las monarquías. europa occidental en la transición del s. xiii

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LAS MONARQUÍAS. EUROPA OCCIDENTAL
EN LA TRANSICIÓN DEL S. XIII AL S. XIV
Odilo ENGELS
Si se quieren tratar las monarquías del s. XIII como factores políticos deben considerarse los siguientes fenómenos: en primer lugar, observamos la separación del Estado
de la persona del monarca que comenzó a formarse durante el s. XII para perfilarse
en el s. XIII. Si durante el s. XII la persona del rey había representado al reino, a lo
largo del s. XIII este último apareció como una entidad abstracta y supra-personal. Si
en un principio «la corona» representaba el símbolo material de la soberanía, luego
pasó a tener un significado de símbolo abstracto. En Inglaterra y Francia la nobleza
creía tener que proteger a «la corona», la arbitrariedad del rey, para favorecer a los
futuros sucesores al trono. En aquel momento «la corona» representaba los medios
de poder, puestos a disposición de la monarquía, con los cuales ésta se mantiene
vigente. Desde entonces el monarca utilizaba «la corona» como un símbolo abstracto
para definir con ella el conjunto de sus derechos. Evidentemente se mantuvo la preocupación —algo más antigua y no desinteresada, que la nobleza sentía por los medios de poder— casi equivalentes a los derechos de la corona, frente a su cambio de
significado. En este sentido dicho desarrollo desembocó en Hungría hacia 1400 en la
acentuada oposición de monarquía y corona, representando la corona a la totalidad
de la nobleza y no al rey.
Pasamos al segundo fenómeno: el creciente conflicto monarquía-nobleza, y monarquía-ciudades. Todos sabemos que el noble hacía tiempo que estaba obligado frente
al soberano al consilium et auxilium, y esto no sólo era obligación a seguir, en guerra
o en asistencia al tribunal regio, sino que a su vez el monarca dependía de la aprobación de la nobleza, como por ejemplo, antes de emprender una empresa bélica o la
cesión de un territorio de cierta consideración. Este equilibrio más o menos intacto, se
tambaleó en el s. XIII. El soberano fortaleció el principio monárquico y adoptó los primeros rasgos absolutistas; se consideraba poseedor de todos los poderes del Estado,
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rindiendo cuentas únicamente ante Dios. La nobleza no se rebeló directamente contra
estas ideologías monárquicas, pero utilizaba las debilidades y los fallos políticos del
rey para la consecución de sus anhelos de participación.
El ejemplo más cercano, la corona de Aragón, es mejor conocido por ustedes. Es
un particular ejemplo de la capacidad de permanencia de la nobleza. Pedro III estuvo
casado con Constanza, hija de Manfredo de Sicilia. De ahí su interés por Sicilia como
heredero de los Hohenstaufen. A los tres años de ascender al trono, esto le llevó a
imponer a su hermano Jaime II de Mallorca las obligaciones feudales sin considerar el
último testamento de su padre Jaime el Conquistador. Las Vísperas Sicilianas de 1282
fueron preparadas por él en conspiración con los magnates sicilianos; y pese a que el
complot se convirtió apresuradamente en una rebelión abierta, Pedro consiguió que la
isla quedara en su poder. Era de esperar que el Papa Martín IV reaccionara con la
excomunión de Pedro y con el entredicho de la isla. Sin embargo, el siguiente paso de
la «Curia Romana» conllevó serias dificultades, pues consistió en liberar a los ciudadanos de la corona de Aragón de su juramento de fidelidad al rey y ofrecer la corona
a un hijo del rey de Francia. Jaime de Mallorca se puso inmediatamente de parte del
rey francés, con lo cual las rutas marítimas de Barcelona a Sicilia quedaban amenazadas. Los altos cargos de Aragón se mantuvieron reservados frente a la política
mediterránea por lo que Pedro tuvo que unir la empresa siciliana con un viaje-cruzada
a Túnez. Ante esta situación, a Pedro no le quedó más elección que declarar mediante un privilegio general el reconocimiento de los derechos especiales de la nobleza
aragonesa y de las ciudades, hecho que había sido demandado reiteradamente por
los representantes del «Privilegio General» de octubre de 1283, decretado en Zaragoza, y prestar conformidad a una convocatoria periódica de las Cortes, cuyas fechas ya
no eran decisión exclusiva del soberano. De forma análoga, aunque no tan general,
tuvo que acceder igualmente a las demandas de los representantes de las ciudades
catalanas. El hijo de Pedro, Alfonso III, se vio obligado a dar nuevos pasos porque
Castilla se aproximaba a la corona francesa, vislumbrándose con ello una guerra entre Aragón y Castilla. No sólo aprobó en las Cortes de Zaragoza de 1287 los privilegios de la Unión concedidos por su padre, que se comprometió a enfrentarse a miembros de la unión aragonesa y de las Cortes, únicamente con la conformidad de Justicia de Aragón; sino que además tuvo que aceptar la posibilidad de que la Unión pudiese derrocarle como rey por motivos legales. En mi opinión ningún otro reino evolucionó tanto en la dirección de una monarquía constitucional. Hablar en términos de
fuerza o debilidad del poder real significa quizás no disponer de la adecuada escala
de medida; por contra, si se toman en consideración tales hechos bajo el aspecto de
colaboración interna para la consecución del equilibrio en reparto de poder, entonces,
la corona de Aragón evolucionó conforme a las tendencias de aquel tiempo.
