EL DÍA QUE TODO SE PUSO AL REVÉS El día que todo se puso al

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EL DÍA QUE TODO SE PUSO AL REVÉS
El día que todo se puso al revés el sol entraba por la ventana como cualquier otro
día, las zapatillas estaban donde las había dejado la noche anterior y nada parecía
distinto a cualquier otra mañana de las 3035 que ya llevaba vividas. Casi todo el
mundo dice que soy una niña despistada, y lo cierto es que cuando abrí los ojos y
conseguí salir de la trampa de sueño y edredón que cada mañana me tiende mi
cama, no me di cuenta de que algo raro estaba ocurriendo.
Después de gruñir un poco, quejarme de mi suerte por tener que despertarme
antes que el propio sol y hacer fuerte a mi vejiga esperando a que Manu (mi noadorado hermano mayor) saliera del baño, entré en la cocina. Mi madre estaba
cantando y por unos segundos me pregunté si era algún truco o estábamos en
uno de esos extraños días en los que se levanta de buen humor. Por si acaso,
instintivamente miré a un lado y otro por si se trataba de una cámara oculta o una
de las típicas bromas de Fredo, el marido de mamá. Pero no, ni rastro de cámaras
o bromas. Definitivamente parecía que mamá estaba contenta por la mañana.
- “Hola, Cuchi-cuchi” - dijo mientras me apretujaba dándome besos de abuela.
“Estoy preparándote un desayuno sabroso para que vayas al cole con energía”.
¿Cuchi-cuchi? ¿Energía? Pensé que aquellas no eran buenas noticias porque
siempre que me decía algo parecido, me tocaba tortura-manzana para
desayunar…¿Qué puede aportar una manzana a la vida de una niña como yo?
Aburrimiento y sólo aburrimiento. Pero para mi sorpresa, mi madre puso encima
de la mesa chocolate caliente, tortitas regadas con nata y caramelo y montañas de
gominolas adornando el plato. ¡Gominolas! Y además insistió en que tenía que
terminármelas todas. Este día raro empezaba a gustarme. Y mucho.
Como para disimular, puse cara de resignación mientras me sentaba en la mesa.
Debía de tener una cara muy extraña, entre el asombro, el gesto fingido de
resignación y la risa que intentaba escaparse entre mis dientes pese a mis
esfuerzos para mantenerla quieta ahí adentro.
-“Creo que podré acostumbrarme a esta forma de despertarme los martes”, pensé.
Pero, como solía ocurrir, mis ingeniosos pensamientos infantiles fueron
interrumpidos sin contemplaciones. Fredo me asustó tanto gritándome que fuera a
ayudarle que ni siquiera se me ocurrió protestar y en dos zancadas me coloqué a
su lado en el salón. Estaba encaramado en una silla haciendo extraños
movimientos para mantener el equilibrio, misión que cada vez parecía más
imposible en la situación en la que estaba: en calcetines, de puntillas en una frágil
silla de plástico y con una caja de herramientas en las manos. Parecía un artista
del Circo del Sol haciendo equilibrismos increíbles. Le imaginé con un traje
ajustado de color azul chillón girando un aro en su cintura mientras trataba de no
caerse. Hay veces que tener imaginación es una gran desventaja y ésta era una
de esas veces, así que me concentré en alejar esa imagen de mi cabeza. Miré
hacia arriba y casi se me sale el corazón. Por unos segundos todo pasó a cámara
lenta, como en las escenas importantes de las películas, mientras veía los dedos
de Fredo separándose de la sierra (sí, esa herramienta con dientes que cortan) y
dejándola caer sobre mí mientras decía, con una especie de voz en Off:
- “¡Cógela Pat!”.
Tuve el tiempo justo de apartarme para evitar que me cayera encima, y, aunque
en mi cabeza todo sucedía muy despacio, yo fui muy muy rápida. Ahora la artista
de circo era yo… Aparté el pie derecho en la última décima de segundo.
Fredo soltó una carcajada mientras bajaba de la silla como si nada y yo aún me
recuperaba del susto. Al parecer le resultaba gracioso haber estado a punto de
hacer papilla de pie de niña. Y no sólo eso, sino que encima me preguntó intrigado
por qué no había cogido la sierra.
-
“¡¿Coger la qué?!”. No podía creer lo que estaba oyendo.
No soy buena disimulando enfado porque cada vez que algo me irrita se me pone
la cara muy roja, entrecierro los ojos y aprieto un poco la mandíbula sin darme
cuenta, así que Fredo cambió de tema y me pidió que me preparara para ir al cole.
Me fui pisando muy fuerte, por si le quedaba alguna duda de que estaba a punto
de hacer explotar toda mi rabia y de que aún conservaba mis dos pies.
Mamá, que parecía no haberse enterado de nada y seguía actuando un poco
como si no fuera ella, entró en el baño a secarse el pelo mientras yo me lavaba los
dientes. Me extrañó verla descalza y con los pies mojados mientras enchufaba el
secador. Siempre nos daba la lata con que teníamos que tener mucho cuidado
con la electricidad y ahora ella se lo saltaba todo, así, de repente, como si se
hubiera quedado con la misma memoria que Bu, nuestro pez naranja que iba de
un lado a otro de la pecera olvidando cada pocos segundos para no darse cuenta
de que estaba dando vueltas siempre en el mismo sitio.
Cuando le recordé lo que siempre me decía, me miró sonriendo y me dijo que no
pasaba nada y que no debía preocuparme tanto por todo o acabaría
convirtiéndome en una niña muy rarita .
