LA CONDENA DE LAS NACIONES UNIDAS En el transcurso del año 1946 se buscó expulsar a Franco del poder mediante la intervención de las Naciones Unidas, la organización mundial creada para evitar que los problemas internacionales provocaran nuevas guerras. El 17 de abril el delegado de Polonia en la ONU presentó una demanda ante el Consejo de Seguridad denunciando que el régimen franquista «ponía en peligro la paz internacional». Su denuncia se componía de tres puntos: 1) Unos 100 000 milicianos alemanes y franceses de Vichy se hallaban en territorio español, cuya presencia constituía una amenaza de invasión de Francia; 2). Unos 2 000 científicos alemanes trabajaban en España en la producción de nuevas armas modernas y 3) Un llamado doctor Berman von Segerstady, especialista en agua pesada, trabajaba en un proyecto sobre energía nuclear, en un laboratorio situado cerca de Ocaña. Estas acusaciones eran tan burdas, pues estaba al alcance de cualquier misión diplomática foránea que funcionara en Madrid comprobar su grotesca falsedad, que pudo esperarse de la seriedad de la ONU ver rechazada la denuncia polaca. Pero no fue así, la propuesta correspondiente fue discutida y votada en la sesión del 10 de diciembre; hubo empate, que fue seguido por una propuesta belga que pedía la retirada de los embajadores de Madrid sin llegar a la ruptura de relaciones diplomáticas. El Consejo de Seguridad aprobó la propuesta, que fue pasada a la Asamblea General. El 12 de diciembre de 1946 la Asamblea General de las Naciones Unidas votó la resolución recomendando a los países miembros del organismo mundial retirar de Madrid a sus embajadores y ministros plenipotenciarios. Contra Franco votaron 34 países, a favor 6 y se abstuvieron 13. Se escenificó un gran debate internacional que, en resumen, no pasó de ser otra cosa que una condena moral sin efectos prácticos, ya que las misiones diplomáticas extranjeras continuaron funcionando en Madrid, aunque se quedaron sin sus jefes principales. La lectura atenta de los debates que la ONU dedicó al tema franquista constituyó la prueba del gran desconocimiento que en los medios internacionales se tenía acerca del alma popular española. Si los personajes que hablaron en el curso del citado debate hubieran conocido bien la historia de la lucha que el verdadero pueblo español sostuvo contra los franceses de Napoleón y meditado sobre la pintura de Goya, especialmente su serie de grabados Los Desastres de La Guerra, poco hubieran esperado de la votación adversa que obtuvo el régimen franquista. El problema político español no podía tener solución mediante una simple condena moral del gobierno del general Franco. La manifestación que el 9 de diciembre de 1946 tuvo por escenario la madrileña plaza de Oriente fue, además de la respuesta negativa de los españoles, la tajante advertencia de que los foráneos nada tenían que hacer en la dirección de la política nacional. En la jornada del 9 de diciembre influyó, indudablemente, la memoria lejana de los acontecimientos de 1808 cuando se alzaron los madrileños contra los soldados de Napoleón; pero hubo, de manera más ponderante, otros dos factores: en primer lugar, estaba el reciente recuerdo de la guerra civil en la cual, en ambos bandos, lucharon extranjeros que manejaron material bélico moderno que causó enormes daños, como Guernica, Belchite, Brunete; después, aunque parezca una paradoja, los hombres, y mas todavía las mujeres, reconocían que Franco con sus alardes y embustes había mantenido lejos del suelo hispano el vendaval destructor que azotó la mayor parte del mundo a lo largo de cinco años. La gran multitud que movilizó la repulsa del pueblo a la condena de la ONU obró impulsada por un sentimiento difícil de definir, ya que se trataba de una mezcla de orgullo nacional, pues de los foráneos no se aceptaban condenas, se reconocía que Franco había salvado al país de la segunda guerra mundial y se esperaba