PEDRO Para Pedro aquella era su última vez. Se le notaba abatido, abúlico, cansado. Llevaba barba de dos días, los ojos caídos, la mirada al piso, arrastrando recuerdos de, quizás, aquel entonces. Las muñecas al frente, unidas por las esposas, con los brazos algo recogidos. La chaqueta del terno le molestaba. Era gris suave, pero con los días y el poco cuidado que P. le profesaba, ésta se había puesto cada vez más intensamente oscura. Caminaba lento, arrastrando los pies, y el piso sonaba a hueco, hueco de cerámica. Sus pantalones ya negros, tiesos de sucios, agonizaban. Pequeñas roturas a los costados, inexplicables, dejaban traslucir blancas piernas. P. estaba triste. Se notaba en su cara. Sus pupilas no tenían ese resplandor, su boca se fijaba en una eterna mueca de labios, en un suspiro, en un puchero. Pelo desordenado; negro. La cabeza gacha, el andar pesado. Aislamiento. P. iba por el corredor seguido por unos guardias, aunque en realidad parecía como si fuese solo, porque los uniformados daban la sensación de ir más atrás, como si supieran que P. no escaparía( y dónde, ellos pensaban). El corredor era blanco, y en ciertas partes celeste claro. Una puerta cada tres metros. Al final se veía una abertura a un salón más grande, a un hall o un lugar muy importante. P. soñaba. Volaba despierto, ya no le importaba nada, no quería nada más. Caminaba tan rápido como los demás y a la vez iba tan lento, tan lento. Pedro soñaba, soñaba con la soledad. “Triste soledad” -decía- . Recordaba al mar, a la noche, noche sin luna, sin intérpretes del bar de mala muerte que no lo dejaban pensar. Sentado sobre la arena húmeda y fría. Temblaba. Apoyado sobre sus rodillas, con la cara en los brazos. Miraba el mar a ratos, y a ratos dormía, tapada la cara. Estaba solo en la playa. “Solo y triste” meditaba. Estaba sentado en la playa y miraba el mar, extrañamente con el mismo traje él se recordaba. ¿Pero cómo? -se decía P.- ¿Pero cómo, si ese terno me lo compré sólo este año, y en la playa estuve hace como tres?- . “Triste soledad” se repetía, y volvía a dormir entre los brazos, brazos entumidos, brazos fríos, brazos del mar, oídos del mar, luces de la calle que no dejan pensar. -Por mí apagaría esas luces y lo dejaría todo oscuro, para ver las estrellas- . Solo en el mar, ebrio, pensaba y dormía, y a ratos miraba. Ni siquiera oyó lo que le decían, a Pedro eso ya no le importaba, sólo era papeleo y más papeleo. Ya se había acostumbrado. La sala no tenía sillas, no tenía mesas, alfombras, ventanas ni personas. Estaba vacía. P. estaba frente al estrado del juez. No levantó la vista para ver de dónde venía la luz blanca, al igual que las paredes, lisas, desiertas. Únicamente una pequeña puerta se encontraba en la esquina, a la derecha del juez. “Triste” -pensaba“solo”. ¿Por qué?, ¿por qué yo? Pero ya sabía la respuesta. Sólo preguntaba para sentirse como si estuviese en una película, él siempre quiso pensar que su vida era una sucesión de una escena a otra escena, que sería un héroe y todo tendría un final feliz -sí, ya sé la respuesta- se repetía a sí mismo, como tantas veces lo había hecho antes. “Ay dios mío” susurró-, y lo decía no porque fuese católico, sino porque lo aprendió de niño, cuando en su infancia decía algo tonto y su tía le reprochaba con aquellas palabras. “Como puedes ser tan tontito”, recordaba P., y su tía lo miraba. Pedro salió. Lo dejaron irse. No atinaba a recordar por qué razón se lo habían llevado, pero descubrió que no estaba donde pensaba. -¿Estoy en otra ciudad?