Onetti, Juan Carlos - Para Una Tumba Sin Nombre

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Juan Carlos Onetti
Para Una Tumba Sin Nombre
Juan Carlos Onetti
Para Una Tumba Sin Nombre
I
TODOS NOSOTROS, LOS notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el
Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las cuentas por copas
o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María.
Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el
privilegio de ver la cosa desde un principio y, además, el privilegio de iniciarla.
Es mejor, más armonioso, que la cosa empiece de noche, después y antes del sol.
Fuimos a lo de Miramonte o a lo de Grimm, “Cochería Suiza”. A veces, hablo de los
veteranos, podíamos optar; otras, la elección se había decidido en rincones de la casa de
duelo, por una razón, por diez o por ninguna. Yo, cuando puedo, elijo a Grimm para las
familias viejas. Se sienten más cómodas con la brutalidad o indiferencia de Grimm, que
insiste en hacer personalmente todo lo indispensable y lo que inventa por capricho.
Prefieren al viejo por motivos raciales, esto puede verlo cualquiera; pero yo he visto
además que agradecen su falta de hipocresía, el alivio que les proporciona enfrentando a la
muerte como un negocio, considerando al cadáver como un simple bulto transportable.
Hemos ido, casi siempre en la madrugada, serios pero cómodos en la desgracia, con
una premeditada voz varonil y no cautelosa, a golpear en la puerta eternamente iluminada
de Miramonte o de Grimm. Miramonte, en cambio, confía todo, en apariencia, a los
empleados y se dedica, vestido de negro, peinado de negro, con su triste bigote negro y el
brillo discretamente equívoco de los ojos de mulato, a mezclarse entre los dolientes, a
estrechar manos y difundir consuelos. Esto les gusta a los otros, a los que no tuvieron
abuelos arando en la colonia; también los he visto. Golpeamos, golpeo bajo el letrero
luminoso violeta y explico mi misión a uno de los dos, al gringo o al mulato; cualquiera de
ellos la conocía cinco minutos después del último suspiro y aguardaba. Grimm bosteza, se
pone los anteojos y abre un libro enorme.
—¿Qué es lo que quieren? pregunta. Lo digo, sabiéndolo o calculando.
—Qué desgracia, tan joven. Por fin descansa, tan viejo —dice Miramonte, a toda hora
sin sueño y vestido como para un antiguo baile de medio pelo.
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Sabemos también, todos nosotros, que los dos ofrecen o imponen sin lucha un fúnebre
con dos cocheros, una carroza para las flores, remises, hachones, velas gruesas, cristos
torturados. Sabemos que a las diez o a las cuatro desfilamos todos nosotros por la ciudad,
“Arial Narrow”; por un costado de la plaza Brausen, por los fondos tapiados de la quinta
de Guerrero, por el camino en pendiente, irregular, casi solamente usado para eso, que
lleva al cementerio grande, común en un tiempo para la ciudad y la colonia. Golpeándonos
después, a cada bache, contra las capotas de los coches y disimulándolo; no al trote, pero
ya a buen paso, apreciando cada uno la impaciencia colectiva por desembarazarse,
manteniendo vivas, a pulmón y con sonrisas, conversaciones, diluidas charlas que nos
apartan del muerto oblongo. También sabemos de las misas de cuerpo presente, el
murmullo acelerado e incomprensible, la llovizna gruesa de agua bendita. Comparamos —
nosotros, los veteranos— las actuaciones del difunto padre Bergner con las de su sucesor,
este italiano, Favieri, chico, negro, escuálido, con su indomable expresión provocativa, casi
obscena.
Sabemos también de necrologías recitadas y las soportamos mirando la tierra, el
sombrero contra el pubis.
Todo eso sabemos. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María,
podemos describirlo a un forastero, contarlo epistolarmente a un pariente lejano. Pero esto
no lo sabíamos; este entierro, esta manera de enterrar.
Empecé a saberlo, desaprensivo, irónico, sin sospechar que estaba enterándome,
cuando el habilitado de Miramonte vino a sentarse en mi mesa en el Universal, un sábado
poco antes del mediodía; pidió permiso y me habló del hígado de su suegra. Exageraba,
mentía un poco, andaba buscando alarmas. No le hice el gusto. Tiene largos los bigotes y
los puños de la camisa, mueve las manos frente a la boca como apartando moscas con
languidez. Sugerí, por antipatía, la extracción de la vesícula, me dejé invitar y, a través de
la ventana enjabonada, miré con entusiasmo el verano en la plaza, intuí una dicha más allá
de las nubes secas en los vidrios. Después mencionó al chivo —fue ésa la primera noticia
que tuve y podría no haberla oído— mientras yo fumaba y él no, porque es avaro y remero
y supone un futuro para el cual cuidarse. Yo fumaba, repito, desviando la cara para hacerle
entender que debía irse, mirando el torbellino blanco que habían dejado en el vidrio de la
ventana el jabón y el estropajo, convenciéndome de que el verano estaba de vuelta. Fue
entonces que dijo:
—...este chico de los Malabia, el menor.
—El único. El único que les queda —comenté de costado, maligno y cortés.
—Perdone, es la costumbre; eran dos. Una gran persona, Federico.
—Sí —dije, volviéndome para mirarle los ojos y causarle algún dolor—. Lo enterró
Grimm. Un servicio perfecto. (Pero él, Caseros, el habilitado de Miramonte, confiaba en
que más tarde en el mediodía yo iba a decir sarcoma hablando de su suegra. No quería irse;
hizo bien, según supe después.)
—El señor Grimm es un decano en su profesión —elogió; mordió una aceituna, miró
el carozo en el hueco de una mano.
Y aquel verano se me mostraba, atenuado por la confusión de la nube blancuzca en el
vidrio de la ventana, encima de la plaza, en la plaza misma, en el río calmo a cuatro o cinco
cuadras. Era el verano, hinchándose perezoso a treinta metros, cargado de aire lento, de
nada, del olor de los jazmines que acarrearían de las quintas, de la ternura del perfume de
una piel ajena calentándose en su sol.
—El verano —dije, más o menos directamente, a él o a la mesa.
—Vino el chico Malabia, como le decía, y me hablaba tragándose las palabras.
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Entendí que era un duelo. Pero no tenía, que supiera, un solo familiar enfermo, aunque,
claro, podía ser un ataque o accidente o en forma inesperada, y me pide, cuando nos
entendemos, el sepelio más barato que le pueda conseguir. Lo veo nervioso y pálido, con
las manos en los bolsillos, apoyado en el mostrador. Le hablo de esta mañana, en cuanto
abrí, porque el señor Miramonte me confía las llaves y hay días que ni viene. Un sepelio.
Le pregunto, extrañado y con miedo, si se trata de un familiar. Pero mueve la cabeza y dice
que no, que es una mujer que murió en uno de los ranchos de la costa. Por discreción no
quise preguntar mucho más. Le doy un precio y se queda callado, como pensando. Pero,
me dije en seguida, si no paga él está el padre. El muchacho es, usted lo conoce, bastante
orgulloso, serio. No como el otro, el mayor, Federico, de que hablábamos. Sin embargo, le
dije que no se preocupara por el pago. Pero él que no, con las manos en los bolsillos,
muerto de sueño sin querer mirarme, preguntando por el precio al contado del entierro más
barato. Sacó un dinero del bolsillo y lo puso, contándolo, arriba del mostrador. Alcanzaba,
sin ganancia, para el ataúd y el fúnebre; nada más. Le dije que sí y me dio la dirección, en
el rancherío de la costa, para hoy a las cuatro. Tenía un certificado de defunción, correcto,
de ese médico nuevo que está en el policlínico.
—El hospital —dije.
—El doctor Ríos —insistió con entusiasmo—.
Así que a las cuatro le mando el coche. Por la edad podría ser casi la madre, le lleva
como quince años. No entiendo. Si fuera una amiga de la familia, una conocida, una
sirvienta, hubiera venido el padre; o él mismo, pero no a regatear, no a insistir en pagar al
contado, no a enterrar a la mujer esa casi como un perro. Rita García creo, o González,
soltera, un infarto, 35 años, los pulmones rotos. ¿Usted comprende?
No comprendía nada. No le hablé de cáncer sino de esperanzas, lo dejé pagar.
—¿Y en qué lado del rancherío?
—Cerca de la fábrica. Trató de explicarme. Claro que el cochero va y pregunta y
enseguida le dicen. Conoce, además.
—¿En el cementerio grande?
—¿Dónde creía? ¿En la colonia? Fosa común dentro de un mes. Pero siempre se
guardan las apariencias ——me tranquilizó. Y fue entonces que dijo—: Además hay un
chivo. Tenía, criaba la mujer. Un chivo viejo. Lo averigüé después que el chico de Malabia
vino a contratar.
Así que en seguida de la siesta me metí con el automóvil en el verano, con pocas ganas
de estar triste. A las cuatro y cuarto estaba en los portones del cementerio, acuclillado en el
fin de la pendiente del camino, fumando. El verano, las tramposas incitaciones de tantos
veranos anteriores, las columnas de humos de cocina en la altura.
Serían las cuatro y media cuando vi o empecé a ver con desconfianza, casi con odio. El
guardián había salido a la calle —los terrones grises, algunas vetas profundas de tierra casi
húmeda—, saludó y quiso hablarme; dos hombres en mangas de camisa, con pañuelos
pequeños apretados en el cuello para absorber el sudor de la parca inminente, esperaban
aburridos, apoyados en el portón.
No llegaron desde arriba, desde el camino de los entierros que todos nosotros
conocemos. Vinieron desde la izquierda y se presentaron por sorpresa, agigantándose con
lentitud en la cinta soleada de tierra; los tres o los cuatro, después de haber hecho un
extenso rodeo, negándose al itinerario de entierro que todos nosotros creíamos inevitable,
suprimiendo la ciudad. Un camino muchísimo más largo, incómodo, enrevesado entre
ranchos y quintas pobres, impedido por zanjas, gallinas y vacas adormecidas. Lo reconstruí
después, en mi casa, mientras el muchacho hablaba tratando de convencerme de cosas que
él sólo suponía o ignoraba.
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El guardián del cementerio lleva un garrote inútil colgado de un brazo. Salió a la calle
y miró a los lados. Yo fumaba sentado en una piedra; los dos tipos en camisa callaban
recostados, las manos colgando, en la cintura, en los bolsillos de los pantalones. Era eso.
Algún cactus, la pared del cementerio de piedra sobre piedra, un mugido reiterado en el
fondo invisible de la tarde. Y el verano aún irresoluto en su sol blanco y tanteador, el
zumbido, la insistencia de las moscas recién nacidas, el olor a nafta que me venía indolente
desde el coche. El verano, el sudor como rocío y la pereza. El viejo tosió para mí y estuvo
reconstruyendo palabras sucias. Entonces me levanté para descansar, vi el camino desnudo,
miré hacia la izquierda y fui haciendo con lentitud la mueca de odio y desconfianza.
Bamboleando su cúpula brillosa y negra, el coche fúnebre trepaba la calle, despacio,
arrastrado por una yanta sin teñir. Vi la cruz retinta, la galera del cochero y su pequeña
cabeza ladeada, los caballos enanos, reacios, de color escandaloso, casi mulas tirando de
un arado. Luego, sodificada por el sol, trepando flojamente, parda y dorada, la nube de
polvo. Y en seguida después de su muerte, inmediatamente después que la luz sin prisas
volvió a ocupar la zona de tierra removida, los vi a ellos, medí su enfermiza aproximación,
vi las dos nubecillas que se alzaban, renovándose, para ponerles fondo, independientes, sin
unirse. Entretanto, se me iba acercando la cara del cochero reclinado en el alto asiento del
fúnebre, su expresión de vejada paciencia.
Eso, este entierro. Un coche cargado con un muerto, como siempre. Pero detrás, a
media cuadra, encogidos, derrengados, resueltos sin embargo a llegar al cementerio aunque
éste quedara dos leguas más lejos, el muchacho y el chivo, un poco rezagada la bestia,
conducida o apenas guiada por una gruesa cuerda, casi en tres patas, pero sin negarse a
caminar. Nada más, nadie; el último temblor del polvo asentándose, el ardor manso de la
luz en el camino.
—Déjeme a mí —dijo el más flaco de los hombres en camisa, desprendiéndose del
portón y saliendo a la calle. Palmeó el hombro del guardián que rezongaba con la cabeza
alzada hacia el pescante del fúnebre—. ¿Por qué no entra, Barrientos? Después tenemos
cerveza en la cripta.
El coche se había detenido sin violencia, sin esfuerzo de las riendas, sin voluntad de la
punta huesuda y cabizbaja, de manera tan absoluta, definitiva, que era difícil creer que
aquello se había movido nunca. El sudor de los caballos revivía la negrura austera de
manchas de betún sobrantes de anteriores entierros; un olor triste rodeó en seguida al coche
y a los animales, ayudó a la quietud asombrosa a separarlos de la tarde y del mundo. La
voz descendió lenta, hostil y exasperante como el canto de un pájaro de lata.
—Está contra las leyes y usted lo sabe —dijo Barrientos, al cochero—. Tengo tanta
sed que ya no me Importa tomar cerveza o meada de caballo.
Barrientos tenía una cara vieja y blanda, con ojos pequeños y sin brillo bajo las cejas
grises, salientes; con una gran boca delgada en arco introducida en la barbilla mal afeitada;
con una emocionante máscara de rencor resignado.
—Qué le cuesta, Barrientos —insistió el tipo. No hay peligro, no hay ningún otro
entierro para hoy. Calcule que el agujero está en el fondo, como a diez cuadras, y no
acompañó nadie para cargar.
—Ya sé que no acompañó nadie o mejor sería que de veras no hubiera acompañado
nadie.
Nada en el mundo podría hacerlo sonreír; se echaba hacia atrás, aumentando su altura
en el pescante, su amenazada importancia, sudando como si lo hiciera por gusto, para
expresar sin palabras su protesta, para aliviar su humillación. Estaba envuelto en una capa
de invierno que sólo descubría las manos; el alto sombrero aceitoso ostentaba una cucarda
emplumada, negra y violeta. Sacó de alguna parte un toscano y se puso a morderlo.
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—Calcule, Barrientos —dijo el otro, ya sin fe—. Diez cuadras y haciendo gambetas y
nadie que ayude con las manijitas. Entre el coche, aunque sea hasta la avenida.
Sin inclinarse, sin mover la cabeza, experto, Barrientos escupió la punta del toscano
hacia la izquierda y encendió un fósforo.
—Que los ayude el chivo. El chivo y el otro. Yo no entro mi coche al cementerio, me
está prohibido, y tampoco ayudo. Un muerto pobre es lo mismo que un muerto rico. No es
por eso. —Sujetaba el toscano en la mitad de la medialuna de la boca y miraba,
memorizando inconsolable, el humo azul que subía suavemente en la tarde sin viento—.
Dos coches, veinte coches, para mí es lo mismo. Pero no cruzar toda la ciudad con el chivo
y el otro atrás y la chusma asomada en los ranchos para reírse. Es Indecente. Ni entro ni me
bajo. Soy cochero. Que los ayude el chivo.
Rengo y con la baba en la barba, con una pata entablillada, el chivo había llegado a la
puerta del cementerio; refregaba el hocico en los pastos cortos de la zanja, sin llegar a
comer. El muchacho de los Malabia estaba con los brazos cruzados, sin soltar la cuerda,
soportando los tirones; despeinado, sucio y lustroso, me miraba desafiante, muerto de
cansancio, inseguro de golpe, conservando por inercia el espíritu de desafío que le había
permitido caminar más de cuarenta minutos detrás del fúnebre, arreando al chivo anciano y
gigantesco.
El enterrador y Barrientos continuaban discutiendo sin pasión. Jorge Malabia
desprendió al chivo de la zanja y se me vino con un gesto rabioso y perdonador, con esa
mirada que usan los adolescentes, en un conflicto, para enfrentar a un hombre, a un viejo.
—¿Por qué está acá? ——dijo sin preguntar—. Ahora ya no tengo necesidad de nadie.
Si no quieren llevarla me la pongo al hombro o la arrastro o la dejo aquí. Ya no me
importa. Lo necesario era acompañarla; no yo: que el cabrán la acompañara. ¿Entiende?
Nadie puede entender.
—Pasaba —mentí placentero—. Venía de ver un enfermo y estuve visitando el
cementerio porque me dio por pensar en la próxima mudanza.
—Porque tengo un certificado en regla. ¿O vino para hacerle la autopsia? —Quería
burlarse o no quería escuchar el aburrido regateo del sepulturero y Barrientos a sus
espaldas. Con un mechón casi rubio cruzándole la frente y pegado, con la gran nariz curva
que sólo tendría sentido diez años después, con el cómico traje de última moda que se
había traído de Buenos Aires.
—No habrá necesidad de dejar el cajón afuera —le dije, y me incliné para acariciar los
cuernos del chivo—. Puedo ayudar.
Entonces el viejo, el guardián, contagiado de la historia de mortificación que segregaba
Barrientos con indolencia desde la altura del pescante, se acercó y puso el palo sobre el
hombro de Jorge.
—El chivo no entra —gritó—. ¿Me oye? El chivo no me entra al cementerio.
El muchacho no dejó de mirarme y me pareció que la pequeña sonrisa que fue
haciendo era de alivio y esperanza.
