Testimonio de la muerte de santa Teresa, por la Madre María de san Francisco Digo, que yo me hallé a su muerte y a lo demás que en ella sucedió, y me dijo el Padre Fray Domingo Báñez, y lo predicó en un sermón de las honras de nuestra Santa Madre, cómo ocho antes profetizó su muerte, y que había de ser en Alba de Tormes. Lo mismo supe del Padre mariano, y delante de mí el Padre Fray Antonio de Jesús, acabando de confesar a nuestra Santa Madre, puesto de rodillas, le dijo: “Madre, pida al Señor no nos la lleve ahora, ni nos deje tan presto”. A lo cual respondió: “Calla, Padre, ¿y tú has de decir eso? Yo no soy menester en este mundo”. Y desde entonces comenzó a dejar cuidados y tratar de morirse. A las cinco de la tarde, víspera de San Francisco, pidió el Santísimo Sacramento, y estaba ya tan mala, que no se podía revolver en la cama, sino que dos religiosas la volviesen, y mientras que no venía el Viático, comenzó a decir a todas las religiosas, puestas las manos, y con lágrimas en sus ojos: “Hijas mías y señoras mías, por amor de Dios las pido tengan gran cuenta con la guarda de la Regla y Constituciones, que si la guardan con la puntualidad que deben, o es menester otro milagro para canonizarlas, ni miren el mal ejemplo que esta mala monja las dio y ha dado, y perdónenme”. Y en este punto acertó a llegar el Santísimo Sacramento, y con estar tan rendida, se levantó encima de la cama, de rodillas, sin ayuda de nadie, y e iba a echar Della si no la tuvieran; y poniéndosele el rostro con grande hermosura y resplandor, e inflamada en el divino amor, con gran demostración de espíritu y alegría, dijo al Señor cosas tan altas y divinas, que a todos ponía gran devoción. Entre otras le oí decir: “¡Señor mío y esposo mío!, ya es llegada la hora deseada; tiempo es ya que nos veamos, amado mío y Señor mío; ya es tiempo de caminar; vamos muy en hora buena; cúmplase vuestra voluntad; ya es llegada la hora en que yo sala deste destierro, y mi alma goce, en uno, de Vos que tanto ha deseado!”. Y si el prelado no la estorbara, mandando en obediencia que callara, porque no la hiciera más mal, no cesara de aquellos coloquios. Después de haber recibido a Nuestro Señor, le daba muchas gracias, porque la había hecho hija de la Iglesia y porque moría en ella. Muchas veces repetía: “¡En fin, Señor, soy hija de la Iglesia!”. Pidióle perdón con mucha devoción de sus pecados, y decía que por la sangre de Jesucristo había de ser salva. Y a la religiosas pedía la ayudasen mucho a salir del purgatorio. Repetía muchas veces aquellos versos: “Sacrificium Deo spiritus contribulatus, cor contritum etc. Ne projicias me a facie tuya, etc. Cor mundum crea in me Deus; y lo volvía en romance. Preguntándole el Padre Fray Antonio de Jesús si quería que llevasen su cuerpo a Ávila, respondió: “¡Jesús! ¿eso hase de preguntar, Padre mío? ¿Tengo de tener yo cosa propia? ¿Aquí no me harán caridad de arme un poco de tierra?”. Toda aquella noche repitió los dichos versos, y ala mañana, día de san Francisco, como a las siete, se echó de un lado como pintan a la Madalena, el rostro vuelto a las religiosas con un Cristo, el rostro muy bello y encendido, con tanta hermosura, que me pareció no se la había visto mayor en mi vida; y no sé a dónde se escondieron las arrugas, que tenía hartas, por ser de tanta edad y vivir muy enferma. Desta suerte se estuvo en oración con grande quietud y paz, haciendo algunas señas exteriores, ya de encogimiento, ya de admiración, como si la hablaran y ella respondiera; mas con gran serenidad todo, y con maravillosas mudanzas de rostro, de encendimiento e inflamación, que no parecía sino una luna llena, y a ratos, dando de sí grandísimo olor. Y perseverando en la oración, muy alborozada y alegre, como sonriéndose, dando tres suaves y devotos gemidos, como de un alma que está con Dos en la oración, que apenas se oían, dio su alma al Señor, quedando con aventajada hermosura y resplandor su rostro como un sol encendido. Antes que muriera llegó a la Santa, Isabel de la Cruz, que padecía gran dolor de cabeza y mal de ojos, y cogiéndole las manos a la Santa, ella misma se las puso sobre la cabeza, y al punto quedó libre de todo su mal. Después que murió, besando sus pies Catalina Baptista, cobró el olfato, que había perdido, y sintió gran fragancia en los pies de la Santa. Todo esto vi. (Recogido en las Obras de Santa Teresa de Jesús, editadas y anotadas por el P. Silverio de santa Teresa, C.D., tomo II, Relaciones espirituales, Burgos, el Monte Carmelo, 1915, pp. 242-243)