terminadas en el momento de la investidura.
Miguel tenía encargada la misión más sensitiva: asegurar la integridad territorial del nuevo
estado, y controlar la salida al mar. Para ello, se había entrevistado con los alcaldes del Valle de
Lecrín, y con los de Jete, Ítrabo, los Guájares y la Sierra del Chaparral, tratando de convencerlos de
que declararan su independencia también, como la Mancomunidad de Valle de Lecrín-Guájares.
Aunque la idea les había parecido atractiva, preferían meditarla durante cierto tiempo. Al menos, les
había convencido de que solicitaran autonomía dentro de Andalucía Oriental, lo cual,
probablemente, harían en breve. Mientras tanto, había enviado unos cuantos agentes, antiguos
agentes inmobiliarios, y, por tanto, duchos en el trato personal, a que se trabajaran a la base, es
decir, al pueblo, y excitaran los sentimientos de independencia.
Bastante satisfecho, Conrado les pidió que le dejaran solo para seguir repasando la prensa.
Llevaba cinco minutos haciéndolo cuando recibió una llamada en el móvil.
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La copia beta de la constitución de la Mancomunidad de Granada y su Vega estuvo disponible en
múltiples sitios de Internet a finales de marzo de 2026. Los participantes de los foros políticos de
todo el mundo se lanzaron a por ella, la diseccionaron artículo por artículo, indicando su
sorprendente similitud con la del Sobrarbe, hasta el punto que el Gobierno Sobrarbiano estuvo a
punto de denunciarles por plagio, pero al final no se materializó la denuncia, porque no se les
ocurrió en qué tribunal o juzgado tendrían que denunciarlos; prefirieron sentirse orgullosos por ser
ejemplo y atalaya donde el mundo se miraba, y todos contentos.
Uno de los puntos que más extrañó de la constitución fue la rebaja de la edad de los votantes a
quince años; aunque los expertos constitucionales indicaban que, en algunos estados, a los dieciséis
años ya se podía conducir un coche, y que, en casi todos, se podía ganar dinero e incluso ser rico.
Alguno señaló que en la carta de los Derechos del Niño y el Menor se indicaba que a los menores
de 18 años se les debía proteger especialmente, pero ningún experto constitucional consideró que el
derecho a votar fuera algo de lo que se tuviera que proteger a nadie. Así que el nuevo estado
surgido en el sur de Andalucía Oriental quería ser pionero en asimilar la madurez empresarial con la
madurez política.
Todo ello sonaba muy bonito en los artículos de opinión y los editoriales de los diferentes
periódicos y los medios digitales, pero lo cierto es que todas esas razones eran posteriores a la
inclusión del artículo en la Constitución, no anteriores.
La verdadera razón por la que el magistrado ZZ, o, para el caso, uno de sus becarios, había
incluido esa cláusula como artículo 10 del título II de la Constitución, era porque Conrado
Templeton se le había pedido personalmente, después de una llamada telefónica que Conrado había
recibido.
Al descolgar el teléfono, Conrado había intuido de qué iba a ir esta vez la llamada. Casi todas las
llamadas anteriores habían sido para dar. Esta probablemente era para pedir. Tanta generosidad sin
nada a cambio sólo podía venir de algún tipo de remordimiento, que no creía que fuera el caso, o de
un pago a cuenta de los favores que se recibirían posteriormente. Conrado, hasta cierto punto,
pensaba que el fin justificaba los medios, y que siempre que no se pusiera en juego la integridad
territorial o la seguridad de Granada, podía aceptar todas las condiciones que le impusieran. ¿Que se
necesitaba una recalificación de terrenos? Pues nada, parque infantil que se convierte en depuradora
de aguas residuales. ¿Una adjudicación ilegal de obras a un cuñado agradecido? Pues nada, se
esperaba uno un poco a que se creara la empresa, y listo. Después de todo, todo el dinero recibido
no se había usado en beneficio personal, sino en beneficio de la ciudad y su Vega. Así que no tenía
remordimiento de conciencia, y estaba dispuesto a aceptar las condiciones.
“Hola, ya sabes quiénes somos, ¿no?”, la voz al otro lado del teléfono sonaba diferente a las
voces que le habían avisado de un nuevo envío de dinero. Había empezado a pensar que sus
donantes anónimos no eran una sola persona, sino un colectivo.
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“Sí, alguien que se ha equivocado de número”, bromeó, “¿qué va a ser esta vez? ¿Otra donación,
u os vais a interesar por mis inversiones?”
“Un poco de cada cosa”, dijo la voz, que sonaba un poco distorsionada, como si hubiera sido
generada por ordenador o distorsionada por uno, “digamos que queremos mejorar el valor de
nuestra inversión”.
“Ya sabéis que todo lo que redunde en beneficio de la ciudad”, cuando hablaba en privado se
solía ahorrar la coletilla de la Vega, librándose de decir el nombre oficial completo, “me interesa.
¿Queréis que construya otro Palacio de Congresos? ¿Otra Alhambra?”
“No exactamente, pero casi. Queremos que añadas un capítulo a la Constitución”, le contestaron.
“No creo que haya problema, si no se trata de imponer la pena de muerte o algo que no esté
permitido por la Unión Europea”, dijo, precavido, Conrado.
“Bueno, nuestras investigaciones nos dicen que no hay nada que lo impida. Tu catedrático podrá
comprobarlo, cuando diga de levantarse del wáter. Se trata de rebajar la mayoría de edad legal.”
“¿A cuánto? ¿A dieciséis años?”, preguntó.
“No, a quince”, le dijeron, escuetamente.
“No sé si la Unión Europea permitirá eso. Tened en cuenta que eso significaría también la
posibilidad de ser elegidos, y, por supuesto, el derecho de votar a los parlamentarios y al presidente
europeo”
“Mira, deja la farfolla legal al estreñido del magistrado. Tú se lo dices, y ya está”, y colgaron.
Conrado se quedó pensando durante un instante, pero no encontró suficientes argumentos en
contra como para no hacer lo que le pedían. Quien no es agradecido, no es bien nacido, y no veía
nada manifiestamente ilegal en la petición. Así que descolgó otro teléfono de su despacho, y mandó
a su secretaria que llamara a Luis, el ZZ, a su presencia, si es que estaba todavía en el edificio.
El mismo día doce de marzo, se solicitó en el servidor de Internet del Ayuntamiento una petición
para autorizar una manifestación por parte de diversas asociaciones juveniles para solicitar la rebaja
de la minoría de edad legal a catorce años. En el resumen de prensa del día siguiente, trece de
marzo, Conrado leyó varios artículos de opinión que daban diversas y variopintas razones para
proponer lo mismo: la madurez de la juventud moderna, su capacidad para creación de riqueza, su
implicación en el desarrollo de la comunidad y en las acciones de solidaridad. Conrado no pudo
más que pensar que sus patrocinadores también aparecían en las camisetas de otros equipos.
A pesar de haber ascendido en su escala laboral, de gorrilla raso a empresario de gorrillas,
Esteban seguía quedando para tomar café con Jero casi todos los días; no estaba lejos de su casa, y
así se tomaba un cafelito, una tostada con aceite y ajo y se leía la prensa deportiva, local y europea
en castellano. De vez en cuando hacía visitas de inspección a sus empleados; esos días solía llegar
de peor humor, rajando de lo poco que trabajaban los inmigrantes, y de lo vagos que eran, y de que
iba a despedirlos, pero el mal humor se le pasaba con los primeros tragos de café.
Ese día, un lunes 23 de marzo, estaba leyendo en el Ideal, el periódico local de Granada, un
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artículo de opinión de un tal Fructuoso Jiménez, bajista (o algo así) de un conocido grupo de música
(o algo así) biónica (o algo así), llamado TQX (o algo así), que hablaban de la injusticia histórica
que se había cometido con los jóvenes negándoles el derecho a ejercer su sufragio. Mientras que en
el siglo XX se había empezado a subsanar la injusticia histórica que se había cometido con las
mujeres, proporcionándoles acceso a todos los puestos de trabajo, a la enseñanza, los puestos
directivos y el gobierno, a los jóvenes se les había empezado por hacer trabajar, mientras que no se
les daba la posibilidad de participar en el gobierno, ni siquiera en los asuntos que más le
concernían; a lo más que podía aspirar un chico o chica de dieciséis años era a delegado de clase. Es
más, a base de imponerles a los jóvenes entretenimientos estandarizados a nivel mundial, música,
películas y deportes, se les había escatimado la posibilidad de tomar conciencia de clase: ni siquiera
los jóvenes de menos de veinte años, que ya tenían capacidad de voto votaban a su mismo grupo de
edades, dándose la paradoja de que, en los distritos y paises con mayor proporción de votantes-pordebajo-de-los-25, los ediles y representantes elegidos estaban siempre en el grupo demográfico porencima-de-los-65.
El artículo terminaba con una llamada a la rebelión social, y una llamada a los mayores para que
entendieran las actitudes socioculturales de los jóvenes como una petición de más derechos y
autogobierno.
Esteban se había sonreido durante la lectura de todo el artículo; al acabarlo, se carcajeaba, y en
esa tesitura lo encontró Jero cuando entró por la puerta.
“¿De qué te ríes? ¿De la goleada que le ha metido el Keflavik al Real Madrid? “, dijo, lo
suficientemente alto para que el dueño del bar lo escuchara; éste entró al trapo y contestó.
“Es que no hay derecho a que tengan que jugar con el campo nevado y a siete grados bajo cero,
cojones. El partido tenía que haberse suspendido, joer. El Raúl este es que no tiene ni puta idea de
entrenar, mira que sacar a todos los brasileños, cojones, si es es que no están acostumbrados a esas
temperaturas, si hubiera sacado a Kropotkin, el ruso...”.
Jero lo dejó hablar, y se sentó al lado de Esteban, mientras Pepe, el camarero empezaba a
prepararle su tostada y café.
“No, me río del tontopollas éste de la edad de votar a los quince años. Joer, si a los catorce años
yo no sabía más que hacerme pajas y reventarme granos...”, dijo, golpeando con la mano el
periódico, “Vamos, que me río por no llorar”.
“Cojones, que sí, que voten, coño. ¿Qué más te da? Si tú no votas nunca...”, dijo Jero, lanzándole
otra pulla.
“Bueno, es que yo he sido militar, y ya se sabe que los militares no deben intervenir en política,
y luego, bueno, pues he perdido la costumbre, y no creas que no me jode, porque para los cuatro
mangantes que nos gobiernan, más de una vez me daban ganas de...”, dijo Esteban, haciendo gesto
de darle un cate a algo o a alguien, pero sin que estuviera muy claro a qué ni a quién.
“Pues eso, coño, pues eso. Si los que salen son cuatro mangantes, ¿qué más da quién vote? Como
si quieren darle derecho al voto a las inteligencias artificiales”, dijo Jero
“Pero, ¿qué coño dices? ¿Darle derecho al voto a una máquina?”, dijo Esteban, dejando de
comer.
“Para empezar, una IA no es una máquina, y para seguir, pues sí, además, ya lo han hecho en
algunos sitios. El otro día leí que en lo que quedaba en Holanda ya tenían derecho al voto todas las
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inteligencias artificiales que fueran capaces de pasar el test de Turing en versión política, y me
parece que en Singapur y en no se qué estado americano también pueden votar”, dijo Jero, con
pleno convencimiento.
“Pero tú estás chalao, tío... en el euroejército teníamos IAs de esas, y eran más tontas que mi
culo, vamos, que si la IA del exoesqueleto, que analizaba no sé qué sensores y imágenes via satélite
y leches te decía enemigo a las doce, vamos, delante, ya podías irte echando leches porque seguro
que el enemigo estaba detrás, y te daba literalmente por el culo, aunque una vez me pasó y lo que
había delante era un hipopótamo, eso fue en Zimbabwe, sí, y además, me acuerdo que...”
“Cojones, Esteban, batallitas no, tío, por favor... además, lo del test de Turing político me parece
a mí razonable; si una IA es capaz de participar en un debate político, y luego tomar una decisión
razonada, sin que su interlocutor pueda saber si se trata de un humano o de un programa, bueno,
pues...”
“Pues le sacas diez millones de copias, y ya tienes diez millones de votantes que puedan votar lo
que a uno le salga de la polla...”, decía Esteban.
“Eh, no sé, bueno, no lo había pensado, la verdad, pero supongo que habrá alguna forma de
determinar la identidad de una IA, y si dos son iguales, se les deja que emitan un sólo voto, yo que
sé, tío, invade Holanda si te parece mal, a mí que me cuentas. A mí no me parece mal que voten los
chavales, es más, pienso votar que sí en el referéndum de la constitución”.
“Por mí como si te la pillas con la tapa un cofre. Hala, nos vemos mañana, ¿no?”, dijo Esteban,
levantándose y largándose, probablemente a su casa, a pintarle las polainas a un marine en Panamá
o los colmillos a un elefante de Aníbal en el paso de los Alpes.
“Sí, hasta mañana”. Jero volvió al trabajo, y en la puerta de urgencias, se encontró una
ambulancia que acababa de llegar. De ella se bajó una enfermera, que le pidió que llevara la camilla
inmediatamente a cuidados intensivos. En la camilla estaba un chaval de unos dieciséis años, con el
rostro apergaminado, de un color rojo intenso. Incluso a un metro de distancia se notaba el calor que
emitía, debía estár a casi cuarenta y dos grados. Otro pastillero con sobredosis. Sus compañeros le
contaban que hacía quince o veinte años, sólo se veía alguno que otro en verano. Ahora podían
entrar dos o tres todos los días, y, además, a cualquier hora.
Mientras avanzaba por uno de los pasillos del hospital, un chirrido sonó en uno de los bolsillos
del pantalón del chaval, en algún sitio por debajo de la sábana que lo cubría. Como no había nadie
alrededor, se atrevió a buscarle el móvil origen del chirrido, sacarlo del bolsillo, y mirar de qué se
trataba. Con un par de pulsaciones de teclas leyó el mensaje: “sig pza FONT”. Ya puesto, comenzó
a leer los mensajes anteriores. Y, para él, toda la organización de las fiestas empezó a tener sentido.
Y es que unos días después de las votaciones, el diez de marzo o por ahí, había estado cenando
en casa de su cuñado. Habían estado hablando de trabajo, y Evaristo le había comentado sus
problemas a la hora de evitar las juergas juveniles que ocurrían continuamente por toda Granada.
“Es que desaparecen, ¿sabes? Llega uno a un sitio, se oyen unos cuantos pitidos, y ya están en
otro lado”, decía Evaristo.
Jero pensó al principio que tenían algún tipo de secuencia, por la que se ponían de acuerdo a
dónde iban a ir tras haber sido abordados por la policía; los pitidos eran mensajes a móviles que
decían “vámonos de aquí, quedamos en el sitio siguiente”, pero era casi imposible que se pusieran
de acuerdo todos, es más, era casi imposible que todos tuvieran los móviles de todos para mandarse
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mensajes.
Por eso precisamente, y sin decírselo a nadie, Jero decidió clonar la memoria de los móviles de
todos los chavales que se pusieran a su alcance. Desgraciadamente, pasaban por urgencias unos
cuantos todos los días; todos llevaban móviles, pero no a todos les pudo escamotear el móvil el
tiempo suficiente como para enchufarlo mediante un cable a su ordenador de bolsillo y leer todo el
contenido de la memoria: direcciones, últimos mensajes, mensajes enviados. No es que fuera muy
legal, pero bueno, tampoco lo era vender historiales médicos a las compañías farmacéuticas, y había
algún médico que lo hacía. Además, él lo hacía con una buena intención: ayudar a su cuñado a
conseguir un ascenso, y, por consiguiente, a su hermana.
En casi todos los móviles que había clonado anteriormente, había encontrado mensajes similares.
“Sig pza cllo” (que se traduciría como “siguiente plaza del Campillo”, “vms pza nva” (vamos a
plaza nueva). En este último, había encontrado el mensaje “vms pza rmlla” (vamos a la plaza de la
Romanilla, una plaza en el centro de Granada, a unos metros de la Catedral) recibido a una hora
similar que otro encontrado en otro mensaje.
Lo curioso de todos esos mensajes era que, a su vez, aparecían enviados a otro grupo de móviles,
entre cinco y diez móviles. Así precisamente, reflexionó Jero, era como funcionaba todo. El
primero que pensaba a dónde se podía ir, mandaba un mensaje a otros diez móviles. Esos diez, lo
mandaban a otros diez, que a su vez lo mandaban a otros diez. En cuatro generaciones de envío de
mensajes, incluso teniendo en cuenta errores, o gente que fallara o móviles apagados, podían haber
alcanzado a mil personas, todas las que había en la plaza. En seis o siete, a todos los adolescentes de
Granada. Aunque alguno no estuviera en ese momento en el sitio donde se había originado el
mensaje, simplemente volvía a enviar el mensaje a quién conocía. Y si a dos personas se le ocurría
más o menos simultáneamente el nuevo sitio de cita, el más rápido ganaba: siempre se reenviaba el
mensaje que se había recibido primero. A veces podía ocurrir que dos o tres mensajes se disputaban
la ocupación de los pulgares, de los chavales que componían y enviaban los mensajes, pero
siempre, el de la persona más popular, o el de la más rápida, ganaba. Y si ganaban dos, simplemente
se dividía la juerga en dos sitios diferentes. Lo único que hacía falta era, por parte de cada joven, un
compromiso vago de reenvío de los mensajes que se recibían.
Jerónimo, bastante contento con su hallazgo, llamó enseguida al móvil de su cuñado, y le contó
más o menos de qué iba el tema. Se ofreció a justificárselo con gráficos y todo lo que necesitara,
pero su cuñado le dijo que no lo necesitaba.
“En resumen, con que consigamos un móvil de un chaval, recibiremos el mensaje y sabremos a
dónde van a ir, ¿no?”, preguntó Evaristo.
“Sí, eh, supongo que sí”.
Evaristo salió enseguida al centro comercial que había al lado de la comisaría, y compró un
nuevo móvil para su hijo. Cuando volvió a casa del trabajo, le dejó el nuevo móvil, con la tarjeta
cargada con trescientos euros; una nota decía que, por favor, dejara el antiguo móvil, que había que
entregarlo en la tienda. Sin embargo, cuando unos días más tarde dejó el antiguo, Evaristo
descubrió que no llevaba tarjeta, con lo cual, servía poco menos que de nada.
Los intentos de toda la policía por conseguir móviles fueron infructuosos; los que obtenían,
dejaban de recibir mensajes al poco tiempo: durante unas horas, funcionaban los de los chavales
que acababan en el hospital, pero tenían que tener a alguien continuamente a su lado, para que
leyera los mensajes, lo cual, a veces, no le hacía ninguna gracia a su familia. A veces contrataban a
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muchachos recién llegados a Granada, pero éstos tardaban un cierto tiempo en integrarse, y, cuando
lo hacían, duraban poco tiempo en Granada: se volvían a su sitio de origen, o se integraban tanto
que dejaban de remandarle los mensajes a la policía. Al final, Evaristo, a través de los canales
oficiales, consiguió una orden judicial de sendos jueces en Madrid y Bruselas, donde se
encontraban las sedes oficiales de las compañías de telecomunicaciones, para pinchar unos cuantos
teléfonos móviles, que escogieron al azar; daba lo mismo un teléfono que cualquier otro, todos
acababan recibiendo el mensaje.
Así consiguieron estar un paso por delante de la movida. En el mes de abril del 2026, cada vez
que llegaba la policía a intentar disolver un botellón con buenas palabras, volaban los mensajes para
indicar el sitio siguiente. La central de la policía, a través de la intercepción de la línea en Madrid,
recibía el mensaje, y enviaba inmediatamente a dos policías y una cuadrilla de los barrenderos
municipales para que regaran con Zotal el suelo; alternativamente, llevaban en una furgoneta una
panda de jublidados que se ponían a jugar a la petanca, se sentaban en los bancos y criticaban a voz
en grito a la juventud de hoy en día. Cuando llegaban los chavales, y se encontraban el panorama,
otra vez volaban los mensajes, y se proponía otro sitio. Allí estaban de nuevo otra cuadrilla de
barrenderos, y otro coche patrulla.
Sólo la escasez de barrenderos y de coches patrulla impidió eliminar totalmente la movida. Sin
embargo, se consiguió que la movida acabara dispersa en grupúsculos, con sus pantallitas colgadas
de los árboles o del poyo de una ventana, sus proyecciones en las paredes, y sus bailes
espasmódicos, pero no alcanzaban un nivel de ruido que llegara a molestar al vecindario.
El fin de los ataques de nervios producidos por la movida fue una buena noticia para la
investidura como alcalde de Conrado Templeton, el día 18 de abril, sábado santo. Había encargado
a un productor de la ciudad la organización del evento. El productor estuvo documentándose sobre
investiduras viendo “El Cid”, muchas películas de Arturo y su tabla redonda, documentales sobre la
investidura del rey Bokassa en el Imperio Centroafricano, y el Rey León de Disney, que no tenía
nada que ver, pero le servía para “localizar referentes culturales”, o algo por el estilo. Finalmente, se
decidió por algo simbólico: una procesión de todo el consistorio, ahora ejecutivo, por la puerta de la
Justicia, pasando por el Palacio de Carlos V, para acabar en el anfiteatro del Generalife, donde se
celebraría la investidura como visir provisional, que continuaría con la procesión de la Virgen de la
Alhambra. Así se unían varios capítulos de la historia de Granada: el Islam y el cristianismo. Se
debía de haber incluido un paseo por la Antequeruela, el antiguo barrio judío, para integrar también
esta religión, pero pillaba muy a desmano; y el productor resolvió sustituirlo por una declaración
institucional. Como la constitución todavía no estaba aprobada en referéndum, tuvieron que jurar
sobre un ejemplar de los “Cuentos de la Alhambra”, de Washington Irving; ni la tradicional Biblia
ni el Corán se consideraron políticamente correctos, y los “libros pétreos” del Sacromonte, bastante
engorrosos, además de falsos y un tanto kitsch. Al final, todos cantaron el himno de Granada,
“Granada, tierra soñada por mí”, compuesto por un mexicano que nunca había estado en la ciudad,
aunque hubiera deseado estar.
Conrado recibió el medallón de la ciudad de manos de la alcaldesa saliente, y se permitió soltar
una lagrimita, dar un beso a su mujer y a sus hijas, y no dejar de escudriñar entre el público
buscando a alguien que no estaba allí, sino a muchos kilómetros de distancia, en Marruecos. Entre
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el público se encontraban diversos mandatarios de NEEs, no podía faltar el de Frisia, cuyas dietas y
emolumentos por asistir a tales actos constituían un par de puntos porcentuales de los ingresos del
nuevo, y pionero, estado; también estaban el de la Provenza, Flandes, el Sarre, Kurdistán y algunos
otros que debían ser tan nuevos que el protocolo local ni siquiera tenía noticia de ellos, y fueron
colocados en la última fila del anfiteatro.
Tras eso, el productor había decidido dar el toque folklórico-local, haciendo a todo el mundo
procesionar con la Virgen de la Alhambra, uniéndose al paso en la basílica de Santa María de la
Alhambra, y yendo respetuosamente detrás de ella, por la cuesta de los Chinos, hasta la madrugada
(tradicionalmente, se bajaba por la cuesta de Gomérez, pero el productor decidió bajar por la Cuesta
de los Chinos, para darle más recorrido y conseguir mejores paisajes con las cámaras del abejorro).
