Muestra - interZona

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William Shakespeare
HAMLET,
PRÍNCIPE DE DINAMARCA
Estudio preliminar, traducción
y notas de Carlos Gamerro
Colección ZONA de TEATRO
Colección coordinada por el Centro de Documentación Teatral “Eduardo
Pavlovsky” integrado por Ricardo Dubatti, María Fukelman, Andrés Gallina,
Natacha Koss, Lucía Salatino, Nora Lía Sormani y Jimena Cecilia Trombetta,
y dirigido por Jorge Dubatti.
Shakespeare, William
Hamlet : príncipe de Dinamarca. - 1a ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires : Interzona Editora, 2015.
248 p. ; 21x13 cm. - (Zona de teatro / Jorge Dubatti)
Traducido por: Carlos Gamerro
ISBN 978-987-3874-10-9
1. Teatro Inglés. 2. Teatro Clásico. I. Gamerro, Carlos, trad.
II. Título
CDD 822.33
© de la traducción: Carlos Gamerro, 2015
© interZona editora, 2015
Pasaje Rivarola 115
(1015) Buenos Aires, Argentina
www.interzonaeditora.com
[email protected]
Coordinación editorial: Brenda Wainer
Diseño de maqueta: Gustavo J. Ibarra
Ilustración de tapa: Cobbe Portrait of William Shakespeare (c. 1610)
Composición de tapa: Brenda Wainer
Composición de interior: Hugo Pérez
Corrección: Agustina Pulfer
isbn 978-987-3874-10-9
Impreso en la Argentina. Printed in Argentina
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el
alquiler, la trans­misión o la transformación de este libro, en cualquier
forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito
del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
Estudio preliminar
Un clásico no es solo un texto que tiene algo nuevo que decir en cada
época; un clásico es un texto del cual cada nueva época debe decir algo
nuevo si quiere conformarse como tal. No puede haber romanticismo
sin una lectura romántica de Hamlet, ni modernismo sin una lectura
modernista: desde el período de su primera redacción, hemos tenido,
sucesivamente, el Hamlet isabelino (que es el que menos conocemos),
el iluminista del Dr. Johnson, el revolucionario de Hazlitt, el romántico de Goethe y Coleridge, el psicoanalítico de Freud, Ernest Jones
y Lacan, el modernista de Joyce y T.S. Eliot, el nietzscheano de (obviamente) Nietzsche y de Wilson Knight, el existencialista de Kott y
Brook, y hasta un anémico Hamlet grunge en la versión fílmica de Michael Almereyda (2000). Lo mismo que sucede con los cambios temporales sucede con los desplazamientos geográficos y, por supuesto,
lingüísticos: Hamlet es uno de los personajes más internacionales de
Shakespeare, y cada cultura y cada época puede, y debe, verse en él
como –para tomar la imagen que Hamlet mismo utiliza– en un espejo, así sea el espejo rajado de un sirviente1. Cada nueva traducción y
cada nueva puesta da pleno sentido al aforismo de Wilde: “lo que la
obra de arte refleja es al espectador, antes que la vida.”
1 Imagen con que Stephen Dedalus caracteriza al arte de un país sometido y
sojuzgado como Irlanda en el primer capítulo de Ulises de Joyce.
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Hamlet
Demoras justificadas
Existen incontables maneras de acercarse a esta obra, pero a lo largo
del tiempo todas las preguntas tienden a constelarse alrededor de
una central: ¿por qué Hamlet dilata la ejecución de su venganza?
Entre su promesa al padre muerto:
Dime quién fue, y con alas veloces / como el pensamiento, o las ilusiones del amor, /
volaré hacia mi venganza,
y el comienzo del segundo acto, cuando todavía está tratando de decidirse, pasan dos meses: el símil “veloces como el pensamiento” ha
tomado un sentido decididamente irónico.
