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MARTES 15
21’30 h.
Entrada libre (hasta completar aforo)
Salón de actos de la E.T.S. de Ingeniería de Edificación (antigua E.U. de Arquitectura Técnica)
LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO
(1967)
Francia
107 min.
Título Orig.- La mariée était en noir. Director.- François Truffaut. Argumento.- La novela “The
bride wore black” de William Irish. Guión.- François Truffaut y Jean-Louis Richard. Fotografía.Raoul Coutard (Eastmancolor). Montaje.- Claudine Bouché y Yann Dedet. Música.- Bernard
Herrmann. Productor.- Marcel Berbert y Dino de Laurentiis. Producción.- Les Films du Carrosse –
Les Productions Artistes Associés – Dino de Laurentiis Cinematográfica. Intérpretes.- Jeanne
Moreau (Julie Kohler), Claude Rich (Bliss), Jean-Claude Brialy (Corey), Michel Bouquet (Coral),
Michael Lonsdale (Morane), Charles Denner (Fergus), Daniel Boulanger (Delvaux), Serge Rousseau
(el novio), Alexandra Stewart (Melle Becker), Jacques Robiolles (Charlie) v.o.s.e.
Música de sala:
Fascinación (Obsession, 1975) de Brian De Palma
Banda sonora original de Bernard Herrmann
LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO representa en la filmografía de François Truffaut un
auténtico salto cualitativo en un doble sentido: estilístico y temático. Acreditado ya como excelente
narrador en La piel suave y como adaptador habilidoso de obras difíciles en Fahrenheit 451, el
cineasta parisino se enfrentaba de nuevo con un proyecto de no pocas complicaciones. Se trataba de
llevar a la pantalla la novela homónima de William Irish (1940), conocida por su calidad en el círculo
de la Nouvelle Vague. El fondo de la narración original pivotaba sobre un suspense mantenido
prácticamente hasta el final de la obra, donde por fin el lector llegaba a descubrir la verdadera
identidad de la asesina, víctima de un ataque de amor loco.
Truffaut que nunca había ocultado sus predilecciones por la novela negra norteamericana, tan
bien escenificada por la mejor generación de Hollywood, y que adoraba el cine de suspense de su
maestro Hitchcock, intenta ahora la síntesis de ambos elementos desde un punto de vista nuevo y
personal. ¿Cómo lo consigue? Tal vez la primera respuesta a semejante interrogación viene dada por la
misma estructura del guión. Basta una simple ojeada a éste para advertir, dentro de su complicación,
una extraordinaria habilidad. Lo verdaderamente admirable es la soltura narrativa con que Truffaut
sabe narrarlo. No hay momentos muertos sino un suspense cada vez más tenso en que los cuatro
flashback operan como momentos de pausa para lanzarse de nuevo a la búsqueda de un crimen que no
lo ha sido pero que está perfectamente explicado y aun justificado en la espiral obsesiva de la
venganza.
El director sabía perfectamente que, de no querer superar excesivamente el metraje clásico,
contaba escasamente con quince minutos para cada asesinato; que no podía repetir el esquema sin
cansar a los espectadores y que, por lo tanto, necesitaba echar mano de recursos muy variados. Pues
bien, todo eso se consigue con asombrosa espontaneidad, gracias en parte a un minucioso trabajo en
equipo, donde figuran los hoy ya clásicos intérpretes del cine francés. Jeanne Moreau, entonces en la
plenitud de su vida y de su carrera artística, logra una interpretación múltiple, matizada, de amplia
gama dramática en los diversos papeles que adopta: enamorada, amante, institutriz, modelo, criada y
criminal. Lo mismo se diga del resto del reparto, hábilmente escogido para unir a la expresión artística
una resonancia comercial indudable, gracias al múltiple estrellato.
Sin embargo, hay algo más que desborda el aspecto de la pura interpretación. Truffaut muestra
una extraordinaria creatividad en los recursos visuales y auditivos, desplegados a lo largo del rodaje.
Ante todo, habría que reseñar los símbolos, es decir, los signos identificadores y desveladores de la
concentración poética. A pesar de tratarse de una cinta cromática, muy rica en matices, el director de la
fotografía Raoul Coutard sabe integrar el carácter documental y directo, aprendido con los realizadores
de la Nouvelle Vague, con un predominio de la gama blanco-negro que era el más adecuado al clima
sórdido de un asesinato constante. En él aparecen velos, saetas, fusiles, palomas, instrumentos
musicales perfectamente integrados en el conjunto.