La procesión había estado a punto de no poder realizarse: primero, no había suficientes hermanos
en las cofradías para llevar a la Virgen a cuestas; más adelante, los peones costaleros contratados se
declararon en huelga pidiendo una subida lineal por hora de trabajo, más un plus por baile de la
Virgen y arco pasado de rodillas. El productor no estaba acostubrado a tales reivindicaciones
laborales, y, con permiso del hermano mayor de la hermandad y del prioste de costaleros, los
despidió a todos. La información llegó a Esteban, que poco a poco había ampliado su negocio hasta
convertirse en Asesor Personal de Recursos Humanos (se hubiera llamado a sí mismo asesor
personal de personal, pero quedaba algo redundante), a base de buscarle colocación a los refugiados
de las colinas del norte de Granada; en este caso, localizó a todos los costaleros de la cofradía de la
Humildad de Chipiona y a los de la Virgen de los Dolores de Rota, y unos cuantos de Almonte que
decían haber saltado la verja y llevado la Blanca Paloma a cuestas tres o cuatro veces, les plantó un
pañuelo de cuatro picos, una camiseta, y una faja, y se plantó en la sede de la cofradía de la Virgen
de la Alhambra a ofrecer sus servicios. Garantizaba resultados, experiencia, precio fijo, y fue
contratado en el momento. Esos costaleros eran los que llevaban la Virgen de la Alhambra en esos
momentos.
El productor vigilaba el avance de la procesión mediante un abejorro-helicóptero, del tamaño de
una aspiradora, que sobrevolaba la procesión a unos diez o doce metros de altura. El hermano
mayor y los priostes de la cofradía se habían opuesto, pues decían que el zumbido del motor
eléctrico impedía a los hermanos procesionar con devoción; el productor había insistido que era
imprescindible para el correcto desarrollo, y para transmitir el evento sin interferir demasiado con el
paso. Al final habían acordado colgar del abejorro un pendón de la cofradía (o un simpecado, el
productor no lo tenía muy claro) y pintarlo de azul (el color de la cofradía), con una cruz blanca en
la deriva. Había quedado tan bonito que hasta habían pensado incorporar a estatutos un chisme
similar que procesionara en años sucesivos; además, el Paso de Palio de la Virgen, iba dotado de un
receptor-emisor GPS que transmitía, con una precisión de medio metro, su posición en tiempo real;
así, el productor podía ordenarle al capataz de la cuadrilla de costaleros, un hermano de la cofradía,
si tenía que disminuir la velocidad o aumentarla; el paso por cada punto se había realizado, hasta
ahora, con menos de un minuto de retraso, una eficiencia que no recordaban ni los más viejos del
lugar.
Todo iba según lo esperado y planeado, hasta que al llegar a la prolongación de la calle Reyes
Católicos, se encontraron de frente con una comitiva fiestera de adolescentes. En los últimos días, la
movida había perdido uniformidad: en algunos casos, habían cambiado los códigos que
representaban los sitios de reunión, pero, al parecer, no todos los sabían; en otros casos, como el
actual, se había hecho itinerante. Así se disminuía la concentración de ruido por unidad de
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superficie y tiempo, y los vecinos no protestaban lo suficiente como para requerir intervención de
las fuerzas de orden público. Así que montaban equipos de música y proyectores de video en
patinetes eléctricos, y en motocarros, y en monopatines, y se organizaba un a modo de desfile de
carnaval, pero sin los disfraces, o al menos, sin disfraces de advocaciones animales, o profesionales:
cada uno iba vestido a su bola, y bailando, y charlando, y así pasaban la noche y los días. A veces
provocaban atascos, y entonces, la policía se veía obligada a intervenir. En este caso, por
casualidad, se habían plantado enfrente de la procesión, y la policía que la precedía no había
reaccionado con suficiente rapidez.
Sin embargo, la intervención de la policía parecía ya inevitable cuando la cruz guía se colocó
enfrente de una chica en monopatín, con prendas camaleónicas y altavoces integrados en la ropa,
que emitía sonidos a los que bailaban todos los que iban detrás. La detención se transmitió poco a
poco a lo largo de la procesión, hasta que llegó al Paso de Palio, que se paró más o menos a la altura
de la Cancillería. El productor ladró órdenes, para que siguiera, pero sólo logró que avanzara unos
metros, para pararse otra vez. Los tambores y trompetas siguieron tocando, pero, poco a poco,
empezaban a perder el ritmo.
Sin bajar el volumen, las dos procesiones, la religiosa y la profana, empezaron a cruzarse y
mezclarse. Santa María de la Alhambra permanecía detenida, pero entre sus filas, se empezaban a
filtrar los chavales, sin dejar de bailar y de charlar entre ellos, y sin prestarles demasiada atención.
La policía, con chalecos antibalas, comenzó a rodear al ejecutivo granadino, por lo que pudiera
pasar. Los adolescentes también lo rodearon, pero como agua corriente que rodea una piedra:
fluyeron alrededor del grupo, sin dejar de bailar.
Cuando llegaron a la banda de tambores, a unos metros por detrás del consistorio, justamente
enfrente de San Gil y Santa Ana, la chica del monopatín se paró, y comezó a mirar a la banda. Los
chicos y chicas que iban detrás siguieron su ejemplo. La música que provenía de sus altavoces,
poco a poco, comenzó a disminuir de volumen. La banda de tambores se percató, y empezó a tocar
más y más fuerte, sintiendo su victoria; las trompetas le acompañaron. El redoblador se quedó
pasmado cuando vio que la variopinta reunión que tenía delante comenzó a bailar con el ritmo de
los tambores. Toda la procesión juvenil estaba ya dentro, asimilada por la procesión de penitencia,
y, al no ver ningún impedimento, comenzó a andar de nuevo. La banda de tambores comenzó a
andar también, con todos los chavales siguiendo su ritmo, unos andando de cara, y otros de
espaldas, pero sin dejar de bailar. El productor ordenó al capataz del paso que se continuara, y se
siguió adelante.
La procesión se encerró varias horas más tarde, pero la banda de tambores se quitó los capirotes
y siguieron varias horas más con los chavales, unos tocando y otros bailando.
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El domingo 26 de abril del 2026, una bonita fecha que todo el mundo podía recordar, fue el día
fijado para el referéndum constitucional. Después de la presentación en sociedad de la nueva
Constitución, la campaña había sido bastante monocolor: la mayoría de los eslóganes consistían en
la palabra “Sí” con alguna otra delante o detrás: “Constitución, sí”, “Prosperidad, sí”, “Progreso,
sí”, “Sí porque sí”. Sólo a algunos elementos marginales se les ocurrió hacer campaña en contra: la
“Asociación de jubilados carlistas”, “Platajunta de antiguas maestras de escuela”, y otros
grupúsculos extremistas similares. Alguna manifestación de cincuenta o sesenta ancianos tuvo que
ser reprimida con dureza por la policía, antes de que deviniera en una turbamulta violenta.
La prensa internacional, peninsular y ex-nacional había enviado corresponsales, para que vieran
lo que ocurría a pie de urna y de cabina, y realizaran las clásicas encuestas sobre voto emitido. Para
votar, mucha gente todavía usaba las clásicas papeletas, blanca para el sí, sepia para el no, pero
también se podían usar cabinas públicas informatizadas de votación, puestas por toda Granada; con
un scanner de retina identificaban a la persona, y se podía votar simplemente seleccionando la
opción de un menú.
El censo se había tenido que confeccionar a toda prisa, y previamente había habido que definir
el concepto de ciudadanía. El concepto de granadinidad se había extendido a todos los residentes en
Granada un año antes de las elecciones, inclusive todos los que habían nacido en ese año (aunque,
por el momento, estos no tenían derecho al voto). Pero un catedrático de árabe de la Universidad
afirmó que, ahora que Granada era de nuevo una nación, no se podía volver la espalda a los
granadinos que habían abandonado su tierra hacía más de quinientos años, y que todavía se
consideraban andalusíes. Los israelíes habían recibido con los brazos abiertos a sus hermanos de
piel oscura, los falashas etíopes, que según se decían descendientes de la reina de Saba, así que,
¿por qué no acoger a los andalusíes de Tombuktú, en el Malí, y a los descendientes de Boabdil, en
Marrakech y otras ciudades marroquíes? Se decidió enviar una misión a ambos países, para dar la
buena nueva, y traerse de vuelta a todo el que lo deseara.
La idea se recibió con regocijo por todos los miembros de la clase política, y con bastante
escepticismo por la gente en general. Éramos pocos y parió la abuela, en este caso, la bisabuela, que
ya casi ni nos acordábamos que teníamos, porque se había ido al extranjero. Algunos opinaban que
se podía haber intentado buscar descendientes de granadinos en Nueva York, aunque Nueva York
ya no era lo que había sido, o de la División Azul en Rusia, que por lo menos eran más blanquitos,
y tenían algo más de guita...
Ni los políticos ni la plebe se podían imaginar la respuesta a la oferta de ciudadanía que
recibieron los enviados. Los malineses dijeron que estaban bien como estaban, gracias, que gracias
a la explotación de un recurso inagotable, la luz del Sol, estaban viviendo la época de más
prosperidad de la historia. Sus centrales solares producían electricidad para todo el Sahel y el Golfo
de Guinea, pero, además, esa electricidad se almacenaba en células de combustible que se
exportaban al mundo entero. De hecho, algunos presidentes de compañías eléctricas, que se
consideraban a sí mismos descendientes de granadinos, ofrecieron créditos blandos e inversiones
diversas a los representantes de la nueva nación.
Los marroquíes fletaron, con su propio dinero, un vuelo de Casablanca a Granada, y muchos
vinieron en él, con sus familias. Y es que muchos marroquíes del norte, incluyendo los
descendientes de granadinos, se habían enriquecido con el cultivo bajo plásticos; el dinero ganado
por ellos mismos previamente enviando a unos cuantos conciudadanos en pateras a cruzar el
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Estrecho lo habían reinvertido en crear unos cuantos sistemas de regadío intensivo para cultivar
pepinos holandeses y tomates de pera, que le daban tres o cuatro cosechas al año. Los propios
empresarios almerienses, tan amigos del cultivo bajo plásticos a finales del XX y principios del
XXI, habían invertido allí, cuando tuvieron que abandonar sus propios cultivos por no poder pagar
la ecotasa que la UE puso sobre los mismos. Tantos cultivos bajo plástico había, y tanta mano de
obra se necesitaba, que Marruecos y Túnez atrajeron a gran número de refugiados de las marismas,
que, por el efecto invernadero, habían acabado trabajando como esclavos en los mismos. Estos
mismos marroquíes, algunos descendientes de Boabdil el chico, vinieron, se interesaron por el
mercado inmobiliaro, compraron unas cuantas casas, se censaron y se volvieron. Dijeron que los
avisaran para el referéndum. Sólo dejaron dentro de las casas a los criados filipinos, pero a éstos no
se les concedió derecho al voto.
El 26 de abril, domingo, día del referéndum, Evaristo se levantó temprano, como siempre,
incluso en días de fiesta. Le gustaba ponerse el chándal que había comprado en el mercadillo del
Almanjáyar y sentir la tranquilidad de las ocho de la mañana, hacerse su café y su tostada, barrer y
fregar la casa, sin nadie que le estorbara, le pisara los fregados ni le esparciera los montoncitos de
basurilla, que esperaban ser recogidos con el recogedor. Su mujer, en cada ocasión en que se hacían
regalos, le ofrecía comprarle un robot doméstico; los últimos modelos, como el Basurillas 3000,
apenas eran ruidosos, y evitaban a los animales domésticos en vez de enfrentarse con ellos. Incluso
a veces se rebajaba y le ofrecía una aspiradora. Pero a Evaristo le gustaba coger su escoba, sacudirla
en la ventana del lavadero para eliminar toda pelusilla ancestral, y barrer una por una todas las
habitaciones de la casa, apreciando la diferente calidad y cantidad de la basura en cada uno de ellos:
en la cocina, la mugre tendía a ser pegajosa, fina y de color negro, migas de pan y otros restos de
comida: café, pipas de melón o sandía; pasaba por ella lo más rápido posible, dejándo los pegotes
para la fregona. Los pasillos solían acumular una pelusilla, cuya procedencia trató de dilucidar más
de una vez, y polvo leve de color blanco-grisáceo; donde más se acumulaba era cerca de los
rodapiés, y detrás de las puertas. Sentía una gran satisfacción cuando apartaba un pequeño mueble
del recibidor y encontraba, allí agazapados, un grupo de pelusas, que desaparecían rápidamente bajo
la escoba sin saber qué se le venía encima. El cuarto de baño era el reino de los cabellos; no parecía
sino que uno se quedara calvo solamente en tal sitio, y que bastara con no entrar en él, para
permanecer con una cabellera larga y firme hasta estar bien entrado en años, sin necesidad de hacer
una terapia génica anti-alopecia. El cuarto de baño también atraía cierta pelusa, pero más bien
ligada a los cabellos, no independiente como en el caso del pasillo. En esta ocasión no pudo
barrerlo, porque su mujer estaba todavía durmiendo. El despacho, o biblioteca, o sala de estudio,
hacía tiempo que había dejado de tener ese polvo procedente de las suela de los zapatos y esas
migas de pan, que denotaban su actividad allí, cuando se retiraba a estudiar, a leer nuevos
reglamentos, o a leer un libro con tranquilidad, o cuando su hijo lo usaba para hacer los deberes.
Ahora la única que lo usaba era su mujer, que tenía mucho cuidado de no ensuciar nada; él apenas
si entraba en esa habitación a limpiar. Fregar no le producía tanta satisfacción, salvo que se tratara
de algo realmente sucio, como la cocina y el cuarto de baño. De acuerdo que el suelo se quedaba
más brillante, pero duraba poco así, y además, había que tener mucho cuidado de no ir pisando lo
fregado, porque se ensuciaba. El barrer no tenía esa inestabilidad: si se pisaba una zona ya barrida,
se quedaba barrida.
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Cuando se colocó delante de la puerta de la habitación de su hijo, situada justamente enfrente de
la cocina, fue consciente de que estaba cerrada. Poco a poco, fue filtrándose por las diferentes capas
de su consciencia que anoche había oido un ruido, que podía ser posiblemente de la puerta del piso
abriéndose, y posiblemente la puerta de la habitación de su hijo cerrándose, incluso era muy posible
que hubiera escuchado algún grifo abriéndose y cerrándose. La falta de costumbre hizo que no
reconociera esos sonidos, pero finalmente se dio cuenta de que su hijo estaba durmiendo en casa.
Se quedó, apoyado en la escoba, como pensando, pero en realidad, sin pensar en nada. Siguió
barriendo, y cuando empezó a escuchar ruidos en la habitación de su hijo, aproximadamente a las
diez de la mañana, se puso velozmente las zapatillas deportivas (marca Nique, compradas también
en el mercadillo de Almanjáyar, y, según el vendedor, fabricadas en Indonesia en la misma fábrica
que hacían las de verdad; debía de ser cierto, porque hacía casi tres meses que las tenía y todavía no
se habían roto), y bajó a la churrería de la esquina para comprar churros, y, de camino, el periódico.
Cuando volvió, su hijo estaba en la cocina, enfrente del frigorífico abierto, rascándose el trasero y
abriendo la boca.
Evaristo estuvo a punto de decirle que tenía el pelo más largo que la última vez que lo vio, pero
prefirió ahorrarse la pulla. También estuvo a punto de abrazarse a él, como aquella vez que se había
ido de intercambio a Irlanda y habían ido a esperarlo al aeropuerto, pero concluyó que tampoco era
el caso. Simplemente se fue hacia él, y le dió un beso en el pelo, revolviéndoselo un poco. Se
sorprendió apreciando el sabor del pelo: sabía a tierra. Su hijo simplemente volvió la cara hacia él y
le sonrió.
“Estaba buscando algo pá comer, vieho”, dijo Alan. El pelo, tejido con barro en cientos de
pequeñas trenzas, le caía sobre los hombros. No tenía mala cara, salvo por el color: parecía no haber
visto el sol en unas cuantas semanas; quizás esa era la verdad, pero prefirió no preguntárselo.
“Yo me había comprado unos churros; están recién hechos. ¿Café, también?”, le preguntó,
colocando los churros sobre la mesa de la cocina.
“Ofú, café, qué rollo,...bueno, venga, café”, dijo Alan, sentándose y arrancando la porra del
centro de la pequeña rosca; empezó a masticar el churro mientras con la otra mano se rascaba el
cogote.
“¿Qué, como va eso?”, le dijo Evaristo, sentándose también, y cogiendo otro churro, que
previamente cortó con unas tijeras de cocina.
“Ofú, chungo... Tuve que dejar el trabajo, querían que me comprara yo la moto y eso, después de
la piña que me pegué, pero no pasa ná, ¿ves?”, le enseñó un reloj, o al menos un chisme de muñeca
con una pantalla, y se sacó del bolsillo un móvil, también con una pantalla quizás un poco más
grande de la cuenta, “ahora tengo otro trabajo”, prosiguió.
Evaristo simplemente se tragó lo que tenía en la boca con más trabajo de la cuenta, pero apreció
el golpe. Su hijo había tenido un accidente, y él ni se había percatado; o, pensándolo mejor, ni
siquiera le había parecido a su hijo lo suficientemente importante como para contárselo, ni una
llamada, un mensaje al móvil, un papelito amarillo pegado al frigorífico, nada... Vio una pequeña
calvicie encima de la oreja izquierda, y se esforzó en buscar una cicatriz, no la llegó a ver.
“Ah, me alegro, sí, ¿vendes eso?”, le dijo Evaristo, sin saber muy bien por dónde continuar la
conversación.
“Ofú, vieho, yo pensaba que los maderos sabíais más de tecnología, ofú... ¿no ves que esto es un
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servidor web inalámbrico?”, le indicó lo que él había pensado que era la ruedecilla de dar cuerda, “
¿Lo ves? Esto es la antena, que conecta con la red metropolitana, y va cagando leches, diez
megabits por segundo”, dijo, cogiendo un churro detrás de otro, y pegándose tragos de café
“Ah, sí, como el de tu madre”, dijo, acordándose de su mujer, que estaba todavía acostada.
¿Debía haberla despertado? Anoche uno de sus suscriptores tuvo una crisis de ansiedad, o de
halitosis, o de algo por el estilo, y tuvo que hablar con él hasta las tantas. Siempre se pasaba con los
suscriptores, caray, que pagaban una tarifa plana, no tenían derecho a tenerla enganchada al
teléfono durante horas y horas; ella siempre decía que así se diferenciaba de la competencia, que
sólo se comunicaba a través de su página y del correo electrónico, pero el le decía que podía hacer
como las brujas esas (las asesoras mágicas personales), que cobraban por minuto de conversación.
Esas conversaciones nunca iban a ningún sitio, o mejor dicho, siempre acaban llegando al tema de
su incompatibilidad de horarios y del tiempo que no pasaban juntos, lo cual, a su vez, tenía siempre
un sustrato de recriminación por la pérdida efectiva de su hijo. Ahora, Evaristo tenía a su hijo
delante, y sabía que poco podía hacer para recuperarlo, salvo escucharlo y comprar churros.
“Ya lo vas pillando, vieho.”, dijo, una vez más, con esa “h” aspirada de algunos barrios
granadinos, que era una jota que sugería una efe, pero sin dejar de ser una consonante muda. Algo
que probablemente, se llevaba en los genes granadinos. A los andalusíes de Tombuktú debían
haberles exigido alguna prueba así para probar su granadinidad, si es que los de Tombuktú hubieran
tenido el más mínimo interés en ser granadinos y participar en la cosa pública. “Es que ahora soy
AOP”, sonó algo así como aóh; Evaristo no dijo nada, sólo miraba a los churros, asintiendo y
masticando a la vez, “vamos, la gente me llama, me dice, 'ofú, que muermo, vieho, dime dónde está
la marcha', y yo les digo, por aquí, por allí, mira en la página tal y tal”, dijo, señalándose el
ordenador de muñeca, “pongo los conciertos, los sitios dónde va la gente, si a tí te va lo siniestro,
pues vete pallá, y si te va lo tranquilito, pues vente pacá, en fin, que le doy marcha a la peña”.
“Ah, y eso se cobra...”, dijo Evaristo, tratando de continuar con la conversación...
“Se cobra a base de bien, una pasta gansa, joder. Bueno, no se le va a cobrar tanto a la gente que
no se pueda ir de marcha luego, pero se le cobra como un par de birras, cinco o seis euros”. De la
rosca de churros no quedaba más que el papel, una espiral aceitosa irregular, y unas cuantas migas.
Eran alrededor de las once de la mañana. Los dos se miraron por un instante, sin decir nada.
Evaristo bajó la vista inmediatamente. “Bueno, ¿qué? ¿Nos vamos a votar y luego de tapas y a
comer por ahí?”
“Sí”, respondió Evaristo, sorprendido. Aunque, vacilante, agregó: “¿Y tu madre?”.
“Pues que espabile, venga, despiértala”. Alan se quedó sentado en la mesa de la cocina, apurando
su segundo café. Evaristo salió al pasillo, abrió la puerta de su habitación con sigilo, y con una
ausencia total del mismo, subió la persiana. Vanessa se movió un poco, se estiró, se arrebujó con la
sábana y la colcha, tomó la posición fetal y siguió durmiendo. Las arrugas de la almohada se
marcaban en su cara, aunque eran las únicas arrugas que tenía. Ni siquiera cuando sonreía de vez en
cuando se le marcaban las patas de gallo. Vanessa tenía lo que quizás se podía calificar una belleza
serena: unos rasgos equilibrados, sin que ninguno resaltara por su calidad, pero sin que ninguno
fuera excesivamente disonante: una nariz pequeña, ni respingona ni ganchuda; unos ojos negros,
almendrados, ni demasiado grandes ni demasiado pequeño, ni demasiado juntos ni demasiado
separados; unas orejas medianas, no demasiado separadas de la cabeza, y el pelo, negro lacio, que a
veces se peinaba en una coleta, a veces en dos, a veces en ninguna. Su cuerpo tenía la misma
armonía: ni sus caderas, su trasero, sus pechos o sus muslos, tenían curvas que hicieran perder el
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sentido, pero lo tenía todo en su sitio y en la proporción correcta. Evaristo había perdido la cabeza
por ella hacía tiempo, y cada vez que la miraba, sentía que podía volver a hacerlo, aunque nunca se
lo decía.
Evaristo le dio un beso para espabilarla, y, con la ilusión reflejada en sus ojos, le hizo un
resumen de la situación. Vanessa no quiso mostrar su ansiedad saliendo en pijama como una
exhalación; salió tranquilamente, fue directamente al baño a ducharse sin asomarse a la cocina, que
estaba enfrente, y cuando salió, estaba ya arreglada; se fue para su hijo, y le dio dos besos.
“Nos vamos, entonces”, le dijo Vanessa a su hijo. Evaristo ya llevaba puesto su atuendo de los
domingos: pantalones de lona de color verde oscuro, y un polo de manga larga de color verde
oscuro, aunque un poco más oscuro. Vanessa llevaba un vestido vaquero verde claro de una sola
pieza, con una falda que terminaba ligeramente por encima de sus rodillas.
Vanessa y Evaristo se cogieron de la mano, y fueron charlando hacia el Instituto de Enseñanza
Secundaria, donde le corresondía votar. Por encima de ellos, y a unos diez metros, los clásicos
abejorros zumbaban, sacando fotos y video e interceptando las conversaciones móviles y las
transmisiones digitales, y transmitiéndolas a Dios sabía quién... Era una fresca mañana de abril,
aunque las temperaturas ya comenzaban a pasar de los veinte grados; en unos días alcanzarían los
treinta grados.