Recordemos la Carta Magna inglesa de 1215. En primer lugar, este documento
persiguió el reconocimiento de los derechos que el monarca debía asegurar a los
barones, teniendo en cuenta la creciente necesidad de recursos. Esto anuncia el cambio en el comportamiento entre reino, nobleza, iglesia y ciudad. La Constitución de
Paper de 1244 no iniciaba orden alguno, sólo era una propuesta que insinuaba sus
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contornos. El rey Enrique III debía ser supervisado en sus negociaciones referentes al
reinado por una comisión formada por barones. En las Provisiones de Oxford de 1258,
Enrique debía admitir un consejo de 15 miembros, que dirigía la decisión del rey respecto los asuntos del reino inglés. Pero la oposición de la nobleza se dividió cuando el
anglofrancés Simón de Monfort se puso al mando de los radicales; a su fallecimiento
(1265), en la guerra civil el poder real resurgió aún con más ímpetu de entre las turbulencias. Por un lado el Estatuto de Marlborough (1267) concedía al rey la posibilidad de ejercer la soberanía sin límites ni impedimentos; por el otro lado Enrique garantizaba el mantenimiento de las audiencias de consejos apoyadas en las Provisiones de Marlborough. Así pues, las negociaciones reales, cada vez más complicadas,
aumentaban las necesidades de capital del monarca, favoreciendo la disposición a
comprometerse. Desde 1272 Eduardo I, hijo de Enrique, no tuvo otra alternativa que
perseguir sobre esta base una política de consolidación mediante convenios, aún sin
dejar de acentuar sus prerrogativas reales. Sólo así pudo soportar los años difíciles a
finales del S. XIII, cuando tuvo que llevar a cabo las costosas guerras de Gales, Escocia y en la Gascuña. No tuvo tanta importancia que la Carta Magna fuera recordada
de nuevo en 1297 y 1300 mediante los poderes importantes de la población. Las
medidas legales de las regulaciones eran leves. No obstante, se observaba claramente una tendencia a la unión de personas que finalmente formaban las communitas
regni, para lo cual fueron admitidos cada vez más representantes del commons. La
función del parlamento como origen de consejo y tribunal se extendía hacia una instancia de decisión e indirectamente de control respecto a las cuestiones financieras, y
sobre todo para las peticiones de individuos o comunidades.
Francia evolucionó sin obstáculos, aún mostrando una base paralela. Bajo el mandato de Luis IX, el legislativo borgoñés hizo constar en el año 1256 como único monarca de su reino al soberano francés, que no reconocía la superioridad de nadie en
los asuntos mundiales; solamente él servía al bienestar público, porque la patria
communis era idéntica a su reino por lo que se anteponía a la patria regional. Este
concepto sobrepasó la transición al s. XIV, aunque las escalas éticas no fueron tan
altas como las que vivió Luis IX. En 1247 este monarca mandaba comisarios a todas
las regiones del reino para controlar las actividades de los bailes y de los funcionarios
reales con el fin de solventar malentendidos. La repetición anual de dichas visitas intensificaban la reforma del sistema, que quedó reflejado en las ordenanzas sobre
obligaciones de los bailes y de la Sennenschale de 1254 y 1256. No sólo en este caso
el rey obraba sin consultar con los barones convencido de que sus deseos coincidían
con el bienestar común. Al igual que las ordenanzas del emperador Federico II éstas
seguían tratando asuntos morales como juegos de azar o blasfemias y sobre todo
particularidades legales como la sustitución del duelo por el procedimiento de inquisición. Estas medidas sólo eran válidas en el reino. Aún así se sobrepasó la frontera,
pues se podía apelar al parlamento por falseamiento o negación de derechos en el
territorio de un vasallo. En un principio, Luis no violó la juridicialización, pero las numerosas posibilidades de apelar directamente ante el rey reducía notablemente el peso
de sus señorías. A esto se suma la formación de los legisladores, sobre todo, aquellos
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juristas formados según el derecho romano. Su creciente número permitió, desde Felipe
IV, la organización de cámaras; por consiguiente se consumó paso a paso la separación del poder ejecutivo y la administración. Para que la dirección no pudiese dependizar
al soberano, se modificó la «curia regis» mediante su extensión a nuevos grupos, como
las ciudades. Cuando se convocaban, era decisión del rey; los participantes de las
reuniones se unían en representación de su états; las proposiciones del rey eran asesoradas por separado, al igual que las exposiciones de las conclusiones. Estas últimas no tenían por qué ser aprobadas por el monarca. En comparación con Inglaterra,
el monarca francés disfrutaba de un campo de actuación mucho más amplio.
La evolución en Castilla habría sido semejante si la relación con la nobleza no
hubiese sido tan tensa. En la Guyenne se formaba una residencia armada, y en Flandes
en 1302, un ejército nacional formado por fuerzas ciudadanas se rebelaba destruyendo un ejército real de caballeros. A continuación se han de tener en cuenta las alianzas entre la nobleza por la defensa del centralismo real; pero el sistema de ordenanza
sufrió una crisis amenazante en Francia motivada por la guerra de los Cien años a
mediados del s. XIV. En Castilla, en cambio, todo pareció ocurrir medio siglo antes.