que las cosas cambiarían para mejorar y jamás se volvería a los tiempos catastróficos que comenzaron en julio de 1936. Aquella excelente nota de fervor popular fue, en parte, estropeada por la apoteosis que montaron los servidores del Caudillo. En la primera sesión que celebraron las Cortes, después del 9 de diciembre, su presidente, Esteban Bilbao, pidió a los procuradores que, como replica a la decisión de las Naciones Unidas contra Franco y su régimen, acordaran que la efigie del Caudillo figurase en las monedas de cinco pesetas orlada con una inscripción que rezara: «Francisco Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios.» Por unanimidad votaron los procuradores la propuesta moción, pues ninguna voz se levantó para pedir que no se mezclara a Dios en los asuntos políticos terrenales, sobre todo cuando el gobernante acababa de recibir una muestra extraordinaria de fervor popular. Si para Franco la condena de las Naciones Unidas se transformó en una apoteosis popular, para Giral y su Gobierno republicano, que tanta intervención tuvieron en lograr que la ONU se ocupara del caso franquista, la decisión de la organización mundial fue su muerte. En marzo de 1947 se asistió al reemplazo de Giral por el socialista Rodolfo Llopis; el nuevo gabinete buscaría realizar el plan de Indalecio Prieto, que consistía en llegar a un entendimiento con los monárquicos a fin de presentar un frente único antifranquista cuando se reuniera nuevamente la ONU. Don Juan de Borbón se había instalado en los primeros días de febrero de 1946 en Estoril con el propósito de estar más cerca de su ambicionado trono; el traslado de Suiza a Portugal lo hizo con escala en Londres, donde fue bien recibido por la corte británica, antes de pisar territorio español. Don Juan persistía en su terminante posición de no entenderse con Franco para negociar su ascensión al trono de su padre Alfonso XIII. Por otra parte, El Pardo había establecido contacto con don Jaime de Borbón, el hermano mayor de don Juan, que renunció a sus derechos a la corona para él y sus descendientes, y estaba en marcha una maniobra para llevar al trono a Alfonso de Borbón, hijo mayor de don Jaime. La mentalidad infantil de éste y sobre todo su carencia de fondos alarmó a la nueva corte de Estoril sobre las posibilidades que tenía de triunfar la mencionada maniobra. Por aquella época era Serrano Suñer frecuente visitador de Lisboa, que realizaba gestiones para lograr la autorización para el funcionamiento de un nuevo centro emisor de radiodifusión. En uno de sus viajes se encontró con Padilla Satrústegui, compañero suyo de Universidad y que actuaba como secretario de don Juan; le propuso visitar, en Estoril, al Pretendiente y aceptó con una condición: «No soy monárquico doctrinario, pero no tengo inconveniente en verle.» El ex ministro de Franco y el hijo de Alfonso XIII se conocieron cuando Serrano viajó a Roma, acompañando a los legionarios italianos que habían combatido en España y regresaban a su país. Fue un encuentro fortuito, pero con el tiempo experimentó simpatía hacia don Juan, por entender que ofrecía una buena salida al régimen autoritario, que él había contribuido tanto a formar y que a causa de la derrota de Berlín y Roma, prácticamente estaba puesto al margen del concierto mundial de naciones. A su manera de ver, don Juan era un hombre abierto, simpático, que escuchaba y entendía las cosas y buscaba crear un régimen abierto, renovador y de participación popular. Entre el Pretendiente y el ex ministro de Franco se estableció una cordial amistad y una prueba de ella se vio en la propuesta de enmienda a la Ley de Sucesión presentada por Serrano y otros procuradores en abril de 1947, que la censura prohibió reproducir, y que hoy puede leerse en las Memorias de Serrano, editadas en 1977. Los contactos de Serrano con la gente de Estoril escandalizaron a los aduladores de la corte de El Pardo y una muestra de la