Al llegar al colegio electoral, Evaristo saludó al policía de guardia, y le preguntó que cómo iba el
tema; él le contestó que como de costumbre, algún incidente de algún hijo que traía a su padre y que
se puso a llorar cuando éste cogió la papeleta del no, obligándolo a votar sí, pero nada más...
Mientras tanto, su hijo se despegó un momento de ellos, y volvió con sendos sobres y papeletas del
sí a la constitución, y se las dio a sus padres.
En realidad, si se lo hubieran planteado, no habrían elegido otra cosa. ¿Que habría significado un
no? ¿Otra constitución? ¿Y quién te iba a garantizar que iba a ser mejor? No iba a estar sacando el
gobierno una constitución cada dos meses, a ver cuál le parecía mejor a la gente. Vanessa ya había
dado su opinión en cientos de charlas en Internet; hubiera preferido que la mayoría de edad legal no
se rebajara tanto, quizás a dieciséis o diecisiete, pero ya puestos... Por eso no dijeron nada; cogieron
las papeletas que les daba su hijo, las metieron en el sobre, y fueron a votar los dos en la misma
mesa.
Salían del colegio, y Evaristo se dirigió a los otros dos: “Y ahora, un paseito y unas tapillas,
¿no?”
“Venga”, contestaron Vanessa y Alan, casi al unísono.
Iban andando por la Avda. Andalucía, en dirección a la Caleta, cuando sonó el móvil de
Vanessa; se retrasó un par de pasos para atender a la llamada. Un par de minutos más tarde sonó el
de Alan, que también se apartó para atender la llamada. Contestó con unos cuantos y variados
monosílabos, colgó y se lo guardó. Volvió a donde su padre lo esperaba, con las manos en los
bolsillos.
“Me llaman los colegas. ¡Tapronto!”, y se largó. No lo volverían a ver en unos cuantos días.
Durante todo el día, en toda Granada y alrededores, miles de adolescentes acompañaron a sus
padres y abuelos a votar, se aseguraron de que habían votado el sí, y tras salir del colegio electoral o
la cabina se largaban a diversas macrofiestas, que empezaron a celebrarse por toda Granada.
Evaristo recordó en ese momento que todavía tenía que barrer el cuarto de matrimonio, y darle
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un fregado a todo. Se fue hacia su casa, seguido un par de metros por detrás por su mujer, que
seguía hablando por el móvil.
El “Sí” venció por una mayoría aplastante, casi el setenta por ciento de los que votaron,
aprobaron la constitución. Todos los políticos, precedidos por Conrado Templeton, salieron por
televisión hablando de la gran victoria que se había producido, aunque no aclaraban quién había
sido el perdedor; probablemente los vejestorios de la Asociación de Jubilados Carlistas, pero ¿quién
le hacía caso a esos carcamales?
El día 27, todo el mundo intentó volver a trabajar, los medios de comunicación impresos y
digitales dedicaron un breve comentario al referéndum, y un espacio entre los titulares, al lado de la
verdadera noticia del día: El Real Madrid, por fin, le había ganado a alguien y se salvaba del
descenso a la segunda división europea. Su delantero mauritano, Al-Sayyud, le había marcado tres
goles al Spartak de Praga, que sí iba abocado al descenso.
En realidad, casi nadie pudo llegar a su puesto de trabajo: todas las calles principales estaban
ocupadas por fiestas itinerantes, así como las plazas, plazoletas, rotondas y callejones sin salida.
Más de setenta mil jóvenes se habían lanzado a la calle para celebrar su mayoría de edad legal. La
policía se había sacado los blindados con mangueras a presión, y desalojado algunos sitios, pero el
atasco persistía, y las fiestas itinerantes se seguían paseando, precedidas en algunos casos de sonido
de tambores y trompetas de pintorescas bandas de seudo penitentes, con sayones y capuchas, pero
de múltiples colores, o a listas, o fosforescentes, que se habían puesto de moda tras el incidente del
sábado santo.
Jerónimo llegó a su trabajo a las diez, una hora más tarde de lo habitual; nadie se lo reprochó
demasiado; el coordinador de celadores había llegado diez minutos antes, y los enfermos, tres
cuartos de lo mismo. Apenas había tenido tiempo de leer los periódicos y charlar con los
compañeros y compañeras cuando ya eran las once, y se fue para el bar Zurita; si no fuera por la
costumbre, habría preferido ir a otro lado. Efectivamente, no bien hubo entrado por la puerta, y ya
vio a Pepe, el dueño del bar, exultante, con una bufanda del Real Madrid alrededor del cuello,
sudando la gota gorda, accionando eufórico la máquina de los cafés. Le pidió lo de siempre tratando
de disimular la voz, pero Pepe se volvió intentando contarle pormenorizadamente cada uno de los
goles; Jero se escapó a la mesa donde Esteban leía el periódico.
“Desde luego, es que yo no sé dónde vamos a parar”, decía Esteban, “si es que tenía que haber
votado, cojones”
“Pero Esteban, si ni siquiera estás en el censo, tío.”
“No estoy en el censo porque no me sale de los cojones, ¿qué pasa? En cuanto que está uno en el
censo ya empiezan a mandarte impuestos y gabinas y me toca mucho los cojones, ¿vale?”
“Vamos a ver, Esteban, ¿no te das cuenta que hay una contradicción implícita en lo que estás
diciendo?”, dijo Jero, algo enigmático. Pepe llegó en ese instante a servirle la tostada con aceite, e
intentó explicarle el tercer gol; Jero le indicó con señas que lo dejara comer tranquilo.
“¿Qué pollas dices de contradicciones? A ver, venga...”
“Tú estás diciendo, implícitamente, que los votantes no tienen ni zorra idea, ¿no?”, comenzó
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Jero, en plan diálogo socrático.
“Hombre, Jero, tú me dirás, aprobar la constitución esa de los cojones, que yo no la he leido
entera, pero...”, seguía Esteban, pero Jero le interrumpió
“Y también dices que los chavales de quince años, que ahora sí tienen derecho al voto, no tienen
tampoco ni zorra idea”
“Que no, cojones, que son una panda mocosos”, le contestó.
“Entonces, ¿qué diferencia puede haber entre que ellos también sean votantes o no? ¿Es que hay
diferentes grados de 'no tener ni puta idea'?”, dijo Jero, alcanzando la conclusión.
“Mira, Jero, esta conversación ya la hemos tenido. Y no me convences. Además, hoy pagas tú”,
le dijo, enfrascándose de nuevo en la lectura del periódico.
Toda Granada se preparaba ya para la fiesta de las Cruces, que se iba a celebar el domingo
siguiente, día tres de mayo. Tradicionalmente, ese día se engalanaban patios y plazas con montajes
cuyo centro era la cruz, pero que incluían gran cantidad de utensilios tradicionales como perolas de
cobre, planchas de vapor, y mantones de Manila, en un despliegue que pretendía exaltar la cruz,
pero que generalmente, lo único que exaltaba era el bebercio en las barras de bar adosadas a la
misma. Sin embargo, el nuevo consistorio había considerado que la exaltación de un símbolo
religioso de una sola religión, que ni siquiera era mayoritaria, no casaba con el espíritu de
convivencia entre todas las culturas que debía impregnar el nuevo estado, así que había cambiado el
nombre de la fiesta por “Día de logotipos religiosos”, y había emitido un edicto (que someterían al
Parlamento, en cuanto que se constituyera) permitiendo solamente aquellas barras que fueran
acompañadas por logotipos o símbolos religiosos; siguió habiendo concurso de cruces y patios, pero
las cruces ya no se llamaban cruces, sino ese-erres, siglas de “Símbolos religiosos”. Asimismo, se
permitía solamente el funcionamiento de las barras de viernes a domingo, terminando el domingo a
las cuatro de la mañana.
La nueva organización fue recibida con protestas: las cofradías, sobre todo, y las asociaciones de
vecinos, que eran quien tradicionalmente montaban las barras, dijeron que el día de la Cruz era el
día de la Cruz, la Semana Santa la Semana Santa, y el Corpus el Corpus, que vale que el día de la
Toma, que, hasta finales del siglo anterior, había conmemorado la toma de Granada por parte de las
tropas de los Reyes Católicos, ya no lo fuera, pero que sus otras fiestas, que ni se las tocaran.
Conrado los recibió en su despacho, y les afirmó que nada más lejos de su espíritu que acabar con
las fiestas granadinas tradicionales, que, al contrario, pensaba potenciarlas desde el gobierno que
iba a presidir, pero que tenían que abrirse al espíritu del siglo XXI, dejando que las otras culturas y
pueblos que ya constituían más del veinte por ciento de la población las sintieran también como
suyas, y se convirtieran en símbolo de integración, no de exclusión. Algún gracioso de la asociación
propuso que entonces, se celebraran jornadas gastronómicas durante el Ramadán, o que la Fiesta del
Cordero, cuando los musulmanes mataban corderos de la manera tradicional, para consumirlos,
fuera también la de la matanza, y se les ofreciera morcillas y morcones a todo el que quisiera. El
alcalde los despidió diciéndoles que comprendía su sentir, y prometiéndoles analizar sus propuestas,
a las que daría contestación en un futuro próximo, en caso de que volvieran a otorgarle su confianza
tras las nuevas elecciones.
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En cualquier caso, a las cruces tradicionales se les añadieron nuevos símbolos, que, por
inesperados, tuvieron bastante éxito: unas bonitas medias lunas cubiertas de claveles rojos y de
hojas verdes, lucidas cruces invertidas cubiertas de flores y crespones negros, budas hechos con
flores de loto, o quizás eran lirios, o jamargos. La música, según la reglamentación, tenía que ser
“tradicional granadina”, pero eso se tomó en sentido amplio, y mientras que unos ponían sevillanas,
bulerías y seguiriyas, otros ponían clásicos del siglo XX como 091 y Lagartija Nick; a otros les
tiraba la tradición por otro lado y ponían música arábigo-andalusí. Incluso los refugiados se unieron
a la fiesta, y pusieron una Virgen del Rocío, un sinpecado, unas fotos de famosas, y un tamboril.
Era una de las más curradas; al fin y al cabo, la mayor parte de los refugiados no tenía nada que
hacer (salvo aparcar coches, claro); en cuanto a porqué, tratándose de un símbolo católico, no
habían puesto la cruz, alegaron que una cosa era la Virgen y otra su shiquiyo, mucho cuidao. A
ninguna cruz (o análogo símbolo religioso) le faltaban el pero, las tijeras, y la barra con bebidas
alcohólicas y estupefacientes legales (o no) diversos.
El viernes día uno de mayo, que además, era festivo por ser día del Trabajo, comenzó la fiesta
propiamente dicha; aunque para la mayoría de los quinceañeros, la fiesta, itinerante, en pequeños
grupos o no, no llegaba a acabar nunca, digamos que para ellos se sedentarizó y se legalizó. A las
10 de la mañana del viernes día uno, algunas barras empezaban a servir lo que se les pedía; los
asesores de ocio personales consultaban con sus corresponsales qué cruz (o asimilado) tenía más
gente, y el tipo de gente, en tiempo real, y transmitían alertas a sus suscriptores, que andaban como
dos por tres calles, sin perderse una.
Evaristo, como era habitual en los días de la Cruz o su entorno (o sucedáneo multiculturalmente
aceptable), estaba de guardia; entraba a las ocho de la tarde. Su cuñado Jerónimo entraba también a
las cuatro de la tarde, y tenía dos turnos seguidos de seis horas; también para él las fiestas de la
Cruz solían ser más ajetreadas de la cuenta (o sea, algo ajetreadas): unos cuantos comas etílicos,
bastantes sobredosis, agotamientos, deshidrataciones, crisis de ansiedad (de aquellos que querían
estar divirtiéndose en todos los sitios a la vez y físicamente no podían, entraban un estado de
ansiedad continua, por no estar divirtiéndose nunca lo suficiente). Esteban preveía una necesidad
excepcional de aparcamientos, y ocupó todo descampado, plaza, plazoleta, acera y bordillo con un
verdadero ejército que equivalía al doble de sus empleados habituales.
Conrado empezó su guardia particular a partir de las una de la tarde, tratando de visitar todas las
cruces posibles, y haciendo especial énfasis en las más alternativas. Consumió fino en la cruz de
Plaza Larga, una cruz señera del Albayzín, que había arrasado tradicionalmente con todos los
premios de los concursos, zumo de naranja en la media luna de la placeta del Cobertizo, también en
el Albayzín, manzanilla de Sanlúcar y algún otro brebaje de alto contenido alcohólico cuyo origen
prefería no dilucidar, en la virgen del Rocío en la plaza del rey Badís, en pleno Almanjáyar. En
alguna de ellas le acompañaban su mujer y sus hijas, en casi todas algunos de los concejales, como
Miguel, el ZZ (en este momento, ya eran gobierno provisional), y, en todas, un abejorro de
vigilancia fletado por el flamante Ministerio del Interior, que vigilaba sus movimientos y sus
alrededores, y en caso de no ver nada raro, sacaba tiernas imágenes y primeros planos que
transmitía a todo el que quisiera verlos.
Casi nadie prestó atención a una barra, en la plaza de la Libertad, situada justo debajo del
monumento a Fray Leopoldo de Alpandeire, pero los asesores de ocio recibieron un par de
chivatazos, y la gente comenzó ir hacia allí poco a poco. A las doce de la noche ya eran casi dos mil
personas las que había en las inmediaciones y en los alrededores, habiéndose desperdigado por los
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jardines y la plaza del Triunfo. A esas horas, Conrado Templeton se dirigía hacia ella, con Miguel,
su ministro de Relaciones Intracomunitarias, un par de guardaespaldas, y el omnipresente abejorro,
a unos doce o trece metros por encima. El abejorro no “vio” nada amenazador, ni ellos, mientras
subía por acera derecha de la cuesta del Hospicio, dirigiéndose hacia la Plaza de la Libertad. Al
subir las escaleras, vieron una pareja, desnuda salvo los zapatos, revolcándose por el suelo; de
hecho, tuvieron que apartar sus ropas con el pie; dos peldaños más arriba, había otra pareja. Miguel
y Conrado sólo se sonrieron; se abstuvieron de interrumpirlos para hacer ningún tipo de
propaganda. Pero un poco más arriba, había otro grupo más, realizando lo que cualquier aficionado
al porno duro hubiera identificado como una escena de sexo en grupo. Había grupos tumbados, de
pie, apoyados en las paredes, en decúbito supino. Continuamente llegaba más gente que se
despojaba de sus ropas y se arrojaba al grupo más próximo; de vez en cuando se levantaba alguien,
cogía un hatillo de ropas y se largaba.
Miguel y Conrado ya no sabían a dónde mirar, pero Conrado acertó a preguntar a uno de sus
guardaespaldas: “Oye, ¿qué cruz era esta?”
Miguel, sin pensar siquiera en parpadear, vio detrás de la barra un círculo hecho de una armadura
cubierta de nardos, con una barra vertical y dos barras más que salían de su centro y se unían de
forma radial con el exterior, en el cuadrante inferior del círculo, a noventa grados más o menos la
una de la otra; el ángulo recto que formaban ambas estaba dividido por la barra vertical. “No sé...
¿la de Mercedes?”, dijo, Miguel, tentativamente.
Uno de los guardaespaldas consultó el ordenador de su muñeca, y obtuvo la respuesta: “No, la de
la diosa del amor libre”. Miguel y Conrado se fijaron en que, efectivamente, el SR era el del amor
libre, el que millones de hippies habían lucido en colgantes y camisetas desde hacía sesenta años.
“Oye, Miguel, ¿y qué hacemos en estos casos? ¿Llamamos a los antidisturbios?”, dijo Conrado
“Coño, no te pases, Conrado, en esta zona no vive casi nadie, los vecinos no han protestado, y no
le hacen daño a nadie”, dijo, mirando de forma un tanto sospechosa, a una muchacha entradita en
carnes, totalmente desnuda, que azotaba en el trasero a un chaval, echado sobre su regazo. “al
menos, a nadie que no quiera que se lo hagan”.
“Mira, vámonos de aquí, y llama a Sanidad; diles que vengan a repartir condones y píldoras del
día después y todo lo que tengan, que como haya un chavea con clamidia, mañana tenemos a toda la
juventud contagiada”, dijo Conrado.
Cuando se iban, Miguel reparó en el abejorro, que seguía volando encima de ellos y
transmitiendo todo lo que veía. “¿Y qué hacemos con aquello?”
“Dios mío, no se me había ocurrido... bórralo, rápido, y que no se entere nadie”.
Como era natural, al día siguiente los medios informativos tenían titulares como “Día de la
orgía”, “Polvos de mayo”. Varios servidores en Gibraltar, en China y en las Islas Feroe tenían
copias íntegras de las imágenes captadas por el abejorro, y registraron una cantidad de visitas
impresionante.
Durante el sábado día dos, operarios municipales erigieron una carpa alrededor y encima de la
Plaza de la Libertad, según un comunicado, “para garantizar la intimidad de los usuarios”; en las
entradas de la carpa, una enfermera repartía un folleto sobre las enfermedades de transmisión
sexual, y proveía de condones y otros anticonceptivos masculinos y femeninos a todo el que lo
solicitaba. Si alguien sentía la necesidad fuera de la carpa, los policías municipales se le acercaban,
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comprobaban si estaba usando o no condón, le extraían sangre para comprobar si tenía o no alguna
enfermedad transmisible por fluidos, y, en general, le cortaban el rollo lo sufienciente como para
que pensara que no era una buena idea hacer el amor en público, y se fuera para la carpa.
Incluso así, el domingo, ante las colas que había en las puertas de la carpa de la Plaza de la
Libertad, hubo que erigir otra carpa en el Estadio Nuevo los Cármenes (el Granada había dejado de
jugar, mientras aclaraba en qué liga debía participar), y abrir el Palacio de los Deportes, que estaban
uno junto al otro. Como no paraba de llegar gente en los trenes de alta velocidad desde Sevilla,
Jaén, Almería y Málaga, en autobuses, y en coches particulares, se tuvo que dejar como zona
permanente de adoración a la diosa del amor libre una carpa habilitada en un descampado en los
alrededores de la autovía.
Al final, los jóvenes celebraron la adquisición de nuevas libertades haciendo uso, en público, de
una libertad que tenían desde que el mundo era mundo. Y nadie se lo pudo negar; incluso el
Ayuntamiento lo prefería a las fiestas, que eran, con diferencia, mucho más ruidosas.
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La clase política se lanzó alegremente a preparar las siguientes elecciones. Para empezar, el
PLAO cambió sus siglas a PALIGRAVE, Partido Liberal de Granada y su Vega, aunque seguía
ligado orgánicamente al Partido Liberal de Andalucía Oriental. Al Partido Zirí por la Independencia
de le cayó la última I; ya que se había conseguido la independencia, no tenía mucho sentido dejarla
ahí detrás; sería como el mexicano Partido Revolucionario Institucional, que debía haber dejado por
el camino la R de revolucionario cuando hizo la revolución, y la I de institucional cuando coparon
todas las instituciones, para quedarse sólo en Partido, un partido único, que era en realidad su
esencia hasta que Vicente Fox les quitó el monopolio a principios del siglo XXI.
También surgió el Partido Granadino Andalusí, que apoyaba las reivindicaciones de los
granadinos en el exilio malinés y marroquí; principalmente la reconversión de las iglesias cerradas
por falta de público en mezquitas, y, en política exterior, el establecimiento de mejores relaciones
con el mundo árabe y el apoyo al puente sobre el estrecho de Gibraltar, que estaba a punto de
empezarse (o no) a construir. Este partido se enfrentaba duramente a otro nuevo partido, el Partido
Nazarí, que los acusaba de paniaguados y occidentalizados, lo cual, al fin y al cabo, venía a
significar lo mismo.
Surgieron también otra serie de partidos independentistas: Coalición por la Independencia de la
Vega Sur, que quería un nuevo Estado, con capital en la Zubia; que a su vez tenían como
principales enemigos al grupo Zona Norte Unida e Independiente. Ambos dos insultaban en sus
mítines a los de la Cofradía Rociera, que agrupaba a la mayoría de los refugiados de los
campamentos del norte y de los campings del sur, y querían quitárselos de enmedio como propuesta
principal de su programa de gobierno.
La nueva mayoría de edad legal también propició la creación de un nuevo partido: “Chaveas por
la democracia”, CplD. Su creador, Fernando Mendes Heredia, con 18 años, acababa de volver de
Brasil, acogiéndose a las leyes de granadinidad.
Fernando había llegado a Brasil a los ocho años, en el 2016, muy en contra de su voluntad. Había
sido el objeto de una disputa entre su padre, brasileño, y su madre, granadina, gitana y canastera del
Sacromonte. Sus padres se habían conocido al principio del verano del 2008, cuando el grupo de su
padre, Rui Mendes, llamado Os Pesãos, que combinaba con gran maestría el heavy y los ritmos
tradicionales brasileños (se consideraban herederos tanto de João Gilberto como de Sepultura) hizo
una gira por la península, en la que contó como telonero con el grupo Canela Fina, un grupo
mestizo que combinaba el heavy con la rumba y el flamenco (y que también se consideraba
heredero de las Grecas, Dover, Medina Azahara y los Reincidentes), en el que militaba Yolanda
Heredia. De compartir escenario pasaron a compartir diversas drogas legales o no, y de ahí a
compartir cama. Al final de la gira, Yolanda estaba embarazada, lo cual se hizo patente en un
desmayo bastante aparatoso en medio del escenario. Rui se volvió a Brasil, y Yolanda siguió con su
vida; al cabo de nueve meses, dio a luz a un chaval de color crema tostada, al que llamó Fernando y
le impuso el apellido del padre. A la vez, una demanda de paternidad que Yolanda ganó hizo que
Rui reconociera su paternidad, y tener que pasarle una pensión. No bien lo hubo destetado, lo dejó
con una tía suya, Alma, que se dedicó a recorrer los polvorientos mercaillos andaluces con el
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
muchacho a cuestas; la pensión se la fue quedando su madre, que la vida de artista es muy
cambiante y no siempre hay donde caerse muerto. Yolanda lo dejó con su hermana con la mejor de
las intenciones: no le parecía que el mundo de la farándula, de gira en gira, fuera el más decente
para que se criara un niño; por lo menos las drogas que se gastaban en la venta ambulante eran
todas legales. Su tía Alma lo cuidó tan bien que, al cabo de unos años, Yolanda casi no se acordaba
que tenía un niño, Alma a veces tampoco, y Fernandito, al que casi todos sus conocidos llamaban
Dito, se crió descalzo con unos pantalones de primera comunión desechados que a los cinco o seis
años empezaron a venirle bien, unas chanclas, y alternando con las piaras de niños más endurecidos
y renegridos que sólo en la venta ambulante podían darse.
Sus actividades habituales, mientras su tía vendía ropa interior, consistía en complementar los
ingresos de la famila dedicándose al menudeo: una cartera aquí, un reloj por allí, incluso una vez
logró robar unos zapatos en bastante buen uso mientras su propietaria se probaba otros en uno de
los charnaques; los zapatos fueron colocados por un buen precio en el pueblo siguiente. Cuando
Dito, o su tía, consideraban que los ingresos eran suficientes, se dedicaba, con la panda de niños y
niñas que constituían la guardería al aire libre del mercadillo, a buscar algunos chavales locales que
estuvieran dispuestos a jugar al fútbol con ellos, o, en su defecto, a hacerlos entrar en razón a
pedradas. De esa época guardaba un par de cicatrices, en la rodilla y en la ceja, cuyo origen
futbolístico o pedradístico nunca quiso aclarar. Si entre juegos y convalescencias aún le quedaba un
rato libre, o llovía o hacía tanto viento que el mercadillo acababa cancelándose, se quedaba en la
furgoneta montando muñecos a partir de piezas de radios de coches, reproductores de CDs
portátiles y otros elementos de detritus electrónico que podía encontrar por ahí; su tía también le
enseñó a leer y escribir, y a hacer cuentas, y a negociar, todo lo que podía serle útil en su vida. Mal
que bien, fue tomando también los cursos escolares que correspondían a su edad, y haciendo algún
examen a final de curso.
