Le Monde Diplomatique – Burocracia sin

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Le Monde Diplomatique - Marzo 2009
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Ineficacia del sindicalismo argentino
por Daniel Vilá y Dardo Castro
Burocracia sin respuestas
Cuando todo indica que la recesión internacional hará sentir sus efectos
esencialmente sobre los trabajadores, conviene preguntarse de qué herramientas
éstos disponen para defenderse. En el caso argentino, el panorama es negativo,
aunque hay indicios de recuperación de las bases. Una burocracia antidemocrática y corrupta, más ligada al poder político que a los trabajadores, no parece
el mejor instrumento.
Hace varios años, cuando el régimen de convertibilidad estaba en su apogeo, algunos dirigentes sindicales
de incuestionable trayectoria se atrevían a soñar con un futuro de integración entre la clase obrera argentina
y la brasileña, aunque el contexto nacional de entonces (el índice de desempleo superaba holgadamente los
dos dígitos y operaba como un poderoso disuasor para la protesta obrera), no era el más apropiado para esa
evolución.
La radicación de las multinacionales de la industria metalmecánica y agroalimentaria en ambos países, su
complementariedad, y la tradición de lucha de los obreros industriales argentinos y brasileños -en especial
de los paulistas- se computaban a favor de una probable regionalización de la disputa, ya no sólo por
conquistas laborales, sino también por derechos sociales básicos que habían sido abolidos a medida que se
implantaban las reformas de mercado en los países del Cono Sur.
Pero el retroceso en términos de organización del movimiento obrero argentino -al que contribuyó
notablemente la ausencia de una generación de dirigentes asesinados por la última dictadura militar (197683)- y la pérdida de peso del proletariado en una economía abrumadoramente hegemonizada por las
finanzas, eran obstáculos formidables para ese proyecto. A ello se sumaba el atraso de la mayoría del
sindicalismo tradicional, integrada por dirigentes que llevaban y aún llevan décadas al frente de sus
gremios, muchos de ellos corruptos (pág. 19), e incapaces de comprender y adaptarse a los cambios tecnológicos y los nuevos métodos de producción, que modificaron drásticamente la composición y número de
la clase obrera.
Breve ciclo de autonomía
Eternizados en sus sillones, muchos de estos dirigentes fueron colaboracionistas de la dictadura del general
Juan Carlos Ongania en los '60, y de los genocidas a partir de 1976, cuando denunciaron a numerosos
delegados y activistas de base que la represión arrancaba de las fábricas o de sus casas. Colaboraron y se
beneficiaron otra vez con la entronización del neoliberalismo peronista de los '90, hasta la hecatombe
económica y social de 2001. Así arribaron, sin grandes mudanzas, al actual ensayo neodesarrollista del oirá vez- peronismo, sin que haya variado sustancialmente su identidad burocrática, con una larga rutina
asentada en la concepción de que los aparatos sindicales son un instrumento de poder político
estrechamente vinculado al Estado, antes que una institución de clase que representa los intereses de los
trabajadores. No obstante, pueden distinguirse distintos tipos de organicidad en el vínculo entre la
dirigencia y sus representados. No es lo mismo Gerónimo Venegas, secretario del sindicato de obreros
rurales, más cercano a las patronales del campo que a los peones rurales, que Hugo Moyano, eficaz jefe del
sindicato de camioneros, altamente dinámico y secretario general de la Confederación General del Trabajo
(CGT). Pero el denominador común de los gremios cegetistas es el juego partidario del peronismo en todas
sus variantes, un "movimiento" que históricamente incluye desde la extrema derecha a sectores que se
reivindican "revolucionarios".
En rigor, esta complejidad es el corolario -o la deformación- de un conflictivo y contradictorio proceso que
se inició a fines del siglo XIX, con la constitución de los sindicatos de oficios agrupados en la Federación
Obrera Regional Argentina (FORA), impulsada por los grupos anarquistas de la tendencia colectivista y
organizadora, que rechazaban de plano toda forma de acción política y admitían como formas de lucha
excluyentes la huelga, el boicot y el sabotaje.
