DEJEMOS EL PESIMISMO PARA TIEMPOS MEJORES

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La ternura de los miopes y los yonquis más
acabados
Tal vez Picasso estuviese en lo cierto: ÿEl que guarda un
elogio, se queda con algo ajenoŸ. Y tal vez no se pueda
estar en París, ser joven y completamente desesperado en
esta ciudad, ajeno a la presencia real, ineludible, de Pablo
Picasso, pese a los muchos años que lleva muerto. Picasso
fue Picasso porque pintaba las cosas según las pensaba, no
como las veía. Elsa y yo, sin embargo, llevamos algunos
meses viviendo una realidad marmórea, pobre. No hay más
que vernos: feos, gafas de pasta, jerséis holgados de lana,
huéspedes en París para algo en desuso, ser más jóvenes y
desesperados que nunca. Tras mantener relaciones sexuales
solemos mirarnos fijamente, en posesión de esta ternura o
mirada desvalida de los miopes para con todo, mirándonos
y hablando veladamente, como si fuesen otros los que hablasen, distraídos de nuestros cuerpos, bocas con olor a sueño y tabaco negro, falsamente intelectuales, evitando confesar en alto que ya no nos gusta lo que acabamos de hacer,
que tal vez no seguimos enamorados y nuestros cuerpos se
repelen o se resienten de todo ello. Que probablemente seamos otros.
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Ella habla mordiéndose las uñas, yo busco algún tipo
de sustento emocional en los cuadros de mi pijama. Elsa
repite frases de Picasso con voz nasal, acatarrada, en mitad
de este cuchitril (un trastero, en sus orígenes) con forma de
plátano.
·La calidad de un artista depende de la cantidad de
pasado que lleve consigo...
·La tranquilidad de un ser humano ·intervengo
yo· depende de la cantidad de pasado que pueda llegar a
soportar⁄
Ella se acerca al fregadero, o a lo que viene a ser el fregadero, una esquina más del triste zaquizamí, llena con sus
manos temblorosas una inmensa jarra de agua, quiere hacer café. Evito dirigir la vista a las esquinas: dicciones del
piélago en penumbra, cuchillería espantosa del frío, puño
o puñal de nieve en lunación. Hay algo muerto, arácnido,
entre nosotros: algo que después de hacer el amor se nota y
se teme más que nunca. Somos dos miopes feísimos incapaces de intercambiar el mínimo elogio. Observo que en el
tablón de anuncios (casi cuadro principal de este habitáculo
multidisciplinar: cocina, salón, dormitorio, etcétera) hay un
papelito con el teléfono de un chico dentro de un inmenso
corazón rojo, justo debajo de una foto de Djuna Barnes clavada con más chinchetas de la cuenta. El nombre del chico
me hace gracia: Guillaume. Vuelvo a concentrarme en los
cuadros de mi pijama, pero hablo como si quisiera vengarme:
·œGuardas todos tus elogios para él?
Elsa no contesta, mira el discurrir monótono de la
cafetera, ese plof-plof plomizo, devastador. Tal vez llega
un momento en que el amor se hace como costumbre, se
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folla por rutina, algo similar a lavarse los dientes o sacar el
perrito a pasear a la hora convenida. Y tal vez los hechos,
la conducta, sean el último lugar donde el ácrata y el
enamorado se venguen, la sed del intelectual y del fanático
por los hechos, por su resplandor. ÿEl azar tiene su pequeña
justiciaŸ, he leído en una novelita titulada El rock de la calle
Feria y publicada por Algaida. Decido no guardarme ningún
elogio para Guillaume, servirme del azar como narcótico,
soportar en este instante la menor cantidad de pasado que sea
capaz en el menor tiempo posible, mandamiento único de
todo artista verdaderamente deshumanizado que se precie.
Hablo ajeno a mi propia voz, a mi mucho odio contenido:
·–Ojos como los de Guillaume no parpadean todos
los días!
La jarra del café, ahora entre sus manos, se cae de
golpe. Comenzamos a ser dos miopes en ajuste de cuentas,
vengándose, vagabundos en una habitación no demasiado
grande, París al fondo como madre, niebla o pleonasmo.
Elsa se quita las gafas, aparta con el pie los cristales rotos, ni
habla ni parpadea. Soy yo el que echa nueva leña al fuego:
·Jamás pensé que pudieras mirarme así...
Elsa sonríe, vuelve a morderse las uñas. Suspira al modo
en que lo hacen los náufragos, cansados del mismo mar, sin
posibilidad de escapatoria. El clima, aquí dentro, tiene algo
de joya retenida al respirar, incendio del aire ardiendo en
algún poema de T.S. Eliot, cata de oxígeno acorralado. Elsa
tiene más cuadros que mi pijama en su semblante y se dirige a mí despacio, solemne, saboreando las emociones como
caramelos en el paladar antes de verbalizarlas.
