muerte y pecado. significado de la conexion entre

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FRIEDRICH BEISSER
MUERTE Y PECADO. SIGNIFICADO DE LA
CONEXION ENTRE PECADO Y MUERTE PARA
UNA TEOLOGIA DE LA MUERTE
En el presente artículo el autor no trata de profundizar en la «muerte» o en el
«pecado», sino sólo en el tema de su mutua relación; tema por otro lado que
tradicionalmente ha marcado la reflexión ideológica sobre la muerte.
Tod und Sünde. Zur Bedeutung des Zusammenhangs zwischen Sünde und Tod für eine
Theologie des Todes, Kerygma und Dogma, 24 (1978) 1-17
I. EL ANTIGUO TESTAMENTO
La evidencia de la muerte y el Dios de la vida
Cuanto el AT alude a la muerte, de ordinario no deja traslucir una referencia al pecado,
sino que parece considerarla como algo inherente a la existencia humana. El hombre es
polvo, barro, hierba; es caduco y perecedero.
La exégesis reciente trata de subrayar esa connaturalidad de la muerte. Cuando se dice
de los patriarcas que fallecieron "colmados de ancianidad", ¿no parece significar esto
que puede e incluso debe haber una muerte casi deseada, una muerte a su tiempo?
Cierto que la larga vida es un don preciado a los ojos del AT. Pero ¿puede por ello
equipararse ya muerte tardía a muerte buena? Las breves referencias de nuestros textos
no permiten concluir qué percepción había de la muerte. ¿Acaso la muerte humana pudo
convertirse alguna vez en una mera evidencia? Incluso cuando el individuo inserta por
entero su vida en la colectividad y puede por tanto encontrar consuelo en la persistencia
de su pueblo o de su clan, queda en pie la pregunta de si con ello se le quita a la muerte
toda su crueldad. En todo caso, la mentalidad veterotestamentaria concede un valor
inestimable a la vida.
El propio Dios es un Dios de la vida. Cuando Jesús dice que "Dios es un Dios de vivos,
y no de muertos" (Mc 12,27 par), aunque vaya más allá de los viejos textos en lo
concerniente a una pervivencia tras la muerte, sin embargo, por lo que respecta a Dios,
formula una convicción fundamental de la Biblia. El propio Dios está vivo, libre de la
asechanza de la muerte, tajantemente separado de ella; tan separado que surge la
pregunta de si no s e le escapan los muertos. Ni siquiera hay rastro en Israel de la
enorme fascinación que el culto a los muertos ejercía en los pueblos vecinos.
El Dios de la vida no la atesora para sí, sino que la concede también al hombre, al crear
y mantener y proteger y bendecir. Esto ha de producir una tensión entre Dios y la
muerte. En muchos textos se trasluce la tensión entre Dios y el sufrimiento humano: la
queja por el dolor se eleva a Dios, pues precisamente su agarradero, su respaldo legal
está en que Dios es un Dios de la vida.
Algunos textos tardíos del AT introducen la idea de una pervivencia tras la muerte. Es
de suponer que tales concepciones se desarrollaron al contacto con obras religiones, por
Ej. de Persia. Pero no basta explicarlo como asunción de algo extraño, precisamente en
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una época en que la fe judía había llegado a la plena conciencia de su exclusividad. Solo
se puede admitir ese influjo porque lo nuevo se adecuaba perfectamente a la vivencia de
la propia fe. Pues si Dios es Dios de la vida y si otorga esa vida también al hombre,
¿cómo puede ocurrir que los hombres llegados a la vida al cabo de un tiempo vuelvan a
salir de ella?
Muerte y pecado
Hasta ahora no nos hemos topado con una vinculación de la muerte con el pecado, que
parece verificada únicamente en la protohistoria (Gen 2 y 3). Se discute la interpretación
de los dos pasajes "Pero del árbol de conocer el bien y el mal no comas; porque el día en
que comas de él, tendrás que morir" (Gen 2,17); "con sudor de tu frente comerás el pan,
hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; pues eres polvo y al polvo
volverás" (3,19). Según esto, ¿es introducida la muerte como castigo del pecado, o se
presupone ya al hombre como mortal? ¿o quizá una posibilidad abierta acaso el hombre
podría ser sustraído a la muerte y vivir con Dios- se convierte en una certeza negativa?