Como personaje clave destaca Alfonso X el Sabio quien se consideraba representante de Dios y sostenía ya pensamientos que Juan Gil de Zamora manifestaba poco
después ante Sancho IV. El rey se encontraba entre Dios y el hombre, Dios le ofreció
a él los imperios, por lo cual podía esperar de sus habitantes obediencia absoluta y
disposición de sacrificio hasta la muerte. No fue el fecho del imperio lo que le trajo
dificultades con la nobleza, sino la legislación. La antigua nobleza —como la denominaba Salvador de Moxó— se diferenciaba antes del s. XII por basar su autoridad en
dominio y laboriosidad lejos de la corte; pero bajo el imperio de Alfonso VIII tuvo que
reunir sus antiguos derechos en el «Fuero viejo». Alfonso X se impuso a esto redactando en 1265 el prólogo y el primer tomo del «Libro del Fuero» de Fernando III con
el sentido de aumento de las competencias del poder del rey, sin tomar por ello contacto con la nobleza. Ante este hecho, se encontró con una creciente protesta hasta
que en 1272 tuvo que retirar su versión por reconocimiento expreso de los antiguos
privilegios. El Orden del rey estaba acompañado de medidas económico-políticas que
favorecían a las ciudades en perjuicio de la nobleza, porque amenazaban con romper
las estructuras tradicionales monárquicas. Lo mismo sucedía con las medidas de centralización, la curia regis fue transformada en una administración jurídica de la corte y
hacia los intereses de la autoridad, la administración financiera fue racionalizada y la
administración territorial totalmente reorganizada. Pero no sólo esto llevó a las rebeliones de la nobleza, sino también una lealtad menguante entre las potentes familias
nobles. El cambiante comportamiento de Castilla con la corona de Aragón estaba
cargado de peligro hacia un pacto entre el monarca y una significativa familia noble o
grupo de nobles para perjudicar al monarca. Esta inseguridad culminó en 1275, cuando el futuro sucesor del trono, Fernando de la Cerda, cayó en la batalla contra los
moros, y Alfonso X no tuvo en cuenta la descendencia de éste, tal como lo había previsto la corte de Palencia de 1253, sino a su segundo hijo Sancho IV. Como la familia
de los Lara apoyaba a los hijos de Fernando, Sancho se afilió con los Haro, rivales de
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los Lara; ya que Haro como soberano de Vizcaya podía darle la oportunidad a Sancho
de tomar influencia en el reino de Navarra, el rey de Francia se puso a disposición de
los Lara. Con ello el reinado se rebajó literalmente a liderar a una de las partes en la
guerra civil. Aún fue peor, porque Alfonso creía tener que ser flexible ante los consejos
del rey francés después de que las Cortes de Segovia reconocieran a Sancho como
futuro sucesor de la Corona, consideró sus medidas de centralización por transigencia y pensó en el reparto del reino entre Sancho y los hijos de Fernando de la Cerda.
Lo único consecuente era que en 1282 en Valladolid Sancho destituyó del cargo a su
padre por incapacidad. Por consiguiente, Alfonso desheredó a su hijo y nombró sucesor a su hijo mayor, Fernando, con lo cual demostró lo inútil que había sido su política
en los últimos siete años.
Aunque Sancho IV acabó imponiéndose, la cuestión de la sucesión legítima del
trono no fue resuelta, y ésto pronunciaba la oposición entre los Haro y los Lara. Desde
el punto de vista del s. XIII se podría lamentar que las diferencias, dentro de la familia
real, por la inclusión de la nobleza, no permitían al reino llegar a la estabilidad. Desde
el punto de vista del s. XIV se reconoce en las turbulencias del saliente s. XIII un comienzo, convertir la nobleza en corte, también llamada «nueva nobleza», que se estableció como servicio en la corte. Para ello se necesitaba en Castilla la nueva dinastía
de los Trastámara, que no se vio atacada por la dichosa cuestión del sucesor del trono. Pero no sólo eso, importante fue también la decisión de la evidencia soberana. Se
debe conceder el mérito a la monarca María de Molina por haber guardado la corona
intacta a su hijo Fernando IV, pero no pudo remediar que, por miedo a perder sus
privilegios y en vista de la unión de las ciudades en Hermandades para la mayor fuerza de imposición, que la nobleza sustituyera a los funcionarios reales por representantes propios. Sin tener en cuenta el peligro de caer en una dependencia total, debía
surgir la cuestión de la postura del rey en sentido no absolutista. Juan Manuel, un
sobrino de Alfonso X, no dudaba de la delegación de Dios a través de un monarca y
de la obligación de la nobleza respecto de él, pero ésta tenía un derecho, rebelarse
contra el rey cuando existiera una gran pérdida de su honor o naciera un daño por su
obligación de lealtad. Aquí se presuponía la igualdad de los hombres ante Dios, que
permite únicamente diferentes obligaciones dentro de una sociedad, para las cuales
existía una misión especial y natural. De esta manera tan moderada, casi humilde de
formular estos pensamientos, justificaron la idoneidad del cargo del rey, y efectivamente, Enrique de Trastámara utilizó más tarde este argumento en la toma de la corona.
