4 V I DA E L NORT E - Domingo 15 de Octubre del 2006 PERFILES E HISTORIAS Editora: Rosa Linda González perfi[email protected] El mal de las sombras Daniel de la Fuente E l día del diagnóstico, hace cuatro años, Blanca Alicia llegó a su casa y se miró al espejo. Encontró una mirada triste que nunca antes se había descubierto y se palpó el rostro casi como despidiéndose de él. Yo no sabía qué iba a ser de mí, qué iba a pasar conmigo. Ya me veía con mi cara cambiada, los pedazos cayéndoseme, reconoce hoy y se toma las dos manos al revivir los nervios de aquel día. Cuando escuchó el diagnóstico de lepra se quedó repitiendo por segundos el término que entonces le parecía lejano, ajeno. “Me quedé como pasmada, como queriendo entender el diagnóstico, pero no podía. Yo decía ‘lepra, ¿lepra...?’ y se me hacía algo de la televisión, algo que sólo pasaba en las películas. “Mientras, se me iba abriendo ese hoyo en el piso que le digo, pero sin caer. Estaba como suspendida, muy extraño”, cuenta esta mujer, de cincuenta y tantos años, sentada a lo lejos de su interlocutor, en un sillón de su casa ubicada al norte del área metropolitana. De pronto, afirma, recordó la escena del filme grandilocuente “Ben Hur” en que la madre y la hermana del convertido a creyente son condenadas a vivir en cuevas llenas de enfermos tras haber sido contagiadas de lepra. En ese momento Blanca Alicia se sintió aterrada. Pensó por un momento en no contarlo a su familia, pero luego desistió: debía afrontar lo que viniera. A partir de ahí, dice, fue que empezó a sentir que su vida, la que hasta entonces conocía, comenzaba su trayecto libre e irremediablemente hacia abajo. Hacia lo desconocido. Enfermedad milenaria y estigmatizada, la lepra ha podido ser controlada en México, aunque aún persisten numerosos casos • En Nuevo León se tienen registrados cerca de 62 pacientes con este padecimiento bacteriano crónico de la piel • Como en siglos pasados, los enfermos luchan contra su mal en medio de los prejuicios y el aislamiento. ASÍ LO DIJO Me quedé como pasmada, como queriendo entender el diagnóstico, pero no podía. Yo decía ‘lepra, ¿lepra...?’ y se me hacía algo de la televisión, algo que sólo pasaba en las películas”. Blanca Alicia, paciente con lepra III Luisa Nereyda Cabello I A Blanca Alicia no le ha ido tan mal como a Lydia y Benito, cuyo inmueble al poniente de Monterrey es muy pequeño y modesto, tiene cosas por todas partes y en él se percibe un intenso aroma a podredumbre. Si se le mira bien al hombre, de 75 años, sus ojos casi muertos están puestos en el visitante. Benito no mira, percibe. La lepra, pese a estar controlada, le ha ido comiendo a pedacitos su cuerpo desde 1969. Primero áreas de la cara, luego las manos, hoy parte de las piernas. Benito se yergue con dificultad. Los cabellos son pocos, blancos e hirsutos. La piel, como hojas diminutas del otoño, ha ido cayendo minúsculamente de su cuerpo por sí sola. Entre sus llagas, vive una mudanza eterna. “No soy ni la sombra del que era antes”, cuenta Benito sin gestos en su rostro, en tanto su mujer, mucho más joven que él, nacida en el sur del estado, lo mira afectuosa como seguramente lo ha hecho desde hace 41 años. “Antes estaba robusto, grande. Era camionero”, agrega la esposa y le retira un pedacito de tela humedecida que cubre el dedo medio de su mano izquierda. Para colmo, Benito se lo cortó con un cuchillo. Deberán amputárselo. La tienda que les daba para su manutención la cerraron. Hoy, viven del apoyo de la Secretaría de Desarrollo Social y de la venta de chorizos que alguien de San Luis Potosí les trae a varios para su venta. “A veces vienen los vecinos y nos traen algo de comer, algún apoyo”, cuenta Lydia. “A él lo miran raro, no se quieren acercar, pero no saben. Él les dice que trae problemas de circulación, otras cosas. Nunca que es lepra”. “¡Qué les voy a decir!”, ataja el viejo, triste y le brillan los ojos blanquecinos. Alguna vez intentaron recibir apoyo de Cáritas, pero la institución les pedía boletinar la imagen de Benito para donativos. Desistieron. “Oiga, ¿cómo me van a tomar una foto así como estoy?”, pregunta Benito. “¿Verdad que no se debe, que no es bueno?”