El padre, tarde o temprano, cuando empezó a dejar el mundo de la canción y dedicarse a
actividades más respetables, como la producción de otros grupos, quiso visitar a su hijo, que para
eso le había costado una pasta. Se puso en contacto con Yolanda, que, tras algunas evasivas, le
confesó que no tenía ni idea dónde se encontraba en ese momento; que estaba con su hermana, pero
que no la veía (ni al niño) desde hacía meses, que no tenía móvil, y que de establcer un régimen de
visitas se olvidara, que a buenas horas, mangas verdes. El padre montó en cólera, montó en un
avión con su abogado, y se fue para España, poniendo una demanda en el juzgado de lo Social en
Granada. Simultáneamente, puso otra demanda en Rio solicitando la custodia, y, tras los informes
pertinentes obtenidos por el juez usando los canales habituales, le fue concedida. El juez brasileño
inmediatamente solicitó a las autoridades andaluzas la entrega del niño.
Unos días más tarde, Fernando, que había dejado de ser Dito, bien vestido, bien lavado y bien
peinado, amanecía en Brasil, que también se entusiasmaba esa época con la misión tripulada a
Marte que se estaba preparando desde la estación espacial de Mercosur, y que saldría en unos
meses, si todo iba bien. Pero la vida que llevaba su padre redescubierto tampoco incluía un chaval,
y fue directo a un colegio interno, donde Fernando se enteró de lo justo. Tampoco vio a su padre.
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
Lo que sí le enseñaron fue que los ordenadores y demás chismes electrónicos no sólo servían
para jugar, sino que también podías enseñarles como hacer cosas. Sin embargo, el entusiasmo con
el que se aplicó a aprender todo lo nuevo no fue lo suficiente como para contenerlo en una
institución en la que había que ir calzado todo el tiempo y llevar uniforme, y no había piedras en el
patio para defenderse cuando era pertinente. En noviembre del 2017 se escapó, y se fue a vivir a las
calles de Río de Janeiro.
Al principio subsistía de lo que encontraba en las basuras, pero poco a poco fue volviendo a su
vieja afición: construir robots (él los llamaba muñecos), que se movían, buscaban cosas, y se
seguían los unos a los otros, como hormigas. Con un pequeño ordenador de muñeca, que su padre le
había regalado y que se había llevado del colegio, los programaba. Poco a poco se fue haciendo con
un verdadero ejército de robots parias, que guardaba en un contenedor y que sólo sacaba cuando no
había nadie; los programaba para barrer el callejón, atacar a ratas y gatos; pero cuando tenía más de
cien robots, se dio cuenta de que era imposible programarlos todos, y entonces los programó
simplemente para que imitaran a otros, o para que fuera fácil enseñarles lo que tenían que hacer,
pero sin programarlo. ¿Que quería un robot espantagatos? Pues dejaba diez o doce robots
esparcidos por donde solían entrar los gatos, y, al robot que a la llegada del gato se dirigía hacia él,
lo “premiaba” en su programación; los demás, eran “castigados”. Así, con mucha paciencia, cada
robot nuevo que construía iba aprendiendo cuál era su lugar dentro de la sociedad de robots.
Como los robots se estropeaban continuamente, necesitaba motores, nuevos chips, patas,
sensores, llegó un momento que la basura no le suministraba lo que necesitaba; tuvo que enseñar a
los robots a que buscaran tiendas de electrónica y fueran cogiendo sus propias partes, que
reconocían por el código de barras del envoltorio. Los comerciantes del barrio, claro está, se
sorprendieron cuando vieron un ejército de pequeños robots, el más grande del tamaño de un ratón,
y el más pequeño como una cucaracha, que invadían sus estanterías; en vez de llamar a la policía, lo
cual probablemente les hubiera costado caro en dinero y credibilidad, siguieron, armados con bates
de béisbol, a los robots hasta el callejón donde vivía Dito, que había vuelto a ser Dito cuando salió
del internado, aunque pocos se molestaban en preguntarle el nombre. Allí, Dito ya había sido
alertado del posible ataque, y se les enfrentó con un pequeño ejército de robots mata gatos. Los
vendedores prefifieron no atacar: le convencieron de que dejara de vivir como un menino da rúa, y
que se dedicara a construir los robots, que ellos los venderían.
Así, a los diez años, comenzó su carrera de diseñador/constructor de robots. Al poco tiempo,
tenía en el taller a otros tres chavales, también sacados de la calle, ninguno mayor de catorce años,
que construían robots con él; los robots empezaban a estar mucho más estandarizados, y a tener una
calidad mayor. La gente se los quitaba de las manos: los usaban como mascotas, o para espantar a
mascotas molestas de los vecinos, para cortar el césped, para jugar con los niños o para vigilarlos,
programándolos para no perderlos de vista, y para limpiar la casa. O, si eras hábil y tenías tiempo,
para todo ello: castigándolos o premiándolos, podían acabar haciendo lo que uno quisiera. Cuando
Fernando tenía dieciséis años, Dito Robótica SA cotizaba en la Bolsa de Mercosur en São Paulo, y
suministraba equipos robóticos a la Agência Espacial Brasileira, que los usaba para explorar la
superficie de Marte.
Un día de noviembre de 2025, cuando estaban a punto de convocarse las elecciones municipales
en Andalucía Oriental, cosa que él, por supuesto, ignoraba profundamente, Fernando recibió una
visita en el despacho de una pequeña factoría que había construido en las afueras de Rio, donde
empleaba a más de trescientos meninos sacado de las calles y de las favelas; sólo trabajaban tres
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
horas diarias, y el resto lo dedicaban a formarse. La persona que le visitó se presentó a la secretaria
como “un paisano”, y lo dejó pasar principalmente por curiosidad; ni siquiera tenía muy claro qué
quería decir con eso de “paisano”.
En su despacho entró Ramón Jesús Garrido Aguilera, Monje para los amigos con una mano
extendida y una sonrisa en los labios. Su bronceado indicaba que, o bien había estado en las playas
de Rio algunos días antes de la visita, o bien había trabajado duro para no perder el bronceado del
verano anterior. Monje tenía el pelo rubio muy ensortijado, un polo de manga Yves Sant Laurent de
color bronce, y unos pantalones blancos recién planchados; llevaba una sandalias Farrutx en las que
asomaban unos pies con la manicura perfectamente hecha, incluso con brillo en las uñas. No
aparentaba más edad que el propio Dito; pero no tenía pinta de venir a pedirle que les mostrara las
bellezas locales, sino a proponerle un negocio.
El negocio, básicamente, se llamaba Granada. Monje había sido el segundo de los millonarios
que sí había logrado salir en la prensa por su fortuna, a diferencia del pobre Gil, que tuvo que crear
la mayor juerga conocida en Granada desde las Cruces de principios de los noventa para llamar la
atención. Monje había hecho su fortuna de una manía: de pequeño, nunca había querido comer
fruta, pero un buen día de navidades, su familia había descubierto que las frutas glaseadas, cubiertas
con azúcar, hacían sus delicias; a partir de ese momento, todos los días, había tomado su ración de
melocotones, piñas, cerezas y mangos glaseados. A partir de los ocho años habían tenido que
arrancarle todos los dientes y aplicarle una terapia para que le volvieran a crecer; cuando crecieron
de nuevo, les hicieron un recubrimiento cerámico, para que pudiera seguir disfrutando con sus
frutas glaseadas. A los nueve, leyó que finalmente se había secuenciado el ADN del melocotón
(porque esta humilde fruta no corría tanta prisa como el genoma humano), e inmediatamente pensó
que sus dientes sufrirían mucho menos si el azúcar creciera de forma natural en la fruta, así que
buscó a alguien que supiera como duplicar, o insertar, o cambiar, los genes del melocotón de forma
que el exterior de la fruta apareciera glaseado, y fuera mucho más dulce que los melocotones
normales. No tardó en encontrarlo, y no tardaron mucho en tener la primera cosecha de SugarPeach
(TM), que fue casi totalmente devorada por los gorriones y las avispas, a quien les encantaba;
SugarPeach versión 1.1 contenía además otros genes de cardo borriquero, sin sabor, pero que no les
resultaban demasiado agradables al gusto a los animales. Las primeras cosechas, que tardaron unos
años en crecer en el árbol, se las quitaban de las manos; la mayoría fue exportada a Estados Unidos,
aunque tuvo que seguir un largo proceso de aprobación por la administración de la comida y los
fármacos, la FDA. Monje plantó algunas hectáreas de SugarPeach en la Temple, unos kilómetros al
suroeste de Granada, aumentó la producción, reinvirtió los beneficios tratando de encontrar el
mismo proceso para otras frutas; en algunos casos tuvo que financiar también él mismo la
secuenciación. A los trece años tenía grandes extensiones del Temple y de la Hoya de Baza
plantadas con SugarPeach, SugarPear (peras naturalmente glaseadas), SugarApple, SugarMango, y
SugarCherry (cerezas de Güéjar Sierra), y seguía buscando la forma de hacerlo para otras plantas.
Su producto de más éxito eran las cestas variadas, que se empaquetaban justo debajo de los árboles,
y se enviaban directamente a China y a los Estados Unidos.
A los 17 años, Monje tenía un negocio de algunos millones de euros de volumen, pero seguía
viviendo en casa de sus padres. No podía comprar tabaco, ni alcohol, sin su ayuda, ni la empresa
estaba a su nombre, ni ningún empresario lo tomaba en serio. Como tenía dinero, decidió que, en
vez de invertir en más empresas, invertiría en respeto. Crearía un país donde los chaveas tuvieran
los mismos derechos y prestigio que los mayores, o donde fueran considerados adultos a todos los
efectos. Como ese país no existía (o al menos, no existía en Europa), decidió crearlo, y dónde podía
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
crearlo mejor que en su propia ciudad, donde los jóvenes habían sido tradicionalmente, através de la
Universidad, los institutos y los cientos de chavales que llegaban en viajes de estudiantes, la
columna vertebral de la ciudad.
Decidió contactar a otros jóvenes millonarios que tuvieran sus mismas inquietudes, y si no las
tenían, convencerles de la mejor forma posible. No fue difícil: los jóvenes millonarios no solían
mantenerse en secreto, y además, a través de las juergas de “jóenes emprendedores”, que se
organizaban de vez en cuando, ya conocía de cara a varios. Además de los locales, un día leyó en un
dominical la historia de este chico de la calle que había robots y que, mira por donde, era de
Granada, así que decidió pasar una temporada en Brasil para hablar con él.
Monje le propuso a Fernando, como le había propuesto a los otros antes, invertir en un país, pero
en uno que todavía no existía. La inversión iba a tener varias fases: en la primera, invertirían en un
partido político existente, que declararía la independencia; cuando se produjera ésta y otra serie de
circunstancias, invertirían en un segundo partido político, que tomaría el poder; en ese momento,
pedirían favores pasados, y serían los amos de un país.
A Fernando no le hizo mucha gracia la idea, en principio. Él no quería un país para nada, y en
cuanto a los favores, no era muy probable que ningún país con menos de medio millón de
habitantes necesitara grandes cantidades de robots autoorganizados. Sin embargo, le gustó como
juego, y le gustó aún más cuando le pidieron que fuera él el candidato, porque daba la imagen
correcta de mestizaje: medio gitano, medio africano, pero todo un granadino. Monje no se opuso,
pero dijo que tenía que consultarlo. Se dieron un apretón de manos, quedaron para hacer una visita a
las bellezas locales (las estáticas y las peripatéticas) un par de horas más tarde, y se despidieron.
Un mes mas tarde en diciembre de 2025, Fernando dejó, junto con su novia Zé, una mulata
imponente de diecinueve años, la soleada Río de Janeiro, para aterrizar, unas veinte horas más
tarde, en el aeropuerto de Granada. Habían comprado, usando un abogado, una parcela de unos
miles de metros cuadrados en Gójar, con un chalet de tres plantas estilo suizo, que había
pertenecido a un empresario de Internet que se había arruinado unos años atrás.
Fernando no recordaba prácticamente nada de Granada, salvo unas calles llenas de tenderetes,
una extensión polvorienta en Almanjáyar, y unos centros comerciales donde había ido a desayunar,
plantándose directamente en los frigoríficos donde estaban los yogurs y zampándose unas cuantas
natillas, yogures bebibles y cuajadas. Durante los meses de enero y febrero tenía casi todo el día
para pasear; y se recorría sistemáticamente todos los barrios, incluso cuando llovía intensamente, lo
cual ocurría casi todas las tardes. Había decidido no comunicar su llegada a la prensa hasta que se
acercaran las elecciones que en las que él, y sus compañeros, sabían que Conrado Templeton iba a
ganar, y por tanto, cuando paseaba con su novia Zé, la gente sólo veía una pareja de turistas de
color que iban a sus propios asuntos. A su madre, ni se molestó en buscarla; no tenía nada que
contarle, ni le interesaba lo que ella le contara. Sí le habría gustado encontrarse con su tía Alma,
aunque sepa Dios dónde andaría a estar alturas... preguntaría el domingo, en algún mercaíllo.
Lo que más le llamó la atención de Granada fue su bulliciosidad. Siempre había sido una ciudad
bulliciosa, con enjambres de personas en la calle a todas horas, día y noche, pero ahora parecía
como si la ciudad nunca durmiera; sólo cambiaba el tipo de gente que estaba despierta a cada hora
del día. Por la mañana muy temprano, se veía a quien iba a trabajar; un poco más tarde, a quien
tenía que resolver algún asunto, a mediodía, las mismas personas que se veían por la mañana salían
a tomar café, y los institutos soltaban brevemente a sus pupilos para desayunar; algunos habían
terminado ya de trabajar a las doce de la mañana y empezaban a llenar los bares y cafés, aunque
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
otro tipo de bares y cafés diferentes empezaban a hacer su agosto a partir de media tarde, cuando se
llenaban con los estudiantes de la Universidad; los refugiados comenzaban también a trabajar a
partir de las cinco o así, vendiendo lo que pillaban, o afanando lo que pillaban, o simplemente
pidiendo; los más jóvenes empezaban de fiesta a partir de las seis. En fin, uno podía saber qué hora
del día era en Granada simplemente apreciando con ojo crítico la composición de la multitud que se
agolpaba en las calles.
Junto con ese bullicio, Fernando pudo apreciar algunas cosas más. Primero, la alegría. Casi todos
estaban alegres; los que iban juntos por las calles, estallaban en carcajadas ante cualquier
chascarrillo, los que iban solos, sonreían. Hasta los refugiados se arrancaban por seguiriyas cuando
no tenían nada urgente que hacer, que era casi siempre. También la mugre. La ciudad estaba sucia,
andar por una acera significaba ir apartando bolsas vacías, hojas secas y evitando excrementos de
perro; a veces, incluso escombros. Por último, le llamó la atención el deterioro. Salvo la Alhambra,
la mayor parte de los otros monumentos, las iglesias, los museos, el Albayzín completo, estaba que
se caía de viejo, y lo que no se caía era porque el polvo que lo cubría parecía conservarlo, como
ocurría con el Parque de las Ciencias. El turismo, cada vez más superficial, se había concentrado en
lo que podía ver en un par de horas, y había descuidado el resto; a la alcaldesa de la ciudad parecía
no preocuparle mucho.
Tras sus paseos, llegó la conclusión de que no se necesitaba un político más que se aprovechase
de ella, sino alguien que la arreglara. Claro, que cualquiera que hubiera escuchado sus pensamientos
habría pensado “Otro chaval más que quiere salvar al mundo”. La diferencia es que Dito no sólo
tenía dinero para arreglar el viejo coche, sino para para ponerle tapicería de cuero, motor de célula
de combustible regenerativa de última generación, y spoilers traseros.
Un mes después del día de la Cruz , se acercaba el Corpus Christi, la fiesta local de Granada, así
que el 31 de mayo de 2026, a las cuatro de la tarde, Vanessa y Evaristo avanzaban por la autovía del
92 (llamada así porque si hallabas la media aritmética entre el año que se empezó y el año en que se
acabó, daba 92), camino de Mojácar. Evaristo dormía plácidamente, y Vanessa hablaba por
teléfono. El coche, un Seat Paella (se ve que a los de márketing de Seat prácticamente se les habían
terminado las palabras españolas universalemente reconocibles, y habían tenido que emplear esa;
era mucho mejor que Jamón, Olé o Torrero) había recibido instrucciones sobre el destino final, e
iba sin sobrepasar en un milímetro por hora el límite de velocidad, zumbando alegremente; según
las condiciones de la carretera, la pantalla mostraba la hora estimada de llegada, que variaba unos
minutos hacia arriba o hacia abajo cada cierto tiempo
Evaristo había decidido tomarse completa la semana del Corpus; al fin y al cabo, había estado
currando toda la Semana Santa, y se había chupado más guardias que un recluta de pueblo (eso
decía su abuerlo, aunque reclutas ya quedaban pocos, y gente “de pueblo”, en el sentido más
estricto de la palabra, casi tampoco), así que habían decidido pulirse el dinero de las guardias en
descansar. El ascenso del nivel del mar había inutilizado casi todas las playas artificiales de la costa,
y muchas de las naturales; en algunas urbanizaciones de la costa, si uno quería hacer surfing, no
tenía más que salir al jardín, antes, claro, de abandonar la casa por derrumbe inminente; en algunos
casos, se habían creado nuevas playas de forma natural, unos metros tierra adentro, pero eran muy
traicioneras: estaban llenas de escombros y, en algunos casos, de residuos químicos y de otro tipo.
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
Las costas más desérticas, como el poniente almeriense, habían sido los que habían tenido más
suerte: pitarrales en los que no crecía más que esparto y pita eran ahora playas de moda, y si
además, el pueblo que las servía no estaba exactamente en la costa, mucho mejor, como en el caso
de Mojácar.
Mojácar los recibió con un arco morisco, con el nombre de Mojácar escrito en castellano y árabe.
Tenían las coordenadas GPS del hotel donde iban a parar, un hotel de tres estrellas sin demasiada
ostentación. Evaristo se despertó lo suficiente para que les entregaran las llaves en el mostrador de
recepción. Se volvió a acostar; aunque se volvió a despertar cuando su mujer se acostó a su lado, al
cabo de una hora. Hicieron el amor con tranquilidad, y se durmieron otra vez. Cuando Evaristo se
despertó eran más de las nueve de la noche, la temperatura era de unos agradables veinte grados, y
por la ventana se filtraba el color dorado del atardecer. Evaristo se asomó al balcón, vio ponerse el
sol con una cerveza en la mano, y se fue a dormir otra vez, esperando que las vacaciones siguieran
como habían empezado. Para ayudar a este deseo, había pensado tirar por la ventana el móvil con el
que su mujer, cuando no estaba hablando, estaba consultando y contestando el correo electrónico,
pero finalmente no lo hizo.
Al día siguiente, desayunaron de forma abundante, y Evaristo se sintió más feliz todavía porque
su mujer decidió, de motu propio, apagar el móvil. Lo primero que pensó al despertarse fue que
dónde andaría su hijo, así que decidió enviarle un mensaje al móvil de su hijo desde una cabina
pública: ni él se había llevado el móvil ni quería que esposa lo encendiera. Se puso unas bermudas
de color rosa oscuro, unos tenis, unos calcetines blancos y una gorra de color amarillo canario con
propaganda de una empresa de hierros y ferrayas, que un buen día había aparecido en casa, y salió
del hotel, vagando sin un rumbo fijo, pero con la idea fija de mandar el mensaje desde una cabina.
Casi todos los lugareños, desde hacía algunos años, habían vuelto al atuendo tradicional
mojaqueño, parecido a una enchilaba; algunos incluso llevaban turbante. Se diferenciaban de los
árabes ricos, que también abundaban en el sitio, por la humildad de su atuendo. También se cruzó
con algunos nuevos ricos, los que se habían forrado con los parques eólicos y las microcentrales
solares del norte de Almería y el desierto de Tabernas y con los cultivos biológicos que habían
sustituido desde hacía unos quince años a los plásticos; no se habían hecho ricos de la noche al día,
pero poquito a poquito habían amasado una pequeña fortuna. Se notaba la prosperidad en el
silencio: coches silenciosos (probablemente funcionaban con célula de hidrógeno; los eléctricos
eran calladitos, pero emitían un pequeño zumbido, o sea que no eran totalmente silencioso),
conversaciones susurrantes, música suave y sibilante que se filtraba al abrir la puerta de los bares.
Ninguna de las ciudades donde Evaristo había vivido había sido así.
Encontró una cabina al cabo del rato, y le mandó un mensaje a su hijo indicándole el hotel donde
estaba, que estaban muy bien y que podía unírsele cuando quisiera, no tenía más que coger un
autobús. Alargó el paseo durante una hora más, hasta que logró ver el mar, y volvió al hotel.
Vanessa, su mujer, no estaba por allí, lo cual le estropeó sus planes de seguir el mismo ritmo del día
anterior, pero el teléfono estaba sonando.
Contestó rápidamente, pensando que se trataría de su hijo. Pero no era su voz la que estaba al
otro lado del hilo.
“Sí, hola, le llamamos de recepción.”, le dijo una voz que no reconoció.
“Sí.” Contestó, sin saber muy bien si contestar, o preguntar.
“Sí, le llamábamos para ofrecerle los servicios adicionales del hotel: tenemos asesores personales
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
de ocio, de prácticas sexuales, de gastronomía, y, por supuesto, de seguridad.”
“Sí.” Siguió diciendo, sin saber si negarse, aceptar, o dejarlo para luego. Estas llamadas
comerciales siempre le dejaban sin saber qué contestar.
“Si necesitara alguno de ellos, no dude en consultar con nosotros. Tenemos tarifas diarias y
semanales muy competitivas”, siguió diciendo el recepcionista, comercial o lo que fuera,
alegremente.
“Sí, gracias”, dijo, sin saber muy bien que decía.
“Ah, entonces está interesado, ¿no? En su circunstancia, le recomiendo especialmente uno de
nuestros asesores personales de seguridad, que están perfectamente cualificados”. Ahora empezaba
a sentir curiosidad. ¿A qué circunstancia se refería?
“¿A qué se refiere?”, le preguntó al recepcionista.
“Bueno, al hecho de que usted es policía, y si me permite indicarlo, de un país que no es
precisamente el mejor de los amigos del nuestro, me refiero a que acaba de hacerse
independiente...”; ahora Evaristo estaba realmente intrigado: en el formulario de ingreso del hotel, e
incluso en su nuevo carnet de identidad, una bonita tarjeta roja y verde con su foto y otros datos
biométricos y personales almacenados en un chip, ponía sólo funcionario, “... y el interés por el que
han mostrado ciertos tipos que se han acercado a la recepción preguntanto por usted...”
“¿Qué está diciendo usted?”, insistió Evaristo, con un mosqueo que iba en aumento.