—Deje de tocarme, viejo sucio —murmuró—. Guárdese la maderita.
Aparté al guardián y me ofrecí a cargar el ataúd. Barrientos se quedó fumando en el
pescante, negro, sudoroso, agraviado. El viejo abría la marcha moviendo el garrote,
volviéndose cada diez pasos para aconsejarnos. Eramos sólo cuatro personas y bastábamos,
a pesar del calor y del terreno desparejo, del fantástico itinerario ondulante entre tumbas
rasas y monumentos. Era, casi, corno llevar una caja vacía, de pradera sin barniz, con una
cruz excavada en la tapa. El chivo había quedado en los portones, sujeto a la verja. Era
como transportar en un sueño dichoso, en una tarde de principios de verano, entre ángeles,
columnas truncas y abatidas mujeres —entre grabadas elegías, exaltaciones, promesas y
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fechas— el fantasma liviano de un muerto antiguo, entre planchas de madera nudosa por
respeto y tenor.
Pusimos el cajón en el suelo, un hombre se dejó caer sin ruido dentro de la fosa fresca.
El muchacho me tocó un brazo.
—Se acabó —dijo—. Esto era todo, el resto no me interesa. Gracias, de todos modos.
Cuando llegamos a los portones desató al chivo y volvió a erguirse, todavía desafiante
pero con un principio de apaciguamiento, joven, regresando a la cínica, enternecida
seguridad de donde había sido desplazado.
—Podría haberla dejado aquí mismo y desinteresarme. El compromiso que me inventé
era acompañarla hasta el cementerio con el cabrón. Creo que tiene una pata rota, hace unos
días que apenas come. Me gustaría que usted pudiera hacer algo; pero no se preocupe, no
vale la pena, y tal vez lo que corresponde es que nadie pueda hacer algo por él.
Sin mirarnos, desde su altura erguida sobre la negra inmovilidad del coche, sobre la
desteñida quietud de los animales, Barrientos escupió y continuó fumando.
Contemplamos después en silencio la declinación del sol sobre la tierra y la verde
colina sembrada a la derecha del cementerio. Estábamos cansados. Vi su complacida
sonrisa, respiré el olor del chivo mezclándose con el lóbrego del coche y la yunta.
—¿Por qué no me hace preguntas? —dijo el muchacho—. Nadie me engaña. ¿Qué
piensa hacer ahora?
Le di un cigarrillo y encendí otro,
—Podemos meter al animal en el asiento de atrás —contesté—. Podemos ir hasta mi
casa y tratar de adivinar qué tiene en la pata y cuánto tiempo le queda para vivir. Es raro
que me equivoque. No pienso hacer nada; nada que merezca ser preguntado en ese tono.
Pusimos al chivo en la parte trasera del coche —lo oí gemir y acomodarse, un ruido
seco de bolas de billar, de nudillos contra una puerta— y empezamos a rodar hacia la
ciudad. Oí después el jadeo del animal, incesante, isócrono, como un desperfecto del motor
del auto. Tomé el camino que había hecho el cortejo fúnebre porque era el más largo.
En la curva de Gramajo fui aflojando suavemente el acelerador y hablé.
—¿Cuánto hace que se le rompió la pata?
Se rió. Tenía las piernas cruzadas, las manos sobre el vientre.
—Un día, o dos días, o tres o una semana —dijo con lentitud, mirando el paisaje —las
cosas se me mezclan al final o están mezcladas ahora. Después que duerma veremos. El
cabrón ya no tiene casa porque ella estaba viviendo de prestado en el rancho de una
parienta, cuñada o tía. Una vieja inmunda, en todo caso. Pero no abuela, no llegaba a ser
indispensable para que ella hubiera nacido. Así que lo llevaré a mi casa hasta que se muera
y tendré que inventar una mentira estúpida porque son las únicas que creen. Pero usted,
¿por qué no pregunta? La pata del cabrón no le interesa. Pregunte por la mujer, por la
muerta. Si era mi amante, si nos casamos en secreto, si era mi hermana emputecida.
Jugando al aplomo, a la madurez, sentado a mi izquierda en el automóvil, con los
brazos cruzados sobre el vientre y las piernas, con su despeinada pelambre adolescente
caída hacia los ojos, con su ridículo traje ciudadano. Yo manejaba con una mano y sostenía
el cigarrillo con la otra; el chivo estertoraba a mis espaldas, inquieto y oloroso. No pensaba
en la mujer; lo veía avanzar esforzándose por la calle del cementerio, separado de mí por el
ataúd de peso absurdo; flaco, joven, noble, empecinado, jugando correctamente hasta el
final del juego que se había impuesto, ardoroso y sin convicción verdadera. Boquiabierto
por la sed y el cansancio, con su sorprendente saco oscuro, nuevo, entallado, cortísimo, de
botones, con un pañuelo blanco amarillento asomado ordenadamente en el pecho, con un
cuello duro y brillante, recién ensuciado, con una camisa que mostraba sus pálidas listas en
el triángulo del chaleco de terciopelo.
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—Oh —le dije—, sólo me interesa ser útil. Tal vez curar al chivo; ya no a la mujer, sea
quien sea.
Asintió con la cabeza y volvió a reír: siempre lleno ele seguridad y pidiendo, sin
ilusiones, comprensión. Llegamos a la calera y doblé a la derecha para subir hacia el
centro.
—Espere, pare —dijo tocándome el brazo. Paré y encendí un cigarrillo; él no quiso
otro—. ¿Puede matarlo? Al cabrón. Vamos a su casa y le da una inyección. Este va a ser
otro entierro.
—No entiendo mucho de chivos. Pero puedo tratar de curarlo.
—Está bien, siga. Si toma por la costa puede dejarme en casa.
Cuando llegamos no quise ayudarlo a bajar al chivo. Vi por el espejo del parabrisas
que el animal no quería caminar; la tablita en la pata, sujeta con tiras del bramante, parecía
un vástago de arbusto. El muchacho estuvo inspeccionando el frente de la casa y después
se acercó sonriendo al coche.
—Deme ahora un cigarrillo, por favor. Los gasté todos, en el velorio; casi, casi fue un
velorio de dos, como el entierro. El cabrón no le ensució el coche. Su va a morir y tiene
que ser así. Ya me veo haciendo un pozo en el jardín. Bueno, le doy las gracias por algunas
cosas que usted ni sospecha.
Me acomodé en el asiento y puse las manos en el volante. A través del vidrio de la
ventanilla subido a medias nos miramos fumando, los dos con el cigarrillo colgado de la
boca.
—Báñase y duerma —le dije—. Si no se muere el chivo, estoy a sus órdenes para
curarlo.
—Bueno —murmuró, haciendo temblar el cigarrillo—. Además tengo que darle las
gracias por no tutearme.
II
Dije que el entierro se hizo un sábado. Al siguiente, a las seis o siete de la tarde, Jorge
subió la escalera de mi casa, cruzó la sala vacía y vino a golpear en los vidrios de la puerta.
Dos golpes, el segundo más audaz. Yo estaba aburrido, leyendo con trabajo las fantasías de
Pende, oyendo con un oído, por la ventana abierta, el zumbido de la tarde en la plaza.
No traía entonces el traje ciudadano sino otro disfraz, casi ya un uniforme, usado por
los jóvenes no definitivamente pobres de Santa María en aquel verano: pantalones azules
muy ajustados, una camisa a cuadros abierta, una blusa de cuero delgado con cremallera,
alpargatas. Me dio un cigarrillo —eran norteamericanos y dejó el paquete sobre el
escritorio— y anduvo dando vueltas, mirando lomos de libros, el movimiento en la plaza.
Después vino a sentarse en un ángulo del escritorio y sonrió disculpándose y admitiendo,
quemando velozmente un resto de rencor.
—Se lo debía y vine —dijo con sencillez—. Murió. Recién hoy a mediodía. No pude
conseguir que comiera. Yo había pensado, en serio, matarlo. Pero no hubo necesidad y,
después de todo, no era más que un animal y lo mismo daba que estuviera muerto o vivo.
Eso sí, le hice un agujero yo mismo y lo enterré. Era curioso verlo muerto: tenía la panza
hinchada pero las patas eran como esas maderitas frágiles, blanqui—negras, de las ovejitas
de juguete, la otra, claro, era distinta.
Vi que estaba fanfarroneando, que no se le animaba de veras al recuerdo. Hablamos,
llenos los dos de disimulo, sobre estudios, mujeres, la ciudad y la teoría de Pende. Fuimos
a comer al Berna, cruzamos de vuelta la plaza con dos botellas de vino, atravesando el
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sábado estival poblado de parejas y familias henchido de la inevitable, domesticada
nostalgia que imponen al río y sus olores, el invisible semicírculo de campo chato.
Otra vez volvió a mirar los libros y a sentarse en la esquina del escritorio.
—Es increíble —dijo—. Acaso usted pueda ayudarme a creerlo o a dejar de creer.
Porque da lo mismo. Usted sabe: hay cosas que ocurren, que nos dominan mientras
están sucediendo; podríamos dar la vida para ayudarlas a suceder, nos sentimos
responsables de su cumplimiento. Yo cargué con todo; pero mi participación, de veras,
había durado cuatro o cinco días y terminó, mucho después, el sábado en el cementerio. O
terminó, esta vez para siempre, ayer de tarde, cuando trabajé con la pala en los fondos de
casa y abrí una tumba, apenas suficiente para un cabrón viejo y hediondo —aunque fue
recién entonces, muerto, que dejó de oler— con patas rígidas de madera saliendo paralelas
de los lacios pelos amarillos de vejez.
—Sí —asentí; no buscaba orientarme ni tampoco incitarlo a que contara: deseaba que
aquello me viniera como de Dios, sorprendiéndome sin violencia—. No entiendo nada
hasta ahora y me niego a sospechar. Pero sí lo comprendo. Aunque también es posible que
su participación concluya, de verdad, cuando haya terminado de contar.
—También —dijo dócilmente y sonrió agradecido—. Puede ser. Porque eso lo viví, o
lo fui sabiendo, a pedazos. Y los pedazos que se iban presentando estaban muy separados
—sobre todo por el tiempo y por las cosas que yo había hecho en los entreactos— de cada
pedazo anterior. Nunca vi verdaderamente la historia completa. El momento ideal hubiera
sido hace una semana, en el velorio, en aquella parte extraordinaria del velorio en que ella
y yo estábamos a solas. Sin contar el chivo, claro. Pero entonces lo único que me
importaba era la piedad. Todos los pedazos de la historia que pude recordar sólo me
servían para excitar mi piedad, para irme manteniendo en la madrugada en aquel punto
exacto del sufrimiento que me hacía feliz; un poco más acá de las lágrimas, sintiéndolas
formarse y no salir. Y además, el rencor contra el mundo. Esto al pie de la letra; todo el
mundo, todos nosotros. Lo que recordaba iba nutriendo la piedad, el rencor y el
remordimiento y éstos me empujaron hace tiempo hasta el borde del casamiento, pero nada
más que hasta el borde. Yo me salvo siempre. Y ni siquiera cuando hablábamos con Tito
de la historia pude sentirla como una cosa completa, con su orden engañoso pero
implacable, como algo con principio y fin, como algo verdadero, en suma. Tal vez ocurra
ahora, cuando se la cuente, si encuentro la manera exacta de hacerlo.
—Pruebe —aconsejé suavemente—; pero sin buscar. Acaso tenga suerte. Vamos a
tomar un poco de vino.
Lo vi sonreír mientras se inclinaba para llenar los vasos. Un corto mechón de pelo
bronceado se le abría sobre la frente. Algo auténtico y puro, una jubilosa forma de la
nobleza triunfaba de sus ropas ridículas, de la frivolidad, la egolatría y la resolución de
sentirse vivo a cualquier precio. Y ese algo y esa forma no procedían de la experiencia que
pudiera recordar o continuara impregnándolo aunque no la recordara; se le acercaban como
una lenta nube, desde los años futuros y próximos. No podría, por lo tanto, olvidarlos o
rehuirlos. Así que mientras lo miraba morder el vaso para beber ansioso, como con
verdadera sed, adiviné que si lograba contarme la historia iría gastando al decirla lo que le
quedaba aún de adolescente. No sus restos de infancia: no se le morirían jamás. La
adolescencia; los conflictos tontos, la irresponsabilidad, la inútil dureza. Lo estuve
observando en soslayada despedida, con pena y orgullo.
Fue y vino por la sala con el vaso en la mano, sin ruido sobre la alfombra y la estopa
de las alpargatas.
—¿No le molesta que camine? —preguntó; bebía con la cara hacia la ventana, hacia la
pequeña noche de la plaza, provincial, húmeda, con sonidos de automóviles y música, con
algunos gritos de muchachas.
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—La historia —dijo para ayudarse o para anunciar— empezó hace mucho, dos años en
cuanto a mí, o más. Pero cuando digo más no se trata de la misma mujer. Porque ahí
estaban, a media cuadra de mi casa, de mi pensión, de mi ventana, cada anochecer y a
veces casi hasta el fin de la noche —cuando llegaba el tren de Mar del Plata— los únicos
que no variaron aunque envejecieran, y son imprescindibles. La mujer y el chivo, la mujer
que fue joven y el cabrón que fue cabrito.
—Y fíjese en esto, algo que me preocupó mucho aunque ahora no podría decirle por
qué me preocupaba. Ella debe haber estado allí en la estación, cumpliendo su guardia, su
turno de trabajo, correo un vigilante en la parada, durante todo el primer año, sin que ni
Tito ni yo nos diéramos cuenta. Quiero decir que no sólo no nos dimos cuenta de lo que
ella significaba —pequeña, oscura, miserable, sosteniendo al chivo de la cuerda junto a las
enormes escaleras de la entrada de la estación sobre la plaza— sino que ni siquiera la
vimos. Y es forzoso que hayamos pasado cientos de veces junto a ella, para tomar el subte
o ir a la pizzería o a tomar cerveza en las jarras de madera de la Munich.
—Lo supimos recién al final de aquel primer año. Y fíjese también en esto: lo supimos
aquí, en Santa María, durante las vacaciones. No recuerdo si el Tito o yo, cuál fue el
primero en enterarse. Pero hablamos, una tarde en el club, mientras tomábamos sol y
mirábamos las pruebas de natación en la pileta, poco interesados porque el primer año de
Buenos Aires nos había apartado de todo esto. O exigíamos que la gente de Santa María
nos imaginara apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer
esta imagen. Mirábamos las zambullidas esperando el fin del domingo, la hora en que
empezaría el baile, la fiesta calurosa que atravesaríamos, hasta el final, hasta que apagaran
el último de los farolitos de papel de la guirnalda, con sonrisas inmóviles, con sudorosas
caras de aburrimiento y tolerancia.
—Nos dio rabia, nos sentimos humillados porque se trataba de Godoy, el comisionista.
Podíamos verlo, gordo, bigotudo, viejo, descubriendo a la muchacha en la estación,
dándole o negándole unas monedas, escondiéndose en las columnas para espiarla. Y,
probablemente, la primera vez que pasó a su lado: mientras nosotros habíamos estado
ciegos durante casi un año. Rabiosos y humillados porque él había puesto, antes que
nosotros, las puercas manos, la puerca voz en la historia de Rita y el chivo. Más adelante
esto dejó de importarnos porque la historia de él era otra, mentirosa, ya que era indigno de
la verdad y del secreto. Pero si dejamos de sufrir por su voz regateando desconfiada un
precio de boleto con la muchacha, aquella noche del encuentro en Constitución, la voz, a
medida que nosotros fuimos sabiendo, se nos hizo más odiosa e insoportable. Quiero decir,
la voz sofocada de Godoy, repartiendo la historia, la mezquina parte de la historia que le
fue permitido conocer, a todos sus amigos de Santa María, en cuanto volvió de aquel viaje.
—Pero, de todos modos, fue así como nos enteramos. Y cuando nombro el
sufrimiento, me anticipo. El sufrimiento vino después, cuando empezamos a saber a qué se
había acercado Godoy aquella noche en la estación. Al principio sólo sentimos despecho:
que él Godoy, gordo, imbécil, de 40 años o más, hubiera descubierto antes que nosotros lo
que había estado, una noche y otra, esperándonos al paso, puntualmente, en el camino que
recorríamos los dos cuatro veces diarias.
El tipo, cargado de valijas porque acababa de llegar de alguna excursión comercial por
el sur. Y la casualidad de la lluvia; no tendría puesto el impermeable o quería evitar que se
le mojaran los anteojos o los bigotes. No siguió de largo, no bajó la escalera en seguida
para buscar un taxi. Se quedó rezongando bajo el gran arco de la salida, bajo la luz que caía
del techo. También ella, para protegerse o proteger al chivo que, sin saberlo, había dejado
de odiar, no se ayudaba con la complicidad enternecedora del desamparo de la calle.
Estaba arriba, en la zona iluminada de la salida, examinando a los que pasaban y eligiendo,
casi no equivocándose nunca, con adiestrada intuición.