. No tienen hijos, así que nadie los apoya de manera permanente. Sin embargo, Lydia dice que así están bien: a lo mejor los hijos no aguantarían atender a un padre con lepra. “Quién sabe, ¿verdad? Quién sabe cómo hubieran reaccionado”, interroga él. Es cierto. Blanca Alicia, la que vio su destino como el de la madre y hermana de Ben Hur, cuenta que cuando le comenzaron a salir manchas en la piel sus hijos, jóvenes aún, le pidieron no juntar su ropa con la de ella, tampoco las toallas. bles, pero lleva tiempo controlarlas y los pacientes deben ser supervisados permanentemente. “De no ser tratada, la lepra afecta primero a los nervios de la cara, las piernas, los brazos”, describe Sergio. “Produce parálisis y las personas pierden sensibilidad al punto de agarrar un fierro al rojo vivo y no sentir dolor”. La insensibilidad es la fase previa a la pérdida de movimiento, lo que lleva al “dedo de predicador” o “mano en garra”, explica Sergio, deformaciones comunes. “Otras características de la lepra lepromatosa es que se pierde el pelo, dado que se alisa la piel. Ya en una etapa más avanzada se cae el párpado y no se pueden cerrar los ojos; salen úlceras en las córneas, por lo que se va perdiendo la vista. El tabique de la nariz se desbarata y se hace como un perfil respingado. Otra deformación es la faz leonina”. Finalmente, la muerte llegaba por problemas renales o infecciones generalizadas. Parte de los medicamentos pueden ser obtenidos de manera gratuita tanto en el IMSS como a bajos precios en hospitales como el Universitario. Sin embargo, para tener acceso a los más costosos, el doctor Juventino creó en 1996 la Sociedad Nuevoleonesa en Acción contra la Lepra (SONALEP), que actualmente dirigen los hijos del médico y en el que se apoya a enfermos con este mal. “Mis hermanas no me vienen a ver, nomás mi esposo es el que me acompaña”, explica Blanca Alicia. “Yo entiendo a mis hijos, ha de ser difícil, pero a veces me duele”. La búsqueda de comprensión llevó a la mujer a confesarle a sus amigas más cercanas el nombre de su padecimiento. Error: todo el tiempo se la pasaban mirándola, evitando un beso o algún saludo, casi ignorándola. “Me alejé mucho tiempo hasta que ellas mismas volvieron a buscarme, pero como quiera siento que me miran, que no me creen que no es contagiosa la enfermedad”. Incluso, vive la discriminación con gente que no conoce. Como su piel se ha tornado moreno rojiza por los medicamentos, algunas mujeres le han preguntado en el súper si sufre de algún padecimiento de la piel. “Me bronceé en la playa”, responde ella. “Chéquese porque ha de tener cáncer”, le dicen. La gente es cruel por naturaleza, expresa. De allí el silencio y la oscuridad en torno a los enfermos de lepra. II Blanca Alicia y Benito son sólo dos de poco más de 60 enfermos de lepra que tiene registrados el área de Prevención y Control de Enfermedades de la Secretaría de Salud estatal. Nuevo León ocupa el cuarto lugar a nivel nacional. En México hay 776 enfermos registrados. Según especialistas, los no identificados pueden llegar al doble o triple. De acuerdo a la Secretaría de Salud, la enfermedad prevalece en Linares y Montemorelos. No hay una razón específica para dicha situación. “También se da en Cerralvo, Los Herrera”, comenta el dermatólogo Sergio González, hijo del pionero en el tratamiento de la lepra en la entidad, Juventino González Benavides, ya fallecido. “Muchos no son ASÍ LO DIJO Con el tiempo todo ha ido cambiando, pero aún hay ignorancia, se siguen haciendo chistes o se habla despectivamente: ‘ay, ese leproso, ese sidoso’”. Sergio González, dermatólogo de Nuevo León, sino de otros estados, que vienen, se tratan y luego se van, de allí que las cifras nunca