El primer texto no dice "te volverás mortal", sino "tendrás que morir": la trasgresión del
precepto reclama (de suyo) la inmediata muerte del desobediente. La muerte es el
castigo inmediato y necesario de la desobediencia. (Por eso diversos intérpretes admiten
que aquí se presupone ya la muerte, siendo tan sólo intimada como castigo).
Indudablemente en 2,17 se pone de relieve la gravedad de la trasgresión del hombre,
pero los intérpretes se preguntan si con ello se afirma ya la conexión entre pecado y
muerte, si la existencia de la muerte se remite al pecado original.
Este modo de vincular pecado y muerte es un ejemplo de ningún modo aislado en el
A.T. de una forma de pensar, que la exégesis reciente llama "conexión actoconsecuencia". Necesariamente a la obra buena le sigue la bendición y, sobre todo, al
crimen la desgracia y el castigo. Así es como el pueblo judío encuentra explicación a su
gran catástrofe histórica, la caída de Jerusalén; pero también así se puede afrontar e
interpretar cualquier sufrimiento.
Es demasiado simplista declarar mágicas tales concepciones. Sin duda fueron útiles,
pero su auténtico meollo estaría en que sólo así puede mantenerse y garantizarse la
justicia del orden universal. Se trata de una convicción fundamental; su aplicación al
caso aislado llevó a preguntas tan angustiosas como la del "sufrimiento del justo". Para
el AT es indiscutible que Dios premia el bien y castiga el mal.
Es cierto que los pasajes del Génesis apuntan directamente al pecado; la muerte aparece
como su lógica y terrible consecuencia. Según Gen 3, la muerte es de hecho el resultado
de la desobediencia humana, sentenciado por Dios. Pero ¿se puede invertir la sucesión
pecado-muerte, para derivar la muerte del pecado? La circunstancia de que muramos,
¿hay que fundamentarla con la irrupción del pecado?
Es instructiva la comparación con el sufrimiento. En virtud de la conexión actoconsecuencia, el sufrimiento se ha de entender y admitir siempre como juicio. Pero
¿existe sólo por eso? ¿No se da ya en un principio? Gen 3 parece presuponer ese "darse"
del sufrimiento y la muerte. Sin embargo al menos las fatigas humanas proceden
claramente de un castigo de Dios: ¿no pasa lo mismo con la muerte? La muerte aparece
así como connatural a nosotros, pero al mismo tiempo hemos de atribuir su existencia -
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no sólo su penosidad- a nosotros y nuestro pecado. Hasta aquí la prehistoria. A medida
que luego se tomó conciencia de que somos pecadores, hubo de quedar claro que el
origen de la muerte está en el pecado original, que es castigo por nuestro alejamiento de
Dios. Pero con ello hemos pasado ya al NT.
El problema de la muerte
El poder explicar la muerte por su vinculación al pecado, no significa que disminuya su
horror. La muerte es el castigo por excelencia precisamente por ser el mal por
excelencia. Esta situación no la produce el pecado, ni tampoco queda aminorada por su
vinculación al pecado; al contrario, esta vinc ulación imposibilita definitivamente el
considerar la muerte como una mera circunstancia natural. Si sólo fuese eso, no habría
problema alguno. Pero si Dios es el Dios de la vida, la muerte se vuelve problema de
raíz. ¿Cómo resolverlo?
Nos hemos de mover aquí en un terreno de pura especulación, pues es patente que el
AT, que tanto lucha por resolver el problema del sufrimiento, no afronta el problema de
la muerte; tan inevitable parece el morir.
Siguiendo la mentalidad de la obra histórica deuteronomista, podría sugerirse la
siguiente solución: Dios es ciertamente el señor de la vida; si a pesar de ello el hombre
muere y la muerte predomina, es porque el hombre ha abusado de su libertad,
trastocando la vida y cayendo en la muerte. ¿Quedaría resuelto el problema con ello?