Pero la teoría del reinado de Castilla no llegó tan lejos como el «Pactismo» de la
corona de Aragón. En su obra más importante «Lo Crestiá» el franciscano valenciano
Francesc Eiximenis subordinó al rey a las leyes y encontró en las Cortes el órgano en
cuya jurisdicción caía el poder de veredicto y castigo en caso de incumplimiento de
las leyes por parte del soberano, ya que éstas convirtieron al rey en su monarca y así
podían destituirlo. Según su punto de vista el núcleo de las Cortes estaba formado por
la totalidad de las ciudades; en las regiones valenciano-catalanas dominaba casi una
tendencia republicana. En Castilla en cambio se consideró la violenta supresión de
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Pedro el Cruel mediante un tiranicidio como salida excepcional. Ya la reducción de las
asambleas populares a cabildos, con los funcionarios reales como regidores en segundo plano, reducción realizada por Alfonso XI con el fin de favorecer un control
estabilizado desde la Corte, muestra claramente cómo se interrumpió el camino hacia
una monarquía constitucional.
Para demostrar que las tensiones internas no eran sólo consecuencia del constante crecimiento de necesidades financieras y de una administración cada vez más complicada, deberíamos considerar al papado de aquellos tiempos. Como el papado tenía
los mismos ideales monárquicos que los soberanos de aquel entonces, no es de extrañar que apoyara a ciertos monarcas en sus diferencias con la nobleza. Aquí debe
bastar con el ejemplo de Navarra. Con el fuerte aumento del «Fuero Antiguo», creado
en 1238 como meta, tuvoTeobaldo II que jurar en 1253 antes de su proclamación que
respetaría todos los derechos y libertades de los habitantes y anularía todas las injusticias implantadas por sus antecesores. Solamente después de su juramento los navarros estaban dispuestos a hacer su juramento de fidelidad. Si además se le acerca
a la justificación histórica de los «Fueros Generales», de que los montanyeses hubieron reconquistado su país con sus propios medios a los sarracenos y luego elegido un
rey, que primero tuvo que jurar sus derechos, entonces el monarca aparece, independientemente a la monarquía hereditaria, como un delegado del pueblo. Fue razón
suficiente para el Papa Inocencio IV para tomar en 1255 aTeobaldo II bajo su protección y autorizar al obispo a desligar al rey del juramento de la coronación, con lo cual
se reducía la capacidad del ejercicio de su cargo.
Precisamente Inocencio IV mostraba comprensión por la difícil situación del rey de
Navarra; él mismo no nombró ningún cardenal durante su pontificado, porque éstos ya
no se consideraban como subditos del cargo papal. Con ello surgió paulatinamente un
contrapeso al plenitudopotestati.Ya bajo Inocencio III los canonistas pedían un cambio en el comportamiento de la autoridad y en el nombramiento del Papa. ¿Acaso
justificaba la ilimitada autoridad del Papa poder conceder permisos según le venían
en gana, o debía respetar las normas del plenitudo potestati en cada nombramiento.
Inocencio IV, excelente jurista, desarrolló a partir de un ejemplo de la historia de Aragón
una primera solución: los religiosos hacían votos de pobreza y soltería según mandaban las reglas de su orden. El Papa podía dispensar de esto si la boda del monje
fuera la única solución para continuar la dinastía. Las utilitas de la generalidad podían
anteponerse al bonum individual del voto. Inocencio sólo podía llegar a esta conclusión porque diferenciaba muy bien entre derecho divino, derecho natural y derecho
positivo. Los decretalistas entre los canonistas, defensores activos de la autoridad papal,
encontraron en los decretistas, que se consideraban como las fuentes principales de
las decisiones del concilio, un competidor con posiciones contrarias. Éstos perseguían
la idea que el Vicarius ChristHuem una fuente de derechos ilimitada, en que quedan
recogidos todos los derechos positivos; éstos se hacían cargo de difundir aspectos
morales como otros criterios de conclusión. Desde siempre debía cuestionarse ante el
otorgamiento de una dispensa si la decisión estaba permitida, si era adecuada y si
servía al amor, para que correspondiera a las utilitas. El tercer punto, las caritas. Éstas
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eran cada vez más importantes porque asociados al scandalum resultaban negativas.
Si un obispo antepusiera una peregrinación, cuya finalidad se había perdido prematuramente desde le punto de vista de las Utilitas formales, podría argumentarse una
dispensa, pero no se podría remediar la impresión de un scandalum si se tratara de
un novicio. En tal caso por el amor al prójimo se concibe una dispensa.
Un amplio consenso entre decretalistas y decretistas se encontró a lo largo del s.
XV. En estos tiempos los cardenales volvieron a encontrar el camino a la reducida
escala de su declaración. Una característica de la idealización del Papa es la amenaza de independencia de éste por seguir, medidas positivistas. Otra característica es
volver a llevarla a su origen adaptándola a su correspondiente estructura. Con ello se
reflejaba la crisis con sus motivaciones opuestas en las monarquías occidentales. Intentando reunir todo ello en un punto, la crisis queda reducida a la oposición entre la
persistencia del derecho consagrado y la cuestión de si la autoridad o la institución es
capaz de realizar una función práctica, y en qué medida.
Debemos tener en cuenta un tercer fenómeno: la casa real. No es igualable a una
dinastía y tampoco es idéntica al reino. Como ejemplo, la corona de Aragón, donde
antes se formaron los elementos de una casa real. Pero tanto ella, la corona de Aragón,
como los reyes de Castilla, antes de los Trastámara, carecía de un identificativo dinástico que reuniese a todos los miembros, como por ejemplo, Kapetinger, Habsburger,
Plantagenet, etc..