A ello hay que añadir el acierto en los temas musicales. Junto a las inevitables marchas
nupciales en las repetidas secuencias de la boda, aparece como constante auditiva el “Concierto para
mandolina” de Antonio Vivaldi, cuya delicadeza contrasta fuertemente con la dureza del argumento
narrativo. En este punto es inequívoco el ejemplo de los films de Alfred Hitchcock que sirven de
modelo al más aventajado de todos sus discípulos en la integración de imagen y sonido.
Sobre estos aspectos de índole más estrictamente cinematográfica, aparece la actitud ética de
Truffaut en el sentido de descripción de conductas humanas, unido a una crítica implacable. Hasta
entonces el joven director francés había partido de un clima existencialista, referido especialmente a la
desintegración familiar. La causa de ella era, aparte de experiencias autobiográficas, una tendencia
negativa en el examen de la pareja y en la dificultad, por no decir imposibilidad, de guardar una
fidelidad prometida. En esta película, sin embargo, se exalta dentro del clima del amor loco, el valor de
una constante que se ha quebrado fulminantemente por intervención ajena. Truffaut en un flashback
inolvidable nos muestra, por una parte, la felicidad de una infancia añorada. David y Julie han
comenzado una amistad infantil que luego se ha ido transformando en un amor único e irrepetible. La
frustración por el accidente fortuito, interpretado equivocadamente como crimen, es la que produce un
vacío total en la protagonista. Este sólo puede llenarse adecuadamente por la eliminación sucesiva de
las personas que han malogrado la felicidad. Evidentemente tal actitud es reprobable desde un punto de
vista ético. Sin embargo, dentro del clima de conductas seculares, que es el que vive el director
francés, el dinamismo de la venganza es perfectamente verosímil y adquiere a lo largo del relato
auténticas resonancias clásicas de la mejor factura. Sin embargo, no estamos en una situación
dramática grecolatina, sino en un momento crítico de la historia del mundo. Tal vez por eso, la película
termina sin auténtica catarsis o purificación estética. En su obsesiva búsqueda de culpables, Julie había
tropezado con Fergus, el artista, del que posiblemente se había sentido atraída, por recordarle a David,
su amigo-novio-marido frustrado. Al traspasarle en segundo intento con la saeta de una Diana
cazadora y luego al enterrarle solemnemente, Julie entierra definitivamente toda su ilusión de vivir. No
quedaba, pues, más que la cárcel, donde se cometería el último de los crímenes. Se trata, pues, de un
cine negro en el mejor sentido de la palabra, reflejado en el título de película y novela y que no evoca
en el espectador ninguna compasión temerosa, donde los clásicos ponían el valor educativo del drama.
LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO es por todo lo dicho, la primera gran cumbre madura del
cine de François Truffaut. No se trata obviamente de un acierto aislado, porque su producción
posterior volvería a acreditarle con nuevas maestrías como el realizador más sólido y constante de su
generación. Sin embargo, es una película muy personal cuyo estilo tal vez no volvería a repetirse y que
ha quedado en la historia del cine como un ejemplo inolvidable de un género difícil y comprometido.
Texto:
Manuel Alcalá, “La novia vestía de negro”, en François Truffaut, cineasta, Mensajero, 1985.
Siempre ha existido un consenso generalizado a considerar LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO
el film fronterizo que se encuentra más imbuido por la sombra de Alfred Hitchcock. Supongo que
aparte de los remarcables paralelismos de estilo existían las coincidencias de la partitura de Bernard
Herrmann y tratarse de una historia del escritor de La ventana indiscreta; tampoco le es ajeno la
edición del libro-entrevista con el autor de Psicosis, editado en 1966 en su versión francesa y un año
más tarde en el mercado de habla inglesa. Obviamente, la adaptación de William Irish es un proyecto
que funciona como miniatura de algunas consideraciones sobre la puesta en escena del director inglés,
pero sería injusto no destacar que pese a tratarse de un film irregular en muchos aspectos, sobre todo
en su parte central, cuando de forma atropellada intenta explicarlo casi todo en la secuencia del
asesinato, hay dentro del mismo suficientes elementos de interés y sobre todo determinados bloques de
secuencias que funcionan independientemente al margen de los errores de guión que contiene la
película. Tanto Truffaut como su coguionista Jean-Louis Richard se toman de entrada una libertad con
el texto que se volverá contra ellos: ambos deciden variar sustancialmente el final de la novela donde
Julie descubría que todas las muertes habían sido inútiles y que el asesino era otro hombre. Pese a que
ello resultaba coherente con el universo del director al que siempre le sedujeron los protagonistas con
obsesiones fijas, el convertir a Julie Kohler en un emblemático “ángel de la muerte”, presentada desde
la primera secuencia con un mimetismo gestual y estético que la dejan reducida a una mera presencia
física. Aunque al film no le interese aclarar cómo descubrió la identidad y las direcciones de las
víctimas sí que adolece de una notable cojera argumental al presentarnos a los personajes masculinos
de una forma tan deslabazada, reflexión que con el paso del tiempo el realizador hizo suya: Creo que
la adaptación del libro hubiera podido ser mejor. Podría haber habido más vínculo entre las figuras
individuales. Se podría haber dispuesto todo de forma más compleja en lugar de dejarlo tan simple.