¿No habría conseguido entonces el pecado humano desbaratar la obra y el propósito de
Dios?
En el AT el sufrimiento es así sobre todo un problema teológico, un problema de Dios.
No se cuestiona el que el pecado provoque un castigo; ni siquiera se cuestiona el
sufrimiento humano como tal. La cuestión es más bien cómo Dios puede permitir que el
justo sufra, que no le alcancen sus bendiciones. Por eso es Dios también la instancia
ante la que se recurre.
¿Solución? No consiste de ordinario en que nos acostumbremos al sufrimiento, en que
aprendamos a dominarlo, sino propiamente sólo en que cese realmente el sufrimiento.
Obsérvese cómo en el libro de Job la solución sucede en dos pasos : todo queda
decidido por la entrada en escena del propio Dios; en él se quiebran todas las
pretensiones humanas, en él queda en suspenso la conexión acto-consecuencia. Pero
entonces, a partir de esa manifestación de Dios, sucede también que quedan satisfechas,
y en abundancia, las reclamaciones justas de Job. El núcleo de la solución sería, por
tanto, una manifestación de Dios, de solo Dios, y en consecuencia un total abandono del
hombre y sus pretensiones. Pero precisamente desde esta dejación acontece la real
salvación de Job, la restitución de todas sus pérdidas.
¿No valdría algo similar para solucionar el problema de la muerte? Con estas
consideraciones nos movemos en los límites del AT. Hay que eliminar, no sólo dominar
el sufrimiento. Y aquí están las auténticas dificultades del libro de Job, incluso de su
conclusió n. ¿Dónde sucede en la realidad histórica la reparación superabundante de los
padecimientos? En este punto el AT permanece abierto, si no es que impulsa a la
plenitud atestiguada en el NT.
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II. EL NUEVO TESTAMENTO
La superación de la muerte
Ante el hecho de que nadie puede sustraerse al poder de la muerte, resuena como
increíble la convicción del NT: propiamente los cristianos no deberían ya morir. En
diversos pasajes paulinos se trasluce la conmoción producida por el fallecimiento de
creyentes, pues la muerte para los cristianos no es ya algo evidente y connatural. Al
contrario: propiamente no debería darse ya, pues los cristianos pertenecen a Cristo
resucitado.
¿Qué significa entonces "resucitar", qué significa "morir"? Cierto que ambos son para el
NT esencialmente poderes y acontecimientos espirituales, pero no es menos cierto que
no pueden ni deben desvincularse de la realidad corporal y visible. Como ponen de
relieve los relatos del sepulcro vacío, resucitar significa también superar la muerte
corpórea.
El punto decisivo está, pues, en la resurrección de Jesucristo. La expectativa de Jesús,
dirigida al reinado de Dios, a la venida de la soberanía de Dios, hubo de llamar la
atención sobre lo que iba a suceder. Y lo que sucedió fue la ejecución de Jesús, o bien
las apariciones del Resucitado. Ello plantea una disyuntiva: ¿Había sido engañosa la
predicación de Jesús, o más bien había alcanzado así su cumplimiento? Esta es al menos
la fe de los cristianos. Y de aquí la cuestión fundamental que preocupa a todo el NT:
hasta qué punto está ya todo decidido y hasta qué punto no. Cierto que , con su venida
llegó el reinado de Dios, pero en principio de modo oculto. Aún está pendiente la venida
visible, el retorno de Cristo para juzgar y salvar. Y así de la cristología surge la
escatología, y de ambas la eclesiología y la ética neotestamentarias, puesto que el
reinado futuro iniciado en Cristo se incrusta en nuestro mundo a través de la Iglesia y
acontece en la actuación de los cristianos.