El sindicato, en esta perspectiva, no era sólo un organismo de defensa sino también, en gran medida, el
centro de elaboración de una cultura obrera autónoma estructurada alrededor del oficio.
La otra comente que disputaba la conducción del incipiente movimiento era la socialista, que comenzó
reuniendo a todos los círculos marxistas y fue abandonando progresivamente los objetivos revolucionarios
para desembocar en un evolucionismo reformista, tributario del liberalismo y el positivismo. Durante esa
etapa se produjo una sangrienta represión, cuyo punto más alto fue la "Semana Roja" de 1909, y el
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gobierno de entonces dictó la denominada "Ley de Residencia", que disponía la inmediata expulsión a sus
países de origen de los activistas extranjeros que participasen de la agitación.
Poco antes de que se iniciara la década del '20, la estructura ocupacional desmentía ya las pretensiones de
modernidad de las clases dominantes. Por entonces, en el sector terciario (servicios) predominaba el
servicio doméstico, seguido por los comerciantes cuentapropistas, los carreros y los cocheros. En el
secundario (industrial), los oficios más numerosos eran costureras, lavanderas, albañiles, carpinteros,
modistas, tejedoras, herreros, entre otros. El personal permanentemente ocupado en la industria sumaba
unos 410.000 obreros, un 13% de la población económicamente activa. De ellos, casi un tercio trabajaba en
establecimientos no fabriles (1).
Durante este período estalló la rebelión bautizada como la "Semana Trágica", un hito de las luchas obreras,
y se produjo la transición hacia el sindicato por rama de producción. La preponderancia del anarquismo en
el movimiento obrero había sido sustituida por la del sindicalismo, una tendencia surgida en Francia. Su
principio fundamental establecía: "Los sindicatos y no el partido político son el arma principal de la lucha
proletaria".
"Al centrarse en la lucha por las reivindicaciones inmediatas, la práctica sindicalista fije dejando de lado,
paulatinamente, los fines revolucionarios que postulaba su ideología original, para concluir en un
reformismo que sólo se diferenciaba del que practicaban los socialistas por el hecho de que en lugar de
fundarse en una posición doctrinaria, emergía de consideraciones puramente pragmáticas (...). Los
sindicalistas terminaron por descubrir que el apoyo de algún sector del aparato estatal podía ser vital para la
consecución de sus objetivos y que ese apoyo no siempre era imposible de lograr" (2).
Esta hegemonía se mantendrá hasta mediados de la década del '30, tras la unificación de las centrales
obreras y la conformación de la CGT, el 27 de septiembre de 1930, pero su influencia se hará sentir en los
acontecimientos posteriores, que prefigurarán el actual modelo sindical.
Los dirigentes de la vieja guardia, formados en esta escuela, tuvieron una participación relevante en la
operación política que consolidó en el poder a Juan D. Perón, a partir de 1945. Numerosos investigadores
sostienen que el peronismo se fue construyendo a partir de una interacción entre el líder y los dirigentes
sindicales tradicionales, de la que resultó algo diferente de lo que se proponía en principio cada una de las
partes.
"Ese proyecto, del que la fundación del Partido Laborista fue la expresión más significativa, recogió su
fuerza de la función de mediadores que cumplieron en los comienzos del acercamiento entre las masas y
Perón. (...) Fue gracias a la protección estatal que estos dirigentes salieron de una forzada pero no menos
real marginalidad para convertirse en vehículos de la movilización social estimulada desde el Estado. Y
cuando al frente de ese Estado se consolidó un líder popular como Perón, encuadrando bajo su dirección a
los sectores del trabajo, llegó también el fin de las ilusiones políticas. La disolución del laborismo por
orden oficial y la incorporación del grueso de sus militantes a la posición subordinada en las estructuras del
nuevo régimen cerraron el breve ciclo de la autonomía política del sindicalismo" (3).
