Flaubert: una historia a tontas ya locas

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Agosto
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Flaubert: una historia
a tontas y a locas
Ilustración: Hidra Cabero
Acaba de reeditarse, con prólogo de Borges, Bouvard y
Pécuchet, la novela inconclusa en la que Flaubert trabajó
durante sus últimos años, una parodia del optimismo
iluminista y la decepción con las ideas de “progreso” en el
siglo XIX.
Ariane díaz
Comite de redacción.
La editorial Cuenco de Plata (Bs. As., 2016)1
publica una reedición del clásico de Flaubert
en la traducción de Aurora Bernárdez (más
conocida por ser la albacea de Cortázar y su
exesposa, aunque tiene en su haber traducciones de Faulkner, Nabokov, Bradbury, Sartre
o Camus, por nombrar algunos). La edición
destaca además como prólogo un artículo de
Borges de 1932, “Vindicación de Bouvard y
Pécuchet”.
En esas breves primeras páginas Borges señala lo polémico que fue el libro cuando se
publicó: que sus dos protagonistas lean toda
una biblioteca “para no entenderla” no fue recibido con beneplácito. En sentido contrario,
el escritor argentino valora que Flaubert haya “tenido la precaución de confiar sus últimas dudas y sus más secretos temores a dos
irresponsables”, y remonta el recurso a la influencia de Herbert Spencer (para el cual el
conocimiento humano solo puede ser relativo mientras el universo es “inconocible”), a la
mordacidad de Jonathan Swift2 y a toda una
tradición en la que son los tontos y los locos los que dicen la verdad, los portadores de
sabiduría. Otro elemento que resalta Borges
es la noción de tiempo en una novela donde
“nada ocurre” a pesar de estar “poblada de
circunstancias”.
Ambos elementos, el problema del tiempo y del conocimiento (que en la obra de
Borges encontrarán sus propios caminos),
confluyen en la decepción con la idea de
“progreso” que, habiendo alcanzado su apogeo en el siglo XIX, pronto encontró también su crisis.
Dime de qué presumes y te diré de qué
careces
El siglo XVIII fue caracterizado como “el Siglo de las Luces”, un período que se percibía
como cuna de cambios permanentes frente
al estancamiento y el oscurantismo religioso
que se atribuía a la Edad Media (a tono con
el proceso de secularización que caracterizaría a la Modernidad).
La metáfora de la luz suponía una renovada
confianza en las posibilidades de avance de la
humanidad de la mano de las nuevas ideas políticas, sociales y científicas que formaron parte
del ascenso finisecular de la burguesía como clase dominante. La idea del “progreso” de la historia sería el corolario ideológico de la época que
anudaba una definición de la historia como un
camino de cambios “en la dirección deseable”3. »
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Cultura
Literatura
Una cita de un protagonista político de la
época, y un proyecto intelectual, podrían
ejemplificar esta certeza. Decía Robespierre
mostrando su confianza en la acción humana frente a la cosmovisión religiosa: “El Progreso de la razón humana ha preparado esta
gran revolución y es precisamente a vosotros a
quienes se os impone el deber específico de activarla”4. Similar confianza, en este caso basada en los avances del conocimiento, se observa
en el proyecto de la Enciclopedia de Diderot y
D’Alambert editada desde mediados del siglo
XVIII durante más de dos décadas.
Pero en el transcurso del siglo XIX, esas ilusiones parecen volverse sospechosas. Las revoluciones burguesas no habían extendido
solo el dominio de una nueva clase dominante abanderada en “la libertad, la igualdad y
la fraternidad”, sino también un nuevo colonialismo en la periferia. La extensión de la
burguesía en todos los continentes había permitido pensar por primera vez una Historia
universal, pero también había abierto, desde
fines del 1700 e inicios de 1800, a las diversas luchas independentistas que no solo mostraron la decadencia de la vieja dominación
española sino también de los intentos “republicanos” de dominación colonial. En la propia Europa una amenaza crecía a la par del
nuevo poder de la burguesía: el de la revolución proletaria, que encuentran sus puntos
más álgidos en la “Primavera de los pueblos”
de 1848 y en la Comuna en 1871. Entretanto, el Romanticismo disputaría en el terreno
de la filosofía y el arte con el universalismo
ilustrado, y las modernas teorías sociales demostrarían sus incapacidades para explicar el
desarrollo capitalista, por dar solo dos ejemplos de la crisis de las ideas que tanta fuerza
habían cobrado en el siglo previo.
Aunque nuevas teleologías seculares vinieron rápidamente a ocupar el lugar que dejara
libre la religión como promotora de una meta
a alcanzar, las consecuencias de las acciones
humanas parecían impredecibles, y su horizonte no tan feliz.
