Televisión, donde los ciudadanos se hacen

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Televisión, donde los ciudadanos se
hacen consumidores
Bernardo Díaz Nosty
l relacionar consumo y televisión surgen diversas soluciones
discursivas, modalidades distintas en el enfoque y el acercamiento a dos descriptores que forman parte de la centralidad del pensamiento dominante, que cada vez parece más cercano al referente ideológico que ya se acaricia como pensamiento único.
Hay una primera consideración ineludible, relacionada con
el consumo como proceso o acción en la sociedad de mercado.
Un consumo que ha evolucionado de manera muy pareja a como
lo han hecho el sistema de medios y los escenarios de realidad trazados desde
el conjunto de las industrias culturales.
El escaparate del consumo crece a medida que se amplía el territorio
mediático, de modo que las propensiones a la globalidad son, en alguna medida, manifestaciones culturales de una homogeneización universal de los mecanismos de estímulo-respuesta que permiten la percepción de mensajes e
inducciones en planos de cierta igualdad.
El mercado global, esto es, la mundialización de la economía, se soporta
en estándares de muy amplio espectro, de modo que los hábitos y costumbres
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locales pasan a un plano de no interferencia o refracción de los estímulos definidos por el propio mercado1.
Las construcciones discursivas del cine y la televisión, sin olvidar las muy
específicas de la publicidad, han alimentado los valores modales de referencia
y han inducido los cambios degustativos del presente o la misma forma de
percibir lo que se entiende por modernidad, a la vez que han ejercido un doble
papel de estandarización y de control de pautas y hábitos sociales, generalmente relacionados con la dinámica y los ciclos del consumo en las manifestaciones más genuinas del mercado.
Pero tan válido como este primer planteamiento, la relación consumotelevisión ofrece otros. El del consumo de televisión o la televisión como modalidad consolidada de consumo, como práctica mediática que alcanza a más del
90% de la población y refunda o altera prácticas precedentes, condiciona el
grado de innovación social y se convierte en eje central de los comportamientos de ocio, sin olvidar otras virtualidades relacionadas con la socialización, el
arraigo y la identidad, la formación de opinión, etc.
Incluso, desde una perspectiva propia del análisis económico –tan aconsejable hoy en el estudio de los medios–, consumo de televisión y, en general,
del conjunto de la oferta mediática, adquiere dimensiones que descubren la
pujanza del hipersector de la información y de la comunicación, incluso como
nuevo vector fuerza, significativo en términos macroeconómicos.
Frente al innegable papel de los medios y, en particular, de la televisión en
la formación de la cultura del consumo, esto es, en la estandarización de los
mecanismos de estímulo-respuesta que segmentan la igualdad política del ciudadano en la cualificación diferencial del consumidor según su capacidad de
compra, existe otra dimensión para el análisis. Ésta no es otra que la consideración específica de la televisión como objeto de consumo, como servicio sujeto a las tensiones de la oferta y la demanda.
1. Los activos del consumo de televisión
El consumo de la televisión y las cuotas de audiencia de las emisoras se
han exhibido como activos de las compañías, como valores traducibles en ingresos publicitarios. Y aquí, conviene anticipar ya, se produce una dependencia perversa entre audiencia y contenidos, con la inversión comercial como
argumento de fondo. Las programaciones están supeditadas a su éxito y a los
retornos económicos derivados de la venta de espacios publicitarios a los anunciantes. La televisión, como objeto de consumo, también está sujeta a modas
(por ejemplo: antes fueron los reality show y ahora apuntan los info show...),
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concebidas siempre desde un reduccionismo ideológico del discurso que permite su circulación por el amplio espectro del target generalista; esto es, desde
una economía dialéctica que convierte la narración audiovisual en el aliado o
difusor permanente de ese ya referido pensamiento dominante que propende
a ser único.
La producción audiovisual y el mismo papel de la televisión han suscitado
buena parte de los pensamientos más agrios de las corrientes críticas americanas y europeas. En ocasiones, desde una posición dialéctica que juzga el proceso con claves o pautas propias de una concepción cultural antigua, previa a
la cultura de masas o de la socialización mercantil de la cultura. En otras, desde planteamientos idealistas o ingenuos que exigen o atribuyen al medio potencialidades o funciones sociales distintas a las que le han consolidado como
espacio central del entretenimiento y del ocio2.