De la resistencia a la revolución
Con la instauración de la autodenominada Revolución Libertadora, en 1955, se inició un proceso de
proscripción y persecución del peronismo. En esa coyuntura nació la llamada "Resistencia peronista",
protagonizada por militantes de base y activistas obreros que utilizaban métodos de acción directa y
sabotaje y que comenzaron a ganar predicamento en las comisiones internas de fabricas y talleres. En la
década del '60 se sucedieron en la presidencia de la República el desarrollista Arturo Frondizi, durante cuyo
gobierno se implantó el denominado "plan Conintes", que militarizó a los huelguistas; una dictadura militar
que designó a un presidente títere, José María Guido, y el gobierno democrático del radical Arturo Illia, que
a pesar de su transparente gestión de sesgo nacionalista y su vocación de democratizar el país mediante el
levantamiento de la interdicción al peronismo, también fue depuesto por un golpe de Estado. Siguió una
etapa de radicalización táctica de la burocracia sindical -que había apoyado el golpe contra Illia- la que,
jaqueada por los segmentos más combativos del peronismo, elaboró los programas de La Falda y Huerta
Grande. Entre otros puntos, esos programas planeaban el control estatal del comercio exterior, la
liquidación de los monopolios, la nacionalización de los sectores básicos de la economía y el control obrero
de la producción y distribución de bienes.
El "vandorismo", una modalidad sindicalista del neoperonismo apoyada en el entonces poderoso gremio
metalúrgico y basada en la capacidad organizativa como factor esencial para dirimir intereses en el campo
de las relaciones de fuerzas, ya se había constituido en una poderosa corriente burocrática marcadamente
centralista.
El golpe militar de 1966 contra Illia, autodefinido como "Revolución Argentina", se instaló en el poder con la
pretensión de perpetuarse e instaurar una dictadura que combinaba planteos corporativistas en lo político-social
con una política económica a la medida de las clases dominantes y los monopolios internacionales. El
vandorismo y los llamados "participacionístas" respaldaron en sus inicios el alzamiento y mostraron su
disposición a negociar con los usurpadores, pero los dirigentes "combativos", que habían logrado cierto grado de
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homogeneidad, forzaron la convocatoria a un congreso normalizador de la CGT que culminó con el retiro de los
partícipacionistas y la elección de un consejo directivo controlado por los sectores más radicalizados.
Se gestaba así la CGT "de los argentinos", que durante un corto período fue un polo unificador de las luchas y en
la que convivían socialcristianos, nacionalistas revolucionarios y marxistas. Preconizaba la "rebelión de las
bases" y exhortaba a repudiar el paternalismo político, porque "sólo el pueblo salvará al pueblo". El programa del
1 de mayo, que se dio a conocer en 1968, a menos de dos meses de su conformación, sintetizaba los acuerdos
existentes en un lenguaje llano y fervoroso.
El "Cordobazo", el "Rosariazo", el "Tucumanazo" y otros alzamientos urbanos populares contra la dictadura que
se sucedieron a partir de 1969 acentuaron la radicalización de las bases sindicales, que alcanzará su punto más
alto en la confluencia entre los gremios combativos cordobeses, orientados por el dirigente peronista Atilio
López, y la corriente antiburocrática conducida por Agustín Tosco, de orientación marxista. Fue justamente
López -asesinado en 1974 por la derecha peronista- el que mejor dibujó el perfil de Tosco, el luchador dirigente
del sindicato de Luz y Fuerza muerto en la clandestinidad el 5 de noviembre de 1975: "Me han preguntado por
un modelo de trabajador y gremialista. Sí, claro que lo tengo. No está muerto, no es alguien de los tiempos viejos, sino un hombre a cuyo lado he luchado como un hermano. Ya saben su nombre. Se llama Agustín Tosco"
(4).