“Ah, ¿no sabía nada? Bueno, creí que no nos había preguntado ese tipo de cosas porque lo daba
por hecho, vamos, aquí es difícil que se aloje alguien de alguna fuerza de seguridad sin que lo sigan
de cerca, y, aunque no creo que este sea su caso, lo vapuleen un poco tratando de sacarle, o de
meterle, información, o de sacarle la información que él haya podido sacar previamente, aunque,
claro está, en estos casos un asesor personal de seguridad le puede dar una serie de consejos
bastante útiles, y evidentemente adaptados a su caso particular.” Soltó el telefonista, como quien
habla del tiempo.
A Evaristo no le casaba nada de esto con la idea que tenía de su antiguo país, donde, al fin y al
cabo, él había sido policía; había oido rumores sobre los migueletes, como una vez que detuvieron a
dos personas que se llevaban a una tercera, al parecer narcotizada y secuestrada, y luego resultó que
los tres eran policías, sólo que dos de ellos eran migueletes y el tercero era de Sicilia, o de algún
sitio de esos italiano, aunque igual era de la mafia, que en esos sitios tampoco se diferenciaba tanto;
a los tres los soltaron rápidamente, pero el siciliano (o de cualquier modo, italiano) fue embarcado
en el primer avión hacia Madrid.
“No, no quiero nada, gracias”, acertó a decir. El recepcionista intentó replicar “Pero nos avisará
si...”, pero Evaristo colgó enseguida.
Ahora no tenía muy claro si el recepcionista estaba tratando de colocarle a un guardaespaldas
que le iba a costar un güevo y sólo le iba a dar tres o cuatro consejos, o le estaba advirtiendo de
buena fe de algo que conocía por su puesto de trabajo. Lo que sí le intrigó era que supiera su
profesión, a pesar de no haberla revelado él, aunque se le ocurrían mil formas por las que podía
haberlo averiguado: una búsqueda de la prensa digital regional, por ejemplo, o de boletines públicos
de la Policía de Granada. A todo eso, y con la calidez que se filtraba por la ventana abierta, y el
silencio, se quedó dormido; un tiempo indeterminado más tarde llegó su mujer con un par de bolsas
de papel llenas de compras, y finalmente pudo hacer lo que tenía planeado hacer, y además dos
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
veces; luego volvieron a quedarse dormidos.
Bajaron a comer sobre las cuatro de la tarde, atacando con hambre un plato de proteínas de soja y
de sucedáneo de pescado con guarnición de tomates y lechugas criados orgánicamente. En vez de
dormir la siesta, se montaron en el coche, su entrañable Seat Paella, consultaron en el ordenador de
a bordo cuál era el monumento más espectacular de los contornos, y se decidieron por los parques
eólicos de Sorbas, que junto con los de Algeciras eran los más grandes de la península, ocupando
decenas de hectáreas. Le dijeron al coche que fuera hacia allá, y fueron hablando por el camino,
intercambiando impresiones sobre la ciudad, y lo extranjera que les parecía, las indumentarias, el
lujo, en fin, algo que faltaba en su país. Ambos estuvieron de acuerdo en que su nuevo país era tan
diferente de esta Andalucía Oriental que no les quedaba otro remedio que separarse, pero también
que tenían mucho que aprender de ellos.
Llegaron a las afueras de Sorbas, a un centro de visitantes, con un viento que le voló la gorra de
propaganda a Evaristo, y allí les contaban la historia del parque eólico; cómo no había sido ninguna
gran empresa la que lo había construido, sino pequeños propietarios de parcelas que se compraban
un molino de viento y se ponían a producir electricidad, vendiendo el producto a la red eléctrica
peninsular; los nuevos molinos no tenían mucho mantenimiento, podían cargarse con ellos células
de hidrógeno que empleaban para sus tractores, casas o coches particulares, y, si había excedentes,
los vendían. Poco a poco, los productores con pocos molinos se fueron uniendo y creando
cooperativas, que, al manejar muchos kilovatios de potencia y tener mucha más regularidad, podían
conseguir mejores precios por la producción que lo que podrían conseguir por separado; todo ello
había potenciado la red local de producción de células de hidrógeno, y el tener energía
prácticamente gratis había hecho que fuera muy barato crear también pequeñas plantas de reciclado;
algunos, incluso, habían plantado unos cuantos molinos, y al tener las rentas aseguradas, se
dedicaban a la cerámica, al macramé o a escribir novelas de política ficción sobre el futuro
próximo. En fin, todo ello había creado un pequeño boom parecido al de los peliculeros de los años
sesenta, o al de los cultivos bajo plásticos de principios de siglo, pero más sostenible, porque el
viento no tenía pinta de acabarse fácilmente.
Tras la presentación y la visita a la sala de exposiciones con maquetas y creaciones artísticas de
molineros locales (cuyas reproducciones se podían adquirir en la tienda al final de la visita),
hicieron una visita en un vehículo todoterreno descubierto a diversas zonas del parque, las que
presentaban vistas más amplias, y los molinos más antiguos. Allí, otra pareja que les acompañaba
en la visita se dio cuenta de que los seguía un abejorro, un pequeño avión no tripulado, que
esquivaba hábilmente las palas de los molinos, volando a veces por arriba, otras veces por abajo; en
algunos momentos le prestaban más atención al vehículo en sí que a los molinos, y la otra pareja
comentó que sería para sacarles fotos que luego les venderían a la salida.
Pero a la salida lo que les esperaba no bien habían bajado del todoterreno eran dos migueletes
uniformados; a Evaristo le sonó la cara de uno de ellos; probablemente habría servido en Granada.
Ante la sorpresa de la pareja que les había acompañado, y de la misma Vanessa, se llevaron a
Evaristo a una habitación aparte, para interrogarle.
Evaristo trató de recordar el nombre del miguelete, pero no pudo, o sea que probablemente se
llamaría Pepe o Paco, que eran nombres que siempre olvidaba. Trató de dirigirse a él llamándole
Paco, pero no le hizo ni caso; o sea que, o no era su nombre, o no estaba de humor para contestar.
Evaristo estaba, en realidad, acojonado. Nunca se había enfrentado a una situación así, y en las
películas que había visto, los que estaban en su situación siempre habían salido muy mal parados; la
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
primera hostia se la llevaban siempre cuando decían aquello de “no hablaré si no es en presencia de
mi abogado”, así que prefirió ahorrarse la primera hostia no diciendo nada y, cuando vinieran las
demás, ya torearía al toro por donde derrotara.
El toro, finalmente, resultó un tanto manso, con cierta querencia al tabaco, y, quizás, un poco
enigmático. Le preguntaron lo que hacía por allí, qué más tenía intención de visitar, cuántos días iba
a estar, todo en un tono de lo más cortés, lo cual le desconcertó más todavía. Los dos realizaban las
preguntas; Evaristo se desconcertó más todavía al no poder identificar al poli bueno ni al poli malo.
Para terminar, se despidieron de él con un apretón de manos, le aconsejaron que no se metiera en
follones, pero, que si tenía algún problema, llamara sin pensárselo a un número que le dieron en una
tarjeta, donde simplemente ponía SESAO (es decir, servicio de seguridad de Andalucía Oriental), y
el número propiamente dicho; ni siquiera venía una dirección de correo electrónico o un nombre.
Evaristo volvió junto con Vanessa, que esperaba en la tienda secándose las lágrimas con un
pañuelo con molinos de viento estampados, la abrazó y la besó, y le explicó en dos palabras que no
había nada que temer, o quizás había todo que temer, que sólo habían jugado al mosqueo, pero no le
habían acusado de nada, ni pegado, ni nada. Tanto abrazo, tanto beso, y la adrenalina que se había
vertido a su torrente sanguíneo, hizo que no pudieran esperar siquiera llegar al hotel para hacer el
amor: en el exiguo asiento de atrás del Seat Paella, y en un área de descanso de la peninsular 340 a
la altura de Altaix, hicieron el amor a lo bestia; caray, James Bond hubiera hecho lo mismo. Al
final, acabaron prometiéndose comprar un coche más grande, siempre que ahorraran lo suficiente.
Nunca se sabía cuando se iba a necesitar un asiento de atrás bien mullido.
Durante la feria y fiestas del Corpus en Granada, que empezaban, como es natural, el domingo
antes del jueves de 4 de junio, todos los partidos empezaron a afilar sus cuchillos, pero Conrado
Templeton encontró que su cuchillo había dejado de cortar, y que, además, no tenía piedraz para
afilarlo. Sus anteriores patrocinadores no le enviaban nuevas partidas de dinero, ni le llamaban para
darle instrucciones, ni contestaban a sus llamadas. Cuando llamaba al único número en la agenda
del móvil que le habían mandado, una voz grabada le indicaba que estaba desconectado.
Eso dejó su cofre de campaña electoral sin dinero antes siquiera de comenzar la precampaña
electoral; a pesar de que en estas elecciones prefifieron dejarse de carteles “inteligentes” y ceñirse a
lo clásico: mítines, carteles en papel y anuncios en medios de comunicación, ni siquiera tenían
dinero para reservar el nombre del dominio en Internet (habrían encontrado, en todo caso, que la
mayoría de los nombre plausibles estaban ya reservados).
Conrado decidió usar los medios clásicos de los partidos en el poder para la campaña electoral:
editó un panfleto, con dinero de la Mancomunidad, en el que glosaba los logros de los primeros 100
días de su gobierno (sin importar demasiado que los primeros 100 días se cumplieran, más o menos,
el día de las elecciones, y que llevaba sólo unos cuarenta, que son los que hay del jueves santo al
jueves de Corpus). El panfleto, editado a modo de tríptico, con un fondo rojo y verde difuminado,
indicaba que su gobierno municipal cumplió su principal promesa electoral, que era la
independencia (lo cual era cierto), que se había avanzado por el camino de la construcción nacional
(también era cierto), que se habían mejorado los problemas de orden público heredados del régimen
anterior (lo cual era, hasta cierto punto, cierto), que se habían iniciado grandes proyectos de obras
públicas (se habían puesto carteles en varios puntos de la ciudad indicando el comienzo de las obras
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
del metro ligero municipal, el tranvía de la vega y de la Sierra, el tren a la costa), que había
mejorado la limpieza de la ciudad (empezando por la Plaza del Carmen; el resto se había dejado
para el segundo mandato), y, en un guiño a los nuevos electores de quince a dieciocho años, que se
habían dado nuevos cauces de ocio a la juventud, con las “Carpas para Desahogo Sexual” instaladas
por su Gobierno. Hubiera sido demasiado descarado incluir promesas electorales en el tríptico, así
que Conrado recurrió a los medios clásicos de financiaciación ilegal de partidos: recalificaciones de
terreno con comisionistas de por medio, facturas falsas de empresas afectas al partido, duplicación
de facturas, en fin, pensaba Conrado, si los grandes héroes de la construcción europea, como
Miterrand y Kohl, habían tenido que recurrir a ello, ¿porqué no lo iba a hacer él, que era uno de los
pequeños héroes de la deconstrucción europea? Además, el seguía poniendo la misma reserva
mental que en el caso de la anterior campaña: nunca se lucraba él, sino que era para el uso del
partido, es decir, finalmente, para la mayor gloria de la ciudad y su Vega.
Pronto descubrió que en tan poco tiempo no podía hacerse con tanto dinero, así que reunió a la
cúpula de su partido, y surgieron varias soluciones posibles. Ninguna de ellas era mucho más ilegal
que el uso descarado de fondos públicos, o la diversión de fondos públicos, así que decidieron ver la
forma de usarlas todas, e incluso empezar a usar algunas inmediatamente.
La tarasca salió, como todos los años, a las doce del miércoles anterior al Corpus, vestida a la
moda del año. Este año, de acuerdo con las nuevas tendencias nacionalistas, el vestido fue diseñado
por Benny Killer, nacido Benito Matanzas, que había nacido en Purchil unas cuantas decenas antes,
y diseñaba desde la taza de un wáter hasta el salpicadero de un coche, como el salpicadero del Fiat
Tinto, un nuevo modelo que la factoría torinesa acababa de lanzar al mercado. De vez en cuando se
descolgaba con un desfile de modelos en el Palacio de Congresos de Granada, o en la pasarela
Cibeles, o en donde quisieran admitirlo.
Este año, Benny Killer había decidido elevar el top-less a la categoría de prêt-a-porter. Su
modelo, que lucía una chica de dieciocho años elegida al efecto, consistía en una gola plisada de tul,
de unos tres centímetros de grosor, y color azul celeste, que se lucía alrededor del cuello, cuyo
único objetivo era prestar sombra a los pechos, que por otro lado, era el único vestido que lucían.
Todo el torso y los brazos estaban cubiertos de maquillaje bronceador que les prestaba un color
zanahoria delicioso. Como segunda pieza del vestido había elegido una falda de corte recto, color
azul oscuro, con un reborde de color azul claro. La falda comenzaba más abajo de la cadera, y
acababa un par de centímetros por encima de la rodilla, y se cerraba a la izquierda del ombligo,
desde donde bajaba el reborde, formando un ángulo redondeado hasta unirse con el borde de la
falda. El tal Benny Killer había visto algo similar en el Love Parade, en julio del año anterior, en
Berlín, y, ni corto ni perezoso, se había ido al ordenador a tomar unos apuntes, que luego se habían
hecho realidad en el vestido que lucía la chica, Julita Gómez Zhu, que aportaba al vestido sus
delicados rasgos orientales, junto con un busto de tamaño más occidental. La indumentaria
terminaba con unas sandalias inteligentes, que se sujetaban al pie sin necesidad de correas: de un
brazalete en torno al tobillo salían microfibras invisibles que se unían a la suela; las microfibras se
estiraban o encogían en respuesta a la torsión del pie. Cada zapato costaba unos cientos de euros, y
en realidad, no se podían usar para andar, porque las microfibras, de unas cuantas moléculas de
espesor, podían cortar el pie, con hueso incluido, limpiamente; Julita Gómez había tenido que
ponerse unas medias blindadas anti-microfibra, con una malla de alta densidad que impedía a las
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
microfibras cortar a través de la carne; sin embargo, las medias pesaban unos kilos, y también le
impedían andar. Ambos elementos daban un toque glamouroso a todo el conjunto.
Ni que decir tiene que la indumentaria había despertado cierta polémica, sobre todo cuando unos
días más tarde, las chicas habían empezado a aparecer por la feria con una similar: gola, falda o
pantalón, sandalias, y bronceador. Los chavales, por su parte, habían decidido usar algo por el
estilo: se depilaban el pecho, se colocaban la gola, se liaban cualquier cosa a la cintura y, hala, a la
moda. Las casas comerciales no trataron en aprovecharse: Inditex recibió su informe de las tiendas
Zara y Bershka, y unos días más tarde tenía conjuntos completos a la venta; los vendedores
ambulantes de los mercadillos también sacaron fotos digitales de la tarasca y las enviaron a sus
centros de producción en Sierra Leona y Birmania; en dos semanas, contenedores con cientos de
miles de golas y faldas aterrizaban en los aeropuertos de toda la península, se cargaban en
furgonetas y se vendían por los mercadillos de todos los paises del sur de la península, Baleares y
Canarias.
Aquél verano, además de ser conocido como el de las elecciones al parlamento, fue conocido
como el verano en el que los vendedores de camisetas tuvieron que dejar la mayor parte de su
género para los saldos y se sobrecargaron los laboratorios que llevaban a cabo cirugía láser para
eliminar la miopía. Benito Benny no pudo disfrutar de su triunfo. Un asesino juramentado por los
teócratas del nuevo estado de Pomerania, y otro por los ayatollahs iraníes, lo esperaron una mañana
de julio a la puerta de su casa, en la calle Bruselas; el primero disparó contra Benny, matándolo
instantáneamente, y cayendo sobre el segundo, con lo que se activó una bomba que mató a los tres y
al conductor de la furgoneta de dulces Zafra, que pasaba en aquél momento por allí.
Las carocas, equivalente en chiste gráfico de las letrillas de los carnavales de Cádiz, colocadas en
la plaza Bib-rambla, reflejaron los acontecimientos del año, como era habitual. Una decía:
Tenemos independencia
Tenemos constitución
Pa qué coño la queremos
Si no hay guita pa jamón
Y otra
Los chavales se divierten
Y chingan a tutiplén
Además ganan dinero
¿de qué te quejas, Manué?
Y una para el alcalde:
El Conrado en las Américas
No encontró su amor perdido
Tampoco estaba en la Meca
Así que a Granada se vino
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
Como no podía ser menos, una se refería a la nueva mayoría de edad legal
Mi niña no tiene claro
Qué votar en la elección
Porque no se sabe decidir
Si por Barbie o Pokemón
Ésta fue la que ganó el primer premio, porque mostraba una niña con coloretes en las mejillas,
coletas rubias, un dedo metido en la boca, una rebequita de punto, una falda a cuadros, los pies
metidos hacia dentro con las punteras y las rodillas encontradas, que miraba dos carteles electorales,
uno con Pikachu en actitud de dar un discurso, y la leyenda “vótame”, y otro con Barbie, vestida
con un traje rosa, saludando desde un coche, también rosa, que pilotaba Ken con la mejor de sus
sonrisas, y encima, la frase “Vótame a mí, o sea”.
Varios colectivos solicitaron reunirse con el presidente Templeton cuando acabó el Corpus. No
podía soportar “la indecencia rampante”, y pensaban exponer sus inquietudes ante el Ayuntamiento,
para que éste tomara las medidas oportunas. Primero fueron los vendedores de lencería fina, que
veían que con la nueva moda femenina de las quinceañeras se quedaban sin negocio; el alcalde
simplemente propuso que trataran de potenciar la venta de otro tipo de complementos. La
Asociación de Tejedores, Teñidores, Diseñadores y Distribuidores de Camisetas, Tops y Polos
(ATTDDCTP), sección Granadina y su Vega, también protestó, porque ya los únicos que les
compraban camisetas eran los turistas, que no podían irse sin llevarse esas negras que decían
“Granada de noche”, o esas blancas con la frase “Mi amigo vino a Granada y sólo se le ocurrió
traerme esta mierda de camiseta”, o las blancas y amarillas que decían “Hard Rock Café Granada”
(no había ningún Hard Rock Café en Granada, pero los turistas simplemente pensaban que habían
sido incapaces de encontrarlo); Conrado le sugirió un diseño con unos pechos y una gola, que
podían llevar todos aquellos que quisieran estar a la moda, pero fueran demasiado recatados como
para seguirla. No se quedaron muy convencidos, incluso pensó que los tomaron a chufla, pero
Conrado, muy serio, les aseguró que estudiaría su problema y que, si le concedían su voto en las
siguientes elecciones, trataría de llevar al nuevo Parlamento medidas de estímulo del consumo de
camisetas.
Finalmente, tuvo que tomarse un poco más en serio la visita de un par de asociaciones religiosas,
que se unieron para presentar un frente común frente al descoco: la Asociación de Padres
Musulmanes Preocupados y la Asociación de Padres Católicos habían decidido unirse en la
Platajunta de Padres Monoteístas contra la Indecencia, y le habían hecho entrega de un manifiesto
de varios puntos, que solicitaba la prohibición de la desnudez en público, la clausura de las carpas
de la Diosa del Amor Libre (tras el Corpus, y el éxito de la caseta, el Ayuntamiento había montado
una segunda carpa, con recinto colectivo, cuarto oscuro y habitaciones individuales cuya puerta se
abría simplemente llamando a un número de teléfono; el coste del uso se deducía automáticamente
de la tarjeta telefónica del usuario), prohibición del consumo de drogas a menores de dieciocho
años, identificación obligatoria usando las cámaras de acceso público de todos los participantes en
las fiestas nómadas o en los botellones estáticos, con notificación automática a los padres o tutores
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
legales de los participantes, con horas de entrada y de salida, y, por último, implantación quirúrgica
de un receptor/emisor GPS en cada persona al nacer, para conocer su paradero las 24 horas del día.
Conrado escuchó con gran interés la solicitud de los dos patriarcas, que se parecían terriblemente
entre sí; ambos llevaban trajes negros, aunque uno de ellos llevaba corbata y otro no; uno de ellos
lucía un moreno sierra, delatado por el “antifaz” blanco alredor de los ojos, y otro un moreno quizá
racial, ambos llevaban zapatos negros, pelo corto y moreno, y barba donde apuntaban algunas
canas. Sus ademanes eran corteses, pero imperativos. Ambos acababan las frases de su
contrapartida, y ambos fueron interrumpidos por sendas llamadas al móvil, que se fueron a un
aparte a contestar; luego aclararon que se trataba de su mujer.
Conrado les indicó que una de sus primeras iniciativas en el nuevo gobierno sería crear un
Ministerio de la Juventud, una iniciativa pionera entre los nuevos estados independientes, como
había sido pionera su propuesta de la mayoría de edad a los quince años, que abordaría de forma
integral y multidisciplinar los problemas culturales, sociales, sicofisiológicos (evitó decir sexuales)
de este colectivo emergente, tan descuidado por gobiernos anteriores, y, en cuanto al problema de
las drogas, acababa de dar instrucciones a su ministro del Interior para que acabara con esa lacra,
que hacía enfrentarse a hijos y padres y robaba a personas en la flor de su juventud del proceso
productivo y, además, provocaba gastos de sanidad sin término.
Ambos se fueron bastante satisfechos, como se habían ido todos sus visitantes anteriores.
Cuando comunicaron a sus colectivos correspondientes la respuesta del alcalde, muchos llegaron a
la conclusión de que lo mejor era hacer las maletas y marcharse a zonas donde se respetaran más
sus creencias. Las familias católicas comenzaron a emigrar hacia el norte, las musulmanas hacia el
sur.
A mediados de junio, cuando se acercaba el comienzo oficial de la campaña electoral, era
habitual ver en las calles granadinas grandes furgonetas cargadas de enseres, donde se arracimaban
cuatro o cinco niños y niñas, el padre, la madre, y la abuela, y a veces el perro. A los gatos, que
siempre han sido espíritus libres, no se les pudo convencer de ningún tipo de mudanza, y camparon
a sus anchas donde lo habían hecho previamente con alguna restricción.
El día 15 de junio, en Loja, Fuente Camacho, Casa Bermeja, Málaga y en Jaén, La Carolina,
Bailén, Almuradiel y otras localidades manchegas y andaluzas empezaron a caer enfermos con
diarreas los perros domésticos; en algunos casos, murieron el mismo día, y no dio tiempo ni de
diagnosticarlos, en algunos casos, duraron dos o tres días más. Casualmente, un veterinario de Loja
llamó a una veterinaria de Almuradiel, compañera suya de carrera, para comentarle los dos o tres
casos que se le habían dado en un sólo día, y su colega le contestó que a ella le pasaba lo mismo.
Dos de los perros pertenecían a familias que trabajaban o estaban relacionadas con un área de
servicio situada en la autovía de Málaga a Granada; la veterinaria de Almuradiel contestó
sorprendida que también en su caso, uno de los chuchos solía vagar por un bar de carretera, donde
solían pararse los viajeros procedentes de Andalucía. Sendas visitas a los sitios donde solían pulular
los canes descubrieron el cadáver de un husky en un contenedor en Almuradiel, y tras revolver un
poco la tierra en los alrededores del área de servicio de Loja, otro cadáver, esta vez de un foxterrier.
Los dos veterinarios comentaron en los foros de discusión en Internet los casos que se habían
dado, y muchos colegas respondieron que a ellos le sucedía lo mismo, un incremento de los casos
de parvo bastante inusual para esa época del año, y además, parecía tratarse de una forma
especialmente virulenta y contagiosa; quizás era consecuencia de alguna mutación que lo hacía más
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
transmisible por vía aérea. Alguien comentó que no había que buscarle tres pies al gato (o al perro,
en este caso): una simple combinación de parvovirus y coronavirus explicaba los síntomas y la
virulencia. En todo caso, habría que hallar el foco: usando la conocida e infalible técnica
epidemiológica de las chinchetas sobre un mapa, alguien observó que el número y densidad de
casos se incrementaba en las cercanías de Granada.