indignación que esta amistad causaba a Franco nos la transmitió el secretario y primo del Caudillo, el siempre ameno Francisco Franco-Salgado, quien pone en boca de su pariente al darle cuenta de un viaje realizado por Serrano a Lisboa, en abril de 1964, estas palabras: «Ramón no tiene allí la menor influencia, pues conocen de sobra sus antecedentes republicanos... Sus antecedentes son de sobra conocidos por don Juan y por toda la opinión nacional.» Los antecedentes republicanos de la familia de Serrano eran conocidos por todos aquellos que se interesaron por el tema: una hermana de su abuelo paterno, Josefa Serrano de Aparicio y Magriñá, se casó con el abogado Estanislao Figueras y Moragas, que fue uno de los presidentes de la I República; el hermano menor de su abuelo, Rafael Serrano y Magriñá, fue diputado por Mataró y virtual brazo derecho de Figueras. Como se ha dicho ya, su padre era ingeniero de caminos y se dedicó a su profesión sin intervenir activamente en política. En su familia, según su propia declaración, se respiraba un ambiente liberal, muy generación del 98, creyente pero nada clerical. Después de pasar revista a estos antecedentes, se hace difícil encontrar un verdadero obstáculo para poder indignarse si Serrano se hizo amigo de don Juan y creyera que la solución monárquica era lo mejor para reemplazar al régimen que él había cofundado en Salamanca, en 1937, y que se había desvirtuado tan profundamente a consecuencia de los avatares de la segunda guerra mundial. En marzo de 1947 se asistió a la implantación de la Doctrina Truman, que significó la intervención directa de los Estados Unidos en los asuntos interiores de las naciones europeas; se trató de un paso importantísimo, ya que Washington se comprometía a defender a los países democráticos de los acosos del comunismo ruso. Grecia fue el motivo de la importante decisión norteamericana. Bevin, ministro ingles del Exterior, informó secretamente a la Casa Blanca que la Gran Bretaña, a partir del 31 de marzo, estaría incapacitada de seguir prestando ayuda a Grecia y Turquía. Truman reaccionó inmediatamente y el 12 de marzo, ante una sesión conjunta del Congreso, solicitó la otorgación de un crédito por 400 millones de dólares para Grecia y Turquía acompañado de la siguiente declaración: «Creo que debe ser la política de los Estados Unidos apoyar a los pueblos libres que resisten los intentos de dominio por minorías armadas o presiones exteriores... Si fallamos en nuestra jefatura, pondremos en peligro la paz del mundo.» Y la «Doctrina Truman» fue seguida pocos meses después por el anuncio del Plan Marshall, que tenía por objetivo reforzar la economía de los países libres de Europa, a fin de poder resistir mejor para proteger su «independencia y sus instituciones democráticas». España no se benefició del Plan Marshall porque su régimen no fue considerado libre y demócrata. No obstante, el nacimiento de la Doctrina Truman sirvió para confirmar a Franco y a su ministro Martín Artajo que únicamente de los hombres de Washington vendría, si se aprovechaban bien las circunstancias, acabar con el aislamiento que pesaba sobre España. Londres, que había tenido que traspasar a Norteamérica su hegemonía sobre Grecia, poco podría hacer para modificar la situación en que se encontraba España. La consolidación del mundo en dos bloques -capitalista-norteamericano y marxistaruso- exigía al régimen franquista una base jurídica a su institución; de hecho, Franco continuaba disfrutando de los poderes provisionales que le otorgaron los generales que protagonizaron el alzamiento, reunidos en Salamanca, en septiembre de 1936. La Ley de Sucesión, enviada a las Cortes en abril de 1947, buscó dar una especie de constitución al país, diez años después de la reunión de Salamanca. En su primer artículo se aceptaba la monarquía. Decía: «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino.» Pero se trataría de un reino sin