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—Así fue como nos enteramos, Tito y yo, aquí, en Santa María, “Estaba esperando que
dejara de llover o que se despejara el grupo de los que cazaban taxis cuando se me acercó
la mujer arrastrando el chivito y me pide si puedo ayudarla con algo. Me dice —y me
huelo desde el principio que es cuento— que viene de no sé dónde y que la tía o la cuñada
quedaron en esperarla en la estación y está allí desde las cinco de la tarde, sin un centavo
para tomar un coche que la lleve, a ella y al chivo, hasta una dirección en la otra punta de
la ciudad, fuera del mapa, claro, para que el viaje sea lo bastante caro y yo no pueda
arreglarla con moneditas. Le hago algunas preguntas y contesta bien; se las sabe de
memoria. Viene de Coronel Guido, por ejemplo, y la tía o la prima, vive por Villa Ortúzar.
Me muestra un papelito sucio con la dirección. Le digo que no se preocupe, que se tome un
mateo, porque cualquier chófer de taxi va a defender el tapizado de la suciedad del chivo,
y, cuando llega, la familia paga. También ésta se la sabía. Puede ser que la tía se haya ido a
un baile o a un velorio, que no esté en casa; o puede ser que esté y no tenga dinero para
pagar el viaje. Todo este tiempo, mientras charlamos y ella llora un poco, sin aspavientos,
perdida en la gran ciudad, y en una noche de lluvia, y con un chivo todavía tierno que trae
como pago de la hospitalidad porque a un tipo indefinido, macho de la tía, la cuñada o la
hermana, le gustan mucho asados. Todo este tiempo yo diciéndome esta cara la conozco.
No lo digo para justificarme, porque si no hubiera sido imbécil no compruebo la cosa. Un
poco que me había ido muy bien en el sur y me traía órdenes por muchos miles; otro,
aquella idea de que no era la primera vez que le ponía los ojos encima. Entonces, de golpe
me aburro y me empieza a dar vergüenza de los que se habían parado por allí para
mirarnos y escuchar con disimulo. Le pregunto si no la conozco de antes, si nunca vivió en
Santa María, porque era por aquí que la andaba rastreando. Dice que no y ni siquiera sabe
dónde queda Santa María. Entonces, de golpe, le digo venga. Se asusta un poco pero me
sigue. Todos mirando, yo con las valijas escalera abajo, metiéndome en la lluvia sin miras
de parar y ella un poco atrás, con el chivo que resbalaba en los escalones, o los bajó
rodando, o ella lo bajó alzado. No me di vuelta para mirar. La llevo hasta la pila de los
matungos y discuto el precio con un cochero; ya entonces con rabia contra mí mismo y
pensando que no me voy a corregir nunca; pero no podía frenar. A ella no le gustaba nada
la cosa y me tocaba el brazo, con miedo de que le diera los billetes al cochero. Pero se los
di a ella, bastantes para llevar una manada de chivos a Villa Ortúzar, o donde fuera, ida y
vuelta, y a lo mejor la ayudé a acomodarse con los paquetes y el animal. Y hasta le debo
haber dicho alguna frasecita de despedida: estamos para ayudarnos, hoy por vos y mañana
por mí. Algo de eso, empapándome en la lluvia, insultándome con ganas y despacio,
mientras el cochero revoleaba el látigo y se iban por Hornos al trotecito para dar después la
vuelta porque es contramano. Crucé la calle, me metí en un restaurante y me olvidé del
asunto mientras comía. Ya serían como las diez cuando salí; vino de milagro un taxi vacío
y le di la dirección del hotel. Entonces, de golpe, me acuerdo de quién había sido la mujer.
Espere. Me acuerdo, asombrado de no haberlo visto antes, y hago justo lo que hizo ella. Le
digo al chófer que pegue la vuelta a Constitución, que se me olvidó algo; y ya andábamos
por el Correo. Entro por la puerta que no da a la plaza, me recorro otra vez la estación con
las valijas, con los zapatos llenos de agua, y la agarro mansita en el mismo lugar, los
paquetes, que quien sabe de qué serían, en el suelo, el chivo de la cuerda, haciéndole el
cuento a un cura que ponía cara de no oírla. Me quedé ahí, mirando como, a buena hora,
terminaba la lluvia, y ella por un rato no me vio. Hasta que el cura alzó una mano para
despedirse, apartarla o darle la bendición, y se mandó a mudar. Entonces nos quedamos
solos, oyendo un tren que hacía maniobras y las últimas gotas de lluvia que caían de la
marquesina. Yo buscándole los ojos con una sonrisa sobradora, hasta que me vio y me dí
cuenta que no sabia qué hacer, si ponerse a llorar o insultarme. Pensaba hablarle, no mucho
del dinero que me había robado, más bien de Santa María y del tiempo que la conocía.
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Pero no sé qué me dio cuando se puso a recoger los paque titos de ropa sucia o de aire,
toda encogida, y ti-roneó despacito la cuerda del chivo que estaba quieto, como dormido.
Lo alzó apenas con un brazo y la dejé ir sin decirle nada, la vi bajar la escalera y meterse
paso a paso en la plaza, iniciando el viaje hasta la casa de la hermana o la abuelita de Villa
Ortúzar, esta vez a pie. Bueno, era una tal Rita que criaron los Malabia, que era sirvienta,
creo, de la loca Bergner, la viuda del mayor de los Malabia. Cuando llegó a moza y se
cansó de ser sirvienta, anduvo haciéndose la loca con Marcos Bergner, yendo y viniendo
en el autito de carrera colorado desde la casita de Marcos en la costa hasta el Plaza o
cualquier boliche de donde no hubieran echado todavía a Marcos. Y que después, cuando
él, como de costumbre, a los dos o tres meses tuvo bastante, hizo la loca con cualquiera
que gastara unos pesos con ella. No en pagarle, eso tenía de raro; sólo en pagar copas,
algún bife y en llevarla a cualquier lugar donde pudiera emborracharse y sobre todo bailar,
La Rita, tienen que acordarse.
—Yo me acordaba, y también Tito, aunque él, naturalmente, tenía mucho menos que
recordar. La habían criado mis padres y me llevaba dos o tres años. Cuando mi hermano,
Federico se casó con la hermana de Marcos, y después que volvieron del viaje de bodas,
ella se convirtió en algo así como la mucama de Julita, mi cuñada. Algo así, digo, porque
Julita estaba loca antes de ser loca, antes de que muriera mi hermano. Nunca pudo
clasificar a nadie, nunca mantuvo con nadie relaciones precisas. Así que Rita fue para ella,
su-cesivamente y tal vez con inmutables repeticiones cíclicas, una sirvienta, una amiga
íntima, una hija, un perro, un espía, una hermana. Y también una rival, otra mujer a la que
celaba. Porque Julita tenía celos hasta del caballo de Federico, que ni siquiera era yegua, y
amaba este sufrimiento celoso, cultivaba todo lo que pudiera proporcionarle este
sufrimiento porque necesitaba sentir, exacerbados, todos los elementos que formaban su
amor por Federico, mi hermano.
—Pero Federico, como usted sabe, murió muy pronto. Entonces ella, Rita, sin dejar de
ser dei todo la mucama y todo lo demás de Julita, volvió a ser hasta cierto punto la
sirvienta de nosotros: de mis padres y mía, de mi casa. Julita se quedó viviendo, hasta
enloquecer, en la parte de mi casa donde había vivido con Federico, unida y separada de
nosotros por el jardín. Esta muchacha, Rita, cruzaba varias veces por día el jardín y subía
la escalera de Julita para limpiar y arreglar. Por lo menos al principio de la viudez de Julita;
después subía sólo cuando la otra le abría la puerta. A veces Julita bajaba para insultarla
con las frases, no sólo palabras, más sucias, crueles y excitantes que una mujer puede decir
a otra, y echarla después. Hablo del tiempo que pasó desde la muerte de Federico hasta que
la locura de Julita se transformó en locura.
—Ella, Rita, era entonces, en aquel principio remoto, tal vez dispensable, de hace unos
cuatro o cinco años, una muchacha de unos diez y ocho, morena, con un poco de sangre
India, riéndose todo el día y sin hacerme caso. Yo tenía dieciséis, era virgen; por entonces
acababan de instalar el prostíbulo en la costa y el aire de Santa María estaba espeso por el
escándalo. Todo esto, ya sé, no importa, nada tiene que ver con el chivo. Lo cuento porque
de esto deriva otra importancia: la que tuve que darle, un poco a espaldas de Tito, al relato
de Godoy, el comisionista, sobre su encuentro en Constitución con Rita.
En aquel tiempo, el del prostíbulo y la viudez de mi cuñada, Rita era amante de
Marcos, el hermano de Julita. No amante; dije por abreviar. Marcos venía de noche,
siempre borracho, con el Alfa Romeo, ella le abría la puerta y se acostaban. Nada más que
eso, pocas veces por mes, durante no más de una hora cada vez, salvo cuando Marcos
estaba demasiado borracho y se le quedaba dormido. Yo oía el ruido del coche, la puerta de
hierro, los pasos en el jardín. En aquel tiempo estaba casi todas las noches en mi
dormitorio, en el piso alto, escribiendo poemas, pensando en el prostíbulo, en Julita y la
muerte de mi hermano. Esperaba un rato, bajaba al jardín y los espiaba por la ventana,
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trepándome por la reja hasta alcanzar un ángulo que no cubría la cortina. Rita y Marcos.
Yo tenía la convicción infantil de que si se acostaba con otro no podía negarse a dormir
conmigo. Pero ello dijo que no, se reía sin ofenderme, intuyendo acaso que la ofensa podía
madurarme, provocar la audacia necesaria.
—Después ella se fue de casa, en seguida de la tarde en que usted y otros hombres
vinieron a mirar lo que quedaba de Julita, en seguida después del fin de prostíbulo, la
pedrea y el incendio. Hizo lo que contó Godoy. Anduvo un tiempo, con vestidos de
muchacha rica, o muy parecidos, en el coche de Marcos, escandalizando un poco,
agregando este escándalo al reciente del prostíbulo. Era menor de edad y tal vez mi padre
hubiera podido evitarlo. No sé. En todo caso, no quiso hacerlo. Viajó un tiempo, cada
tarde, desde la casa en la costa de Marcos, el famoso falansterio, hasta la altura de la plaza.
Y volvió a viajar, en el sonoro cochecito rojo, cada noche, también ella borracha o
emborrachada. Hasta que Marcos se aburrió y la cosa tuvo alguno de los sabidos finales: la
dejó desnuda en un camino, la tiró al río, le dio una paliza imperdonable, o simplemente
desapareció hasta que el hambre obligó a la muchacha a salir de la casa de la costa y buscar
un hombre que significara un almuerzo. Anduvo con uno u otro por la ciudad, la plaza y
los alrededores. Después bajó hacia la otra orilla, los cafetines de la zona fabril. Y no se
supo más; sin que nos enteráramos, llegó un día en que dejamos de saber.
—Hasta aquella tarde soleada de vacaciones en que Tito y yo, forasteros en mallas de
baño, tomábamos refrescos en tina mesita del club, un sábado de baile, junto a la pileta
donde se zambullían muchachas y muchachos para disputar medallas. Uno de los
muchachos repitió el relato de Godoy; soportamos la rabia y la humillación y, aunque,
estoy seguro, no dejamos de pensar en la puerta de entrada de Constitución, no volvimos a
hablar del asunto creo, hasta que se acercó marzo y fue necesario volver a Buenos Aires, a
la Facultad, a la pensión en un tercer piso sobre la plaza.
—No le ordeno fijarse en esto o en lo otro; lo sugiero, simplemente. Cuando le pido
que se fije en algo no lo ayudo en nada a comprender la historia; pero acaso esas
sugerencias le sean útiles para aproximarse a mi comprensión de la historia, a mi historia.
—Claro, de acuerdo —le dije—. Volvieron a Buenos Aires, Tito y usted. Vivían en el
tercer piso de una pensión frente a Constitución. ¿Tenían ventana hacia la calle? Si ella se
instalaba al pie de la escalera que da a la plaza, ¿podían verla desde la ventana? ¿Y estaba
ella cerca de un puesto de diarios y revistas?
Sonrió y estuvo mirándome, un poco alegre, un poco desconfiado. Sacó la pipa del
bolsillo trasero del pantalón.
—Sí, exactamente, al lado de un quiosco de diarios. Ella y el chivo; a la izquierda
tenían la escalera y a la derecha los diarios y las revistas. El dueño del quiosco dejó de
extrañarse y la trataba con respeto. La trataba con ese respeto, ese amor por las
generalidades, esa necesidad de dignificarse como clase, por encima de las inevitables
envidias y fricciones de la libre competencia, que se nota en las conversaciones de puerta a
puerta de los tenderos.
Mientras cargaba la pipa me sugirió dos puntos para fijar mi atención. (Ya había
aclarado que la pieza en que vivían daba a la plaza pero que era imposible ver desde allí el
lugar en que se instalaba la mujer):
Primero, que era absurdo que Rita negociara con un chivo en Constitución; que la
presencia del animal sólo podía añadir verosimilitud en Retiro. Y que, extrañamente, él
había pensado en eso sólo unos días antes, cuando la enfermedad y la muerte . de la mujer
le hicieron recordar toda la historia. Eso era mentira.
Segundo, que aunque su anterior relación con Rita le había hecho saber, desde el
primer momento, desde que se enteró del cuento de Godoy, que la historia era suya, no de
Tito ni de ningún otro, prefirió que la investigación, el acercamiento lo intentara Tito. Es
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posible que creyera ya entonces que la historia era más suya que de la misma mujer; es
indudable que lo pensaba ahora.
—Tal vez por causa de esa misma seguridad —dijo—. El día que llegamos a Buenos
Aires sólo volvimos de madrugada a la pensión. Era una noche de calor, tormentosa. No
habíamos hablado de Rita. Salimos del subterráneo dentro de la estación,
innecesariamente, alargándonos el camino, y rehicimos el trayecto de Godoy; el de la
sorpresa, no el de la desconfianza. No estaba. Nos detuvimos a mirar la plaza desde lo alto
de la escalera, a charlar de probabilidades de lluvia, de los cambios que imaginábamos
haber descubierto en los amigos, de las ventajas de vivir en Santa María y en Buenos
Aires. No vino.
—El día siguiente era feriado o no había necesidad aún de Ir a la facultad. Me lo pasé
tirado en la cama, con un libro o cara al techo, y no quise salir con Tito. Pensaba en ella,
claro, pero muy en el fondo; pensaba en Buenos Aires, afuera y rodeándome , .intentaba
enumerar mis motivos de asco por la ciudad y las idiosincrasias de la gente que la ocupa.
Esto, claro, sin olvidar una enumeración semejante para Santa María. Tito volvió al
anochecer y anduvo dando vueltas, proponiendo temas que no le interesaban, haciendo
preguntas que yo no respondía. Pensábamos en lo mismo, yo lo sabía y comencé a
enfurecerme. Sería desleal, se me ocurre, contarle ahora qué pienso de Tito; pero como
usted lo conoce, sería, además, inútil. Ser gordito puede ser un defecto, una
irresponsabilidad juvenil; pero él va a ser obeso y con aceptación.
(Debe haber sido porque sentía treparle la piedad o no lograba esconderme que
esencialmente sólo por piedad —y su forma impura, el remordimiento— había venido a
contarme la historia. A pesar de todo, aparte de todo, aparte del placer de una noche entera
en primer plano, de la embriaguez de ser el dios de lo que evocaba. Debe haber sido por
eso que recurrió a diversas debilidades: la Ironía, la vanidad, la dureza ).
—Véame. Tirado en la cama, con esta misma pipa apoyada en el mentón,
compartiendo silencioso un secreto, un deseo, con mi imbécil amigo del alma. Es posible
que cuando mi padre reviente ... O sin esperar a eso. Usted sabe, como todo el mundo en
Santa María, que hay un testamento de mi cuñada; que no estaba legalmente loca cuando lo
hizo y que pronto voy a cumplir 22 años. No me ocultó nada. Es posible que acabe como
usted, o que me case con la hermana de Tito, que me asocie en la ferretería y me llene de
orgullo viendo mi nombre en los membretes de las facturas. Puedo hacer cualquier cosa.
Pero aquello ... Usted no sabe qué había para mí en la Imagen de Rita guiando con la
cuerda al chivo en la estación, asaltando con la gastada mentira a los que pasaban. Y los
dos pensando en lo mismo, yo en silencio y horizontal. Tito dando vueltas y ensayando
temas. El pensaba con entusiasmo en una probabilidad de aventura, en que sería fácil —
puesto que ella había llegado a eso, a pedir limosna con delicuescencia— una noche de
amor, amistosa, con turnos decididos por una moneda revoleada. Tal vez incluyera al
chivo. Y me enfurecía estar sabiendo que una parte mía se Inflamaba con la misma
invasora inmundicia. Y me enfurecía saber que, sin embargo, para mí, la mentirosa
pordiosera con el animal era, además, Rita, alguien inimaginable para Tito. Pero es seguro
que pensábamos en lo mismo, que estábamos deseando, matices a un lado, el mismo
encuentro, el mismo provecho.
(Estaba en mangas de la popular camisa escocesa mordisqueando la pipa, exhibiendo
en un esperanzado simulacro de sonrisa los dientes blancos y agudos. Exigiendo mi
condenación. Tal vez le hubiera hecho bien pero no quise dársela ).