Comencemos aun así por la corona de Aragón. Ya en el s. XII, después del que
Ramón Berenguer III adquiriese el condado de Provenza mediante su boda en 1112,
la manera de pensar en las casas nobles de los condes de Barcelona jugó un papel
importante. Así pues, de aquí en adelante, valía como una provisión para el segundo
hijo, con derecho a reversión del cargo principal, en caso de que la familia se quedase
sin herencia. La casa de Barcelona perdió prácticamente la Provenza cuando en 1245
Beatriz de Provenza, hija heredera, contrajo matrimonio con el hermano del rey Carlos de Anjou y éste le jurase fidelidad. En 1137 se constituyó la unión de Aragón y
Cataluña. Mientras Ramón Berenguer vivía, la futura relación legal de la dos naciones
quedaba indefinida. Ya porque el conde de Barcelona como princeps era solamente el
delegado de su esposa Petronila, era inimaginable que las estructuras internas de los
dos países se asemejaran. Pero tampoco se intentó realizar tal acercamiento bajo el
reinado de Alfonso II, ya que al parecer la idiosincrasia de las dos naciones de la Corona
era independiente de las características biológicas de las familias soberanas en sentido de una institución suprapersonal. El estado todavía en auge de la casa noble era
incapaz de homologar los diferentes documentos legales, aun procediendo de territorios vecinos. Sólo así se puede entender la inhabitual transición de Ramón Berenguer
IV a Alfonso II. Ramón Berenguer asignó a su hijo mayor, también llamado Ramón, en
el testamento Aragón y Cataluña, y a su hijo segundo Pedro el condado de Rosellón
y Cerdeña así como los derechos sobre Carcascana y Narbona. En cambio Petronila
pensaba en el destino de la dignidad real de su casa paterna, porque en su testamento de 1164 llamó a su mayor lldefonsus, y al que el padre llamaba Pedro, apareció con
el nombre de Ramón Berenguer. Inequívocamente los dos hijos, de la casa de Barce-
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lona y de la casa de Aragón, debían seguir siendo los dirigentes; para el padre la
tradición de Barcelona tenía prioridad, en cambio la madre pensaba con más previsión. Con los cambios de nombre en relación a los dos países, Aragón, con su dignidad consagrada no sólo recibía prioridad, sino también cambió el nombre de Pedro
por Alfonso. Pedro debió recordar al Batallador cuando este legó su reino impropiamente
a las Órdenes Militares, cosa que también podía haberse tenido en cuenta para la
elección del nombre de Ramiro, padre de Petronila; aunque éste como religioso debió
haberse dispuesto para la continuación de la dinastía ya que también resultaba idóneo para un recuerdo glorioso. Al menos en la casa real se observaba una fusión que
creó un símbolo estable. Hasta entonces San Juan de la Peña era para los reyes de
Aragón sinónimo de sepultura y Ripoll para los condes catalanes, sobre todo para la
casa de Barcelona. En cambio Alfonso II creó en Poblet un monumento fúnebre para
todos los monarcas de la Corona.
Elegir Poblet, en el obispado de Tarragona, no fue mera coincidencia. En 1170
Alfonso II le escribió a Guillermo de Tarragona que la ciudad de Tarragona capul totius
regni mei fore dinoscitur...., qui eam destruit, caput meum destruit. Esto parece ser la
clave de la estructura interna de la corona de Aragón. Pocos años antes de la muerte
de Ramón Berenguer IV se establecieron apostólicamente las fronteras de la provincia eclesiástica de Tarragona. Se orientaban, con pocas excepciones, según los límites de Tarraconensis de la antigüedad tardía. Su parte norte, que pertenecía a la provincia eclesiástica de Narbona, se agregaba a la casa de Barcelona; molestamente se
desviaba a la frontera provincial para no dividir el condado de Cerdeña. Esto también
explica la situación de Mallorca. Jaime I legó en su último testamento la isla como
reino propio de su hijo, también llamado Jaime, y le concedió poderes de la corona al
norte de las cimas de los Pirineos. Jaime II debía poseer las partes en tierra firme
como feudo de los condes de Barcelona, y sin dependencia feudal las islas de Mallorca y Menorca. Aunque en el año 483 tuvieron obispo propio no fue así en las listas de
firma del Collectio Hispana. La jurisdicción de aquellos lugares fue prometida mediante privilegios papales en 898 al obispo de Gerona y en 1068 al obispo de Barcelona.
Después de la reconquista de Mallorca, Jaime I estableció una sede episcopal en Palma,
mientras que los obispos de Tarragona, Barcelona y Gerona bloquearon mutuamente
sus derechos sobre Mallorca mediante una inútil disputa y el Papa estaba dispuesto a
ligar el nuevo obispado inmediatamente a la sede papal. Cuando la causa siciliana
envió ayuda, el camino hacia un reinado independiente mallorquín quedaba abierto.
Pero la idea del derecho sobre la casa era tan fuerte que Pedro III indicó con el poder
de sus títulos un rex Maioricarum en 1276 un día antes de su coronación en Zaragoza; esto es, agregó Mallorca a la corona de Aragón, y en 1276 obligó a su hermano
con el contrato de Montpellier a reconocer su dependencia feudal. En el s. XIV el feudo al parecer y en vista de su extensión a Cerdeña y Córcega, ofrecía poca seguridad; además el contrato de unión de 1309 concedía la soberanía sobre Aragón, Cataluña y Valencia a una única persona, por lo cual en 1349 a través de Pedro se sometía Mallorca eliminándose como reino. De aquí en adelante se representaba su
población en las Cortes de Barcelona.