Los veterinarios de la Junta de Andalucía Oriental acabaron enterándose, señalaron a la
Mancomunidad de Granada y la Vega como foco del contagio, y, consecuentemente, el gobierno de
Andalucía Oriental decretó “la prohibición de importación y exportación de cualquier raza canina”
el día 18 de junio, “para evitar la muerte de tan queridos animales de compañía”.
Cientos de migueletes de Andalucía Oriental instalaron controles en todos los caminos,
carreteras, vías férreas y autovías que comunicaban Granada con el estado que lo rodeaba.
Migueletes en quads, motos y vehículos todoterreno vigilaban los montes y la sierra; cientos de
abejorros patrullaban noche y día los cielos de Granada, buscando vehículos que trataran de evadir
los controles sanitarios establecidos. Y los controles eran estrictos: todo animal con cualquier
enfermedad era sacrificado, sin ningún tipo de apelación posible.
Conrado Templeton montó en cólera. No podía haber ninguna medida que le hubiera fastidiado
más sus planes de financiación de la campaña electoral.
Unos días antes, Evaristo había vuelto de sus vacaciones el día 24 de mayo de 2026, algo
cansado, con dolor de riñones, con ojeras, y sin un bronceado perceptible; sicológicamente, estaba
bastante recuperado. Así podía empezar a disfrutar del grado de sargento de la Policía
Metropolitana al que acababa de ser ascendido. Fue encuadrado dentro de la Unidad Anti Droga,
algo en lo que no tenía demasiada experiencia, pero, según pensaba, nunca era tarde para aprender
algo nuevo. Vanessa y él habían llegado el domingo a las ocho de la tarde, y encontraron a su hijo
que salía por la puerta. Les besó a los dos en la mejilla, cogió el ascensor y desapareció. Cuando ya
estaba dentro del ascensor, oyeron sonar su móvil.
El lunes Evaristo tuvo un día ajetreado, pero en el orden administrativo: conocer a los nuevos
compañeros, ir al sastre que le había cosido los nuevos galones a las hombreras y bocamangas,
ponerse al día en los nuevos manuales tácticos, códigos de delito, reglamentación sobre sustancias
estupefacientes, sus efectos, cómo conocer si lo que habían incautado era harina de sémola de trigo
o cocaína. Además, recibió una llamada de su cuñado, que quería pasarse por su casa un día de esta
semana, y que no había podido contactar con Vanessa, su mujer, porque estaba siempre
comunicando; quedaron esa misma noche.
Jero llegó sobre las siete de la tarde, y se fue directamente al frigorífico a por cerveza, y a coger
frutos secos de un armarito que había encima. Armado con ambas cosas, volvió al salón, justamente
enfrente de la puerta de entrada, dispuesto a enfrentarse a todas las fotos que quisieran enseñarle, y
a las explicaciones más interminables de las ruinas o trampas turísticas locales. Su hermana, sin
embargo, estaba trabajando en el ordenador, y, tras el saludo, no se unió a la reunión, y su cuñado
estaba poco comunicativo, como siempre. Enchufó la cámara el televisor, y le mostró las tres fotos
que habían tomado, una del parque eólico, otra en la puerta del hotel, y otra en la playa. Evaristo le
dio explicaciones bastante vagas sobre lo que habían visitado, diciéndole que sólo habían estado en
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
la ciudad y que en realidad no habían salido demasiado del hotel, que era bastante cómodo; le
contó el pequeño incidente con las fuerzas de policía locales. Al final, terminaron hablando de su
nuevo puesto en la unidad antidroga.
“Coño, cuñao, vas a ir a lo corrupción en Miami, ¿no?”, le dijo Jero.
“Corrupción en Maracena, más bien”, dijo Evaristo, haciendo una broma, que le sorprendió hasta
a él mismo.
“Hombre, ya sabes, ¿eh?, si necesitas que te eche una mano, en fin, en lo que yo pueda
ayudarte...”, le dijo Jero
“No creo que haga falta”, contestó, secamente, Evaristo. Una cosa era que su cuñado le
gorroneara cervezas, y otra que le fuera a dar lecciones en su trabajo.
“Bueno, te puedo decir tres o cuatro sitios en internet, en donde no tienes más que rellenar un
formulario, y a las tres horas tienes en tu casa una papelina de heroina, o un bote de Mitsubishis, o,
si te va el Especial K, también. O todo junto. Vamos, un TeleDroga. No es que yo los use, vamos,
me van otro tipo de vicios”, dijo, sonriendo.
“Mi unidad ya tiene información sobre todo eso y mucho más”, le contestó Evaristo, mintiendo
como un bellaco. A estas alturas, lo único que sabían los 10 hombre que la componían eran que
muchas drogas se vendían en las farmacias, así que habían pensado ir al día siguiente a visitar unas
cuantas para informarse. Casi toda la unidad antidroga de los migueletes estacionada en Granada
había desaparecido, sólo quedaba el químico que se encargaba de los análisis, con lo cual, la
experiencia acumulada por la unidad en el tema era entre escasa y nula.
“O los móviles, páginas web y dirección de correo electrónico de unos cuantos Asistentes
Narcóticos Personales, que te aconsejan el tipo de porro más adecuado para cada momento del día y
ocasión: si quieres ligar, un Ketama; si te lo estás montando con unos colegas, sinsemilla mexicana,
vamos, cosas así. O el azucarillo del LSD para ascender a niveles más altos de consciencia. Y eso es
sólo lo que dicen en la página web, no te puedes ni imaginar lo que te pueden contar si te suscribes
a su servicio: te comparan precios, te aconsejan nuevos productos, incluso algunos incluyen seguros
anti-sobredosis que, en caso de problemas, te recogen y te llevan a un centro de rehabilitación. Un
nivel de servicio que no te puedes ni imaginar, tío”.
“Ya, sí, bueno, todavía nos estamos poniendo...”, le decía Evaristo, vacilante. Jero aprovechó la
vacilación para ir a la cocina a abrir otra bolsa de quicos y sacarse otra cerveza del frigorífico.
“Mira, cuñao,” le dijo cuando volvió, “yo si quieres te paso lo que encuentre, y ya está, tú
mismo, tío”.
Al día siguiente, el 26 de mayo de 2026, la unidad de Evaristo empezó a sacudir las calles;
buscaban al trapichero, al detallista, al mindundi que vendía un poco para sostener su propia
adicción. Parecía claro que había tres tipos de detallistas. Los novatos, que hacían los tratos a plena
luz del día y enfrente de las cámaras de videovigilancia, a esos no había más que instalar un
programa de seguimiento en el centro de control, y podían saber en cualquier momento dónde
estaban y trincarlos. El segundo tipo eran los veteranos, que nunca hacían ningún trato bajo las
cámaras de vigilancia, siempre en sitio cerrado o en algún ángulo muerto, y era más difícil probar
que estaban haciendo algo. Finalmente, en el “triángulo de hierro” entre la calle de Pedro Machuca
y la de Fray Juan Sánchez Cotán, al norte de Granada, en la zona de la Barriada de la Paz, ni había
cámaras ni se atrevía a entrar la policía si no era en vehículo blindado, y ahí era donde estaban los
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
verdaderos híper de la droga, que tendrían que dejar para el final, como la guinda del pastel.
Evaristo recibió también una lista bastante completa de camellos de su cuñado, agrupados por
bandas, zonas, fuentes de suministro (que muy orgullosamente listaban en su página web) y
relaciones entre ellos; Jerónimo había pasado un par de noches recopilándola, y no sólo se había
limitado a la información pública, sino que también había ahondado un poco más en los foros en
donde se hablaba del tema. Al final, el resumen venía a decir que había tres grandes bandas: la de
los refugiados, que no estaban agrupados, eran trapicheros de poca monta, y más bien actuaban
como correos y minoristas de las otras bandas; la de los norteafricanos, que junto con elementos
criminales locales tenía como sede central el Albayzín, y como zona de influencia todo lo que
quedaba al este de las calles Real de Cartuja, Cuesta del Hospicio, Gran Vía, Reyes Católicos, y
Recogidas; y luego, la banda más peligrosa, la de los georgianos, que tenía el resto de la ciudad y la
Vega, eran muy violentos, tenían elementos procedentes de los países del este, los Balcanes y el
Cáucaso. Éstos actuaban como distribuidores de la droga americana, mientras que los
norteafricanos tenían la asiática.
Evaristo tuvo la prudencia de no dar toda esa información a su teniente; primero, porque si era
buena, el teniente la habría hecho suya, y segundo, porque si era mala, le podía caer un paquete, y
cada uno tenía que guardarse sus informantes para uno sólo, y más cuando eran cuñados que se
bebían la cerveza de uno. Como en cualquier ejército o ministerio, cumplir órdenes y no pasarse de
listo era el camino más rápido al ascenso.
Siguiendo órdenes del jefe de la unidad, durante el resto de la semana y el mes de junio, hicieron
alguna detención, sobre todo al oeste de la ciudad, algunos calés, marroquíes y argelinos;
encontraron algún almacén, algún laboratorio, pero nada como para desmantelar toda la red de
distribución de drogas. Lo que sí ocurrió es que, al crearse vacíos en ciertas zonas, los de las bandas
cercanas y rivales trataban de llenarlos, y al cabo de una semana, empezaba a haber más muertes de
ambas bandas que detenciones; pero casi todas las bajas se producían en la banda de los
norteafricanos.
Evaristo le pasó alguna muestra de droga a su cuñado para que la analizara; al parecer, conocía a
la enfermera que manejaba el secuenciador de ADN, y luego él mismo hacía unos cuantos análisis
en su casa, y te podía dar la procedencia casi con la precisión de la zona donde se había criado y la
cosecha. Al parecer, todo lo que le habían pasado era de origen asiático.
A Evaristo le empezó a extrañar que no se produjera ni una detención, ni una incautación de la
banda georgiana. Y le extrañó aún más cuando, al principio de la campaña electoral, el 21 de junio,
sus jefes anunciaron que se había eliminado toda la distribución de droga organizada en Granada,
con la detención de los cabecillas más importantes y la eliminación de los supermercados de la
droga. Pero Evaristo sabía que no era así, y Jerónimo también; lo único que se había hecho era
eliminar uno de los grupos. Evaristo comenzó a pensar que únicamente la habían hecho un favor a
alguien eliminando la competencia; muchos de los trapicheros que estaban siguiendo con las
videocámaras seguían ahí, pero el teniente decía que probablemente actuaban a su bola, y que no
merecía la pena molestarles a no ser que dieran más la lata de la cuenta.
Unos días después se produjo el bloqueo y el cierre de fronteras. El problema de la droga se
resolvió casi automáticamente: entre chucho y chucho, los migueletes trincaban de vez en cuando a
alguna furgoneta que salía cargada hasta las manillas de rulas, o de heroina, o de analgésicos.
Siempre de la banda de los georgianos.
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A finales de Mayo, cuando el partido de Templeton se había quedado sin fuentes de financiación,
y alguien había propuesto cobrar un impuesto sobre la distribución de droga, Conrado se sintió
rejuvenecer, volver a aquellos años en que se traía unas chinas metidas en el ano, y otras cuantas
“para consumo personal”, guardadas en la mochila; algún contacto le había quedado de aquella
época: corrían rumores de que un compañero suyo de carrera, y de correrías por Marruecos, Edvard
Kobuladze, era ahora el capo de una de las bandas criminales de Granada, aunque él aparecía como
un hombre de negocios dedicado a la importación y exportación de maquinaria de precisión.
El recuerdo de aquellos tiempos le trajo también recuerdos más amargos: los de su amor perdido,
y la resolución de hacer un último intento por recuperarlo, ahora que estaba tan cerca del califato.
Por eso, no vacilaba en contactar y usar los criminales de la ciudad para obtener los medios de
convervar el poder. Además, según tenía entendido, el turismo de fiesta y jolgorio que
continuamente llegaba a Granada a participar en los botellones y cuchipandas diversas consumía
grandes cantidades de droga; se trataba simplemente de imponer un pequeño arbitrio sobre su
consumo, ¿no?
Pensaba exponerle a su antiguo amigo Edvard todos esos razonamientos. Quedaron en el llano de
la Perdiz, y los dos iban solos, con los matones de Edvard y Miguel Bustos, su ministro de
exteriores, manteniéndose a cierta distancia.
Edvard era muy moreno, y el pelo que había perdido en estos últimos años había formado unas
entradas que habían dejado libre un triángulo oscuro, cuya punta llegaba prácticamente al centro de
la frente. Tenía los ojos grandes, separados y marrones, la nariz un tanto aguileña. Encima de su
piel morena, aparecía también bronceado. Llevaba un polo de color rosa pálido y manga corta, y
unos pantalones de tela azules; cómo único elemento de ostentación llevaba colgado al cuello, de
una cadena de oro, una cruz ortodoxa, y, en la muñeca, un reloj, que, por sí solo, probablemente
habría financiado la campaña de Conrado: un Breitling Orbiter IV de platino, que recibía
directamente la hora de los satélites GPS, y tras complicados cálculos, las traducía en movimientos
de tres agujas analógicas.
Se dieron la mano con cierta cordialidad, y recordaron algunas glorias pasadas; se evaluaron
mutuamente, y comentaron con cierta nostalgia cómo habían dejado sus paises de origen para venir
a trabajar a la misma ciudad. Ya que se había mencionado la palabra “trabajo”, fueron al grano.
“Bueno, Eddie, creo que te imaginarás por qué te he llamado”, le dijo Conrado.
“Pues mira, Templeton, sinceramente, no”, le contestó. Ambos se llamaban de la misma forma
que lo habían hecho durante la carrera.
“Vamos a ver cómo lo decimos... tú tienes un negocio. Yo tengo otro. Nuestros negocios se
pueden llevar bien o mal. Me gustaría que se llevaran bien”.
“Eso depende de tí. Además, en unos cuantos años, o incluso en un mes, tú puedes estar fuera del
negocio, y yo voy a seguir aquí, si Dios quiere”, le dijo, soltando una pulla.
“De aquí a las elecciones queda un mes, como tú has dicho. Y darle un golpe a tu negocio podía
incrementar mi potencial de voto entre ciertos sectores.”, dijo Conrado, viéndole el envido y
subiéndolo a órdago.
“Ah, entonces se trata de eso, ¿no? Nos vamos a enseñar las pichas a ver quién la tiene más
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grande, ¿no? Bueno, pues mira, me largo, y ya veremos, ¿no?”, dijo Eddie, haciendo ademán de
volverse.
“No se trata de eso, Eddie, y no te enfades. Por los viejos tiempos, lo que pretendo es lo
contrario: tú me rascas la espalda, yo te rasco la tuya”.
“A ver”, dijo Eddie, expectante.
“Bueno, según tengo entendido, tu negocio tiene ciertos problemas con la cuota de mercado,
¿no?”, preguntó Conrado.
“Digamos que hay ciertas zonas donde mis agentes comerciales no pueden entrar sin poner en
peligro su vida”, contestó Eddie.
“Bueno, pues la cosa está así de fácil: yo te quito de enmedio a la competencia, si tú me echas
una mano, y yo me apunto un tanto.”
“Y yo te estoy muy agradecido...”, dijo Eddie.
“...tan agradecido, que me das un diez por ciento de todas tus transacciones, en todo el
territorio.”, dijo Conrado, poniendo sus cartas sobre la mesa.
“El diez por ciento no se lo doy ni a la europolicía. El siete.” Le contestó Eddie, con firmeza.
“El ocho, y es mi última oferta”, dijo Conrado, cruzándose de brazos. Edvard no hizo nada. Lo
miró y sonrió.
Se dieron las manos, se intercambiaron los números que iban a usar para comunicarse y las
claves con las que iban a codificar toda la información que intercambiaran.
A los dos días, Conrado empezó a recibir información sobre los laboratorios de la banda de los
norteafricanos, los “dealers” de andar por casa, y todo lo que Edvard y su organización sabían; esa
información pasaba a la unidad antidroga en la que estaba encuadrado Evaristo, que se encargaba de
hacer las detenciones; con las primeras, el saldo de una cuenta de Conrado, que habían abierto al
efecto en un banco en Internet con sede en Lituania, comenzó a aumentar, y comenzaron a poder
pagar a los empleados, la megafonía de los mítines y el diseño y mantenimiento de las páginas web.
Incluso hubo para un concierto del grupo TQZ, O QHX, o como diablos se llamara.
Cuando se cerraron las fronteras, Eddie llamó por móvil a Conrado, y le dijo que se había
quedado sin stock, que le habían trincado a muchos transportistas y que no pagaba un duro más.
Que hiciera todo lo posible por abrirlas, o que su acuerdo quedaba invalidado.
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El principio de la campaña electoral, el día 22 de junio de 2026, encontró a todas las rutas de
salida de Granada colapsadas por los controles veterinarios de los migueletes de Andalucía
Oriental. Estos controles provocaron tremendos atascos que, sin mucho esfuerzo, se propagó a la
autovía de circunvalación, a las rotondas de acceso a la autovía, y a las principales calles
granadinas. La única forma de moverse de un lado a otro era en patinete eléctrico, en moto o a pie.
La mayor parte de los candidatos encontraron la excusa perfecta para atacar al gobierno. Los
antiguos gobernantes del PLAO, ahora PALIGRAVE (Partido Liberal de Granada y su Vega),
acusó al gobierno actual del deterioro de la inspección veterinaria, que había estado en perfecto
estado cuatro meses antes, y exigió soluciones. La Coalición por la Independencia de la Vega Sur
mostró el perfecto estado de los perros de La Zubia, y solicitó al alcalde de la Zubia el cierre de la
carretera con Granada (que estaba cerrada de todas formas, por los atascos), para evitar contagios;
los del Norte, tres cuartos de lo mismo.
Los Chaveas por la Democracia se mantuvieron al margen; su dirigente, Fernando Mendes, cada
vez que le preguntaban su opinión sobre el tema, sonreía y hablaba de las bases de su programa, la
democracia radical, el poder para el pueblo.
La lucha contra la droga provocaba comentarios similares: unos hablaban de represión excesiva,
otros que no parecía que hubiera afectado ni siquiera al precio de la droga en las calles, y otros
solicitaban que se actuara también en contra de los establecimientos que vendían legalmente
alcohol, tabaco y marihuana.
Conrado, tanto por lo que el público conocía como por lo que no conocía, tenía que acabar con el
problema, tanto con la causa del bloqueo, como con el bloqueo en sí. Llamó al jefe de la Policía
Metropolitana (ahora llamado el Zabalzorta, sahib al-surta), y solicitó que se movilizara a todos los
agentes (que ahora se llamaban, o se habían vuelto a llamar, alguaciles; una de las primeras cosas
que hacían siempre los nuevos estados independientes era cambiarle el nombre a la policía)
disponibles para sacrificar a todos los perros con síntomas de parvo, y vacunar al resto; si fuera
necesario, se sacrificarían a todos.
Como ya era habitual en caso de misiones especiales, faltaba la tercera parte de la plantilla, así
que la alcaldía, una vez más, tuvo que avisar a la empresa de recursos humanos refugiados (aunque
ya ciudadanos de pleno derecho) de Esteban el ex-guardacoches, que, por cierto, estaba extendiendo
sus servicios a a los inmobiliarios: estaba compilando una base de datos de todos las familias que se
habían exiliado por razones político-sexuales, y colocaba a sus refugiados, en plan okupa, en las
casas que quedaban abandonadas; no es que fuera muy legal, pero la policía tampoco estaba para
evitar okupaciones masivas, por lo menos hasta después de las elecciones. Donde antes había
habido una familia católica, o musulmana, con seis o siete hijos, cabía holgadamente una familia de
Sanlúcar de Barrameda, con hijo, hija, novio de la hija, primo y suegra; entre la madre y la suegra
tenían las casas como sendos jaspes, porque la única condición que les había puesto Esteban, el
“alquiler” por así decirlo, era dejar la casa en perfectas condiciones.
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Entre los refugiados había uno o dos que habían trabajado para la perrera municipal de su
pueblo, que ahora, probablemente, estaría bajo el agua, y otros que se habían dedicado a organizar
peleas de perros en Algeciras, y que conocía el paño, como ellos mismos decía. Todos esos fueron
nombrados jefes de cuadrilla. Día y noche, armados con las listas de propietarios extraidas de los
censos de vacunación, bases de datos de veterinarios, un lazo, cajas con inyecciones letales, cajas
con vacunas, y bastante paciencia, iban de puerta en puerta, día y noche; si tu perro ladraba a las
tres de la mañana, no era porque quisiera marcar su territorio a base de mear, sino porque estaba
oliéndose que quien iba a llamar al timbre no le iba a hacer nada bueno: o pincharle o enviarle al
cielo de los perros, donde siempre hay alguien dispuesto a lanzarte la pelota, la comida no viene en
sacos de papel y los miembros de la misma especie dispuestos a realizar el acto sexual perruno
tienen aproximadamente el mismo tamaño.
La escena que pasó a la historia fue la que se produjo en el camino de Ronda, la noche del 18 al
19 de junio, en un antiguo almacén, que llevaba convertido en base okupa desde finales del siglo
anterior; alguno de los okupantes tenían ya más de sesenta años, y seguían llevando su cresta teñida
de rosa, sus chalecos de cuero sobre camisas de algodón crudo y camisetas de Soziedad Alkohólica,
y sus pantalones vaqueros raidos, que casi habían resistido más de treinta años a base de ponerles
parches, tantos que finalmente eran un metaparche, un parche sobre los parches. Estos okupas
sintieron su sangre hervir cuando una noche llamaron a su puerta, y tuvieron que dejar
momentáneamente el último porrete antes de acostarse para abrirla. Se encontraron con dos policías
y un asistente técnico veterinario, que les solicitó echarle un vistazo a los perros que se encontraban
en su propiedad, para que tomaran las medidas necesarias. El que abrió, el Maki, sesenta y dos
años, veterano de las luchas anti-globalización de principios de siglo, echó un vistazo atrás, vio al
Negrillo, un chucho mezcla de callejero andaluz con callejero catalán, que, despeluchado, no
levantaba cabeza desde un par de días atrás, pero que tenía en su pedigrí el haber mordido, en sus
dieciséis años, tobillos de las fuerzas policiales de 4 paises si no contábamos los nuevos estados
independientes, 17 si los contábamos. A pesar de los humos del cáñamo, Make sabía lo que se le
venía incima, así que le dio con la puerta de latón en las narices a los dos policías, acumuló muebles
y enseres sobre la puerta, y llamó a la resistencia a los demás compañeros del asilo okupa, éstos
llamaron por teléfono a sus hijos y nietos, que a su vez movilizaron a sus amigos, colegas y
compañeros. Unas horas más tarde, un sargento de la policía, subido en una escalera, gritaba usando
un megáfono, solicitando la rendición incondicional de todos los animales caninos que se
encontraran en la finca de su propiedad (bueno, en este caso, de su okupación). Fuera, los
manifestantes gritaban en contra de la represión anti-animales y vegetales, en contra de la
globalización, y a favor del derecho de los animales a una muerte digna.