Pecado, muerte y resurrección
Nuestro tema es la conexión de la muerte con el pecado. Pero la resurrección constituye
el triunfo sobre la muerte, la irrupción de la vida nueva que aniquilará toda muerte,
incluso la corporal. Y la cruz de Jesucristo se entiende como el lugar del juicio de Dios,
y el Crucificado como la víctima que nos ha obtenido el perdón de los pecados. ¿Existe
vinculación entre ambas, entre la cruz y la resurrección así entendidas?
Hemos de recurrir de nuevo a esa estructura más general de la conexión actoconsecuencia, una manera de pensar que sigue estando en vigor en el NT. En el relato
del accidente de Siloé (Lc 13,1ss), Jesús no elimina esa conexión, sino que la convierte
en argumento de que todos tienen que hacer penitencia: como todos son pecadores, a
todos les amenaza la muerte. También la curación del paralítico (Mc 2,1 ss) presupone
esa conexión: el que puede sanar, puede perdonar. Pero la más honda confrontación con
este tema en los evangelios aparece en Jn 9. Cierto que el recelo de los discípulos.
("¿Quié n tuvo la culpa de que naciera ciego, él o sus padres?") queda rechazado: "Ni él
ni sus padres; está ciego para que se manifiesten en él las obras de Dios". Pero esto
quiere decir que ha de patentizarse que Jesús es la luz del mundo. Y por esto es por lo
que Jesús le hace ver. Los adversarios prefieren aferrarse a la conexión acto-
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consecuencia: en él se decide si nosotros vamos a ver. Hay una cierta similitud con el
libro de Job: la manifestación de Dios mismo deja en suspenso la cadena consecutiva;
pero a partir de esta compleja reducción a él, vuelve a realizarse la auténtica salvación.
La conexión entre pecado y muerte es un tema explícito de Pablo (Rm 5-8; 1 Cor 15).
El perdón de los pecados y la justificación por la fe tienen y deben tener como
consecue ncia, aunque de momento oculta, la resurrección y la vida nueva. Pablo lo
afirma claramente: el perdón de los pecados efectúa nuestra resurrección. ¿Puede
decirse entonces que la cruz de Cristo constituye el presupuesto objetivo de su
resurrección? Una tal afirmación no se encuentra directamente en el NT: la crucifixión y
la resurrección se experimentaron inicialmente como sucesos reales, no como
expresiones de un principio teológico. Sin embargo, ciertamente no constituyen dos
obras salvíficas independientes, sino sólo las dos caras del mismo acto salvador.
En todo caso, por lo que a nosotros respecta, no sólo es cierto que por Cristo se nos ha
quitado el pecado y se nos ha liberado de la muerte, sino que así como nuestro pecado
nos ha sometido a la muerte, así el perdón de los pecados nos ha liberado de ella. Es
decir: la derrota del pecado es también victoria sobre la muerte.
Queda así sugerida la solución del problema de la muerte para el cristiano. La base es la
fe en el Dios que ha llegado: Cristo. Esa fe recibe el perdón de los pecados y con ella la
fuerza del Espíritu Santo, es decir, la participación en la nueva realidad de la
resurrección. Los cristianos esperan y aguardan el cumplimiento definitivo de esa nueva
creación, que terminará con el dolor y la muerte. Ahora los cristianos, sostenidos por la
fe en Jesucristo, viven llevados por el espíritu del amor; ahí se reconocen ya al margen y
por encima de la muerte.
¿Sirve entonces la fe cristiana para entender mejor la muerte o se propone eliminarla
realmente? Tanto la fe en Cristo resucitado, como la esperanza cristiana en una futura
supresión de la muerte, como el amor que anticipa lo que un día no se verá estorbado ya
por el sufrir y el morir, apuntan a un final de la muerte. Pues Dios va a completar su
obra, el Dios de la vida impone la vida.
Sólo partiendo de aquí, y como algo derivado, puede decirse también que la fe cristiana
sirve entretanto para superar mejor la muerte que seguimos padeciendo. Si estamos
libres de pecado, tampoco la muerte puede reclamar nada de nosotros; el morir cristiano
debería entonces quedar libre para una mera despedida corporal, a la que se le ha
sustraído su amenaza última.