·Nuestro pasado en común comienza a impedirnos
avanzar. Guillaume es maravilloso, lo mejor que me ha pa-
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sado en mucho tiempo. Una ducha de agua fría. œCuánto
tiempo llevamos sin escribir? No me acuerdo. Tú no has
escrito nada en dos años completos. Quiero que dejemos
de vivir juntos para convertirme en una perfecta máquina
soltera y enamorada. Mi pasado me es ajeno, Gabriel.
La pelliza de piel sobre el pijama no me protege del frío
de París a las cuatro de la madrugada por una de sus calles
más empinadas, tenebrosas. Camino a paso de atleta, eso
sí, porque soy el hombre de las suelas de viento, alguien
sin viso alguno de pasado, cordura, obra, casa, esposa, ágil
más allá de todo lastre. Me doy cuenta de la cantidad ínfima,
pequeñísima, de pasado que puedo llegar a soportar. Percibo
que ya no soy el miope que siempre he sido. Cuento las muchas mañanas que llevo duchándome, en lugar de bañarme,
estancado en ese remanso de agua que es corsé, fósil, ataúd.
Ella necesita una ducha de agua fría, ha dicho. Ella aparta
con el pie los cristales rotos del suelo, cuando se le cae algo,
sin agacharse a recogerlo, lo que no hizo jamás.
Dos yonquis, a pocos pasos, discuten sobre quién de
los dos tiene la nariz más grande. Explican que el tamaño
de la nariz va en sintonía con el de la polla. A mí la palabra polla me parece tierna en este momento, y así la repito
tres veces, casi como hechicería o soliloquio desquiciado:
polla, polla, polla. Pasan unos segundos, comienzan a pelearse, empujones interrumpidos por algún puñetazo en la
cara, soy yo quien los separa haciendo uso de una falsa
clarividencia, la seguridad espantosa de aquel que sólo tiene palabras que entregar y, además, a estas horas, va en
pijama.
·Nariz y polla nunca son del mismo tamaño, oye. Algo
así como el presente y el amor... Como el falso presente de
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los enamorados, no sé si me entendéis, que siempre viven
en otro tiempo, en otra época muy diferente...
La ternura de los yonquis más decrépitos al mirar, más
acabados, es muy similar a aquellos otros que se han pasado
una vida entera leyendo, soñando, en conflicto permanente
con la realidad. Se dirige a mí el más bajito, dándole vueltas
a unas extrañas bolas en un collar gigantesco para su cuello
diminuto.
·No es que me parezcas raro, tronco, es que tengo
un pijama igualito al tuyo. Me sorprende mucho ver mi pijama bajo tu chupa. Y el problema del pasado o del amor
es que no lo ves, nunca lo ves, no se ve con los ojos. La heroína o la farlopa forman parte de una realidad muy parecida... œTambién eres español? Nosotros de un pueblecito
de La Rioja, llamado Medrano. œLo conoces?
Río en francés, lo único que sé hacer en este idioma,
bajo las farolas de un Barrio Latino que ya fenecen, y dos
tipos que me observan traspasándome con lo acerado de su
atención, con lo limpio del azogue de sus miradas en mitad
de toda la suciedad posible. Apenas susurro, entre risotadas
varias, algo que sólo he comprendido en último instante.
·Picasso pintaba las cosas como las pensaba, porque
tenía amor para rato. Un escritor o poeta miope, mi propio
caso, se debe a otros desbarajustes... Gracias por habérmelo
recordado.
Escapan de mi risa y de mi presencia bajo su pesadumbre de sombras ambulantes, drogodependientes en conflicto
telepático por la ciudad, interrogantes de sí mismos junto a
cubos de basura mugrientos. Incluso yo me asusto, en una
espiral de miedo, niebla y escalofrío. Jamás he llegado a
reírme de este modo. Digo para mí lo que el genio español,
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Pablo Picasso, podría haber dicho en algún momento de sus
soledades más confusas. No tengo a mi alrededor quien me
escuche, tampoco lo necesito. Puedo soportar todo mi pasado de un sólo trago, porque es mi presente quien vive en
completo desahucio. Hablo, sin evitar llorar:
·Reírse de este modo es no guardar el mínimo elogio
para con uno mismo. Llorar así es saber que los elogios, si
son del tamaño exacto de nuestros seres más queridos, pueden ser robados con total impunidad.
Carraspeo, escupo, me limpio las lágrimas con las dos
manos. Hablo como si me ahogase:
·No es idéntica la ternura de quien mira para comprender, a la de quien compite por el sentido de tal o cual
palabra.
Camino, entristecido, dándole vueltas a la palabra polla.
No creo que sean mejores unas palabras que otras, no veo
otro camino que el que se opone al recuerdo.
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