Así se mantuvo la situación todo el día 19. Los de dentro empezaban a ponerse nervioso, porque
se les había acabado la maría, tenían un hambre atroz, y además, a uno se le habían acabado las
pastillas para la memoria, aunque no se acordaba de que las necesitara. Una vez más, una llamada a
la solidaridad internacional, y se fletó un abejorro de carga desde el abejorropuerto más cercano, en
la Haza Grande, que, cayendo en picado sobre el corral, y con gran precisión, depositó todos los
suministros necesarios. Podrían haber resistido unos días más, pero la campaña de vacunación
prácticamente había terminado en toda Granada y su Vega a finales de la tarde de ese día, y era el
último foco, con casos confirmados, además. Conrado, a las 21 horas del día 19, decidió que había
que entrar por la fuerza. Un escuadrón de cinco agentes especiales, tres de ellos procedentes de los
migueletes, y asimilados a la nueva policía metropolitana, otro de ellos de Maracena, y otro un calé
del polígano al que siempre le gustó llevar la contraria, por lo que se hizo policía, se dispusieron a
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entrar con un ariete. Iban íntegramente vestidos de negro, con cascos, armas inmovilizadoras, que
expulsaban una sustancia, parecida a la cola, que se solidificaba al contacto con el aire, y se usaba
para atrapar a los delincuentes pegándolos a paredes o al suelo, y láseres ultravioleta del calibre 22,
que usaban a su vez un pequeño láser no letal de color rojo para fijar el objetivo.
Cuando vieron la furgoneta de color negro aparcar en el parque de enfrente de la finca okupada,
los manifestantes prorrumpieron en gritos, con los que los okupas empezaron a olerse algo y se
acercaron a la puerta. Fue un error, porque el ariete derribó todos los muebles acumulados sobre la
puerta y, de camino, a Brígida, una anciana sueca de setenta y ocho años que no pudo correr lo
suficiente por la artritis, y a la que rompieron la cadera.
Dos de los agentes inmovilizaron a los otros seis ancianos, y otros tres escoltaron a un inspector
veterinario, que fue viendo poco a poco a todos los perros. Una cámara conectada a Internet, y
puesta por los okupantes, filmó toda la escena, y especialmente el final, en el que un agente de casi
dos metros de alto (el de Maracena), que se veía de espaldas, sus botas negras pisando una sustancia
amarillo-marrón, apuntaba con un láser a un chucho de pelaje negro, que miraba con grandes ojos
acuosos en dirección a la cámara; en el centro de su frente, justo entre sus orejas gachas, un punto
rojo señalaba por donde, unos segundos más tarde, después de que la cámara fue localizada y
arrancada, entraría el rayo láser que acabaría con su vida.
La imagen del perrito con la mira láser en la frente, y la noticia de su posterior sacrificio,
apareció en la primera página de miles de medios de información, levantando la ira de los amantes
de los animales, que se atrevieron incluso a solicitar la intervención del euroejército, para evitar el
genocidio animal que se estaba produciendo. La unión europea no llegó a tanto, pero sí mandó una
comisión de investigación a Granada para investigar cómo se había tratado a los animales en
general y a los perros en particular, y si se había producido un uso excesivo de fuerza con ellos; de
camino, investigarían si se seguía produciendo algún tipo de represión sobre las especies animales y
vegetales.
Simultáneamente, Conrado Templeton no descuidó el frente exterior. El trabajo de zapa que sus
agentes habían realizado en el valle de Lecrín y la costa finalmente dio fruto, y el comité de
alcaldes, reunidos en Motril, decidieron solicitar un mayor grado de autonomía de las autoridades
de Andalucía Oriental; aun sin esperar respuesta, decideron declarar nulo el cierre de fronteras
decretado por la Junta de Andalucía Oriental, y solicitar a los migueletes que se retiraran de la
Peninsular 323, la comercal 340, o solicitarían a las fuerzas de la policía local que lo hicieran, como
su propio nombre indicaba, por la fuerza. A cambio, Conrado le tenía que haber hecho diversas
promesas de inversiones, de compras, y de sobornos, que sólo podría pagar si lograba ganar las
elecciones, claro está.
Esa medida descongestionó hasta cierto punto la frontera sur; los granadinos pudieron ir a la
playa soportando sólo las colas habituales de dos o tres horas. En la práctica, tener libre esas dos
carreteras significó el fin del bloqueo, porque se podía acceder fácilmente a la segunda ronda de
circunvalación (la que se construyó en el 2016, pasando por Otura, las Gabias, Cijuela, Pinos
Puente y otras localidades), e ir a cualquier sitio.
Todavía no habían dejado de oirse las voces contra los canicidas, cuando los medios de
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Andalucía Oriental comenzaron a acusar al gobierno granadino de convertirlo en la Nueva Orleans
de Europa, un prostíbulo al aire libre donde todo estaba permitido y donde jóvenes de todo el
mundo iban a divertirse sin ningún tipo de represión; algunos informes también mencionaban que
se había convertido en un centro de distribución de droga para el resto de Andalucía Oriental, e
incluso Andalucía y Castilla.
Los granadinos de todas las edades, salvo quizá, los de la más provecta, sin embargo, estaban
bastante felices. Las clases habían acabado unos días antes, lo cual había aligerado la congestión del
tráfico que había habitualmente el resto del año. Además, las carpas y fiestas hacían que los chaveas
no molestaran en todo el día, porque tenían la alternativa de ocio asegurada, y sólo los menores de
diez u once años tenían que ser atendidos de alguna forma. Una de las formas más habituales eran
los viajes; clases enteras iban de excursión a algún sitio, y los padres podían seguir yendo a sus
trabajos sin preocuparse por sus niños, que corrían más peligro con los múltiples entretenimientos
que ofrecía Granada que fuera de ella.
Precisamente, Miriam, la hija mayor de Yasmine y Conrado, de once años, se despidió de ellos
en la estación de tren de la Calle Washington Irving, al punto de coger el AVE de las 15:35 con
destino a Málaga; veinte minutos más tarde les llamó diciendo que ya había llegado, y que se iban
con la profesora, sus compas y algún otro padre camino del hotel.
Seis horas más tarde, sobre las 10 de la noche del día 25 de junio, Yasmine llamó preocupada a
Conrado, que estaba en un mitin, y no pudo contestar el móvil. Le dejó un mensaje diciéndole que
todavía no se sabía nada de la niña. Conrado volvió a las 12 de la noche, y se encontró a su hija
menor Polaris y a su mujer hechas un mar de lágrimas. No sólo no había llamado, sino que no había
vuelto al hotel; le indicaron diversas ventanas en la pantalla de un ordenador donde se mostraban
varias vistas de una calle; en una de las ventanas se veía la puerta giratoria y el letrero de un hotel,
el hotel de Málaga en el que se suponía que debía estar alojada su hija. Tampoco había contestado a
sus llamadas. Todo eso entraba dentro de lo normal, pero es que habían llamado a todas sus amigas
y tampoco contestaba ninguna. Conrado las tranquilizó, dijo que era cosas de niñas, que ya llamaría
mañana, o aparecería por el hotel tarde o temprano. Se fueron a dormir, pero, seis horas más tarde, a
las seis y pico de la mañana del día 26 de junio, sin poder aguantar más en la cama, fueron a la
pantalla del ordenador, llamaron otra vez a todos los teléfonos, llamaron al hotel y preguntaron si la
habían visto, pero no le podían decir si estaba allí o no, y no, no podían ir a la habitación a
comprobar si estaba, porque estaban escasos de personal en recepción, y no, tampoco podían
comprobar las cámaras del pasillo, porque ya le estaban tocando un poco las narices y tenía clientes
que atender; que si les corría mucho empeño, ellos mismos podían comprobarlas, que les darían
acceso.
Yasmine ya se estaba vistiendo, e iba a coger un coche para ir a buscarla; Conrado la disuadió;
sería mucho mejor que cogiera el tren, el primero era el de las 8:35, que podrían coger los dos. A las
nueve menos veinte de ya estaban los dos montados en el tren; Conrado iba acompañado de Miguel
Bustos, que por su empleo anterior conocía Málaga, la costa, y a unos cuantos contactos que podían
serles útil en el peor de los casos, y un guardaespaldas; también los acompañaba, como siempre, un
abejorro que volaba a unos cuantos metros por encima del tren; el abejorro les servía como
aeronave de reconocimiento, y además como repetidor para comunicaciones de voz y y datos; el
guardaespaldas comprobaba continuamente la imagen captada por el abejorro. Un kilómetro antes
de llegar a la estación, el guardaespaldas comentó casualmente que el andén estaba lleno de gente, y
que muchos llevaban cámaras, así que probablemente eran de la prensa; también había otros
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abejorros. Segundos desìçes de decir esto, dejaron de captar la imagen, y pensaron que se había
producido algún tipo de interferencia; sin embargo, alguno de los pasajeros del tren había
comentado en voz alta que había visto los bordes de una explosión. Aún así, pensaron,
simplemente, que el chisme se había escacharrado.
Cuando bajaron al andén en la estación de Málaga, Conrado se percató que todas las cámaras y
micrófonos estaban dirigidos a él, así que lució la mejor de sus caras de preocupación. Pensó que el
hombre y la mujer corpulentos, con gafas oscuras, situados en la primera fila, eran policías
destinados a protegerle, o evitarle una avalancha de chicos de la prensa. Por eso se sorprendió
cuando le mostraron sus placas y una orden judicial de detención. Un juez de Málaga, Melchor
Guzmán, le acusaba de tráfico de drogas y de genocidio de la población animal, y, mientras se
aclaraba su culpabilidad en los hechos, tendría que permanecer detenido en la cárcel de Alhaurín, en
las cercanías de Málaga.
Los periodistas sacaban todo con la cámara, y lo transmitían a los cuatro puntos cardinales. Su
mujer, que había bajado detrás de él, se escabulló, y cogió un taxi directamente al hotel donde debía
estar su hija. Miguel, el lugarteniente de Conrado, hablaba con el móvil, contándole a ZZ, el
ministro de justicia y padre de la patria, cómo estaba la situación, y qué era lo que aconsejaba; el
guardaespaldas lo tomaba todo con una pequeña cámara, para el caso de que se fueran a solicitar a
alguien responsabilidades más adelante. Diversos abejorros, apenas más grandes que una cámara
fotográfica, zumbaban menos de medio metro por encima de la multitud, transmitiendo una imagen
con bastantes calvas y algo de caspa.
Conrado no dijo nada. Pensó en los pocos días que faltaban para las elecciones, lo cerca que
estaba de su sueño, y también, en cómo diablos lo habrían pillado. Mientras tanto, lo trasladaron en
helicóptero a la jefatura de los migueletes, en la Avenida de Andalucía, en Málaga, para
interrogarlo.
Su mujer Yasmine, no tardó en llegar al hotel; allí, armada de una lista de las habitaciones en las
que se alojaba su hija y sus amigas, y de un recepcionista, que no se atrevió a llevarle la contraria,
pertrechado de sendas llaves, fueron abriendo una por una, encontrándolas vacías, hasta que, en la
última, encontraron a Miriam, otras cinco chicas y un chico repartidas entre las dos camas,
profundamente dormidas, con algún ronquido ocasional. La habitación olía a alcohol. Había cartas
dispersas encima de las camas y en el suelo; algunos todavía las tenían en las manos. Algunas niñas
tenían sólo las braguitas; el niño los calzoncillos y un zapato, había montoncitos de ropa, bisutería,
joyas y móviles en el suelo de la habitación. Aparentemente, habían estado jugando a las prendas
cuando el sueño les había vencido. Cuando Yasmine y el recepcionista trataron de despertarlos
sacudiéndolos y no pudieron, empezaron a pensar que el sueño no era nada natural; tuvieron que
trasladarlos en ambulancia al hospital Carlos Haya, donde les hicieron a todos un lavado de
estómago; se encontraron restos de alcohol y somníferos, en diferentes grados, en el estómago y en
la sangre de todos ellos.
Miriam, en el hospital, le contó la historia del día anterior: al llegar, habían ido a un centro de
ocio, donde estuvieron jugando en red a “Princesa de las Estrellas” durante varias horas, así que
desconectaron los móviles ; allí conocieron a varios chicos que también estaban jugando, y se
fueron a una discoteca juntos, y luego se fueron a jugar al hotel, y allí pidieron unas cocacolas, y
entonces les dio sueño, y se echaron, y ya está. Miriam estaba hecha un lío, y algo cabreada por lo
que había pasado, sobre todo, por haber tenido que cortar el rollo antes de tiempo; se cabreó mucho
más cuando su madre le dijo que se volvía con ella a Granada, y se echó a llorar cuando supo que su
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padre había sido detenido, y que, la próxima vez que lo viera, lo haría entre rejas.
Conrado no se podía imaginar que su detención había sido la obra de tres personas: Evaristo,
Jero y Esteban, con la ayuda, voluntaria o no, de muchas más.
A principios de la segunda semana de junio, Evaristo constataba que había gato encerrado en la
operación antidroga, y así se lo hizo saber a su cuñado, que al fin al cabo, parecía tener información
sobre el tema (sobre ese, y sobre casi todos los temas que le preguntaran).
Mientras Vanessa trabajaba en su casa, y un día que estaba fuera de servicio, Evaristo se acercó
en autobús al centro, y desde una parada en la Gran Vía fue andando a casa de su cuñado; no le dijo
nada ni siquiera a su mujer. Hacía calor, y los múltiples turistas que se acolmenaban en la Gran Vía
parecían más colorados y faltos de fuerzas que de costumbre. El apartamento de Jerónimo, en la
calle San Juan de los Reyes, estaba en un bloque de dos pisos rehabilitado, que exteriormente era
similar al resto de casas sde la calle, pero interiormente tenía todo tipo de comodidades. Dieciséis
apartamentos daban a un patio central, y se accedía a ellos mediante un pasillo exterior. El
apartamento de Jero era el 2º 8º.
Jero le abrió vestido con una bata de seda japonesa y pantuflas marroquíes; casi todo lo que tenía
en la casa lo había comprado por Internet, al parecer en el portal de compras “lomáspijo.com”; cada
una de las prendas, adornos y muebles que había en su casa habían sido resultado de una búsqueda
exhaustiva de lo más exclusivo, y dentro de lo más exclusivo, lo mejor; todas las ganancias de sus
peñas deportivo/loteras se iban en eso (y en regalos a féminas, claro está); el sueldo de celador se le
iba apenas en pagar el alquiler. La puerta de entrada del piso daba directamente al salón, que no
tenía más ventanas que las que se abrían al pasillo abalconado exterior; una esquina del salón, a la
derecha de la puerta, estaba dedicada al televisor; la que había a la izquierda alojaba un puesto de
trabajo con ordenador, impresora/fotocopiadora/fax/scanner, cámara, micrófono, impresora 3D,
diversos altavoces conectados al mismo; en este momento, la pantalla del ordenador mostraba una
combinación de colores que cambiaba al ritmo de la música, también reproducida por el ordenador.
Enfrente del ordenador, en la pared más alojada de la puerta, había un sofá esquinero con una
narguile, una pipa de agua, delante, que en ese momento quemaba tabaco aromatizado con
manzana; Jero parecía hallarse en un momento de relax, quizás leyendo la revista de biotecnología
que se hallaba abierta en el sofá. En la misma pared donde se hallaba el sofá se abría una puerta al
dormitorio, donde se entreveía una cama sin hacer.
En las paredes había diversos paneles inteligentes, conectados inalámbricamente entre sí, que
reproducían anuncios de tres minutos, una y otra vez; los colores llamativos de anuncios de bebidas
refrescantes atraían la atención, mientras que los colores desvaidos de algunos anuncios de coches
relajaban. Por eso, los padres de Jero, que también lo eran de Vanessa, no podían soportar tanto
movimiento, y salían escopeteados de la casa en dirección a la de Vanessa en menos de diez
minutos; los cuadros de caballos y fotos de familia que había en aquella casa estaban más de
acuerdo con su temperamento. Jero decía que los usaba para concentrarse, cuando estaba pensando.
Se sentaron en el sofá, Jero en la posición del loto, chupando de vez en cuando la narguilé.
Evaristo le explicó sus sospechas, y Jerónimo estuvo de acuerdo con él: ahí había gato encerrado.
“Comprenderás que no puedo ir con esto al teniente”, le dijo Evaristo.
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“Natural; si yo me hubiera enterado de algo por el estilo, no se lo iba a decir al coordinador de
celadores”, dijo Jerónimo, pero no tranquilizó lo más mínimo a Evaristo.
“Entonces, ¿qué se hace?”, dijo Evaristo, pensativo.
“Hombre, podías llamar a la europolicía, pero mientras se aclaraba, no se aclaraba, o se dejaba
de aclarar, y luego si es cierto o no, te pueden meter un paquete que te cagas”, dijo Jero.
“Sí”, dijo, y suspiró
“Mira, una vez que me enteré que una una auxiliar choraba las compresas de la planta de
parturientas, y las vendía luego en un mercaillo, y no se me ocurrió decírselo al jefe”, dijo Jero.
“¿Qué hiciste, entonces?”, le dijo Evaristo, después de ir a por una cerveza a la cocina. Sólo
había encontrado de marcas húngaras e indonesias, así que había escogido la indonesia.
“Pues varias cosas: primero, me fui para el almacén y coloqué seis o siete emisores/receptores
GPS, de esos que venden en los superuneuro, por un par de euros, y los metí dentro de la bolsa de
compresas, sin que nadie se enterara. De las diez, al cabo de un par de días, había tres en el
vertedero que hay yendo para Cogollos; una de ellas estaba por el Atlántico, a la altura de las
Azores, dos habían desaparecido, y el resto no me acuerdo.”
“¿Pero pasó alguna de ellas por el mercaillo de Almanjáyar? ¿O por la casa de la mujer?”, dijo
Evaristo, sin tener muy claro a dónde quería ir a parar.
“No lo sé, ese domingo me dormí hasta las tres de la tarde, y dentro de las casas se pierde la
señal”, dijo Jero
“¿Pero la trincaste?” Preguntó Evaristo, dándole un trago a la cerveza, que tenía un ligero
regusto a arroz a la milanesa.
“Sí, me hice un programilla que reconocía la cara de la asistente, y cada vez que aparecía por el
almacén y la captaba la cámara me mandaba un mensaje al móvil. Un día ví que apareció con un
carrito de la compra, así que conecté directamente la salida de la cámara a una ventana en la
pantalla del ordenador del director”, dijo Jero, bastante animado.
“Y le metieron un paquete...”, dijo Evaristo, golpeando con el puño derecho la palma de la mano
izquierda.
“Pues no, se ve que no estaba el ordenador conectado, o el dire no estaba mirando, pero...”
“Cojones, Jero, ya vale, vamos a lo nuestro”, dijo Evaristo, un poco exasperado.
“Si a eso es a lo que voy... que habrá que vigilar al Conrado, interceptar sus conversaciones con
el móvil, tratar de ponerle un seguidor GPS en un zapato, alquilar un abejorro, algo de eso...”, dijo
Jero.
“Vayamos por partes. ¿Tú sabes interceptar conversaciones de un móvil?”
“Sí, si sé el número. ¿Tú sabes el número?”, dijo Evaristo.
“Pues mira, la última vez que nos emborrachamos juntos, el alcalde no me lo dio. Cojones, Jero,
que soy sargento, no mariscal de campo”
“Bueno, yo que sé, era una pregunta. Malamente empezamos, entonces...”
“Espera, creo que tengo una idea de cómo conseguirlo”
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
Evaristo llevaba en la cartera la tarjeta que le habían dado los migueletes de Andalucía Oriental
en su seudodetención en Sorbas, y desde la misma casa de Jero llamaron. No sabiendo muy bien
que decir, Evaristo dijo su nombre, y preguntó por Pepe, perdón, por Paco. Sin que le dejaran
terminar, inmediatamente le pusieron con el miguelete que conocía de Granada, y luego del
pequeño incidente en el parque eólico de Sorbas. Evaristo empezó a hablar, pero le dijeron que se
callara, que esperara una hora donde mismo estaba en ese instante, que se pondrían en contacto con
él.
Evaristo y Jero se entretuvieron pensando qué más se podría hacer para hallar evidencias de la
conexión entre la mafia georgiana y el alcalde; y por supuesto, qué pensaban hacer con ella.
Llegaron a la conclusión de que se la entregarían a Pepe, o Paco, y que él decidiera qué se podía
hacer. También estuvieron considerando más posibilidades de seguimiento: comprar imágenes de
satélite, alquilar un abejorro, contratar un seguimiento de cámaras públicas... todas ellas costaban
dinero.
En eso estaban cuando llamaron a la puerta; un chaval con un uniforme de una empresa de
mensajería les entregó un paquete, a nombre de Evaristo Serrano. Dentro iba un móvil. Acababan
de cerrar la puerta, y el móvil comenzó a sonar: unas notas de “Conspiración”, de la ópera Carmen,
de Bizet. Evaristo lo cogió, diciendo simplemente
“Sí”
“A partir de ahora, cuando quiera decirnos algo, simplemente marque el 1 en este móvil.
¿Entendido?”, le dijeron.
“Sí”, contestó Evaristo.
“Si quiere mandar imágenes, o datos, hágalo también de la misma forma. Enchúfelo al ordenador
con el cable que va en el paquete y déle a 'enviar'”, oyó.
“De acuerdo”, dijo Evaristo. Jero tenía la cabeza pegada también al auricular del móvil.
“Ahora, dígame de qué se trata”, dijo. Jero le arrebató el teléfono, y se puso a hablar él.
“Mire, se trata de que el alcalde es un chorizo y queremos trincarlo”, dijo Jero. Evaristo no oyó
lo que decían, pero Jero abrió mucho los ojos y le pasó el teléfono.
“¿Qué te han dicho?”, le preguntó Evaristo, cogiendo el teléfono.
“Que me calle, y le pase el teléfono a mi cuñado. Oye, esta gente tiene nivel, ¿eh?”, dijo Jero,
callándose y sentándose en el sofá, echando mano de la pipa de agua.
“Tenemos ciertos indicios para pensar que nuestro presidente está involucrado en actividades
ilegales relacionadas con el tráfico de estupefacientes. Para realizar un seguimiento, al margen de
las autoridades locales, necesitaríamos inicialmente el número de teléfono del Sr. Conrado
Templeton”, dijo Evaristo. Jero nunca le había oido decir tantas frases juntas; se ve que guardaba
para su actividad profesional la verborrea.
“¿Y nosotros, qué vamos a tener a cambio?”, preguntaron.
“Acceso a la evidencia que logremos recolectar. Y si nos equivocamos, no perdéis nada”, dijo
Evaristo, muy serio.
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
“¿Y vosotros, qué es lo que obtenéis a cambio?”, preguntaron otra vez.
“Mi cuñado, una batallita que contar; yo, la satisfacción del deber cumplido”. Y a lo mejor otro
ascenso, o una recompensa, o un piso nuevo, o algo. Aunque si fallaba, técnicamente ahora era un
espía de una potencia extranjera, así que igual podían deportarlo. En ese caso, le preocupó el
pensamiento de si su hijo lo seguiría o no. A su mujer, al fin y al cabo, le daba igual vivir en un sitio
o en otro. Jero estuvo totalmente de acuerdo con él.
“En una hora lo recibiréis. Desde ese momento, espero un resumen diario.”, dijo Paco, o Pepe, al
otro lado del teléfono.