monarca, pues en el artículo segundo se expresaba: «La jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, Don Francisco Franco Bahamonde.» Lo curioso y raro de esta Ley de Sucesión es que, en lugar de designar el sucesor, se limitaba a especificar cómo se debería nombrar. El artículo sexto daba a Franco el derecho a proponer la persona que había de sucederle, bien como rey o como regente. Si se daba el caso de quedar vacante la jefatura del Estado, sus poderes serían ejercidos por un Consejo de Regencia formado por el presidente de las Cortes, el prelado de mayor dignidad en la Iglesia y el general más antiguo o de más alto graduación. Para escoger al rey, el candidato tendría que ser español, varón, haber cumplido treinta años y ser católico. Finalmente, punto sumamente importante, tendría que jurar defender y respetar las Leyes Fundamentales y los principios del Movimiento. Era claro que los redactores del proyecto de Ley de Sucesión introdujeron tal cantidad de obstáculos para que don Juan de Borbón no pudiera aceptarla, pues en lugar de sentarse en el trono por ser hijo de Alfonso XIII, lo tendría que hacer como sucesor de Francisco Franco. Don Juan contestó indignado, el 7 de abril, con el llamado Manifiesto de Estoril. Al margen de la confirmación de sus derechos hereditarios y divinos a la corona española, don Juan denunció la maniobra que se había emprendido: «Lo que ahora se pretende es pura y simplemente convertir en vitalicia esa dictadura personal.» La pugna entre El Pardo y Estoril subió al rojo vivo: Franco dio orden de secuestrar las propiedades regias que se hallaban en España y se cortó la pensión que la Reina viuda de Alfonso XIII cobraba en Suiza. Por otra parte, la prensa cumplió la orden de lanzar una campaña contra don Juan; como muestra basta leer el primer párrafo de un editorial aparecido en Arriba: "En Estoril, quizá seducido por la tradición casinera, el quinto hijo de Alfonso XIII ha jugado un decisivo "doble o nada", mientras que sus consejeros y secretarios apostaban con fichas prestadas.» Contra un adversario que posee en su mano todos los resortes del poder y del orden público, nada se puede lograr, según lo vio don Juan con su Manifiesto de Lausana y lo confirmó con su nuevo Manifiesto de Estoril. El referéndum se celebró el 6 de julio de 1947 sin ninguna clase de control. En los pueblos fueron muchos los que acudieron a depositar su voto, pues era tarea fácil para los franquistas tomar nota de los que se quedaban en sus casas y la gente temía ser victima de represalias; en cambio, en las ciudades la afluencia fue mucho menor, ya que no había manera humana de establecer cuáles eran los que no votaban. A la vista de cómo funcionaban los colegios electorales, el resultado fue escandaloso: de un censo de 16 187 992 electores habían votado afirmativamente 12 628 983, o sea el 78,01 %. Franco proclamó inmediatamente su satisfacción: «Jamás en nuestra historia hemos tenido un acto más trascendental, sincero y ejemplar.» Esta afirmación fue aceptada como artículo de fe por los partidarios del régimen; a partir del referéndum y sobre la base del 78,01 % afirmativo, los conformistas y los aduladores del Caudillo no se cansaban de repetir: «El pueblo quiere y está con Franco» y, cosa importante, «Hay régimen para muchos años». Esta ola de triunfalismo invadió, naturalmente, la corte de El Pardo, donde doña Carmen Polo sonreía todavía con mayor alegría y satisfacción; sus íntimos oyeron de sus labios expresar varias veces este comentario: «Habrá visto Ramón (Serrano) que estaba equivocado al pedir a Paco en su carta que liquidara el régimen; el pueblo acaba de mostrar que está con nosotros.» Este comentario de su esposa colmó seguramente el contento de Franco, que es probable que recordara aquellos tiempos de Zaragoza en que el cuñado tenía casi categoría de oráculo y doña Carmen se permitía intervenir en el dialogo que sostenían el militar y el