sean del todo certeras”. Por esto, en 2005 se contabilizaban 250 personas con la enfermedad en Nuevo León. Hay mucha rotación. Además, para Sergio la enfermedad es un termómetro de la so- ciedad, ya que la lepra es asociada por la gente a la pobreza, la nutrición. “Dicen que tienen que pasar dos generaciones donde no haya desnutrición para que la siguiente nazca sin predisposición al padecimiento, sin embargo, tengo pacientes de clase media y alta. La enfermedad no sólo se da entre pobres”. La lepra no es contagiosa en tanto no haya una predisposición genética o se permanezca en contacto estrecho y prolongado con el infectado por la Mycobacterium leprae, un bacilo muy parecido al de la tuberculosis y que ataca piel y nervios. Un hijo de padre con lepra tiene acaso 25 por ciento de posibilidad de heredar el padecimiento. Hay dos tipos de lepra: tuberculoide y lepromatosa. La primera, forma benigna, la sufre Blanca Alicia a través de manchas, en tanto la segunda es la que aqueja desde hace años a Benito y que afecta, además de piel y nervios, a casi todos los órganos. Ambas son cura- En la antigüedad la lepra despertaba una serie de supersticiones, de las cuales muchas aún perviven. En el pasado, no sentir el piquete de un alfiler no era señal de lepra, sino de brujería, por lo que muchos fueron llevados a la hoguera. “Con el tiempo todo ha ido cambiando”, cuenta Sergio, “pero aún hay ignorancia, se siguen haciendo chistes o se habla despectivamente: ‘ay, ese leproso, ese sidoso’, términos despectivos por miedo a ser contagiado, cuando esto no es posible”. En tiempos pasados la entidad y en general el país era tierra de nadie para los enfermos de lepra. Debían aceptar ser confinados en lugares llamados popularmente leprosarios donde morían irremediablemente entre la deformación y el dolor. Aquí en la ciudad hubo uno, a fines del Siglo 19, en la Loma Larga, precisamente donde Monterrey se interconecta con San Pedro. “Se dice que había entre 12 y 14 personas en ese leprosario, pero no hay muchos registros de su actividad”, explica el historiador Héctor Jaime Treviño. “No me parece extraño: tanto aquí como en el resto del país la discriminación contra la gente con enfermedades en la piel es algo muy arraigado y que, por supuesto, no es correcto”. Por su parte, Sergio explica que a su padre le tocó presenciar muchos más casos de discriminación, dado que fue el primer médico en forma en tratar la lepra en la entidad. Incluso, a Juventino se le debe la enseñanza a los futuros médicos para diagnosticarla. “Papá diagnosticaba en la calle. Veía a los enfermos y los paraba para explicarles que necesitaban ayuda. Así, salvó muchas vidas”. Para Juventino, cuenta su hijo, el objetivo era que la gente viera a la lepra como una enfermedad más y no como un castigo, tal como lo afirma la Biblia. “En la Biblia vienen muchas cosas que no son ciertas”, enfatiza el dermatólogo. “Hay que informar correctamente para que estas enfermedades puedan entenderse, porque no es exagerado decir que los enfermos de lepra siguen luchando contra la ignorancia de la sociedad, los prejuicios”. Contra estos prejuicios es que Benito y su esposa, Lydia, han callado. Piensan que, si la colonia llega a enterarse que él sufre el padecimiento, podrían comenzar a responsabilizarlos de todos sus problemas. “No vaya a decir nada por favor, se lo ruego”, pide Benito, severo, pero al momento cambia el tono a la súplica. “He callado muchos años, no quiero que sepan”. Blanca Alicia, en cambio, ha sabido tratar más eficazmente su padecimiento, pero no asimila del todo la discriminación. “A veces me pregunto por qué yo, pero también me pregunto por qué la gente nos desprecia tanto. ¿No ven todo lo que uno sufre cuando cambia el rostro, las facciones, la piel de uno? Yo creo que a final de cuentas no les importa”. Es esa discriminación, más fuerte que la enfermedad, la que les hace seguir cayendo, irremediablemente, hacia las sombras.