—Puedo indignarme —le dije. Traté de llenar las copas pero él se adelantó y entonces
pude ver, superpuestos y confundiéndose, dos respetos: el que él me tuvo siempre, a pesar
de todo, de tantos pequeños todos, porque sabe que pertenecemos a la misma raza, y que*
yo, principalmente por indolencia, me he mantenido fiel a ella. Podría ser su padre y no
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sólo por la edad. El otro respeto era deliberado y falso; lo usaba para defenderse, para
conservar las distancias y la superioridad. Pero yo no pensé: es un niño. Le tuve amor y
lástima y le di las gracias por el vino—. Puedo hacer el imbécil si eso ayuda a que continúe
el relato.
Ya se me había ocurrido mi venenosa, increíble contrahistoria cuando pensé: “Rita, no
me acuerdo de su cara y un chivo. Esto es lo que estuvo repitiendo, mostrando, toda la
noche y desde el sábado en que fui a esperarlos al cementerio. No hemos avanzado un
paso, un día. La mujer y el chivo. Como si hubiera hecho turismo con ellos y me exhibiera
de regreso dos, tres docenas de Instantáneas en las que aparecen, en poses variadas, una
mujer y un chivo”.
—Gracias —dijo y volvió a sonreír; fue hasta la ventana y se inclinó sobre el silencio
que empezaba a extenderse en la plaza; regresó echando humo, sonrió otra vez—. No
necesito que me ayude de ninguna manera activa. Basta con que escuche. Pero sólo si
quiere. No se si tengo verdaderas ganas de continuar. Además ¿le importa lo que me
importa a mí? Puedo estar equivocado cuando creo que mi historia es infinitamente más
importante que la historia. La historia puedo contársela en dos o tres minutos y entonces
usted, sobre ella, construye su historia y tal vez...
—No —lo atajé; hice un calco de su sonrisa cortés y reticente—. Eso mismo es lo que
pienso hacer empleando su historia, la suya. —Dijo que estaba bien, como
amenazándome—. Tito y usted, en el día segundo del regreso, pensando en la mujer y el
chivo y en los probables, deseados beneficios del encuentro.
—Eso, y mi furia silenciosa. Pero, además, repito, estaba mi seguridad. Primero, como
le dije, porque yo había conocido a Rita y ella me había conocido a mí. Rita era mía, eso
era lo que estaba sintiendo en la cama mientras el querido imbécil bordoneaba
exponiéndome proyectos. Tal vez le cuente qué proyectos. Mía porque unos años atrás,
cuando no sabia que el lenguaje universal para entenderse con las mujeres es el de los sordomudos, yo la deseé y ella supo que yo la deseaba. También mía, y mucho más por esto
—y no se escandalice, no saque conclusiones baratas—, porque yo la había espiado por la
ventana hacer el amor con Marcos. La había visto, ¿entiende? Era mía. Y, segundo, era mía
su historia por oí que tenía de extraño, de dudable, de inventado. El chivo. La
complicación, el artificio perfeccionamiento que agregaba la presencia del chivo. De modo
que la historia no podía ser para Tito. No importaba que hubiera sido él el primero de los
dos en tropezar con la mujer y hablarle. En aquellos años de pensión fueron muchos los libros, le pongo un ejemplo, de que tuvimos simultáneamente noticia y nos apasionábamos
por conseguir. Muchas veces era para mí un juego; jugábamos a quién lograba conseguirlo
y leerlo primero. Siempre me dejaba vencer; esas victorias lo hacían feliz y, sobre todo, me
permitían leer el libro cuando su curiosidad, apaciguada, no me lo alteraba, no me lo
ensuciaba. Con Rita que mendiga viajes a Villa Ortúzar en la estación de enfrente me pasó
lo mismo. Tuvo que hablar, por fin, de lo que nos preocupaba. Me propuso bajar a buscarla
y le dije que no tenía interés, que no pensaba moverme de la cama. De modo que fue él, un
poco desafiante, un poco intimidado. Fue a buscarla para mí, a establecer el contacto que
yo necesitaba; a evitarme esperas, desencuentros, la tirantez del primer saludo. Entonces
me puse en la ventana; desde allí no podía ver a Rita; si es que estaba, junto al puesto de
periódicos. Pero dominaba la calle y la plaza frente a la pensión. Así que menos de media
hora después vi a Tito surgir de la oscuridad de los árboles o de la claridad de los faroles
redondos de la plaza, de regreso. Salí al comedor, bajé una escalera y lo vi pasar hacia
arriba en el ascensor. Entonces bajé a la calle y fui hasta la entrada de la estación para
comprar un diario. Continuaba el calor, la tormenta no había reventado y creo que resbaló
sin lluvia por el cielo al otro día. Compré un diario y la ví; me asombró la lana larga del
chivo, resplandeciente de limpieza. No sé cuántos años tendría —el chivo— aunque es
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fácil sacar las cuentas. Tan blanco, inmóvil y perfecto como un chivo de juguete. Tan
Increíblemente fiel a la idea que puede tener de un chivo un niño o un artista fracasado que
se ganara la vida trabajando para una fábrica de animales de juguete. Era una mentira, y
continuó siendo esa estimulante mentira durante toda la historia.
—Yo cavé, ayer, una fosa para un cabrón de mentira. Sentí durante la historia su
perfecto, exacto olor a chivo; vi alguna vez las bolitas negras, secas, bruñidas, de sus
excrementos. Pero no me engañé; supe desde el primer momento, desde la primera tímida
mirada con que nos conocimos, mientras compraba “Crítica” en el quiosco y disimulaba mi
espionaje y mi profética emoción leyendo un titular cualquiera sobre cualquier victoria y
cualquier derrota, que el chivo, aquella dócil apariencia de chivo, era el símbolo de algo
que moriré sin comprender; y no espero que me lo expliquen. Quiero decir que no le estoy
contando la historia para oír sus explicaciones. Un chivo de juguete, dije para orientarlo.
Pero tampoco eso, porque la idea de juego estaba excluida. Un chivo no nacido de un
cabrón sino de una inteligencia humana, de una voluntad artística. Extático en la penumbra
próxima al quiosco donde ella se escondía —casi digo, perdón, se agazapaba— para elegir
el candidato y atacarlo fortalecida por la sorpresa. Una idea—chivo inmóvil, revestida por
largos pelos sedosos, revestidos a su vez por esa blancura increíble de los peinados de las
viejitas que siguen fieles, junto al final, a lo único que importa y justifica su condición de
mujer, y agregan añil al agua del último enjuage del lavado de cabeza semanal. Las patas
de puro hueso, casi filosas, las pezuñas retintas, charoladas. Como usted ve, describí con
astucia. Porque todo eso es para decirlo una vez y olvidarlo; o basta con decirlo así para
que perdure. Porque por encima de todo eso estaban, cálidos, relampagueando cortamente
con una imprevisible frecuencia, no lujuriosos ni burlones ni sabios, los ojos amarillos.
Algunas veces los comparé con el topacio, con el oro, con un cielo de tormenta en la siesta
cuando la ciudad huele a letrina. Tal vez sea forzoso volver a hacerlo esta noche. Ninguna
de aquellas tres cosas, pero haciéndome pensar en la lujuria, la burla y la sabiduría.
Agregue, yo tuve que hacerlo, la insinuación de retorcimiento de los diminutos cuernos, la
barbita juvenil. Entonces, como queda dicho, un chivo de mentira, reservado
estratégicamente en la sombra, traído fácilmente, con un tirón de cuerda, como una
impresionante máquina bélica, al punto de ataque. Rígido, falso.
—Ella estaba muy envejecida pero no vieja; era una de esas mujeres que no pasarán de
la madurez, que se detendrán para siempre en la asexualidad de los cuarenta años, como si
éste fuera el mayor castigo que la vida se atreva a darles. Pero aquella noche Rita no tenía
más de veinticinco años. Estuve mirándola maniobrar con el chivo; su sonrisa era la
misma, pero el brillo de los dientes se empañaba de paciencia. Mi incompleta estadística
dio tres fracasos por un triunfo. Pasé a su lado sin mirarla y me fui a comer a un restaurante
donde era imposible que Tito viniera a buscarme.
Volvió a sonreírme y yo no comprendía. Se puso a limpiar la pipa para darme a
entender que había concluido un capítulo. “Es un mal narrador”, pensé con poca pena.
“Muy lento, deteniéndose a querer lo que ama, seguro de que la verdad que importa no está
en lo que llaman hechos, demasiado seguro de que yo, el público, no soy grosero ni frívolo
y no me aburro”.
—Está bien —le dije—. He visto al chivo y seguiré viéndolo. Reconozco que es una
bestia distinta a la que llegó rengueando hasta el cementerio, siguiendo al fúnebre,
obedeciendo a su mano con la misma docilidad con que obedecía a Rita frente a la
estación. Tenemos al chivo y deduzco que es lo más importante. Estoy dispuesto a
absorber todos los topacios, oros y cielos tormentosos que sean necesarios. ¿Pero por qué
aquella primera noche, usted simuló leer las noticias de Corea o de fútbol en lugar de
hablarle? Porque sigo pensando en lo otro; en lo que usted pensaba una media hora antes
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en la pensión, a medias con Tito. Pero podemos tomar otro vaso y esperar; ya sé que cada
limpieza de pipa señala el final de un capítulo.
—No fue por timidez —dijo—. Acaso yo haya querido primero, antes que nada,
quedar en paz con ella. Estuve gastando mi odio en aquella ingenua venganza invisible:
espiarla, a su lado, anónimo, verla grotesca y malvestida mendigar con trampa un dinero
que yo le hubiera dado años atrás en Santa María multiplicado por cien aunque necesitara
robarlo. Pero Tito sí, claro, conversó con ella. Esa noche tuve que oír su versión de la
entrevista; hablaba excitado, con muchos adjetivos. No sabía nada de la verdad. Parece que
ella, al principio, trató de Incluirlo en la farsa y estuvo insistiendo en el cuento de los
impuntuales parientes de Villa Ortúzar. Se citaron para la noche siguiente, a las nueve. Le
dije con voz preocupada que difícilmente los recibirían a los tres en un hotel y apagué la
luz para dormir.
Reí un poco y entonces me llegó el turno de caminar hasta la ventana. Vi la noche
muerta, alumbrada apenas por cuatro faroles desleídos, el resplandor velado de la
marquesina del Plaza. El reloj de la intendencia dio una campanada; pero no podía saberse
qué hora era porque el carrillón no funcionaba desde hacía unos meses. Me volví diciendo,
sin burla, sin otro deseo que ayudar, como si la historia fuera un trabajo que íbamos
haciendo entre los dos.
—Ahora estamos mucho mejor. En todo caso, es usted quien acaba de ver,
personalmente, a la mujer manejando al chivo. No Godoy ni Tito. Ahora, el resto tiene que
ser mucho más fácil. Se trata de unir esa escena con la del entierro, rellenar los ocho o
nueve meses que las separan.
Pero Jorge no me estaba escuchando. Se había levantado y sonreía con fatiga,
desencantado. No pude recordar en qué cara había visto yo una vez aquella mirada azul un
poco atónita, aquel rabioso brillo de juventud, un mechón, cobrizo, colgando hacia la sien.
Sopló en la pipa y la guardó en la cadera.
—Un trago y me voy —dijo mirando la noche por encima de mi hombro—. Mañana
vamos a pasar el día en Villa Petrus, desde muy temprano. Nunca puede saberse. Estaba
pensando que acaso yo no me vacié totalmente de mi rencor aquella noche cuando la
espiaba simulando leer un diario. Y sin embargo no mentí al hablarle de la piedad. Esta vez
se equivocó: no era el final de un capítulo sino el final del prólogo.
No volví a hablar con Jorge aquel verano; no quería acercarse; me saludaba de lejos
alzando la pipa, exagerando la alegría de verme.
III
Jorge quería conocer al hombre; estaba seguro que comprendería todo mejor si lograba
verle la cara. No sólo la particular historia de Rita, la entrada y permanencia del chivo en
su vida, sino, también, aquellas cosas que habían elegido a Rita para mostrarse: el absurdo,
la miseria, la empecinada vorágine. Aunque este hombre, el que esperaba ahora en la pieza
o en una cantina próxima al puente del ferrocarril, en un bodegón lo bastante roñoso como
para asimilar rápidamente la presencia del chivo, no podía ser ya más que uno cualquiera,
de turno. No Ambrosio, el creador, el que había meditado durante tardes y noches,
fumando cara al techo en un camastro, sin moverse para encender la luz, temeroso de toda
distracción que lo apartara del hallazgo próximo y elusivo. No Ambrosio, ya que había
desaparecido, aventado por su propia obra, por el detalle de perfección que se aventuró a
imponer. Nada más que este detalle. Porque hubo, en la mitad del segundo año en Buenos
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Aires, un precursor. Apareció después de un número no excesivo de hombres, después de
tareas esporádicas: sirvienta, obrera, vendedora en una tienda.
Sugirió primero, el precursor, el truco del regreso al pueblo natal, de los pocos pesos
que faltan para completar un boleto de segunda clase, de ida solamente, porque la derrota
frente a la gran ciudad había sido definitiva y porque la idea de librarse de Rita para
siempre tentaba a los candidatos. El alivio de sentir que bastaba desprenderse de unos
pesos para que la vida se comprometiera a no hacerlos coincidir jamás con la oscura, agria,
insistente forma de la mujer. Muchos, al principio, pagaron su cuota fácilmente, rabiosos,
coaccionados por la superstición. Pero todos los negocios tienen sus rachas, sus
inexplicables vaivenes. El público empezó a mostrar, de pronto, una desconcertante
tendencia a decir que sí casi sin dificultad y a ofrecerse para acompañarla hasta la boletería
y completar allí el precio del pasaje. Más de una vez se encontró con que no sólo el dinero
del filántropo sino el suyo propio, el qué guardaba, semiexhibido, en un sucio pañuelo de
colores, era invertido totalmente en un cartoncito blanco, estéril, con las de siempre
increíbles, fabulosas dos palabras: Santa María. Esto pasaba durante el segundo año, en
Retiro.
De modo que el precursor maldijo varias veces, asqueado, sacudido de asombro, la
falta de fe de los hombres, el mezquino instinto que los impulsaba a buscar garantías, aún
en la caridad. Y alguna noche de ayuno, de forzada lucidez, decidió, simplemente, que el
truco podía seguir siendo útil si se le daba vuelta como a un guante, si la cabeza pasaba a
ocupar el sitio de la cola. De modo que ella no había sido vencida aún por la indiferencia,
el desamor de la gran ciudad; recién llegaba, tal vez condenada a sufrir esa derrota, pero
disfrutando todavía de una serie de admirables cosas conmovedoras, alineadas, prontas,
intactas.’ No abundaban los Godoy con tiempo y curiosidad bastante para acompañarla
hasta un taxi y entregar al chófer el importe del viaje. El truco invertido demostró ser
eficaz en las tres estaciones de Retiro, trabajadas sucesivamente cada jornada, durante un
invierno, una primavera y un verano.
Tal vez ya hubiera desaparecido el precursor cuando la competencia comenzó a
hacerse sentir en los balances de medianoche realizados sobre una mesa de restaurante
junto al parque de diversiones.
En todo caso, siempre había un hombre al otro lado de la mesa, un gesto de desprecio,
de desencanto o de clara amenaza que no lograba atenuar los bajos montoncitos de billetes
planchados con los dedos ni las improvisadas justificaciones y esperanzas que ella iba
ensayando. Alguna vez, también molestó la policía. Hasta que el precursor, u otro hombre
cualquiera, aconsejó paternal y suficiente el traslado a Constitución. Es posible que hablara
de trenes cargados de jugadores afortunados que llegaban de Mar del Plata. El caso es que
ella aceptó mudarse; por otra parte, ya estaba viviendo en el sur de la ciudad, cerca del olor
a curtiembre del Riachuelo.
Entonces, en seguida o meses después, apareció Ambrosio. El perfeccionador entró en
la vida de la mujer como un candidato, bastante bueno a distancia. Usando con cautela los
pocos elementos disponibles, puede ser reconstruido como un mozo de corta estatura,
robusto, lacónico, peludo. Puede ser imaginado más que lacónico; casi mudo, permanentemente arrinconado, con la expresión pensativa de quien persigue sin éxito algo en
qué pensar. Y, otra vez, silencioso, como si todavía no hubiera aprendido a hablar, como si
persistiera en la añosa tentativa de crear un idioma, el única en que le sería posible
expresar las ideas que aún no se le habían ocurrido.
Bajó de cualquier tren, de cualquier pasado prescindible, de cualquier corva y casi
ajena experiencia para entrar en el alto túnel iluminado donde ella esperaba, elegía y
atacaba Caminó velozmente. por costumbre, acercándose incauto al encuentro, al metro
cuadrado de baldosas que le habían reservado el destino para que pudiera crear su obra y
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ser. Y, letra por letra como estaba escrito, se entreparó al acercarse al primer escalón: el
cómplice anochecer de verano que hacía latir en el follaje, en el espacio abierto de la plaza,
sus antiguas y vagas promesas, lo asaltó de frente y lo detuvo. El sabía que estaba
vacilando entre una mujer, una rueda de amigos, otra mujer a la que podría pedir dinero;
ignoraba que estaba vacilando entre su verdadero nacimiento y la permanencia en la nada.