III. LAS MODERNAS INTERPRETACIONES DEL TEMA
Lutero
Aunque sólo recogeremos algunas líneas fundamentales en torno a la conexión entre
pecado y muerte, aludamos siquiera brevemente a Lutero.
La muerte, la muerte del cristiano, está para Lutero como transida espiritualmente: en
ella sale al encuentro la cólera de Dios, que juzga al pecador. El meollo auténtico de la
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muerte no es, pues, tan sólo el fallecimiento natural, sino el juicio de Dios, que nos
separa de la vida.
La solución decisiva consiste en llevar a cabo la fe. La fe se adhiere a Jesucristo,
ofrecido en la palabra y en el sacramento, y recibe así el perdón del pecado. Cuando
esto sucede, la muerte ha quedado también mermada en su pretensión, con lo que el
morir pierde su carácter amenazador, convirtiéndose de nuevo para el justificado en una
mera experiencia natural. Gracias a la fe, puede el creyente salir airoso del juicio,
muriendo con la certidumbre de que el Señor le resucitará para la vida eterna con Dios.
Desde Dios se da entonces algo así como una inmortalidad del hombre. Al dirigirse al
hombre, Dios ha establecido ya una realidad de la que ya no se vuelve atrás. El hombre
es mantenido en ella, sea para condenación o para vida eterna.
La Ilustración
La época de la Ilustración significó un cambio radical en las concepciones mantenidas
hasta entonces. Mencionemos como ejemplo la doctrina de Schleiermacher.
La postura clave está ya en su primera frase: "Es de por sí evidente que no se puede
hablar del mundo (y por tanto de la realidad del mal, de la muerte externa) en una
doctrina sobre la fe más que en la medida en que dice relación al hombre". Ciertamente
existen males objetivos en el mundo, pero sólo se convierten en tema de la teología en
cuanto que el hombre tiene una relación con esas realidades objetivas. Únicamente esa
relación ha de ser reflexionada por la dogmática, mientras que la muerte en su realidad
objetiva queda al margen de su competencia. Ello no significa que esa relación, nuestro
comportamiento ante la muerte, esté desvinculado del mundo exterior: precisamente la
ética cristiana tiene, según Schleiermacher, la tarea de paliar el dolor, sobre todo el
padecimiento "social" (provocado por la conducta humana). Pero ello no cambia nada
en la distinción fundamental entre el "mundo" objetivo y nuestra relación para con él,
único objeto de la fe cristiana.
Aplicado a la muerte, esto significa que la muerte en principio es algo que está ahí sin
más. Si algo la ha causado o la puede hacer desaparecer, será por mecanismos de la
naturaleza. No hay que tomar en consideración la facticidad de la muerte; a lo que debe
apuntar la teología cristiana es tan sólo a que los hombres sean capaces de "dominar" el
destino que les aguarda; ello sucede cuando dejamos que toda nuestra vida quede
empapada, por la conciencia de Dios. Para el cristiano todo padecimiento debe servir
para hacer patente la fuerza de su fe. El estado ideal no consiste en un vivir sin muerte,
sino en que nosotros, envueltos precisamente en el destino y abocados por ello a la
muerte, consigamos integrar por completo en la conciencia de Dios todo padecimiento,
incluso el morir.
Una de las tareas de la conciencia de Dios es también incrustar al individuo en el todo,
en la humanidad y en el universo. De aquí que para Schleiermacher el pleno vigor de la
conciencia de Dios signifique a la vez la capacidad de dejar de lado la propia
corporalidad, por ejemplo cuando va decayendo en la vejez, y dar el sí a la muerte.
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Queriendo mantener la doctrina tradicional de que el mal es consecuencia del pecado,
Schleiermacher ve el pecado en que la conciencia de Dios no configura y domina todos
los actos de nuestra vida, sino que al perder su papel dirigente, se compagina
difícilmente con los demás elementos vitales. El pecado así entendido es entonces la
causa del "mal" (naturalmente no del mal en cuanto tal, en su consistencia objetiva, sino
en cuanto referido a nosotros). Sólo el pecado convierte el mal objetivamente existente
en el auténtico mal que nos domina, en vez de ser dominado por nosotros. Pecado es el
no dominar el mal, que queda así reconvertido en "mal" auténtico. Y al contrario, la
solución del problema de la muerte consiste justamente en que alcancemos la correcta
relación con ella. Es claro que así la muerte es algo únicamente a dominar, no ya a
eliminar.