Quien mucho abarca poco aprieta
Bouvard y Pécuchet evoca satíricamente al proyecto enciclopédico de Diderot y
D´Alambert. La novela es un constante ir y venir, por parte de los protagonistas, entre distintas teorías y posiciones en casi todos los
terrenos de la práctica humana. Con la misma
confianza con que la Enciclopedia pretendía
abarcar las ciencias y sus técnicas, los protagonistas pretenden abordar distintas empresas (agrícolas, médicas, filosóficas, políticas,
artísticas, etc.) recolectando todo lo que los
libros dicen al respecto, probando sucesivamente las indicaciones de los distintos manuales y teorías, en muchos casos haciéndose
fervorosos partidarios de una tendencia para
abandonarla rápidamente por la opuesta. Para cultivar la tierra, por ejemplo,
Se consultaban mutuamente, abrían un libro, pasaban a otro y no sabían qué decidir
frente a la divergencia de opiniones. […] Excitado por Pécuchet, le acometió el delirio
de los abonos. […] Una bomba instalada en
una carretera escupía estiércol sobre las cosechas. A los que hacían gestos de asco les decía: -¡Pero si es oro, oro! [44/5].
En menos de una página, los protagonistas
citan 10 especialistas del tema opuestos entre sí, cuyo seguimiento les aporta nociones
confusas en las que malgastan sus recursos y
esfuerzos, amén de ganarse unos cuantos enconos. Similares situaciones irán atravesando
a lo largo del libro, y los resultados de ese afán
enciclopedista serán sucesivos desengaños.
El problema no es solo la diversidad de teorías, sino la lógica misma de la enciclopedia,
donde las distintas disciplinas y sus términos están ordenadas por orden alfabético, sin
establecer jerarquías o un orden crítico entre ellas. Siguiendo esa lógica de las entradas,
Bouvard y Pécuchet avanzarán sobre los distintos temas de interés en derivas inconexas
que, si en una enciclopedia tienen utilidad para la consulta, en las decisiones de los personajes parecen ser “caprichosas”:
Hacían reflexiones sobre las obras de teatro
en boga, sobre el gobierno, la carestía de los
alimentos, los fraudes del comercio. De vez
en cuando volvían a la historia del collar o al
proceso de Fualdés, y además buscaban las
causas de la Revolución [22].
La agricultura, la medicina, la filosofía de la
historia, la crítica literaria y la propia acción
política se intercalan en su entusiasmo, y la
deriva entre ellos no está guiada más que por
el fracaso del anterior. La novela parece ilustrar así que el saber acumulativo y universal
que pretendía la Enciclopedia, en muchos casos, embota más de lo que aclara.
No es difícil ver qué de esto impactó a Borges si tenemos en cuenta su producción ficcional y crítica. Como la memoria de Funes
que cual “vaciadero de basura” retiene tanta
información que no le permite pensar, o como la mala poesía de Daneri que, procurando
dar cuenta del Aleph encontrado en un sótano, dilata “hasta lo infinito las posibilidades
de la cacofonía y del caos”, los intentos de dar
cuenta del todo y de encontrar allí algún orden parecen vanos. En el artículo de 1952 “El
idioma analítico de John Wilkins” (en Otras
inquisiciones), Borges reflexiona sobre la teoría de este filósofo inglés trayendo a colación
una enciclopedia china delirante donde los
animales por ejemplo se clasifican siguiendo
criterios como:
(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones,
(e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos,
(h) incluidos en esta clasificación, (i) que se
agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper
el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
Como “no sabemos qué cosa es el universo”, concluye Borges, los órdenes que intentamos imponerle a esa totalidad no hacen más
que “reproducir el caos”, según conceptualiza Piglia en sus charlas sobre Borges en la TV
pública5.
Pero volvamos a Flaubert. Un “Diccionario
de las ideas recibidas”, que iba a formar parte de la inconclusa novela, compone una versión de los protagonistas de la Enciclopedia.
Entre sus definiciones encontramos:
DIDEROT: Siempre seguido de D’Alambert.
ENCICLOPEDIA: Criticarla. Reírse de lástima, por si fuera una obra rococó.
IMPRESO: Hay que creer todo lo que está
impreso. ¡Ver el propio nombre impreso! Algunos cometen crímenes solo por esta razón.
MÉTODO: no sirve para nada.
PROGRESO: siempre mal entendido y demasiado apresurado6.
A lo largo de la novela se puede percibir, además de la parodia crítica, una amenaza latente en el trasfondo social: “LIBRE
CAMBIO: es la causa de todos los males.