La pregunta ha sido formulada de variadas maneras, pero su forma canónica aparece en los ensayos de A. C. Bradley (1904): “¿Pero
por qué diablos Hamlet no obedeció al fantasma de inmediato, y así
salvó siete vidas de las ocho [que se pierden al final]?”.2
No sabemos cómo se habrá formulado la pregunta hacia la época
del estreno, ni qué respuestas pudo haber recibido; pero las primeras lecturas de las que tenemos noticia parecen dar tan por sentada
la justicia y la simplicidad de la venganza que no encuentran razón alguna para demorarla. Así, un comentarista anónimo diría en
1736: “el poeta… ha caído en el absurdo, pues no hay razón alguna
para que el joven príncipe no mate al usurpador lo antes posible,
sobre todo cuando está representado como un joven tan valiente,
y que tiene tan en poco a su propia vida”. Tal es el desconcierto
de este comentarista, que termina apuntando su dedo acusador al
propio Shakespeare: “Si Hamlet hubiera puesto manos a la obra…
la pieza se terminaba enseguida. Pero si el poeta necesitaba que
2 A. C. Bradley, Shakespearean Tragedy. N.Y., Palgrave Macmillan, 2007.
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Estudio preliminar
este demorara su venganza, debería haber buscado una buena razón para ello”.
Aun así, la pregunta que más desvelaba a estos comentaristas iniciales no era tanto esta sino la subsidiaria sobre la locura fingida. Todos coinciden en que este fingimiento, lejos de expeditar la venganza, solo sirve para hacerla más difícil: una piedra que Hamlet mismo
se pone en el camino: “Lejos de resguardarlo de cualquier daño que
el usurpador pudiera infligirle, lo cual parecería ser su propósito,
parece el camino más directo a que lo encierren y le impidan llevar
a cabo la venganza de su padre, que parecía ser su único propósito”,
opina el mismo comentarista, con quien concuerda el Dr. Johnson:
“no parece haber razón alguna para la locura fingida, ya que esta no
le permite hacer nada que no hubiera podido hacer con la reputación
de la cordura”.
De Goethe sería uno de las primeras teorías sobre la “duda hamletiana”, que se derivaría del temperamento del héroe, en quien ve a un
joven sensible, un poeta y soñador al que las circunstancias le exigen
dar el salto a la acción. A partir de la cita, El presente está desquiciado.
Maldición. / ¿Justo a mí me toca enderezarlo? Goethe hacer decir a su Wilhelm Meister: “Shakespeare quería… representar los efectos de una
gran acción puesta sobre los hombros de un alma incapaz de llevarla
a cabo”. Y también: “han plantado un roble en un costoso jarrón que
solo debió haber contenido agradables flores en su seno; las raíces se
extienden, se raja el jarrón”. Del otro lado del canal, Samuel Taylor
Coleridge diría más o menos lo mismo: “Hamlet es valiente, no le
teme a la muerte; pero vacila, a causa de su sensibilidad, y se demora
por el mucho pensar, y su poder de actuar se disuelve en la vehemencia de su resolución”. Schlegel repite el juicio de Goethe, pero sin
momento positivo: la incapacidad de actuar no es una marca de la
naturaleza sensible y superior del príncipe, sino de su debilidad, de
su hipocresía, de su autocompasivo egoísmo.
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Hamlet
Contra estas lecturas pueden alegarse momentos diversos de la
obra. Uno de ellos, las palabras del héroe cuando sus amigos tratan
de disuadirlo de seguir al fantasma:
¿Por qué? ¿Qué debo temer? / Mi vida no vale lo que un alfiler, / y a mi alma, ¿qué
podría hacerle? Es inmortal, como él. / Ahí me llama de nuevo. Voy con él.