¿Qué es lo que provocó esta reformulación de la doctrina? Sin duda su impulso decisivo
parte de la ciencia moderna, sobre todo de las ciencias de la naturaleza, en cuyas leyes
no se puede intervenir. Renunciando a ello, la teología parece eludir la acusación de ser
mitológica. Parece que se requiere una retirada del hecho a nuestra relación con el
hecho.
No podemos entrar ahora en los problemas filosóficos derivados de un dualismo así. La
teología corre peligro de que se le escape lo fáctico en cuanto tal y de retirarse con sus
contenidos a una irrealidad cada vez más inasible quedarse sólo en el ámbito de la
"interioridad religiosa".
Parece claro lo recortada que queda entonces la doctrina neotestamentaria sobre la
muerte: al contrario que en el NT, se reduce uno al "dominio" sobre la muerte; la muerte
continúa subsistiendo. Ello no significa muchas veces que se renuncie a un apéndice
escatológico. De algún modo hay que seguir manteniendo que los muertos no se le
escapan a Dios. Se afirma así una esperanza que suena entonces realmente a cuento de
hadas, lejos de toda la realidad del mundo.
La mentalidad moderna
Una característica general seria que , queda rota, disuelta, la conexión entre pecado y
muerte:
1) Ya este tipo de conexiones resultan problemáticas. La vinculación actoconsecuencia
aparece como un absurdo e inadecuado ejercicio de cálculo. Se polemiza también contra
una concepción de la cruz de Cristo como expiación por nuestros pecados. Considerar a
la muerte como consecuencia del pecado, resulta una afirmación extraña y mitológica
(que puede dejarse de lado en la interpretación del Génesis, mientras que las frases de
Pablo siguen molestando). La causa de todas estas reservas es, evidentemente, que una
conexión parece científicamente admisible y racionalmente responsable tan sólo cuando
se trata de una cadena casual comprobable.
2) Un segundo foco de resistencia contra la tesis de una conexión procede de la
conciencia de la libertad humana, para la que resulta insoportable admitir una condena a
muerte que nos habría sobrevenido a consecuencia del pecado de Adán o de la
humanidad. ¿Cómo identificarme en mi libertad individual, con "el" pecado de Adán?
Con todo sigue quedando un resto de -conexión acto-consecuencia, pero sólo a nivel
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interno, individualista y moral. El comportamiento de cada uno le produce una buena o
mala conciencia. Pero a la enfermedad y a la muerte no le afecta eso para nada.
3) Una tercera causa radica en la pérdida de un mundo distinto, de una auténtica nueva
creación, en la pérdida de Dios. Si quedamos restringidos a la inmanencia, el concepto
de pecado pierde sentido. El pecado es en esencia siempre una falta contra Dios. Si no
hay en absoluto Dios, en cuanto instancia que nos pide cuentas, resulta absurdo hablar
de pecado. Si no existe vida fuera de esta vida, queda anulado el mensaje de la
resurrección, al menos de una resurrección que nos salve de la muerte.
Es difícil sopesar los cambios que de ahí se derivan para nuestra conciencia de la
muerte. En mi opinión, la muerte, desvinculada del pecado, se convierta en una
magnitud en sí misma, una especie de bloque errático sin conexión alguna.
Por una parte se despoja a la muerte de todo rasgo metafísico, como lo prueba la tan
traída banalización trivialización y marginación de la muerte. Pero al mismo tiempo se
da una especie de hinchamiento de la muerte, la muerte que debe ser una experiencia
límite, la muerte que puede ejercer una fascinación religiosa. Nuestro saber de la muerte
es complicado y contradictorio.
¿Es problema la muerte?