Paralelamente, en las elecciones realizadas en los sindicatos de las empresas Fiat Concord y Materfer -creadas
por la propia patronal para debilitar a los gremios del sector automotriz- se impuso una lista cuyas principales
reivindicaciones eran la rediscusión de los salarios y la plena vigencia de la democracia sindical, con la asamblea
como máximo organismo soberano. A medida que iba creciendo el predicamento de sus dirigentes, se acentuaba
la radicalización política que derivó en definiciones clasistas que hacían hincapié en un alto grado de
confrontación con las patronales y, en lo político, suscribían la consigna "Ni golpe ni elección, revolución".
De las fábricas a la calle
Con el regreso del peronismo y el propio Juan Perón- al poder a partir de marzo de 1973, en el contexto del
fuerte enfrentamiento entre la burocracia y la "Tendencia Revolucionaria" del peronismo, el ministro de
Trabajo, Ricardo Otero, de común acuerdo con los representantes de la CGT, dictó una Ley de
Asociaciones Profesionales que consolidaba el poder de la burocracia, reducía las asambleas y consejos
extraordinarios a uno cada dos años, le permitía a la CGT intervenir las regionales, a las federaciones hacer
lo propio con sus seccionales locales, y a las seccionales decidir la caducidad de los mandatos de los
delegados y comisiones internas (5).
En este clima de conflicto, ya no ante una dictadura, sino de clases en el seno mismo del movimiento
obrero y frente al gobierno peronista que aún reivindicándose "obrero" promulgaba leyes corno la citada y
desataba la represión sobre los dirigentes combativos, incluidos los peronistas como Atilio López, la última
experiencia obrera de importancia en la década del' 70 fue el surgimiento de las "Coordinadoras de
Gremios en Lucha", gestadas después de la violenta represión ordenada por el gobierno peronista sobre los
trabajadores metalúrgicos de Villa Constitución, liderados por Alberto Piccinini. Estos organismos
sintetizaban, al nivel más alto, las experiencias del clasismo y del sindicalismo combativo: una amplísima
vanguardia obrera que se proponía como dirección obrera y popular y ya no se planteaba cuestiones
sectoriales -como las condiciones laborales y el salario- sino también la libertad de los presos gremiales y
políticos, el cese de la represión y otras consignas de carácter democrático, haciéndose cargo de las
reivindicaciones del conjunto del pueblo.
En su seno coexistían miembros de organizaciones armadas (básicamente del Partido Revolucionario de los
Trabajadores, Montoneros y Poder Obrero) con militantes obreros comunistas, socialistas y trotskistas. Las
bandas fascistas, amparadas desde las más altas instancias del gobierno peronista, se habían cobrado ya la
vida de un millar de militantes, y la tendencia antíburocrática y antipatronal, inserta en los sectores más
jóvenes de la clase obrera, crecía incesantemente en las comisiones internas.
Se arribó así a la última dictadura militar (1976-1983) que se sustentó en el férreo control de la sociedad a
través del ejercicio sistemático del terror de Estado, reforzado en la década del '80 por el terror económico
que produjo la crisis de la deuda y la hiperinflación, que hizo estallar la gobernabilidad en 1989, sobre el
final del primer gobierno democrático post-dictadura, encabezado por Raúl Alfonsín.
El régimen de convertibilidad impuso luego, en los '90, un disciplinamiento social que los dirigentes
gremiales acataron mayoritariamente, con excepciones notables como la de los gremios docentes, cuya
"Carpa Blanca" ante el Congreso de la Nación fue un hecho relevante, tanto para la visibilidad nacional e
internacional del conflicto como por su influencia en la formación de una opinión social; el comienzo del
descrédito del modelo del peronismo menemista. Los grandes gremios industriales (especialmente metalúrgicos y textiles) perdieron peso específico y se fortalecieron los del sector servicios.