Es verdad que esto podría descartarse como mera bravuconada, si
no fuera porque Hamlet efectivamente cumple sus palabras: sigue al
fantasma y espada en mano amenaza con matar al que se le ponga
en el camino. Otros momentos que ponen en cuestión estas nociones
de Goethe y Coleridge son los del asesinato de Polonio, que Hamlet
toma por el rey; el del ataque al barco pirata, que Hamlet aborda sin
esperar al resto de sus hombres y, por supuesto, la escena final en la
cual termina atravesando al rey con su espada y, por si las moscas,
haciéndole beber de la copa envenenada. No parecen estas acciones
que cabría esperar de un bello jarrón. O, en la maliciosa refutación
de Bradley: “imagínenselo a Coleridge haciendo todas estas cosas”.
¿Por qué, entonces, Hamlet no mata al rey apenas su padre le revela la verdad y lo conmina a vengarlo? ¿Por qué pierde el tiempo
haciéndose el loco, atormentando a Ofelia, burlándose de Polonio,
montando piezas teatrales y dándole consejos sobre profilaxis sexual
a su madre?
Para empezar a plantear el problema hay que prestar atención no
solo a lo que el padre pide, sino a lo que el hijo promete:
¿Olvidarte? / Más bien, de las páginas de mi memoria borraré / todo tonto recuerdo, los dichos de los libros, los dibujos, / las impresiones que mi juventud y
observación / grabaron en ellas, y únicamente tu mandato vivirá / en el libro de
mi mente, sin mezcla de materia más baja.
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Estudio preliminar
Lo que Hamlet está prometiendo, palabras más palabras menos,
es que a partir de ese momento dejará de ser quien es, para ser únicamente lo que su padre quiere que sea; que se vaciará íntegramente,
para ser habitado en su totalidad por el deseo y el mandato paternos;
que el hijo no será más que un guante para la mano del padre. La
“materia más baja” a la que se refiere no es otra que aquella de la
cual él mismo está hecho. Una promesa así no puede ser cumplida,
salvo en el vaciamiento de la psicosis; pensemos, por un momento,
en uno de los tantos Hamlets del siglo xx: el Norman Bates de Hitchcock; en el acto mismo de formularla, comienza la rebelión contra
ella, y no es raro que Hamlet al punto se burle del espectro y lo trate
irrespetuosamente:
¡Ja, ja! ¿Estás de acuerdo, viejo? ¡Apareciste, mascarita! / Vamos, ya escucharon
al nene del sótano. / A jurar.
Hamlet está trabado en una doble lucha contra dos figuras paternas: consciente, contra su tío, inconsciente, contra el espectro. ¿Qué
le sucederá si se venga? Dejará de ser él, para ser únicamente lo que
su padre quiere que sea; más aun: se convertirá en su padre. Las ausencias, por su propia naturaleza, son más difíciles de detectar que
las presencias, pero pueden ser, una vez descubiertas, tanto o más
reveladoras que estas: si hay algo ausente, en este diálogo padre-hijo,
es el afecto y la preocupación del primero por el segundo: “¿Cómo
estás, Hamlet? Te veo apesadumbrado. ¿Y Wittenberg? ¿Cómo van tus
estudios?”. No escuchamos nada de esto. Quizás el rey Hamlet fuera
en vida más atento a las necesidades de su hijo, pero no lo sabemos.
El espectro no es el hombre completo: vuelve de la muerte lo que ha
sobrevivido a la muerte, lo que mantiene al alma “en pena”: la sensación de afrenta, por lo que su hermano le ha hecho; su perplejo, confundido y quizás inexplicable, pero todavía vivo, amor por la reina.
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Hamlet
No queda en este alma atormentada espacio alguno para ocuparse de
un hijo y sus padecimientos.
Por supuesto, el conflicto de este último no sería tan profundo si
sus valores fueran, más o menos, los del rey muerto. Pero Hamlet y
su padre pertenecen a mundos distintos. De las dotes del rey Hamlet
como estadista, nada sabemos: solo que ganó un territorio matando en
combate al rey noruego; solo que venció a los polacos en sus trineos. El
rey Hamlet era un guerrero vikingo, un bárbaro (la primera versión de
esta leyenda, recogida por Saxo Grammaticus en su Historiae Danicae
(1514), es del siglo xii), su hijo, un estudiante de la prestigiosa universidad de Wittenberg –que no abrió sus puertas hasta 1502. Resulta difícil
decidir si la acción de Hamlet transcurre en el siglo xii, y la mención
de Wittenberg es un anacronismo; o si transcurre en el siglo xvi y lo
anacrónico son las referencias al mundo vikingo (si hay que elegir, me
juego por la opción primera): lo que es indudable es que en la obra
conviven temporalidades distintas: la medieval y la renacentista.