Al cabo de una hora, cuando era, para Jero, el momento de cambiar del tabaco al whisky,
recibieron un mensaje que contenía simplemente un número de teléfono. Jero se puso a trabajar
inmediatamente; se introdujo ilegalmente en los ordenadores de la compañía telefónica que
proporcionaba servicio al móvil, y averiguó cuál era el PIN interno del móvil; con el número
público y el PIN interno creó un clon, una copia virtual del teléfono original, como un supletorio,
que, cual chacha, podías usar para espiar las conversaciones del señor. En realidad, no era un
teléfono físico, sino un simple programa dentro de un ordenador con conexión a internet; tanto los
ordenadores como los móviles como los fijos como los televisores como la radio, desde hacía una
década, usaban la misma tecnología para transmitir datos y voz: simplemente, paquetes transmitidos
por una conexión a internet. Suplantar a un teléfono requería la misma dificultad que suplantar a un
ordenador, y ambas cosas se hacían usando una técnica conocida como spoofing, y popularizada a
finales del siglo anterior. Juego de niños para Jero, que había sido hacker en sus tiempos de
estudiante, y no había dejado de actualizarse.
Evaristo y él estuvieron esperando hasta las 12 de la noche del día 17 de junio, pero esa noche, al
parecer, el alcalde decidió no comunicarse con nadie.
A la mañana siguiente, todo excitado, Jero llamó a Evaristo al trabajo. Jero había programado el
ordenador de su casa para que le avisara cada vez que el teléfono clonado del alcalde llamara o
recibiera una llamada, y que le pasara la llamada a su móvil, codificándola; tampoco se trataba de
que cualquier aprendiz de hacker escuchara las llamadas que ellos, con algo más de trabajo, habían
logrado interceptar. Jero le contó a Evaristo que había habido un par de llamadas a la prensa, a
colaboradores, que no tenían mucho interés, pero que una tercera y cuarta llamada consistía
solamente en ruido blanco.
“¿Y? ¿Se ha estropeado la intercepción?”, preguntó Evaristo.
“Endeluego, cuñao, parece mentira que seas de la pasma, es que no tienes ni idea de las técnicas
de los delincuentes”, dijo Jero
“Endeluego, cuñao, que pa ser celador, no haces ni el puto güevo, ni te ganas el sueldo”, le
contestó Evaristo, un poco mosca. No es que viniera a cuento, pero le había dolido, y hacía tiempo
que tenía ganas de soltárselo.
“No te pases, cuñao, que yo te lo he dicho con cariño, y sé que tú en esto de la policía no has
hecho más que empezar, y que lo tuyo es el silbato y la libreta”, le dijo Jero, comprensivo.
“Por mucho que no haya hecho más que empezar, ya llevo más tiempo que tú, ¿de acuerdo?”,
dijo Evaristo, que seguía ofendido.
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“Vale, retiro lo dicho, lo que quería decirte es que la conversación está probablemente
encriptada”, dijo Jero.
“Ah, quieres decir que origen y destino, es decir, Alice y Bob, intercambian un conjunto de
claves, generalmente una clave pública, de forma que el emisor, Alice, encripta con la clave privada
y el receptor, Bob, desencripta con la pública”, dijo Evaristo, mostrando lo que sabía porque había
leido un día en la revista de la policía, aunque no se había enterado de mucho.
“Xacto.” Dijo Jero, dejándolo hablar.
“O sea, que no se puede hacer nada, porque se supone que lo que está encriptado es casi
imposible de desencriptar, que harían falta todos los ordenadores de la NASA y de la Agencia
Brasileña del espacio juntos, ¿no?”
“Y aún así tardaríamos millones de años en decodificarlo. Pero tampoco hay que preocuparse”,
dijo Jero.
“¿No?”, dijo Evaristo.
“No”, contestó Jero.
Un poco más tarde, cuando calculó que se habría lenvantado, Jero llamó a Esteban, que andaba
algo liado con su empresa de recursos humanos. Sobre todo últimamente, desde la guerra contra la
droga, la mayoría de los trapicheros se habían quedado sin trabajo, y venían a él quejándose de que
ahora, en la esquina que les poseía por derecho, porque la habían trabajado desde hacía unos años,
había un checheno o un armenio o un bielorruso (generalmente, los refugiados no habían sido tan
específicos; habían dicho simplemente “un ruso de los cojones”). A muchos los había conseguido
colocar en la caza y captura del perro, pero, incluso así, tenía a bastantes de ellos que decían aquello
de “yo lo que quiero es comé, y que toa mi familia coma”. Se le había ocurrido formar bandas de
tambores y trompetas que precedieran a las fiestas itinerantes de los adolescentes, algo que se había
hecho muy popular desde el incidente de la Virgen de la Alhambra, pero dudaba que entre todos los
refugiados hubiera lo suficiente como para formar una banda, y luego además había que vestirlos de
marineritos, que era algo que Esteban nunca había entendido, porqué diablos a los niños de primera
comunión y a los músicos pachangueros de las ferias y fiestas había que vestirlos como si fueran
mariscales de campo del imperio austrohúngaro, pero bueno, la tradición era la tradición, y había
que buscar los trajes...
En eso estaba cuando, el día 19 de junio, sobre las una de la tarde, recibió la llamada de Jero,
pidiéndole su ayuda, para desencriptar una transmisión. Esteban, que de sus tiempos en el
euroejército estaba convencido que era imposible hacerlo, siempre que la encriptación se hiciera
bien, trató de disuadirlo, pero Jero, en un par de frases, le explicó lo que había que hacer. Esteban,
cuando colgó, casi admiraba a ese muchacho.
Se trataba de lo siguiente: lo que puede conseguir un ordenador grande en un día, lo pueden
conseguir mil ordenadores en un día, o quizás en un poco más. Si para desencriptar un mensaje bien
encriptado hacen falta un ordenador muy grande y un millón de años, bastan mil millones de
ordenadores pequeños que le dediquen un ratito. ¿Y dónde estaban esos ordenadores pequeños? En
las manos y cuerpo de prácticamente todo el mundo: en los móviles, que son en realidad
ordenadores pequeñitos que cogen paquetes de información y lo convierten en algo que se pueda oir
por el altavoz, y viceversa, en los ordenadores de mano para jugar, y que van conectados a las redes
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
inalámbricas para que los chavales puedan pegarse leches virtualmente, en los ordenadores de
muñeca que sirven como agenda, en las cámaras de video, en los receptores de radio por internet
integrados en la ropa, en los zapatos inteligentes que adaptan la ventilación a la temperatura interna
y externa... cada persona de la clase media llevaba encima entre dos y tres ordenadores, de potencia
diversa, y, por supuesto, los ordenadores del trabajo también se podían usar.
Jero puso varias “trampas” para que la gente dedicara tiempo de cálculo de sus ordenadores al
proyecto de desencriptar las conversaciones del alcalde: en un ordenador del hospital, puso una
página web que nada más cargarse, ejecutaba un programa que trataba de hallar una proteina que
resolviera, de una vez por todas, la halitosis (no se le ocurrió otra enfermedad; y esa le preocupaba
bastante: la mayoría de sus compañeras de cama la padecían por la mañana temprano, y él se
sospechaba que también la sufría, porque muy pocas querían volver); en realidad, lo que hacía la
página web era cargar parte de las conversaciones entre Conrado y el interlocutor desconocido, y
tratar de hallar la clave, por fuerza bruta, probando todas las conversaciones posibles. Así consiguió
unos miles de ordenadores por internet, donde siempre había gente dispuesta a hacer algo por una
causa humanitaria dejando que el ordenador lo hiciera por él.
Los refugiados que trabajaban en la “empresa” de Esteban simplemente tenían que llamar a un
número de teléfono, que también solicitó y programó Jero; en realidad, los que llamaban a ese
número estaban llamando al ordenador de la casa de Jero, que les enviaba un cacho de conversación
y unas cuantas claves posibles, y el teléfono, solito, probaba a ver si alguna de las claves
desencriptaban el mensaje. Por supuesto, Jero usó también todos los ordenadores del hospital: cada
vez que alguien del hospital se metía en la página web de la peña quinelística/loterística, en realidad
estaba calculando, sin darse cuenta, unos cuantos millones de claves del espacio de todas las claves
posibles.
El domingo día 21, justamente un día antes del comienzo de la campaña electoral, alguien que se
conectó desde Nueva Zelanda sobre las tres de mañana, encontró la clave entre las que el ordenador
de Jero le mandó para analizar, sin que, por supuesto, se percatara de ello. Jero estaba tomando una
copa en la calle Elvira, esperando irse al catre de un momento a otro con una turista de Malí que
estaba tratando de ligarse, a cuento de aquello del legado andalusí, cuando recibió la llamada al
móvil; su ordenador, muy contento, le comunicaba que se había encontrado la clave. Se despidió
con una excusa a la chica malinesa, que se quedó algo cortada, y llamó a Evaristo mientras iba
andando para su casa.
Una vez hallada la clave, se trataba simplemente de pasar los ficheros en los que se habían
almacenado las conversaciones por ella, a ver qué se escuchaba. Efectivamente, ahí estaba la voz de
Conrado, que se veía interrumpida por una serie de silencios, y continuaba más adelante. Jero se
quedó un poco sorprendido, hasta que cayó en la cuenta de que, en realidad, sólo habían hallado la
clave de uno de los teléfonos, que era precisamente el de Conrado; para escuchar el resto de la
conversación, habría que encontrar la otra clave.
Lo que se escuchaba, sin embargo, era suficientemente jugoso
“Sí, lo entiendo”, “no, tú déjamelo a mí”, “sí, entiendo que hayan trincado a tus correos, pero no
puedo hacer nada”,”sí, sé que has perdido un montón”, “bueno, no creo que nuestro acuerdo...”, “no
puedes hacer eso, dejarnos sin un duro ahora...” y así sucesivamente. Incluso sin escuchar la otra
parte de la charla, algunos jueces (que pasaran por alto, claro está, el sistema de escuchas ilegales
que habían montado Evaristo y Jero, y otras nimiedades como uso de medios públicos para fines
privados, intrusión ilegal en ordenadores de compañía de telecomunicaciones, y estafa de ciclos de
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La Cuarta Taifa – J. J. Merelo
procesador de ordenadores usando una fachada legal y sanitaria para hacer cosas particulares)
encontrarían suficiente evidencia como para procesar a Conrado, y quizás, incluso a la persona que
mantenía la conversación con él, si es que llegaban a decodificar esa parte.
En todo caso, a quien pensaban mandarlo no era a ningún juez, sino a Paco/Pepe. Ya se
buscarían la manera de empaquetarlo.
En los días siguientes, hubo más actividad abejorril de la habitual, sobre todo en el centro, en los
alrededores de la plaza del Carmen. Y cinco días más tarde, Conrado meditaba en la cárcel de
Alhaurín el Grande.
Los hallazgos de Evaristo y compañía les vinieron como agua de mayo. Ellos no habían
conseguido intervenir las llamadas telefónicas, por mucho que lo habían intentado; habría hecho
falta pruebas más sólidas de la comisión de un delito, y además, habrían tenido que hacerlo a través
de los jueces y la policía local, con lo cual se habría levantado la liebre.
La verdadera historia de la detención trascendió a la prensa durante el domingo día 28 de junio;
aunque, evidentemente, tenía aspectos que nunca se reconocerían oficialmente. Las historias
periodísticas consideraban bastante probable que los primeros perros con parvo fueran introducidos
por “turistas”, y abandonados allí, a principios de junio. El virus que causaba el parvo había sido
modificado genéticamente, para aumentar la mortandad en perros adultos; eso era poco probable
que se hiciera en la naturaleza, así, por las buenas, así que muy probablemente se habría hecho en
alguno de los laboratorios biotecnológicos del Parque Tecnológico de Andalucía Oriental, en
Campanillas, al noroeste de Málaga. A partir de ahí, el Ministro del Interior de Andalucía Oriental
había esperado hacer la puñeta, haciendo que toda Granada emigrara por la peste a diarrea de perro,
o, si eso no llegaba a funcionar, forzar un bloqueo que permitiera filtrar con más facilidad todo lo
que entraba y salía de Granada, porque ya se olían que allí entraba y salía mucha mierda, y no
precisamente de perro.
Otro golpe de suerte fue el que la hija de Conrado viniera a Málaga, de la cual se enteraron a
través de la vigilancia discreta que mantenían sobre la familia usando un abejorro; no hubo más que
colocarle un somnífero a las bebidas del grupo en el que estaba la hija, y esperar acontecimientos.
Si no hubiera venido la familia, preocupada por la falta de noticias, podían haber fingido un
secuestro, provocar un pequeño accidente, un tobillo torcido o algo así, suficientemente grave como
para que vinieran a recogerla; o detenerla... lo cierto es que jamás pensaron que fuera tan fácil el
capturarlo.
El efecto que sí trataban de conseguir los mandamases de Andalucía Oriental, la
desestabilización interna de Granada y la vuelta al redil, no lo consiguieron, pero sí sucedió que la
candidatura de Conrado se desplomó estrepitosamente; no es que una acusación de corrupción fuera
obstáculo para que un candidato saliera elegido, pero que además de eso, ni siquiera estuviera allí
presente para hacer campaña, hizo que, en las encuestas, menos de un cinco por ciento expresara su
intención de votarlo. La campaña se presentó mucho más reñida, pero aparentemente, el partido de
Fernando Mendes, Chaveas por la Democracia, surgía como el virtual ganador.
En la cárcel de Alhaurín, Conrado apenas podía dormir por las noches. Echaba de menos a su
mujer, a sus hijas, al trabajo diario, la adrenalina, y, por las noches, cuando se echaba a dormir,
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soñaba con Zuleyma, que cogía un tren, le decía adiós y se alejaba, o un avión, o un barco, o un
coche; en todos los sueños, tras decirle adiós, Zuleyma miraba hacia adelante, y nunca más volvía la
vista. El barco, o el avión, o el tren, se convertían en un punto y desaparecían, como acababan de
desaparecer los sueños de Conrado ser una persona que Zuleyma pudiera admirar, el nuevo Boabdil
del siglo XXI.
Fernando Mendes nunca le contaría a nadie su intervención en la detención de Conrado
Templeton: en realidad, él y los otros adolescentes millonarios que financiaban su campaña tenían
interceptado el teléfono de Conrado desde hacía tiempo, pero eran incapaces de desencriptar las
conversaciones telefónicas; sin embargo, cuando detectaron que había otra persona que las estaba
interceptando, siguieron el rastro digital del clon del teléfono de Templeton hasta el ordenador de
Jero. Con alguna que otra dificultad, rompieron las defensas de su ordenador, echaron un vistazo
dentro, escondiendo sus rastros, y se percataron de lo que estaba haciendo. Cuando Jero montó el
servidor de claves, los ordenadores de la Agencia Brasileña del Espacio, alquilados por Fernando
Mendes, fueron en realidad los que procesaron la mayor porción del espacio de claves; Jero se dio
cuenta que gran parte de las visitias al sitio web, y de los cálculos consiguientes, procedían de
abe.gob.br, el dominio de la Agencia Brasileña del Espacio, pero no le dio mayor importancia,
pensó que era algún becario con problemas de halitosis que se conectaba desde allí.
Con su intervención, Fernando Mendes sólo quería asegurarse de que se lograran desencriptar las
conversaciones; por supuesto, para fastidiar a Conrado podía haber revelado que ellos en realidad
habían sido los que habían financiado su primera campaña, la que le llevó a la alcaldía, pero sería
contraproducente, y lo mejor era que no se supiera en unos años; el propio Conrado no tenía ni idea.
Después de la detención de Conrado, la última semana de campaña fue un paseo, una fiesta, y
todo junto a la vez: iba de mitin en mitin, o mejor de fiesta en fiesta, las veinticuatro horas del día,
apenas tenía unas horas para dormir y estar un rato a solas con su novia; su discurso consistía
solamente en un par de frases: “Vamos a ganar todos nosotros”, y “Que siga la fiesta”, incluso se
llevó a su novia a visitar la carpa de Desahogo Juvenil, donde aprovechó para tener unos momentos
de intimidad con ella; a la salida del cuarto que le habían asignado, cientos de adolescentes
desnudos le vitorearon; para él constituyó uno de los momentos álgidos de su campaña, o al menos,
el que recordaba con mejor sabor de boca, el sabor de la boca de Zé, su novia.
El día de las elecciones, 5 de julio, amaneció soleado, e incluso caluroso; a las ocho de la
mañana, cuando se abrieron los colegios electorales, el termómetro, sin mucho esfuerzo, pasó la
barrera de los veinte grados; fue poquito a poco ascendiendo hasta los treinta y cinco, y se quedó
ahí un ratito, para empezar a descender al atardecer, después de que se cerraran los colegios
electorales.
Los adultos se abstuvieron en masa; sea porque era domingo, y la playa llamaba con insistencia,
porque hacía mucho calor, porque estaban hartos de no poder dormir ni la siesta, o porque les traía
sin cuidado quien ganara. Sin embargo, los jóvenes, sobre todo los “nuevos votantes”, los que
acababan de cumplir 15 años, y los que tenían hasta 18, fueron en masa a los colegios; más de un
noventa por ciento depositaron su voto, y de esos, casi el noventa por ciento votó por Mendes.
Cuando éste apareció a votar por el colegio electoral que le correspondía, en Armilla, cientos de
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quinceañeros y quinceañeras se revolvieron a su alrededor, pidiéndole que le firmara una papeleta
de voto, chillando, alguna que otra desmayándose. Zé le acompañaba, pero no pudo votar, las leyes
de granadinidad no extendían la ciudadanía a compañeros/as sentimentales, por el momento.
A las 11 de la noche del domingo día 5 de julio, tras conocerse los resultados definitivos,
Fernando Mendes, saludaba desde la sede de su partido, en la Gran Vía. Con él estaban en el balcón
Gil Jiménez, el millonario automovilístico; Ramón Jesús Garrido Aguilera (Monje) y Zé. Se
asomaron, prometieron trabajo y juerga para todos, y se fueron a dormir a sus casas, o quizás
palacios, respectivos. No se despertarían hasta bien entrado el lunes, cuando la prensa se volvió tan
insistente que los mayordomos, ahora denominados Asistentes Domésticos Personales, no tuvieron
otro remedio que llamarlos.
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La transferencia de poderes al nuevo gobierno constitucional electo se hizo inmediatamente; no
se quería evitar el vacío de poder con el presidente anterior en la cárcel, y sus adláteres sin tener
muy claro qué habría que hacer. Fernando “Dito” Mendes fue el nuevo presidente, juró en la
antigua nuevo Palacio de Gobierno, el Palacio de Dar-Al-Horra, en medio del Albayzín, y asumió el
poder, pero no lo hizo solo. Se formó un pentumvirato, un gobierno de cinco, en el que Fernando
Mendes asumía la presidencia ejecutiva, y los demás el resto de los ministerios, pero ninguno de
ellos tenía responsabilidad particular sobre ningún área. Se constituyó el parlamento, con cincuenta
y un miembros, de los que treinta y dos eran del CplD, y el resto de diversos partidos; el Partido
Zirí se quedó en la tercera fuerza, superada por el partido Nazarí.
Siguieron tiempos de confusión en la política de la ciudad, porque el nuevo gobierno decidió que
todas y cada una de las cuestiones, desde las más nimias hasta las más fundamentales, se discutían a
nivel mundial. El gobierno, o el parlamento, proponía leyes, y a partir de ese momento, en todos los
canales posibles: móviles, internet, correo electrónico, mensajes dejados en discusiones en la página
web del gobierno, charlas de pasillo, en todos esos y muchos más, la ley se discutía. Al final de un
tiempo prudencial, el parlamento nombraba a las cinco personas que, a nivel mundial, habían sido
más activas, y cuyas opiniones habían recibido la puntuación más alta de sus contertutios en la
discusión, que llegaban a una solución de consenso. Esa solución se aprobaba generalmente por el
Parlamento, implementaba, y se hacía cumplir por el ejecutivo y el judicial, que para eso estaban.
Ahí estaba la verdadera democracia radical y distribuida de la que Fernando había hablado durante
toda la campaña electoral: todo el mundo decidía sobre todo, y si querías ser oido, sólo tenías que
meterte en un foro de discusión y decir cosas suficientemente razonables para que los demás
participantes en la discusión y el parlamento te eligiera como ponente de la ley.
La más importante de las leyes iniciales fue proponer subvenciones a la insonorización de
viviendas y negocios, que serían sufragadas con un impuesto especial a las bebidas alcohólicas,
labores de tabaco y de cannabis vendidas públicamente. Se decidió que cualquiera podía
solicitarlas, y con ellas se podía pagar dobles ventanas, aislamientos en la pared de fibra de vidrio,
aislamiento inteligente, que anulaba el ruido emitiendo una onda sonora que interfería con la
procedente del exterior, anulándola. Después del ocio, la industria del aislamiento se convirtió en la
industria de mayor crecimiento en toda la zona, empleando a miles de trabajadores, la mayoría de
ellos procedentes de los refugiados, y otros inmigrantes de diferentes zonas de la península y de
más allá de los Pirineos y del Mediterráneo.
Evaristo siguió en la policía, sin ascenso ni nada, pero solicitó se le destinara a un sitio más
tranquilo, la comisaría de Huétor Vega, por ejemplo. De lo que hizo, no obtuvo ninguna
recompensa. Bueno, sí, un pusto de teniente honorífico en los migueletes de Andalucía Oriental,
con pensión vitalicia, pero todavía no se la habían empezado a pagar, y no tenía muy claro a quien
protestarle. ¿Qué hacían los espías de potencias extranjeras cuando la potencia extranjera no les
pagaba lo estipulado?
Buscó el nuevo puesto porque necesitaba esa tranquilidad, ahora que iba a tener otro hijo (o hija)
que vendría, más o menos, en marzo del año siguiente. Igual coincidía en el hospital con su nieto:
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un buen día, Alan había salido de su habitación con una chica llamada Odi, que resultó llamarse
Odilia y ser venezolana, que les contó que había venido huyendo de allá porque no quería ser
operada ni modificada genéticamente para ser más guapa; y la chica no era fea, más bien fina,
morenita, con los ojos grandes y morenos, los pómulos no demasiado salientes, los pechos no
demasiado grandes, y las caderas no demasiado cimbreantes. Ella también estaba embarazada, y, a
partir de ese día, Alan no salía de casa más que a por tabaco: todo el día trabajando en el ordenador,
el rato que lo dejaba su madre, hablando por el móvil, haciendo llamadas y recibiéndolas, y
recibiendo arrumacos. La chica estaba estudiando a distancia en un instituto en Venezuela, así que
tampoco salía de casa. El que acabó haciendo más guardias de la cuenta, para conseguir un poco de
dinero cuando llegara lo que tenía que llegar, y por quitarse de enmedio, que en su casa había
demasiada gente, era Evaristo. Sólo volvía lo estrictamente necesario para barrer, fregar y dormir.
Jero siguió siendo celador, y siguió llevando apuestas, sólo que, de vez en cuando, alguien le
encargaba que calculara algo para lo que hacían falta unos cuantos cientos de miles de millones de
ciclos de CPU, y él montaba una página web que todo el mundo tenía que visitar (por ejemplo, un
página que daba la solución al último virus que infectaba la ropa inteligente, poníendola de color
gris marengo), y que, a la vez que visitaban, se dejaban un poco de potencia de cálculo de sus
máquinas. Tenía entre sus clientes a empresas farmacéuticas, agencias espaciales, y a lo mejorcito
de las agencias de espionaje internacionales.
Jero llevaba mucho tiempo sin ver a Esteban, hasta que un buen día se lo volvió a encontrar
vestido con sus antiguos pantalones caqui y su camiseta azul, aparcando coches en el campus de la
Salud. Esteban le contó que todos sus refugiados llevaban ahora trabajos decentes, y que se había
quedado sin personal, así que había tenido que volver a trabajar. Y que eran ya cinco euros.
Conrado Templeton salió en libertad bajo fianza, estuvo unos días en su casa, y luego huyó.
Nadie más lo vio, pero había rumores que lo situaban en Marruecos.
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