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De esta manera Sicilia perduraba como única línea colateral de la casa de Barcelona hasta que Martín, por entonces rey de Sicilia, tomaba en 1396 la corona de Aragón
tras la repentina muerte de su hermano Juan I y unificaba en 1409 en Sicilia la isla a
la Corona tras la muerte de su hijo Juan. Las vísperas sicilianas de 1282 están en
relación causal con Carlos I de Anjou. Éste hermano del rey francés Luis IX es un
claro ejemplo de la defensa del establecimiento de una casa real de rango superior. El
condado de Anjou que Felipe IX arrebató en 1204 en unión con el condado de Maine
de los Plantagenets constituyó el punto de partida de un reino disperso formado por
elementos pertenecientes a distintas bases jurídicas. Anjou tuvo en 1246 a su hermano Carlos como vasallo de la Corona cuando se casó con Beatriz, hija heredera de la
Provenza. La ya esperada adquisición de Provenza —situada en el Imperio y perteneciente a la casa de Barcelona— debía ser ligada a los paisajes franceses. Carlos aún
no se disponía a desligarse de la casa real francesa; llevaba en su emblema a lo largo
de su vida los lirios dorados de los Anjou, que como Anjou, representaba también las
posteriores ramificaciones en los Balcanes y en Hungría, aunque ya no tenía nada
que ver con el condado francés. La autocomprensión se transformaba de la misma
manera que el punto esencial de la soberanía de la Provenza se trasladaba a Italia.
En 1253 se le ofreció a Carlos por primera vez el reinado de Sicilia, pero en el sur de
Italia aún mandaban los Hohenstaufen y los papas negociaban con la corte real inglesa por encargo de Sicilia, atrasando así la llegada de la corona de Sicilia hasta 1266.
En Roma la simpatía por los Anjou no era uniforme; por eso Carlos se preocupaba por
obtener fama entre los senadores en Roma, que finalmente consiguió en 1268 tras el
triunfo sobre los Conrados, y que tras varios asaltos también obtuvo en 1269 del Papa
por la vicaría del Imperio de losToscana. Proclamar rey de Cerdeña a su segundo hijo
debía haber sido una medida de resistencia contra Jaime II, pero el compromiso
matrimonial de Carlos de Salerno con la hija heredera de Esteban IV de Hungría y el
del heredero de la corona húngara Ladislao con la tercera hija de Carlos de Anjou
debía provocar presión sobre Bizancio, pero que esto iniciara la línea colateral húngara de los Anjou no se podía saber. Al mismo tiempo Carlos hacía planes matrimoniales con los monarcas de Siberia y Bulgaria casando en 1271 a su hijo Felipe, rey de
Cerdeña, con la hija heredera de los condes de Achaia. Tras la muerte del basileo
Miguel II en 1272 los habitantes de Albania aceptaron a Carlos como siguiente rey,
con lo que se fijó la posterior línea albánica de los Anjou. Se puede observar como fue
cercado sistemáticamente Bizancio; y de hecho en 1273 Beatriz, segunda hija de Carlos,
tuvo que casarse con el hijo mayor del emperador titular latino de Constantinopla. No
es de extrañar que los bizantinos afrontaban en 1274 la demanda de la unión eclesiástica, lo que significaba un mayor apoyo contra los Anjou. Pero para Carlos, Bizancio
no era el propósito definitivo, sino Jerusalén; pues Carlos compró a principios del año
1277 a María de Antioquía, que buscaba hacer valer sus derechos contra el rey Hugo
III de Chipre ante la corona de Jerusalén, este título. No era más que un título, pero
tenía un gran valor ideológico para los Anjou.
Carlos de Anjou se hizo cargo del regnum siciliano a expensas de los Hohenstaufen.
Lo que el papado no podía prever, es que Carlos no se hizo cargo sólo del reino, sino
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también de la supraestructura ideológica; esto equivale a ser la última estación antes
del salto sobre el mar hasta tierra santa. La cruzada del emperador Enrique IV, y sobre todo la de su hijo Federico II no servía tanto a la liberación de la tumba santa,
como al cumplimiento de la profecía del emperador en la antigüedad tardía. En la visita de Federico II al santo sepulcro, éste inició el comienzo del imperio mesiano y de
la era de paz escatológica. A diferencia de Federico II, no hubo declaraciones en esta
dirección por parte de Carlos de Anjou, pero estos pensamientos no eran inusuales
en los contemporáneos de la segunda mitad del s. XIII, y mediante ello también pusieron en contacto a miembros de la casa de Barcelona.