Esa es la otra tragedia de Hamlet: es un príncipe renacentista en
un reino feudal, y su conflicto personal es así representativo de uno
más general: el de los valores heredados contra los elegidos, el de
los mandatos familiares contra las aspiraciones personales, el de la
herencia feudal contra la modernidad. No es difícil adivinar en cuál
de estas polaridades se ubicarían Shakespeare y su público, tal vez
el más moderno de la Europa de comienzos del siglo xvii. En este
conflicto entre códigos familiares y atávicos, por un lado, y la ley del
estado y la sanción de la iglesia, por el otro, la venganza no aparece,
ya, como el camino más noble u obligado. Este es el diagnóstico de
Bertold Brecht en su Pequeño organon (1948): “Así vemos como en estas circunstancias el joven… usa inadecuadamente el conocimiento
adquirido en la Universidad de Wittenberg. Este conocimiento se le
interpone en el camino cuando se trata de resolver conflictos en el
mundo feudal. Su razón deja de ser práctica cuando debe enfrentarse
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Estudio preliminar
con una realidad irracional. Termina siendo una víctima trágica de
la discrepancia entre su razonamiento y su acción”. Brecht no toma
partido, no nos dice que los valores de Hamlet son superiores a los
de su medio: simplemente toma nota de la incongruencia. Quien sí lo
hace es Bernard Shaw, en un posfacio de 1945 a su Back to Methuselah:
“Lo que le pasó a Hamlet es lo mismo que le había pasado a Cristo
quince siglos antes: nacido en tiempos de la moralidad vengativa
de Moisés, evolucionó hacia la percepción cristiana de la futilidad
y maldad del castigo y de la venganza (…). Pero no tiene suficiente
filosofía para comprender, además de aprehender, este hecho. Cuando descubre que no puede matar a su tío a sangre fría, solo atina a
preguntarse si es un cobarde”. A partir de los años 60, más o menos,
la tendencia será a ver en Hamlet a un héroe joven que lucha contra
un pasado oscurantista: “Shakespeare ha tomado al más atento de los
lectores de Montaigne y lo ha arrojado de nuevo a la Edad Media”,
resume Ian Kott, quien moderniza a Hamlet aun más, viéndolo “en
suéter negro y jeans. El libro que lee ya no es de Montaigne, sino de
Sartre, Camus, Kafka… A veces se considera un existencialista, otras
veces un marxista rebelde”. A partir de la mítica fecha de 1968, el
carácter generacional del conflicto se vuelve insoslayable, y Hamlet
se politiza a la vez que se adolescentiza: será beatnik, existencialista,
hippie, pantera negra, guevarista, punk, grunge, rastafari y emo. De
todos modos, más que cualquier conflicto generacional abstracto,
siempre le irá mejor uno que incluya el choque entre estructuras
feudales y mentalidad moderna, como lo puede ser el de cualquier
intelectual tercermundista que volviera a su país después de haber
cursado estudios en Oxford, París, Pekín o Moscú.
Este aspecto del conflicto es puesto de relieve por una de las películas más shakesperianas jamás filmadas (lo es, entre otras cosas,
porque no se propone serlo): El padrino I de Francis Ford Coppola. De
la primera generación de hijos estadounidenses, Michael Corleone
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Hamlet
está llamado a ser el diferente: se alista en el ejército de los EE.UU.