Las cúpulas gremiales vivieron así la transición del fordismo periférico al posfordismo sin modificar
políticas ni propuestas. Ni el desempleo, ni la precarización y la informalidad laboral de los '90 generaron
respuestas en el terreno de la acción directa.
Durante el período del peronismo menemista (1989-99), las privatizaciones masivas abarcaron las empresas
estatales de gas, agua, petróleo, electricidad, minería, correo, teléfonos, transporte marítimo, ferroviario,
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aéreo y fluvial, además del sistema provisional. Surgió entonces un nuevo fenómeno, el sindicalismo
empresario, que se hizo cargo -generalmente asociado con poderosas empresas, muchas de ellas transnacionales- de distribuidoras de energía y ramales ferroviarios, al tiempo que incursionaba en el negocio de
las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP) y de Aseguradoras de Riesgos del
Trabajo (ART) que se financiaban con los aportes de empleados y empleadores.
A este esquema profundamente corrupto (casi todas las privatizaciones estuvieron -y están- rodeadas de
escándalos), que benefició personalmente a los dirigentes burocráticos, sólo se opuso con cierto grado de
fuerza y organización la flamante Central de Trabajadores Argentinos (CTA), impulsora de la "Marcha
Federal" y, más tarde, del "Frente Nacional contra la Pobreza" (Frenapo). Se trataba de un nuevo organismo
esencialmente basado en el gremio docente y de empleados públicos, pero integrado incluso por pequeños
y medianos empresarios, miembros de los movimientos de derechos humanos, estudiantes, artistas, etc.
En 1995, meses después de la crisis financiera mexicana -conocida como "Efecto Tequila"- comenzó la
declinación del régimen de convertibilidad. La tasa de desempleo creció al 16% y sucesivos cambios en la
legislación laboral implantaron la flexibilización de las contrataciones y de las condiciones de trabajo y una
reducción salarial encubierta: el aumento de horas trabajadas.
El crecimiento de la desocupación, la extensión de la miseria a grandes segmentos de la población, la caída
de amplios sectores medios (los llamados "nuevos pobres"), configuraron el devastado paisaje social que
junto a la pérdida de consenso político determinaron la derrota del peronismo en su versión menemista.
En este contexto, y al margen de los grandes gremios y de sus dirigentes, nuevos actores sociales salieron a
la superficie: los piqueteros, trabajadores sin empleo y sin perspectivas de conseguirlo, que comenzaron a
cortar las calles y carreteras con barricadas, como forma de hacerse oír. Los piquetes se extendieron por
todo el país y los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD), que en conjunto integraban a decenas de miles de personas, adquirieron niveles de politización y de organización que los llevaron ejercer un
papel importante en 2001, cuando el régimen de convertibilidad se desplomó y la movilización popular
determinó la caída del presidente radical Fernando de la Rúa. Los empujaba a la confrontación la necesidad
y el repudio a todas las representaciones políticas, a las que visualizaban como cómplices, por acción u
omisión, de la destrucción de un país entero.
Pese a que la mayoría de ellos eran trabajadores despedidos de sus empleos, libraron su batalla en soledad,
mientras los sindicalistas, con la única excepción de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA),
trocaban contribuciones a las campañas electorales por lugares en las listas legislativas provinciales y
nacionales. Pero el 20 de diciembre de 2001, a la hora culminante del enfrentamiento con el gobierno
radical, ni siquiera la columna de la CTA se acercó a la Plaza de Mayo, un error por el que la central
alternativa pagaría a continuación un alto precio político.
Resultaba evidente entonces que en las condiciones de gobernabilidad era más importante el
disciplinamiento de los piqueteros que el de los trabajadores ocupados, ya que la calle y no la fábrica era el
ámbito de protesta más visible.