abogado con estas palabras: «¡Cállate! Deja que Ramón exponga sus argumentos.» Episodios como el mencionado se dan en muchas familias, pues en la vida de todos siempre figuran los seres que triunfan y los que son vencidos. Los que salieron derrotados del referéndum sobre la Sucesión fueron tanto los monárquicos como los republicanos que buscaban el fin del régimen franquista y la expulsión del Caudillo de su palacio de El Pardo. Indalecio Prieto y José Maria Gil Robles, adversarios irreconciliables durante la existencia de la Segunda República y enfrentados en relación con Franco, por ser uno partidario del régimen republicano y otro directo colaborador del Pretendiente, coincidieron en apreciar de la misma manera el momento político: la necesidad de entendimiento entre las fuerzas antifranquistas para acabar con el Caudillo. Salvador de Madariaga intervino en el acercamiento del ex jefe de la CEDA y del líder socialista; recordaría que durante el mando de Primo de Rivera colaboraron los socialistas con la dictadura hasta el extremo que Largo Caballero aceptó el cargo de consejero de Estado y la organización ugetista funcionó libremente, mientras que los cenetistas fueron puestos fuera de la ley. Las conversaciones entre Prieto y Gil Robles se celebraron en Londres bajo la protección de Ernest Bevin, el sindicalista ingles convertido en jefe del Foreign Office. El 30 de agosto de 1948 firmaron Prieto y Gil Robles, en San Juan de Luz, un pacto especificando el alcance del compromiso que contraían los socialistas y los católicos con miras a la conquista de la democracia en España: la formación de un gobierno imparcial que se encargaría de convocar un plebiscito para que el pueblo decidiera si quería el régimen republicano o se inclinaba por la restauración de la monarquía. El pacto de San Juan de Luz prácticamente nació muerto, ya que cinco días antes, el 25 de agosto de 1948, se habían entrevistado, a bordo del yate Azar y en aguas de San Sebastián, don Juan de Borbón y el general Francisco Franco. Gil Robles ignoró que se preparaba esta reunión, ya que la iniciativa partió del grupo monárquico partidario del entendimiento entre el Pretendiente y el Caudillo. Tres horas estuvieron conversando don Juan y Franco, y por lo que dejaron traslucir uno y otro no se estableció una corriente de simpatía entre ellos, si bien se pusieron de acuerdo para que el príncipe Juan Carlos, el hijo mayor de don Juan y heredero de la dinastía, se trasladara a España para cursar sus estudios en los establecimientos de enseñanza y en las academias militares del país. La cuestión de la restauración quedó pendiente y don Juan continuó fluctuando entre el sector colaboracionista con El Pardo y el antifranquista que actuaba en Estoril. Después de las amplias explicaciones que don Juan tuvo con Gil Robles, éste anotó en su Diario con fecha 5 de septiembre: «Don Juan quedó herido por el orgullo... e indelicadeza de Franco. Éste quedó desagradablemente sorprendido, al ver que el rey no era el señorito tonto e inconsciente que se había figurado. ¡A buena hora deja él llegar al trono a un rey inteligente y decidido! Es decir, que, a mi juicio, la restauración está hoy más lejos que nunca en el ánimo de Franco.» En esta ocasión se cumpliría el pronóstico del fracasado líder cedista. Prieto, en cambio, no tuvo perdón por la mala jugada de San Juan de Luz; tardó algo en dar salida a su malhumor, pero en abril de 1954 escribió en un artículo titulado «Alfonso XIII y su heredero»: «Don Juan no alcanza la talla de su padre. Éste, entre cuyos defectos no figuró el de humillarse, jamás le hubiera pordioseado nada a Franco. Perjuro, si; mendigo, no. Su actitud el 14 de abril, serena y correcta, nada tuvo de mendicante.» Con la perspectiva que ofrecen tres décadas de historia, bien puede concluirse que aquél fue uno de los episodios políticos en que vence el que mejor domina el arte del engaño y la mentira.