Aparte de que se pueda acallar la muerte y despejarla de nuestra vida consciente, podría
ser que el error fundamental estuviera en tener a la muerte como problema. ¿No es el
morir algo natural, de modo que tenemos que acostumbrarnos a lo inevitable? Sin
embargo, para la fe cristiana, la muerte es un problema, y no primariamente la muerte
deficientemente dominada, sino la circunstancia misma de que morimos. ¿Cómo pues
salirse al paso?
Quizá el progreso de la medicina nos regale un medicamento para prolongar la vida o
volver inmortal. Ante tal posibilidad, la mayor parte de los especialistas se muestran
escépticos; pero aún así, la teología debería contar con ella. Prescindiendo de si puede
ser siquiera deseable ese alargamiento de la vida, bástenos la constatación de que un tal
medicamento maravilloso no podría librarnos de la mortalidad. ¡Demasiada muerte
tenemos a nuestro alrededor! Sólo quedaría desplazada la muerte, pero no descartada ni
derrotada. La medicina de hoy ha conseguido en buena medida retrasar la muerte. Pero
aquí es donde se hace patente la dificultad de la soluc ión. ¿Es vida eso que obtenemos?
Y no hablemos de ese repugnante estiramiento de la agonía a base de medios técnicos.
Sólo un loco puede pretender que por ese camino se soluciona el problema de la muerte.
Tampoco pueden nada las recetas sociales o políticas. Naturalmente se puede opinar que
la cuestión está en el todo, en la humanidad: que el individuo muera, con tal que la
colectividad perviva. Pero en mi opinión no es un mero prejuicio burgués el que cada
uno está destinado a vivir, que cada morir individual abre una llaga que ya nada puede
cerrar. Además, hoy precisamente lo que está en juego es la pervivencia de la
colectividad, de la propia humanidad; e incluso con la mejor forma de organización
humana, la tierra no puede escapar al peligro de destrucción. Por eso algunos marxistas
se contentan con excluir los llamados males naturales (como la muerte física) del
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alcance de las mejoras sociales. Pero si la muerte es relegada de nuestras reflexiones,
queda necesariamente sin solución el problema de la exis tencia.
Hay muchos otros intentos de solucionar el problema, que reconocen y asumen el dato
de la muerte. La muerte puede convertirse justamente en medio de lograr una vida más
plena y rica. El trasfondo de la muerte sirve como contraste para poner de relieve el
resplandor de la vida. De aquí la necesidad de tomar conciencia clara de la muerte, para
favorecer la vida. Es claro que con ello no se toca para nada la necesidad del morir.
Puede que sea verdad que nuestra existencia y toda nuestra realidad no se da y no podría
darse sin la muerte. Pero ¿puede esta idea volver siquiera soportable la muerte? Se
pretende en cierto modo implicar la muerte en la vida. Pero el morir real al final de la
vida acaba también con una tal empresa.
De todos los demás comportamientos que consciente o inconscientemente relegan a la
muerte, no necesita hablarse más. Por amor del hombre, por amor de la vida hay que
mantener que la muerte es un problema por su misma existencia.
IV. TAREAS DE LA TEOLOGIA
Esta es la tarea principal: hay que recuperar la conexión bíblica de pecado y muerte, o
de perdón de los pecados y vida.
1. Si la cruz de Cristo se toma como fundamento del perdón de los pecados y la
resurrección de Jesús como fundamento de la creación nueva, hay que distinguir y ,dar
lugar a ambas. La salvación efectuada por Jesucristo consiste en ambas cosas, en el
perdón de los pecados y en la apertura de la vida nueva, que ha dejado atrás a la muerte.
La iglesia occidental, sobre todo desde la reforma, se concentra en el primer aspecto; la
oriental en el segundo. Pero ambos han de ser asumidos con igual peso. Esto parece
algo evidente, pero de hecho tiene enorme importancia para el conjunto de la teología.
En el trasfondo hay una opción ontológica radical: la fe y su verdad penetran hasta la
realidad visible; no se puede entonces contraponer como dos alternativas la "salvación"
y el "bien" de los hombres.