Con una mano de cortos dedos y anillos complicados buscó un cigarrillo, lo puso en la
boquilla amarillenta y lo encendió. Entonces ella se apartó tímida de la pared, sonrió
nerviosa, habló tartamuda. Tal vez algo la obligó a dejar colgante y hacia atrás el brazo
derecho, como si sostuviera un ronzal invisible. A medida que recitaba se iba
arrepintiendo; vio que el cuello de la camisa tenía tajos y mugre; que la brillosa corbata
estaba raída, que el traje de invierno había sido usado en muchos veranos.
(“Pero tenía el aire de haber perdido a la mamá entre un gentío; me miraba moviendo
la boca como si estuviera por decir una palabra inventada por él, una palabra que yo no
había oído nunca y que podría sonar como insulto o disculpa. Creo que no dijo esa palabra
ni ninguna otra. Le ahorré ese trabajo; le ahorré casi todos los trabajos esa noche y durante
muchos meses. Y todavía estaríamos juntos, creo, si no fuera por Jerónimo; porque a él le
dio por inventar a Jerónimo, y cuando el pobrecito creció y yo entré a quererlo no pudo
soportarnos. Nada más que por eso. Era más haragán que los otros, que cualquiera que yo
haya conocido. Pero esto no quiere decir que ninguno de los otros haya trabajado nunca.
Era increíble. Como si acabara de morirse. No del todo. Comía, aunque sin vino. Fumaba.
Quería llevarme a la cama cada vez que me tenía cerca. Pero aparte de esto estaba muerto,
boca arriba, las manos abajo de la cabeza, mordiendo la boquilla amarilla, pensando sin
remedio” ).
Tal vez ella sospechaba que este ocio no sólo era más intenso, más voluntarioso que el
de los anteriores hombres, sino también de calidad distinta. Debe haberlo sentido muchas
tardes al irse, muchas madrugadas al volver; nunca, ni después, tuvo palabras o ideas que
expresaran aquella sensación. Pero sabía que algo extraño y permanente ocupaba el cuerpo
del hombre taciturno, siempre en la penumbra o indiferente al ciclo de luces y sombras;
siempre mordiendo la boquilla, poseído. Pensó al principio que estaba enfermo; se acostumbró después a comparar a los demás hombres con la medida de éste y cuando se
cumplió el tiempo estaba absolutamente desprevenida, incapaz de desear un cambio y de
creer en él.
Casi no habló tampoco aquel día, el hombre. Pero cuando ella se despertó bajo el
estruendo hueco y fanfarrón de un tren de carga, lo vio de pie, recién lavado con una
camisa limpia sostenida en los brazos por ligas metálicas, chupando sin Arial'>mover los
labios el humo de la boquilla enhiesta, junto a la ventana clausurada que daba al patio del
conventillo y apenas lo mostraba. De perfil a los vidrios manchados de pintura, de tiempo,
de gente, sin animarse todavía a mirar hacia afuera, despierto al fin pero inseguro, infeliz y
dichoso por haber sido arrojado del éxtasis, tratando de habituarse. Casi no habló.
—Dame lo que puedas de lo que trajiste anoche. Tiene que alcanzar. Pero por las
dudas.
Ella le dio el dinero, todo el de anoche, y algunos pesos más que guardaba en el
armarlo. Estaba segura de que no volvería a ver al hombre. Se sentó en una silla y empezó
a recordar vertiginosamente los meses que habían vivido juntos, a extraerles una póstuma
ternura que tal vez durara hasta el encuentro con el próximo hombre o tal vez,
desvaneciéndose, con sorpresivas resurrecciones, mucho más tiempo. Nunca se sabe. Supo,
en cambio, qué hacía Ambrosio con el dinero que ella le daba en los regresos, con los
billetes sucios y los puñados de monedas que depositaba en la cama y que él no exigía, que
se limitaba a pedir con indiferencia y seguro. “Dame lo que puedas”. Porque nunca salía
sin ella y ni siquiera tomaba vino. De modo que aparte de las comidas y del precio
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invaluable de la mitad de cama que ocupaba, no podía imaginársele otro gasto que el de los
veinte cigarrillos diarios.
Lo vio, ya vestido, alzar el colchón y escarbar en la estopa; lo vio traer los billetes,
alisarlos y amontonarlos encima de la mesa. Se empeñaba en ignorar esta última escena:
las manos cuadradas llenas de anillos manejando el dinero con una novedosa destreza
profesional; el damero del hule descascarado que ocupaban ingenuas flores marchitas; el
calentador de bronce, una media larga y desinflada; la cabeza joven con el brillante pelo
recién peinado que se inclinaba sin avidez sobre el dinero, no despierta del todo,
prolongando, adormecida, el ensueño de nueve meses. No quería ver esto sino el corto
pasado, simple y espantosamente pobre, que la obligaba a inventar cada cosa, a esconderla
allí y descubrirla. Y cada cosa, una vez descubierta, tenía que ser bautizada y alimentarse
de ella, de Rita. Era fácil y era nada, comprobaba con asombro: un hombre o una forma
masculina, tiritando o sudando, inmóvil en la sombra; una cabeza yacente y empecinada,
hecha Inhumana por la meditación, por el desdén al mundo, por el sometimiento, aceptado
con orgullo, a la fatalidad de crear.
Y ahora esto; el largo y fecundo sueño hibernal había terminado para siempre. Así
estaba, soñoliento pero despierto, doblando los montoncitos de dinero, despidiéndose sin
palabras, viviendo esa hora de entusiasmo y desgarramiento. Ella no se levantó para
besarlo; recibió sin comprender la sonrisa que le vino desde la puerta; lo supuso alejándose
lento, cegado por la luz del mediodía. Después ocupó en la cama el lugar donde había
estado el hombre todo el tiempo, durante todo el breve pasado que era posible reducir a
una escena.
Salió al anochecer, impulsada sólo por la costumbre, cambió saludos con el diariero y
repitió, sin convicción, con extraño buen éxito, la historia de la parienta desaprensiva de
Villa Ortúzar. Se fue muy tarde y demoró en el restaurante; estiró, sin contarlo, el dinero
ganado que ya no tenía objeto. Pudo ver desde el patio la luz que limitaba la puerta de la
habitación, y avanzó y abrió negándose a pensar, a creer. El hombre, Ambrosio, no estaba
en la cama ni desvestido; acuclillado, atento, reconociendo con benévolo espíritu crítico lo
que había hecho, se dejaba lamer un pulgar por el chivato, blanco, que atacaba y retrocedía
inhábil sobre las duras patas muy abiertas. Comparando con su recuerdo, que Rita había
creído definitivo, el hombre fue locuaz y cordial; parecía más delgado, un poco ojeroso,
con un aire de liberación y amansado orgullo.
—Hay que conseguir leche y una mamadera. Tenía miedo de atarlo, de que se lastime.
Ella estuvo mirando un rato, sin comprender y despreocupada.
—Así que ahora somos tres —dijo y se rió.
No quería comprometerse ni imponer compromisos. Sintió que estaba contenta por el
regreso del hombre y se dispuso a prepararse desde aquel momento para cuando Ambrosio
se fuera de veras. Sintió curiosidad y deseo por este muchacho desconocido que acariciaba
el hocico del animal y sonreía estúpido y tranquilizador. Pero todo esto sucedió después,
mientras atravesaba el patio hacia las puertas del fondo. Entonces, volvió a reír, repitiendo:
—Así que somos tres. Pero si lo compraste para comerlo decime antes de que me
acostumbre.
—No —dijo él; retrocedió un poco para mirar al animal, desconcertado por la idea de
que fuera posible comerlo—. Leche; lo compré casi por nada. Se llama Juan.
—Jerónimo —corrigió Rita—. Así que ahora tenemos un hijo chivo. Lo vemos a criar
con mamadera y cuando crezca nos mudamos, al campo, a Villa Ortúzar. Y lo vas a querer
más que a mí; ya lo estás queriendo. —Estaba arrepintiéndose de que Ambrosio, ya
despedido y enterrado, hubiera vuelto; estaba mirando al animalito sin ternura ni sorpresa.
Sin volverse, el hombre dijo otra vez:
—Leche.
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Ella salió para cruzar el patio y pedir leche y una mamadera a la vecina. Recitó
sonriendo, infalible, la historia del chivo recién nacido que le había mandado su madre
desde una Santa María definitivamente mítica. Cuando volvió a la pieza, el muchacho
estaba tirado en la cama y el chivo chupaba una colcha. Pero la cara horizontal ya no era
hermética y ensimismada; era la cara vulgar de un joven buen mozo, capaz de estusiasmos
y bravatas, el rostro nunca visto de alguien a quien se puede limosnear dinero para un viaje
hasta el otro extremo de la ciudad. Y mientras Rita se acomodaba el chivo entre las piernas
para hacerle tragar la mamadera, él se puso a explicar desde la cama, como si hablara con
un niño, lento y minucioso, despojado de vanidad porque no valía la pena gastarla con ella.
Así que Rita, después de una noche de frenética e inmotivada reconciliación en que
sintió —con rabia, culpándose, e insistiendo para corregir— que Ambrosio podía ser
sustituido por cualquiera de los hombres anteriores, se despertó al final de una tarde y
caminó hasta la estación arrastrando el chivo de una cuerda o llevándolo en brazos.
Soportó, indecisa, el ridículo, la suciedad, los balidos que irritaban y conmovían. Y
cuando terminó el variable horario de trabajo, cuando, después de la comida solitaria del
bodegón donde el chivo enterneció a las mujerzuelas y a los borrachos, atravesó la
oscuridad desierta bajo los rugidos de los trenes en el puente y llegó a su casa, más cansada
que las noches anteriores y aún confusa, se encontró con un Ambrosio increíble. Un
Ambrosio galvanizado por la impaciencia que no sólo la esperaba sino que la alcanzó en el
patio, le besó la frente y cargó con el chivo. Después contaron el dinero; y a medida que
ella sacaba los billetes del bolsillo del abrigo y los disponía sobre la mesa como para un
juego solitario de naipes, iba viendo la felicidad y el orgullo, incontenibles, ocupar la cara
del muchacho. “Así que era esto, pensó sin desencanto. Lo que quería era más dinero, vivía
tirado en la cama pensando cómo hacer para que yo trajera más dinero cada noche. Pero no
lo gasta, no tiene vicios ni amigos en qué gastarlo. Va a esconder éste más dinero en el
colchón; cuando tenga bastante, compra otro chivo y entonces yo traigo el doble de dinero
y él lo guarda en el colchón, y cuando tiente bastante...”.
Él iba tocando los billetes con la punta de un dedo; rodeado por un anillo de oro con
una piedra exagonal, negra y pulida, un dedo estremecido por el triunfo, por la
comprobación de una realidad idéntica a los sueños que la engendraron.
—Casi el doble —murmuró el muchacho—. Si te quedás un rato más traes el doble.
¿No te decía? ¿Quién puede dejar de creer si ve el chivo? —la tomó de los hombros y la
sacudió; casi por primera vez ella vio del todo descubiertos los fuertes dientes blancos.
Pero no era por el dinero. Lo supo porque aquella noche, antes de que se acostaran y
repitieran un frenesí que no dependía de ninguna reconciliación imaginaria, Ambrosio le
entregó los pesos que le habían sobrado de la compra del animal.
Y es indudable que tampoco había tenido idea, durante todos los meses, del destino del
dinero que reclamaba con humildad cada noche y escondía en el colchón. Estaba seguro de
que iba a necesitarlo algún día; pero le era imposible adivinar para qué. Además, si el acto
de devolución no fue suficiente para Rita, si sospechó que era falso o simplemente astuto,
tuvo que convencerse definitivamente y muy pronto de que el chivo no había nacido del
afán de dinero. Porque a partir de la tarde siguiente no volvió a ver a Ambrosio.
De modo que quedó como una viuda o una mujer abandonada con un hijo pequeño,
con una criatura que no podía dejarse en desamparo ni confiarse a cuidados mercenarios.
Tuvo que llevarlo al trabajo, a la estación; sin que ella lo sospechara, desde el alejamiento
de Ambrosio su historia fue absorbida por la biografía del chivo. Porque ella, en realidad,
dejó de vivir desde que quedó sin el muchacho y con el animal; por lo menos su vida no
fue otra cosa que la repetición de actos tan idénticos, tan sabidos de memoria, que se
hacían Imposibles de comprender: el despertar en el principio de la tarde y en seguida la
tarde va-cía, con un hombre o sin él; el horario cumplido en la estación, la cena en el
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restaurante miserable, el regreso con el chivo, con un hombre o sin él. Con el tiempo, la
desconfianza que sintió al ver por primera vez al animal se transformó en un odio suave,
inexplicable. Pero este odio no era más liberador que la desconfianza; se sentía atada a la
bestia: la arrastraba brutalmente, le imponía ayunos caprichosos, pero era incapaz de
abandonarla.
A partir de aquí la historia puede ser infinita o avanzar sin descanso, en vano, hacia el
epílogo en el cementerio. Creo que faltan pocas palabras, que pueden distribuirse así, entre
todas estas cosas:
Entre las sucesivas mudanzas impuestas por el crecimiento del chivo, las negativas, las
peregrinaciones nocturnas con paquetes y valijas, estas veces sí llenas de ropas y pobrezas.
Una pieza en Avellaneda, que aún veo, comunicada con un patio enano, un lamentable y
desierto remedo de jardín, con treinta centímetros de tierra estéril, sobre escombros y
basura, sobre roca imperforable, separado del mundo inexistente por un muro de cañas
secas, sin hojas o con hojas mineralizadas, habitáculo del chivo. Paraíso protegido por un
techo diurno de humo sucio, visitado en la noche por bocinas de barcos, por silbatos
policiales; rodeado por delincuentes farsantes e inseguros, por ociosos, jóvenes,
exasperados candidatos a delincuentes que vivían y se trajeaban al servicio de la leyenda
que nunca lograrían tener ni dejar. Cualquiera de estas cosas, pero precaria; porque
apareció alguno mencionando una ordenanza, hablando de kilómetros y radios, pidiendo
más dinero, demasiado.
También pueden distribuirse entre la última mudanza, la casita, la construcción de lata
y madera en Villa Ortúzar, el destino que ella había estado provocando y creaba cada vez
que mentía, el lugar junto al quemadero de basura, la zanja con agua blancuzca, el eterno
caballo muerto de vientre hinchado, la patas hacia el cielo. Una habitación con piso de
tierra húmeda, donde apenas cabían ella y el chivo, donde le hubiera sido imposible ubicar
a la hermana o a la tía, a ninguna de las cambiables parientas que reiteraban su inasistencia
a la estación.
Entre el ejercicio de lo que pocos hombres quisieron imponerle y ninguno Iogró. Pero
que debe ser imaginado porque en algún invierno, tal vez, la gente se hizo desconfiada o
avara, o porque el exceso de repeticiones quitó convicción al monólogo pordiosero, o
porque el precio de los alquileres se duplicaba con la presencia del chivo, o porque el chivo
necesitaba una alimentación especial y costosa, o porque yo tuve placer imaginándola
prostituirse por la felicidad del chivo. Me parecía armonioso y razonable.
Entre el chivo y su crecimiento, su barba combada, sus ojos de un amarillo comparable
al de muchas cosas, su pelambre sucia y su olor. Entre su pesadez, su tamaño gigantesco, la
placidez de ídolo con que permanecía echado y su negativa a moverse, a sufrir frío o calor
o interrupciones del ensueño en la poblada puerta de una estación. El chivo siguiéndola
con protesta por calles retorcidas y nocturnas, más grande que ella, deliberadamente
majestuoso y despectivo. El cabrón, ahora, con las patas dobladas bajo el cuerpo, rozando
con los cuernos los techos tiznados y miserables, adormeciendo los ojos herrumbrosos, con
un remoto agravio, con un desdén que no podría expresar aunque hablara, frente a los
tributos ofrecidos a su condición divina: el pasto, las hortalizas, el hombre que ocupaba
unas horas la cama para turbar la noche con una historia anhelante y conocida.
Enorme y quieto, blanco sucio, creciendo a cada minuto, desinteresado de la gente y
sus problemas, hediendo porque sí. El cabrón, que es lo que cuenta.
IV
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Entre pocas cosas más fueron repartidas las palabras y esas cosas las he olvidado. Pasó
casi un año, empecé a consolarme con el principio de otro verano y me encontré una
mañana en el hospital con Jorge Malabia. Era un Jorge Malabia parecido a su pariente
Marcos Bergner, nada a su madre. Más grande pero no más gordo, hablando con la
enfermera de la mesa de entradas, sonriendo mientras mordía la pipa apagada; esa sonrisa
juvenil feroz, mientras el miedo a la vida y la voracidad ocupan sin remedio los ojos.
—Hola. —Estaba en camisa y calzado con botas—. Supe que se iban a animar a una
trepanación. Tenía ganas de ver morir así a alguien, ver el segundo de la muerte en un
cerebro. Pero se arrepintieron.
Encogí los hombros y dejé de mirarlo.
—Sí, es seguro, casi, que se hubiera muerto. De todos modos, yo no operaba.
—Es gracioso. Estaba citado con Tito y no vino. No sé por qué: conoce al futuro
cadáver, es un empleado del padre o algo así ¿De modo que lo van a fortalecer durante una
semana para que dure unos minutos más en la mesa?