–lo cual es visto por su familia como una traición–, se casa fuera de la
cerrada comunidad siciliana, será el primer Corleone respetable (el
“senador Corleone”, sueña su padre). Pero el fallido atentado contra
este, y la comprobación de que la ley está del lado de sus pretendidos
asesinos, sumada a la ofensa personal de ser golpeado por el jefe de
policía, lo llevan a proponerse como brazo ejecutor de la venganza.
Apenas consumada esta, lo envían –por razones prácticas que en este
caso coinciden con las espirituales– a Sicilia, donde se reencuentra
con sus raíces, que son las de la lógica de la venganza que domina
esa sociedad semifeudal. “¿Dónde están los hombres?” le pregunta
Michael a sus guardaespaldas. “Muertos. En las vendettas”, le responden estos, como enunciando lo obvio3. Una dinámica de resolución
de conflictos capaz de despoblar una región entera da que pensar;
Michael piensa, y llega a una conclusión: la única manera de cortar
esta infinita cadena de vendettas es matando a todos los adversarios,
reales y potenciales, de una sola vez. Después de hacerlo es el nuevo
padrino: se ha convertido, no en lo que su padre quería –porque su
padre no quería esto para él– sino directamente en su padre. Aquí,
entonces, tenemos una primera respuesta: Hamlet no ejecuta la venganza para no terminar como Michael Corleone.
Lo que paraliza a Hamlet, de todos modos, no es el conflicto en
sí, sino su incapacidad de hacerlo consciente para sí. Piensa que la
venganza es una respuesta válida, y que debería ser capaz de llevarla
a cabo; si no lo hace debe ser por debilidad, porque hay algo en él que
3 Una lógica parecida anima a La Plaga, personaje de La virgen de los sicarios de
Fernando Vallejo, que le confiesa al autor “que tenía novia y que la pensaba preñar pa tener un hijo que lo vengara. ‘¿Y de qué, Plaguita?’” le pregunta este. “No,
de nada, de lo que fuera. De lo que no alcanzara él” contesta este previsor sicario
de apenas quince años, en quien sin demasiado esfuerzo podemos entrever una
versión algo degradada al rey Hamlet.
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Estudio preliminar
está fallado. Su mente la aprueba, pero cada vez que su mente –las
palabras de su mente– lo instan a hacerlo, hay algo en él que se resiste. ¿Dónde? ¿En su alma? Tal vez, aunque es su cuerpo el que finalmente se retoba, se empaca, no le permite clavar el acero. Cuando a la
venganza le busca peros y vueltas, sus cuestionamientos son, técnicamente, desplazamientos: se embarulla por cuestiones secundarias,
preguntándose si el fantasma será o no el diablo; se preocupa por minucias y detalles, se pone quisquilloso sobre el lugar y el momento.
Es verdad que toda venganza implica una serie de consideraciones
no solo éticas sino estéticas: hay buenas y malas venganzas así como
hay buenas y malas obras de teatro. La venganza de Montresor en
“La barrica de amontillado” de Edgar Allan Poe, por ejemplo, es sin
duda una obra maestra; más allá de los motivos morales, dudosos
y tal vez inexistentes, uno aplaude su impecable diseño. Es por eso
que muchas veces, en las obras del género, la venganza final suele
consumarse en una representación teatral, en “la obra dentro de la
obra”, como es el caso de La tragedia española de Thomas Kyd, donde
los actores se matan en serio; o como en la procesión final de Mujeres
cuidaos de las mujeres de Thomas Middleton. Una venganza pública
es mejor que una venganza secreta, sobre todo si llega a constituir
un buen espectáculo, y el artista que hay en Hamlet querría que su
venganza fuera perfecta. Como todo buen artista, sabe que la paciencia es un mérito; también, como todo buen artista, puede quedar entrampado en la búsqueda neurótica del acte juste. Laertes, en cambio,
es cualquier cosa menos un artista. El llevará a cabo su venganza
pase lo que pase, en cualquier circunstancia, de cualquier manera. Si
Hamlet es un escultor, él es un matarife.
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