Tal vez pueda encontrarse, en la no siempre bien analizada Escuela de
Frankfurt, la base del pensamiento crítico sobre el que han girado posteriormente otros enfoques dialécticos sobre el papel, la función y los efectos de la
televisión y de las industrias culturales en general y de la televisión como instrumento de poder y de control social y político. Incluso como consecuencia de
ese determinismo discursivo ligado al medio que teorizara McLuhan, un instrumento escasamente útil para proyectar las viejas modalidades de la construcción cultural y de las formalidades retóricas del discurso ideológico.
El entretenimiento envolvente como instrumento de cohesión y control
social, como realimentación dialécticamente inocua del ciclo productivo en una
fase en la que se acentúa la simbiosis entre el viejo concepto de proletario y el
de consumidor, una prolongación –como ya señalaron los teóricos de Frankfurt–
de la jornada de trabajo o del sistema operativo del mercado.
Laten en estas apreciaciones sobre la televisión –y en general, en la larga
secuencia analítica que va de la midcult a la cybercult– una relación estrecha
con el consumo mediático y con la formación de la cultura del consumo como
valor estándard de homogeneización o de reducción colonizante de los mecanismos individuales de percepción, estímulo, propensión/compulsión, respuesta, etc.
Hago un paréntesis para una disgresión. La ingeniería genética y la hipotética y poco probable clonación de prototipos humanos han generado comentarios en el campo de la ética sobre los problemas y los efectos de la seriación
de los individuos, tomando como referencia el caso de la oveja británica «Dolly»,
primer calco de un mamífero en laboratorio. Tal vez estas seriaciones tengan
más que ver con aspectos «raciales» que con el desarrollo de los individuos.
Se descuida en las apreciaciones que proyectan la experiencia ovina al redil
de los humanos el valor de la agregación diferencial que proporciona la forma-
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ción, la experiencia, la diversidad de los factores del entorno, esto es, las circunstancias ambientales, que no sólo afectan a la construcción de la personalidad intelectual sino a la misma evolución del soporte biológico. Sin embargo,
los estigmas de la clonación cultural se advierten indiciariamente en la estandarización de los valores de referencia, en el reduccionismo de la pluralidad
ideológica, en el conductismo de la diversidad social hacia estándares donde
la libertad de opción de compra esté sobre el muestrario del ciclo o moda. En
definitiva, a la destilación del pensamiento que se deduce del discurso funcional de los medios generalistas 3.
2. Consumo y asimetría en los medios
Seguramente es en el apartado del consumo mediático, con ser consumo
de ideas, donde el consumidor tiene, paradójicamente, más limitados sus derechos o donde, pese a los guiños seductores de la interactividad, el discurso
es aplastantemente unidireccional.
Los activos de las audiencias, que por algo se llaman habitualmente cuotas de mercado, parecen legitimar las gratificaciones del consumo. Pero audiencia no es sinónimo de gratificación, de satisfacción receptiva, sino simplemente la constatación de un hábito que se traduce en demanda. La limitación
o la repetición de la oferta, más que atender a una diversidad, conduce, al
menos en la actual fase de la televisión generalista –según nos cuentan terminal–, a una especie de monocultura absorbente que, por el alto grado de exposición de los consumidores –la media del consumo en España se sitúa en
torno a las tres horas y media/día–, limita otros usos y consumos en los espacios de ocio.
Durante las dos últimas décadas se ha conocido en Europa un progresivo
transvase de la titularidad y definición del medio televisión desde la esfera
pública a estadios dominados por criterios mercantiles. Los emisores han ganado no sólo en la capacidad mediática derivada de los nuevos usos tecnológicos, sino por los procesos de desregulación que han afianzado su posición
en términos de mercado.
La expansión tecnológica y la desregulación se han producido, además,
sin contrapesos legales, sin políticas informativas y de comunicación que tuviesen en cuenta valores sociales y culturales o la existencia misma, en el proceso de mediación, de otros actores que no fuesen los emisores.
El papel de los mediadores se ha enriquecido con una amplia participación en el proceso de producción final, gracias a la integración automática de
tareas antes reservadas a intervenciones de especialistas, pero, sin embargo,
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se ha reducido en su capacidad creativa y expresiva, de modo que es difícil
discutir hoy que el periodista o el comunicador es –como señala Merrill– un
«funcionario»4 sujeto a las pautas de agenda que describen la filosofía de la
empresa para la cual trabaja.