Los cinco personajes masculinos guardan un desequilibrio explícito entre ellos, con una
presencia que los hace incomprensibles en ocasiones, tal es el caso de Gliss, aunque en contrapartida
su muerte contiene una de las elipsis más afortunadas de la película, como la del velo blanco de Julie
volando por el aire que sigue a la caída al vacío del primer muerto, que podría completarse con ese
plano final donde la muerte de Delvaux nos viene dada únicamente por la banda sonora -planos en la
cárcel con la Moreau llevando el carrito con la comida-. Este desnivel narrativo hace que los atractivos
inherentes a algunos protagonistas se vean reducidos a una simple idea, casi lineal en ocasiones, sólo
desarrollada parcialmente en el caso de Coral, frente a la larga relación con Fergus, el pintor,
antecedente del Bertrand de El amante de amor. Tal vez la mejor parte del film sea la historia con
Morane, el político corrupto, donde se mezclan distintos niveles que enriquecen el relato, con la
intromisión de la hija y un cierto suspense al tomar Julie la personalidad de la maestra. Sobre todo en
la medida que nos anuncia una cierta mutación en los sentimientos de la mujer y que hace cada vez
más difícil la empresa del quíntuple asesinato al entrar en colisión sus ansias de venganza con cierta
afectividad hacia sus víctimas, levemente esbozada en la escena de la confesión.
Texto:
Carlos Balagué, François Truffaut, Ed.Jc, col. Directores de cine, nº 30, 1988
En LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO no sólo están Hitchcock y Cornell Woolrich, sino
también Roland Barthes en lo referente a la cuestión de los disfraces: esto es, el disfraz como cobertura
y expresión de la burguesía. Julie nunca aparece ante sus cinco víctimas con el mismo aspecto sino que
se coloca el disfraz que considera más adecuado para cada una, en correspondencia con la personalidad
de estos y con la máscara (la “persona”) social que han adoptado: para el que alardea de donjuán,
pasea con aire frívolo en traje de noche durante la mañana; para los otros se transforma en una mujer
misteriosa, encarnación de los sueños eróticos de un maduro solterón; en una modelo enigmática que
seduce a un pintor bohemio; en una profesora competente y reconocida para un burgués con
aspiraciones políticas; y en una reclusa para un estafador. Cada uno en su ambiente; cada uno con su
máscara. En todos los casos se trata del disfraz adecuado, una forma de penetrar en el terreno de las
víctimas para, una vez llegado el momento, mostrarles su rostro verdadero: la mujer que va a oficiar de
verdugo. Se respira aire hitchcockiano en el plano de la maleta donde Julie guarda sus ropas y el
dinero que lleva -como la Marion Crane/Janet Leigh de Psicosis; además, el personaje del portero del
inmueble donde habita la primera víctima es una clara referencia al Norman Bates/Anthony Perkins
del mismo film-; en los planos dedicados a Julie al volante de su automóvil; en la panorámica sobre el
cable del teléfono antes de que Julie encierre a otra víctima en la leñera luego de que Truffaut haya
engañado al espectador haciéndole creer que el cuchillo que ha cogido Julie va a ser el arma homicida;
en los cambios de identidad; en la fijación del pintor por el cabello de Julie; en el travelling por el
pasillo de la cárcel cuando Julie se dispone a matar a Delvaux (Daniel Boulanger). El objetivo de
Truffaut, puesto de manifiesto por él mismo, era, sin embargo, hacer un film de amor sin ninguna
escena de amor, si bien LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO resulta a la larga demasiado solar en lo
que respecta a la historia criminal.
Texto:
José María Latorre, “El aliento de Hitchcock” en AA.VV., François Truffaut, el deseo del cine,
col. Nosferatu, nº6, Donostia Kultura, 2010.
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