—Debe ser eso —contesté—. Setenta años, operado de lo mismo hace ocho meses,
casi Idiota desde entonces.
Saludé a Margarita, la chica de la mesa de entradas y salimos, él y yo, sin andar de
veras juntos, como dos desconocidos que llevan el mismo camino. Admiré el caballo atado
flojamente a un árbol, estuve mirando el sol hasta estornudar.
—Tiene sangre pero está muy gordo, sobón —dijo.
Había pasado un año y él tenía veinticinco. Desde la última vez que nos vimos, pensé,
estuvo aprendiendo a juzgar, a no querer a nadie, y éste es un duro aprendizaje. Pero no
había llegado aún a quererse a sí mismo, a aceptarse; era a la vez sujeto y objeto, se miraba
vivir dispuesto a la sorpresa, incapaz de determinar qué actos eran suyos, cuales prestados
o cumplidos por capricho. Estaba en la edad del miedo, se protegía con dureza e
intolerancia.
Montó, hizo girar al animal y estuvo sonriéndome.
—Esta ciudad me enferma. Todo. Viven como si fueran eternos y están orgullosos de
que la mediocridad no termine. Hace apenas una semana que estoy, y bastó para que no lo
reconociera, para olvidarme de que con usted es posible hablar.
Hablaba muy de arriba hacia abajo, desde la estatura del caballo, consciente de esto y
aprovechándolo sin desprecio. De todos modos, no era feliz. Lo vi de espaldas, del trote al
galope, inclinado para exigir velocidad, separado de la montura pero tan unido al caballo
que las ancas brillosas bajo el sol podían ser suyas.
Como debía haberlo previsto desde la mañana, vino a visitarme aquella misma noche.
Se había empeñado en poner en condiciones al caballo o sólo buscaba distinguirse de los
amigos de su edad que, habiendo vivido su infancia, en los mejores casos, encima de un
caballo, sólo montaban ahora, por deporte, en las cabalgatas matinales de los domingos,
después de la heroica primera misa. Muchachos con breeches de palafrenero, estribando
corto sobre monturas inglesas, negando al animal con la languidez del cuerpo; jovencitas
vestidas como ellos, confundibles, chillonas, reclamando el paso, la rodilla apoyada en la
del compañero. Antes, en el alba, la visión de cuerpo entero de una amazona, con un
diminuto látigo, en el espejo del dormitorio; después, en el hotel de madera sobre el río, o
en Villa Petrus, las fotografías, las poses junto o encima de los caballos, las actitudes
gauchas y desaprensivas. Porque todos ellos, los amigos de su niñez, tenían o usaban
automóviles, jeeps y motocicletas; ayudaban así a que la ciudad, Santa María, olvidara
también sus orígenes, su propia infancia, su próximo pasado de carretas, carricoches,
bueyes y distancias.
Vino a caballo, aquella misma noche de sábado, haciendo resonar los cascos del
animal sobre la franja de primer silencio, contra el fondo negro de calor, de perfumes
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vegetales resecos, de sonidos de trabajo en el río. Lo oí silbar y me asomé a la ventana para
decirle que subiera.
Ya había casi olvidado la historia de Rita y el chivo; cuando lo vi entrar y poner la
botella sobre la mesa sólo pude pensar en otra mujer, en un recuerdo de veinte años, en una
asquerosa sobreviviente. Pero él venía decidido, y le importaba el tiempo: no el que
pudiera perder o gastar aquella noche sino el anterior, el que había separado de ésta nuestra
entrevista del último verano. Estaba decidido y resuelto a modificar, a cualquier precio,
aquella otra noche de diciembre. Bebió de pie, hablando con impaciencia de cualquier
cosa, de las que yo le iba deslizando para que se apoyara. Después, midiéndome, se puso a
cargar la pipa. Estaba eligiendo el camino más fácil o el más corto. No sabía aún que era
posible sentarse y decir: “No quiero esto o aquello de la vida, lo quiero todo, pero de
manera perfecta y definitiva. Estoy resuelto a negarme a lo que ustedes, los adultos,
aceptan y hasta desean. Yo soy de otra raza. Yo no quiero volver a empezar, nunca, ni esto
ni aquello, una cosa y otra, por turno, porque el turno es forzoso. Pero una sola vez cada
cosa y para siempre. Sin la cobardía de tener las espaldas cubiertas, sin la sórdida,
escondida seguridad de que son posibles nuevos ensayos, de que los juicios pueden
modificarse. Me llamo Jorge Malabia. No sucedió nada antes del día de mi nacimiento; y,
si yo fuera mortal, nada podría suceder después de mí”.
Pero no habló de nada de esto; lo hubiera escuchado y le habría dicho que sí.
—Usted debe recordar las últimas vacaciones; —empezó con una sonrisa de excusa,
pero no excusándose a sí mismo—. El encuentro en el cementerio y la noche en que
anduvimos hablando. El cabrón de la pata de palo.
—El chivo y la mujer —asentí—. Bueno, me puse a adivinar cosas y las escribí. Ya lo
tenía olvidado. Pero me gusta que pueda leerlo y opinar. Es muy corto.
Me puse a buscar en el escritorio mientras él callaba y trataba de hacerme sentir su
silencio.
—Una pocas páginas —dije el acercárselas—. El insomnio, el aburrimiento y la
incapacidad de participar en otra forma.
Entonces miró el reloj, no tuvo más remedio que expresar su hostilidad; él y yo
sabíamos que iba a quedarse todo el tiempo que fuera necesario. Se sentó e introdujo en la
luz la cara joven, un poco menos que el año pasado, endurecida por la voluntad, afeada
apenas por un extraño miedo. Tomé un libro pero lo dejé en seguida.
Durante media hora lo miré leer lo que yo había escrito y fumar; sabía que mis ojos lo
molestaban, que le era difícil mantener la clausura de su rostro. No era el mismo muchacho
de un año antes, pero yo no podía saber cómo estaba distinto, qué suciedades se habían
incorporado en los doce meses y si éstas durarían. Cuando terminó de leer limpió la pipa y
volvió a llenarla; sin mirarme, pensativo y calculando con rapidez, como si yo no estuviera
allí, pero me encontrara a punto de irrumpir. Después fue hasta la ventana, balanceando el
cuerpo en cansancio de jinete, haciendo sonar las botas, flamante o recién lustradas. Unas
botas demasiado nuevas, en todo caso, para el disfraz campesino que usó aquellas
vacaciones. Asomó la cabeza y le habló con cariño al caballo. Volvió lentamente hacia la
luz de encima del escritorio, sonriendo, seguro de haber elegido bien o lo mejor posible.
—Es muy bueno eso —murmuró con seriedad y como si se lo dijera a sí mismo,
contento, un poco asombrado.
“Ya hay algo, pensé: aprendió a tomarse en serio, y no con la desesperación y el
sentido de fatalidad de antes, sino tranquilamente, sin intuir el ridículo y la propia miseria.
Casi como se toman en serio su padre y cualquiera de los hombres de la mesa de póker del
Club Progreso.
—Me alegro —le dije—. Pero no importa que esté bien o mal. Ya le dije que sólo
buscaba adivinar cosas.
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—Las adivinó. Todo fue así, sólo que... —Tal vez no estuviera muy seguro del tipo de
mentira que era conveniente usar para destruir aquel pasado. Volvió a sentarse y volvió a
sonreír con disculpa—. Es sorprendente. Hubo un hombre que inventó el cuento para
viajeros, otro que agregó el detalle del chivo, absurdo pero eficaz. Y es cierto que ella pasó
del odio al amor, que el chivo fue al principio una humillación impuesta y que después lo
defendió de cualquier manera, de todas las maneras necesarias, a lo largo de mudanzas, de
hombres, de ayunos, de resoluciones suicidas. Como se defiende el objeto de amor, es
decir, lo único que uno tiene. Porque si tenemos algo más, por poco que sea, hay que
inventar otro nombre, menos ambicioso. Su objeto de amor. La corriente es una sola, y no
podemos saber cuál y cuánto es el amor que va hacia él y cuál y cuánto el que extraemos
de él. Y también es cierto que lo hizo por el chivo, para tener el dinero que le permitiera
protegerlo. Yo hubiera podido, con poco sacrificio, darle ese dinero. Pero preferí
convertirme en el hombre cuya cara, según usted, yo deseaba conocer. El hombre de turno,
condenado al anonimato, que la esperaba en la pieza. Pero desapareció, no lo vi nunca, me
tocó sustituirlo sin conocerlo. Así que yo pasé a ser el hombre de turno y algo más. Era yo
el tipo que esperaba en alguna de las mugrientas habitaciones que ocupábamos
sucesivamente, arrastrados o expulsados por el chivo. Pero necesité algo distinto, algo más,
y lo tuve. Aquel fue un año, o casi, de apoyar y refregar el lomo en eso que llaman
abyección; un año de no pisar la Facultad, de reírme a solas pensando en la visita
imposible, sorpresiva de mi padre; imaginándolo entrar en uno u otro de los cubos
hediondos que fuimos habitando, verlo y sentirlo, por una vez, incapaz de un comentario
ordenado gramaticalmente, con puntos y aparte, con los paréntesis que él Indica alzando
una mano y una ceja. Porque, además, durante todo aquel año en el que lo estafé, fui el hijo
corresponsal perfecto. No perdí un tren, como dicen en casa. Mugriento, sudando esa
mezcla de odio y angustia que ennegrece la piel como ningún abandono, como ningún
trabajo, frío y emporcado, les escribí mi carta cada semana. Y aquella vez sí; aquella vez,
aquel año, mis cartas parecían copiadas de un epistolario para hijos ausentes y amantes.
Volví a leerlas.
Me mostró los dientes, interrumpido por la fatiga o la desconfianza, y sirvió de beber.
“Dos, pensé. La segunda suciedad es que se le ha muerto la pasión de rebeldía y trata
de sustituirla con cinismo, con lo que está al alcance de cualquier hombre concluido.” Tal
vez lo hizo sospechar el asentimiento de mi cabeza, mi silencio o mi mirada; fue otra vez a
conversar con el caballo desde la ventana y regresó con aire de cansancio y sueño. Regresó
también rejuvenecido, casi exactamente en un año; pero esto duró poco porque yo había
aprendido a manejarlo.
—Entonces todo está bien —dije, recogí mis páginas adivinatorias y les sonreí con
cariño y orgullo—. Después se encontró con usted, o usted provocó el encuentro, vivieron
un tiempo juntos, ella se enfermó y vino a morir a Santa María. Sólo faltaría escribir el
final; pero esto es más fácil, en un sentido, porque lo conozco: el velorio, el entierro.
—Sí, pero no —repuso en seguida, ardiente, un poco triunfal, como si yo lo hubiera
ofendido sin querer. Nadie, y yo mucho menos, podría reprocharle que alargara el silencio
para lograr un efecto—. No tan simple porque la mujer que enterramos aquel año (“ya no
era el año pasado, sino cualquiera, remoto, inubicable”), la mujer muerta que descansa en
paz en el Cementerio de Santa María no se llamaba Rita.
Me moví en el sillón y lo miré asombrado y estúpido; tal vez lo haya convencido.
—¿De veras? Entonces no entiendo nada o me falta entender mucho. Pero eso era
difícil de adivinar. —Sonreímos, como por encima de un secreto. Vacilé un rato; él tenía
que suponer mi facilidad para averiguar el nombre de la mujer que ayudé a enterrar.
—No era Rita —repitió con algo de solemnidad, todavía sonriéndome—. Era una
parienta, una prima, no una de las fabulosas, como usted dice, parientas de Villa Ortúzar,
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sino una palpable y visible y audible, le doy mi palabra, que fue desde aquí, desde Santa
María. Otra mujer y casi otra historia. Porque si tuvo antes de llegar a Buenos Aires su
historia personal, la perdió a los cinco minutos de entrar en la pocilga donde estaban Rita y
el chivo, y donde yo era el hombre de turno cara al techo en la cama. Quiero decir que esta
mujer sin nombre desplazó a Rita, se convirtió en ella, se apropió de lo que hay de más
importante en su relato adivinado: del amor y la esclavitud por el cabrón.
—Ah —dije—; tal vez me sea posible volver a entender. Déjeme empezar de nuevo.
—Pregunté y lo vi vacilar y mentir, mantenerse en la mentira primera, mostrarse incapaz
de protegerla con otra: —¿Cómo me dijo que se llama la prima, la sustituta, la difunta?
—Sólo le dije que no tenía nombre. No era nadie, era Rita. Rita se hartó del chivo, de
mí, de la miseria. Creo que le va bien. Pero no podría haberlo hecho, estoy seguro, si no
hubiera aparecido alguien, otra mujer para suplantarla en relación al animal. Bueno,
déjeme volver un poco atrás para liquidar definitivamente la historia. Todo lo que le conté
hace un año era verdad, menos, claro, lo que permití que creyera, el malentendido que
quise mantener, Aquella noche le hablé de la piedad y era cierto. Tan cierto, tan Intensa esa
piedad que logró dos cosas increíbles. Primero, que yo me encargara del entierro de la
mujer y la velara como principal y único deudo; es decir, que la piedad que sentí por Rita
en el casi año de abyección fue bastante para transformar en Rita a la segunda mujer. Y
aunque no sólo la piedad sino todo sentimiento por Rita había muerto desde tiempo atrás,
bastó enterarme de que ésta, la prima, se estaba muriendo para que yo corriera a dar
satisfacción a la piedad resucitada. ¿Se entiende? No olvide la existencia del cabrón; no
olvide que la segunda Rita, cuando comprendió que ya no podía protegerlo, que iba a
morir, se lo trajo a Santa María. Lo trajo al pueblo natal, el país de infancia, donde todo es
más fácil y los finales son felices. Hizo lo que hubiera hecho Rita, estoy seguro, si no
aparece alguien para redimirla, con su sacrificio, de la esclavitud.
—Era, pues, Rita. No la vi morir; pero durante todo el tiempo del velorio, aquella cara
flaca, estupefacta y tiesa fue la cara de Rita y yo pude librarme de mi piedad exasperándola
hasta agotarla. Y tal vez ya no tuviera piedad que gastar cuando recorrí a pie Santa María
con el chivo rengo siguiendo el coche fúnebre; tal vez sólo estuviera enfermo de sueño,
histérico, ansioso de expiación y ridículo para exhibir un odio que poco tenía que ver con
el odio antiguo, el que había hecho nacer en mí la piedad por Rita. Porque durante el año
en que viví con ella, o viéndola todas as noches antes de que viviéramos juntos, la piedad,
como sucede siempre, llegó a mostrarse inútil, se pudrió, y salieron de ella odios como gusanos. Empecé a sentir o saber que todos, todos nosotros, usted, yo y los demás, éramos
responsables de aquello, del casamiento de ella con el chivo, de la pareja que maniobraba
con torpeza entre las columnas de gente, que salían de la estación. Todos nosotros,
culpables; y, ya sin razonar, sin que la evidencia me viniera del razonamiento o pudiera ser
alterada por él: culpables, todos los habitantes del mundo, por haber nacido y ser contemporáneos de aquella monstruosidad, aquella tristeza. Entonces odié a todo el mundo, a
todos nosotros.
—Y la segunda cosa increíble que logró la piedad, fue que yo la obligara a hacer, a
Rita, lo que ninguno de los hombres de turno pudo. Porque los culpables éramos todos
nosotros, sin excluirla a ella, y ella, el ser más próximo a mi odio.
—Esto había durado un mes, apenas hasta que vino la prima para sustituirla, por lo
menos en la morbosa esclavitud al chivo, y ella, Rita, desapareció. Ahora que lo importante
de aquel período, el de la conciencia y el placer de mi abyección, el formado por los días,
noches, en que Rita salía a buscar hombres y regresaba con dinero bastante para
mantenernos por una semana a los tres —el chivo, ella y yo— no puede ser explicado. Y si
por un milagro llegara a explicármelo —creí haber estado cerca, varias veces, durante la
soledad del velorio—, sería también inútil porque nadie ha hecho el aprendizaje
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indispensable para entender. No supe y no sé aún, qué era lo importante; pero lo
simbolizaba esto, le daba origen esto: quedarme tirado en la cama fumando esperándola,
no sólo como los otros, sino acompañado por el chivo: mirarle los ojos, amarillos e
impasibles, olerlo y confundir su olor con el mío, lograr un acuerdo ilusorio con la
eternidad impersonal que él representaba. Hablarle, con palabras simples, del sentido de
nuestra soledad, de nuestra espera; verlo agigantarse y blanquear en la sombra, en la
habitación de techo bajo, en la noche aparte, exclusiva, que desciende cada noche para los
miserables.
Oímos a la vez los cascos impacientes o asustados del caballo en la vereda. Jorge se
levantó pero no fue en seguida a mirar por la ventana. Teníamos, hoy también, esta noche
amable, de esencia inasible, vagamente excitante, cargada de claves y situaciones que no
coinciden, esta dulce y conocida noche tramposa que desciende para los tontos.
—Bueno —dijo sonriendo; el pelo rubio oscuro le tocaba la sien; chupaba velozmente,
sin convicción, la pipa mal encendida. Se alzó los breeches, movió las piernas en las
botas—. Había algo que corregir y creo que lo hice.