Para poder enfrentrarse con las mismas armas a Alfonso X de Castilla, que como
nieto del rey Felipe de Suabia tenía derecho sobre la herencia de los Hohenstaufen,
Jaime I casó en 1262 a su hijo Pedro, sucesor del trono con Constanza, hija del rey
Manfredo. Como se mostró varios años después, era la única superviviente heredera
de los Hohenstaufen y supuso hasta cierto punto la legitimación para la adquisición
de Sicilia, que fue tomada en el s. XII como objetivo. La víspera siciliana era el vehículo decisivo que paró la expansión de los Anjou y facilitó la supremacía de la casa de
Barcelona, aunque el papado hizo todo lo posible por eliminar la dinastía de los
Hohenstaufen. Lo que es menos conocido es que todo este proceso mostró también
la parte de la vertiente del derecho familiar. Debe destacarse que Jaime II de Aragón
consiguió en 1297 la investidura del reino de Cerdeña de Bonifacio Vil y su hermano
Federico III de Sicilia accedió a la petición de ayuda basilea, estableció en la vecindad
de Achaia los ducados de Atenas y Neopatra e impuso, en contra de la voluntad de la
compañía catalana, la liga feudal de los dos ducados al reino de Sicilia. ¿Es absurda
la suposición de poder ver en parte un cuidadoso traspaso del entendimiento de la
casa de Anjou. ¿O, mejor dicho, apropiarse del mundo imaginado por los Hohenstaufen?
Porque, en cierta manera, ese tuvo que ser también el modelo de Cortes de Anjou.
Ya el nombre Federico es digno de atención. Era un nombre característico de los
Hohenstaufen, que de los hermanos menores de Alfonso X, salvo Enrique, llevaba
Federico, llamado Fradique, quién luchó al lado de Manfredo en 1266, y después de
la derrota de Benevent huyó a Túnez, y de allí regresa a Sicilia, maquinando en 1267
una, para los Anjou, peligrosa revuelta. El hermano de éste, Jaime II, no quería libertarle en 1291 para Sicilia cuando él mismo tuvo que subir al trono a Alfonso III; Sicilia
debía quedar directamente unida a la corona de Aragón, pero la tuvo que rechazar
totalmente en 1295 en el tratado de Anagni, para evitar tanto la excomunión papal
como la presión francesa y castellana, la isla de Sicilia en beneficio del poder papal.
Se le adjudicó como número de orden III, lo cual como rey de Sicilia no le correspondía en absoluto. El número de orden II le correspondía al Hohenstaufen Federico, por
su Kaiserorgnung. En ése número de orden también debía pensar Federico III, al que
el día de su coronación al almirante aragonés Roger de Lauria, ante los estamentos
sicilianos, declaró ser aquel Federico del que las profecías hablaban como Advenimiento y Señor del Imperio y de la mayor parte de la Tierra. Él por su parte se manifestaba en favor de la paz y la Concordia de la Cristiandad, con el fin de reconquistar
la tierra santa. Escribió a su hermano Jaime II con la certeza de que el hundimiento
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del linaje galo de los Anjou estaba cercano. Esto es comprensible por el transfondo
escatológico con la espera del fin del mundo. El franciscano Petrus Johannis Olivi
denomina ya poco antes de 1298 a Federico II como el «último emperador», que había
perseguido a la Iglesia y volvería a perseguirla, si como afirmaban distintas profecías,
resucitaba. Incluso Alfonso X de Castilla fue insultado como anticristo por Gerardo de
San Donnino, porque fluía sangre de los Hohenstaufen por sus venas. En el lado opuesto Federico II era considerado como un reformador de una iglesia desmoralizada, y a
ella apelaba Federico III seguramente con un peyorativo dedo índice señalando a los
Anjou. Pues también ellos habían sido incluidos en la espera del fin del mundo y precisamente como contrafigura de los Hohenstaufen. Ya que el canónigo de Colonia,
Alejandro de Roes escribía hacia 1281 que del linaje de Carlomagno y de la casa real
francesa surgiría un emperador llamado Carlos, que dominaría toda Europa y renovaría tanto al reino como a la iglesia. Después de él nadie reinaría, pues habría llegado
el fin del mundo.
Carlos I de Anjou fue bautizado con el nombre de Esteban, tuvo que aceptar el
nombre de Carlos aun antes de la adquisición del condado de Provenza, por lo visto
porque debía resaltar la tardía inclusión de los Kapetinger en la descendencia de los
carolingnos. Ya de manera modificada aparece este motivo en el año 1281. El nieto de
Carlos se llamó Carlos Martell nombrado así —como así se pensó entonces— en
memoria del patriarca de los carolignos. Y Carlos Martell se casó con Clemencia, la
hija del rey alemán Rodolfo de Austria. Sobre todo traía la desposada el regnum
Arelatense como dote, formalmente todavía en reino del Imperio, que a largo plazo
debía proporcionar a los Anjou un paso al Imperio occidental.