OBRERO: es honesto mientras no organice
disturbios”, define también la versión flaubertiana de la enciclopedia.
A Dios rogando y con el mazo dando
Barthes destacaba respecto a las láminas de
la Enciclopedia, que su presentación de los
distintos saberes era de una “simplicidad casi
ingenua, una forma de la leyenda dorada del
artesanado (pues no hay en estas láminas ningún rastro de mal social”)7. Pero en la novela
de Flaubert la conclusión de las experiencias
de los personajes será otra: las teorías dependen de las causas que apoyan o refutan.
Esa puja de intereses atravesará la novela en
su forma más clásica: la de una revolución,
que el autor se encarga de fechar exactamente: “La mañana del 25 de febrero de 1848”
[157]. Frente a ella, los protagonistas también
variarán de posición citando uno u otro autor para defender a los revolucionarios o a los
reaccionarios, alternativamente. Pero las tensiones entre las clases representadas ya sea
por Gorgú, llegado de la guerra y sin trabajo y con “odio acumulado” [163], ya sea por
los poderosos que adulaban a la clase baja a
pesar de “su odio a la República” [161] o los
burgueses que formaban el “gran partido del
orden” [171] aparecen motivadas por sus intereses particulares, que son los que están en
disputa, descubrirán, más allá de lo que aduzcan como posiciones universales o teóricas.
Es lo que empieza a quedar claro, para los
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protagonistas, no solo como justificaciones
para posicionamientos políticos explícitos.
Existe también, por ejemplo, en otros terrenos: “Resumieron lo que acababan de oír.
La moralidad del arte se encuentra para cada uno en lo que halaga sus intereses” [155].
Es más: en el marco de las discusiones suscitadas por los eventos de 1848, se podrá observar también el uso de la fuerza al que se
recurre cuando las teorías no alcanzan.
Después de estos episodios de 1848 y el triunfo de la reacción, algo cambiará en el ánimo de
los protagonistas: “Por temor a las decepciones, ya no estudiaban” [185]. Las discusiones
ya no implicaban algún tipo de colaboración
mutua (“Machacaban los mismos argumentos,
despreciando cada uno la opinión del otro, sin
convencerlo de la propia” [221]), y lo que antes les había fascinado, ahora los aburría: “Nada les daría ahora aquellas horas tan dulces,
colmadas por la destilería o la literatura. Un
abismo los separaba de ellas. Había sucedido
algo irrevocable” [233].
Tampoco las artes salen bien paradas de este derrotero: las críticas y desilusiones con la
producción y la crítica literarias, dos de las últimas disciplinas que los protagonistas abordan, ya había sido adelantada por un viajante
de comercio que les había anunciado que el
teatro, por ejemplo, “es un objeto de consumo como otro cualquiera. Entra en el artículo París” [147].
Esa parece ser la conclusión sobre algunas
de las mieles que promete el progreso, marcado por el conflicto social. Si en un principio,
cuando abordan este concepto, en “el campo científico, Bouvard no lo ponía en duda”,
luego de discutir la historia europea reciente exclamará: “–¡Bah, qué cuento el progreso! [183].
Al pan, pan y al vino, vino
Toda noción de progreso supone una determinada concepción de la historia. Habrá
en la novela varios planteos en disputa. Por
nombrarlos simplificadamente, diremos que
son tres: la escatológica religiosa, basada en
la Providencia, propia del período previo; la
acumulativa positivista, confiada en la objetividad y la apelación al estudio de las fuentes;
y la idealista teleológica, que supone un desarrollo dirigido a un fin (estas dos últimas,
concepciones modernas de la historia).
En un principio los protagonistas consideran la posibilidad de conjugar la visión religiosa del Diluvio con los avances de las
Geología en un debate con el abate Jeufroy,
para quien los excrementos de animales petrificados no harían más que confirmar las
Escrituras [88]. Pero luego de arduas discusiones en torno al darwinismo, tal conjugación se muestra irreconciliable [100]. Más
adelante abordan la historia considerándola una acumulación sucesiva de hechos para los que puede recurrirse a fuentes. Pero en
sus lecturas, los hechos aparecen plagados de
contradicciones, están dudosamente relatados y son inabordables:
Para juzgarla imparcialmente sería preciso
haber leído todas las historias, todas las memorias, todos los periódicos y todas las obras
manuscritas, pues de la menor omisión puede
depender un error que llevaría a otro y así ininterrumpidamente. Renunciaron a ello [125].