—Había mucho que agregar y lo hizo —contesté—. Pero no corrigió nada. La mujer es
la misma, de todos modos. Usted veló a Rita y enterró a Rita. Y, sobre todo, también
enterró al chivo.
—Como quiera. Tenía el remordimiento de haberle hecho creer en una historia
perfecta, haberle permitido creer que la historia que empecé a contarle en aquellas
vacaciones obtuvo su final perfecto. Eso nunca sucede; si se pone a pensar, verá que todo
falla por eso y sólo por eso. De modo que corregí. Y agregué la prostitución de Rita, en
beneficio mío y del cabrón; un agregado que, en cierto modo, también modifica la historia.
—No creo que la modifique —dije—. Por lo menos para mí, para estas páginas. Diría,
estoy improvisando, que refuerza lo patético de la historia, la hace más fácil de ser
comprendida por los demás, por todos nosotros. Y en cuanto a la prima sustituta...
El caballo volvió a patear y llenó de ecos la plaza desierta. “Tres, pensé. La tercera
suciedad consiste en el pecado adulto de creer a posteriori que los actos sin remedio
necesitan nuestro permiso”.
Miró por la ventana y habló con voz de tropero, aguda, a la bestia, la noche y el
camino.
—Parece que ya no se puede —dijo de vuelta, ajustándose el cinturón— Santa María
es una ciudad. Y, aunque a mí no me da la gana de enterarme, el caballo lo sabe.
V
El segundo encuentro fue también casual, por lo menos en parte. Había hecho una
visita cerca del Mercado Viejo y anduve caminando, perezoso en el sol de la tarde, para
aventar el asco y la tristeza, el recuerdo de la mujer de vientre plano, de sus estúpidos ojos
embellecidos por la fiebre, ciegos para la pieza maloliente. Y el hombre pequeño, flaco,
duro y negruzco, moviéndose con rigidez y miedo, hostilizándome, un poco aliviado
porque podía descargar en mí su responsabilidad, un poco excitado porque podía
concentrar en mí su viejo, encalabrinado odio por la vida. Como de costumbre, yo
Ignoraba qué podía hacerlo menos desgraciado, si el desahucio o la esperanza. Tampoco él
sabía; me acompañó hasta la calle en silencio, con el pequeño hocico contraído por algo
que podía ser llamado furia o sarcasmo, esperando escuchar una de las dos cosas, pronto
para extraer toda la posible infelicidad del pronóstico que yo aventurara.
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Quedamos al sol, frente a los ladrillos del Mercado Viejo. Los vagos sesteaban o se
mataban pulgas o discutían arbitrios para la próxima comida bajo las chatas arcadas
coloniales. Un montón de muchachitos salió corriendo, hizo un círculo y entró de nuevo en
la sombra del mercado. Tal vez esta mayor miseria —la estética de los vagos, la dinámica
de los chicos sucios y descalzos sirvió de consuelo al hombre; tal vez lo animó la idea de
que el gotear de la sangre en la pieza no significaba una desdicha personal sino que era,
sólo, un minúsculo elemento anónimo que contribuía, afanoso y útil a la perfección de la
desgracia de los hombres. En todo caso, aflojó la cara y estuvo meciendo en la luz una
expresión lisa y resignada. Ya no mostraba el odio sino sus rastros, su obra. Me ofreció un
cigarrillo y dimos dos pitadas en silencio. Volví a mirarlo y opté por la duda; le dije que no
podía decirse nada, que esperara el efecto de las inyecciones, que me hablara por teléfono a
las nueve.
Entonces sonrió a un secreto y estuvo moviendo la cabeza; repuso el cigarrillo en la
boca y lo hizo bailar mientras decía:
—Quién te ha visto y quién te ve. Tanto ella como yo créame. Antes robo que dejar de
pagarle. A las nueve en punto lo llamo.
—Me dice cómo anda y vemos.
Me dio la mano y se fue por el largo corredor a recuperar la importancia, los odios, la
sensación siempre increíble de estar atrapado.
Crucé lentamente, olvidándolo, hasta el portón del Mercado. Hendí la fila derrumbada
de miserables, tiré unas monedas al centro del lánguido clamor, sobre cabezas y brazos.
Adentro, la sombra fresca, los mostradores vacíos, el olor interminable, reforzado cada día,
de verduras fermentadas, humedad y pescado. Los niños mendigos corrían persiguiéndose
bajo la claridad que llovía de los tragaluces en el fondo distante. En una mesa, frente al bar,
estaba un hombre joven, gordo, sonriendo inmóvil hacia el estrépito de los muchachitos.
Pedí un refresco en el bar y examiné al parroquiano solitario antes de reconocerlo.
Era muy joven y acaso resultara apresurado llamarlo hombre; estaba bebiendo la
especialidad de la casa, caña con jugo de uvas, y se había hecho llevar una botella a la
mesa. Tenía la camisa desabrochada en el cuello y la—corbata colgaba del respaldo de una
silla; pero estaba vestido como para una fiesta, con un traje oscuro de chaleco, con zapatos
negros y lustrados, con un pañuelo blanco colgando las puntas en el pecho. El sombrero
ne-gro, de alas levantadas, le tapaba una rodilla; vi, mucho después, la doble ve de la
cadena dei reloj en el vientre. Tenía cerrada la mano izquierda y continuaba sonriendo y
sudando hacia el fondo luminoso del Mercado, donde los niños viboreaban entre los
puestos vacíos. Junto a la botella había un puñado de caramelos.
—Cada uno se divierte a su manera, dicen —dijo el encargado del bar. Lo miré sin
conocerlo: era bigotudo y cincuentón, estaba en mangas de camisa—. Doctor. Pero desde
el almuerzo que le pido a Dios que no me deje saber dei todo cómo se divierte éste. Perotti,
de la ferretería. Fíjese ahora y dígame.
Los niños mendigos corrieron velozmente hacia el norte y el líder dobló de pronto,
desconcertando a la columna. Zigzaguearon entre los hierros y las maderas, resbalaron
sobre las placas de tierra y porquería. El muchacho de la mesa había abierto y estirado la
mano izquierda, llena de caramelos. Pasaron corriendo y gritando, cada uno trató de robar
sin detenerse, la mano se cerró atrapando la de una chiquilina flaca, con cara de rata, de un
pelo duro y grasiento hasta los hombros. Los demás siguieron.
—Bueno —dijo a mi espalda el encargado—; desde la una de la tarde, sin mentir.
Fíjese ahora.
El muchacho gordo atrajo a la chiquilina, le besó una oreja mientras la palmeaba, en un
remedo de castigo, murmurando amenazas. Después la soltó; la chica se puso un caramelo
en la boca y corrió para alcanzar a la banda que describía ya el semicírculo bajo el sol de la
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calle y volvió a entrar; luego aullando, persiguió al líder hasta el fondo de luz grisácea
filtrada.
Entonces el muchacho gordo alzó la cabeza llena de un esponjado pelo negro y se puso
a reir hacia el techo averiado, sin participación de su cuerpo, con la más pura, ejemplar risa
histérica que yo haya oído nunca. Se interrumpió de golpe para vaciar el vasito, volvió a
llenarlo y fue agregando más caramelos a la trampa de la mano izquierda. Miraba
sonriendo, expectante, el remolino de los chiquillos harapientos en el fondo.
—Perotti, el hijo del de la ferretería —repitió el desconocido contra mi hombro—.
Tiene que conocerlo. A lo mejor lo ayudó a nacer o lo curó de purgaciones. Con perdón.
Lo estoy mirando desde el almuerzo, y casi desde hace un mes o quince días, desde que
cayó una tarde por casualidad este verano y descubrió el juego de los caramelos y las
nenitas. El padre le dejó mucho dinero y él lo gasta así. Se divierte. Y hasta llegué a pensar
que lo hace sin mala Intención. Porque, como le decía, no acabo de entenderlo. Yo estoy a
caña y vermut desde el almuerzo y no me aparto. Me hace un honor si me deja convidarlo.
Le dije que sí y bebimos lentos y en silencio. El estrépito de criaturas volvió a pasar
junto a la mesa y se reprodujeron las palmadas, el beso, la cabezada hacia el techo y la risa
insoportable, agotada de pronto.
—Bueno dijo el hombre.
—Ya sé quién es, me acuerdo —le contesté; hablaba del muchacho, de Tito Perotti—.
No lo ayudé a nacer ni me llamaron para el sarampión y ninguna de las veces que tuvo
blenorragia consultó conmigo. Pero somos casi parientes por las úlceras del padre, difunto,
el asma de la madre y la lombriz solitaria que le asesinamos a la hermanita.
—Ese mismo —dijo el hombre, entusiasmado—. Y dicen con razón que ella, la
hermana, es la mujer más linda de Santa María.
—Hace mucho que no la veo. —Puse un billete en el mostrador y el hombre me
explicó que no me cobraba el vaso de vermut y caña—. Pero a éste tengo que hablarle.
El hombre alzó una tabla sujeta por bisagras y desertó de la intimidad de su negocio
para darme la mano. Miré sus ojos viejos y nublados, los bigotes que colgaban, la calva
mitad anterior de su cabeza:
—Fragoso —dijo. No pude acordarme ni presentir. Él mostró unos dientes parejos y
blancos y agregó en despedida, respetuoso—: Doctor.
Caminé despacio, dando tiempo a los chiquilines para que se acercaran a la mesa.
Cuando cinco o seis robaron caramelos de la palma abierta y él sujetó la mano de la
muchachita, le toqué la espalda y estuve esperando sus ojos con una sonrisa inocente. Me
miró con algo más de susto que
de rabia. De la mano se le escaparon la niña y los caramelos; acercó el montón a la
banda que hizo una sola vuelta alrededor de nosotros. Estuvo contemplando inquieto,
infantil, la carrera victoríos, hacia el portón y el sol. Alzó la cabeza para reír pero sólo rió
en silencio, un segundo. Yo estaba ala, mi mano continuaba en su hombro. Se puso de pie
y me saludó. Fue entonces que vi la cadena de plata del reloj ondulando sobre el chaleco
que la absurda barriguita estiraba.
—Me voy a sentar si me deja —murmuré—. Estoy cansado.
Sabía quién era el muchacho desde el momento que lo nombró el bolichero. Fragoso.
Pero sólo comprendió su importancia cuando el hombre dijo algo de la hermana. Fue
entonces que pensé en la historia de Rita y el chivo, en el intento de destrucción en que se
había esforzado Jorge Malabia unas noches antes.
Acepté un trago de la bebida dulzona en la copita que nos trajeron. Hablamos de aquí y
de allá, del tiempo, de política, de las cosechas, de planes de estudio, de Santa María y
Buenos Aires.
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Descubrí la perla que tenía clavada su corbata y miré con disimulo su cara redonda y
linda, de piel infantil, de sonrisa fácil, un poco vulgar y falsa, un poco cruel. “Está
engordando; puede suponerse que la resolución que brilla, hostil, fanática y remota en sus
ojos verdes y fríos es la resolución de engordar”. Tenía la voz algo gangosa y le gustaba
hablar, riendo, balanceando alerta la cabeza, con saliva en los rincones de los labios,
pellizcándose el pulgar de la mano izquierda. “Es vanidoso; tiene el egoísmo activo y
social; capaz de memoria increíble para ofensas y postergaciones”.
Pero había otra cosa; sólo pude descubrirla cuando se inclinó hacia su copa y
contemplé el corte de soldado de su pelo; y solo pude comprenderlo del todo unos meses
después, en la última, hasta ahora convalecencia, cuando amigos y clientes agradecidos y
superticiosos llegaban por las tardes para distraerme y desahogarse. Vi que imitaba a su
padre, el ferretero, muerto un año atrás. Aquella imitación se cumplía de dos maneras, en
dos campos: por medio de la ridícula perla en la corbata, la cadena del reloj, el peinado,
diez detalles más que fui descubriendo, todo esto nacido de la voluntad oscura de su cuerpo
que se había puesto a crecer en el cuello, el vientre y las nalgas, remedando con exactitud,
con cierta modestia, la figura desagradable del padre muerto.
“El amor filial, sí, pero no basta. Perotti era el último de los modelos que podía elegir
un muchacho. Hay otra cosa y tal vez Dios me de tiempo, y la suerte, como siempre, me
haga conocerla.”
—Voy a terminar Derecho porque en casa siempre quisieron —me dijo—. Pero no
quiero dejar Santa María, al revés de todos que sólo piensan en Buenos Aires. Y aquí,
usted sabe, no se puede ser abogado en serio, no se pasa de procurador. Tal vez ejerza, no
sé, porque se puede ganar dinero sin mucho trabajo. Sobre todo con las amistades de papá.
Pero sin darle importancia. No quiero meterme en política. Mi vocación son los negocios,
los negocios grandes. Vea lo que llegó a hacer Petrus sin necesidad de irse a la Capital.
Terminó mal, es cierto, aunque quién sabe, todavía no se dijo la última palabra y nada tiene
que ver que esté en la cárcel o en un sanatorio. Pudo hacer cosas porque tenía talento y
visión. Lo que hizo Petrus es mucho para su tiempo; pero no pasó de un principio; de dar
un ejemplo. Aquí está todo por hacer, créame.
Con sus veinte años, el mismo tono respetuoso y protector del ferretero, la misma
manera tranquila y seca, los ojos desviados, una mano pellizcando la otra, la misma fe en
los principios, en el éxito. El también había descubierto el simple secreto aritmético de la
vida, la fórmula del triunfo que sólo exige perseverar, despersonalizarse, ser apenas.
Le creí y volvimos a beber. Me desconcertaba la seguridad de que su padre no bebió
nunca. Pero el encuentro no me había sido concedido para desperdiciarlo en ellos.
—Usted vivió con Jorge Malabia en un hotel de Constitución —dije de golpe. El
estaba mirando, apagado y expectante, hacia la puerta del Mercado, siempre luminosa;
ahora en silencio.
— Si, unos dos años. Pero me parece que no éste... Yo lo quiero mucho. Pero es un
tipo difícil.
—Debe serio, estoy seguro. Casi neurasténico. —Asintió con alegría: “Eso”—. Pero
hay algo que me interesa especialmente. Un detalle, una trampa acaso, una modificación.
Hablo de la historia que usted conoce, Rita y el chivo.
Se inclinó sobre la mesa para esconderme los ojos y la sonrisa. En los tragaluces del
fondo el día era gris; otro gris sin brillo invadía el enorme espacio desierto; el aire allí era
húmedo y perezoso. Volvió a enderezarse parpadeando, en guardia.
—Conozco la historia. No pensaba que la conociera usted. Jorge la debe haber contado
y vaya a saber cómo.
Le expliqué lo único que me era dado continuar creyendo. Que una mujer, Rita, pedía
limosna con falsos pretextos en la puerta de una estación ferroviaria, acompañada por un
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chivo, que le fue agregado, luego de largas meditaciones estéticas, por un hombre llamado
Ambrosio. Repitió la risita ensalivada de su padre y sacudió la cabeza para dar el visto
bueno a cada recuerdo.
—Todo eso es cierto. Pero hay cosas que Jorge no sabe, —parecía enfurruñado, sin
ganas de hablar. Yo vacilaba eligiendo métodos.
—Lo que me Interesa —dije al rato— es muy poco y muy simple. No hay dudas de
que una mujer, unida al chivo, volvió a Santa María, enferma, y murió en un rancho de la
costa. Sólo quiero saber si esa muerta era Rita o no.
Se me acercó asombrado mientras pensaba velozmente, torpe y con desconfianza.
—¿Si era Rita? Claro que era Rita. Ya estaba tuberculosa cuando la descubrí yo en la
estación.
Y no se cuidaba, prefería que comiera el chivo. Y le fomentaban el suicidio. Estaba
loca, era más feliz cuando podía darle un puñado de sal al chivo y que se lo lamiera en la
mano.
—Conozco —dije y alcé aparatosamente un dedo que no expresaba nada—. ¿Pero no
hubo una prima? Piense. Una parienta de Rita que fue a Buenos Aires para relevarla de la
esclavitud al chivo y que volvió a Santa María, con la bestia, tal vez perseguida por ella,
para asegurarse el consuelo de la tierra natal en la muerte. Piense y dígame.
Encendió un cigarrillo, cuidadosamente, junto a mi cara, y el humo quebró, ondulante,
su expresión de desdén y tortura. No me creía; aguardaba que la indignación lo liberara del
desconcierto. Se enderezó y estuvo sacudiendo la cabeza, desaprobatorio y superado.
—¿Así que eso le contó Jorge? No me asombra, mirando bien. Porque él se portó
como un hijo de perra. ¿Qué le dijo de mí?
—Casi nada. Usted aparece, no más, en el principio de la historia.
La sonrisa que hizo, lenta, era tan sórdida, tan llena de rencor, que, pensé, debía estar
recibiendo contribuciones, además del padre, de un Perotti abuelo.
—Vamos por partes —empezó—. Yo la encontré a Rita y me fui a dormir con ella. A
la pieza, claro, porque qué se podía hacer con el chivo. La encontré, fuimos y le pagué.
Ella lo hacía con todo el mundo; el chivo y el cuento del viaje no eran más que un pretexto
para salvarse si aparecía un vigilante. Era muy distinto que la llevaran presa por hacer el
cuento que por levantar hombres.
Estaba ahora más rojo en la suave penumbra de la siesta en el mercado, conteniendo la
excitación, aprendiendo a manejar el odio para descargarlo con más eficacia.