Los franceses y Carlos de Anjou estaban acostumbrados a la sucesión hereditaria, pero el Imperio occidental era un imperio electivo, a lo que justamente en aquella
década daban gran importancia los príncipes electores. Le negaron al rey alemán el
dinero para un viaje a Roma para su coronación imperial, ya que al emperador electo
no se le podía negar la elección de su hijo como sucesor. Pero el círculo de candidatos era limitado, ya que sólo entraban candidatos de linaje aptos para ser reyes. Por
ello sólo se turnaban los Austria, los Wittelsbacher y los Luxemburgo en la posesión
de la corona alemana. Los Austria descienden de Rodolfo de Rhreinfelden, el antirey
del emperador Enrique IV; pero esto debió ser subrayado claramente, ya que el otro
candidato a la elección de 1273, Otocar de Bohemia, incluso se había burlado de la
insignificancia de los Austria. Por ello en las vísperas de la coronación, Rodolfo de
Austria cambió el nombre de su esposa e hija, ambas llamadas Gertrudis, a Inés y
Ana respectivamente; pues así se llamaban en 1218 las últimas herederas de la casa
ducal de Záhringer, que había heredado en el s. XI de Rodolfo de Rheinfelden, quién
había sido bendecido con una hija. Algo parecido observamos en la casa de los
Luxenburgo. Carlos IV fue bautizado bajo el nombre de Wenceslao en 1316, y utilizó
reiteradas veces este nombre como rey de Bohemia; pero en 1323, cuando fue desposado en París con la hija de Carlos de Valois, tomó el nombre de Carlos, probablemente porque tanto su padre, el rey Juan de Bohemia, hijo del emperador Enrique Vil,
como también su suegro aspiraban a conseguir la corona imperial, por lo que podía
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confiar en aspirar a dicha corona imperial algún día. El nuevo nombre señala sin lugar
a dudas a Carlomago. En 1347 Carlos IV recibió en Praga la corona del Santo
Wescenlao, a la que nunca renunció, y se hizo nombrar rey de Alemania en 1349 en
Frankfurt, y un mes después se hizo coronar en Aquisgrán. En memoria de su elección hizo instalar en una pared libre de adornos de la catedral de Frankfurt situada a
la derecha del coro, por encima de los asiento, una representación metafórica de
Carlomagno y justo enfrente, a la izquierda del coro, a sí mismo. De camino a Aquisgrán
hizo erigir una estatua de Carlomagno en la torre sur de la catedral de Colonia, y en
Aquisgrán encargó la construcción de un coro gótico en la vieja iglesia imperial de los
carolingios, imitando a la Chapelle Royal de Paris. Se había hecho artificialmente un
descendiente de los carolingios, lo mismo que ya hiciere Carlos de Anjou cien años
antes.
Algo más fácil lo tuvo la casa de Wittelsbach. De su casa ducal bávara descendía
Isabel, esposa del rey Conrado IV, inmediato sucesor de Federico II. Poco después
del nacimiento de Conradín, último heredero masculino de los Hohenstaufen, murió
Conrado, en 1258 y la viuda de éste se casó con el conde del Tirol. Conradín quedó
bajo la tutela de los Wittelbacher bávaros, que se sentían los protectores del legado
alemán de los Hohenstaufen en el sur de Italia. Los Wittelsbacher le prometieron ayudar a formar su ejército, así como administrar sus bienes y territorios en el sur de
Alemania en su ausencia, si éste les legaba los títulos de esa zona en caso de que
Conradín que por aquel entonces no tenía hijos legítimos no regresase vivo de la atrevida empresa de Italia. Como esto de hecho ocurrió, pudieron considerarse realmente
como continuación de la casa de Hohenstaufen.
Todo esto parece algo aventuresco, pues la consanguinidad ya solo juega un papel parcial en esta manera de pensar y querer hacer política. El derecho familiar abarcaba más, la sucesión en el cargo o la toma de posesión de una gran parte del legado
material podía sustituir o suplir la escasez de consanguinidad. Los Austria fueron los
que más lejos llevaron esta práctica, difundiendo hacia 1300 la leyenda de que descendían los de Colonna, sabiendo que éstos ya afirmaron en el s. XI ser descendientes de la casa imperial juliana, esto es, descender del César. Cuanto más alta era la
meta política más atractivo debía ser el modelo de una casa soberana más antigua
que legitimara el incremento de dignidad y en el incremento de la extensión territorial.
A raíz de los tres fenómenos observamos dos tendencias históricas de las instituciones, que se hicieron notables en toda Europa occidental a lo largo de toda la Alta
Edad Media. Por un lado vemos la transpersonalización del reinado en reinados regionales, que se manifiesta en que el monarca debía compartir parcialmente su derecho
a gobernar la población. En tanto en cuanto en esto existe el germen de la soberanía
popular, dicha tendencia tendrá, desde un punto de vista histórico, un gran futuro. Por
otro lado dicha característica suprapersonal dificulta la variación de las fronteras; el
paso de Alicante del reino de Murcia al reino de Valencia —estudiado detenidamente
por Juan Manuel del Estal— o la incorporación de Mallorca al principado catalán parecen ser más bien excepciones a esta tendencia. Sobre esto destaca —esto sería lo
segundo— la parte dinástica del soberano, que aporta a la participación periférica de
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la población en el gobierno una mayor movilidad y sobre todo un radio de acción realmente europeo. Sólo el hecho de que la variedad de títulos legales pudieron ser implantados en otro plano jurídico sin cambios, permitió la creación de grandes reinos,
por ejemplo desde la Provenza hasta los Balcanes del cercano Oriente, o desde el
condado de Luxemburgo, entre la frontera franco-alemana, pasando por Bohemia hasta
Polonia y Hungría, o desde el alto Rín pasando por Austria hacia Bohemia y Hungría.
Aquí se miraba hacia atrás, pues se necesitaba la legitimación dada por una destacada personalidad de la historia, que se tratara como si fuera el fundador del linaje. Estas
dos actitudes, una mirando al pasado y otra al futuro, es naturalmente propia de todas
las épocas pero nunca en los extremos en los que se manifestó en la alta Edad Media
de los s. XIII y s. XIV.
Traducción: Victoria Miralles
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