- se preguntó. -No, no puede ser- . Bostezó, se estiró, se palpó la cara, luego los labios y terminó por despertarse. Descendió las anchas y largas escaleras hacia la calle, se volvió y contempló el edificio grande que acababa de dejar. Y no le importó ya nada. -Que sea lo que seaexclamó sin darse cuenta. Largó a caminar buscando un bar, una plaza o algo por el estilo. Era mediodía caluroso, el sol despejado despuntaba en el cielo. Se veía el puerto, se veían los automóviles, se veía la gente, y a P. no le importaba, y a P. no le interesaba. Siguió caminando vereda adentro. Siguió soñando. Al rato de caminar, Pedro se encontró al frente de una plaza. Pertenecía a un pequeño barrio. Era cómoda y tenía pasto. Se acostó en un rincón. “Esa fue mi última vez” pensó- . Ya no creeré más. Apoyó su cabeza en la improvisada almohada que hizo con su chaqueta. El pasto estaba tierno y no manchaba, no tenía humedad. Algunos matorrales rectos lo rodeaban y un banco casi nuevo le daba la espalda allá a lo lejos, allá a dos metros. Una brisa muy tenue y cálida invitaba a la relajación. Los pocos árboles que se encontraban se ubicaban estratégicamente desde hace años, plantados quizá por algún abuelo matemático. P. se dió cuenta que algunos niños jugaban en los entretenimientos; el balancín, los columpios, las estructuras metálicas y el resbalín. Se sentía bien en ese rincón, tibio e íntimo, a la sombra. Los párpados le pesaban, bostezó. Las voces de los niños lo adormilaban, lo hipnotizaban. Vió un colibrí, contempló sus colores, su agilidad, su arte. La plaza lo acunaba, lo acariciaba, lo besaba. -Me gusta- dijo. Y paulatinamente se fue quedando dormido. Pedro despertó de pronto. Oscurecía. Los últimos rayos solares se desvanecían en el horizonte. Hacía frío. Los niños ya no estaban, P. no oía sus voces. Una brisa gélida golpeaba. P. se levantó, se colocó sus zapatos y la camisa, la chaqueta después. Anochecía rápidamente. Se sacudió la ropa y observó a su alrededor. Se impactó al darse cuenta que ya no estaba en la misma plaza del mediodía. No se encontraban los juegos para los chicos, y su rincón íntimo se había convertido en el centro de un inmenso parque. P. se hallaba en el más grande parque que nunca imaginó en su vida. Sólo había pasto. Pasto para allá y para acá. Kilómetros y kilómetros de pasto se confundían en el horizonte y se fusionaban en una gama de diferentes tonalidades de grises verdes. Ni un solo árbol, ni un matorral, nada. Sólo pasto. -Debo estar completamente loco- se dijo. Divisó unas luces, o al menos eso parecían, allá a lo lejos. Estaban ordenadas en una sola hilera. Apenas si se alcanzaban a distinguir. Buscaré un cuartel de policía, allí podré dormir. El parque se extendía mucho más de lo que P. imaginó en un principio. Luego de andar cerca de una hora, y ya francamente tiritando de frío, llegó a una calle. En el trayecto, Pedro, lejos de estar asustado, meditaba. Se había ido cuestionando por su familia. No recordaba. No sabía si ellos vivían en el puerto o en la capital. Se acordaba de sus caras y de sus apellidos, pero no de sus nombres. “Estoy completamente chiflado”- y rió. Rió a carcajadas en el silencio de la noche, apoyándose como un alcohólico en un poste de alumbrado público. Y era una risa loca, risa histérica, P. se revolvía en y su cara desfiguraba en el contraste de las sombras. Estalló en un enorme grito, y de risa se convirtió en llanto. El hombre lloraba, lloraba de rodillas, abrazando al poste frío, metálico, como un niño pequeño que abraza a su madre. No pasaban automóviles, no había luces en las casas, no pasaba nadie por la calle. Pedro estaba solo. Lloraba solo. Y nadie lo escuchaba, y nadie lo miraba. Para Pedro aquella era su última vez. FIN