—Sí —murmuré—. La versión de Jorge Malabia no niega explícitamente ese
principio. Pero yo estoy interesado en la prima. ¿Está seguro de que fue Rita y no ella?
—¿La prima? Apareció al final, cuando Rita ya estaba desahuciada. Se llamaba
Higinia, una gordita oscura pero muy linda. Estuvo unos días haciendo la comedia de la
enfermera, cuidando a Rita y el chivo, y, tal vez, también a Jorge. Jorge tenía entonces una
enfermedad misteriosa. No sé si le dijo que perdió un año de Facultad y que los padres
creen que está en Tercero cuando todavía no aprobó todo el segundo. La prima debe andar
por las salas de baile de Palermo o alguno la mantiene porque era de veras linda si la
bañaban. La prima estuvo unos días haciendo la santa. pero se orientó en seguida, con un
instinto de animal, y desapareció. Una vez estuvo de visita, con uno de esos autos que se
alquilan por día y con chofer. Trajo paquetes, comida y regales; y vaya a saber si no vino
para exhibirse delante de la Rita.
Por vanidad, por revancha, y no sólo frente a Rita, ya que Rita simbolizaba para ella
Santa María, la infancia, la miseria; o por cariño, para mostrar y tal vez demostrar que era
posible, fácil, no prolongar en Buenos Aires la miseria de aquí.
—Aunque la Rita ya no estaba para esas exhibiciones ni para nada. Yo había ido esa
tarde, era un sábado, aunque caía rara vez por la pieza. Iba, más que nada, a insultarlo a
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Jorge, o a sentarme en los pies de la cama y mirarlo sin más. El sabía todo lo que yo estaba
pensando y diciéndole. La Rita recibió a la otra sin comprender del todo. Ya estaba muy
enferma y deliraba despierta. Le debe haber parecido que le estaban contando un cuento de
hadas, si es que alguna vez se lo contaron. El vestido de la otra, la Higinia, y también
guantes y sombrero, y los paquetes que traía, de comida para gente harta y no para
hambrientos. Sin hablar del automóvil y el chofer con uniforme. Subió y dieron una vuelta.
Así es, y al que desmienta le rompo la cara: la Higinia hace la puta fina, espero, y debe
tener cuerda para rato. No estuvo más que unos días, dos semanas, en la pieza, cuidando a
los tres, ella, él y el chivo hediondo. Cuando se olvidaban de la sal el chivo atropellaba
para lamerles la piel. Veinte veces les dije, primero en broma, después en serio y otra vez
en broma, que le cortaran el cogote y se lo comieran. La primera vez que lo dije en serio
ella se me vino encima con un cuchillo. Y él, Jorge, todo el tiempo tirado en la cama con
las manos en la nuca, mirando el techo, mientras la mujer se moría de tos y de hambre. Así
es: sólo, exclusivamente, reventó la Rita. Se vino con el chivo a Santa María el verano de
la muerte de mi padre y cuando Jorge volvió para las vacaciones pudo verla vivir un par de
días y después pudo pagarle el entierro. Como un señor. Lástima que ella esté muerta y que
la culpa sea de él. Se lo he dicho, no tengo inconveniente en repetirlo. Porque él, mi amigo,
sin necesidad ninguna, por puro juego, se dedicó a vivir de ella, de lo que ganaban, con
limosnas, mentiras o pindongueando, Rita y el chivo. Porque ya no tenía que pagar
pensión, vivía en la inmunda pieza de ella, o de ellos. Con el dinero que le mandaba el
padre podía haber alimentado a Rita (y al chivo, claro) de manera decente; podría, tal vez,
haberla curado. Pero él se estaba casi día y noche tirado en la cama, mirando las mugres
sucesivas de los techos (se mudaban, aproximadamente, cada mes) esperando que ella
volviera hacer la calle trayéndole una botella de vino y algún paquete grasiento de comida.
Se había arreglado con el dueño de un kiosko de diarios en Constitución; le cobraba dos
pesos por cuidarle el chivo, o tenerlo atado a un árbol, mientras ella iba a trabajar con un
hombre. Sos un rufián, le decía las pocas veces que me daba por visitarlo. Y no tengo
inconveniente en decírselo frente a usted. El tirado en la cama, barbudo y sucio, repitiendo
como saludo cuando yo entraba, o después de una frase larga en que lo había insultado en
diversas formas que no puede tolerar un hombre, por joven que sea: “¿Tenés un
cigarrillo?” Usted no puede entender y no va a creerme. Pero no era otra cosa; creía ser
Ambrosio, estoy seguro, el hombre que inventó el chivo. Y como Ambrosio había vivido
meses explotando a la Rita hasta que se levantó una noche o una mañana con la revelación
del chivo, con aquel grotesco eureka, Jorge tenía que hacer lo mismo, vagar y explotar,
mirar inmóvil los techos hasta que uno de ellos dejara caer sobre él un prodigio semejante.
No sé qué prodigio, no puedo imaginarlo, y tampoco él pudo; tal vez una paloma para
llevar en el hombro o una serpiente que le envolviera un brazo o un tigre bramador. Y
como no pagaba pensión, como no necesitaba dinero para nada, los cheques, además de las
cartas, que le llegaban al hotel donde yo seguía viviendo, tenía que llevárselos a cualquiera
de las piezas de ladrillos o de adobe donde él vigilaba el progreso de las telarañas en los
cielorrasos. “¿Tenés un
cigarrillo?”. Con aquel dinero, se me ocurre, podía haber salvado a Rita o ayudarla a
vivir más tiempo. Pero todo era una farsa tan imbécil como inmunda. El, Jorge, aunque
trans-formado en Ambrosio que no conoció nunca, lo sabía. Estaba seguro de que no había
nada para encontrar en aquella vida; no ignoraba que la mujer se estaba muriendo. Por eso
inventó enterrar a la prima, Higinia; porque al fin, después de un año de perversidad, de
bravata, de estupidez, el asunto le quedó demasiado grande y no pudo soportar el
remordimiento. Lo hubiera oído antes, antes de Rita y de Buenos Aires, cuando
discutíamos de mil cosas, en la madrugada, en el garaje de casa: “Nunca me podré
arrepentir de nada porque cualquier cosa que haga sólo podrá ser hecha si está dentro de las
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posibilidades humanas”. Era su lema, digamos. Lo había pintado en una cartulina, lo clavó
el primer año encima de su cama en la pensión. Yo lo aprendí de memoria y muchas veces
me burlé de él, repitiéndoselo cuando lo veía vacilar por una razón moral. Es fácil decir
cosas. Pero aquel año, con Rita, aflojó frente a la tentación de vivir dentro de la
irresponsabilidad de acuerdo con el lema que vaya a saber a quién se lo robó. Entonces, el
dinero que le mandaban de Santa María lo regalaba a los comunistas o a los anarquistas; a
un loco o un pillo que aparecía cada principio de mes, cualquiera fuese el lugar a donde los
hubieran desplazado con el chivo inmundo y por su culpa. Un petizo de sombrero, muchas
veces lo tengo visto, de voz suave, con una sonrisa que iba a conservar aunque lo
golpearan. Trataba de conversarlo, pero él, Jorge le entregaba el cheque endosado y volvía
a mirar el techo como si el otro no estuviera, hasta que se iba. Y yo digo: como tenía
conciencia todo el tiempo de estarse portando con la Rita como un hijo de perra, regalaba
aquel dinero para tranqui-lizarse, para poder estar seguro de que no iba ganando nada en el
asunto. Yo lo insultaba y al final pensé en serio que estaba loco; pero no. Y ahora me
acuerdo de lo más divertido, o lo más importante de la historia, de la verdadera, de ésta que
le estoy contando. Déjeme aclararle primero que yo seguí acostándome con Rita cuantas
veces tuve ganas o cuando sabía que los pesos que le daba eran necesarios para ellos. Todo
esto sin que él lo supiera; él, que había hecho y lo mantuvo por tiempo, un misterio de sus
relaciones con la mujer. Lo que llamo importante, lo que sirve para comprender por qué
pretende haber enterrado a Higinia en lugar de Rita, es esto, este recuerdo de vergüenza del
que nunca, por lo menos hasta hoy, volví a hablar. Apareció un día, al anochecer, en la
pensión, vestido como lo que fue siempre, a pesar de todo, a pesar de las poses; un hijo de
ricos. Durante toda la peregrinación de un barrio a otro conservó envueltas en hojas de
diarios su ropa. Los pantalones sucios y la camisa de obrero y las alpargatas con que se
vestía para estar tirado en la cama eran nada más que el uniforme de la angustia, de la
miseria que se había inventado. Vaya a saber por qué; aunque, pensando, es posible
descubrir. El uniforme de Ambrosio. tal vez; del Ambrosio que nunca llegó a conocer.
Aquella vez no me pidió cigarrillos; tiró sobre la cama un paquete de Chesterfield y no
quiso sentarse. Habló de cualquier cosa y yo le contestaba esperando. No fue ni al final de
su vida con la Rita ni al principio; creo que por entonces vivían, después de Chacarita, por
La Paternal. “Vas a decir que es piedad —dijo— pero es otra cosa. No sé si podés
comprenderla, no soy capaz de explicártela”. Quería casarse con la Rita. Me pidió que
averiguara con algún profesor de la Facultad cómo podía hacerlo sin intervención de los
padres. Era, claro, menor de edad y me dijo que también era menor la Rita; aunque es
difícil. Le averigüé que no; le presenté, porque insistía, a Campos, de Derecho Civil. Supe
que había terminado insultándolo, con un ataque de histeria, porque el otro, Campos, quiso
aconsejarlo, le habló como un padre. Usted ya lo dijo: es difícil, casi neurasténico.
Entonces yo creo que la mentira del entierro de Higinia proviene de esto, de esta vergüenza
que quiere olvidar, suprimir. ¿Me entiende?
Un afán de negar. Ya se lo había notado, a pesar de que rara vez hablamos de eso; o
ya, ahora, ni hablamos. El cree que hace diferencia tener un abuelo nacido en Santa María.
Fragoso se acercó para limpiar la mesa y sonreírme. Tito se había encogido, con los
hombros entornados, con una suave expresión de asco que hacía temblar la boca húmeda.
La banda de niños, su griterío, habían desaparecido mucho tiempo atrás. Di las gracias con
un murmullo, encendí un cigarrillo y me puse a pensar sin orden, seguro de equivocarme,
principal y ampliamente incrédulo. Saqué dinero para pagar pero Tito me sujetó la mano.
Sólo una cosa me interesaba saber y ésta no tenía ninguna relación con la verdad de la
historia; era un puro capricho. Así que durante dos días, desde la mañana, entre una visita y
otra, estuve persiguiendo a Jorge Malabia. Lo encontré el día tercero, de mañana, cuando
salía de casa para ir al hospital. Estaba sentado en un banco, esperándome, todavía vestido
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de jinete pero sin caballo. Se acercó sonriente, balancéandose sobre las botas, con una
mirada de fatiga y madurez.
—Vine para contestar y concluir —dijo suavemente, dejando de mirarme. Si me
estuvo odiando en la última entrevista, aquel odio se había transformado en paciencia, en
aceptación—. Para que usted se canse de preguntar y yo no tenga nada que ver, después,
con la maldita mujer, con el maldito cabrón. Empiece.
—No me gusta hablar de eso por la mañana. Si pudiéramos vernos esta noche...
Me miró con rabia y apretó los dientes; después sonrió mordiéndose el labio.
—Espere —dijo distraído—. Usted no puede preguntar de mañana, pero sí a mediodía
a la verdura podrida del Mercado Viejo. Espere. Déjeme pensar porque es la última vez.
Venga esta noche a casa, vamos a estar solos. A las nueve. Acaso le muestre algunas cosas.
¿Pero usted anda sin coche? A las nueve menos cuarto habrá un auto esperándolo aquí.
¿De acuerdo?
Ahora me miró con alegría, me puso una mano en el hombro y la dejó un rato, sin
peso. Decía que sí a algo con la cabeza, pero no me miraba. Después me apretó el hombro
y se puso a caminar hacia la plaza; lo vi esquivar, sin apuro, el auto de la florería y
volverse. Parecía más alto, arbitrario, dudoso, y la actividad de la mañana transformó de
golpe su vestimenta campesina en un disfraz. Los brazos le colgaban desolados, inútiles,
pero nada de él era capaz de conmoverme, empezó a sonreír, pero no era a mí. Me toqué el
sombrero para despedirme y entonces se puso en movimiento, se me acercó a grandes
pasos, haciendo sonar las botas, tan desconsoladamente parecido al hermano muerto. Me
miró y quiso mantener la sonrisa que ya no le servía.
—Me gusta verlo y estar con usted —dijo—. Por muchas razones. Pero no quiero
seguir con esto. No vaya hoy a verme. Hubo una mujer que murió y enterré. Y nada más.
Toda la historia de Constitución, el chivo, Rita, el encuentro con el comisionista Godoy, mi
oferta de casamiento, la prima Higinia, todo es mentira. Tito y yo inventamos el cuento por
la simple curiosidad de saber qué era posible construir con lo poco que teníamos: una
mujer que era dueña de un cabrón rengo, que murió, que había sido sirvienta en casa y me
hizo llamar para pedirme dinero. Usted estaba casualmente en el cementerio y por eso traté
de probar en usted si la historia se sostenía. Nada más. Esta noche, en casa, le hubiera
dicho esto o hubiera ensayado una variante nueva. Pero no vale la pena, pienso. La
dejamos así, como una historia que inventamos entre todos nosotros, incluyéndolo a usted.
No da para más, salvo mejor opinión.
—Sí —dije; no podía encontrarle los ojos; de pronto me miró con furia, sonriendo otra
vez—. Si. Quiero decir que da para mucho más, la historia; que Noria se contada de
manera distinta otras mil veces. Pero tal vez sea cierto que no valga la pena. Iba a ir a su
casa sólo para preguntarle una cosa, para pedirle que me hablara del velorio en que no
estuvieron más, por muchas horas, que la muerta, usted y el chivo. Eso es lo único que me
importa.
—¿Le sigue importando? ¿Y sólo eso?
—Sí, m’hijo —contesté con dulzura.
—No se lo pierda, entonces. Era así: un velorio en que durante muchas horas no hubo
nadie más que yo, un cadáver, un cabrón rengo y hambriento. Aquella habitación tenía un
piso de tablas, flojo, y cuando yo me paseaba el cajón se movía y parecía moverse mucho
más porque cuando yo caminaba la luz de las velas se ponían a bailar. Nada más que eso.
Además, el entierro, que ya conoce. Con esos datos puede hacer su historia. Tal vez, quien
le dice, un día de estos tenga ganas de leerla.
Se fue, un poco piernabierto, balanceándose, como para montar el caballo que no había
traído.
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Para Una Tumba Sin Nombre
VI
Hubo después, todavía, una carta que Títo Perotti me mandó de Buenos Aires. Me
explicaba el motivo, o motivos de su viaje, lamentaba la posibilidad de haberme causado
una mala impresión en el Mercado, insistía en cosas ya dichas, me adulaba. Empezaba
contándome que él sí había conocido a Ambrosio, el inventor del chivo.
“Lo supe al verlo desde la puerta del restaurante, estaba recostado en la silla, frente a la
Rita, pero mirando por encima de la cabeza de la mujer, mordiendo la boquilla y soplando
el humo con regularidad. Miraba, ¿qué otra cosa?, el empapelado flamante, aun húmedo,
color sangre aguada, con pagodas recortadas por filetes de oro. Me fui al mostrador y pedí
cualquier cosa para espiarlo cómodo. Rita me había citado para las doce; yo dejé llegar las
doce y media. Vestido de gris y pobre, con el pelo largo, ondulado, brillante, con una
corbata de moño, oscura. Miraba el empapelado y chupaba de la boquilla”.
Traducido al lenguaje que adjudiqué a Tito en la entrevista del Mercado, eso fue,
aproximadamente, lo que leí; no más porque ya sabía demasiado del asunto, o había dejado
de saber desde tiempo atrás. Rompí la carta o la enterré en el desorden de mi escritorio. Si
fue así, debe estar ya amarillenta; porque todos los que participamos en una forma u otra
en esta historia, incluso la mujer y el chivo muertos, envejecimos velozmente en el último
año.
Y, más o menos, esto era todo lo que yo tenía después de las vacaciones. Es decir,
nada: una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentidos dudosos,
desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo. Personalmente,
sólo había sabido del último capítulo, de la tarde calurosa en el cementerio. Ignoraba el
significado de lo que había visto, me era repugnante la idea de averiguar y cerciorarme.
Y cuando pasaron bastantes días de reflexión como para que yo dudara también de la
existencia del chivo, escribí, en pocas noches, esta historia. La hice con algunas
deliberadas mentiras; no trataría de defenderme si Jorge o Tito negaran exactitud a las
entrevistas y no me extrañaría demasiado que resultara inútil toda excavación en el terreno
de la casa de los Malabia, toda pesquisa en los libros del cementerio.
Lo único que cuenta es que al terminar de escribirla me sentí en paz, seguro de haber
logrado lo más importante que puede esperarse de esta clase de tarea: había aceptado un
desafío, había convertido en victoria por lo menos una de las derrotas cotidianas.
Libros Tauro
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