Dudosa representatividad
Con la asunción del peronista Néstor Kirchner en 2003, el dilema de hierro del nuevo Presidente fue
mantener de cualquier modo los fondos destinados a la ayuda social o cumplir con los compromisos de la
deuda pública, en un contexto en el que las exigencias del Fondo Monetario Internacional (FMI) tornaban
inviables ambos objetivos simultáneamente. No era ya posible garantizar la gobernabilidad con el ajuste
perpetuo y la represión. Ya lo había comprobado el peronista Eduardo Duhalde, último presidente de
transición luego de los caóticos días que siguieron a la caída del radical De la Rúa, bajo cuya presidencia la
policía asesinó a los militantes piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, el 26 de junio de 2002.
La enorme repercusión del crimen obligó a Duhalde a adelantar la fecha de la elección presidencial, en la
que resultó electo Kirchner.
A partir de entonces, la negociación salarial se constituyó en una rutina anual, en la que los dirigentes
sindicales recuperaron su papel como mediadores en la pelea por el ingreso entre el capital y el trabajo, por
un lado, y el mercado y el Estado, por otro. Si para este último la política salarial es clave en la
planificación macroeconómica, para las patronales, especialmente para las pymes, de baja composición
orgánica de capital, es una variable importante de competitividad.
Aunque la CGT ya no impone su cupo en las listas de candidatos legislativos, el poder sindical se
manifiesta tanto en su capacidad de presión a través de la negociación salarial como en su presencia
partidaria en algunas de las fracciones del peronismo. Así es como el camionero Hugo Moyano, pieza
fundamental en la regulación salarial, forma parte de la conducción del Partido Justicialista a partir de la
normalización impuesta por el ex presidente Kirchner. Como contrapartida, la cantidad de afiliados a los
distintos gremios oscila entre el 20 y el 25% de la mano de obra ocupada, cuando en el primer peronismo
excedía el 50%.
Vista la situación desde este breve y esquemático repaso histórico y ante la actual crisis global del
capitalismo, que tiene efectos ineludibles y amenaza con una destrucción masiva de fuerzas productivas, la
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pregunta es: ¿está el sindicalismo argentino en condiciones de defender a los trabajadores? Porque no se
trata sólo del salario; son las fuentes de trabajo las que penden de un hilo en ramas enteras de la
producción.
¿Está la burocracia en condiciones de hacerse cargo de una estrategia sindical y política que, a la vez que
defiende el salario, inserte al movimiento obrero en una propuesta general capaz de evitar que los trabajadores paguen el costo de la crisis?
Nada parece indicarlo. A lo largo de los últimos años, ni el impacto de los acelerados cambios
tecnológicos, ni la concentración extrema del capital, ni las nuevas demandas de conocimiento y
calificación laboral, ni el desempleo estructural, ni la compleja relación productiva entre Brasil y
Argentina, en fin, ninguno de los grandes problemas que afectaron profundamente a la clase obrera
argentina encontró respuestas en una burocracia anquilosada, corrupta y mezquina.
Porque no basta con "saber negociar"; se trata de ser honestos y de "poner el cuerpo", como el emblemático
Agustín Tosco de aquella última reacción de clase de los trabajadores argentinos, en los años '70. Se trata
de representar a los trabajadores -en las condiciones actuales- con la honestidad, claridad de ideas y
decisión de aquellos dirigentes que marchaban a la cabeza de las movilizaciones por el pan, el trabajo y la
democracia. Por algo la dictadura los secuestró, encarceló o asesinó. Y por algo “perdono” a los demás.
Notas:
1
Hugo Del Campo, "La Semana Trágica", Polémica, N° 53, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1971.
2
Hugo Del Campo, Sindicalismo y peronismo. Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
3
Juan Carlos Torre (compilador), La formación del sindicalismo peronista. Legasa, Buenos Aires, 1988.
4
Primera Plana, Buenos Aires, 11-11-1972.
5
Osvaldo Calello y Daniel Parcero, De Vandor a Ubaldini, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1984.
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