2. El perdón de los pecados y la vida, o el pecado y la muerte, no son magnitudes
yuxtapuestas, sino que así como el pecado constituye la causa de la muerte, así también
el perdón de los pecados produce la nueva creación. La liberación de la muerte sucedió
como consecuencia de la crucifixión. De aquí que sólo se pueda resolver el problema de
la muerte a través del perdón de los pecados. Y al revés, el perdón sólo llega a su
consumación en la plena liberación del mal y de la muerte.
3. Esta conexión entre perdón de los pecados y vida no es un hecho casual, sino que
procede de que sólo Dios establece vida auténtica. ¿Qué significa "vida", qué significa
"muerte"? Cierto que ambas, en la concepción bíblica, son también realidades en las que
los hombres nos encontramos ya metidos, que por tanto hay que referir teológicamente
a la "creación", o a la "caída", o a la "conservación". Recordemos que el AT parece
presuponerlas sin más. Sería artificial pretender deducirlas tan sólo de la fe o de la
revelación. Pero también al revés, el acontecimiento de la cruz y la resurrección de
Jesús representa algo nuevo respecto a la muerte y a la vida que conocemos. Esta vida y
esta muerte son algo provisional, destinado a ser desbordado por una consumación
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distinta. La nueva creación es obra de Dios, la auténtica y definitiva obra de Dios. No se
puede tener al margen de El. Por eso el camino hacia la resurrección lleva
necesariamente a través del juicio de Dios, a través de su sentencia liberadora.
4. Dios otorga su perdón y su vida a nosotros. La nueva creación no constituye
meramente un más allá. En ella debe ser y será suprimida esta muerte que hemos de
padecer ahora incluso físicamente. En ella debe alcanzar y alcanzará también su
plenitud esta misma vida que ahora vivimos. La proyección de la escatología a nuestro
presente es una característica principal de la esperanza cristiana.
En la práctica, la teología se limita hoy muchas veces a enseñar cómo soportar mejor I2.
muerte o a orientar en el acompañamiento a los moribundos; tareas ambas, desde luego,
que hemos de asumir desde la fe. Pero no es cierto en absoluto que nuestra fe
únicamente alivia el morir. Los cristianos conocen mejor que nadie el horror de la
muerte y no se pueden entregar a la ilusión de que vayamos al descanso y al olvido
eternos. El interrogante que domina nuestra vida, si obtenemos o no la vida con Dios,
nos mantiene agarrados y ha de decidirse. Precisamente contra esa amenaza la fe que se
aferra al Crucificado y Resucitado, obtiene la vida y con ella también la mejor fortaleza
para resistir el morir.
Y es claro que los cristianos deben prestar asistencia, estar al lado del que ha de morir ,
incluyendo también el esfuerzo por posibilitar de nuevo a la persona una muerte
consciente y vivida. Pera toda superación de la muerte, todo consuelo al morir, queda
sin base real mientras no nos atrevamos en nombre del Resucitado a rechazar la misma
muerte. La mera asistencia en cuanto tal puede servir tan sólo para evidenciar al
moribundo lo que se ve forzado a dejar.
Los últimos años han hecho de nuevo patente a la teología que no podemos pasar de
largo por el sufrimiento real del hombre de hoy. Pero toda ayuda que quiera prestar ahí,
queda corta, si retiene lo único que puede auxiliar contra la muerte: el perdón de los
pecados. Sin duda en la vida ordinaria experimentamos aspectos como separados: aquí
necesidad, desgracia, muerte; allí conciencia de pecado, gracia, espíritu. Y esto nos
lleva a tareas distintas. Cierto que la fe no es un remedio universal contra todas nuestras
miserias. Esta relativa escisión entre sufrimiento y muerte por un lado, pecado y fe por
el otro, es una de las penas de toda existencia cristiana. Sin embargo, para la solución
definitiva precisamente de nuestra necesidad externa, que se agudiza en el problema de
la muerte, no hay otro camino que la f e en el Crucificado resucitado.
Tradujo y condensó: ALVARO ALEMANY
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