La audiencia, en la otra orilla del proceso de la comunicación, titular del
derecho a la información, desaparece como sujeto activo del mismo. La vieja
concepción, aún sostenida por las doctrinas idealistas, que asociaba medios
con servicio público o proyectaba el valor de los mensajes como mecanismos
de interacción en la escena participativa de la democracia, se ha volatilizado
en gran parte. La competencia de las grandes cadenas comerciales, sean públicas o privadas, y la condición de éstas como vehículos publicitarios, desnaturaliza el arraigo de los valores cívicos de los medios. Los medios ven cada
vez menos al ciudadano y buscan cada vez más a los consumidores 5.
El gran zoco digital
La televisión basada en la publicidad como fuente de ingresos –prácticamente única en las cadenas de titularidad privada– tiene claras limitaciones de
expansión. En un país como España o en cualquier nación europea, la aparición de nuevos canales significa necesariamente un reparto a la baja de la
cifra de inversión publicitaria y, consiguientemente, un ajuste de los gastos de
explotación, con el consiguiente abaratamiento de los programas. La inversión
publicitaria tiene escasos márgenes de elasticidad y, en términos generales, su
evolución está muy relacionada con los valores del crecimiento económico.
Esta es la razón por la cual los proyectos de expansión de la televisión buscan
deslindarse de la excesiva dependencia de unas fuentes de ingresos limitadas, variables y sujetas a modas.
La batalla digital que se escenifica en esta segunda mitad de los noventa
busca un salto cualitativo del mercado mediático, para convertir la oferta en
servicios medibles y sujetos a peaje. En el marco de la que podríamos calificar
de explotación digital intensiva aparece una nueva modalidad de oferta televisiva. En realidad, la opción de televisión digital que se anuncia consiste en la
conducción de las señales a través de redes, la tematización de los contenidos
y el pago del servicio, todo ello dentro de una nueva gama de consumos registrada por contador de megabytes que diferirá conceptualmente poco del de la
electricidad (kilowatios) o del agua (m3).
Si habitualmente ven en España la televisión 30 millones de personas
mayores de 14 años, con un tiempo medio diario de exposición de 3,5 horas,
se advierte que el consumo medio actual se eleva a más de 100 millones de
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horas/día. Los primeros cálculos estiman una propensión de usos y consumos
que va en una franja ascendente, según servicios prestados, cuyos valores
medios por individuo aparecen en la franja que va de 40 a 125 pesetas diarias
(precio este último de un periódico). Se abre así una nueva fase de los medios,
definidos por sí mismos como servicios sujetos a las pautas de mercado, donde los contenidos dependerán más de ciertas pautas de demanda y no tanto
de la dependencia actual que establece la relación mecánica audiencia-ingresos publicitarios. Late, sin embargo, en la dialéctica desigual que hoy se describe entre la formalización práctica del discurso de la televisión generalista y
las visiones críticas una cuestión central: el papel de los medios públicos subsistentes y su función en la sociedad. Las rápidas transformaciones en el sistema de medios –tecnológicas, empresariales, discursivas, etc.– han arrollado
no sólo al legislador en su capacidad de respuesta normativa, sino también a
los instrumentos de socialización e instrucción, de modo que en la formación
cívica de los consumidores aún se descuidan valores de amparo cognitivo capaces de permitir la autodefensa crítica de las audiencias, esto es, el consumo
responsable de las ideas y de los llamados productos culturales para el tiempo
de ocio. Una cuestión nada baladí, en la que se pone en juego la vigencia y
eficacia de la democracia –delegación, participación y control– como marco de
las relaciones sociales y políticas.
Notas
1
Sobre el nuevo escenario de la comunicación, véase BRETON, P. y PROUL, S. (1991):
L’ explosion de la communication. Le naissance d´ une nouvelle idéologie. París-Motreal,
La Découverte-Boréal. También el texto de BRETON, P. (1992): L’ utopie de la communication. L’ emergence de l’ homme sans interieur. París, La Découverte.
2 Acerca del papel de los medios en nuestra sociedad, véase el libro de SÁNCHEZ NORIEGA, J.L. (1997): Crítica de la seducción mediática. Madrid, Taurus.
3 Algunas ideas sobre el discurso de los nuevos medios en DÍAZ NOSTY: «El mito tecnológico y la sociedad avanzada», en DENIS, E.; DÍAZ NOSTY, B.; NOZICK, R. y SMITH,
A. (1996): La sociedad de la información. Amenazas y oportunidades. Madrid, Universidad Complutense.
4 Merrill, J. y OTROS (1992): Medios de comunicación social. Madrid, Fundación S. Ruipérez;
pág. 67.
5 Sobre el cambio de paradigma, GARCÍA CANCLINI, N. (1995): Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México, Grijalbo.
m Bernardo Díaz Nosty es catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga.
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