Finalmente llegarán a la filosofía de la historia de Hegel, que una vez más se pone en
discusión con la visión teológica sin buenos
resultados. Frente al entusiasmo de Pécuchet,
Bouvard desestima las dos visiones: “El idealismo toma las ideas de las cosas por las cosas mismas. […] En cuanto a Dios, ¡imposible
saber cómo es, ni siquiera si es!” [229]. Pero sí ve imbricadas teleología y religión por la
negativa en una discusión a la que se sumará Pécuchet:
[Bouvard] –¡Cuando nace un ciego, un idiota, un homicida, nos parece un desorden,
como si conociéramos el orden, como si la
Naturaleza obrara con un fin!
[Girbal] –¿Entonces usted niega la
Providencia?
[Bouvard] –¡Sí, la niego!
-¡Fíjense en la Historia! –exclamó Pécuchet–. Recuerden los asesinatos de reyes, las
matanzas de pueblos, las disensiones en la familia, el dolor de los individuos [231].
Ni la Providencia religiosa ni la historia determinada por una razón en desarrollo pueden evadir justificar los males que aquejan a
los hombres, de los que se terminan volviéndose justificatorios. “Un poco de ciencia aleja
[de la religión], mucha vuelve a acercar” [99],
recuerda como refrán otro de los personajes.
En sus devaneos con la historia es ostensible
la decepción de los dos amigos con un mundo
donde la religión no solo ha quedado cuestionada en sus concepciones sino que es funcional, una vez más, a intereses particulares:
“Pécuchet se alejó de una religión convertida en instrumento de gobierno” [266]. Pero es también un mundo donde los nuevos
paradigmas modernos, que linealmente acumulan hechos unos sobre otros, o que son la
reedición laica de un fin preestablecido, son
insatisfactorios.
A lo largo de la novela, los personajes cambian de posiciones constantemente en todos
los terrenos. Lo que sí se mantiene como resultado es que la ilusión de una historia y un
conocimiento acumulativos son imposibles.
La humanidad, para Flaubert, parece así más
bien confundida que “en progreso”.
En los planes para terminar la obra que dejó
bosquejados el autor (de la cual la nueva edición incluye algunos extractos), Flaubert pone fin al raid iluminista con los dos personajes
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sentándolos en un pupitre doble dispuestos a
fungir de copistas. Quizás en dicha tarea hubieran encontrado esta referencia a quien,
negándose a borronear “recetas para el bodegón del porvenir”, escribiera durante ese mismo período:
La historia no es sino la sucesión de diferentes generaciones (…) es decir, que, por una
parte prosigue en condiciones completamente distintas la actividad precedente, mientras
que, por otra, modifica las circunstancias anteriores mediante una actividad totalmente
diversa, lo que podría tergiversarse especulativamente, diciendo que la historia posterior
es la finalidad de la que la precede, como si
dijésemos, por ejemplo, que el descubrimiento de América tuvo como finalidad ayudar a
que se expandiera la Revolución francesa8.
La historia como terreno de disputas y la
conceptualización de la misma como una
más de esas batallas. El transcurso del tiempo, más que una medida de las cosas, como
una relación social redefinida en las acciones
que llevamos a cabo. La de Marx es una visión
de la historia surgida también de las polémicas que en el siglo XIX preocuparon a nuestros copistas. Para dar cuenta de los cambios
Fotografía:
Martín
Nodacritiproducidos por el capitalismo
tuvo
que
car también las nociones de tiempo, historia y
conocimiento. Pero se trata de una nueva visión de la historia en la que cualquier avance
en “una dirección deseable” será producto de
nuestras acciones y no de una meta felizmente preestablecida que justifique los saltos, desvíos y conflictos que la componen.
1. Las referencias a esta edición se harán entre corchetes al final de la cita.
2. Borges recuerda: “Swift describe una venerada
y vasta academia, cuyos individuos proponen que
la humanidad prescinda del lenguaje oral para no
gastar los pulmones. Otros ablandan el mármol para la fabricación de almohadas y de almohadillas;
otros aspiran a propagar una variedad de ovejas sin
lana; otros creen resolver los enigmas del universo
mediante una armazón de madera con manijas de
hierro, que combina palabras al azar” [10].
3. Así lo define John Bury, historiador victoriano
que se dedicó a la filosofía de la historia y colaboró con artículos en la Enciclopedia Británica, en la
introducción a La idea de progreso (Madrid, Alianza, 1971).
4. Citado en Koselleck, Futuro pasado, Barcelona,
Paidós, 1993, p.25.
5. Ver especialmente la clase 2 del 14/09/13.
6. En la edición de Bouvard y Pécuchet de editorial
Montesinos, 2001.
7. Barthes, El grado cero de la escritura, México, Siglo XXI, 1973, p. 28.
8. Marx y Engels, La ideología alemana, Bs. As.,
Pueblos Unidos, 1973, p. 49.
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