Sería divertido poder ver ahora qué cara se me quedó en ese momento, porque
estaba desconcertada y empezaba a pensar que unos alienígenas habían
invadido el cuerpo de toda mi familia y les habían hecho olvidar las cosas que
normalmente hacían y decían. Desde luego, algo muy extraño ocurría en mi casa.
Y de momento lo único bueno era el desayuno que no me habían dejado terminar.
De camino al coche, vi a Manu salir con los cordones sin atar. Esto sí que era de
lo más normal y me alivió un poco ver que, al menos él seguía siendo el mismo
desastre. Nunca pensé que pudiera llegar a decir esto, pero verle igual que
siempre y tal como era, me hizo sentirme un poco mejor.
El caso es que mientras bajaba las escaleras, metía un cuaderno en la mochila y
se ponía el abrigo, se pisó un cordón con el otro pie y salió rodando por las últimas
escaleras del portal mientras mamá soltaba enormes carcajadas que le hicieron
llorar de risa. Manu no se había hecho daño pero, así todo, yo no conseguía
entender qué parte de la caída le resultaba tan graciosa. Me había dado un susto
de muerte. Para mi sorpresa, también Manu se echó a reír, y los dos me criticaron
por ser tan sosa y quedarme “con esa cara tan seria” en vez de reírme como ellos.
¡Ufff!, puedo prometer y prometo que empezaba a tener muchas ganas de llegar al
cole y esto…bueno, reconozco que no siempre me ocurre. Pero necesitaba
contarle todo a Claudia y Adri, mis mejores amigos, y ver si podían ayudarme a
buscar una solución porque el día empezaba a ser una especie de sueño muy
extraño pero muy real porque no conseguía despertarme pese a los pellizcos de
monja que me estaba dando en el brazo.
Ya en el coche, le dije a mamá que no podía atarme el cinturón de seguridad
(siempre se pone tan pesada con eso que no quería tener más problemas por
hoy), pero ésta no hizo ningún caso y arrancó. Ella tampoco se lo ató y Manu se
sentó delante, sin cinturón y con las piernas en el salpicadero. Mamá puso la
música muy alta, como yo siempre le pedía (y nunca conseguía, por cierto) y
condujo un poco más rápido de lo normal mientras movía la cabeza al ritmo de la
música, sin parar en los pasos de cebra y acelerando cuando se ponía naranja el
semáforo para pasar antes de que se convirtiera en rojo.
Ya nada me extrañaba demasiado, sólo quería llegar al colegio y hacer como si
nada de esto hubiera ocurrido, esperando que al volver a casa, todo hubiera vuelto
a la normalidad (sí, el viejo truco de “si cierro fuerte los ojos y no miro algo, no
existe”. Sé que es infantil, pero al fin y al cabo, tengo ocho años y creo que aún
puedo permitírmelo a veces). Conseguí atarme yo sola el cinturón sin que se
dieran cuenta, porque pensaba que si me veían, se burlarían de mí.
A esa velocidad, llegamos al cole rápidamente. Me di prisa para alejarme del
coche lo antes posible y Agustín, el jefe de estudios a quien su nombre no le pega
porque siempre está malhumorado, me pilló corriendo por los pasillos. Frené en
seco. Agustín es el Señor Supremo del No-Se-Corre-En-Los-Pasillos, así que me
preparé para una gran bronca. Y…nada. ¡Nada!. Simplemente me dedicó un gesto
cariñoso revolviéndome el pelo y se alejó, echando a correr a toda velocidad y
derrapando al llegar a las esquinas para girar.
Esto ya era demasiado para mí. No podía creer que esta epidemia de extrema
rareza hubiera llegado también al colegio. Pero así era y en clase las cosas no
fueron mucho mejor. La profe nos mandó subirnos de pie en las sillas para
asomarnos a las ventanas abiertas “y respirar aire fresco”, en el recreo nos dio
permiso para jugar a combates de palos y levantó la orden de alejamiento del
canalón oxidado de la esquina del patio que siempre estaba prohibido, nos animó
a jugar con agua en el baño aunque el suelo se estaba convirtiendo en una
especie de pista de patinaje e incluso le pidió a Claudia que cogiera el diccionario
gordo y, como no llegaba, le pidió que trepara por la estantería para alcanzarlo.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Noté cómo el corazón empezaba a latir más
y más rápido, casi no podía respirar y sólo tuve fuerzas para gritar un ¡NO! tan
fuerte que debió escucharse en todos los rincones del Universo. El mundo entero
se quedó congelado mirándome y, de repente, todo se volvió blanco dentro de mi
cabeza.
Cuando desperté, mi madre estaba a mi lado. Me contó que había perdido el
conocimiento y me habían llevado al hospital. Tenía mucha fiebre y decía algunas
cosas sin sentido que no habían podido entender bien. Yo no recuerdo nada de
eso, sólo lo que he contado.
No reconoceré jamás que me gusta escuchar las charlas de los mayores, pero
después de esta historia tan rara que viví, tengo que confesar en voz muy bajita
para que no me oigan, que les entiendo un poco más.
Por mi parte, no puedo decir qué ocurrió. Algunas veces pienso que aquel día
todas las cosas se dieron la vuelta de repente y, sin saber muy bien cómo ni por
qué, mi madre, Fredo y los demás mayores, se convirtieron en niños grandes
jugando a no darse cuenta de los peligros.
Yo me llevé más de un susto aquel día, pero también descubrí un gran secreto
que hasta ahora no había podido desvelar porque siempre había adultos alrededor
encargándose de repetirme las cosas y no dejándome darme cuenta por mí
misma. Puede que algún día os ocurra a vosotros y podáis descubrirlo también. O
puede que tal vez ya lo hayáis hecho…
FIRMADO: Quetequé
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